Insta-brain - Anders Hansen - E-Book

Insta-brain E-Book

Anders Hansen

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Beschreibung

¿Cuáles son los mecanismos que nos han hecho adictos a los teléfonos móviles? ¿Por qué nuestro cerebro, la estructura más avanzada conocida en el universo, ha perdido el control sobre esta tecnología? Insta-Brain nos explica cómo podemos —y debemos— reducir el tiempo de exposición a las pantallas, recuperar el control sobre el mundo digital que nos rodea y aceptar que nuestros cerebros pueden perderse, sin remedio, en uno de los mayores cambios de comportamiento en la historia de la humanidad. Primer paso: deja el móvil y coge este libro.

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Seitenzahl: 282

Veröffentlichungsjahr: 2021

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ANDERS HANSEN

INSTA-BRAIN

Cómo nos afecta la dependencia digital en la salud y en la felicidad

Traducción de Elda García-Posada

Título original sueco: Skärmhjärnan.

Autor: Anders Hansen.

© Anders Hansen, 2019.

Publicado por primera vez por Bonnier Fakta, Estocolmo, Suecia.

Publicado en castellano por acuerdo con Bonnier Rights, Estocolmo, Suecia; y Casanovas & Lynch Literary Agency.

© de la traducción: Elda García-Posada Gómez, 2021.

© de esta edición: RBA Libros, S. A., 2021.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: marzo de 2021.

REF.: ODBO834

ISBN: 978-84-9187-788-2

COMPOSICIÓN DIGITAL • GRAFIME, S.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

La reliquia más importante que conservamos de los primeros seres humanos es la mente moderna.

STEVEN PINKER

CONTENIDO

Prólogo a la edición españolaPrólogo1. El mundo que nos moldeó2. Estrés, ansiedad y depresión: ¿vencedores evolutivos?3. El móvil: nuestra nueva droga4. La concentración: el bien más escaso de nuestro tiempo5. ¿Cómo afectan las pantallas a nuestro sueño y nuestra salud mental?6. Las redes sociales: nuestro 'influencer' más poderoso7. ¿Qué efectos tienen las pantallas en niños y jóvenes?8. El ejercicio: un antídoto eficaz9. El cerebro del futuro: ¿se adaptará?10. ConclusionesBuenos consejos para la era digitalAgradecimientosReferencias bibliográficas

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Tienes en tus manos un libro sobre la inadaptación de nuestro cerebro a la realidad digital en la que vivimos. Acaso te preguntes: ¿tiene mucha importancia el tema durante la crisis del coronavirus, un momento en el que los móviles y otros dispositivos se han convertido en la tabla de salvamento que nos pone en contacto con el mundo exterior?

Yo creo que sí. Más que nunca. Pero empecemos desde el principio.

En la actualidad, los adultos dedican al móvil unas cuatro horas al día. Los jóvenes, entre cuatro y cinco. Nuestros hábitos se han transformado en los últimos diez años a una velocidad sin parangón en la historia de la humanidad. ¿De qué manera nos ha afectado este cambio tan drástico? Examinar a fondo esa cuestión fue lo que me impulsó a escribir este libro. Decidí que mi punto de partida sería averiguar qué opinaba la ciencia al respecto. ¿Qué dice la investigación sobre nuestro nuevo mundo digital? ¿Cómo influye este en nuestro estado de ánimo, nuestro sueño y nuestra capacidad de concentración? ¿En qué medida se ven perjudicados los niños y los adolescentes? ¿Condiciona su rendimiento escolar? ¿Qué es lo que de verdad sabemos de todo esto, más allá de la especulación y la subjetividad?

Enseguida me di cuenta de que el problema no se reducía meramente a cuánto usamos el móvil. En mi trabajo como psiquiatra, desde hace tiempo me ha llamado la atención que cada vez es mayor el número de gente que busca ayuda para paliar su malestar psíquico. En Suecia, por ejemplo, uno de cada ocho adultos toma medicación antidepresiva; una cifra similar a la de muchos otros países. Dicho aumento se ha producido desde 1980 de forma paralela al incremento de nuestro PIB y nuestra capacidad adquisitiva. ¿Cómo es posible que nos sintamos cada vez peor si materialmente vivimos mejor?

