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¡Él había olvidado la noche que habían pasado juntos! Tonya Griffin había sido una joven enamorada cuando se había echado en brazos de su jefe. Doce años después, Web Tyler iba a hacerle una lucrativa oferta a la ahora famosa fotógrafa. Tonya llevaba mucho tiempo soñando con ese momento, pero la venganza ya no tenía mucho sentido. Web había acudido al apartado retiro de Tonya para convencerla de que firmara el contrato, pero aquella diminuta y acogedora cabaña le estaba haciendo olvidar el propósito de su visita. Jamás había conocido a una mujer tan atrayente, ¿pero por qué había un brillo de arrepentimiento en sus ojos?
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Seitenzahl: 175
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Cindy Gerard
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Tormenta de seducción, n.º 1333 - octubre 2016
Título original: Storm of Seduction
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9051-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Estaba enamorada. Con un amor desesperado. Una mujer enamorada a veces hacía cosas censurables, cometía actos imperdonables en nombre del amor.
Tonya Griffin se internó más en el oscuro bosque rogando que el esquivo Damien no la viese. Agradeció haberlo podido localizar nuevamente. La primera vez que lo había visto, hacía poco menos que una semana, se había enamorado perdidamente de él. Desde entonces, esperaba con ansiedad volver a verlo. El amor disculpaba su irrupción en su privacidad y aquel abuso de confianza. Elevó la cámara, hizo los ajustes para adaptarse a la luz de septiembre y enfocó.
–Ya te tengo, gigantón –susurró y, evitando con cuidado un espino blanco, enfocó la lente.
Él todavía ignoraba que ella lo perseguía y que lo estaba fotografiando. Pero, sin embargo, como Tonya sabía que pronto se percataría de su presencia, se movió rápidamente para aprovechar la luz de la tarde antes de que se desencadenase la tormenta anunciada. Necesitaba trabajar pronto antes de que él desapareciese nuevamente. No le gustaría en absoluto que ella lo capturase, ni siquiera sólo en película.
–Perdóname, Damien –se disculpó. Ajustó el teleobjetivo y, aunque la temperatura era agradable, aquel primer plano le causó un escalofrío.
Era verdaderamente magnífico. Su mirada, oscura como el pelo que le poblaba el pecho, se perdía entre los pinos y fresnos desde su altura de más de un metro ochenta.
–Alto, moreno y peligroso –murmuró con una sonrisa–. El dueño de tu universo, ¿verdad?
La oscura cabeza se giró hacia ella y, con un profundo gruñido, la descubrió.
–¡Hala! –dijo ella y rápidamente bajó la cámara, porque sabía que había pasado de ser cazadora a presa en cuestión de un segundo.
El corazón le dio un vuelco y le latió como el de un conejito asustado, pero, a pesar del peligro, no pudo evitar hacer más tomas. Se oyó una sucesión de chasquidos de la cámara y el rugido de enfado de él reverberó en el bosque.
Sobrecogida, Tonya se quedó petrificada cuando él se lanzó hacia ella dando largas zancadas Se le ocurrió pensar que, si moría allí, tardarían semanas en darse cuenta de que faltaba. De repente, se sintió muy sola y asustada. A pesar de su pánico, la invadió una súbita pena al pensar en todas las cosas que había querido hacer en su vida, todas las cosas que se había perdido. Conteniendo el aliento, se preparó para el golpe que seguramente recibiría, cuando, por alguna increíble razón, él se detuvo de pronto y se dio la vuelta. Una bocanada de aire le inundó los pulmones cuando recobró el aliento de golpe al verlo internarse abruptamente en la espesura de pino y abedul.
–Me quiere –murmuró con una sonrisa temblorosa, los dedos rígidos por la fuerza con que había apretado la cámara, sintiendo una súbita presión en la vejiga, lo cual le indicó el miedo que había sentido–. Tiene que ser amor –se repitió comenzando a correr hacia la cabaña–, de lo contrario ahora estaría muerta, en vez de preguntándome si podré llegar al cuarto de baño antes de hacerme pis encima.
