Indicios posteológicos - Adriana Menassé - E-Book

Indicios posteológicos E-Book

Adriana Menassé

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Beschreibung

El desfondamiento sustancial de los referentes civilizatorios que ha tenido lugar en el sentir y en la conciencia actuales nos obliga a mirar, con una nueva profundidad, los retos y los alcances de la forma de habitar el mundo: condición siempre en vilo, suspendida entre la amenaza del colapso y la insobornable dignidad que hace posible la confianza y la alegría. Frente al discurso que niega el carácter fundante de la ética, el pensamiento de la alteridad quiere mostrar que solo la presencia irreductible del Otro es capaz de sostener el horizonte significativo que habitamos. Distintos autores, que se anclan en la antigua tradición del Libro, miran hacia el porvenir con la determinación que afirma las mejores posibilidades de lo humano. Indicios posteológicos constituye un esfuerzo de reflexión y una lectura de estos autores fundamentales para nuestro tiempo, debido a que su interpelación nos refiere a la pregunta por el sentido y el valor de la existencia.

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INDICIOS POSTEOLÓGICOS

El desfondamiento sustancial de los referentes civilizatorios que ha tenido lugar en el sentir y en la conciencia actuales nos obliga a mirar, con una nueva profundidad, los retos y los alcances de la forma de habitar el mundo: condición siempre en vilo, suspendida entre la amenaza del colapso y la insobornable dignidad que hace posible la confianza y la alegría.

Frente al discurso que niega el carácter fundante de la ética, el pensamiento de la alteridad quiere mostrar que solo la presencia irreductible del Otro es capaz de sostener el horizonte significativo que habitamos. Distintos autores, que se anclan en la antigua tradición del Libro, miran hacia el porvenir con la determinación que afirma las mejores posibilidades de lo humano. Indicios posteológicos constituye un esfuerzo de reflexión y una lectura de estos autores fundamentales para nuestro tiempo, debido a que su interpelación nos refiere a la pregunta por el sentido y el valor de la existencia.

 

 

Adriana Menassé. Con formación humanística multidisciplinaria, ha concentrado su interés en los autores del pensamiento judío, pensadores que propugnan la alteridad como camino de reflexión ante la crisis epistémica y de sentido que confronta la sociedad contemporánea. Egresada de la UNAM, del Colegio de México y de New School for Social Research en Nueva York, se desempeña como catedrática en la Universidad Veracruzana en las áreas de filosofía, literatura y traducción. Entre sus publicaciones destacan La ley y la fisura (ensayos de literatura y ética), Ley, otredad y sentido (estudio sobre el problema de la justicia en el pensamiento de Emmanuel Levinas) y Perspectivas éticas, junto con Rubén Sánchez. Ha traducido Miércoles de ceniza, de T. S. Eliot, y Kaddish. Invocación de la Tercera Sinfonía, de Leonard Bernstein.

ADRIANA MENASSÉ

INDICIOS POSTEOLÓGICOS

Índice

CubiertaAcerca de este libroPortada¿Posteología? Una reflexión a manera de prólogoPresentación1. Bajo la luz del diálogo (El significado del Tú no humano desde la filosofía de Martin Buber)La doble articulaciónEn conclusión2. La atadura amorosa del lenguaje (El sentido del sentido común en el pensamiento de Franz Rosenzweig)Los tres macizos (en su relación con los otros a partir de su doble determinación)Recapitulando3. Apuntes sobre el mal y el endurecimiento del corazónLa formulación bíblicaNuestros clásicos4. Justicia y porvenir (Ética y mesianismo en el pensamiento de Emmanuel Levinas)A manera de conclusión5. Heteronomía de la ley: Elohim y Yahvéh (La irrupción del Tercero o el problema de la justicia)6. De cara al Creador (Reflexión en torno a Job en diálogo con La mordedura de la nada de Ramón Kuri)De cara al Creador7. Memoria, utopística y responsabilidadReflexiones finales8. ¿Es tiempo de abandonar el barco humano? Disputa en torno de lo humanoPresentaciónPrimera rondaSegunda rondaTercera rondaCuarta rondaQuinta rondaBibliografíaMás títulos de Editorial BiblosCréditos

¿Posteología? Una reflexión a manera de prólogo

Hace algunos días un estudiante me hizo la pregunta: “Pero ¿qué es la filosofía judía?”. En lenguaje claramente filosófico podríamos reelaborar la pregunta como: “¿Qué hace que la filosofía judía sea eso y no otra cosa?”. A esta reelaboración se le podría criticar que, de inmediato, estamos tentados a dar una respuesta metafísico-ontológica que no va acorde con el espíritu del libro. Y, justamente, si seguimos esta metáfora del espíritu del libro –o más bien la clave o tono que debería seguir–, llegamos a la teología. ¿Cómo puede ser leído este libro?

La respuesta es muy sencilla: de muchas maneras. Sin embargo, ¿qué hace que haya un hilo de continuidad entre todos los capítulos? Esa respuesta es un poco más complicada y, sin embargo, procuraré dar cuenta de ello.