INSTA-BRAIN. Cómo nos afecta la dependencia digital en la salud y en la felicidad surgió como una manera de comprender esta paradoja. ¿Por qué tantas personas sufren ansiedad a pesar de contar con tantas comodidades? ¿Por qué va en aumento la gente que se siente sola si estamos más conectados que nunca con lo que nos rodea? Al ir tratando de contestar a estas preguntas, fui siendo consciente, poco a poco, de que la verdadera respuesta tiene que ver con el hecho de que el mundo en el que vivimos hoy es algo extremadamente extraño para nosotros. Un «desajuste» que afecta a nuestra vida emocional.

Los automóviles, la electricidad y los smartphones son cosas que, tanto tú como yo, percibimos como naturales (no en vano, los dos primeros siempre han estado con nosotros). Sin embargo, lo cierto es que la realidad moderna, tal y como la concebimos en la actualidad, no es más que un abrir y cerrar de ojos en el marco de la historia. Durante el 99,9 % de nuestro tiempo en la Tierra, los humanos hemos vivido como cazadores y recolectores. Y nuestro cerebro aún no se ha adaptado al nuevo estilo de vida digital; es el mismo que hace diez mil años. ¡Desde un punto de vista biológico, cree que todavía sigues en la sabana!

«¿Y qué más da? No voy a irme al monte a vivir de cazar corzos», podrías pensar. Por supuesto, pero ser conscientes de que no hemos cambiado mucho desde los tiempos prehistóricos ayuda a comprender por qué tenemos necesidades tan arraigadas dentro de nosotros. Necesidad, por ejemplo, de dormir. De practicar deporte. De relacionarnos unos con otros.

Si las ignoramos, dejamos de sentirnos bien. Y, por desgracia, al parecer es algo que hacemos cada vez más. Con cada año que pasa, dormimos menos. En la mayoría de los países occidentales, el número de jóvenes con problemas de sueño se ha disparado en la última década. En Suecia, por ejemplo, la proporción de adolescentes que se ven obligados a buscar ayuda en este sentido ha incrementado un 800 % desde el cambio de milenio.

Asimismo, cada vez hacemos menos ejercicio —nuestro estado de forma ha empeorado con los años— y no socializamos de la misma manera que solíamos hacerlo. El número de gente que experimenta sentimientos de soledad crece; sobre todo, entre los jóvenes. ¡Esto es algo que comenzó a ocurrir mucho antes de que nos pusiéramos en cuarentena!

Las investigaciones en torno a la materia muestran con claridad que el sueño, la actividad física y el contacto cercano con los demás son factores que nos protegen del riesgo de que nuestra salud mental se deteriore. El hecho de que hayamos reducido el tiempo que le dedicamos a estas tres cosas explica que, a pesar de haber mejorado en otros aspectos de nuestra vida, nos sintamos peor de lo que deberíamos. Hemos perdido dicha protección.

Pero este «desajuste» entre la sociedad moderna y nuestra historia evolutiva no solo proporciona importantes claves para entender nuestra vida emocional, sino también otras realidades. Fijémonos en la crisis del coronavirus. ¿Por qué hemos reaccionado de forma tan drástica, hasta el punto de que el planeta entero se paralizó en la primavera de 2020?

Si eres una de esas personas que, a veces, se desvelan por la posibilidad de sufrir una enfermedad, supongo que, además de la COVID-19, te preocupa el cáncer o que te dé un infarto, pues, a fin de cuentas, estas son las causas de mortalidad más comunes en el mundo occidental. Sin embargo, históricamente, la mayoría de la gente no ha fallecido ni por una ni por otra enfermedad. Durante el 99,9 % del tiempo que el ser humano lleva en la Tierra, las razones más habituales por las que nuestros ancestros pasaban a mejor vida eran el hambre, el homicidio, la deshidratación y las infecciones.

Esto significa que nuestro cuerpo y nuestro cerebro no han llegado a evolucionar hasta el punto de desarrollar algún tipo de mecanismo de defensa biológico contra el cáncer o contra un ataque cardíaco. En cambio, para lo que sí están preparados es para protegernos del hambre, la deshidratación y las epidemias. Y lo más probable es que a tu cerebro y al mío se le dé bien esa tarea, ya que somos descendientes de aquellos que sobrevivieron a tales calamidades.