A pesar del tremendo susto y de la imperiosa necesidad que sentía, rió de alegría al haber podido pillar a Damien en su hábitat natural. Con sus más de trescientos kilos, era, sin lugar a duda, el oso pardo más enorme, feroz y hermoso de Koochinching Country, Minnesota, y durante un segundo, aunque sólo hubiera sido eso, había sido suyo.
–Increíble –murmuró Web Tyler al ver a la mujer reír y pasar a su lado como un rayo. Tonya Griffin ni siquiera se dio cuenta de su presencia.
No la conocía personalmente, pero había visto el trabajo de la galardonada fotógrafa de animales salvajes: por lo general fotografías en blanco y negro. Conocía su obra, al igual que cualquiera que hubiese mirado alguna vez un National Geographic o alguna de las otras revistas de vida salvaje. Todo el mundo sabía que ella tenía un talento indiscutible.
Por ello se encontraba allí. Tonya Griffin era la mejor. Y, como Web necesitaba lo mejor, había dejado la civilización a regañadientes y tomado un avión de madrugada para sacarla de aquellos bosques con un contrato exclusivo con Tyler-Lanier Publishing Group.
Pero todo se había ido complicando desde entonces.
Para empezar, el jet de la empresa no se encontraba disponible y había tenido que tomar un vuelo comercial hasta Minnesota. Pearl, su secretaria ejecutiva, había omitido informarle de aquel dato. Después de una espera interminable de tres horas en el Aeropuerto de Minneapolis, había logrado meterse en el avioncito que cubría la distancia de dos horas hasta International Falls, Minnesota, una ciudad de unos diez mil habitantes junto a la frontera canadiense. Y como no había coches de lujo en la única agencia de alquiler, había tenido que contentarse con un utilitario que tenía sus buenos kilómetros de uso.
Le habían dicho que tardaría dos horas en llegar a la reserva de osos donde se escondía Tonya Griffin. Dos horas si no se perdía. Pero se había perdido varias veces. Cuatro horas y treinta y siete minutos más tarde, había llegado finalmente, aunque casi se le había quedado el coche en un bache del tamaño de Alaska. Siguió a pesar del ruido extraño que había hecho desde entonces, porque no le quedaba más remedio. No tenía ni la más mínima idea de mecánica, del mismo modo que no sabía nada sobre la naturaleza ni sobre orientarse en un bosque.
Con los brazos en jarras, miró a su alrededor con el rostro serio y luego meneó la cabeza lanzando un suspiro. Hombre del asfalto hasta la médula, deseó que aquel encuentro con la tierra de los alces y los mosquitos se acabase cuanto antes. De pie allí, rodeado de rocas, árboles, cielo, y el silencio más profundo que había oído en su vida, se preguntó en qué diablos habría estado pensando.
Sobrevivir. Eso era lo que había estado pensando. En su reputación profesional. Para asegurarla, necesitaba a Tonya Griffin, tanto si ella quería tomar parte en el juego como si no. Lanzando un bufido, la siguió con la mirada. Lo sorprendía que ella no lo hubiese visto de pie a un lado del claro, pero admiró a la vez la concentración de ella, que la hizo pasar a su lado como si él fuese invisible. Y eso que medía más de un metro ochenta.
–¿Y ahora, qué? –se preguntó, al verla desaparecer en la vieja cabaña y cerrar la puerta. Su misión era diplomática, una misión de la que dependía su prestigio profesional–. Has venido para ser amable –se recordó, dispuesto a tolerar las excentricidades de ermitaña de la mujer.
Se inclinó a recoger la gorra de camuflaje que ella había perdido en su carrera. Sí, se dijo, decididamente era tolerante, dándose una palmada en el cuello para espantar un mosquito.
Un portazo proveniente de la cabaña hizo que levantase la cabeza. El motivo de su viaje se hallaba allí, y una expresión de enfado le oscurecía los azules ojos.
–Se encuentra en propiedad privada –dijo ella. Se cruzó de brazos y lo miró con desconfianza.
Además, pensó él, en territorio hostil. Logró esbozar una sonrisa. No era tan difícil hacerlo. Resultaba fácil sonreírle a una mujer y, aunque aquélla no era una belleza, era bonita, con un estilo deportivo de «vecinita de al lado» típicamente americano.
–Me ha costado un triunfo encontrarla. Soy Web Tyler –dijo, dando un paso con la mano extendida, pero ella no hizo ningún esfuerzo por acercarse a él.