La presencia divina ha sido abordada en muchos momentos y desde diferentes perspectivas en la tradición judía. Comenzando por el propio texto bíblico, Dios, llamado de varias maneras (Elohim, Adonai, YHWH, Él), tiene una presencia muy activa en tanto personaje. No solo crea el mundo, sino que más adelante habla con Eva, con Adán, con Caín (pero nunca con Abel), visita en su tienda a Abram y a Saraí (que algunos dirán que gracias a este pacto divino se convertirán en Abraham y Sarah, dejando la marca divina en sus nombres), incluso hace que esta se ría ante la noticia de que será madre en su edad avanzada. Si seguimos el relato de la Biblia hebrea, podemos ir notando una aparición cada vez menor de Dios como personaje. Salvo la interpretación de que el nombre de Ester (del verbo hebreo lehastir: ocultar) representa la presencia divina de Dios en este libro de “Escritos”, en ese relato no aparece ya Dios como personaje.

En el Talmud –obra cumbre siempre polifónica, que articula la discusión rabínica de siglos–, por más preguntas y respuestas que se encuentren, podemos decir que no hay jamás la pregunta “¿Quién es Dios?” o “¿Dios existe?”. Incluso es famoso el pasaje conocido como “El horno de Ajnai” (Bavli, Baba Metzía, 59a-b). En una acalorada discusión se comienza por debatir si un horno sigue siendo puro según las leyes judías para preparar alimentos y se termina mostrando una querella sobre quién tiene razón. Para concluir este dilema, se lee en el pasaje:

 

Él se volvió y dijo: “Si la halajá [ley judía] es como yo digo, que lo demuestre una voz del cielo”. Y salió una voz celestial y dijo: “¿Por qué discuten ustedes si la halajá siempre es como [interpreta] rabí Eleazar?”. Se puso de pie Rabí Yehoshúa y dijo: “¡La Torá [Pentateuco] no se encuentra en los cielos!” (Deuteronomio, 30:12). Y dijo rabí Irmiahu: “Una vez que nos entregaste la Torá en el Sinaí ya no nos valemos de una voz del cielo. Una vez que entregaste la Torá: debemos seguir a la mayoría”. (Éxodo, 23:2)

 

Así, los intereses y discusiones de los rabinos en el texto talmúdico tienen que ver con la interpretación de leyes en torno a la comida, los matrimonios, los divorcios, el pago de deudas, las reglas de cosecha y agricultura, entre muchas más, incorporando no solo discusiones legales, sino también historias y anécdotas. Si bien no era la única posible vía de interpretación del texto bíblico, el Talmud refleja una preocupación por las relaciones humanas y las formas de convivencia de la cotidianidad. En este sentido podemos entender el texto talmúdico como “no teológico”.

Tal vez tengamos que esperar a las discusiones que tendrán líderes y pensadores judíos con el Islam y el cristianismo para que aparezcan debates teológicos en el judaísmo. Frente a las disputas que tenían entre las tres religiones monoteístas tuvo que darse la discusión sobre la naturaleza de Dios, su existencia, lo que daría sustento a la “verdadera religión”. Cumbre en el judaísmo son los trece principios de fe que enarbola Maimónides y que permiten reducir estas cuestiones teológicas del judaísmo a ciertos principios, aunque el grueso de la tradición, como hemos planteado, se centre en el desarrollo de las leyes de la cotidianidad en una discusión que podríamos llamar filosófica.

Así, en la Modernidad tal vez sea Spinoza quien define a Dios. Esto lo hace con el orden geométrico. Antes que todo, el originario de Ámsterdam definirá a Dios en su famosa Ética, para poder explicar la distinción entre la sustancia única y sus modos. En el siglo XX, Martin Buber le criticará el hecho de que, al definir a Dios con tanto cuidado, parece haber excluido la posibilidad de que el ser humano se comunique con la divinidad.

Es en el siglo XX que se verá este cruce entre judaísmo y filosofía de maneras sin precedentes. Justamente hablando de Martin Buber, por ejemplo, si Dios es el “Eterno Tú”, definirlo, como pretendieron las mentes más preclaras de la escolástica medieval, es imposible. Sin embargo, como para Buber lo ontológico está en la relación y no “el ser en sí mismo” (incluido Dios), lo importante es la relación, el diálogo, entre los seres y la divinidad. Hay muchas posturas sobre lo que implica la relación con la divinidad en el judaísmo, pluralidad de aproximaciones a una tradición que, desde Spinoza y Mendelssohn, se integra al proyecto de Modernidad como una tradición “Otra” (autrui, en palabras de Levinas), que abrirá caminos impensados.

Sin procurar hacer una historia de eso que puede llamarse, no sin problemas, “filosofía judía”, más bien hemos procurado mostrar que llamar a la tradición judía una tradición “teológica” es problemático. Los sabios y filósofos judíos no ven en la “definición” de la divinidad algo importante o no, al menos, para objeto de lo que buscan indagar y responder.

