Indira Gandhi - Varios - E-Book

Indira Gandhi E-Book

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Indira Gandhi fue una líder carismática que guio a la India, uno de los países más poblados y complejos del mundo, hacia la libertad y el progreso. Su historia es la de una mujer fuerte y decidida, que logró acceder a las grandes esferas políticas y ser respetada y admirada pese a la discriminación imperante. Siempre fiel a sus inquebrantables ideales y propósitos, y dispuesta a asumir con valentía la responsabilidad y el peso de sus actos, se convirtió en una de las figuras políticas que marcaron el siglo XX.

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Seitenzahl: 213

Veröffentlichungsjahr: 2019

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INDIRA GANDHI

La mujer que fue capaz de cambiar la India para siempre

Mercedes Castro

© del texto: Mercedes Castro, 2019.

© de las fotografías: Age Fotostock: 135ad; Alamy: 21ai, 48, 65b; Album: 21b; F. A. Z. Bildarchiv: 12; Getty Images: 84, 112, 123, 135ai, 135b, 144, 166, 187; Indira Gandhi Memorial Museum: 21ad, 65a, 109, 153, 173; Indira Gandhi Memorial Trust: 95; Wikimedia Commons: 39, 81.

Diseño cubierta: Elsa Suárez Girard.

Diseño interior: Tactilestudio.

© RBA Coleccionables, S.A.U., 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: junio de 2019.

REF.: ODBO545

ISBN: 9788491874591

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

Prólogo1 La niña que soñaba con liberar a la India2 La forja de una líder3 La madre de la India4 El despertar de la rosa roja5 Indira es India6 Volver al fuegoCronología

PRÓLOGO

En el momento de mayor éxito de su carrera política, los seguidores de Indira Gandhi acuñaron un eslogan que pasaría a la historia: «Indira es India, India es Indira». Y, ciertamente, pocos líderes mundiales han logrado alcanzar un grado tal de identificación, de personificación de los valores y del espíritu del país que representan. Pero en el caso de Indira Gandhi, además, esta frase va más allá de ser un mero eslogan: es una verdad incontestable. Desde su mismo nacimiento en el seno de la dinastía Nehru, en una época convulsa en la que la nación estaba sometida al dominio británico, el destino de Indira estuvo marcado por la implicación de toda la familia en la lucha contra la opresión a favor de la libertad de su país.

Uno de sus más tempranos recuerdos tuvo que ver con su aportación al que sería el primer sacrificio realizado por la India en la quema de objetos como reafirmación de la identidad nacional frente al colonialismo británico. A partir de entonces, mantuvo una marcada aversión por el fuego. Desde pequeña, pasaba largas horas jugando a representar mítines, escribiendo largas cartas a su padre ausente o acompañando a su madre, Kamala, a las manifestaciones en las que, al fin, en un país fuertemente marcado por la división de la sociedad en castas y de los hogares en géneros, las mujeres tuvieron la oportunidad de alzar la voz por sus derechos.

La personalidad de Indira fue bebiendo de todas esas experiencias. Menuda y vivaracha, aprendió a escuchar y a alimentarse de las palabras de todos los sabios que frecuentaban su hogar, como Gandhi o Tagore, que siempre la trataron como a un espíritu libre. Pronto aprendió a valerse por su cuenta, a demostrar a su entorno una fortaleza interior inusual y unas dotes de mando y organización excepcionales. De entre todas las figuras, sintió con especial fuerza la de su madre, cuyo ejemplo marcó profundamente su carácter haciéndola comprender el auténtico valor del amor y de la familia. Aunque distinguía perfectamente lo profesional de lo personal, Indira se mostró siempre cercana y atenta a las necesidades de la gente. Su familia fue para ella el mejor refugio en aquellas situaciones en las que necesitaba apoyo y cariño.

De mentalidad progresista y humanitaria, Indira fue una firme defensora de los matrimonios por amor, sirviendo de ejemplo para muchas mujeres del subcontinente asiático y del mundo. Su reclamo por la libertad y su rechazo al sometimiento de la mujer a los matrimonios concertados pretendió motivar el cambio en una sociedad tradicionalmente patriarcal que no se caracterizaba por destacar el valioso papel de las féminas. Muchas mujeres, inspiradas por sus acciones, sintieron que no tenían por qué aceptar los designios de una familia que organizaba sus vidas por encima de sus deseos.

