Un apuesto caballero - Cindy Gerard - E-Book

Un apuesto caballero E-Book

Cindy Gerard

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Beschreibung

Una dama en apuros conoce a su apuesto caballero… Cuando la bibliotecaria Phoebe Richards vio al hombre que la había salvado de su ex novio, no podía creérselo. Sólo en los libros y en sus sueños había visto a un hombre tan sexy como Daniel Barone. Era todo lo que un héroe debía ser: guapo, valiente, millonario... y completamente fuera del alcance de Phoebe. Daniel Barone creía haberlo visto todo. Pero nada lo había preparado para la inocente sonrisa de Phoebe, y nada lo sorprendía más que el extraño deseo de quedarse con ella. Por primera vez en su vida, sintió miedo: ¿sobreviviría a una aventura con aquella bibliotecaria ingenua y con gafas?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Harlequin Books S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un apuesto caballero, n.º 1324 - agosto 2016

Título original: The Librarian’s Passionate Knight

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8738-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Quién es quién

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Quién es quién

Daniel Barone: Se ha atrevido a hacer a lo largo y ancho del mundo lo que la mayoría de los mortales teme, y sus hazañas son conocidas por doquier. Pero lo que mejor se le da a Daniel es marcharse esté donde esté. Entonces, ¿cómo es que una irresistible bibliotecaria le hace desear quedarse?

Phoebe Richards: Lleva toda la vida viviendo en Boston con su gato, sus libros y sus amigos. Es una bibliotecaria virgen. Pero está a gusto, contenta. Entonces, ¿por qué un bala perdida de la alta sociedad, por cierto, extremadamente atractivo, le hace desear algo más?

Karen Rawlins: Acaba de descubrir que es una prima perdida de los Barone. Pero, ¿conseguirá esta mujer solitaria hacerse un hueco dentro la principal y abrumadora familia de Boston?

Capítulo Uno

Daniel Barone no estaba muy seguro de por qué aquella mujer le había llamado la atención. En una visión global de las cosas no era más que un gramo de arena perdido entre los brillantes colores del mercado de Faneuil Hall, en el centro de Boston.

Era una noche calurosa de agosto, y el mercado al aire libre estaba vivo y repleto de tonalidades, aromas y sonidos. Todo lo contrario que aquella mujer. Y sin embargo, había captado totalmente su atención mientras esperaba detrás de ella ante un carrito de helados.

Igual que el resto de la gente que había en la cola, ambos esperaban su turno. Pero al contrario que los demás, que avanzaban plácidamente en formación, ella se balanceaba con impaciencia. Parecía como si bailara, como si encontrara un placer irresistible en el simple hecho de pensar que dentro de poco tendría en sus manos un cucurucho de helado.

Por alguna extraña razón, aquello provocó en Daniel una sonrisa. Aquella exuberancia le hacía gracia, y no tuvo más remedio que volver mirarla.

Tenía una estatura media, aunque de cerca tal vez pareciera más pequeña. Su cabello no era rubio ni moreno, y no había nada ni remotamente sexy en el corte de pelo que tenía. Los pantalones cortos y la camiseta que llevaba puestos le cubrían lo suficiente lo que parecía ser un cuerpo bonito y menudo, aunque no podía asegurarse. A excepción del esmalte de uñas rojo brillante de los pies, no había nada luminoso en aquella mujer, hasta que se dio la vuelta con su codiciado premio entre las manos.

Detrás de unas gafas anticuadas y sosas, unos ojos de color miel brillaban con alegría, inteligencia y un buen humor innato. Y cuando ella le dio al helado el primer lametón, largo y lento, una sonrisa de puro y decadente placer iluminó su cara vulgar convirtiéndola en un rostro que cortaba la respiración. El resplandor de aquella sonrisa estuvo a punto de dejarlo ciego.

–Ha valido la pena la espera –susurró ella exhalando un suspiro mientras abandonaba la fila.

–Y que lo digas –reconoció él dedicándole una sonrisa mientras observaba la deliciosa cadencia de sus caderas al alejarse.