Que la muerte por inanición representara una amenaza gigantesca para nuestra supervivencia hizo que desarrolláramos una fuerte ansia de calorías, la cual impulsó a nuestros antepasados a engullir con fruición las pocas frutas altas en energía que tuvieran la suerte de encontrar. Sin embargo, ese deseo irrefrenable acarrea consecuencias negativas en este mundo moderno en el que el acceso a la comida es casi ilimitado. No es de extrañar, en este sentido, que la diabetes tipo 2 y la obesidad se estén extendiendo como una plaga por todo el planeta.

Vale, ¿y qué tiene eso que ver con el coronavirus? Bueno, como te señalaba, un factor que también ha contribuido a moldearnos biológicamente es que muchos de nuestros antepasados murieran de enfermedades infecciosas. Por un lado, desarrollamos un fantástico sistema inmunológico; por otro, una determinada clase de conductas y rasgos orientados a la prevención. Tan importante es lidiar con la presencia de virus y bacterias en nuestro cuerpo como evitar su entrada en nuestro organismo.

Un ejemplo de estos rasgos es el de ser capaces de detectar si alguien a nuestro alrededor está enfermo con solo mirarlo. Además de ello, poseemos un fuerte instinto para obtener información sobre otras personas infectadas, algo que siempre ha sido vital a la hora de saber de quién es prudente mantenerse alejado.

Esa es la razón por la que nos cuesta tanto dejar de ver las últimas noticias en torno al coronavirus con las que estamos siendo bombardeados noche y día desde la televisión, los ordenadores y los móviles. Es como si hubiéramos sido absorbidos por un huracán mediático que, de manera constante, nos actualiza el número de infectados y muertos en todos los rincones del mundo. Como consecuencia de ello, mucha gente experimenta un tremendo estrés en este momento.

Por supuesto, nuestras herramientas digitales son importantísimas en la gestión de la crisis. Podemos trabajar a distancia desde casa y mantenernos en contacto con nuestros seres queridos sin necesidad de verlos. Para mí, de hecho, durante la cuarentena, el móvil se ha convertido en mi salvación a la hora de relacionarme con el mundo más allá de las ventanas de mi apartamento, donde las paredes se me caen cada vez más encima, conforme pasan los días.

De este modo, nuestros dispositivos digitales son una especie de puente con el exterior. Aunque también pueden causarnos problemas. Hoy en día, los rumores y las teorías conspiranoicas se extienden más rápido que el propio virus a través de las redes sociales. Es cierto que la difusión de rumores es parte natural de una crisis; sin embargo, antes, estos se daban solo entre algunas personas. En la actualidad, llegan a millones en un par de horas. La propagación de información falsa o errónea ha sido tal que la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) cree que sufrimos una «infodemia» derivada de la pandemia.

¿Por qué somos tan vulnerables a la desinformación? ¿Y qué podemos hacer al respecto? También estas son preguntas que intento responder en las páginas que siguen.

¡Por supuesto, un libro titulado INSTA-BRAIN. Cómo nos afecta la dependencia digital en la salud y en la felicidad también trata acerca de las pantallas que nos rodean! Existe una razón personal por la que me decidí a escribirlo. Hace un año, me di cuenta de que dedicaba tres horas diarias al móvil. El descubrimiento me dejó pasmado. ¡Tres horas!

A pesar de saber que era una pérdida de tiempo, no podía alejarme del teléfono. Podía estar sentado en el sofá viendo las noticias cuando notaba cómo mi mano se dirigía hacia el aparato ¡de forma casi automática y contra mi voluntad! Siempre me había gustado leer; sin embargo, de repente, me costaba concentrarme. Si llegaba a un capítulo que requería de una gran atención por mi parte, solía dejar el libro a un lado. Sé que no soy el único al que le pasa algo así.

Después de investigar, me di cuenta de que, igual que uno se puede introducir en un sistema informático ajeno aprovechando una programación deficiente, también nuestro cerebro es susceptible de ser «hackeado». Eso es lo que han logrado hacer algunos astutos empresarios. Han sacado al mercado productos que juegan con nuestra atención y consiguen arrebatárnosla. Si crees que eres tú quien toma la decisión cada vez que sacas el teléfono del bolsillo, estás muy equivocado. Tanto Facebook como Snapchat o Instagram han logrado con mucho éxito infiltrarse en los sistemas de recompensa de nuestro cerebro, hasta el punto de acabar por apoderarse de todo el espectro publicitario mundial en diez años. En las páginas que siguen, veremos los trucos de los que se han valido.

