Incapaz de amar - Cindy Gerard - E-Book

Incapaz de amar E-Book

Cindy Gerard

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Aquel hombre era el camino más seguro hacia el desengaño... La boda de su mejor amiga no era el lugar más adecuado para la seducción. Pero los encantos de Nate McGrory eran demasiado difíciles de resistir... Nate tenía la intención de intimar a fondo con aquella organizadora de bodas y había ideado un plan de seducción lento y sensual. Lo que no sospechaba era que al conquistar su corazón estaría poniendo el suyo en peligro...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 169

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Cindy Gerard

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Incapaz de amar, n.º 1277 - julio 2015

Título original: Tempting the Tycoon

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6876-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

Se suponía que aquello no iba a suceder. Se suponía que ella no debía estar afectada. No de esa manera. Y no por un hombre como ese.

Con el ceño fruncido por la preocupación, Rachael Matthews trató de ignorar la fuerte atracción que invadió su cuerpo cuando miró a Nate McGrory a los ojos. Empuñando el ramo de flores, que llevaba por ser la dama de honor, como si fuera un escudo, trató de mantener la frialdad y de no desviar la mirada cuando se reunió con el padrino, que sonreía con seguridad, en el pasillo central de la iglesia.

Después de todo, sólo era un hombre. Un hombre del estilo de Pierce Brosnan y Antonio Banderas.

De acuerdo, tenía que ser un poco flexible. ¿Qué mujer no habría reaccionado de esa manera? No había más que mirarlo.

Sus brillantes ojos marrones hacían juego con su cabello y resaltaban en su rostro masculino. Tenía los pómulos prominentes y la nariz recta. Sus cejas espesas y su fuerte mentón eran rasgos clásicamente masculinos. Tenía una cicatriz en la ceja izquierda, justo debajo del arco y hacia la sien, y era su única imperfección. Debería haber estropeado todo su atractivo. Sin embargo, le daba cierto aire de vulnerabilidad que contrastaba con el poderoso aire de seguridad que desprendía de él como diciendo: «Ya que lo has preguntado, soy el amo de mis dominios, pero no te preocupes, gobierno con mano cándida y amable. Y, por cierto, me gustan las mujeres explosivas».

Bien, eso ponía las cosas en perspectiva. Arrogancia. Aquel hombre irradiaba mucha arrogancia, algo que hizo que Rachael recobrara el sentido de la realidad. Conocía esa clase de hombres. Demasiado bien. Mucho nivel y más problemas de los que merecía la pena.

Cuando ella asintió sin más, él puso una sonrisa más amplia y la miró con interés, transmitiéndole un claro mensaje. «Por fin nos conocemos. Esperemos a que estos dos se casen y después trataremos de conocernos el uno al otro».

Por el bien de Karen y por el bien de los doscientos invitados que, sonrientes, llenaban los bancos mientras esperaban la unión de la pareja, Rachael se aseguró de que su sonrisa fuera educada pero mucho más fría que la de él. Arqueó una ceja y trató de transmitirle: «Sí, claro. Lo que sea».

Él se rió.

No en alto, sino con una mirada retadora. «Señorita, si decido que quiero poseerte, no tendrás oportunidad de resistirte».

«A la arrogancia hay que añadirle el egocentrismo», pensó Rachael.

Quizá él fuera arrogante, pero evidentemente, ella era una estúpida por dejar que él la afectara de esa manera. «Olvídalo». No iba a suceder nada entre ella y ese hombre al que no conocía oficialmente. No solo porque no tenía tiempo, sino porque tampoco tenía paciencia. Y, claramente, tampoco tenía interés. La vida estaba bien tal y como estaba.

Quizá la tensión de planear la boda de su mejor amiga había podido con ella. Lo había preparado todo para Karen. Era a lo que se dedicaba. Organizar bodas era su profesión, y durante los años anteriores, también había sido su vida. Pero aquella era la boda de Karen, su mejor amiga, así que Rachael estaba mucho más preocupada por el resultado. Quería que todo saliera perfecto, y había hecho todo lo posible para que así fuera. Las flores, la música, el banquete en el Royal Palms Hotel donde ella dirigía Brides Unlimited… Se había ocupado hasta del último detalle.

