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¿Cómo podría integrarse la milenaria práctica de la atención plena (también conocida como mindfulness) con la inteligencia emocional? Este libro analiza, a nivel teórico, y de forma muy didáctica y concisa, la forma de incorporar dicha práctica como herramienta potenciadora de la inteligencia emocional. El eje de esta integración práctica consiste en atender a nuestra experiencia presente con una actitud de apertura, aceptación y ausencia de juicio. Porque cuando focalizamos la atención plena en los contenidos emocionales, se facilita enormemente la comprensión y regulación de las emociones. Este libro te permitirá conocer en profundidad qué es el mindfulness o atención plena, sus efectos terapéuticos, entender cómo ha surgido y se ha ido desarrollando el concepto de inteligencia emocional y saber de qué forma integrar ambos conceptos para desarrollar un tipo de inteligencia que excede lo que hoy entendemos por una inteligencia anlítica o emocional. El resultado es una Inteligencia Emocional Plena (INEP) que nos permite integrar nuestro sistema cognitivo y emocional en el "aquí y ahora".
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Seitenzahl: 227
Veröffentlichungsjahr: 2012
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Inteligencia emocional plena
Mindfulness y la gestión eficaz de las emociones
1. Introducción
2. La inteligencia emocional
3. Mindfulness
4. Neurociencia en la inteligencia emocional y mindfulness
5. Integrando la inteligencia emocional y mindfulness
6. La inteligencia emocional plena
«No se puede solucionar un problema partiendo de la misma “conciencia” o perspectiva que lo provocó.»
ALBERT EINSTEIN
Tal vez las personas reconocen una paradoja fundamental: la ciencia nos ha ayudado a tener un control increíble sobre nuestro mundo exterior, pero hemos avanzado poco en el control de nuestros mundos internos, emocionales. Por ejemplo, podemos viajar por todo el mundo en menos de un día, pero no parece que se haga mucho en cuanto al progreso en la reducción de la violencia, el racismo, el asesinato y el suicidio. Si miramos con honestidad la condición humana, debemos admitir que la falta de inteligencia emocional está en todas partes. La gente puede estar mirando a la IE [Inteligencia Emocional], tal vez con la esperanza de que les ayudará a obtener el control de sus vidas. (Ciarrochi y Blackledge, 2005.)
La inteligencia es, ha sido y posiblemente será uno de los aspectos que más interés ha suscitado a lo largo de este último siglo dentro de la psicología y también en disciplinas tales como la pedagogía, la filosofía o la neurología. Incluso después de muchos avances, la inteligencia se sigue considerando un fenómeno en gran medida desconocido por su complejidad. Esta complejidad ha propiciado que surjan, sobre todo en las últimas décadas, diferentes teorías y definiciones sobre el constructo, que hacen difícil a los investigadores poder llegar a una definición aceptada y consensuada por todos (Sternberg, 2000; Sternberg, Castejón, Prieto, Hautämaki y Grigorenko, 2001).
En estas últimas décadas, algunos autores han considerado incompleta la visión de la inteligencia que hace referencia solamente al denominado cociente intelectual.
Por esta razón, las teorías recientes conducen al desarrollo de una nueva perspectiva de la inteligencia mucho más amplia, en la que se tienen en cuenta otros aspectos más allá de los puramente racionales, como los factores emocionales (Pérez y Castejón, 2007).
Estas emociones desempeñan un papel importante y trascendental en la vida personal, especialmente en cómo interactúan en la realidad del individuo, en su vida cotidiana, estando presentes de manera diversa en cada experiencia vital, y de manera particular en su entorno social, pudiendo hacer del individuo una persona con un alto grado de bienestar y éxito en su perspectiva socioemocional o, a su vez, una persona con un grado alto de desadaptación.