–Sé quién es –le dijo, recibiendo la gorra sin ofrecerle la mano
–Genial –dijo él, sin sorprenderse–, nos ahorraremos las presentaciones, porque yo también sé quién es usted.
–¿Qué quiere, Tyler? –dijo ella, mirándolo tras un silencio y un bufido irritado.
«Estar en cualquier sitio menos aquí, muñeca».
–Para empezar, no me vendría mal una taza de café.
–Driftwood Café –ofreció sin sonreír apoyándose contra la barandilla del porche y señalando con la barbilla el camino–. Unas veinte millas por donde ha venido, a la izquierda. No hay pérdida. La tarta también es buena.
Claro que no habría pérdida. Había pasado tres veces por el cruce donde se encontraba el Driftwood Café cuando se encontraba perdido. Sin poder evitarlo, lanzó una carcajada.
–No es exactamente un dechado de hospitalidad, ¿verdad?
–Estoy trabajando, señor Tyler. Me quedan unas cinco horas todavía.
–De acuerdo –dijo él, esbozando otra sonrisa amable cuando ella bajó la escalinata de la cabaña y pasó a su lado por segunda vez–. Esperaré hasta que termine para poder hablar.
–¡Como quiera! –dijo ella. Se detuvo, le lanzó una mirada y se encogió de hombros.
Sin poder evitarlo, fascinado, se quedó donde estaba, viéndola trabajar en el predio.
El sol de la tarde iluminaba la rubia melena femenina, que colgaba en una gruesa trenza despeinada hasta media espalda. Los suaves mechones que se le habían escapado le rodeaban el rostro como un halo, acariciándole la nuca. Trocitos de hojas y ramitas se enredaban en ellos como si fuesen una telaraña. Probablemente tendría también una o dos de ellas, se imaginó Web con un gruñido de desaprobación, dirigiéndose a la cabaña.
Se sentó en el escalón inferior, y apoyando los codos en las rodillas, descansó la barbilla en las manos, decidido a esperar que ella terminase. Tarde o temprano, ella tendría que hablar con él.
Mirándola, se sintió aburrido. No llevaba más de un par de horas en aquel sitio perdido de Minnesota y ya estaba aburrido como una ostra. Lo aburrían los árboles, lo aburría la promesa de soledad, lo aburría la infernal quietud de los bosques. Ya echaba de menos Nueva York y el ritmo de la ciudad, las luces y la velocidad. No podía permitirse estar apartado de la revista demasiado tiempo. Pero, según Pearl, tenía que contratar a la inimitable Tonya Griffin.
Tras oírla revolver en un pequeño cobertizo y verla salir cargando recipientes de algo que parecía pienso para perros, admiró el panorama. ¡Qué ridiculez! Lo desconcertó que su libido se despertase con aquella imagen. Aquella mujer no era su estilo en absoluto. De hecho, no sabía a quién le podría gustar. ¿Enamorarse de aquella diminuta fotógrafa que prefería los palmípedos a los hombres, y cuyo vestuario consistía en variaciones de caqui y verde?
Estiró las piernas, cruzó los tobillos y apoyó los codos en el escalón superior, preparándose a esperar. Ella no lograda esconder del todo la evidencia de que resultaba muy femenina. Con los ojos entrecerrados, Web vio que, tras los bolsillos de la camisa, algo se movía mientras ella corría de aquí para allá. Como hombre inteligente que era, se dio cuenta de que aquello indicaba claramente que ella tenía senos. Posiblemente bonitos, pero no parecía desear lucirlos. Inclinando la cabeza, la miró con mayor detenimiento y decidió que sus piernas tampoco estaban nada mal, al margen de picaduras de mosquitos, arañazos varios, moretones y rodillas sucias. Además, tuvo que reconocer que tenía un trasero superior. Ni siquiera los amplios pantalones cortos podían esconderlo.
Esconder. Aquélla parecía ser la palabra allí. No se la habían presentado nunca, pero sabía cosas de ella. Todo lo que le habían dicho de Tonya Griffin, la de los dulces senos, el trasero decididamente hermoso y la melena angelical, indicaba que ella quería esconder todo lo que fuese remotamente femenino, del mismo modo que se escondía de la civilización.