Hay quien piensa que tenemos que adaptarnos a las nuevas tecnologías. Desde mi punto de vista, eso es una equivocación. No somos nosotros los que debemos adecuarnos a ellas, sino al revés. Las redes sociales podrían haber sido creadas para que la gente se juntara en la vida real, para no perturbar nuestro sueño y para motivarnos a hacer ejercicio físico. Podrían haber servido para prevenir la difusión de información falsa. La razón por la que no ha sido así es, lisa y llanamente, de tipo monetario. Cada minuto que pasas dentro de Facebook, Instagram, Twitter y Snapchat vale su peso en oro, ya que implica nuevas oportunidades publicitarias. El objetivo de estas empresas es robarnos la mayor cantidad de tiempo posible. Algo que saben hacer muy bien a través de una suerte de carrera armamentista digital en la guerra por captar tu interés y el mío. Es decir, cada vez le prestamos más atención a las redes sociales y menos a otras cosas.

Por supuesto, es innegable que la tecnología nos ayuda de muchas maneras en nuestras vidas y que ha llegado a ellas para quedarse. No obstante, hemos de ser conscientes de su lado bueno y de su lado malo. Solo entonces podremos demandar al mercado —y obtener de él— productos orientados a un mejor funcionamiento de nuestras facultades mentales y nuestras emociones; productos que, en lugar de explotarla, estén en consonancia con nuestra naturaleza humana.

En otras palabras, debemos entender bien cuáles son nuestros condicionamientos biológico-evolutivos y cómo estos pueden jugar contra nosotros en esta nueva realidad digital en la que vivimos. Espero que el libro que tienes en las manos contribuya a una comprensión más profunda de todos estos aspectos.

ANDERS HANSEN

17 de abril de 2020

PRÓLOGO

En mayo de 2018, asistí a la reunión anual organizada por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA) y celebrada en Nueva York. En ella se congregan en un mismo lugar diez mil profesionales procedentes de todo el mundo —en ninguna otra parte escucharás la palabra «bipolar» con tanta frecuencia— para oír hablar, acerca de sus últimos hallazgos, a los investigadores del cerebro más importantes del planeta.

Sin embargo, cuando uno visita congresos como el de la APA, comprueba que no siempre lo que se dice en las conferencias es lo más interesante. Casi vale más la pena dirigir la atención hacia los temas que de verdad inquietan y preocupan a la mayoría de los psiquiatras y científicos. Esa misma primavera, escuché a muchos colegas preguntarse entre sí una y otra vez: «¿A qué nos estamos exponiendo realmente con todo esto de la digitalización? ¿Formamos parte, junto con nuestros hijos, de un gigantesco experimento a escala global?».

Nadie supo dar una respuesta concluyente, pero todos estuvieron de acuerdo en que el cambio apreciado en el comportamiento humano a lo largo de los diez últimos años —en lo referente a la manera en que nos comunicamos y nos comparamos entre nosotros— no solo es extremadamente acusado, sino que incluso puede que nos afecte aún de modo más profundo de lo que nos pensamos. Muchos sospechan que el enorme aumento de personas, sobre todo jóvenes, que buscan ayuda psiquiátrica para combatir diversos tipos de enfermedades mentales se debe en parte al hecho de que nuestra sociedad se haya visto obligada a adoptar con tal rapidez el estilo de vida digital.

Aunque mis compañeros de profesión parecieran tener más preguntas que respuestas, no estamos desorientados por completo al respecto. Es cierto que la investigación sobre los efectos que tienen en el cerebro las nuevas tecnologías se encuentra aún en una fase muy embrionaria; no obstante, nuestro conocimiento de la materia crece con cada día que transcurre.

De lo que me di cuenta después del congreso es de que nunca en toda la historia de la humanidad nuestra conducta ha cambiado tan rápido como en las últimas décadas. Pero no son solo nuestros hábitos los que han sufrido una profunda transformación. También hemos pasado a experimentar un nuevo tipo de estrés desconocido hasta la fecha. Dormimos menos y somos más sedentarios. Hoy en día, nuestro cerebro habita en un mundo ignoto y extraño para él. Este libro trata sobre las consecuencias que dicha realidad tiene para nosotros.