En ese sentido, ¿qué sería lo “posteológico”? Es ahí donde el libro que el lector tiene en sus manos se llena de sentido. El proyecto moderno, que es lo que aún vivimos, esta “condición postmoderna” que Lyotard veía con claridad como una posibilidad y no como una era ya anunciada, parece haber “endiosado” muchas cosas y no solo la divinidad. Parece que hemos vuelto Dios al dinero, al sujeto, al Estado, entre tantas cosas, o incluso a nosotros mismos.

No me parece casual que autores como Theodor Adorno o Walter Benjamin, amigos y recíprocos escritores de una fértil correspondencia, indiquen que esta forma no sistemática, “a la judía”, de dejar un pedacito de la sinagoga sin construir, de romper una copa en las bodas rememorando la ausencia de Templo en Jerusalén, escribir en márgenes de periódico o, como diría de sí mismo el propio Jaques Derrida en Circonfesiones, esta Otredad para el pensamiento pone en disputa la Modernidad que vivimos.

De esta manera, lo posteológico por lo que comenzamos a cuestionarnos no estaría en una tradición que era teológica y ha dejado de serlo o busca llegar a una fórmula para lograrlo. Más bien este pensamiento “Otro” y nunca acabado o cerrado en el absoluto nos serviría, en todo caso, para que nosotros mismos y nuestras sociedades, nuestros conceptos y formas de vida, dejen de ser teológicos. Por eso tal vez “indicios” posteológicos.

Sin miedo a no coincidir con la autora, pues multiplicidad de interpretaciones siempre puede haber, los textos agrupados en este volumen buscan apelar a distintos temas en el tenor de que ciertos pensadores, ciertos temas, ciertas circunstancias se nos presenten como formas de pensar “Otras”, que pueden indicarnos cómo dejar ir lo “teológico”, no como el abandono de la religiosidad, de la espiritualidad humana, sino como el abandono de cualquier cosa que hayamos “endiosado”, creído como absoluto. No es casualidad que la crítica de Franz Rosenzweig en su tesis doctoral sea a la máxima creación del espíritu (alemán) en voz de Hegel: el Estado. Pero también será demoledora la crítica de Spinoza al “sujeto” cartesiano, la de Levinas a la “filosofía primera” del aristotelismo.

Así, regreso a la primera pregunta. No creo que este libro deba leerse como un libro “de filosofía judía”. Esto no le es propio ni a la filosofía, ni al pensamiento en general. Más bien, pensar desde otras tradiciones nos permite repensar la propia. Desde esta perspectiva, este es un libro de filosofía en general. Sin embargo, tampoco la filosofía es una disciplina monolítica, por más que algunas perspectivas de “historia de la filosofía” pueden llegar a dar esa impresión. Por eso viene bien hablar de lo “teológico”. Algunos podrán decir que no son religiosos y sentir, con esto, que se está más lejos del problema que maneja este libro. Eso es engañoso. Como ha mostrado, por ejemplo, Levinas, las cuestiones “religiosas” están subsumidas a cuestiones culturales. Los salones de clase de estas escuelas “laicas” se parecen, en la disposición de los elementos en el espacio, mucho más a una iglesia que a cualquier otra institución. De esta manera, no se estaría criticando necesariamente al cristianismo como tradición, sino a las prácticas verticales que se dan entre un profesor que profesa y filas de estudiantes o feligreses que solo escuchan y suelen no hablar con el vecino. Esa es la práctica “teológica”.

Estudiar la filosofía permitiría criticar estas prácticas que tienen nuestras sociedades y, al hacerlo, pensar en qué hacer con ello. Así, lo “posteológico” permitiría lógicas diversas, que incorporen discusiones distintas, formas de mirar al mundo de otra manera. Por eso, estas miradas “posteológicas” buscan apelar a cualquiera, a cualquiera que esté dispuesto o dispuesta a replantear qué de “teológico” tiene en su forma de mirar el mundo, qué tenemos de “teológico” cada uno de nosotros.

Con todo lo narrado en mente, reconozco un esfuerzo de años de Adriana Menassé por reflexionar de otra manera, “de otro modo que ser”. Corresponderá ahora a nosotros abordar estos aspectos planteados en este libro y dialogar con la autora, quien, a su vez, ha dialogado con autores, ideas y circunstancias, para estar de acuerdo, para disentir, para enfadarse, alegrarse o simplemente reír.

 

Renato Huarte Cuéllar

octubre de 2021

Presentación

¿Es posible hablar de teología en medio de la crisis de todo lo que habíamos tenido por cierto, en medio de los tiempos del “posdeber”, para hablar con Lipovetsky, y de una era que se quiere posmetafísica? ¿Podemos hablar de teología después de “la muerte de Dios”, de Auschwitz, de Bosnia y de otras tantas guerras asesinas? ¿Hablar de teología frente a este orden multinacional, multiétnico y multicultural que hoy vivimos y que relativiza, en última instancia, nuestros compromisos fuertes y nuestros vocabularios últimos? Quisiera, en todo caso, justificar el título de este pequeño volumen y esbozar el trayecto de sus páginas.

