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Le sorprendió descubrir que ella era inocente en todos los sentidos de la palabra. Ana Duval sabía que Bastien Heidecker, presidente de una corporación, responsabilizaba a su familia de la destrucción de la de él. Por eso, cuando se vio forzado a acudir en su ayuda durante un escándalo, ella no sabía qué era peor… si la fría condena de él o la ardiente necesidad de que la besara. Bastien había presenciado la ruina de su padre por no ser capaz de controlar su lujuria y despreciaba esa debilidad. Por eso le enervaba desear a Ana, la modelo que anunciaba su negocio de diamantes. El plan de Bastien, que tenía fama de frío y controlador, era acostarse con la modelo y después dejarla…
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Seitenzahl: 180
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Maya Blake
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Inocencia con diamantes, n.º 2386 - mayo 2015
Título original: Innocent in His Diamonds
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6287-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Bastien Heidecker abrió la puerta de su sala de juntas y entró. Durante varios segundos, ninguno de los asistentes notó su presencia, absortos como estaban en la catástrofe que mostraba la pantalla de alta definición.
Su director financiero, Henry Lang, fue el primero en verlo.
–Señor Heidecker. Acabamos de ver las últimas noticias… –el hombre, moreno, de corta estatura, tomó el mando a distancia, apretó un botón y volvió a su asiento.
Bastien observó a los demás empleados ocupar sus asientos. Estaba ya enfadado, pero su furia aumentó aún más cuando sus ojos se posaron en la pantalla.
La imagen congelada de ella le devolvió la mirada. A pesar de la tormenta que se formaba bajo la superficie de su calma exterior, Bastien no podía culpar a su equipo por sentirse fascinado por la mujer que estaba en el centro del caos que amenazaba a su empresa.
Ana Duval era la perfección personificada. La belleza de la modelo mitad colombiana-mitad inglesa, combinaba inocencia y desafío con un toque de vulnerabilidad cultivada cuidadosamente. Esa combinación había conquistado a todos los hombres viriles del hemisferio occidental y la había hecho famosa antes de cumplir los veintiún años.
¡Qué narices! También lo había conquistado a él.
Ya a sus quince años, Bastien había sabido que la chica delgada de ocho años y mirada de corderito inocente con la que había tenido la mala suerte de pasar un invierno terrible solo causaba problemas. Lo que no había previsto era que dieciséis años después llevaría esos problemas hasta su misma puerta.
Miró su pelo sedoso negro liso, su figura esbelta y delicada y las piernas que un adulador había descrito en una ocasión como «un metro de paraíso cremoso».
Contra su voluntad, su cuerpo reaccionó al recordar la proximidad de aquel cuerpo con el suyo solo dos meses atrás, y las palabras suaves y sin sentido susurradas en su oído.
Apartó aquel recuerdo, se sentó en la cabecera de la mesa y miró a su segundo al mando.
–¿Cuál es el último precio de las acciones? –preguntó.
El otro hombre hizo una mueca.
–Menos de la mitad que ayer y siguen cayendo.
–¿Qué dicen los abogados? ¿Pueden hacer desaparecer esto?
Henry, su segundo, miró su reloj.
–Esta tarde a las dos hay una vista judicial. Confían en que, puesto que es la primera ofensa de la señorita Duval, el juez sea indulgente…
–Presunta ofensa –corrigió Bastien entre dientes.
Henry frunció el ceño.
–¿Cómo dice?
–Hasta que se demuestre lo contrario, esto es solamente una presunta ofensa, ¿no?
Un par de miembros del Consejo de Administración hicieron movimientos nerviosos con las manos. Henry miró la pantalla.
–Pero la grabaron con las drogas en la zona VIP de una discoteca…
Bastien apretó los labios. En el recorrido hasta allí desde Heathrow había visto ya la grabación que algún estúpido había colgado en internet. También la habían visto los miembros del Consejo de Administración de Ginebra de la Banca Heidecker, el banco privado más elitista del mundo y la empresa madre de Diamantes Heidecker. Su reacción había sido un reflejo de la de él mismo. Tenía que atacar aquel problema de raíz.
Contaba con la confianza de la mayoría de los miembros del Consejo, pero el estigma no desaparecía nunca del todo.
De tal palo, tal astilla.
Él no se parecía nada a su padre. Desde aquel deprimente invierno, se había esmerado por probarse a sí mismo que compartir ADN no implicaba compartir también atributos deplorables. Lo había conseguido muchos años… hasta que un pequeño traspié dos meses atrás había desenterrado una duda que no había conseguido borrar desde entonces. Se había rendido a unas palabras y un cuerpo seductores y casi había perdido su concentración…
Alzó la vista, miró a la culpable y se esforzó por mantener su sangre fría.
