Individualismo - Amedeo Cencini - E-Book

Individualismo E-Book

Amedeo Cencini

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Beschreibung

¿Cómo se ha caído en la cultura del abuso? ¿Cómo escapar de ella? El autor, que ha recibido encargos del Vaticano para prevenir sus efectos, señala el individualismo como síntoma más característico de una relación enferma. Una relación equilibrada con los demás y con Dios honra la propia dignidad y el carácter sagrado de todo ser humano. Para alcanzar ese equilibrio es necesario avanzar en la propia madurez humana, afectiva y espiritual, y ayudar a los demás a alcanzarla mediante la formación continua. Cuidar esa relación con Dios y con los demás nos abre a la libertad, a una sana autoestima y a una autonomía respetuosa. Este libro, dirigido inicialmente a comunidades de religiosos, resultará de gran utilidad para todo el que busque crecer en madurez y protegerse de una de las enfermedades de nuestro tiempo.

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AMEDEO CENCINI

INDIVIDUALISMO

Cómo combatir la enfermedad en la relación y prevenir los abusos

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: L’individualisme une maladie de la relation

© 2023 Éditions des Béatitudes.

© 2023 de la versión española realizada por Miguel Martin

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6603-7

ISBN (edición digital): 978-84-321-6604-4

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6605-1

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

I. EN EL ORIGEN DE LAS RELACIONES DISFUNCIONALES: EL DEMONIO DEL INDIVIDUALISMO

A. El individualismo: considerarse fuera de la relación

1. El yo en el origen de sí mismo: el delirio autorreferencial

2. El origen subjetivo del individualismo

3. El pecado original como pecado de falta de confianza

4. El tránsito desde el paraíso de la relación hasta la condena «infernal» al individualismo (Gn 3, 16, el otro «

te dominará

»)

B. El individualismo como pecado histórico

1. El modelo de perfección, un malentendido (y la maldición del voluntarismo)

2. La salvación como interés personal, más que como responsabilidad de la salvación de los demás

3. La deformación de los conceptos “espiritual”, “espiritualidad” e “identidad del Espíritu Santo”

C. Algunas formas y expresiones de individualismo «religioso»

1. El individualismo como pérdida de contacto con el

Misterio

2. El individualismo como amor falso y desesperado de uno mismo

3. El individualismo como confusión identitaria y reivindicación de autosuficiencia (con un final depresivo)

4. El individualismo como pérdida de la idea comunitario-trinitaria de Dios

D. El justo amor de sí mismo (o el sentido auténtico de la individualidad)

1. Hijo y hermano (del individualismo a la individualidad)

2. Confianza en el otro (en el Otro), capacidad de soledad y discernimiento

3. La libertad de depender

4. Rechazo de toda forma de grandeza y de falsa autonomía, de toda pretensión a privilegios

E. Juan Bautista, ejemplo de una plena armonía entre identidad y pertenencia

1. Feliz de lo que él es (yo actual) y de lo que está llamado a ser (yo ideal)

2. Un gran amor en el centro de la vida (que une identidad y pertenencia)

3. Libertad de dejar y de ser dejado

4. Libertad de no apropiarse de lo que no corresponde a su identidad

5. La libertad de dejarse ahí la cabeza

6. Libertad de toda pretensión y de todo provecho personal

II. PARA AVANZAR JUNTOS COMO IGLESIA: LA GRACIA DE LA RELACIÓN

A. La relación en el nivel de la antropología cristiana

1. Todo es relación

2. La relación en Dios (

ad intra

y

ad extra

)

B. La relación en la formación y en la vida

1. Madurez relacional

2. Madurez emocional

3. Madurez afectiva

III. CONSTRUIR LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS Y LOS PECADORES

A. La integración del bien y del mal para caminar juntos

1. La integración (y la recapitulación en Cristo)

2. La integración del bien

3. La integración del mal

CONCLUSIÓN

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

INTRODUCCIÓN

Este libro explora modos de progresar juntos en el camino hacia una comunión renovada. Y parte de dos puntos de referencia, que estructurarán nuestra reflexión.