Los ensayos que aquí se presentan integran un conjunto de reflexiones elaboradas a lo largo de varios años en torno a la constitución de la subjetividad y del lenguaje a partir de la idea de que la respuesta ética al otro1 constituye el crisol en que se gestan, simultáneamente, la subjetividad, el espacio de nuestro diálogo y el barrunto de un orden moral como estructura de sentido. La respuesta a la fractura fundamental de nuestro prójimo, a su finitud y desamparo, inaugura ese sustrato de confianza en el que se finca el valor de la existencia. Desgarrar dicho sustrato es desfondar la seguridad básica que sostiene la adhesión primaria al mundo y a su alegría.2

Intentamos, en primer lugar, una lectura de los principales autores del pensamiento dialógico; pensadores que afirman la vocación intrínsecamente relacional de nuestra condición, para repensar, con ellos, formas nuevas de comprender la trascendencia. Pues no es nada seguro que podamos dar por muerta y terminada a la metafísica. La pregunta por la trascendencia retorna aquí, sin embargo, no como pregunta por el conocimiento, sino en forma de respuesta y acto, en forma de ese acto de bondad que subvierte el orden del ser para inaugurar el lenguaje y el vínculo. La estructura de nuestra circunstancia, por tanto, ha de entenderse en el marco de una apertura que no es sino el llamado a la justicia y al agradecimiento. La trascendencia de la bondad instaura la dimensión propiamente metafísica de nuestra existencia, dice Emmanuel Levinas siguiendo a Platón, y la vocación de sostener dicho anclaje es la que orienta y da valor al esfuerzo que supone toda humanización. Frente a autores como Richard Rorty que sostienen que “no hay respuesta alguna a la pregunta «¿por qué no ser cruel»”, los pensadores de la alteridad consideran que “no ser cruel” es el mandato, el imperativo que nos constituye en esos seres que habitan el significado.3 Solo porque somos capaces de interrumpir la crueldad y elevar una prohibición contra ella; porque somos capaces de responder a la amenaza de crueldad que se revela o muestra en el rostro desnudo de nuestro prójimo y cobijarlo con un acto de generosidad, solo por eso es posible el lenguaje.

Hemos incursionado, igualmente, en algunos temas antiguos y espinosos de la tradición judeocristiana (aunque parece imposible pensar que no pertenezcan, al mismo tiempo, a todas las tradiciones de la Tierra) para mirar de nuevo el espectro de sus posibilidades y la dimensión fecunda de sus apuestas. Finalmente, se incluye una conversación epistolar con el pensador brasileño Hilan Bensusan, un ejercicio de diálogo afín al de las tradiciones orales en torno a uno de los retos más acuciantes de nuestra época: la pertinencia o no de pensar la significación desde un horizonte distinto del estrictamente humano. Algunos ensayos breves completan el estudio.

 

* * *

 

¿Qué sería, pues, un pensamiento posteológico? Si hemos de entender la teología como la ciencia “que trata de Dios, de su existencia, naturaleza y atributos, así como de su relación con el mundo”,4 según su definición más tradicional, ¿qué relevancia puede tener hoy ese convite para una disciplina que, como la filosofía, se ha empeñado durante siglos en distanciarse de los dogmas, las supersticiones y los pensamientos indemostrables de la religión? Y, sin embargo, la pregunta reaparece de manera persistente mostrando que es forja de representaciones y significaciones ineludibles. Preguntar por Dios parece ser algo más que una ociosa discusión en torno a la existencia de una entidad omnisapiente y todopoderosa. ¿De dónde brota la fuerza de su apelación?

Preguntar por Dios tiene que ver, nos parece, con la pregunta en torno al sentido de nuestra aventura colectiva, al sentido de una existencia humanizada o, más precisamente, al sentido de lo humano en la economía del universo. Qué signifique ser humano –la humanidad misma de la criatura humana, el proyecto de significado en el que nos inscribimos necesariamente de la mano de quien nos da la vida y nos ofrece la palabra y el amor– parece obligarnos a responder por esa forma de habitar el mundo atravesada por la aspiración y la candidez. La pregunta por Dios deja de ser aquella en la que afirmamos o negamos predicados para convertirse en la atmósfera que nos hace capaces de amar y de confiar.

Este es el Dios de Buber y el Dios de Rosenzweig o, al menos, lo es mucho más que el Dios impuesto por la modernidad a la cultura de Occidente y que no acabamos de dejar atrás. Si Buber habla de un Tú elemental es porque Dios acontece en la posibilidad del diálogo; si Levinas habla más bien de la Infinitud es porque quiere apuntar al lugar donde aparecen la rectitud y la altura moral. “Dios” sería entonces el espacio de la simpatía y la honradez, de la entrega y el compromiso; Dios como fuente de agradecimiento, de adhesión a lo que dignifica y exalta, a la inocencia y la amistad. Esa forma de comprender la trascendencia vuelve el pensamiento hacia lo que hace de la vida algo más que un acontecimiento fortuito. No importa si su realidad biológica es o no una casualidad química o cuántica, lo que está en juego es que, una vez que ocurre, esa vida se hace impensable sin la adscripción primaria a un horizonte que le confiere valor. Nuestra existencia no se despliega como mero dato, sino que exige nuestro compromiso, es decir, simultáneamente una lealtad y un propósito.