De más estaba decir que no era un tipo de mujer que él comprendiese. No es que ella no fuese relativamente atractiva. Tenía bonitos ojos azules, ojos que probablemente brillaban cuando se reía. Sus labios eran llenos y generosos, su nariz bonita, y su frente alta, lo mismo que sus pómulos. Era difícil imaginar lo que podía lograr con un poco de maquillaje.
Aquellas sí que eran las mujeres que él comprendía. Las mujeres que sabían maquillarse con arte, envolverse en ropa de diseño y arreglarse el pelo perfectamente. Él comprendía las uñas de manicura perfecta, las miradas insinuantes y los tacones de aguja. Apreciaba la sofisticación, la ambición y la forma en que se relacionaban las mujeres en la ciudad. Desde luego que no comprendía a una mujer que olía a repelente de mosquitos.
Pasó una media hora antes de que perdiese la paciencia y decidiese ver si podía hacerla quedarse quieta lo bastante como para tener una conversación, contratarla y marcharse de una vez por todas de allí. Acababa de ponerse de pie y sacudido el polvo de los pantalones cuando sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
Lo observaban. No sabía quién o qué, pero como su información indicaba que la única persona que vivía allí era Tonya, estaba claro que le quedaban pocas otras alternativas. Lentamente, giró la cabeza y se quedó inmóvil,
A unos dos metros, un oso pardo que parecía lo bastante grande y hambriento como para comérselo de un bocado se hallaba erguido sobre sus patas traseras, observándolo. Lanzó un profundo gruñido, haciendo que a él se le pusiesen tensos todos los músculos de su cuerpo, en una instintiva preparación para correr.
–No se mueva –oyó que Tonya decía en voz muy suave, calma, pero terriblemente seria, a poca distancia de él. No la había oído acercarse, de la misma forma que tampoco había oído al oso.
A pesar de que su instinto inicial había sido correr, y correr rápido, la verdad era que estaba totalmente paralizado. El oso de gigantescos dientes y garras afiladas como navajas lo estudiaba con sus ojos negros como alabastro y olisqueaba entre gruñidos.
–¿Lleva algo de comida encima?
Sin apartar la mirada del enorme animal, Web intentó pensar.
–No. Espere, sí. Mentas con chocolate –dijo, al recordar que había comprado las golosinas en una máquina del aeropuerto.
–Sáquelas lentamente del bolsillo. No haga movimientos bruscos. Tírelas a unos metros. Bien. Levante las manos con las palmas hacia arriba, para mostrarle que no tiene nada más.
Web hizo exactamente lo que ella le decía y luego observó en tenso silencio cómo el enorme palmípedo lo olisqueaba por última vez con curiosidad antes de alejarse con su paso bamboleante a recoger el dulce. Con sorprendente destreza, el oso le rompió el papel, se metió la chocolatina en la boca y luego se dirigió por el sendero hacia uno de los recipientes de pienso para perros que Tonya había distribuido por el claro. Cuando logró volver a respirar, Web inspiró profundamente, recogió su maltrecha dignidad y logró esbozar una sonrisa.
–Lección de supervivencia número uno –dijo, volviéndose hacia ella, que lo miraba con gesto adusto–: No te interpongas entre un oso y su comida, a no se que tú quieras convertirte en ella.
El chiste logró calmarlo, pero no consiguió conquistar a la reina del bosque en absoluto.
–Lección número dos: Tienes un solo intento para superar la lección número uno –dijo ella. Pasó a su lado y subió los escalones de la cabaña–. Óscar es uno de los muchos osos que vendrán a comer, y no todos son tan amistosos. Si fuese usted, aprovecharía este momento. La carretera y la civilización están en aquella dirección –señaló con el pulgar el camino y entró.
Él se quedó mirando la puerta que le cerró en la cara. Se pasó una mano por el pelo, y notó, avergonzado, que todavía le temblaba un poco.
–¿Te lo estás pasando bien, Tyler? –masculló, y subió los escalones ruidosamente tras ella, cerciorándose de que el oso se marchaba en dirección contraria.