Hasta el momento, todo era perfecto. Karen estaba preciosa. Al ver el brillo de su rostro, Rachael reaccionó y trató de superar el romanticismo que se había apoderado de ella al conocer a Nate McGrory.

Se sobresaltó un instante cuando él le ofreció el brazo, pero tras recuperarse, se irguió y lo aceptó. Podía hacerlo. No era gran cosa. Sólo era el susto de verlo en persona después de toda la publicidad que Karen había hecho de él.

–Rachael, ya verás. Espera a verlo –le había insistido Karen uno de esos días en los que habían conseguido quedar para ir de compras y ponerse al día.

Habían ido a comer a Pescatore, un lugar de West Palm Beach situado en la esquina de Clematis y Narcisus. Al fondo, el ruido de las fuentes y el canto de los pájaros se unía al fuerte aroma de las flores.

Karen acababa de comprarse el traje de novia y estaba radiante. Pasó el rato destacando las cualidades de Nate McGrory, un abogado millonario de Miami que llegaría para la boda en su jet privado y que era uno de los mejores amigos de Sam.

–En serio. Si no estuviera tan enamorada de Sam, yo misma estaría detrás de él. Tiene que ser la mezcla de sangre latina e irlandesa. Rach, no exagero cuando te digo que es un chico encantador, rico, y tan atractivo, que hace que al verlo se te detenga el corazón –continuó diciéndole su amiga.

–Lo mismo pasa con las flores del hibisco y… ¿Cuánto duran? ¿Un día? –contestó Rachael–. No me interesa.

–Pero es perfecto –insistió Karen.

–Cariño, no me importa si es Ben Affleck, Donald Trump o un latin lover envuelto en un paquete de testosterona. Karen, por favor. Cásate. Sé feliz, pero deja de emparejarme con cualquiera. Tengo todo lo que me hace falta para ser feliz. Buenos amigos y un trabajo estupendo.

¿Por qué sus amigas no podían comprender que su vida era maravillosa tal y como estaba? Era una mujer productiva, con éxito e independiente, aunque a veces tenía la sensación de que había algo que se le escapaba. Algo a lo que tenía derecho pero de lo que no disfrutaba.

Tratando de no pensar en ello, se concentró en las palabras del sacerdote y miró a Nate McGrory de reojo.

Tenía que admitir que Karen estaba en lo cierto. Era el hombre perfecto. Llevaba un esmoquin negro que resaltaba sus anchas espaldas. Era alto, y muy atractivo. De pie, junto a Sam, escuchaba con atención cómo el sacerdote unía a Karen y a Sam en matrimonio.

Y ella, se había pasado toda la ceremonia comiéndoselo con los ojos.

La culpa era de los zapatos que llevaba. Como era mucho más bajita que Karen y Kim, había optado por ponerse unos zapatos de tacón alto y punta afilada. Sin duda, eso había provocado que no le llegara sangre al cerebro y que toda se quedara en las inmediaciones de su libido, que hacía un par de años había dejado olvidada.

–Os declaro marido y mujer –las palabras del pastor hicieron que Rachael volviera a la realidad–. Damas y caballeros, tengo el placer de presentarles al señor y la señora de Samuel Lathrop.

Un gran aplauso invadió la iglesia y los recién casados sellaron sus votos con un beso, lo bastante casto como para satisfacer al clérigo pero, a su vez, lo bastante apasionado como para que un par de personas de la congregación tuvieran que contener una carcajada, y para que el padrino mirara a Rachael y le guiñara el ojo.

Ella fingió no darse cuenta y disimuló centrando todo su entusiasmo en Karen y Sam. Trataba de engañarse pensando que tenía bajo control el tema de Nate McGrory. Un pésimo truco, teniendo en cuenta que las piernas no dejaban de temblarle.

