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Empieza con un trampero canadiense en la frontera con Estados Unidos y termina con un hacker inquieto en una distopía virtual. Incluye viajes espaciales, palomas asesinas y fraudes electorales; nos muestra el trabajo de estafadores astutos, magos mancos y robots ajedrecistas; y nos va a hacer viajar desde terremotos en California hasta tormentas en Buenos Aires y guerras en Corea. Y también habla de la forma en que hacemos nuestras compras, interactuamos con nuestros conocidos y votamos a nuestros representantes. Aunque suene extraño –y quizás un poco inquietante–, los avances científicos y tecnológicos de los últimos cien años han modificado enormemente la forma en que habitamos el mundo. Tenemos más información que nunca en la historia, y entre la neurociencia, la economía, la psicología, los datos y la comunicación hemos construido modelos que permiten comprender, predecir e influir sobre algunos aspectos del comportamiento humano. Para bien… o para mal. Sergio Melzner
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Seitenzahl: 267
Veröffentlichungsjahr: 2023
SERGIO MELZNER
Melzner, Sergio Ingeniería social / Sergio Melzner. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3192-6
1. Ensayo. I. Título. CDD 301.01
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Introducción
1. El comportamiento humano
La conducta accionable
La revolución cognitiva
La era de la información
Construcción de sentido
Sistemas de pensamiento
Modelos, simulaciones y probabilidades
Arquitectura de la elección
2. La ingeniería social
Los planes de otros
Sesgos cognitivos
Memoria
Velocidad
Ambigüedad
Sobrecarga
Los cuatro modelos
Bucle OODA
Marco MINDSPACE
Evaluación COM-B
Diseño EAST
Plan de maniobra
Escalas
Profiling
Mapa de viaje
Ideas en reposo
3. La contrainteligencia
El riesgo de los cisnes grises
Metacognición
Inteligencia colectiva
Sombreros para pensar
Recuperación de contingencias
La píldora azul
Palabras finales
Introducción
1. La conducta accionable
La revolución cognitiva
La era de la información
Construcción de sentido
Sistemas de pensamiento
Modelos, simulaciones y probabilidades
Arquitectura de la elección
2.La ingeniería social
Los planes de otros
Sesgos cognitivos
Memoria
Velocidad
Ambigüedad
Sobrecarga
Los cuatro modelos
Bucle OODA
Marco MINDSPACE
Evaluación COM-B
Diseño EAST
Plan de maniobra
Escalas
Profiling
Mapa de viaje
Ideas en reposo
3.La contrainteligencia
El riesgo de los cisnes grises
Metacognición
Inteligencia colectiva
Sombreros para pensar
Recuperación de contingencias
La píldora azul
Palabras finales
Este libro empieza con un trampero canadiense en la frontera con Estados Unidos y termina con un hacker inquieto en una distopía virtual. Incluye viajes espaciales, palomas asesinas y fraudes electorales; nos muestra el trabajo de estafadores astutos, magos mancos y robots ajedrecistas; y nos va a hacer viajar desde terremotos en California hasta tormentas en Buenos Aires y guerras en Corea. A veces es teoría, a veces es práctica y a veces es algo en el medio, que todavía no tiene nombre.
Este libro trata sobre el comportamiento humano.
Desde hace años me dedico a trabajar, de alguna u otra forma, con el comportamiento humano. Participé en procesos electorales, estrategias de comunicación, manejo de crisis, conflictos internacionales, campañas digitales, proyectos de innovación social, elecciones sindicales, investigaciones criminales y una larga lista de asuntos públicos. Y lo hice usando algunas herramientas bastante disruptivas, algunas experimentales, que en su breve tiempo de vida han modificado enormemente la forma en que habitamos el mundo. Las podemos ver en acción en la publicidad, en las redes sociales y en las políticas gubernamentales más vanguardistas; y utilizan elementos de las neurociencias, de la economía, de la psicología, de la tecnología y de la comunicación, pero no se limitan a ninguna de ellas.
Durante mucho tiempo, quienes nos dedicamos a estudiar y trabajar con el comportamiento humano nos identificamos con alguna de estas disciplinas más tradicionales, sin saber –o sabiendo, pero temerosos de admitirlo– que en realidad estábamos entrando en un territorio nuevo. Ese conjunto de conocimientos es conocido como ciencias del comportamiento, y se trata de un corpus interdisciplinario, que reúne todo lo que sabemos sobre la forma en que nos comportamos.