En esta misma línea, el entronque de atención plena o mindfulness como procedimiento terapéutico se encuentra en el desarrollo de las denominadas nuevas terapias conductuales (Vallejo, 2007). Hayes, Luoma, Bond, Masuda y Lillis (2006) han venido a denominar como terapias de tercera generación aquellas que incluyen en sus componentes procesos de mindfulnessy aceptación, así como procesos de compromiso y cambio directo de conductas. Aunque las aplicaciones clínicas de mindfulnessestuvieron ligadas inicialmente a su papel como procedimiento de control fisiológico-emocional, hay abundantes datos que apoyan el uso del mindfulnessen un amplio número de trastornos que incluyen desde el tratamiento de la depresión o los trastornos de personalidad, hasta los trastornos alimentarios, la ansiedad generalizada, el estrés, la violencia, los problemas de pareja, etcétera (Baer, 2003; Baer, Hopkins, Krietemeyer, Smith y Toney, 2006). Franco (2009) ha estudiado recientemente la incidencia de un programa de meditación sobre la percepción del estrés en estudiantes de primer curso de Magisterio, obteniendo una reducción significativa en dicha variable y concluyendo, por tanto, que la práctica de este tipo de programas dota a las personas de una serie de recursos que les permitirán afrontar de forma más eficaz las diferentes situaciones de estrés. Este aspecto coincide con la mejora de sus emociones y del ajuste psicológico.
Sin embargo, es menester continuar la investigación en este campo de las teorías de tercera generación; aún queda mucho por conocer y experimentar en el área de las emociones. La inteligencia emocional ha generado un camino, una ventana a nuevos conocimientos, así como la inserción de las técnicas orientales, como es el caso de la meditación, y técnicas de respiracion y atención, que seguramente proveerán de mucha información relevante para el entendimiento de los procesos cognitivo-emocionales; y si agregamos a todo esto el ingrediente del aporte de las neurociencias, es muy posible que muy pronto sepamos más de la relación de las funciones cerebrales con el comportamiento social y de otros aspectos conductuales que pueden tener un origen de tipo biológico más que de tipo cognitivo. La propuesta teórica que se expresa en este manuscrito está basada en una fusión de la inteligencia emocional y la atención plena o mindfulness. Consideramos que la inteligencia emocional desde el modelo de habilidades de Salovey y Mayer puede ser muy favorecida cuando se aplica desde la perspectiva de la atención plena. Recientes investigaciones han manifestado resultados muy halagüeños, que nos indican que el camino que hemos escogido en el campo de la investigación de estos dos constructos psicológicos es el deseado para potenciar la inteligencia emocional en las personas.
«Su rostro expresaba más que mil palabras que pudiera pronunciar, era un libro abierto, su sonrisa iluminaba mis espacios más oscuros, su ánimo me contagiaba solo al verla, al punto que, sin pensarlo, ya estaba riendo igual que ella sin saber de qué…»
HÉCTOR ENRÍQUEZ
El siglo XXI será dentro del ámbito de la psicología el siglo de las emociones. Actualmente, la mayoría de los investigadores reconocen la importante influencia que ejercen los aspectos emocionales sobre el bienestar y la adaptación individual y social. Puede decirse, por tanto, que estamos rectificando el error cometido durante décadas al relegar la emoción y los afectos a un segundo plano con respecto a la cognición y la conducta (Jiménez y López-Zafra, 2008).
Una buena prueba de este creciente interés por analizar la influencia de las emociones en todos los ámbitos de la vida es el progresivo desarrollo que se está produciendo en los últimos años en el ámbito de la Inteligencia Emocional (IE), desde que Mayer y Salovey emplearon por primera vez el término en la década de los noventa y Goleman lo hiciera llegar al gran público con su best seller pocos años después (Fernández-Berrocal et al., 2006).
Comprender el concepto de inteligencia emocional requiere explorar los términos que lo componen, “inteligencia” y “emoción”. En este sentido se considera importante realizar un análisis de estos dos conceptos, en los que subyacen las claves para entender o visualizar guías o caminos claros y entendibles del complejo comportamiento humano.
En estas últimas décadas, algunos autores han considerado incompleta la visión de la inteligencia que hace referencia solamente al denominado cociente intelectual. Así, el primer problema con que nos encontramos es definir qué es la inteligencia, si hay una o varias, si funcionan de manera independiente, aislada o en correlación, etcétera. Una breve revisión del concepto de “inteligencia” nos lleva a comienzos del siglo XX. Sin duda, anteriormente ha existido un concepto adaptado a las necesidades del contexto histórico en el que se mueven los individuos.