El primero es el camino sinodal que está recorriendo la Iglesia en distintos niveles. Estamos invitados a realizar una experiencia activa, a un ejercicio de sinodalidad en diferentes planos. Pero lo interesante es reflexionar sobre esta sinodalidad que la Iglesia redescubre cada vez más. El papa Francisco ha sido ciertamente inspirado de lo alto cuando ha elegido este tema, pues ser Iglesia significa precisamente caminar juntos y tener el valor de compartir cada paso de este «santo viaje». Tenemos aquí el punto de partida positivo.

Pero hay también un punto de referencia negativo. Lo constituye esta terrible historia de abusos y escándalos vividos en las últimas décadas. Cualquiera podría preguntarse por la relación entre el hecho de caminar juntos y los escándalos. De hecho, esta relación existe, pues los escándalos, los abusos, aunque sean de diverso tipo (sexuales, de conciencia, financieros, de sensibilidad), son siempre sustancialmente abusos de relación. Y trabajando en la relación de ayuda y psicoterapia con los abusadores, descubrimos muy sorprendidos que el que abusa es, en la raíz, una persona incapaz de vivir la relación.

Eso nos hace reflexionar sobre la calidad de nuestra formación, pues muy a menudo corremos el riesgo de dar prioridad a muchas virtudes y actitudes virtuosas, olvidando lo que es fundamental para la persona entregada a Dios y para cualquier creyente: la actitud de vivir en relación. Pues, como ya diremos más adelante, todo en la vida del cristiano es relación.

Dios es relación, la fe es relación, la oración es relación, la redención es relación. En verdad, todo en la vida cristiana se construye sobre la relación y conduce a la relación, y profundizaremos en eso cuidadosamente en la segunda parte.

De ahí la necesidad de pasar del desaliento individualista a la audacia de la comunión. El individualista es siempre un desesperado. Y si volvemos a la historia de los abusos, constatamos que el agresor es también siempre una persona desesperada, aunque intente ocultarlo con una cierta seguridad exterior. Y sin embargo, para no comenzar con mal pie, tratemos de hacer algo que puede parecer un poco laborioso: en cada uno de nosotros, sin ninguna duda, hay algo de individualista, todos tenemos en cierto modo una parte de nosotros cerrada aún sobre uno mismo y que genera ese malestar típico del individualista.

Consideramos este punto como algo adquirido, un verdadero punto de partida. Pero el punto de llegada, ¿cuál es? Es la audacia de la comunión. Y nótese bien que no se trata solo de la comunión de los santos, como siempre la hemos pensado, como lazo místico y preservado con los santos del cielo, sino que se trata también de la comunión de los pecadores. Eso significa que la comunión auténtica en Cristo no se establece solo a partir de esa santidad que se encuentra en cada uno de nosotros, sino también a partir de la conciencia de nuestro pecado. El pecado, vivido de una cierta manera, también crea comunión. En consecuencia, si queremos verdaderamente construir de manera auténtica la relación y la comunión en nuestras comunidades, eso debe hacerse en el contexto tanto de nuestra santidad como de nuestro pecado.

Nuestro estudio se dividirá en tres partes:

El demonio del individualismo como origen de las relaciones disfuncionales.

La gracia de la relación, para avanzar juntos en la Iglesia.

La comunión de los santos y de los pecadores como modo de construir la comunión.

Es un esquema que me parece simple, lógico y claro.

En el primer punto, se califica al individualismo como demonio, porque así es Satán, y porque debemos acostumbrarnos a considerar esa tendencia como la parte diabólica presente en nosotros.

En el segundo, la relación está considerada como una gracia —y no sé hasta qué punto somos conscientes de ello— que se presenta como un gran bien que no hemos merecido y que se nos ha dado. Por eso cantamos: «Ved qué bueno y qué gozoso es convivir los hermanos unidos»1.

Y en la tercera parte hablaremos sobre la comunión de los santos y los pecadores, que no es algo obvio, pues la comunión se construye compartiendo tanto la santidad como la conciencia de nuestro pecado.

I. EN EL ORIGEN DE LAS RELACIONES DISFUNCIONALES: EL DEMONIO DEL INDIVIDUALISMO

Intentaré dar una definición del individualismo, aunque veremos progresivamente nuestra interpretación de este aspecto de nuestra vida. Será un buen punto de partida.