Ese conocimiento tiene muchas aplicaciones posibles, desde la terapia individual hasta el diseño industrial. La economía del comportamiento es, seguramente, uno de los campos más difundidos; pero existen muchos ámbitos de investigación y aplicación que todavía no son tan populares. Por ejemplo, la ciencia del comportamiento también se puede utilizar para influir en la percepción, en la interpretación y en la toma de decisiones de los sujetos sociales. Y, considerando su impacto, esta actividad debe ser estudiada, discutida y revisada como disciplina; pero, para hacerlo, tenemos que encontrarle un nombre propio. Yo la llamo ingeniería social, porque es, sobre todo, una forma de hacer; en concreto, una forma de influir en el comportamiento humano. Para bien… o para mal.
Su nombre delata un enfoque: es una ingeniería porque diseña mecanismos y sistemas, y es social porque opera sobre la interacción humana y sobre la construcción subjetiva del sujeto social. En sí misma, no es tanto una ciencia como una práctica, una actividad y una disciplina; una manera de aprovechar el conocimiento desarrollado por las ciencias del comportamiento para afectar la interpretación y condicionar la toma de decisiones.
Ocurre que todos somos susceptibles a la manipulación. No se trata de un rasgo de debilidad, sino una determinación biológica: nuestro cerebro, quizás el objeto más complejo que conocemos, tiene puntos ciegos. Este es básicamente un problema adaptativo. El Homo sapiens sapiens tiene alrededor de 200 mil años; si pensamos en todo lo que pasó la humanidad solamente en los últimos cien –la aparición de los medios de comunicación masiva, la profundización del modelo industrial capitalista, la globalización y la crisis climática, entre otros tantos fenómenos–, no debería sorprendernos que la herramienta empiece a mostrar sus limitaciones. La sociedad va más rápido que la biología.
Nuestro cerebro toma atajos, presenta sesgos y utiliza heurísticas. Tiene, en pocas palabras, pequeños errores de diseño que le impiden pensar de forma totalmente lógica, todo el tiempo. Cosa que tiene sentido: la lógica estricta es un gasto de energía enorme, y la mayoría del tiempo podemos manejarnos bien sin usarla. Sin embargo, esos sesgos no son algo que se prende y se apaga, sino que permanecen ahí, latentes y listos para la acción. La ingeniería social aprovecha sistemáticamente esos puntos ciegos para influir en nuestro comportamiento. Cuando funciona bien –y esto ocurre la mayoría de las veces–, ni siquiera nos damos cuenta de lo que está pasando.
Hasta hace poco, explotar esos puntos ciegos era una posibilidad reservada exclusivamente para las grandes organizaciones. Solo el Estado y algunas pocas empresas tenían los medios y los conocimientos necesarios para aplicar los principios de las ciencias del comportamiento en iniciativas de ingeniería social. Eran, en general, políticas de grandes números, aplicables a la masa, pero no al individuo: había que recopilar con mucho esfuerzo enormes cantidades de información, procesarlas y después diseñar un plan que permitiera, en el mejor de los casos, aumentar las ventas un dos por ciento, o mejorar la recaudación un tres por ciento. La escala era inmensa, y hacía falta tener mucho personal y equipos carísimos para hacer bien el trabajo.
Del otro lado del espectro, con muy pocos medios pero mucha habilidad, estaban los estafadores, los hackers, los carteristas y los magos, autodidactas del comportamiento humano. Estos personajes, casi siempre marginales o relegados, se ganaban el pan explotando esas mismas debilidades en nuestra mente. Una palabra dicha a tiempo o un pase de manos a la velocidad indicada les alcanzaban para lograr su objetivo. Jugaban a todo o nada: un truco funciona o no funciona, no existen los trucos a medias. En algún punto, lo que las grandes organizaciones hacían con ciencia, ellos lo hacían con arte.
Con el desarrollo de la disciplina y los recientes avances en la computación, todo esto empezó a cambiar. Recopilar y procesar información se volvió cada vez más fácil, cosa que extendió muchísimo las posibilidades de la ciencia y, por lo tanto, de la ingeniería social. Hoy sabemos más sobre el comportamiento humano que nunca antes en la historia. Por supuesto, es un conocimiento incompleto, que todavía puede ser perfeccionado; como siempre, hoy sabemos menos que mañana. Pero ya estamos en condiciones de producir modelos útiles, efectivos, que permiten identificar, describir y modelar rasgos del comportamiento. Y una parte importante de ese conocimiento ya no está reservado para organizaciones poderosas o individuos habilidosos: está al alcance de cualquiera.