Si hoy Indira Gandhi es considerada un símbolo que nos habla de valor y sacrificio en pos del bien común y del diálogo, es porque supo hacer de la escucha, la solidaridad y la comprensión su sello de identidad. Y si se la considera un ejemplo de inteligencia y diplomacia es, precisamente, porque halló el modo de aplicar sus propias convicciones y sentimientos a la práctica política para hacer de muchas de sus virtudes, consideradas tradicionalmente femeninas, valores imprescindibles del entendimiento entre naciones, religiones e idiosincrasias profundamente diferentes que, sin embargo, podían convivir en paz.

Indira hizo ver al mundo que una mujer podía ser la líder política indiscutible de la mayor democracia del mundo, con criterio propio y la capacidad de tomar decisiones de enorme calado en igualdad de condiciones que los hombres. Se midió con éxito con mandatarios como Kennedy, Nixon o Brezhnev, pero, sobre todo, consiguió instaurar en la política internacional, un terreno tradicionalmente vetado a las mujeres, nuevas formas, nuevas maneras de negociar, discutir y gobernar «en positivo»: escuchando, meditando, acercando posiciones, comprendiendo al otro, aceptando al diferente y utilizando argumentos frente a imposiciones.

Ella, que nació en un país profundamente clasista y machista, siempre supo, sin embargo, sonreír y perdonar incluso en las más difíciles circunstancias. Fue una ferviente defensora de la unidad, la industrialización y la alfabetización como herramienta de progreso. Defendió incansablemente la abolición del sistema de castas, reivindicó los derechos de las mujeres y procuró mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos al tiempo que promovía una defensa de la ecología y de la cultura de su país.

Prudente y enormemente tenaz, cultivó el humanismo y la espiritualidad, promoviendo el amor por encima de las conveniencias y buscando, hasta el fin de sus días, dar voz a los más débiles. Abrió las fronteras de su país para dar acogida a los budistas tibetanos que huían de la ocupación china, atendió las demandas de los barrios más humildes, trabajó como voluntaria en campos de refugiados musulmanes y promovió la escolarización femenina, sabedora de que la cultura y el conocimiento eran las mejores herramientas para ayudar a las mujeres a vencer las barreras que les imponía una sociedad que, hasta entonces, había intentado mantenerlas relegadas al ámbito estrictamente doméstico.

Indira fue educada en la convicción de que la libertad era posible y de que, pese a que la sociedad de su país se cimentaba en un inamovible sistema social, todas las personas, tal y como proclamaba Gandhi, eran importantes, y, como tales, debían ser tratadas con respeto. Toda su vida defendió estos principios, dando muestras de un sentido solidario que la llevó a desplazarse a zonas en conflicto o bajo la amenaza militar, movida por la creencia de que los actos políticos tenían una trascendencia que iba mucho más allá de los tratados, del establecimiento de fronteras o de los acuerdos firmados por los altos dignatarios.

Indira, la niña acunada por Gandhi, la hija de un luchador por la independencia que pasó gran parte de su vida encarcelado, supo ver que la política tenía implicaciones en la población, y esa enseñanza fue lo que la convirtió en una líder que procuró no perder de vista a la gente de la calle, a los habitantes más sencillos y humildes de la India, porque, en el fondo, era para ellos para quienes gobernaba.

Sin embargo, también perdió en unos años funestos el contacto con la realidad de su país y pagó duramente las consecuencias. Pero, a diferencia de otros muchos mandatarios, supo aprender de sus errores, reconocerlos y, de nuevo, intentar ponerse en pie y seguir adelante pese a las adversidades que el destino le deparó.

Indira luchó hasta el final. Se sobrepuso al dolor de perder a muchos seres queridos y, siempre rodeada de hombres que nunca parecieron comprenderla del todo, siguió adelante decidida a velar por un país de una gran complejidad social que supo contribuir a levantar.

La historia de la India está profundamente ligada a Indira. Estas páginas dan cuenta de su esfuerzo, su tesón, su transcendencia y su ejemplo para todas aquellas mujeres que aspiran a hacer valer su voz.

1LA NIÑA QUE SOÑABA CON LIBERAR A LA INDIA

Quise sacrificar mi vida por mi país. Parecían tonterías y en cambio... Lo que sucede cuando somos niños incide para siempre en nuestra vida.