Forzó una sonrisa y confió en que expresara lo feliz que se sentía por Karen y Sam. Entonces, apretó los dientes al ver que el señor Maravilloso se reía de nuevo como diciendo: «Resístete si puedes, muñeca. Ríe, pero voy a atraparte.»

Ella lo miró a los ojos, lo agarró del brazo y mientras seguían a los novios por el pasillo, le transmitió su propio mensaje: «Ni lo sueñes, niño multimillonario».

Capítulo Dos

 

 

–Quiero que me amen de esa manera –murmuró Kim Clancy dando un suspiro mientras se acomodaba en una de las mesas que rodeaban la pista de baile del salón Isle of Paradise, situado en la sexta planta del Royal Palms.

Rachael estaba sentada junto a Kim, jugueteando con las flores y los lazos del ramo de la dama de honor. A su alrededor las parejas bailaban y reían, sobre todo la pareja de novios.

Aunque el color rosa del vestido de dama de honor era un delicado complemento para la tez sonrosada y el cabello oscuro de Kim, Rachael tenía miedo de que a ella no le quedara tan bien. En su opinión, las pelirrojas de ojos verdes y el color rosa eran tan incompatibles como hacer snowboard en Jamaica, y no importaba que Nate McGrory hubiera estado mirándola durante toda la noche, dejándole claro que le gustaba cómo iba vestida.

Rachael dejó el ramo a un lado y desdobló una servilleta que tenía escritos los nombres de Karen y Sam en letras doradas junto a la fecha de la boda. Intentó dejar de pensar en que el padrino de boda había estado fijándose en ella durante toda la tarde. Miró a Kim y dijo:

–No quiero desilusionarte, Kimmie, pero el amor como ese sólo existe en películas, canciones y novelas románticas.

«Bueno… y a veces en la vida real», admitió para sí. Aunque a ella no le había sucedido nunca. Pensativa, suspiró al ver a Sam y a Karen bailando agarrados, mirándose a los ojos.

–No puedo creer que no te alegres por Karen.

–Cariño, sabes que me alegro por ella –aseguró Kim–. Sam es un chico estupendo, pero si alguna vez le hace daño…

–Por el amor de Dios. Él no va a hacerle daño.

–Ya veremos.

Kim movió la cabeza y, al verla, Karen recordó que ella también llevaba una delicada corona de flores. A Kimmie le quedaba muy bien, pero Rachael estaba segura de que a pesar de todos los esfuerzos que había hecho tenía más aspecto de haberse caído en un montón de malas hierbas que de ser un hada del bosque adornada con flores, que era como la peluquera había descrito el resultado de su trabajo.

–¿Y no te cansas de cargar el peso de tanto cinismo todo el rato? –le preguntó Kim.

Rachael agarró la copa de champán.

–Yo no dicto las normas. Sólo las observo.

–Algún día te enamorarás de verdad, y no puedo esperar a verlo.

Rachael dio un sorbo y negó con la cabeza. Al moverse, se le soltó uno de los mechones pelirrojos y, al sentirlo sobre la nuca, trató de colocarlo otra vez en la corona.

–Ya leí el libro. He visto la película. Y no es necesario que represente el papel, así que no contengas la respiración por mí porque no va a suceder nunca.

–Nunca es mucho tiempo, Rach –dijo Kim con suavidad.

Rachael sabía lo que era mucho tiempo. Por ejemplo, hacía mucho tiempo que no podía contar con nadie. No le importaba. Era independiente y se sentía orgullosa de ello, además, la mera idea de comprometerse con una persona, de depender de una persona, no era algo que la hiciera sentirse bien.

Kimmie y Karen la acusaban de tener un problema de confianza. Eso no era nada nuevo. Ella lo admitía. Tenían razón. Pero no veía nada malo en ser prudente. Ni en ser feliz siendo soltera.