En algún punto, con lo difundidas que están algunas herramientas, el saber lo básico sobre ingeniería social ya dejó de ser una ventaja o una colección de pequeños trucos y técnicas para nuestra vida cotidiana. Sus principios afectan la forma en que hacemos nuestras compras, interactuamos con nuestros conocidos o votamos a nuestros representantes; la ingeniería social ya opera en la sociedad, y cada vez con más fuerza.
Entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX, casi todos los países de Occidente empezaron a implementar políticas masivas de alfabetización. Era, en algún punto, un correlato necesario de la democracia: un ciudadano informado es un buen ciudadano. El juego de la vida en común exigía que los individuos supieran leer y escribir. Aunque todavía queda mucho por hacer en ese sentido, lo cierto es que esa tarea parece bien encaminada1. A esta altura del siglo XXI, podemos decir que vivimos en una sociedad escrita y que la amplia mayoría de las personas son competentes en este sentido.
Pero hoy el mundo enfrenta nuevos desafíos. Los avances en la ciencia del comportamiento cambiaron el funcionamiento de la sociedad; distribuido desigualmente, este conocimiento inclina demasiado la balanza. La ingeniería social no puede ser solo patrimonio de algunos. En el siglo XXI, las personas necesitamos saber cómo funciona esta disciplina que nos influye, nos guía y nos condiciona. Mucho más importante, necesitamos saber cómo defendernos de las intervenciones ajenas; y, cuando es necesario, cómo influir e influenciar a los otros. Esa es la única forma de recobrar el equilibrio. En otras palabras, hace falta empezar con una suerte de alfabetización cognitiva. Este libro trata de ser un aporte modesto en este sentido.
Ingeniería social tiene tres partes. La primera, “El comportamiento humano”, resume brevemente los marcos científicos que vamos a usar. Es el conocimiento de base, un paneo general sobre la disciplina. Por eso los dos primeros capítulos son sobre todo históricos. El primero repasa las ciencias del comportamiento, desde Pavlov hasta Tversky, pasando por Skinner, Chosmky y Neisser; el segundo se centra en la informática y describe a grandes rasgos las aplicaciones y utilidades de la ciencia de datos y el machine learning.
Los capítulos tres y cuatro tratan distintas interpretaciones sobre el funcionamiento de la mente, basadas en los trabajos de George Kelly y Daniel Kahneman. Por su parte, el capítulo cinco habla sobre la relación entre las ciencias del comportamiento y la ciencia de datos, y su aplicación en modelos y simulaciones. El último capítulo de la primera parte, “Arquitectura de la elección”, presenta una noción básica: toda opción, hasta la más inocente, está en algún punto condicionada. No hay forma de presentar alternativas de manera neutral; alguna siempre va a resultar favorecida, sea a propósito o por accidente. Entonces, ¿por qué no elegir cuál?
La segunda parte del libro se llama “La ingeniería social”. Trata sobre las distintas maneras de poner a funcionar lo descrito en “El comportamiento humano”. Si la primera parte hablaba sobre el estudio del comportamiento, la segunda se concentra en la ejecución de la maniobra: cómo hacer para explotar esa interacción social. Para eso, hace falta presentar cuatro nociones clave.
Primero, en “Los planes de otros”, aparece una concepción general de la sociedad: todo el mundo tiene planes, todo el mundo hace maniobras, solo que hay quienes las hacen con más conocimiento que otros. Vivir en la sociedad contemporánea nos fuerza –y esto no es un problema, sino una condición– a participar de las expectativas de los demás. Y, con las expectativas, vienen también las influencias, las manipulaciones y los estímulos; de parte de los otros, pero de parte nuestra también.