Daniel se preguntó por qué una mujer dotada de una belleza natural tan excitante habría elegido esconderse detrás de aquellas gafas de maestra, un corte de pelo sin imaginación y aquella ropa tan vulgar. La siguió con la mirada mientras se perdía entre la multitud. Seguía mirándola cuando el chico del carrito de helados lo devolvió a la realidad.

–Oye, amigo: ¿Quieres un helado o no?

–Sí, lo siento –respondió Daniel girándose suavemente hacia el mostrador.

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar la cartera y, sin dejar de sonreír, indicó con la barbilla la dirección que ella había tomado.

–Tomaré lo mismo que ella. De dos bolas.

El helado no era tan exquisito como los de Baronessa, por supuesto, pero era un placer sencillo, dulce y delicioso.

Igual que la sonrisa sincera de una mujer hermosa y satisfecha.

Daniel volvió a sonreír, esta vez a modo de autoreproche, porque no podía evitar la imagen que se abría paso en su mente.

La cabeza de aquella mujer recostada sobre su almohada.

Su cuerpo suave y cálido y suplicante bajo su…

Su increíble sonrisa no sólo de satisfacción, sino auténtica plenitud.

Phoebe Richards deambuló por el mercado entre la multitud de turistas y bostonianos que habían salido a la calle para disfrutar de aquella noche de agosto. Se tomó su helado de vainilla y se negó a pensar en las calorías. Aquel era su premio por haber perdido un kilo tras seis días de abstinencia de helados. Echó un vistazo a los escaparates de las tiendas de marca, en las que no podía permitirse el lujo de comprar y aplaudió las actuaciones de los artistas callejeros cuyas actuaciones gratis sí podía permitirse. Y le dedicó un pensamiento, o tal vez dos, a aquel guapo desconocido de increíbles ojos azules y sonrisa encantadora.

No solía disfrutar de ninguna de las dos cosas en su vida: ni de guapos desconocidos ni de sonrisas encantadoras. Y no le importaba. Pero le resultaba divertido imaginarse que algo podría haber sucedido entre los dos si ella hubiera dado pie. Pero para eso se necesitaba un espíritu aventurero que Phoebe no tendría ni aunque pasaran un millón de años. Además, ese tipo de cosas sólo sucedían en las novelas románticas que ella devoraba a un ritmo de dos o tres por semana. Su vida amorosa estaba todo lo lejos que se podía estar de aquellas novelas. De hecho, últimamente su realidad se aproximaba al horror.

Decidida a no pensar en la situación tan fea que vivía con su ex novio, optó por autoflagelarse un poco y reconocer que era demasiado cobarde para ni siquiera avivar la llama de interés que había visto bailar en aquellos impresionantes ojos azules.

–No habría pasado nada de todas maneras –murmuró entre dientes.

En ese momento, una rubia escultural vestida de marca y pintada como una máscara le dio un golpe en el hombro sin querer al pasar.

–Lo siento –dijo Phoebe aunque ella fuera la golpeada, no la culpable.

Su reacción había sido automática y tenía poco que ver con la buena educación. Era un acto de humillación, una antigua costumbre que tendría que intentar quitarse, igual que debería tratar de defender su terreno en otros muchos aspectos.

–¿Por qué haces eso siempre? –le había preguntado su amiga Leslie la última vez que comieron juntas.

En aquella ocasión, Phoebe le había pedido disculpas al camarero porque la sopa estaba helada y la lechuga de su ensalada dura como una piedra.

–No le debes a la gente una disculpa por los fallos que ellos comenten. Tú también tienes derechos.

Sí, tenía derechos. Por ejemplo, el derecho a seguir siendo tímida. No podía evitarlo. Para ella era más fácil esconderse que ponerse en pie. La vida le había enseñado esa lección siendo muy pequeña.

Una vez le hizo a Leslie una revelación sobre su infancia.

–Mira: cuando eres un patito feo de doce años, tienes quince kilos de más y una madre alcohólica que no hace más que repetirte que para ella eres una decepción, aprendes a desaparecer por la puerta trasera. Llegué a hacerlo tan bien que la gente apenas se daba cuenta de mi existencia. La vida era más fácil así.