INDIRA GANDHI

Indira de adolescente junto a sus padres. Desde pequeña demostró poseer el arrojo y el ímpetu de una líder, influida por su educación y por el espíritu luchador que su familia le inculcó.

En la segunda década del siglo xx, en los difíciles años en los que la India intentaba sacudirse el dominio colonial británico, una niña solitaria, menuda y tímida soñaba con liberar a su país. Vivía en una villa azul y blanca conocida como Anand Bhavan («la morada de la felicidad»), en la populosa ciudad de Allahabad, cerca de la frontera con Nepal. Muy pronto, aquella niña descubrió que su familia no era como las demás. Se llamaba Indira, pero en su casa todos la llamaban Indu, y se apellidaba Nehru, un nombre que, en su país, llevaba aparejado un profundo significado. La relevancia de su apellido trascendía con mucho el prestigio de su padre, Jawaharlal, y de su abuelo, Motilal, respetados y notorios abogados; y también, sin duda, el hecho de que fueran una familia adinerada y próspera, en la que tanto los hombres como las mujeres eran personas instruidas, cultas y con estudios, que conocían el mundo, hablaban idiomas y poseían amplitud de miras y de horizontes.

En aquel país sometido desde hacía un siglo al yugo de la colonización inglesa, el apellido Nehru significaba libertad, y también conllevaba una promesa: la de que todos y cada uno de los miembros de la familia lucharían incansablemente por la independencia de su pueblo, algo que desde bien pronto, antes siquiera de aprender a leer, escribir o deletrear su propio nombre, asumió la pequeña Indu.

Indira vino al mundo el 19 de noviembre de 1917 en Anand Bhavan, la residencia familiar. Todos aguardaban su llegada con una mezcla de expectación y esperanza: aquel bebé sería el primogénito de Jawaharlal y de su joven esposa, Kamala Kaul, y, también, el primer nieto de Motilal.

Tanto los Nehru como los Kaul procedían de Cachemira, pero ambas familias habían decidido emigrar en busca de prosperidad y un futuro mejor. Los Nehru se habían asentado en Allahabad, mientras que los Kaul, atraídos por la importancia política y comercial de Delhi, la metrópolis más poblada de la India, se habían decantado por esta histórica ciudad.

Las dos familias pertenecían a la clase más pudiente y elevada de su sociedad: eran brahmanes, la casta hindú dedicada tradicionalmente a labores relacionadas con la religión, la actividad intelectual y la enseñanza. Sin embargo, a diferencia de los Nehru, los Kaul eran mucho más conservadores: sus costumbres, su educación y su estilo de vida estaban profundamente arraigados en la tradición y la cultura hindúes y vivían, vestían e incluso se expresaban de una forma absolutamente alejada del modo occidental, hasta el punto de que Kamala, antes de convertirse en esposa de Jawaharlal, no sabía hablar inglés.

Su matrimonio, celebrado en 1916, fue concertado, una práctica habitual en la India entre miembros de la misma casta. El novio tenía veintisiete años, diez más que su futura esposa, quien desde el primer momento no encajó bien con las mujeres de su familia política, entre ellas su suegra, Swarup Rani, la hermana de esta, Bibi Amma, que vivía con la familia, y sus dos jóvenes cuñadas, Krishna y Vijayalakshmi, hermanas menores de Jawaharlal.

Sin embargo, nada de todo esto parecía importar aquel tormentoso 19 de noviembre de 1917. Estaba a punto de nacer el primer miembro de una nueva generación y, aunque nadie lo decía en alto, todos deseaban que fuera un varón. Por fortuna, y pese a la sorpresa, cuando se supo que se trataba de una niña, ninguno de los dos hombres de la casa pareció sentirse decepcionado, tal vez porque confiaban en que los futuros embarazos de Kamala podrían darles varones. Sea como fuere, Jawaharlal estableció desde un principio que Indira recibiría una educación basada no en su género —algo que con el paso del tiempo habría terminado relegándola a las labores domésticas—, sino en su futuro y su potencial: era una Nehru, por lo que estaba llamada a grandes empresas, y, como tal, debía ser instruida para ello.