Después, “Los cuatro modelos” contiene algunas herramientas conceptuales para analizar, interpretar y modelar rasgos del comportamiento. Son esquemas complementarios, que se pueden alternar como un fotógrafo cambia los lentes de su cámara. Cada uno tiene sus virtudes y sus defectos, y cada uno revela cosas distintas sobre lo que mira, la conducta. Se pueden usar por separado, pero a veces se pueden combinar, siempre que se lo haga con criterio y prudencia. Por su parte, “Sesgos cognitivos”, el apartado siguiente, se concentra en todos los pequeños “defectos” del cerebro, agrupados en las categorías de memoria, velocidad, ambigüedad y sobrecarga. Es, en pocas palabras, un catálogo de vulnerabilidades, propias y ajenas. Finalmente, “Plan de maniobra” describe el proceso de idear, planificar y ejecutar una maniobra de intervención, y advierte sobre las consecuencias de este tipo de acciones. Afectar el comportamiento es posible, pero eso no significa que sea inocuo.
Finalmente, la tercera parte, “La contrainteligencia”, es un reverso de la segunda. Antes estábamos concentrados en cómo maniobrar; ahora nuestro objetivo es defendernos de las maniobras ajenas. Para eso, presento una serie de herramientas útiles: formas de mitigar nuestros sesgos y pensar lógicamente, planes de urgencia, contramaniobras y algunos consejos generales.
Por supuesto, este es un libro de divulgación. Muchas veces tuve que sacrificar el rigor y el detalle por la claridad; de otra forma habría dejado de cumplir con mi objetivo. Creo que lo que busco es sobre todo alentar a los curiosos e informar a los desprevenidos, y con un poco de suerte consiga hacer ambas cosas. La ingeniería social es, para mí, una forma de ver el mundo; como a todos los apasionados, a mí me gusta compartirla. Por eso espero que leer este libro sea tan disfrutable como escribirlo.
Ahora, sin más preámbulos: empecemos.
1 Los mejores datos disponibles indican que la tasa de alfabetización mundial pasó de un 66 % en 1970 a un 86 % en la actualidad. https://datos.bancomundial.org/indicator/SE.ADT.LITR.ZS?view=map.
La historia suele presentar conexiones bastante curiosas. A primera vista, pareciera no haber nada en común entre la industria peletera norteamericana, las paredes gástricas de un joven cazador canadiense y el laboratorio de la Universidad de San Petersburgo. Sin embargo, si miramos de cerca, podemos encontrarnos con algunas sorpresas.
En 1822, Alexis St. Martin tenía apenas veinte años. Nacido en Canadá, vivía en el norte de los Estados Unidos, en la zona de los Grandes Lagos. Era trampero; se dedicaba a la caza y el comercio de pieles. El 6 de junio de ese año, St. Martin se acercó a un puesto de la American Fur Company en la isla Mackinac para vender sus últimos animales. Pero algo salió mal: un arma de fuego se disparó accidentalmente y le perforó el estómago.
A pesar de todo, St. Martin tuvo suerte, porque incluso en una región inhóspita como la isla de Mackinac pudo encontrar atención médica casi inmediata. William Beaumont, cirujano, estaba destacado en un puesto militar no muy lejos del accidente. Beaumont hizo lo posible por salvar a su paciente, aun cuando el pronóstico no era muy alentador. Los órganos internos estaban muy dañados.
Sin embargo, St. Martin sobrevivió. No lo hizo sin secuelas: permaneció el resto de su vida con un pequeño agujero en el estómago, una fístula. Beaumont, intrigado por la posibilidad de observar un estómago humano en pleno funcionamiento, lo contrató como ayudante. Durante los siguientes doce años, Beaumont y St. Martin llevaron a cabo una serie de experimentos –no siempre inocuos– que fueron el fundamento de la fisiología gástrica moderna.
Más de medio siglo después, a fines del siglo XIX y en plena Rusia zarista, Iván Pavlov tenía intención de retomar donde Beaumont había dejado. Sus sujetos de estudio serían, sin embargo, un poco más peludos: perros callejeros (a los cuales, vale aclarar, trató con mucho más cariño de lo que era habitual en la época). En su laboratorio de la Universidad de San Petersburgo, Pavlov estudió las relaciones entre el estómago, las glándulas salivales y el sistema nervioso. Y tuvo un éxito rotundo: sus descubrimientos lo llevaron a ganar el Premio Nobel de Medicina en 1904.
Pero Pavlov no pasó a la historia como un talentoso fisiólogo, sino más bien como uno de los primeros estudiosos del comportamiento. Muchos ya conocerán su experimento más famoso: durante varios días, algunos segundos antes de servirles comida a sus perros, su asistente hacía sonar una campana (más precisamente, se trataba de un metrónomo). Con el correr del tiempo, solo ese sonido alcanzaba para que los perros empezaran a salivar... incluso sin comida a la vista.