Y seguía siéndolo. Las viejas costumbres eran muy difíciles de cambiar. Y a la avanzada edad de treinta y tres años no estaba por la labor de cambiarlas.

–Además –había continuado explicándole a Leslie–, los enfrentamientos me aceleran el corazón. Se me forma un nudo en el estómago y las manos me empiezan a sudar. No me vale la pena.

Phoebe fue consciente de que una gota de sudor le resbalaba por la sien, y se la retiró con un pañuelo de papel.

–Agosto –dijo en alto mientras le daba el último mordisco a su helado–. Me gusta.

Eran casi las once de la noche y la ciudad seguía tan animada como una jungla. Al día siguiente tenía que madrugar para hacer otro turno en la biblioteca, por lo que decidió que ya era hora de volver a su casa y meterse en la cama. Sola. Como de costumbre.

–Esto ha sido otro excitante viernes por la noche para Phoebe Richards –murmuró entre dientes, mientras se apartaba a un lado de la acera para dejar paso a una pareja.

Parecían tan embelesados el uno con el otro, tan enamorados, que no pudo evitar sonreír, aunque con cierta nostalgia. El deseo de llenar el hueco que tenía en su corazón parecía haberse hecho más profundo con el paso de los años. El mundo giraba, y a su alrededor el amor parecía florecer para todos menos para ella.

Phoebe cruzó la calle y anduvo durante tres manzanas camino de su coche, tratando de animarse. Un fracaso sentimental no la convertía en una inútil para el amor. Aunque tal vez dos fracasos sí, pensó mordiéndose el labio inferior. Y no digamos ya tres o cuatro.

De acuerdo. Su vida amorosa era un desastre, tal y como le repetía constantemente su amiga Leslie sacudiendo la cabeza.

–Chica, parece que los escoges adrede.

Phoebe exhaló un suspiro de resignación mientras le venía a la mente Jason Collins.

–No sirvo para esto –reconoció Phoebe en voz alta–. Pero no hay quien me gane encontrando sitio para aparcar.

El lugar que había encontrado aquella noche estaba sólo a tres manzanas del mercado. Pero, sintiendo un leve escalofrío, pensó que tal vez hubiera sido mejor que estuviera en una calle más iluminada.

Phoebe abrió el bolso y comenzó a rebuscar en él para encontrar las llaves. No le daba miedo salir sola por la noche. Al menos no demasiado, reconoció. Llevaba toda la vida en Boston y simplemente era precavida, pensó mientras sacaba las llaves. En general no le asustaban las sombras ni miraba debajo de la cama al acostarse por si había alguien, pero su actitud había cambiado desde que dos meses atrás rompió con Jason y él empezó a llamarla en medio de la noche y a acosarla en el trabajo.

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal al pensar de nuevo en él, pero se repitió a sí misma que tenía que superarlo. Jason había sido un error, pero lo había subsanado. O eso creía hasta que escuchó su voz.

–Dando una vuelta para divertirte un poco, ¿eh, ratón?

Phoebe se giró tan deprisa que se le cayeron las llaves al suelo.

–Jason…–susurró muerta de miedo, mientras el corazón le latía con tanta fuerza que pareciera que iba a salírsele del pecho.

–Jason… –la imitó él con tono burlón mientras se agachaba a recoger las llaves–. ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? Al menos podías fingir que te alegras de verme. Después de todo, me he pasado la noche buscándote.

Phoebe se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos, inyectados en sangre, y se odió al darse cuenta de que no podía sostenerle la mirada. Y se odió todavía más al percatarse de que estaba temblando.

Jason tenía el pelo largo y desarreglado y llevaba la camisa sucia. Además, estaba borracho. Muy borracho. Destilaba alcohol cuando empezó a acercarse a ella, dejándola totalmente paralizada y obligándola a recordar momentos de su infancia y uno muy reciente: la primera y única vez que él le había pegado. El moratón de la mejilla había tardado bastante en desaparecer, pero el recuerdo no se le borraría nunca aunque hubiera echado de su vida a Jason en aquel mismo instante.

Él la miró fijamente con una sonrisa de desagrado.

¿Cómo pudo Phoebe pensar alguna vez que tenía una sonrisa bonita?