Cuando a Einstein le preguntaron qué diferencia haría que el hombre, como especie, dejara de existir, respondió que no habría nadie que escuchara la música de Mozart. Esto no quiere decir que solo la música de Mozart y la belleza en general le den valor al mundo; más bien, que la música de Mozart sucede como una forma de la alabanza y, por lo tanto, no habría ya quien la entonara. El ser humano ruega y agradece porque (solo) en él se consuma la creación. Y eso tampoco quiere decir, como suele suponerse, que seamos los seres más perfectos de la Tierra; quiere decir, en cambio, que somos esos seres (creemos que los únicos) capaces de reconocer lo que enaltece la vida o la degrada, que tienen conciencia de su finitud y que, por lo tanto, se preguntan por los fines de su existencia. También seres (no sabemos si los únicos) capaces de regocijarse por la grandeza del cosmos y por el milagro de estar vivos.5 Solo en ellos –es decir, en nosotros– el mundo (o lo que Benjamin llama “la vida desnuda”) se transforma en existencia asignada, en vida que se reconoce o postula como parte de un significado que la incluye y la excede. Sin seres humanos no hay creación, es decir, no hay celebración ni finalidad. Y si bien es posible negar la dignidad de lo humano arrojándose a una vida infame y destructiva, parece inevitable la adhesión genérica a aquello que aspira a la alegría del mundo. Vivir en un orden de sentido entraña la voluntad cotidiana de habitar y sostener dicho anhelo. Concebir al mundo como asignación abre para el ser humano el pensamiento de lo que constituye su designio.

No importa que creamos en una forma u otra de Dios, o en ninguna. Pensar la vida como rectitud y asombro es asumir una tarea y hacerse cargo de una gracia. Acaso Emmanuel Levinas diría que no hay estructura humana (es decir, conciencia de sí y del mundo) sin el lazo de amor y responsabilidad que convierte la vida desnuda en vida ética, en vida frente al otro. Ante el desabrigo primario que “se revela”, dice Levinas, en el rostro de mi semejante, la respuesta sin mentira de un yo que ofrece su presencia, su escucha y su brazo, instituye el campo del encuentro y el vínculo. Responder al otro es elevarse a la ética; inscribirse en el diálogo es entrar en el sentido. La pregunta por Dios, entonces, toma la forma de lo que hay de noble en la condición humana y, al revés, la pregunta por la naturaleza ética de nuestra condición toma la forma de la reflexión por el sentido último de nuestra vida. Es por eso que sigue importándonos.

¿Entonces toda pregunta por el sentido conduce a “Dios”?, podría preguntarse. ¿No habría acaso un sentido racional o inmanente, ajeno a la trascendencia? Desde el pensamiento dialógico que anima estas páginas, la dimensión de lo humano (ser humano) radica en ser inscrito en el amor y, por tanto, más allá del orden del ser, más allá de la supervivencia, en el ámbito de la responsabilidad y el significado. El poder de la condición humana reside en la posibilidad de interrumpir la violencia del ser para que la ética se abra camino en el mundo. Ser humano es empeñarse en esa apuesta, la que sostiene siempre, precariamente, el amor; la que sostiene con actos grandes o nimios la confianza primera y el orden ético que habitamos. En eso y no en otra cosa consiste, según Levinas, el monoteísmo.

En 2010 surgió un estudio entre teólogos y religiosos de lo que podía significar Dios en el siglo XXI, en un tiempo de escepticismo y sospecha. Hubo, por supuesto, respuestas de muchos géneros, varias cercanas al spinozismo, al panteísmo o al panenteísmo: Dios como presencia en todo lo existente, Dios como el poder del universo, esa especie de divinización y aceptación de lo dado que quiere convertirse en un nuevo consenso. Pero otras voces aparecieron, como la de John Caputo, profesor emérito de filosofía y teología en la Universidad de Syracuse, que nos resulta particularmente original y sugerente. Dijo: “Yo no creo en la existencia de Dios, creo en su insistencia”. Extraordinaria respuesta que más de un teólogo ha descalificado aduciendo que constituye una flagrante contradicción lógica: si algo insiste es porque existe. Elemental.