A. El individualismo: considerarse fuera de la relación

El individualismo significa «considerarse fuera de la relación»; eso puede parecer un tanto absurdo e imposible en sí, pues todos hemos nacido de una relación. El embrión no puede pensarse fuera del vientre de la madre, pues es en su seno donde puede vivir recibiendo una alimentación natural. Hemos nacido no solo de un «tú», sino también de una relación previa entre dos seres humanos. Y, sin embargo, lo que es evidente desde un punto de vista biológico y natural, no lo es siempre desde un punto de vista psicológico y espiritual. De ahí la pretensión desviada de individualismo, sobre todo desde una perspectiva psicológica.

¿Qué sucede cuando el «yo» se considera en el origen de sí mismo?

1. El yo en el origen de sí mismo: el delirio autorreferencial

De este postulado (el yo en el comienzo de sí y de su historia) derivan malentendidos conceptuales que corresponden a términos que utilizamos con frecuencia: autorrealización, autoaceptación, autosatisfacción, autoestima… Todas estas expresiones, de manera significativa, indican un proceso gestionado por el sujeto («auto…»). Algunos comentarios sencillos y breves sobre cada uno de estos términos.

La autorrealización

Es claro, por ejemplo, que la autorrealización supone una necesidad fundamental en la vida: todos debemos realizarnos. Es un objetivo lógico, e incluso necesario, pero lo que se comprende mal es pensar en la realización de sí como una autorrealización, como un proceso que comienza y se termina en el yo, sin ninguna referencia a un tú. En ese prefijo («auto») se esconde el demonio del individualismo, es decir, el yo que piensa que se va a realizar sin entrar en una relación. Cuando una persona se entrega a Dios y formaliza su entrada en una institución católica es como si dijera:

Señor, tú me has dado la vida, y no solamente la vida que vivo, sino que me muestras una dirección en la vida, un camino de vida, a lo largo del cual cumpliré el plan que tienes para mí. Eres tú quien me ha llamado a la vida y me has llamado también a realizar este designio. Heme aquí ahora, me entrego a ti, acepto tu proyecto, estoy convencido de que el misterio de mi yo está ahí escondido, y por tanto estoy también convencido de que eres tú quien realizará ese proyecto a través de esta institución en la que entro, a través de estas personas que son mis hermanos y hermanas, a través de los acontecimientos de la vida, que me abrirán a tantos otros tú.

La entrada en una institución implica realizar este acto de confianza y de abandono, lo contrario del individualismo; es por lo que el término de autorrealización es también erróneo en el plano terminológico, precisamente porque sería absurdo pensar que soy yo quien gestiona plenamente mi propia realización. Es Dios quien me realiza. Y, muy concretamente, Dios me realiza a través de mi vida, a través de los acontecimientos de la vida, a través de la institución religiosa, a través de mis relaciones con mis hermanos y hermanas, santos y pecadores, con todos los que me encuentre, creyentes y no creyentes…

La autoaceptación

Esa otra expresión bien conocida, la autoaceptación, presenta la misma ambigüedad. Se habla mucho de autoaceptación en términos psicológicos. Muy a menudo, cuando se sigue una psicoterapia, se oye al psicoterapeuta decir: «Debe aceptarse, debe aprender a aceptarse a usted mismo». Y es frecuente que el paciente responda: «Gracias, doctor, pero ¿qué debo hacer concretamente?». Y con frecuencia también, el psicoterapeuta no sabe qué decir, no sabe cómo responder. Repite siempre las mismas palabras: «Necesita aprender a aceptarse», sin saber en verdad cómo explicitarlo. ¿Por qué esta contradicción? Pues, hablando con propiedad, es de hecho imposible autoaceptarse. En otros términos, la aceptación de sí es un fenómeno relacional, o que tiene raíces relacionales, y no se consigue mirándose en un espejo. La aceptación de sí no es posible más que cuando otro me acepta y me hace vivir esta experiencia extraordinaria: he sido aceptado por otro, que me acepta de manera incondicional. No me acepta porque yo sea bueno, porque sea bello, grande, merecedor, dotado. La experiencia típica que hacemos con el Señor es precisamente la de una aceptación incondicional. Es así como Dios, y solo Él de manera tan radical y total, me acoge, y es precisamente ahí donde nace la relación de amor con Dios, en respuesta a su acogida amorosa e incondicional de mi persona. Desde siempre y para siempre.