El período de formación de Indira comenzó muy pronto, y no se limitó a la instrucción intelectual con profesores particulares y preceptores en la casa familiar, sino también, y sobre todo, a la toma de conciencia de su identidad y de lo que ello conllevaba. Quizá por este motivo el primer recuerdo de la pequeña Indu tendría mucho que ver tanto con su país, la India, como con su origen, y tuvo como escenario su propia casa.

El año 1920 marcó un punto de inflexión en la vida de la familia y fue un año clave en el destino político del clan Nehru. Jawaharlal se convirtió en activo seguidor de uno de los amigos más próximos de la familia, Mohandas Karamchand Gandhi, considerado el líder indiscutible del movimiento de independencia indio.

Gandhi había desarrollado un método de protesta, el satyagraha («abrazo de la verdad» en sánscrito), que promovía la desobediencia civil, la resistencia pasiva y la no violencia. En 1919, la popularidad del movimiento llevó al Parlamento británico a aprobar la Ley Rowlatt, que autorizaba al virrey de la India a arrestar sin orden judicial previa a cualquier sospechoso de rebeldía. Esta medida no hizo sino incrementar la tensión en el país, hasta el punto de que el 13 de abril de 1919, en la ciudad de Amritsar, las tropas británicas cargaron indiscriminadamente contra una muchedumbre desarmada que participaba en una protesta pacífica. Hubo cuatrocientos muertos y mil doscientos heridos, entre los que se contaban mujeres y niños.

Como única respuesta posible a la masacre, Gandhi, ya conocido como Mahatma («alma grande»), promovió una campaña de no cooperación y boicot a la presencia inglesa en el país. Fueron muchos los ciudadanos indios dispuestos a tomar medidas drásticas: funcionarios que ocupaban altos cargos gubernamentales dimitieron, numerosas familias sacaron a sus hijos de los colegios británicos y Jawaharlal, que sentía que no podía permanecer al margen, decidió sumarse al movimiento encabezado por Gandhi abandonando su profesión de abogado para dedicarse únicamente a luchar por la independencia de la India. En cierta manera, ser abogado suponía defender y respetar las leyes inglesas, las del país que sometía a los suyos, y por tanto debía renunciar a ellas, así como a todo signo (doméstico, de vestimenta o relativo a las costumbres) que implicara su aceptación y, por lo tanto, legitimara el dominio colonial. Para certificar esta decisión, y como acto simbólico, los Nehru decidieron quemar en una hoguera los muebles, las ropas y todos los objetos de fabricación británica que poseían.

La suya era una casa rica, incluso suntuosa; había sido construida en 1871 y Motilal la había comprado en 1900 con la intención de convertirla, más que en una villa, casi en un palacio que diera fe de su privilegiada posición como uno de los mejores letrados del país. Estaba enclavada en una enorme finca de extensos y frondosos jardines y praderas y decorada con muebles, vajillas, pinturas y selectas tapicerías adquiridas en los muchos viajes que el patriarca había realizado por Europa durante su carrera. En aquel momento, el de su máximo apogeo, la residencia, a la que se accedía a través de una escalinata blanca flanqueada por inmensas galerías con balaustradas pintadas de azul, contaba con casi un centenar de miembros de servicio.

El día de la quema, el fuego devoró todos los objetos, prendas y símbolos relacionados con la dominación británica. Se quemaron desde los uniformes de corte occidental del personal de servicio hasta los impecables trajes de confección inglesa de Motilal y Jawaharlal, e incluso la ropa blanca de la familia, de la que se decía que era enviada a la capital británica todas las semanas para ser lavada, fue pasto de las llamas. La pequeña Indira, de tres años, asistió a todo ello sin perder detalle. A partir de ese día, la familia vistió las prendas tradicionales indias tejidas a mano, habló en hindi y no en inglés y renunció a cualquier elemento que representara la aceptación de la dominación británica.

¿A cualquiera? Apretada contra su pecho, Indira sostenía una muñeca, un regalo de su padre traído de uno de sus muchos viajes a Inglaterra, de la que se negaba a desprenderse. Uno de sus primos, mayor que ella, se acercó y le exigió que la arrojara al fuego, pues también aquel objeto era de fabricación inglesa. De lo contrario, le dijo, estaría traicionando a la India.

Indira se negó y huyó a su habitación, donde escondió la muñeca. Días después, aquellas palabras seguían atormentándola, haciéndola debatirse «entre el amor a mi muñeca y el deber hacia mi país», hasta que finalmente, una mañana, subió a la azotea de la casa y allí, sola, prendió fuego a su querida compañera de juegos. Pocas horas después, pareció que las llamas que habían engullido a su muñeca la hubieran consumido también a ella, pues cayó enferma, presa de la fiebre. Tiempo más tarde reconocería, en uno de los muchos textos autobiográficos que publicó sobre los primeros años de su vida, que «Incluso a día de hoy, sigo odiando prender una cerilla».

Casi un año después, en noviembre de 1921, Motilal y Jawaharlal organizaron una huelga coincidiendo con la visita oficial del príncipe de Gales, y el heredero de la corona del Imperio británico, el príncipe Eduardo, no fue recibido con el clamor popular esperado. No hubo banderolas ni multitudes en las calles, los comercios permanecieron cerrados y el paso de la comitiva se desarrolló por una ciudad desierta. Poco después, la policía irrumpió en Anand Bhavan y detuvo a los dos varones de la familia Nehru. Aquel fue el primero de los muchos arrestos a los que se enfrentarían ambos. En el juicio posterior, el anciano Motilal se sentó en silencio en el banquillo de los acusados. Él, un eminente abogado, rehusaba defenderse en la misma sala de juicios en la que con tanto celo había desempeñado su cargo, como muestra de desprecio al tribunal inglés. Mientras se desarrollaba el proceso, Motilal sostuvo en su regazo a Indu, su pequeña y única nieta. Su silencio fue, tal vez, la mejor enseñanza que pudo transmitirle, y la niña, a sus cuatro años, pareció comprenderlo, pues incluso la prensa local la alabó por su buen comportamiento. Como buena Nehru, Indira era, sin duda, digna y orgullosa.

La benjamina de los Nehru creció en un ambiente dominado por mujeres (abajo, con su madre y otras miembros de la familia) y bajo un apellido que la destinaba a contribuir de forma activa en la liberación de su país. Sus padres eran la revolucionaria Kamala y el abogado Jawaharlal (arriba, a la izquierda), a quien solía imitar ofreciendo mítines al personal de servicio (arriba, a la derecha).

Días más tarde, el tribunal dictó sentencia imponiendo una multa que Motilal y Jawaharlal se negaron a abonar, lo que provocó que la policía irrumpiera de nuevo en la casa familiar para embargar los muebles como pago. Pese a su corta edad y su frágil apariencia, Indu plantó cara a los agentes e incluso llegó a morder a uno en un dedo; sin lugar a dudas, además de la ideología y la determinación de la familia, Indira también había heredado su espíritu luchador y la convicción necesaria para defender sus ideas hasta las últimas consecuencias.

A partir de aquella primera encarcelación, la lucha de los Nehru se intensificó. Se convirtieron en los seguidores más activos y destacados del movimiento encabezado por Gandhi, a quien Indira llamaba familiarmente Bapu («padre»), y Anand Bhavan pasó a ser, en cierto modo, el cuartel general de todos los militantes. La familia al completo estaba implicada en la lucha, y la casa siempre estaba llena de personas que entraban y salían con recados, consignas y órdenes, de modo que la vivienda dejó de cumplir su función primordial de hogar. Aquel no era un ambiente convencional para una niña, sola entre tantos adultos que a todas horas pretendían hablar con su padre, con su abuelo o con Mahatma, que solía instalarse allí a temporadas.

Indira buscaba refugio en el jardín, donde trepaba a los árboles y jugaba sin ningún tipo de restricción y sin preocuparse por las normas que le imponían los adultos; a veces, incapaz de sustraerse del ambiente de la casa, colocaba a todos sus muñecos en formación y organizaba manifestaciones que debían resistir las cargas policiales, o representaba insurrecciones, reuniones, escenas de arrestos... «Mis muñecas casi nunca fueron bebés, sino hombres y mujeres que atacaban cuarteles y acababan en la cárcel», relataría tiempo después. También, en ocasiones, reunía al servicio y, subida a una silla, los arengaba con mítines apasionados. Toda la familia estaba afiliada al Partido del Congreso —la agrupación política a favor de la independencia de la India fundada, entre otros, por Motilal— y Kamala, viendo el fervor insurgente de su hija, le cosió un pequeño uniforme de voluntaria del partido con el que Indira desfilaba orgullosa. Sus juegos, necesariamente, representaban su vida:

No solo mis padres, sino toda mi familia estaba implicada en la resistencia […]. De manera que, de vez en cuando, acudían los guardias y se los llevaban indiscriminadamente. […] ¡No se imagina cómo me ha formado el criarme en aquella casa en la que la policía irrumpía para llevárselos a todos…! Desde luego, no he tenido una infancia feliz y serena. Era una niña delgada, enferma, nerviosa […]. Y tenía que arreglármelas sola.