La investigación sobre la inteligencia probablemente se inicia con los estudios de Broca (1824-1880), que estuvo interesado en medir el cráneo humano y sus características y, por otra parte, descubrió la localización del área del lenguaje en el cerebro. Al mismo tiempo, Galton (1822-1911), bajo la influencia de Darwin, realizaba sus investigaciones sobre los genios donde aplicaba la campana de Gauss. También en esta época Wundt (1832-1920) estudiaba los procesos mentales mediante la introspección. Pero es a partir de Binet cuando se habla de la medición de la inteligencia, cuyos efectos sobre la educación son imponderables. En 1905, Binet (1857-1911) elabora el primer test de inteligencia a partir de una demanda del Ministerio de Educación francés, con objeto de identificar a los sujetos que podían seguir una escolaridad ordinaria y distinguirlos de los que requerían educación especial.
El concepto de “Cociente intelectual” (CI) fue elaborado por Stern, en 1912, que pretendía ajustar el concepto de edad mental establecido por Binet, quien diseñó el primer cuestionario para medir la inteligencia. Evidentemente, este primer instrumento estaba ligado a la posibilidad de predecir qué alumnos tendrían éxito en el rendimiento escolar. De este modo quedó unido el concepto de inteligencia al éxito escolar, en un momento en que comenzaba a llevarse a cabo una política de escolarización de la población en los países más avanzados.
En 1938, Thurstone rechaza la teoría de una inteligencia general y analiza siete habilidades esenciales estableciendo la teoría factorial de la inteligencia, como son la comprensión y la fluidez verbal, habilidad numérica, percepción espacial, memoria, razonamiento y rapidez de percepción. Cattell distingue en 1967 entre “inteligencia Fluida” e “inteligencia Cristalizada”. Spearman establece el factor “g” como índice general de la inteligencia. Pero todos ellos hacen referencia en sus teorías a capacidades verbales, numéricas, espaciales, perceptivas, de memoria o psicomotrices. Es decir, se elaboran conceptos de inteligencia siempre relacionados con la predicción del éxito académico, dejando los aspectos afectivo-emocionales como elementos facilitadores o distorsionadores de ese rendimiento, pero no como elementos centrales del desarrollo intelectual y predictores del éxito personal y social (Sánchez, Blum y Piñeyro, 1990).
Por su parte, Howard Gardner (1983) enuncia sus planteamientos acerca del pensamiento humano, al que le otorga una mayor amplitud y al que trata de definir a través de su teoría de las “inteligencias múltiples”, en la que se hace referencia a un amplio abanico de inteligencias diversas, entre las que sitúa la inteligencia inter- e intrapersonal. Estas dos últimas inteligencias estarían relacionadas con aspectos socio-emocionales, coincidiendo así, al menos en parte, con la corriente de autores que defiende la existencia de una inteligencia emocional, independiente de otros constructos cercanos como la inteligencia psicométrica tradicional o la personalidad.
Salvo las excepciones de Guilford, Gardner y las de algunos otros, el siglo xx ha confiado en el enfoque correlacional para identificar inteligencias. De hecho, los investigadores han desarrollado tantas medidas como inteligencias han imaginado y, además, ha sido una dura competencia entre las diferentes inteligencias y sus interrelaciones a través del siglo xx.
A psicólogos como Robert Sternberg, Howard Gardner y Peter Salovey hay que agradecer que empiece a consolidarse un concepto mucho más amplio de la inteligencia. La idea de las inteligencias múltiples está sustituyendo al concepto unilateral de inteligencia abstracto-académica que Alfred Binet, el padre de los test para determinar el CI, hizo arraigar hace cien años en todas las mentes (Martin y Boeck, 2004).
Por este motivo, las teorías recientes conducen al desarrollo de una nueva perspectiva de la inteligencia mucho más amplia, en la que se tienen en cuenta otros aspectos más allá de los puramente racionales, como los factores emocionales (Pérez y Castejón, 2007).
Entre las teorías actuales se encuentra la aportada por Sternberg, quien ha contribuido a esta nueva concepción adoptando una visión multidimensional de la inteligencia, en la que diferencia varios tipos de talentos o inteligencias relativamente distintas e independientes: la analítica, la práctica y la creativa (Sternberg, 1997, 2000; Sternberg, Grigorenko y Bundy, 2001), integrando en su concepto la creatividad y los aspectos, personales y sociales. Considera que es más importante saber cuándo y cómo usar esos aspectos de la que llama inteligencia exitosa, que simplemente tenerlos. Las personas con inteligencia exitosa no solo tienen esas habilidades, sino que reflexionan sobre cuándo y cómo usarlas de manera eficaz. Su visión de los test de inteligencia tradicionales es crítica puesto que considera que estos solo miden el aspecto analítico, y ni siquiera por completo, considerando que habría que ir más allá del cociente intelectual, es decir, más allá de la inteligencia analítica para identificar a personas inteligentes con pronóstico de resultados favorables en la vida, ya que la inteligencia analítica, únicamente, no garantiza el éxito en el mundo real (Sternberg et al., 2001).