Una imagen de esta experiencia —una imagen humana— es la de los padres llamados a aceptar y acoger a su hijo. Después de todo, la acogida de la vida que nace forma parte del proceso de generación, y precisamente porque están llamados a acoger el fruto de su amor, los padres están llamados ante todo a aceptarse mutuamente, de manera recíproca e incondicional. En cierto modo, reiterando, en la medida de sus posibilidades, la misma experiencia que cada uno de ellos ha hecho con Dios.

Pero de un modo u otro, es fundamental en la vida del ser humano hacer esta experiencia relacional, que es primero una experiencia de fe; es Dios quien me acepta incondicionalmente. De la aceptación de mi vida por mis padres deriva la posibilidad de mi aceptación personal. Por eso es un malentendido hablar de aceptación de sí.

La autosatisfacción

Otro término, el tercero, que también se emplea de manera equívoca es el de autosatisfacción. Es evidente que también aquí hay una parte de verdad. Todos debemos alcanzar y experimentar esa alegría serena de mirarnos y mirar lo que hacemos. Recordad lo que Jesús dice en el evangelio de Mateo: cuando das limosna, cuando rezas, cuando ayunas, no lo hagas delante de los hombres para que te alaben, pues así no llegarás a una alegría completa2. Por el contrario, pide que estas tres actitudes virtuosas las hagas en el secreto de tu habitación, allí donde nadie más que Dios te ve, él está en lo secreto y vive en el secreto de tu intimidad; él es tu secreto.

Y escucha en ese secreto esta palabra que Dios te dice, él, que está satisfecho de ti: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy»3, «tú eres mi alegría». Aquí esta palabra o esta alegría divina es fuente de una alegría humana que nadie nos puede quitar, pues es una alegría profunda que abraza todo nuestro ser. Y es esta otra experiencia fundamental de la vida.

Ser cristiano significa también haber hecho la experiencia de esta alegría; en efecto, se comienza a ser cristiano desde que se percibe esta palabra del Padre… y se llora de alegría. Pues la autocomplacencia no existe, no hay más que esta complacencia que procede de una relación y esta alegría que viene de la relación con Dios. Pues en teoría, una cierta complacencia puede también venirnos de los demás, pero con mucha frecuencia es interesada y motivada de manera ambigua; crea en nosotros una dependencia y no nos procura alegría definitiva, mientras que la mirada del Padre alcanza las profundidades de nuestro ser y nos hace conocer la verdadera alegría. Y Dios quiere que estemos contentos, Dios no busca soldaditos obedientes, sino hijos felices. Me parece también que en el capítulo 6 de Juan, Jesús habla de eso cuando dice: «Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna»4. Y el alimento que se pierde es la alegría que viene de los hombres, una alegría pequeña, breve, superficial, que está aquí hoy y desaparece mañana, ligada a motivos superficiales, mientras que el alimento que permanece para la vida eterna es la verdadera alegría que viene de esta relación que está en el centro de nuestra vida, y que es la relación con Dios.

Espero que estas distinciones sean claras, pues es importante utilizar palabras apropiadas. Así, la expresión correcta no es autorrealización, sino realización de sí; no autoaceptación, sino aceptación de sí; no autosatisfacción, sino satisfacción de sí.

Y me viene a la mente otra distinción que puede ser útil y que siempre está ligada al individualismo:

No es el hombre quien tiene experiencia de Dios, sino Dios quien tiene experiencia del hombre

Hablamos con frecuencia de experiencia de Dios, pero en la Sagrada Escritura no encontraremos esta categoría intelectual que empleamos tanto. Pues en la Biblia no son las personas las que hacen la experiencia de Dios —esta sería una tendencia típicamente individualista que, en cierta manera, contamina también la esfera espiritual—. En la Biblia, es Dios quien hace la experiencia del hombre, y esto es muy diferente. Es Dios quien viene a buscarme. No soy yo quien decide cómo, dónde, cuándo, con quién… tener esta experiencia del amor eterno: es Él quien viene a buscarme por vías y medios que ha elegido él mismo. Y eso es lo que Dios ha hecho al crear al hombre, es Él quien va siempre a buscarlo.