No, no se lo estaba pasando bien. Primero, lo habían forzado dejar Nueva York. Luego había conducido en un trasto durante horas, perdido en un territorio totalmente desconocido. Finalmente, lo había recibido un marimacho de rodillas sucias y botas de combate que, a regañadientes, había evitado que su pellejo de novato se convirtiese en el almuerzo de un oso.
Decididamente, no había sido divertido. Su irritación, que ya llegaba a enfado, no se debía a que estuviese fuera de su elemento, ni a que ella fuese tan maleducada que no quisiese siquiera escuchar su propuesta. Su enfado era porque ella llevaba el control, algo que generalmente él poseía en cualquier negociación. Y saberlo le sentaba a cuerno quemado.
Por Dios, él no sabía de caminos de tierra llenos de baches, cabañas de troncos, acres y acres de árboles y osos de verdad. No estaba acostumbrado a que le dijesen que no, sin contemplaciones, y mucho menos que se lo dijesen sin siquiera darle oportunidad de que presentase su argumento. Aquél había sido el error fatal de la señorita Griffin. Por más incómodo que se encontrase, no estaba dispuesto a marcharse así como así. Si ella lo conocía, sabría algo muy importante sobre él: no siempre jugaba limpio, pero siempre jugaba a ganar. Y a aquella partida todavía le faltaba bastante para acabarse.
Tenía que encontrar la forma de llevarse a Tonya Griffin a Nueva York. Subió decidido los escalones: haría su trabajo y luego se marcharía. «De acuerdo, señorita Griffin, ¡que comience la partida!»
En el instante en que Web levantaba la mano para dar un golpe en la puerta, sintió la vibración del teléfono móvil en su bolsillo. Lo sacó, vio el nombre en la pantalla y lanzó un suspiro.
–¿Sí, Pearl? –dijo, intentando ser paciente.
Se sentó en el escalón de arriba de la escalinata mientras Pearl le preguntaba sobre el vuelo y su búsqueda de Tonya Griffin. Pearl, además de ser su secretaria ejecutiva, era su madrina. Y, últimamente, la causante del latido constante que sentía Web en la sien derecha.
Mientras ella hablaba de aire fresco, lagos glaciales y magníficos bosques, Web recordó la conversación del día anterior, que había hecho que él se encontrase en aquellos escalones. Él había querido que se encargase de aquello su gerente ejecutivo, o su vicepresidente, Hawkins, pero Pearl insistió en que tenía que ser él quien volase a Minnesota a convencer a Tonya Griffin de que firmase un contrato en exclusiva para que él pudiese lanzar con buen pie su nueva revista, Naturaleza Magnífica.
Minnesota del Norte estaba a miles de kilómetros de las estupendas oficinas en el piso cincuenta y ocho del edificio en la Sexta Avenida.
«Soy un editor, no un leñador», dijo Web, pero su argumento cayó en saco roto.
«Como editor, es tu responsabilidad. Si quieres conseguir a C.C. Bozeman como cliente, necesitas a Tonya Griffin. Si sus fotografías no aparecen en el primer número de Naturaleza Magnífica, Bozeman no publicará sus anuncios en la revista. Si no hacemos publicidad de los equipos para el aire libre de Bozeman, la revista se habrá hundido antes de salir».
Cuando él insistió que no tenía tiempo para jugar a Tarzán, ella lanzó un profundo suspiro. «Webster, estás quemado, agotado, exhausto, después de la movida de la fusión. Te hará bien tomarte un respiro», había intentado convencerlo de que se tomase unas vacaciones.
Pearl le volvió a repetir que él tenía que disfrutar de la pesca mientras se encontraba allí.
Con la vista clavada en los árboles frente a él, Web trató de no pensar en Pearl, a quien quería a pesar de que fuese una metomentodo, ni en la imagen que veía en el espejo todas las mañanas. No estaba seguro de que le gustase lo que veía. Sus ojos castaños estaban opacos de… ¿qué? ¿Fatiga? ¿Aburrimiento? ¿Desinterés? ¿Remordimientos? Trabajaba mucho. Había perdido su interés por la loca carrera por competir. A la edad de treinta y tres, había excedido todos sus objetivos monetarios y, sin embargo, sentía que tenía que haber algo más. Algo. Lo que fuese, pero algo.