Este descubrimiento fue el principio de los estudios modernos del comportamiento. Por supuesto, este tema ya había sido tratado por muchos otros pensadores a lo largo de la historia. El comportamiento es una parte integral de la psicología humana, y está muy vinculado con la forma en que interactuamos con el mundo. No por nada es uno de los temas principales de la filosofía desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Por qué hacemos lo que hacemos, cómo tomamos decisiones y de qué forma sus consecuencias nos afectan son preguntas fundamentales, que afectan a todos los seres humanos.
Tomamos miles de decisiones por día. Por supuesto, la gran mayoría las tomamos de manera automática, inconsciente. Pero no por eso dejan de interesarnos. Los estudios del comportamiento se encargan de estudiar cómo tomamos estas decisiones, por qué las tomamos, y qué procesos entran en funcionamiento cuando lo hacemos.
Durante mucho tiempo, el estudio de estas decisiones inconscientes fue teórico, algo más cercano a la filosofía especulativa que a la ciencia experimental. La mente era inescrutable, y la única forma de estudiarla era usando a la mente misma. Los descubrimientos de Pavlov permitieron que la ciencia se concentrara en su contraparte observable: la conducta. La saliva de un perro era una evidencia mucho más clara que cualquier especulación filosófica.
Desde entonces, los estudios del comportamiento avanzaron muchísimo. Hoy en día es un campo multidisciplinario, en el que trabajan psicólogos, neurocientíficos, biólogos, médicos, filósofos, lingüistas y hasta economistas. A su vez, los descubrimientos en esta área pueden ser aplicados a muchas esferas de la acción humana. Son uno de los fundamentos detrás de muchas políticas públicas y la base de muchas campañas privadas. Son una forma de producir cambios a nivel personal y un marco de referencia para el cambio colectivo.
Los hallazgos de la ciencia del comportamiento son aplicados por actores muy diversos: desde empresas de tecnología hasta gobiernos, desde expertos en relaciones del trabajo hasta coaches personales. También pueden ser aplicados en la vida cotidiana. Algunas personas usan técnicas derivadas de los estudios del comportamiento para dejar de fumar, hacer ejercicio regularmente o mejorar la capacidad de estudio.
Por supuesto, los estudios del comportamiento avanzaron mucho desde la época de Pavlov: ya no se trata solo de perros y campanitas. B. F. Skinner, un científico norteamericano nacido en el mismo año en que Pavlov ganó el Nobel, es uno de los grandes responsables de ese progreso.
Su trabajo siguió una línea parecida a la de su antecesor ruso, pero con algunos añadidos de cosecha propia. Skinner desarrolló una técnica llamada “condicionamiento operante”, un método dedicado a favorecer ciertos comportamientos a través de la repetición, los refuerzos y los castigos. Su intención era encontrar una forma de programar conductas sistemáticamente.
Skinner hizo gran parte de su trabajo durante la Segunda Guerra Mundial. En esa época, prácticamente toda la ciencia norteamericana estaba orientada a la producción de armas; los estudios de la conducta no eran la excepción. Skinner se dedicó entonces, durante muchos años, a entrenar animales para el combate. Palomas, concretamente. Su objetivo era lograr que sus aves persiguieran barcos, aviones y tanques enemigos, para usarlas como proyectiles suicidas.
El proyecto nunca fue llevado a la práctica; hay quien dice que, a la hora de aplicarlo en el campo de batalla, algunos generales norteamericanos lo consideraron demasiado “raro”. A pesar de todo, el proyecto le sirvió a Skinner para darle fundamento a su teoría. Ya no se trataba, como en el caso de Pavlov, de producir reflejos inconscientes, sino de seleccionar ciertos comportamientos deliberados y desalentar otros. Las palomas de Skinner aprendían a perseguir ciertos vehículos y no otros.
En realidad, el método desarrollado por Skinner era muy sencillo. Era básicamente una combinación entre dos tipos de estímulos, aplicados en contigüidad a las conductas que se deseaba afectar: refuerzos y castigos. Ambos podían ser, a su vez, positivos o negativos. Los refuerzos servían para estimularuna conducta; los castigos, para desalentarla.