De todas estas inteligencias, son la inteligencia interpersonal y la intrapersonal las que nos interesan particularmente, ya que son las que tienen que ver con la inteligencia emocional. En cierta forma, la IE está formada por estas dos inteligencias. En otro orden de cosas, la inteligencia interpersonal tiende a coincidir con lo que otros autores han denominado inteligencia social (Zirkel, 2000; Topping, Bremmer y Holmes, 2000; Cherniss, 2000). Mientras que la inteligencia intrapersonal tiende a coincidir con la inteligencia personal (Sternberg, 2000; Hedlund y Sternberg, 2000).
El papel de las emociones en la adaptación del ser humano ha sido ampliamente aceptado y estudiado desde Hipócrates y Galeno, pasando por Darwin (1872) y LeDoux (1996), hasta Cacioppo, Larsen, Smith y Bernston (2004).
Ya en la Grecia antigua, el cosmólogo Empédocles (hacia 450 a. de C.) formulaba a grandes rasgos la teoría de los cuatro tipos de temperamento: colérico, melancólico, sanguíneo y flemático. Creía que el cuerpo humano, como todas las formas terrenales, se componía de cuatro elementos: fuego, tierra, aire y agua. Relacionó estos cuatro elementos con los cuatro humores corporales: la bilis roja y la negra, la sangre y las mucosidades. Con ello, Empédocles estableció las bases para una psicología determinada de manera primordial por los humores corporales.
Más tarde, la psicología del Renacimiento, encabezada por Robert Burton con su obra en tres tomos Anatomy of Melancholy, amplió y perfeccionó esta sistematización. Burton y sus contemporáneos elaboraron una tesis según la cual la composición de los humores corporales, y en consecuencia el equilibrio anímico del ser humano, era sensible a influencias externas como la alimentación, la edad y las pasiones. Otro hito en la psicología de las emociones fue la publicación de Charles Darwin La expresión de las emociones en el hombre y en los animales (1872). Darwin intentaba demostrar que existen esquemas de comportamiento congénito para las emociones más importantes, como la alegría, la tristeza, la indignación y el miedo (Martin et al., 2004).
Otros antecedentes están en los enfoques del counseling, particularmente la psicología humanista, con Gordon Allport, Abraham Maslow y Carl Rogers, que a partir de mediados del siglo xx ponen un énfasis especial en la emoción. Después vendrán la psicoterapia racional-emotiva de Albert Ellis y muchos otros, que adoptan un modelo de counseling y psicoterapia que toma la emoción del cliente como centro de atención. Este enfoque defiende que cada persona tiene la necesidad de sentirse bien consigo misma, experimentar las propias emociones y crecer emocionalmente. Cuando se ponen barreras a este objetivo básico pueden derivarse comportamientos desviados. Taylor, Bagby y Parker (1997), al ocuparse de los desórdenes afectivos, hacen referencia a algunos aspectos procesuales de la IE.
Una emoción se produce de la siguiente forma:
1) Informaciones sensoriales llegan a los centros emocionales del cerebro.
2) Se produce una respuesta neurofisiológica.
3) El neocórtex interpreta la información.
De acuerdo con este mecanismo, en general hay bastante acuerdo en considerar que: «Emoción es un estado complejo del organismo caracterizado por una excitación o perturbación que predispone a una respuesta organizada. Las emociones se generan como respuesta a un acontecimiento externo o interno» (Bisquerra, 2007).
El proceso de valoración puede tener varias fases. Según Lazarus (1991) hay una valoración primaria sobre la relevancia del evento: ¿es positivo o negativo para el logro de nuestros objetivos? En una evaluación secundaria se consideran los recursos personales para poder afrontarlo: ¿estoy en condiciones de afrontar esta situación?