Digamos, ya más cerca de Martin Buber, que la pregunta por la existencia de Dios no tiene respuesta y no tiene sentido. No hay ninguna prueba de la existencia de Dios que vaya a convencer a nadie que no esté dispuesto a asumir o a acoger su presencia, ni refutar su existencia le dirá nada a quien ya le haya otorgado su adhesión. En cierto sentido (aunque no en todos), es irrelevante. Hablar acerca de la existencia de Dios o de su inexistencia es tratar con él como con una fabricación teórica. Filósofos como Martin Buber, como Franz Rosenzweig o como Emmanuel Levinas dirán que no hablamos acerca de Dios, hablamos con Dios.

Hablamos con Dios. Rosenzweig dice: el Hombre ruega, Dios da, el Mundo agradece y el Hombre vuelve a rogar. En ese círculo se desenvuelve la vida humana, una vida vivida con entrega, con apego y con valor. Dios da: nos da vida, calor, alimentos; alegría, belleza, amor. A veces nos da su gracia, nos da alguna forma de la ley moral, nos da el entendimiento. El Mundo agradece: agradece la certeza del pan que sacia nuestra hambre, nuestras relaciones con otros, el día que amanece, la intuición de nuestras tareas, el placer de la amistad. Y el Hombre, el ser humano individual, fracturado, como fracturados estamos todos, atravesados por la ansiedad y el deseo, ruega. Ruega siempre, y ha de rogar. ¿Hay alguien que escucha? Eso no se lo pregunta. Ruega y espera (en Dios) ser escuchado. Da a Dios por hecho, tiene que hacerlo. Confía en Dios como confía en la posibilidad de la bondad; otorga su fe y su convicción activa al acto generoso, al don de la presencia del otro y de la palabra compartida.

¿Es entonces mera fantasía, subjetivismo puro? ¿Retorno al sentimiento oceánico, como sentencia Freud, a la protección fantaseada del niño respecto de sus padres; ilusión de la que se sale con la madurez moderna, como quería Kant? Kant traslada la fe en Dios al respeto por la razón y hace palpable la dificultad de escapar a la intuición de que el orden de lo humano nace de esa dimensión ambivalente que nos llama a construir un universo edificante. Solo tal universo sería habitable. Para el pensamiento dialógico, el Dios verdadero no estaría en lo que creemos o tematizamos, sino en la honestidad y en la entereza que le dan a la vida concreta una intimación de la bondad del mundo, del gozo y la alegría. ¿Qué importa, como plantea Rosenzweig, que tenga muchos nombres? Todos le pertenecen. Dios no tiene un nombre para reconocer allí su asignación, como el ser humano, dice. Tiene un nombre para que los humanos puedan dirigirse a Él.6 ¿Y qué importaría, incluso, si el nombre de Dios se ocultara bajo cierto ateísmo camusiano? Como Sísifo, el hombre está llamado a sostener el sentido a cada paso porque solo así el mundo le entrega la certeza de su plena realidad.

Volviendo a Caputo, ¿en qué consistiría la insistencia de Dios? La insistencia de Dios es nuestro permanente esfuerzo de humanidad, cumplimiento de la vida como fidelidad y gratitud. Dios no sería sobre todo la temida figura (persona o instancia) que vigila y castiga nuestros desvaríos, sino el borbollón de donde brota la inocencia y el espacio donde se derrama. Ese candor debe ser cuidado y protegido: en Dios ocurre el presentimiento de justicia, la ley moral que vuelve al mundo una morada. Es, o, digamos mejor, señala hacia el anhelo de solidaridad y ayuda, hacia el lugar del regocijo frente a la camaradería; indica la apuesta por el deseo, la apertura a la belleza y, en última instancia, el llamado de lo que la filosofía conoce simplemente como Bien.

Frente al pensamiento que niega la infinitud, que niega la trascendencia como si se tratara de una pueril ilusión, el pensamiento de la alteridad insiste en mostrarnos que solo la dimensión irreductible de la ética es capaz de sostener el horizonte significativo que habitamos, aquel en el que priman los vínculos y desde el cual nos empeñamos en la justicia. Todo puede caer bajo el tribunal de la sospecha, pero la patencia del otro que nos llama está fuera del campo de la especulación.

Las reflexiones que presentamos y los autores que les sirven de inicio y soporte buscan recuperar la pregunta por la trascendencia mostrando el núcleo de sentido sobre el que descansan. Frente al desfondamiento de una parte sustancial de nuestros referentes, allí donde lo humano se asocia tan solo a lo más vil de las acciones y actitudes de la especie, parece necesario volver a mirar los retos y los alcances de nuestra manera de estar en el mundo: condición siempre en vilo, permanentemente suspendida entre la amenaza del colapso y la dignidad que le otorga su valor. Quisiéramos, pues, revisar nuestras orientaciones básicas desde la perspectiva de la ética radical para sugerir que es en el “diálogo preoriginario”, como dice Levinas, donde se gesta la atmósfera de símbolos que funda cada vez, nuevamente, nuestra vida como vida significada.

 

Xalapa, Veracruz, octubre de 2021

1. Utilizo los términos en mayúscula y minúscula de manera un tanto libre, pues sus sentidos se superponen y compenetran: si la mayúscula busca indicar la calidad trascendente del llamado de mi prójimo, es siempre en el otro humano, específico, donde se manifiesta.