Y lo que era más importante, ¿cómo iba a salir de aquella situación?

–Dame las llaves, Jason –le ordenó tratando de aparentar firmeza.

Pero, por desgracia, sus palabras sonaron más bien como una súplica.

Jason sacudió la cabeza con gesto compasivo y apartó las llaves de su alcance.

–¿Sabes una cosa? Tu problema es que nunca has sabido mostrarle a un hombre el respeto que se merece. Deberías darme las gracias en lugar de darme órdenes.

–Gracias… por recogerme las llaves –dijo Phoebe con los ojos cerrados, después de tragar saliva–. ¿Podrías… podrías devolvérmelas… por favor? –imploró echándose hacia atrás hasta llegar a dar con la puerta del coche.

–Eso está mejor –respondió él sonriendo con aire triunfal–. Pero todavía no es suficiente. Igual que yo tampoco he sido nunca suficientemente bueno para ti, ¿verdad? ¿Verdad?

Phoebe se concentró para no entrar en pánico mientras Jason le acercaba la cara a la suya.

–¿Cómo es posible? –exclamó él con rabia–. ¿Cómo es posible que una rata de biblioteca mojigata piense que es mejor que yo?

Jason se limpió la saliva de la boca con el dorso de la mano antes de continuar.

–Qué te crees que eres, ¿una joya, o algo así? –preguntó soltando una agria carcajada–. Pues no lo eres, ¿entiendes? No eres más que un despojo ¡Un despojo! –aseguró clavándole los dedos en el antebrazo con tal fuerza que Phoebe cerró los ojos de dolor–. Me he portado bien contigo. ¡Me he portado muy bien! ¿Se puede saber qué demonios te pasa a ti?

Igual que un animal presiente el peligro de un terremoto, Phoebe se dio cuenta de que iba a golpearla. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió zafarse de Jason y apartarse rápidamente antes de que su puño aterrizara y fuera a dar contra la puerta del coche con un golpe sordo. La sucia palabrota de Jason inundó el aire de la noche y Phoebe salió de allí medio andando medio corriendo, rezando para que él se dedicara a sanar su herida y se olvidara de ella.

Pero el sonido de unos pasos fuertes golpeando sobre la acera a su espalda le hicieron ver que no sería así.

Phoebe sintió que el corazón se le encogía. Una náusea se abrió paso a través del estómago mientras apretaba el paso y, por enésima vez en la vida, deseó tener la sangre fría y la habilidad suficientes para contraatacar.

La multitud había dado paso a un puñado de personas cuando Daniel divisó a la dama del helado una manzana más arriba. Aquel placer inesperado e incontestable le hizo olvidarse del cansancio y lo obligó a dirigirse hacia ella.

Estaba apenas a unos cuantos metros cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Un hombre de unos dos metros de altura y bastante grueso iba pisándole los talones.

Daniel observó la escena con ojo crítico. No le gustó lo que vio. Pensó que se trataba de un gorila desalmado. Escuchó fragmentos sueltos de su conversación cuando se detuvieron al lado de un coche pequeño de color gris. Escuchó lo suficiente como para darse cuenta de que aquel tipo era un indeseable, y algo más: que ella le tenía miedo.

A Daniel se le agarrotó el estómago cuando el hombre le apretó el brazo con tanta fuerza que ella cerró los ojos de dolor. Aquello era más de lo que estaba dispuesto a soportar.

Capítulo Dos

Daniel echó a andar, pero le perdió la pista un instante a la mujer porque de pronto se vio envuelto en medio de un grupo de bulliciosas adolescentes. Cuando logró salir de allí y volvió a ver a la mujer, esta se estaba alejando con paso firme. El hombre le seguía los talones.

Daniel corrió un poco y se puso a la altura de ella.

–Oye, cariño –dijo colocándose a su lado y cortando con su cuerpo la presencia del otro hombre–. Anda un poco más despacio, ¿quieres? Hemos estado a punto de perdernos –aseguró pasándole la mano por los hombros como si fuera un hombre reclamando a su chica.