Con este método, Skinner podía “programar” a sus animales –después de la guerra, pasó de las palomas a las ratas, un animal un poco más convencional– para realizar ciertas conductas. Por ejemplo: supongamos que el experimentador desea conseguir que su sujeto experimental, una rata, aprenda a apretar un botón dentro de una caja. Eso significa que, en términos del conductismo operante, el experimentador quiere estimular una conducta (el uso del botón). Para eso, puede usar tanto refuerzos positivos como negativos. Un refuerzo positivo sería darle comida cada vez que aprieta el botón. Un refuerzo negativo podría ser electrificar el suelo de la caja hasta que la rata lo presione, lo que desactivaría la corriente.
Ahora, supongamos que el experimentador quiere desalentar una conducta. Digamos que quiere, por ejemplo, conseguir que la rata deje de acercarse a cierta sección de la caja. Para eso, puede usar un castigo positivo (electrificar el suelo cada vez que la rata se acerca a ese sector) o un castigo negativo (sacarle el alimento cada vez que pisa la zona). Así, la rata aprendería que no tiene que circular por esa parte, porque cada vez que lo hace aparecen estímulos dolorosos, o le remueven estímulos placenteros.
Este método, que sin dudas es bastante cruel, fue muy influyente en la ciencia y en la cultura en general. Una versión distópica puede verse en La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick, una película basada en la novela homónima de Anthony Burgess. Alex, el protagonista, es un joven con impulsos violentos. Después de ser encarcelado por sus crímenes, acepta someterse a un tratamiento llamado “técnica Ludovico”, que busca generar un rechazo instintivo por la violencia. Entonces, Alex es sometido a ver horas y horas de películas violentas mientras sufre los efectos de una droga experimental, que lo hace sentir físicamente enfermo. De esa forma, su cuerpo desarrolla una conexión física entre la violencia y el malestar, lo que le va a impedir ejercerla.
Esta técnica –bastante reprobable en términos morales– es más parecida a los experimentos de Pavlov que a los de Skinner, pero sigue perteneciendo a la misma corriente: el conductismo. En estos primeros estudios sistemáticos del comportamiento humano no importaban las motivaciones ni los objetivos, solo las conductas observables. No importa por qué Alex ejerce violencia, solo interesa que deje de hacerlo. Esto se debe, en parte, a que todas estas cuestiones –las motivaciones, los objetivos, los sentimientos, la memoria, los afectos– ocurrían en un lugar inaccesible al método científico más riguroso: la mente.
Para los conductistas, la mente era una “caja negra”: una caja donde sin dudas pasaban cosas, pero que no se podía abrir. Igualmente pudieron hacer algunos descubrimientos útiles, que se siguen aplicando hoy en día. Muchas interfaces de redes sociales, por ejemplo, están diseñadas para fomentar una conducta: la interacción. Por eso usan técnicas de refuerzo positivo, como los likes (cada vez que un usuario recibe un like, siente placer). De esta forma, consiguen que el usuario permanezca más tiempo en la red. Asimismo, muchas políticas públicas de pequeña escala, o incluso ciertas nociones aplicadas a la crianza de los niños –no “recompensar” el llanto con regalos, por ejemplo–, se basan en los descubrimientos de los conductistas.
A mediados del siglo XX, los estudios del comportamiento cambiaron gracias al nacimiento de una disciplina emergente que quizá no asociaríamos inmediatamente con la mente humana, pero que tiene mucho que ver: la computación. Parece que, para hacer “pensar” a una máquina, es necesario entender por lo menos un poco sobre cómo piensan los humanos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras Skinner trabajaba con sus palomas asesinas en Estados Unidos, un grupo de científicos ingleses se encontró con otro problema, quizás más urgente: descifrar los mensajes secretos enviados por el ejército nazi. Para eso, era necesario “quebrar” el sistema de la Lorenz, una compleja máquina de cifrado que reemplazaba, con un sistema de rodillos, cada letra de cada mensaje. Alan Turing fue el matemático que dirigió el equipo encargado de esa tarea.
La Lorenz era, esencialmente, una máquina de escribir muy engañosa. Tenía tantas combinaciones posibles, y estas podían ser cambiadas con tanta facilidad, que era muy difícil de descifrar. Entonces el equipo de Turing decidió que la mejor forma de romper ese código era construir una máquina propia, considerada una de las primeras computadoras: la Colossus.