2. Esta intuición fundamental puede encontrarse a lo largo de toda la literatura clásica, desde Sófocles a Shakespeare. No hace falta más que releer El rey Lear para entender cómo el juico de Lear se resquebraja cuando sus dos hijas mayores lo traicionan y cómo vuelve a recuperar la fe y el entendimiento en cuanto Cordelia, su hija amada, viene en su ayuda. El mundo cobra sentido solo como acto de amor. Igualmente, puede encontrarse en la célebre frase de Hamlet: “El tiempo está fuera de quicio / Ah, que haya nacido yo para enderezarlo”. Ahí, lo que se juega es la imposibilidad de la significación cuando el lenguaje pierde su carácter de franqueza.

3. Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona: Paidós, 1991. Ahí Rorty se declara ironista liberal: liberal porque, siguiendo a Judith Shklar, considera que “los liberales son personas que piensan que los actos de crueldad son lo peor que se puede hacer”, e ironista porque “reconoce la contingencia de sus creencias y de sus deseos más fundamentales”, 17.

4. José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Barcelona: Ariel, 2004, tomo IV, 3471.

5. Con el desarrollo de la preocupación por la relación entre los seres humanos y los animales no humanos se ha desarrollado una amplia literatura alrededor de la conciencia animal. Según la entrada “Animal Consciousness” de la Stanford Encyclopedia of Philosophy, la cuestión de si los animales tienen o no conciencia, largamente debatida por respetados investigadores y filósofos que sostienen posiciones contrarias, está lejos de verse resuelta. Una de las primeras cuestiones, por supuesto, es precisar de qué hablamos cuando hablamos de conciencia, tarea que no es nada sencilla. Aunque no se pretende aquí entrar en la discusión, tal vez sea pertinente hacer unos breves apuntes al respecto. Una de las teorías más interesantes e influyentes sobre el tema de la conciencia fue presentada por Julian Jaynes en su ya clásico The Origins of Consciousness and the Breakdown of the Bicameral Mind, donde sostiene que la conciencia no solo se da en un período muy tardío del desarrollo, sino que, durante miles de años, los seres humanos vivieron y resolvieron su vida sin conciencia. La mayor dificultad, dice Jaynes, para abordar los problemas relativos a la conciencia proviene de la forma tan amplia y difusa en la que se le define. Para Jaynes solo hay propiamente conciencia cuando la mente pierde el carácter bicameral con el que el ser humano había vivido y funcionado durante milenios y que, al integrarse ambas cámaras a causa de la evolución del cerebro y de la explosión demográfica, se produce una nueva forma de pensar que es el diálogo interior. Es este diálogo interior el que constituye propiamente la conciencia. Julian Jaynes, The Origins of Consciousness and the Breakdown of the Bicameral Mind, Boston: Houghton Mifflin Company, 1990.

6. Véase Franz Rosenzweig, El libro del sentido común sano y enfermo, Madrid: Caparrós, 2001. Ver también en este volumen el texto que lo presenta, “La atadura amorosa del lenguaje”.

1 Bajo la luz del diálogo (El significado del Tú no humano desde la filosofía de Martin Buber)1

¿Cuál es el significado del Tú no humano en la filosofía de Martin Buber? ¿Qué significa incluir en la relación fundamental yo-Tú la relación con los árboles y los animales, por no hablar de la que establecemos con los objetos y las obras de arte? Quisiera abordar la rica obra de este autor para desentrañar el movimiento espiritual que conforma su pensamiento. Trato la cuestión desde su raíz dialógica y exploro lo que este venero ofrece para hacer frente a las graves interrogantes de nuestro tiempo. ¿Hay que hacer extensiva la relación fundamental –el vínculo fundante yo-Tú– a los animales y a las plantas, como reclama parte del pensamiento actual? ¿Es Buber un precursor inadvertido de las posturas ecológicas radicales? Me gustaría mostrar que la posición y la propuesta del filósofo van en un sentido muy distinto al de las tendencias antihumanistas contemporáneas y a la idea de unidad e indiferenciación que permea una parte significativa de nuestros discursos y referencias.

Este aspecto del pensamiento buberiano (la relación yo-Tú con plantas, animales e incluso objetos) ha sido considerado de importancia secundaria respecto de su propuesta central; en su polémica extrañeza ha tendido a dejarse de lado y, así, a no entenderse. Si bien es cierto que en su obra existe una formulación equívoca en este punto, el espíritu del texto permite hacer una lectura que desenmaraña la ambigüedad, pues la antropología buberiana se ubica en un sentido opuesto y mucho más fructífero para la comprensión de nuestra condición existencial. En mi opinión, ofrece pautas para abordar la manera en que ha de ser repensada la aventura humana en un momento en el que muy poco subsiste de su antigua luminosidad y prestigio. Considero que la propuesta de Buber, y particularmente el esclarecimiento de este aspecto de su filosofía, puede contribuir de manera decisiva a reconsiderar la raíz esencialmente ética y poética de nuestro modo de estar en el mundo, la fortaleza y alegría de sus más hermosas posibilidades.