Como recordaría muchos años más tarde en una larga entrevista concedida en 1972 a la escritora Oriana Fallaci, su vida eran aquellos arrestos indiscriminados en los que las autoridades no solo se llevaban a los hombres de la familia, sino también a las mujeres, pues estas participaban activamente en las protestas. Valientes y firmemente comprometidas, la causa las movía tanto por su patriotismo como por el deseo de demostrar su implicación. En medio de aquel clima de reivindicación de libertades, no podían menos que reclamar sus propios derechos y su lugar en una sociedad que hasta entonces las había arrinconado y silenciado.

Tras los arrestos, los amigos de la familia a menudo llamaban a la puerta preguntando por su padre, e Indira acudía a abrir y explicaba: «Lo siento, está en la cárcel». Y es que, en efecto, los períodos de encarcelamiento de su padre cada vez eran más largos y habituales, e Indira pronto tuvo que habituarse a sus ausencias y a las visitas mensuales al penal acompañando a su madre.

Jawaharlal, que con ironía había llegado a afirmar que la cárcel era su «segundo hogar», intentaba por todos los medios no perder el contacto con su hija. Por eso, en otoño de 1922, decidió comenzar a escribirle largas cartas, que posteriormente se recogerían en diversos volúmenes y serían estudiadas en los colegios de la India por su indudable valor, tanto moral como didáctico. En aquellas misivas, que solía firmar como Papu, le hablaba con toda sinceridad de sus convicciones, de su modo de entender la vida y, también, de sus aspiraciones respecto a ella:

Hija mía:

Ayer me preguntaste por qué tenías que aprender tantas cosas al mismo tiempo: porque quiero que recibas una instrucción integral. No solo formación intelectual, lo que te convertiría en un ser de enorme cabeza y cuerpo pequeño. Quiero que seas una persona completa, y eso significa una educación lo más amplia posible. Tus preceptores dicen que destacas en todo lo relativo al pensamiento, pero tú no eres mero intelecto, ni rudo cuerpo animal, ni solo corazón o alma. La armonía de los tres aspectos hará de ti una persona íntegra y completa.

Por esas vías te liberarás de la dominación de la ignorancia y ayudarás a los demás a liberarse de ese monstruo cegador, que es uno de los más tristes signos de debilidad con los que tendrás que luchar. Cuanto más combatamos la ignorancia, más cerca estaremos de la libertad.

Te escribo estas palabras que quizá únicamente comprenderás plenamente dentro de algunos años. Pero quiero que conserves estos rastros de tu padre que tanto te quiere.

Para Indira aquella relación epistolar, la única que podía mantener con su padre, era prioritaria, casi orgánica, e influida por sus palabras buscaba parecerse a él en todo cuanto le fuera posible. Como ejemplo, baste un detalle curioso. Jawaharlal, a quien muchos ya comenzaban a llamar Pandit («maestro») Nehru, disponía de un telar en la cárcel para fabricarse sus propias ropas. Se trataba de un gesto simbólico, alentado por Gandhi, que representaba el rechazo a la vestimenta y costumbres británicas y el respeto a la tradición hindú; Indira, como no podía ser de otro modo, exigió tener en casa su propio telar en miniatura. Más tarde, a medida que crecía y aprendía a leer y escribir, comenzó a enviarle largas cartas que firmaba, para diversión de su padre, como Indu-boy.

Por desgracia, y en efecto, ella sería el único «hijo» (boy) para el matrimonio, pues en noviembre de 1924, Kamala dio a luz en ausencia de Jawaharlal, de nuevo encarcelado, a un niño prematuro que murió a los pocos días de nacer. Indira no dudó en recurrir a sus abuelos y tías para rogarles que le brindaran más atención y cariño a su madre, físicamente muy débil tras el parto y vulnerable por el posterior fallecimiento de su bebé, aunque su petición cayó en saco roto.