Gran parte de lo que el cerebro realiza cuando se produce una emoción sucede independientemente del conocimiento consciente; se realiza de forma automática. Conviene insistir en que la mayoría de las emociones se generan inconscientemente. También es útil distinguir entre reacciones emocionales innatas y acciones emocionales voluntarias. Las respuestas de evitación se encuentran a mitad de camino entre ambas. Cuando hablamos de las acciones emocionales voluntarias nos referimos a los sentimientos (LeDoux, 1999). El estado de ánimo se refiere a un estado emocional mantenido durante semanas o más tiempo. Coincidimos con Frijda (1994) al afirmar que las emociones nos dicen qué hechos son verdaderamente importantes para nuestra vida.
Hay tres componentes en una emoción: neurofisiológico, conductual y cognitivo. Lo neurofisiológico se manifiesta en respuestas como taquicardia, sudoración, vasoconstricción, hipertensión, tono muscular, rubor, sequedad en la boca, cambios en los neurotransmisores, secreciones hormonales, respiración, etcétera. Todo esto son respuestas involuntarias que el sujeto no puede controlar, sin embargo, se pueden prevenir mediante técnicas apropiadas como la relajación.
La observación del comportamiento de un individuo permite inferir qué tipo de emociones está experimentando. Las expresiones faciales, el lenguaje no verbal, el tono de voz, volumen, ritmo, movimientos del cuerpo, etcétera, aportan señales de bastante precisión sobre el estado emocional.
El componente cognitivo o vivencia subjetiva es lo que a veces se denomina sentimiento. Sentimos miedo, angustia, rabia y muchas otras emociones. Para distinguir entre el componente neurofisiológico y el cognitivo, a veces se emplea el término “emoción”, en sentido restrictivo, para describir el estado corporal (es decir, el estado emocional) y se reserva el término “sentimiento” para aludir a la sensación consciente (cognitiva). El componente cognitivo hace que califiquemos un estado emocional y le demos un nombre. El etiquetado de las emociones está limitado por el dominio del lenguaje. Dado que la introspección a veces es el único método para llegar al conocimiento de las emociones de los demás, las limitaciones del lenguaje imponen serias restricciones a este conocimiento, pero al mismo tiempo dificultan la toma de conciencia de las propias emociones. Este déficit provoca la sensación de “no sé qué me pasa”, lo cual puede tener efectos negativos sobre la persona, de ahí la importancia de una educación emocional encaminada, entre otros aspectos, a un mejor conocimiento de las propias emociones y del dominio del vocabulario emocional (Bisquerra, 2003).
En los últimos años, la psicología ha mostrado un especial interés por conocer los mecanismos que subyacen al procesamiento de la información emocional y a la relación entre los procesos cognitivos y emocionales (Cano-Vindel y Fernández-Castro, 1999). Esta línea de trabajo se basa en la consideración de las emociones no solo como mecanismos indispensables para la supervivencia del organismo (Darwin, 1872), sino también como procesos adaptativos capaces de motivar la conducta, ayudar a los procesos de memoria a almacenar y evaluar acontecimientos relevantes, focalizar la atención en un número limitado de opciones, favorecer la toma de decisiones e influir en la determinación final de nuestro comportamiento. Desde esta perspectiva, las emociones representan una fuente de información útil acerca de las relaciones que se establecen entre el individuo y su medio (Salovey, Mayer, Goldman, Turvey y Palfai, 1995). El hecho de poseer determinadas habilidades para reflexionar acerca de esta información e integrarla en nuestro pensamiento puede suponer un requisito importante a la hora de manejar nuestras vidas y de favorecer una adecuada adaptación social y emocional.
Por lo que respecta a los antecedentes centrados en la inteligencia emocional se pueden mencionar los trabajos realizados por Leuner (1966), el cual publica un artículo en alemán cuya traducción sería «Inteligencia emocional y emancipación» (citado por Mayer, Salovey y Caruso, 2000). En él se plantea el tema de cómo muchas mujeres rechazan nuevos roles sociales a causa de su baja inteligencia emocional.
Payne (1986) presenta un trabajo con el título de «A study of emotion: Developing emotional intelligence; Self integration; relating to fear, pain and desire» (citado por Mayer, Salovey y Caruso, 2000a). Como podemos observar en el título aparecía “inteligencia emocional”. En este documento, Payne plantea el eterno problema entre emoción y razón, y propone integrar emoción e inteligencia de tal forma que en las escuelas se enseñen respuestas emocionales a los niños. La ignorancia emocional puede ser destructiva; por esto, los gobiernos deberían ser receptivos y preocuparse de los sentimientos individuales. Interesa subrayar que este artículo, uno de los primeros sobre inteligencia emocional del que tenemos referencia, se refiere a la educación de la inteligencia emocional. En este sentido podemos afirmar que la inteligencia emocional ya en sus inicios manifestó una vocación educativa.