Las probabilidades de que Ana fuera inocente eran muy escasas, pero eso se lo guardó para sí.
–A pesar de lo que digan las presuntas pruebas, Ana Duval es la imagen de la marca DBH. Nuestros diamantes los llevan esposas de jefes de Estado y celebridades de todo el mundo. Hasta que se demuestre su culpabilidad, sus ofensas siguen siendo solo presuntas y haremos todo lo que podamos por defender su inocencia. ¿Está claro?
Esperó hasta que vio que los demás asentían antes de levantarse.
Tuvo una sensación abrumadora de déjà vu. La idea de que se repetía la historia habría resultado risible si hubiera tenido tiempo de pensarlo. Pero por el bien de su empresa y de su reputación, no podía regodearse en el pasado.
Ana Duval podía parecer una versión más joven de la mujer que había destrozado a su familia, pero él no era tan débil como su padre.
Tenía que defender a su empleada. Distanciándose de ella transmitiría el mensaje de que las alegaciones tenían base y eso daría un golpe mortal a la campaña publicitaria de Diamantes Heidecker.
–¿Cómo estamos lidiando con la prensa? –preguntó a su jefe de prensa.
–Hemos seguido la ruta de «sin comentarios».
Bastien asintió.
–Mantenedla por el momento. Pero redactad una nota de prensa negando las acusaciones y envíame una copia –miró a Henry–. Empezad a tantear el terreno con los competidores. Tenemos que estar preparados para vender la empresa si las cosas siguen mal.
Él era, ante todo y sobre todo, empresario. Antes de aquel escándalo, la marca de diamantes DH había mantenido una buena posición e incluso había sobresalido en un mercado saturado. Pero Bastien sabía de primera mano cómo podía derribar un escándalo incluso los cimientos más sólidos… destruir la familia más fuerte.
–¿Eso no es algo precipitado? –preguntó Henry.
El rostro peligrosamente cautivador de Ana Duval devolvió la mirada a Bastien desde la pantalla grande.
–A veces hay que cortar la amenaza de una enfermedad antes de que tenga ocasión de afianzarse y extenderse.
Ana Duval se frotó las muñecas. El recuerdo de las esposas cerrándose en torno a ellas permanecía vívido y terrorífico más de doce horas después del hecho.
Más terrorífico aún resultaba el dictamen de la juez. La vista preliminar había sido preocupantemente rápida, y la juez no había mostrado ninguna simpatía hasta el momento.
Ana se levantó de un salto.
–¿Doscientas mil libras? Lo siento, Señoría, pero eso es…
–Señorita Duval, nosotros nos encargaremos de esto –se apresuró a decir su abogado cuando la juez la miró de hito en hito.
Ana se esforzó por no acobardarse. Todo aquello era ridículo. Aunque vendiera todo lo que tenía de valor, no alcanzaría jamás esa suma. Se hundió en el asiento y volvió a frotarse las muñecas, segura de que no tardarían en devolverla a la celda fría y húmeda de antes.
Los abogados que representaban a la Corporación Heidecker hablaron entre ellos. Ana se puso a calcular cuánto dinero tenía en el banco. El cálculo no duró mucho.
Iba a ir a la cárcel. Por utilizar su inhalador. Un inhalador que se había evaporado misteriosamente de su bolso y había sido sustituido por otro lleno de heroína. Lo absurdo de su situación habría resultado cómico de no haber sido tan serio.
El haber visto a su madre tomar pastilla tras pastilla al más leve indicio de adversidad o de infelicidad, había hecho que Ana odiara el abuso de sustancias químicas desde muy temprana edad. Solo un grave ataque de asma un año atrás había conseguido convencerla por fin de llevar su inhalador con ella en todo momento.
Irónicamente, el objeto que se suponía que debía salvarle la vida era el mismo que podía arruinársela.
Los abogados dejaron de hablar por fin. Ana abrió la boca para preguntar lo que ocurría. Y volvió a cerrarla.
El cosquilleo que recorrió su cuerpo no le resultaba extraño. Hacía mucho tiempo que no lo experimentaba. De hecho, su corazón empezó a latir con fuerza al recordar la última vez que se había sentido así.