ANDERS HANSEN

1EL MUNDO QUE NOS MOLDEÓ

Las páginas que acabas de hojear contienen diez mil puntos. Imagina a continuación que cada uno de ellos corresponde a una generación humana desde que nuestra especie se originó en África oriental hace doscientos mil años. La secuencia completa representaría la historia de la humanidad. ¿Cuántas de estas generaciones han vivido en una realidad como la que tú y yo conocemos, con coches, electricidad, agua corriente y televisores?

........ (8 puntos)

¿Cuántas han vivido en un mundo con ordenadores, teléfonos móviles y viajes en avión?

... (3)

¿Cuántas de ellas no han conocido nunca otra época que no sea la de los smartphones, Facebook e Internet?

. (1)

Este libro trata acerca de la estructura más avanzada del universo, el lugar sobre el que se asienta todo lo que experimentamos en la vida (nuestras emociones, nuestros recuerdos y nuestra conciencia): el cerebro. Un órgano que, por alguna extraña razón, sentimos como algo ajeno y un poco amenazante; pero que, al mismo tiempo, define quiénes somos. Su evolución se produjo a lo largo de millones de años hasta adaptarse al mundo en que habitaba; uno muy distinto al que tú y yo, que somos los últimos puntos, estamos acostumbrados.

LA EVOLUCIÓN: LA BASE DE LA VIDA EN LA TIERRA

Tú y yo somos el resultado de un proceso natural carente de sentido y finalidad: la evolución. Esta no es mala ni buena; tampoco se propone informarnos sobre el mal ni el bien. Solo es una condición previa básica para la vida en la Tierra y lo que impulsa nuestra adaptación al entorno. Pero ¿qué pasa realmente cuando la evolución permite la adecuación de todas las especies al medio ambiente en el que se encuentran? Tomemos como ejemplo a un grupo de osos de América del Norte que fueron ampliando cada vez más su hábitat hasta acabar llegando a Alaska, por donde empezaron a deambular bajo el frío ártico. Se trata de unos animales de pelaje marrón con obvias dificultades para camuflarse en la nieve; razón por la cual las focas, sus únicas presas disponibles en aquellos parajes, solían advertir su presencia rápidamente. Es decir, el hambre amenazaba su existencia.

Entonces, en uno de los óvulos de las hembras, se produce un cambio aleatorio en un gen —lo que se conoce como mutación—, el cual da lugar a que su pelo se vuelva blanco. La cría nacida con la nueva pigmentación lo tendrá más fácil que las demás a la hora de atacar por sorpresa a las focas, se le dará mejor obtener alimento y sus posibilidades de supervivencia y, por tanto, de reproducción aumentarán. Sus pequeños también tendrán el pelaje de igual color, por lo que, asimismo, les resultará más fácil sobrevivir y tener hijos. Y así de manera sucesiva. Durante un determinado periodo, competirán con los osos pardos, pero, al cabo de unos diez o cientos de miles de años, todos los úrsidos de Alaska tendrán el pelaje tan blanco como la nieve, de modo que pasaremos a llamarlos osos polares.

Un rasgo heredado que incrementa las opciones de supervivencia y de reproducción, y que va haciéndose cada vez más común, progresivamente. Así es como todas las plantas y los animales, incluidos los seres humanos, se adaptan a su entorno. La evolución es un proceso lento y penoso, que va cincelando poco a poco características como, por ejemplo, el color blanco de un oso polar. Tiene que pasar muchísimo tiempo para que se produzcan cambios significativos en las diferentes especies.

Pensemos, en lugar de en el anterior animal, en un ser humano que vive en la sabana hace, digamos, cien mil años. Se llama Karin, y la encontramos abalanzándose sobre un árbol lleno de sabrosas frutas, dulces y ricas en calorías. Tras comerse una, se queda satisfecha. A la mañana siguiente, vuelve a tener hambre, de modo que decide volver a por más; sin embargo, el suculento manjar ha desaparecido. Alguien se le ha adelantado y se lo ha llevado todo. En ese mundo en el que vive Karin, que las ramas se hayan quedado vacías puede convertirse en una cuestión de vida o muerte, ya que entre el 15 y el 20 % de sus congéneres muere de hambre.