La Colossus era poco más que una máquina de calcular, pero lo hacía a una velocidad nunca vista hasta el momento. Con este aparato empezó, de alguna forma, la revolución informática que impactaría enormemente el campo de los estudios del comportamiento. La posibilidad de “inventar una inteligencia” cambió el paradigma; de pronto, la manera en que funcionaba la mente humana era de sumo interés. Ya no solo importaban las conductas: ahora los científicos querían saber qué ocurría exactamente dentro de nuestras cabezas.
Una computadora es una máquina de resolver problemas. Por lo menos eso eran las primeras máquinas, surgidas a mediados del siglo pasado: algoritmos capaces de hacer cálculos a altísima velocidad. No tenían la posibilidad de emparejar estímulos con conductas; y, sin embargo, eran mucho más eficientes –por lo menos en este campo–, que cualquier humano. Eso llevó a la comunidad científica a hacerse ciertas preguntas. Si las computadoras usan algoritmos para resolver problemas, ¿qué usamos nosotros? ¿Cómo tomamos decisiones?
Esa misma curiosidad, surgida de la comparación entre los humanos y las computadoras, podía extrapolarse a otras áreas. Los científicos podían proponerse, por ejemplo, diseñar computadoras para resolver tareas distintas del cálculo; tareas en las que los humanos eran buenos, pero las computadoras no tanto. Por ejemplo: ¿Cómo se le enseña a hablar a una máquina? ¿Cómo aprendemos nosotros? Y la memoria, ¿cómo funciona? Este tipo de interrogantes se extendieron a lo largo de muchas disciplinas y dieron lugar a lo que después fue conocido como la revolución cognitiva.
El conductismo tenía dificultades para enfrentar estos problemas. Aproximarse a la mente como una “caja negra”, o peor, como una tabula rasa en la que solo se imprimían estímulos y conductas, no iba a responder estas preguntas. El conductismo había probado los poderes de la asociación y del hábito, y había fundado el estudio científico del comportamiento, pero ahora iba a dejar de lado su rol protagónico dentro de la psicología a otro tipo de estudio, mucho más amplio: la ciencia cognitiva.
Esta disciplina, a pesar de tener un nombre tan contundente, se trata menos de una ciencia unificada que de un cambio de paradigma. Como ya vimos, la aparición de la informática a mediados del siglo XX cambió la manera en que los científicos se aproximaban a ciertos problemas. Algo parecido había pasado con la revolución darwiniana, que en su momento había sido replicada a lo largo de casi todos los campos del saber, desde la biología hasta la historia. La revolución cognitiva les ofreció a los investigadores un marco de referencia innovador, que incluía tanto preguntas nuevas como respuestas originales.
A fines de los setenta, el psicólogo Howard Gardner –conocido por su teoría de los ocho tipos de inteligencias– decidió sistematizar esta multidisciplinariedad. Después de un estudio meticuloso del campo, Gardner concluyó que la ciencia cognitiva estaba integrada básicamente por seis ciencias o disciplinas, que conforman lo que él llamó el “hexágono cognitivo”, compuesto por la filosofía, la psicología, la computación, la lingüística, la antropología y la neurociencia. Cada una de estas áreas puede trabajar, desde su propia perspectiva, fenómenos que tienen que ver con procesos mentales, ya sea a través del estudio en humanos como desde su replicación en computadoras.
El impacto de este enfoque fue enorme, aunque muy dispar. Uno de sus primeros exponentes fue Noam Chomsky, un lingüista y matemático norteamericano. Skinner, en su libro Conducta verbal (1957), había postulado –de manera no muy sorprendente, viniendo de él– que el lenguaje era aprendido a partir de estímulos, refuerzos y castigos. Sin embargo, Chomsky estaba convencido de que el lenguaje era, hasta cierto punto, innato. Los humanos, proponía él, no somos hojas en blanco moldeadas por la experiencia, sino que contamos desde el principio con una herramienta poderosa y hasta cierto punto prefigurada: el cerebro2. Su réplica era ingeniosa, original y convincente, y su principal argumento tenía la contundencia de un martillazo: el lenguaje es demasiado complejo para ser aprendido en tan poco tiempo y con tan pocos estímulos.