Estos dos últimos documentos prácticamente no tuvieron trascendencia y no se citan (con muy contadas excepciones) en los estudios científicos sobre IE. Sin embargo, podemos suponer que tuvieron una influencia sobre el famoso artículo de Salovey y Mayer (1990), puesto que estos autores son de los pocos, tal vez los únicos, que los citan posteriormente (Mayer, Caruso y Salovey, 2000).
En 1983, Bar-On utilizó la expresión EQ (Emotional Quotient) en su tesis doctoral. Según explica él mismo, el término EQ fue acuñado en 1980 (Bar-On, 2000: 366). Aunque parece ser que no tuvo difusión hasta 1997 cuando se publicó la primera versión del The Emotional Quotient Inventory (Bar-On, 1997).
A menudo pasa desapercibido que en 1994 se fundó el CASEL (Consortium for the Advancement of Social and Emotional Learning), con objeto de potenciar la educación emocional y social en todo el mundo. Este hecho, claramente educativo, fue anterior a la publicación del libro de Goleman (1995).
El concepto inteligencia emocional (IE) apareció por primera vez desarrollado en 1990 en un artículo publicado por Peter Salovey y John Mayer, continuando con una tendencia iniciada por otros grandes psicólogos como Wechsler (1940), Gardner (1983) o Sternberg (1988). Estos investigadores, sin menospreciar la importancia de los aspectos cognitivos, reconocían el valor esencial de ciertos componentes denominados “no cognitivos”, es decir, factores afectivos, emocionales, personales y sociales, como predictores adecuados de nuestras habilidades de adaptación y éxito en la vida (Cabello, Ruiz-Aranda, Fernández-Berrocal, 2010). No obstante, quedó relegado al olvido durante cinco años hasta que Daniel Goleman, psicólogo y periodista americano con una indudable vista comercial y gran capacidad de seducción y de sentido común, convirtió estas dos palabras en un término de moda al publicar su libro Inteligencia emocional (1995). La tesis primordial de este libro se resume en que necesitamos una nueva visión del estudio de la inteligencia humana más allá de los aspectos cognitivos e intelectuales, que resalte la importancia del uso y gestión del mundo emocional y social para comprender el curso de la vida de las personas. Goleman afirma que existen habilidades más importantes que la inteligencia académica a la hora de alcanzar un mayor bienestar laboral, personal, académico y social. Esta idea tuvo una gran resonancia en la opinión pública y, a juicio de autores como Epstein (1998), parte de la aceptación social y de la popularidad del término se debió principalmente a tres factores:
• El cansancio provocado por la sobrevaloración del cociente intelectual (CI) a lo largo de todo el siglo xx, ya que había sido el indicador más utilizado para la selección de personal y recursos humanos.
• La antipatía generalizada en la sociedad ante las personas que poseen un alto nivel intelectual, pero que carecen de habilidades sociales y emocionales.
• El mal uso en el ámbito educativo de los resultados en los test y evaluaciones de CI que pocas veces pronostican el éxito real que los alumnos tendrán una vez incorporados al mundo laboral, y que tampoco ayudan a predecir el bienestar y la felicidad a lo largo de sus vidas.
Como consecuencia de este conjunto de eventos, y tras el best seller de Goleman, fuimos invadidos por una oleada de información mediática de todo tipo (prensa, libros de autoayuda, páginas web, etcétera). Por otra parte, diferentes autores, como Bar-On (1997), Cooper y Sawaf (1997), Shapiro (1997), Goleman (1998) y Gottman (1997), publicaron aproximaciones al concepto de lo más diversas, propusieron sus propios componentes de la IE y elaboraron herramientas para evaluar el concepto.