Imaginemos ahora a otra mujer, María, también de la sabana. Uno de sus genes ha sufrido una mutación que influye en su percepción del sabor del azúcar. Cuando se come una fruta dulce, se libera en su cerebro una gran cantidad de una sustancia llamada dopamina, la cual desempeña un papel importante en nuestras sensaciones de bienestar y en la motivación que nos lleva a hacer una serie de cosas (encontrarás más información sobre ella en la página 62).

La consecuencia de dicho cambio es que María pasa a experimentar un fuerte deseo de zamparse todo el contenido del árbol. Así pues, no se contenta con comerse unas cuantas frutas, sino que engulle tantas como puede. No tardará en sentirse a punto de estallar y en alejarse de allí tambaleándose tras el atracón. A la mañana siguiente, se despierta y vuelve a apetecerle un desayuno rico; no obstante, cuando regresa, se da cuenta de que alguien se ha llevado las pocas frutas que sobraron del festín del día anterior. Por supuesto, son malas noticias; sin embargo, como comió mucho el día anterior, aún tiene reservas energéticas para ir a otro sitio en busca de alimento. Que María es una mujer con más posibilidades de sobrevivir que las demás no es complicado de concluir. Las calorías que ha almacenado en su cuerpo en forma de grasa abdominal la protegen contra la inanición si encuentra dificultades para encontrar comida. También tiene más probabilidades de transmitir sus genes y tener hijos. Estos últimos, teniendo en cuenta que los antojos calóricos de su madre dependen de un gen, heredarán ese rasgo y verán aumentadas, al mismo tiempo, sus opciones de supervivencia y reproducción. Además, pueden entrar en juego factores medioambientales. De ese modo, irán naciendo, poco a poco, cada vez más y más niños con una fuerte necesidad de calorías y una mayor probabilidad de sobrevivir. Este imperioso anhelo energético se desarrollará con lentitud a lo largo de miles de años, pero, a buen seguro, se convertirá en una característica cada vez más común entre la población.

Ahora, transportemos a Karin y María al mundo de hoy, lleno de restaurantes de comida rápida. La primera ve un McDonald’s, entra, se come una hamburguesa y se va, satisfecha y razonablemente llena. Entonces, aparece la segunda, pide dos menús con patatas fritas, Coca-Cola y helado, y se marcha bien atiborrada del local. A la mañana siguiente, tiene hambre de nuevo y, al dirigirse al restaurante, comprueba con deleite que este se encuentra tan lleno de alimentos como el día anterior, de modo que pide que le pongan lo mismo que ayer.

Al cabo de un par de meses, su cuerpo presenta ya las consecuencias de su glotonería. No solo ha engordado varios kilos de más, sino que también ha comenzado a desarrollar diabetes tipo 2. A su organismo le resulta difícil manejar los altísimos niveles de azúcar en la sangre. Es decir, los roles se han invertido. El ansia de calorías que había hecho sobrevivir a María en la sabana es incompatible con el mundo actual. El mecanismo biológico que nos ayudó a subsistir durante el 99,9 % de nuestro tiempo en la Tierra pasa, de repente, a ser más perjudicial que beneficioso.

No se trata de un razonamiento hipotético. Es exactamente lo que ha ocurrido. Hemos trasladado a la realidad moderna el ansia calorífica que la evolución desarrolló en nosotros hace millones de años. En la actualidad, las calorías son casi gratis. Y dicha transición se ha producido en solo un par de generaciones; en tan poco tiempo que aún no hemos podido reaccionar al respecto. Es decir, desde un punto de vista puramente biológico, nuestro cerebro sigue respondiendo ante la presencia de cada caloría al grito de: «¡Vamos, métete eso entre pecho y espalda, mañana puede que no haya más!».

El resultado de esta tendencia es evidente: los problemas de obesidad y de diabetes tipo 2 están extendiéndose por todo el planeta. Hemos de admitir que no sabemos con exactitud lo que pesaban nuestros antepasados, pero podemos hacernos una idea echando un vistazo a las tribus africanas que continúan viviendo en sociedades preindustriales y presentan un índice de masa corporal (IMC) medio de alrededor de 20 (el rango más bajo dentro de lo que se considera un peso normal). Hoy en día, en Estados Unidos, dicho promedio se sitúa en 29 (lo cual está al límite de la obesidad), y en Suecia en 25 (sobrepeso).