Había sido el segundo día de grabación de la primera fase de los anuncios de Diamantes Heidecker, donde se hallaba reclinada en la cubierta bañada por el sol de un superyate en Cannes, muerta de aburrimiento y preguntándose cuándo podría escapar de allí para llamar a su padre y felicitarlo por su último hallazgo arqueológico.
El cosquilleo había empezado más o menos como aquel… subiendo desde los dedos de los pies, rodeando los tobillos, las pantorrillas, aflojando las rodillas y derritiendo el lugar secreto entre sus piernas. El cosquilleo había parado allí, como si tomara posesión del lugar, antes de seguir envolviendo todo su cuerpo.
Entonces, como ahora, ella había querido huir, esconderse y taparse, una idea ridícula, teniendo en cuenta que su profesión a menudo implicaba mostrar su cuerpo. Finalmente, cuando ya se sentía mareada por la sensación, el fotógrafo había dado por acabada la sesión.
Ella había relajado la postura y había vuelto la cabeza.
Y se había encontrado con la mirada plateada de Bastien Heidecker.
Lo que había sucedido después todavía conseguía dejarla sin aliento y elevar los latidos de su corazón a niveles peligrosos por mucho que intentara quitarle importancia a dicho recuerdo.
Volvió la cabeza en el juzgado y se encontró la misma mirada penetrante.
El aliento huyó de sus pulmones y aquel cosquilleo perturbador envolvió todo su cuerpo. Sus terminaciones nerviosas empezaron a gritar en presencia del hombre cuya mirada la clavaba a la silla; una mirada tan penetrante como condenatoria.
Lo observó en silencio. Él, sin dejar de mirarla, se acercó a los abogados y habló en voz baja.
El abogado que dirigía a los demás asintió y carraspeó. Bastien giró hacia ella, se sentó directamente detrás y le ordenó mirar al frente con un gesto de la barbilla.
El rubor subió por el cuello de ella y le calentó las mejillas. La juez golpeando con el martillo la sobresaltó. Apretó los labios y se enderezó en su silla.
Deseó por enésima vez haber insistido en cambiarse de ropa antes de llegar al juzgado. Pero había querido acabar cuanto antes con aquella vista preliminar. Miró su vestido de seda ceñido, que si ya resultaba algo arriesgado cuando se lo había puesto la noche anterior para complacer a Simone, su compañera de casa, a la luz del día rozaba la indecencia, especialmente en un tribunal. Se encogió interiormente.
Se estiraba discretamente el vestido cuando notó que aumentaba el nivel de ruido. Los abogados sonreían y estrechaban la mano a Bastien. Ana agarró su bolsito y se puso en pie.
Miró a su alrededor y vio que no había guardias dispuestos a volver a colocarle las esposas y llevarla de nuevo a la cárcel.
–¿Qué sucede? –preguntó. Había querido usar un tono brusco y profesional, pero sus palabras sonaron espesas y pesadas, como si hablara en un idioma extranjero. Se apartó el pelo de la cara.
Bastien se acercó. Sus ojos grises eran fríos como el hielo.
–Te resultaba difícil concentrarte, ¿verdad?
–¿Cómo dices?
La amplitud de los hombros de él y la fuerza de su personalidad amenazaban con abrumarla. O tal vez fuera porque no había comido nada desde el día anterior. Fuera como fuera, el mareo que sintió cuando lo miró a los ojos hizo que se tambalearan sus sentidos.
Unas manos fuertes la agarraron por los brazos y él lanzó un juramento en voz baja. Ella lo empujó, pero él siguió agarrándola y gruñendo con irritación.
–Cuando haya terminado contigo, habrás aprendido a hacerlo –le susurró al oído.
Ana se estremeció. Aquella voz profunda se había colado demasiadas veces en sus sueños, burlándose de su debilidad en lo relativo a Bastien Heidecker. Con ocho años lo había seguido como un perrito a pesar de las vibraciones de «aléjate de mí» que él emitía claramente. A los veinticuatro casi había sucumbido a una tentación más peligrosa que seguía atormentándola.
No volvería a permitir que ocurriera eso.
–Suéltame, Bastien –se soltó de sus brazos, pero al instante siguiente, él volvió a sujetarla colocándole las manos en los hombros.
–No sé si tu mente nublada por las drogas es capaz de comprender algo, pero te sugiero que intentes entender esto. Ahora vamos a salir. Mi coche está esperando, pero la prensa también. Tú no dirás ni una palabra. Si sientes la tentación de decir algo, reprímela. ¿Comprendes?