Miró a Kim y forzó una sonrisa. Rachael siempre le perdonaba todo porque la quería como a una hermana. Y porque comprendía que Kim no tenía motivos para no creer en el amor y en formar una familia. Rachael, por otro lado, conocía muy bien la gran falacia norteamericana. Pensaba en su madre y se preguntaba cómo había tenido la fuerza suficiente para poder superar todo lo que había pasado.

–Sólo me hace falta una buena dosis de deseo –dijo ella–. Al menos es algo sincero.

–Sí, claro –soltó Kim–. Como si alguna vez te decidieras por ese tipo de relación.

De acuerdo. Así que Kim la conocía bien. Rachael no mantenía relaciones sexuales de manera esporádica. Aunque de vez en cuando deseaba ser una de esas mujeres que las mantienen sin el compromiso que ella consideraba necesario para que mereciera la pena. Al parecer, los chicos opinaban que estaba bien.

–Nunca se sabe –dijo Rachael–. A lo mejor cambio de tercio de repente y lo hago sólo por placer.

–¿Cambiar de tercio? Será mejor que lo hagas porque parece que vas a tener la oportunidad de ponerte a prueba.

Al ver que Rachael la miraba con curiosidad, Kim asintió mirando en la dirección de un hombre que se acercaba a ellas sorteando a las parejas que había en la pista de baile.

–Se acerca un estupendo ejemplar por ese lado. Menudo hombre. Si no te gusta, háblale de mí, ¿vale?

Rachael se puso tensa. Había notado que Nate McGrory no había dejado de mirarla durante toda la noche. En la ceremonia, en la limusina que los llevó hasta el hotel donde se celebraba el banquete y en la mesa de los novios durante la cena.

Él no se había acercado a ella desde que, tres horas antes, la banda de música comenzó a tocar los primeros acordes. A pesar de que Rachael había tenido que bailar el baile que le corresponde a la dama de honor y al padrino, después había conseguido entretenerse con los detalles del banquete y había podido mantenerse alejada de él.

–Señoritas –las saludó con una sonrisa cautivadora.

Rachael intentó aparentar que estaba aburrida mientras trataba de no pensar en el interminable baile que había compartido con él ni en cómo había disfrutado del sexy aroma que desprendía su cuerpo. Una mezcla de especias exóticas y masculinidad. Intentó no recordar el calor de su mano sobre la espalda, o cómo se había sentido de protegida cuando él apoyó la barbilla sobre su cabeza haciendo que se le moviera la corona de flores al respirar. No quería recordar el tacto de sus muslos al rozar con los suyos, ni la presión de su pecho contra sus senos.

–Las dos vais muy… de color rosa esta noche –comentó y se sentó en la silla vacía que había al lado de Rachael.

Rachael jugueteó con el pedazo de pastel de boda que le habían servido y que no había probado y se fijó en que el corazón le latía con tanta fuerza que parecía que iba a salírsele del pecho.

–Uy, sí. Y sólo porque Karen estaba dispuesta a caminar sobre un montón de brasas si no aceptábamos a…

–¿Llevar ese vestido de color rosa? –él terminó la frase por ella y esbozó una sonrisa.

–Más o menos –dijo ella sin sonreír.

Nate transformó su sonrisa en algo más íntimo y, apoyando el codo en la mesa, se interpuso en el campo de visión de Rachael. Ella le mantuvo la mirada como para demostrarle que no la afectaba. Pensaba que lo estaba haciendo muy bien hasta que él metió el dedo índice en el pedazo de tarta y se lo llevó a la boca.

Ella sintió que tenía la garganta seca y tragó saliva mientras observaba cómo él se chupaba el dedo.

–Bien.

Al oír esa palabra, pronunciada con voz profunda, Rachael sintió que una ola de calor, provocada por un fuerte deseo, recorría su cuerpo y retiró la mirada.

–Bueno, ¿y cómo van las cosas, Nate? –preguntó Kim mientras le daba una patada a Rachael por debajo de la mesa para que dejara de fruncir el ceño y mostrara un poco de interés.