Estos problemas son particularmente graves en países que, en pocas décadas, han experimentado un rápido salto de la pobreza a un nivel medio de vida; en otras palabras, en apenas unas generaciones se ha pasado de la siempre amenazante hambruna a la cultura de la comida rápida propia de las sociedades occidentales.

Pero no son solo nuestras características físicas las que pueden encontrarse mal sincronizadas con el mundo moderno que nos rodea; lo mismo ocurre con las mentales. Pongamos que María se hallaba preocupada de manera constante por los múltiples peligros que la acechaban en su día a día, y que siempre estaba planeando cuidadosamente la forma de evitarlos. Es muy probable que su destreza a la hora de sobrevivir se agudizara al ver cómo tantas y tantas otras mujeres de su época morían por accidente, a manos de otra persona o devoradas por un animal. Sin embargo, al echar a andar por un mundo mucho más seguro como es el nuestro, su activo sistema de alerta cae en desuso, lo que hace que se sienta mal y sufra de ansiedad y diversos tipos de fobias.

Ser hiperactivos, estar al acecho de forma constante y tener una gran capacidad de distracción —esto es, de desviar rápidamente la atención de un estímulo a otro—, nos permitía evitar el peligro y aprovechar las oportunidades que nos iban surgiendo por el camino. Quizás eso que susurraba de repente entre los arbustos podía ser algo comestible; así que, ¡a rebuscar en ellos! En la actualidad, idéntico comportamiento impulsivo y la misma sensibilidad ante las impresiones circundantes provoca que los niños no se concentren en el colegio, hace que les sea complicado estarse quietos en clase y, por lo tanto, sean susceptibles de ser diagnosticados de TDAH.

NO ESTAMOS HECHOS PARA EL MUNDO DE HOY

Ya que los humanos, como el resto de los animales, hemos evolucionado para adaptarnos al medio, creo que lo mejor para entendernos a nosotros mismos es echar la vista atrás y mirar el mundo que talló nuestras características. Una abrumadora mayoría de las generaciones anteriores a la nuestra (9.500 de los 10.000 puntos) vivió de la caza y la recolección. Su realidad difería enormemente de esta a la que tú y yo estamos acostumbrados. No obstante, nos resulta complicado describir con exactitud cómo era la suya. Solo conocemos su forma de vida a grandes rasgos, pues no existen registros escritos de aquella era prehistórica. Además, no se puede generalizar demasiado, ya que las condiciones en que vivían los múltiples y variados grupos de cazadores y recolectores probablemente divergieran, como poco, tanto como lo hacen hoy en día entre las poblaciones de los diversos lugares del planeta. Sin embargo, a pesar de ese conocimiento limitado y esa dificultad a la hora de concretar, sí que podemos resumir una serie de diferencias generales entre su mundo y el nuestro.

En la prehistoria, la gente vivía en grupos de entre cincuenta y ciento cincuenta personas. Hoy en día, la mayoría de la población mundial vive en grandes ciudades.

En la prehistoria, la gente se mudaba constantemente de un sencillo asentamiento a otro. Hoy en día, nos quedamos en un mismo lugar durante varios años o décadas.

En la prehistoria, la gente veía a lo largo de su vida a solo unos pocos cientos de individuos —un millar como máximo—, los cuales se parecían mucho a ellos mismos. Hoy en día, vemos a millones de personas de todo el mundo a lo largo de nuestra vida.

En la prehistoria, la mitad de la gente moría antes de cumplir los diez años. Hoy en día, solo un pequeño porcentaje muere antes de esa edad.

En la prehistoria, la esperanza de vida era de apenas treinta años. Hoy en día, la esperanza global de vida es de setenta y cinco años para las mujeres y setenta para los hombres.

En la prehistoria, las causas más comunes de muerte eran el hambre, la deshidratación, las infecciones, las hemorragias y el homicidio. Hoy en día, las causas más comunes de muerte son las enfermedades cardiovasculares y el cáncer.

En la prehistoria, del 10 al 15 % de la población moría a manos de otro individuo. Hoy en día, menos del 1 % de las muertes se deben al crimen o la guerra, es decir, son resultado de la acción de otra persona.