–¡Quítame las manos de encima! Estás muy equivocado. Yo no…
Él le clavó los dedos en los hombros para cortar sus protestas. La acercó más a sí, hasta envolverla en su olor. Ana se estremeció.
–Si quieres salir de aquí de una pieza, la única palabra que quiero que salga de tu boca en este momento es: «sí».
Un fuego rebelde calentó el vientre de ella. Desde que podía recordar, solo había confiado en sí misma. No había tenido otra opción.
Pero aquello… abogados, tribunales, la amenaza de la cárcel… todo aquello le era ajeno. Además, en el fondo había sabido que tendría que responder ante Bastien antes o después. Él era su jefe. Pero Ana hubiera preferido que fuera mucho después.
Se tragó sus palabras y asintió.
–Muy bien. Pero solo hasta que salgamos de aquí.
Él se quitó la chaqueta con movimientos bruscos y se la puso a ella sobre los hombros.
–¿Te molesta mi ropa? –se burló Ana, aunque le agradecía que la hubiera tapado.
–Puedes lucir tu cuerpo en tus horas libres. En este momento trabajas para Heidecker y prefiero no tener que abrirme paso luchando con un montón de paparazzifrenéticos.
Le colocó mejor la chaqueta y la mirada de ella se vio atraída hacia los músculos duros que se movían debajo de la camisa azul de él. Algo se tensó en su vientre y el maldito cosquilleo empezó una vez más. Apartó apresuradamente la vista.
Sabía muy bien lo que implicaba aquel problema suyo para Diamantes Heidecker. Lo último que quería era añadir a su lista de pecados los sentimientos inexplicables que tenía por el presidente de la empresa.
Él apenas la había soportado cuando tenía ocho años. Ese sentimiento se había metamorfoseado en algo más dos meses atrás. Era algo de lo que no habían hablado y que los dos deseaban que no hubiera existido entre ellos.
Pero había existido… y casi se habían rendido a eso.
Él la miró y ella vio el brillo reacio de sus ojos. Un segundo después había desaparecido. Bastien apretó los labios, le agarró la muñeca y tiró de ella hacia la puerta.
Los osados reporteros habían atravesado ya los límites exteriores del tribunal. Años de práctica habían enseñado a Ana a no mirar nunca directamente las lentes de las cámaras, porque, por mucho que ella se esforzara, esas lentes siempre veían demasiado, revelaban demasiado. Desgraciadamente, en aquel momento, en el que se sentía todavía muy alterada, no pudo hacer lo que llevaba practicando desde los diecisiete años.
El primer flash la deslumbró. Los tacones, pensados para caminar unos pocos metros desde el coche hasta la pista de baile, cedieron bajo sus pies. Bastien reprimió un juramento, la alzó en vilo y la tomó en sus brazos.
El mundo explotó en una serie cegadora de flashes y gritos excitados. Como no tenía más remedio que aguantar la tormenta, Ana se agarró a los hombros de él y escondió el rostro en su cuello.
Bastien ignoró las preguntas y los flashes de los reporteros y fue directamente hasta la limusina negra de cristales ahumados que esperaba en la acera. Uno de los tres hombres fornidos que los acompañaban les abrió la puerta y entraron.
Durante varios segundos, ninguno de los dos se movió. Ana miraba el perfil de él. No podía apartar la vista.
El balanceo del coche al ponerse en marcha hizo que sus labios rozaran el cuello de él.
Bastien exhaló con fuerza.
Ana sintió los párpados pesados y sensaciones fieras recorrieron su cuerpo, irradiando desde sus labios hasta extenderse por el cuerpo. El anhelo profundo de volver a tocar la piel de él con los labios se convirtió en una oleada de lujuria que corría con fuerza por sus venas.
Bastien se inclinó bruscamente y la depositó en el asiento de enfrente. Le puso el cinturón y después hizo lo mismo con el suyo.
Ana sintió la pérdida de su calor con la misma fuerza que la pérdida de aire en sus pulmones.
Se recordó a sí misma con fiereza que no era débil… que había soportado cosas peores. Crecer con una madre como la suya le había hecho adquirir una resistencia que podía soportarlo casi todo. ¿Y qué si Bastien parecía atravesar su armadura con un esfuerzo mínimo? Ella no estaba dispuesta a dejarse acobardar por la formidable personalidad de él.
Recuperó la compostura y carraspeó.
–Gracias por haberme ayudado con los reporteros, aunque me las habría arreglado bien sola.
Él le lanzó una mirada pétrea y se recostó en su asiento.
–Explícame exactamente qué fue lo que ocurrió anoche –ordenó.