Ella se detuvo con tanta brusquedad que Daniel tuvo que sujetarla para impedir que se cayera. Cuando alzó los ojos para mirarlo, se le veían muy abiertos, duros y asustados tras los cristales de las gafas. Tardó unos segundos en reconocerlo como al hombre de la cola de los helados.

Daniel le sonrió y la tranquilizó con la mirada, como si le dijera: «Actúa. Yo te sacaré de esta».

–¿Qué tal estaba tu helado? –le preguntó mientras la obligaba a seguir caminando.

–Bi… Bien –consiguió responder ella finalmente comprendiendo el juego.

–¿Quién demonios eres tú? –preguntó una voz furiosa a sus espaldas.

–Sigue andando –le susurró Daniel al oído.

Por el bien de la mujer, no quería montar una escena, y se figuraba que la mejor manera de evitarla era seguir andando.

Pero una mano torpe la agarró del hombro, obligándolo a detenerse.

–Te he preguntado que quién demonios eres.

–Soy el tipo que va a acompañar a esta dama a su casa –respondió Daniel girándose con una sonrisa condescendiente en la cara–. Y ahora, si nos disculpa…

–¿Me has dejado por éste? –exclamó Jason arrastrando las palabras a causa del alcohol–. ¿Por este niño bonito? ¡Lo sabía! ¡Sabía que me la estabas pegando!

–Jason –comenzó a decir ella sonrojándose–. Hemos terminado. Terminamos hace dos meses. ¿Qué tengo que hacer para que lo entiendas?

–Eso es, Jason –repitió Daniel con falsa cordialidad–. ¿Qué tiene que hacer para que lo entiendas?

–No te metas en esto –le ordenó Jason centrándose otra vez en ella–. No hemos terminado, ratón. Terminaremos cuando yo lo diga.

Venitas rojas le cruzaban el blanco de los ojos entrecerrados. Tenía los puños cerrados colocados a ambos lados del cuerpo. Quería golpear a alguien. A Daniel se le formó un nudo en la garganta al darse cuenta de a quién.

–Ni se te ocurra –aseguró colocándose delante de Phoebe, en la línea de fuego–. Y hazte un favor: Lárgate. Lárgate de una maldita vez.

Jason, que pesaba al menos veinte kilos más que él, soltó una carcajada.

–¿Quieres pelearte conmigo, niño bonito?

–Me encantaría –respondió Daniel con gesto despectivo–. Pero no vale la pena perder el tiempo contigo. Y ahora date la vuelta y deja a la dama en paz, o te las verás conmigo y con el policía que viene hacia nosotros. ¿Quieres que te detengan por asalto bajo los efectos del alcohol? Haz un solo movimiento y lo conseguirás.

–¿Algún problema por aquí, chicos?

–No lo sé –contestó Daniel mirando fijamente a Jason mientras el policía se acercaba–. ¿Hay algún problema?

Jason dudó un instante pero finalmente negó con la cabeza.

–¿Hay algún problema? –repitió Daniel girándose para mirar aquel par de ojos de cervatillo para hacerle saber que no tenía más que decir una palabra para que acabaran con aquel tipo.

–No –respondió ella tras unos segundos.

–Parece que todo está en orden –dijo girándose hacia el policía con una sonrisa–. Gracias de todas maneras.

Daniel le dedicó a Jason una mirada de advertencia y luego esperó hasta asegurarse de que el otro hombre se marchaba. Cuando lo vio alejarse volvió a pasarle el brazo por los hombros a la mujer.

–Vamos. Salgamos de aquí.

Ella esbozó una pequeña sonrisa, no se sabía muy bien si de alivio o de agradecimiento. Temblaba tanto que Daniel se temió que se le escapara del brazo. Pero cuando echaron a andar, Phoebe exhaló un suspiro de alivio que pareció liberarla de toda la tensión.

Daniel se sentía cómodo con el modo en que el cuerpo de aquella mujer se ajustaba al suyo, pero lo que no le gustaba tanto era el instinto de protección que despertaba en él.

No era la primera vez que se sentía atraído por una mujer, pero generalmente le gustaba saber algo de ellas antes de encender las luces. Para empezar, pensó con una mueca, intentaba al menos saber cómo se llamaban.