En la prehistoria, para sobrevivir se necesitaba una gran capacidad de distracción y estar en un constante estado de alerta ante el peligro. Hoy en día, consideramos la capacidad de no distraernos como una de las cualidades más importantes del ser humano. Ya no existen los mismos peligros que antaño.

En la prehistoria, el que no se movía para intentar encontrar algo comestible casi a diario se arriesgaba a morir de hambre. Hoy en día, no tenemos que dar un solo paso para conseguir comida: se puede pedir con toda facilidad que te la traigan directamente a la puerta de casa.

Así que, en una larga lista de puntos, los cambios que se han producido en nuestro entorno han sido enormes. ¡Y en solo unos cuantos miles o cientos de años! «Unos cuantos miles de años» quizá nos parece, desde nuestra perspectiva, una eternidad; no obstante, en términos evolutivos no es más que un abrir y cerrar de ojos. La consecuencia es que nuestro desarrollo no está sincronizado con el tiempo en que vivimos. Para comprender más a fondo las implicaciones que esto conlleva, debemos comenzar echando un vistazo más de cerca al órgano en el que surgen y se almacenan nuestros pensamientos, sentimientos y experiencias: el cerebro humano.

LAS EMOCIONES SON ESTRATEGIAS DE SUPERVIVENCIA

Desde tu primer llanto al nacer hasta que exhalas tu último aliento, tu cerebro intenta siempre responder a una sola pregunta: «¿Qué debo hacer ahora?». No le importa lo más mínimo lo que pasó ayer. Lo único que cuenta para él es el presente y el futuro. Y para poder evaluar de manera adecuada cada una de las situaciones en las que te vas viendo inmerso y guiarte en la dirección correcta, se sirve de la ayuda, primero, de los recuerdos y, luego, de las emociones. Sin embargo, su forma de operar no se halla necesariamente orientada hacia lo que te hace sentirte bien (como, por ejemplo, ascender en tu carrera profesional o llevar una vida de hábitos saludables). Lo que busca es lo que era bueno para tus antepasados a la hora de sobrevivir y transmitir sus genes.

Los sentimientos no son reacciones a la realidad que nos rodea, sino algo que el cerebro pone en marcha como una respuesta combinada tanto a lo que ocurre a nuestro alrededor como a lo que sucede en el interior de nuestro cuerpo. Lo hace para encauzarnos hacia diferentes comportamientos. ¿Te suena raro? Entonces empecemos desde el principio. Es lógico que queramos entender y controlar nuestras emociones; sobre todo, cuando nos sentimos mal. No obstante, para ello, necesitamos saber qué es lo que son y por qué se producen dentro de nosotros. Y es que su función biológica es bastante más esencial que la de meramente reportarnos a ti y a mí una vida interior más rica y mejor.

Al igual que en el resto de los seres vivos, la evolución ha moldeado el cuerpo y el cerebro humanos a partir de un solo principio básico: sobrevivir y transmitir los genes. Para ello, ha echado mano de varias estrategias diferentes en cada especie. Una, por ejemplo, es hacer que algunos animales sean capaces de desplazarse tan deprisa que puedan huir de sus enemigos, o de camuflarse para que no los detecten. Otra es dotar a una determinada especie de cualidades que le permitan alcanzar fuentes de alimento a las que otras no tienen acceso; como la jirafa, que puede comer hojas de las ramas altas de los árboles. Pero aún más sofisticada es la estrategia desarrollada en el ser humano, la cual recae sobre la conducta y nos lleva a comportarnos de la manera que nos confiera más posibilidades de sobrevivir. Las emociones son básicamente eso, tácticas de supervivencia; igual que el cuello largo de la jirafa o el pelaje del oso polar. No son un atributo físico o de la personalidad, sino algo que nos ayuda a actuar con flexibilidad, rapidez y fuerza.

LAS EMOCIONES NOS CONDUCEN HACIA DISTINTAS DECISIONES

Toda actividad humana —desde rascarse la barbilla hasta detonar una bomba atómica— es el resultado de una cosa: la voluntad de cambiar un determinado estado mental. Ese es el punto de partida. Y también la razón de que las emociones nos controlen. Cuando nos sentimos amenazados, o bien nos asustamos y salimos corriendo, o bien nos enfadamos y pasamos al ataque. Si nos falta energía en el cuerpo, experimentamos hambre y vamos en busca de comida.