¿Y cómo le busca? Por la prueba: sucede con Abrahán, cuando Dios le dice: «Deja tu país, deja tu casa, deja tus bienes»5… y sobre todo cuando le pide el sacrificio supremo, el de subir a la montaña para sacrificar allí a su hijo Isaac6. Ahí se aprecia de un modo evidente. Es Dios quien hace la experiencia del hombre y, gracias a esta experiencia concebida y decidida por Dios, Abrahán tiene a su vez la experiencia de Dios. Abrahán solo descubre el amor de Dios cuando acepta ser probado por Él.

Cualquiera puede ver la importancia de estos conceptos, considerando tal vez en cuántas ocasiones Dios ha hecho la experiencia de cada uno de nosotros, y no hemos comprendido su plan o su intención, no se lo hemos permitido, no nos hemos dado cuenta… Y hemos ido a buscar, quién sabe dónde, nuestra experiencia de Dios nosotros mismos, según nuestra lógica pagana. Por eso podemos decir que el individualismo es un demonio, porque nos encierra en nosotros mismos y nos somete a esta terrible tentación: llegar a someter a Dios a nuestros esquemas, a nuestra manera de concebirle y de buscarle.

2. El origen subjetivo del individualismo

Hemos visto lo que puede esconderse tras el concepto de individualismo y tras esas expresiones que utilizamos frecuentemente. Planteemos ahora la cuestión: «¿Dónde nace esta tentación del individualismo, de dónde viene?». Podemos ya aportar una respuesta: el origen subjetivo del individualismo es la experiencia fracasada o la inexperiencia de lo que hemos llamado antes la aceptación incondicional de sí por otro. ¿Qué deriva inevitablemente de la falta de esta experiencia? Una duda radical de sí. Y, por supuesto, también delotro.

Detengámonos un poco en esta expresión: porque, al fin y al cabo, todos hemos vivido de algún modo este tipo de experiencia, o hemos sufrido algo por la mala calidad o incluso la ausencia de esta aceptación, al menos en el plano humano, psicológico e histórico. Y esto, porque ninguno de nosotros ha tenido padres perfectos, una historia perfecta, una familia perfecta, una infancia perfecta, profesores perfectos… En consecuencia, ninguno puede decir que ha hecho la experiencia cien por cien, en el plano humano, de esta aceptación incondicional. Esta constatación explica por qué hay en cada uno de nosotros un poco de este demonio del individualismo.

Es la razón por la que es importante otro aspecto de nuestro análisis, a saber, lo que podemos decir desde el punto de vista de la fe. Todos hemos sido acogidos incondicionalmente por Dios. Ese es un bien radical que está en el origen de la existencia de todos sin excepción. La aceptación incondicional de nosotros mismos es algo que precede a nuestra existencia histórica, pues sabemos que Dios nos ha amado antes de que existiésemos. Y esto es un hecho ontológico, es decir que afecta a nuestro ser. Dios se ha enamorado de cada uno hasta el punto de querer que existiésemos. Este es por cierto un dato infinitamente positivo, radicalmente positivo. Pero lo más hermoso, si queréis, es esto: esta aceptación divina incondicional de Dios no puede manifestarse ni ser ofrecida por una simple criatura humana. La mediación es siempre imperfecta.

En efecto, acabamos de subrayar que todos hemos tenido padres imperfectos, todos hemos nacido en familias con limitaciones, fragilidades, puntos vulnerables… pero lo hermoso es que el amor del Dios eterno nos haya alcanzado por esos canales imperfectos. En otros términos, el amor de Dios, su acogida incondicional de cada uno, no se ve impedida por nuestras limitaciones humanas. El amor de Dios era tan fuerte, tan radical, que Dios pudo servirse incluso de instrumentos imperfectos para transmitírnoslo.