Chomsky fundó el campo de la gramática generativa, que propone el estudio del lenguaje desde una perspectiva innatista y algorítmica. Para esta disciplina, nuestros cerebros tienen cierta capacidad innata que les permite desarrollar, en muy poco tiempo, algoritmos recursivos complejos, con los que a su vez se forman las oraciones. Los estímulos exteriores tienen un rol en este modelo, pero su función no es fomentar una conducta a través de recompensas y castigos. Para Chomsky, los estímulos exteriores, los fragmentos de lenguaje escuchados durante la infancia, ayudan a “fijar” ciertos parámetros innatos en la posición correspondiente al idioma que se está aprendiendo. Un niño que está adquiriendo la capacidad de hablar español va a aprender que puede prescindir del sujeto (puede decir tanto “Yo soy Martín” como “Soy Martín”) y uno que está aprendiendo inglés va a aprender lo contrario (en inglés no se puede decir “am Martin”; es obligatorio incluir el pronombre, “I am Martin”). Pero ambos van a tener la capacidad innata de crear oraciones con sujeto y predicado.
Durante esta época, las neurociencias no estaban lo suficientemente desarrolladas como para comprobar esta hipótesis innatista. Nadie podía afirmar que existía algo así como un órgano del lenguaje, una sección específica del cerebro dedicada al tema. Chomsky estaba haciendo una apuesta al vacío, pero con la confianza de que su modelo explicaba mejor los fenómenos del habla que el descrito por Skinner. Hoy sabemos que hay ciertas secciones del cerebro dedicadas al lenguaje y que estas se encuentran, por lo menos en algún punto, predispuestas a su adquisición desde el nacimiento.
Más allá de su relación con la neurofisiología, la forma de pensar de Chosmky estaba claramente influida por la computación, que en esa época –principios de los sesenta– estaba todavía en sus comienzos. Lo mismo ocurría con la psicología cognitiva, que daba sus primeros pasos de la mano de Ulric Neisser. Para esta nueva perspectiva, la memoria, las representaciones mentales, las emociones y la percepción eran objetos de estudio y no epifenómenos despreciables. La forma en que entendemos el mundo determinaría, en gran medida, la manera en que actuamos y nos conducimos en él.
El desafío era entonces producir experimentos que pudieran ser considerados válidos para el método científico. Surgieron entonces los cuestionarios, las simulaciones, las preguntas capciosas y los grupos de control. Neisser, por ejemplo, usó este tipo de dispositivos para estudiar el vínculo entre memoria y emoción. Después de un terremoto en California, contactó a estudiantes de la universidad de la zona, y recogió sus recuerdos del evento –muy reciente– en una encuesta. A la vez, hizo que estudiantes de Atlanta, una región que no había sufrido el impacto del desastre, hicieran lo mismo. Dos años después, Neisser volvió a contactar a los estudiantes y comparó sus recuerdos actuales con aquellos descritos apenas días después del terremoto. Su conclusión fue clara: los californianos recordaban el evento mucho mejor. La emoción podía, en ciertas circunstancias, favorecer la formación de recuerdos duraderos.
Este tipo de descubrimientos se multiplicaron durante la segunda mitad del siglo XX. En algunos casos, como en el de Neisser, coincidían con el sentido común; y en otros eran poco intuitivos. De cualquier forma, este tipo de investigación permitía una descripción más confiable de la forma en que pensamos los humanos, algo que se extendió a muchas otras ramas del saber.
La economía fue una de las ciencias más impactadas por estos hallazgos. Hasta la segunda mitad del siglo XX, los economistas asumían que los seres humanos eran seres racionales, por lo menos en lo que se refería al manejo del dinero. Los consumidores analizaban costos y beneficios, y actuaban en consecuencia. Sin embargo, si alguna vez te gastaste la mitad del sueldo en cosas que realmente no necesitabas, ya sabés que no todo es racional en el manejo del dinero. Y, de hecho, la psicología cognitiva por esa época empezó a presentar evidencias de esto. En realidad, muchas veces a causa de diversos sesgos y razonamientos truncos, los consumidores actúan de forma ilógica.
Daniel Kahneman y Amos Tversky, dos psicólogos israelíes, fueron pioneros en este tipo de estudios. Ellos inauguraron el campo de la economía conductual, una corriente que estudia cómo los humanos efectivamente tomamos decisiones, para a partir de ahí modelar, por ejemplo, las políticas económicas. Ellos nombraron, describieron y probaron experimentalmente muchos de los sesgos cognitivos que operan en el campo de la economía, como la aversión a la pérdida (sufrimos más perder algo que lo que disfrutamos ganar algo del mismo valor) o el efecto de encuadre (una inversión con un 80 % de probabilidad de éxito suena mejor que una con un 20 % de probabilidad de fracaso, ¿no?).