–No tan bien –dijo él, y Rachel se percató de que la observaba con detenimiento centrándose en el escote de su vestido–. Esta es una de mis canciones favoritas –dijo él con un tono de voz muy sexy–, y aquí estoy, sin pareja para bailar –consciente de dónde había dirigido la mirada, Rachael acarició el borde de su copa de champán y miró el montón de servilletas que tenía apiladas delante de ella–. ¿Quieres hacerme un favor? –preguntó él con el encanto de un príncipe–. Baila conmigo.

Ella estaba a punto de contestarle con una educado pero firme no gracias, cuando levantó la vista y vio que la invitación iba dirigida a Kim.

Disimuló su sorpresa y miró a Kim para animarla.

–Venga. Sal a bailar.

Asombrada, Kim siguió al padrino hasta la pista y después se entregó a sus brazos abiertos.

«Menos mal», pensó Rachael. Menos mal que él había captado la indirecta y la había dejado en paz. Y ella no se sentía confusa, ni rechazada porque hubiera elegido a Kim. No sentía ninguna de esas cosas.

Ni siquiera cuando vio que bailaban los tres temas siguientes, con las cabezas muy juntas, riéndose, hablando, absortos el uno en el otro e ignorando al resto de la gente que había en la habitación. Ignorándola a ella cuando salió del salón para comprobar por segunda vez que había suficientes globos llenos de confeti para soltar a media noche, justo antes de que los novios marcharan de luna de miel.

No estaba molesta… Ni siquiera un poco.

 

 

Desde la pista de baile, Nate observó por encima del hombro de Kim cómo Rachael Matthews salía de la habitación como si fuera un ladrón escapando con unas joyas robadas. No estaba seguro de por qué estaba tan interesado en aquella pelirroja de ojos verdes. Cielos. Durante la mayor parte del día lo había estado mirando como habría mirado a un pedazo de carne dejada durante demasiado tiempo al sol.

Nate sonrió para sí. Estaba acostumbrado a que las mujeres reaccionaran de muchas maneras al verlo. Pero no a que lo evitaran. Era consciente de su atractivo, de la fortuna familiar que poseía y de que tenía fama de ser uno de los solteros de Florida más deseado. Todo ello hacía que las mujeres se fijaran en él. Y le gustaba que le prestaran atención, e incluso admitía que, de vez en cuando, se aprovechaba de su situación social y económica.

Nada de eso lo llevaría a ningún sitio con Rachael. La manera que tenía Rachael de reaccionar lo divertía. Puesto que no la conocía desde hacía mucho tiempo, imaginaba que era ella la que tenía el problema y decidió que lo mejor era que jugara el papel de solucionador de problemas.

–De acuerdo, ya puedes dejar de fingir.

–¿Perdón? –preguntó él mirando a Kim con asombro.

–Rachael ya se ha ido –dijo Kim con una sonrisa y mirando hacia la puerta–. Así que puedes ir al grano. ¿Qué quieres saber de ella?

–¿Soy tan transparente? –preguntó él con una media sonrisa.

–Transparente como el plástico –contestó ella.

–Lo siento. ¿Te importa?

–Lo que me importa es que Rachael lo pase mal. No le gustan los juegos, Nate. Detrás de esa coraza, hay una mujer frágil. Así que, si lo que tienes en mente es una aventura de una noche, como amiga, te pediría que te buscaras otro objetivo.

Nate no estaba seguro de lo que tenía en mente, pero utilizarla como objetivo no entraba dentro de las opciones relacionadas con aquella mujer que inspiraba tanta fidelidad por parte de otra mujer.

–¿Qué te parece si vamos a hablar a otro sitio? –dijo él, y colocó la mano sobre la espalda de Kim para guiarla fuera de la pista de baile.

–¿Sobre Rachael?

–¿Qué puedo decir? Creo que me ha cautivado –dijo con una sonrisa–. Sé mi amiga. Cuéntame algo sobre ella que me haga olvidarla.