Así, el descubrimiento de haber vivido experiencias humanas afectadas por las limitaciones humanas, por la fragilidad humana, deviene paradójicamente como una prueba del amor del Eterno que me ha llegado por canales imperfectos.

Eso puede hacernos reflexionar; nosotros, que somos imperfectos, no podemos soportar la imperfección, mientras que Dios, que es perfecto, la soporta.

Después de todo, ese es el principio de la Encarnación, Dios se ha hecho hombre, ha asumido totalmente la limitación humana para manifestar en ella y por ella su amor eterno… Y eso se produjo ante todo en el momento de la Cruz. Pues bien, ese es también el momento en que Dios nos acepta de manera absolutamente incondicional, total; pensemos en las palabras que dirige al buen ladrón… que es el que se abre a la relación con Jesús crucificado; el otro ladrón, el de la izquierda, es individualista, no se abre al diálogo y se queda solo con su pecado, mientras que el otro es perdonado7.

Pidamos al Señor que nos conceda sentirnos profundamente acogidos desde siempre y para siempre por él. Pero que también nos conceda entender lo mucho que el individualismo nos aleja de quien es la relación y nos ha creado para la relación.

Veamos cómo esta perspectiva nos permite también entender el pecado original desde una óptica particular.

3. El pecado original como pecado de falta de confianza

Como sabemos, el pecado original se interpreta según diversas perspectivas bíblicas y teológicas. Usaré aquí una que es quizá de naturaleza más bien psicológica: la del pecado original como pecado de falta de confianza. Pues la desconfianza es precisamente lo que está en el origen del individualismo, según hemos ya visto. Y la falta de confianza es una consecuencia natural y espontánea de no creer en la aceptación incondicional. Cuando no existe esta experiencia, o el sentimiento de esa aceptación no es suficiente, nace la desconfianza.

Veamos algunos frutos amargos de esa falta de confianza.

De dudar de sí a dudar de Dios: pensemos en el pecado de los orígenes: ¿de dónde viene? Nace fundamentalmente de una duda de sí, que crea una duda de Dios. Esto es lo que engendra el espíritu del mal, Satán, que inocula en Adán y Eva la duda acerca de su dignidad. Dios ha creado al ser humano a su imagen y semejanza, lo ha hecho ya bello y rico. Pero Satán inocula en el espíritu y el corazón del hombre la duda sobre esta belleza, que a su vez insinúa la duda sobre Dios: «¡No te fíes de lo que te ha dicho!». El más astuto de los animales ha logrado crear una oposición entre la criatura y su Creador, que conduce a la desconfianza y a entrar en competencia con Él.

De la falta de confianza a desafiar a Dios: ya no se siente a Dios como el amigo del hombre, y se le considera incluso como un rival: como si Dios fuese enemigo de nuestra felicidad. Desde entonces, Satán no ha cambiado de estrategia: la tentación de nuestros ancestros es la madre de todas las tentaciones. De hecho, hay muchos seres humanos hoy que sufren esa misma tentación y que piensan eso de Dios. Por eso es importante que comprendamos esos pasajes, de los que todos probablemente hemos tenido experiencia en nuestra vida, y que conducen al hombre a competir con Dios. Una competición perdedora, por supuesto, que corta el lazo Creador-criatura y anula la confianza, la aceptación, el amor.

De la pérdida del lazo con Dios a la pérdida de la estima de sí (a la vergüenza de su propia desnudez): esa es la experiencia dramática de Adán, que siente que en un momento no solo ha perdido la unión con Dios, sino también la estima de sí. Y eso se dice de manera muy clara, muy expresiva, cuando el texto sagrado afirma que Adán y Eva tuvieron vergüenza de su desnudez. Es decir que habían perdido el sentido de su dignidad, hasta encontrarse en una situación desesperada.

De la desesperación al miedo y a la huida (de sí, del otro, de Dios, de lo creado…), que confirma la duda inicial: es bien corta la distancia entre la desesperación y el miedo, miedo de Dios, pero también miedo del otro. Y luego, el intento de huida… de Dios, primero, pero también del otro, y de sí mismo. Y todo eso confirma la duda inicial.