Hasta finales de la década pasada y comienzos de la actual se empezaron a dar los primeros pasos firmes en la constatación empírica de los efectos que una buena IE puede ejercer sobre las personas. En general, los primeros trabajos se encaminaron a examinar el constructo de IE, se centraron en el desarrollo teórico de modelos y la creación de instrumentos de evaluación rigurosos (Mayer et al., 2000; Salovey, Woolery y Mayer, 2001). En la actualidad, existe suficiente base teórica y se han desarrollado las herramientas necesarias para examinar de forma fiable la relación de este concepto con otras variables relevantes, tanto en experimentos de laboratorio como en estudios de campo. De hecho, la línea de investigación vigente se centra en establecer la utilidad de este nuevo constructo en diversas áreas vitales de las personas, con el objetivo de demostrar cómo la IE determina nuestros comportamientos y en qué áreas de nuestra vida influye más significativamente (Extremera y Fernández-Berrocal, 2004a).
Para definir la inteligencia emocional un aspecto final era importante: tenía que ser distinguida de los rasgos de personalidad y de los talentos. Los rasgos de personalidad pueden ser definidos como formas características o preferidas de comportarse (por ejemplo, extraversión, timidez); y los talentos pueden definirse como capacidades no intelectuales (por ejemplo, habilidad para los deportes). Como describen Mayer y Salovey (1993): «hemos escrito en la revista Intelligence que la inteligencia emocional podría ser considerada una inteligencia actual y distinta, por ejemplo, de un rasgo social altamente valorado». La “bondad en las relaciones humanas” de Scarr (1989) podría ciertamente estar compuesta de rasgos como la sociabilidad, la honradez o el ser cariñoso. Pero además, allí podrían existir habilidades verdaderas tales como el conocimiento sobre lo que otra persona está sintiendo, que podría implicar un pensamiento apreciable y, por consiguiente, podría ser considerado una inteligencia.
Así, el intento de operacionalización del término “emoción” para el estudio de su implicación en la adaptación del ser humano nos conduce al concepto de “inteligencia emocional” (IE) definido por primera vez por Salovey y Mayer en 1990 y reformulado en 1997 como:
«La habilidad de percibir con exactitud, valorar y expresar emociones; la habilidad de acceder o generar sentimientos que faciliten el pensamiento; la habilidad de comprensión emocional y conocimiento emocional; y la habilidad de regular emociones para promover el crecimiento intelectual y emocional».
Para estos autores, la IE es considerada como la habilidad del procesamiento de la información emocional, igualándose a cualquier otra capacidad o habilidad cognitiva. Actualmente es la teoría que mayor aceptación ha conseguido en el ámbito científico y mayor producción investigadora ha provocado (Fernández- Berrocal et al., 2006; Salguero, Iruarrizaga, 2006).
La inteligencia emocional, en apenas 15 años de vida científica (Salovey et al., 1990), ha pasado de ser un concepto de moda a convertirse en un apasionante y fructífero campo de investigación. Aunque a veces enfrentados, los diversos planteamientos teóricos y de evaluación, así como las posibles implicaciones del constructo en importantes áreas del funcionamiento vital de las personas (por ejemplo, salud, educación, trabajo, familia…), se han convertido en detonantes del interés por el estudio de la IE (Fernández-Berrocal et al., 2006).
En este sentido, varios autores defienden que las habilidades para identificar, asimilar, comprender y regular nuestras emociones, y las de los demás, son recursos potenciales que facilitarían un mayor afrontamiento ante los eventos estresantes (Matthews y Zeidner, 2000; Salovey et al., 1999; Zeidner, Matthews y Roberts, 2006). Tanto la percepción de nuestras habilidades emocionales, evaluada mediante autoinformes de IE (Extremera y Fernández-Berrocal, 2005; Schutte, Malouff, Hall, Haggerty, Cooper, Goldmen, y Dornheim, 1998), como la destreza emocional en sí, evaluada mediante medidas de ejecución (Brackett y Salovey, 2006), son predictores significativos del bienestar emocional y del ajuste psicosocial de las personas.
La inteligencia emocional es objeto de gran interés, debido a que hay evidencia de que las diferencias individuales en el procesamiento de la información afectiva predicen el éxito (Goleman, 1995; Salovey et al., 1990) y la adaptación de la persona a su medio (Boyatzis, Goleman y Rhee, 2000; Ciarrochi et al., 2000) en distintos ámbitos de su vida, como el educativo (Culver y Yokomoto, 1999; Lam y Kirby, 2002) y la salud mental (Ciarrochi, Deane y Anderson, 2002; Parker, Taylor y Bagby, 2001, y Salovey, 2001).