Ana alzó la barbilla.
–¿Por qué? Seguro que ya has visto la grabación que han colgado en internet. Uno de tus abogados parecía encantado de que sea trending topic en las redes sociales.
Bastien enarcó una ceja rubia.
–¿Eso es todo lo que tienes que decir sobre la situación?
–No me creerás si te lo cuento, así que ¿qué sentido tiene? –replicó ella, recordando la acusación de él en el juzgado.
Bastien se encogió de hombros.
–Lo llamaremos tu segunda oportunidad. Tienes mi atención plena. Cuéntamelo.
Ana pensó en guardar silencio, pero rechazó la idea. Él era su jefe. Le quedaba un mes de contrato con DH. Después quedaría libre y podría reunirse con su padre en Colombia. Y una cláusula importante de su contrato estipulaba que se comportaría con decoro. Los cargos en su contra habían puesto en peligro la campaña de DH.
La presencia de Bastien en Londres, en el tribunal y en aquel coche dejaba patente ese hecho.
Él se enderezó despacio, se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas sin apartar en ningún momento la vista de ella. Ana sabía que no podía librarse sin ofrecer alguna explicación.
Optó por decir la verdad.
–Tengo ataques de asma.
Él frunció el ceño. Entornó los ojos.
–No recuerdo haber leído eso en tu ficha personal.
–¿Te refieres a cuando la leíste porque te enteraste de que tu gente me había contratado para la campaña e intentaste despedirme?
Él no mostró ningún remordimiento.
–Sí –contestó.
Ana ignoró la punzada de dolor que le provocó aquello.
–En mi ficha no aparece lo que no afecta a mi trabajo y el asma no suele ser una enfermedad mortal. Pero la tengo y tengo que controlarla, así que… –se encogió de hombros.
Lauren Styles, propietaria de la agencia Visual y agente personal de Ana, conocía su enfermedad y no tenía ningún problema en ocultarla siempre que no afectara a su trabajo.
Lauren, que también había sido modelo, era más madre para Ana de lo que había sido su propia madre. Su lealtad y su apoyo eran inmejorables. Otra razón más de peso por la que Ana no podía permitirse poner en peligro la campaña de DH ni chocar con el presidente de la empresa.
–Continúa –dijo este.
–Simone, mi compañera de piso, me invitó anoche a su fiesta de cumpleaños. No suelo ir a discotecas por el humo artificial y el aire acondicionado. El año pasado tuve un ataque muy serio en una discoteca. A mitad de la fiesta empecé a sentirme mal.
–¿Y por qué no te fuiste? –preguntó él.
–Lo intenté. Simone me suplicó que me quedara.
–¿Aunque sabía que estabas enferma? –preguntó él con escepticismo.
–Ella no sabe que tengo asma.
Él enarcó las cejas.
–Solo hace dos meses que compartimos piso. Pues bien, fui al baño, me eché agua en la cara y usé mi inhalador al volver a la mesa. Decidí quedarme media hora más. Fui a la barra a pedir una botella de agua y cuando volví a mi asiento, me esperaban los gorilas de la sala con la policía. Me mostraron el vídeo de la cámara de seguridad y me preguntaron si era yo. Les confirmé que lo era.
Bastien apretó los labios.
–Entonces no sabía a qué venía aquello, ¿de acuerdo? Me llevaron fuera y me pidieron registrar mi bolso. Encontraron el inhalador, me acusaron de llevar heroína y aquí estamos.
El silencio invadió el interior del vehículo de lujo. Fuera se reflejaba el sol en los edificios del centro de Londres. Circulaban por el Strand. Dentro, ella sentía tanto frío como el aire de enero de fuera. Apretó contra sí la chaqueta de Bastien. Permitió por unos segundos que el olor del cuerpo de él impregnara sus sentidos. Alzó la vista y lo vio observando… esperando.
–¿Qué? –preguntó ella–. Ya te lo he contado todo.
Él se recostó en su asiento, colocó un tobillo encima de la rodilla de la otra pierna y tamborileó con los dedos en el cuero italiano del asiento.
–Todo no.
Sus miradas se encontraron. La de él la mantenía prisionera, le provocaba la sacudida ya familiar que conocía cada vez que miraba aquellos ojos plateados.
–Estoy segura de que sí.
–Todavía no te he oído negar que llevaras droga.
–Pues claro que lo he negado. Acabo de contarte lo que sucedió en realidad.
–Me has dado tu versión de los hechos, pero no has negado que consumas droga.
Ana dio un respingo.