 

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Martin Buber es conocido principalmente por ubicar la estructura relacional de la condición humana en el centro de la reflexión. En la línea de pensamiento abierta por Kierkegaard, Buber plantea un movimiento de ruptura respecto de la tradición centrada en el conocimiento y la búsqueda de la verdad, pero, a diferencia del primero, propone una antropología basada en el acercamiento con los demás y con el mundo. El Tú de la relación yo-Tú constituye el encuentro definitivo, el que funda nuestra persona al interrumpir la homogeneidad de las relaciones instrumentales (aquello que el autor llama nuestra relación yo-eso con el mundo, con los otros) para convocarnos a la presencia plena del encuentro. La relación yo-Tú es el troquel real en el que se acuña nuestra subjetividad como respuesta a ese otro que nos nombra. Recibimos la vida de los otros; no solo la biológica, que es necesariamente una donación, sino la vida humanizada, inscripción en el lenguaje y en el amor. La relación yo-Tú transforma nuestra precariedad en apertura y vínculo.2

No es Buber el único exponente de esta corriente del pensamiento que tan rica se ha mostrado. En la tradición del pensamiento judío, Franz Rosenzweig ha trazado y despejado el camino, y Emmanuel Levinas –al lado de un sinnúmero de estudiosos que siguen su huella– ha hecho contribuciones importantísimas. El Otro nos constituye como sujetos. Y aunque Buber habla de reciprocidad, Levinas de asimetría y Rosenzweig del paso de uno a otro de los elementos básicos de nuestro estar en el mundo, en un análisis podemos encontrar más puntos de contacto que diferencias de fondo. En la medida en que la relación con los otros constituye un punto de ruptura respecto de la supervivencia desnuda y un guiño de amistad, el mundo se presenta como diálogo. La pregunta es, entonces, ¿quién llama?

¿Quién llama, en verdad? Empezamos a encontrar aquí algunos matices de diferencias importantes entre Buber y Levinas, por ejemplo. No es mi intención hacer un estudio comparativo entre estos autores, pero, como se ha dicho, son tantos los aspectos afines que resulta casi inevitable apuntar someramente sus desacuerdos; es, sobre todo, en ellos donde encontramos el sello de sus respectivas propuestas y de su visión. Considero aquí solamente el punto nodal de su disputa porque servirá, me parece, para echar luz sobre el tema que nos atañe. En esta línea de reflexión, entonces, diríamos que si para Levinas llama ante todo el otro ser humano desde la altura de su desamparo radical; si la infinitud de Dios se nos entrega principalmente como exigencia de bondad y de responsabilidad prerracional a través de la muda exhortación del rostro de ese prójimo que nos dirige la voz o la mirada, en Buber parece ser Dios quien llama, en primer término, a través de diferentes vías. Dios: apertura radical y aceptación primaria de la bondad del mundo. Y aunque la cuestión pudiera parecer casi retórica (o inútil), sus implicaciones trazan la riqueza de un diálogo fallido. ¿Habla mi prójimo que lleva la marca de la trascendencia de Dios en el mandamiento que me impone, o habla la benevolencia de Dios que se hace presente a través de otros hombres y, en última instancia, de todos los seres?3

Es necesario insistir en que cuando Buber se refiere a Dios no está pensando en el Dios de la teología; no está pensando en una sustancia divina o en una presencia fáctica y vigilante. De hecho, para este autor, preguntar por la existencia de Dios es imposible, pues de entrada el cuestionamiento corta la realidad del vínculo. Le hablamos a Dios, no discurrimos sobre su existencia, por eso Buber habla de Él como de una persona, como de una presencia capaz de establecer una relación viva e íntima con los seres humanos, y no la representación abstracta de un principio.4 Ahora bien, si el Tú es el contacto definitivo, ese contacto vivo y personal cuyo paradigma es la relación del hombre con Dios y del hombre con su semejante, ¿cómo es que lo reconoce también en el vínculo con los árboles? ¿Cómo es que Buber extiende este privilegio a la naturaleza y a las cosas? ¿No es esto una concesión animista y panteísta que en cierto sentido contradice el principio fundamental de la relación ética? Consideramos que para entender la dimensión plena del pensamiento de este autor será necesario dilucidar el horizonte de estas interrogantes. Más que desestimarlas como exabrupto, quisiéramos entrever en ellas el sentido más amplio de su invitación.

El tema de las entidades no humanas como formas del diálogo fundamental ha suscitado algunas de las polémicas más constantes con la obra poético-filosófica de Martin Buber: si bien la relación con el otro ser humano ofrece la posibilidad privilegiada de construir una vida significada, no es esta, en absoluto, su único acceso. Existen otras vías de acercamiento al Tú, nos dice este autor, otras maneras en las que el encuentro yo-Tú trenza nuestra existencia. Afirma Buber: