Interesarse por la vida - Raúl Villarroel - E-Book

Interesarse por la vida E-Book

Raúl Villarroel

0,0

Beschreibung

Los ensayos reunidos en este libro se proponen examinar, con la mirada dialogante, crítica y propositiva del filósofo atento, algunos de los más fascinantes y complejos escenarios en los que hoy se exhibe la condición del ser vivo y de la vida, ante la que el pensamiento humano se ve exigido a reflexionar cada vez más profundamente.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 400

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



174.957

V722iVillarroel, Raúl.

Interesarse por la vida. Ensayos bioéticos y biopolíticos

/ Raúl Villarroel. – 1a. ed. –

Santiago de Chile: Universitaria, 2014.

224 p.; 15,5 x 23 cm. – (El saber y la cultura)

Incluye notas a pie de página.

Bibliografía: p.151-162.

ISBN Impreso: 978-956-11-2438-7ISBN Digital: 978-956-11-2714-2

1. Bioética.2. Etica médica.3. Biopolítica.

4. Etica ambiental. 5. Economía – Aspectos morales y eticos.

I. t.

© 2014 RAÚL VILLARROEL.

Inscripción Nº 240.649, Santiago de Chile.

Derechos de edición reservados para todos los países por

© EDITORIAL UNIVERSITARIA, S.A.

Avda. Bernardo O’Higgins 1050, Santiago de Chile.

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,

puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por

procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o

electrónicos, incluidas las fotocopias,

sin permiso escrito del editor.

DISEÑO DE PORTADA Y DIAGRAMACIÓN

Yenny Isla Rodríguez

Norma Díaz San Martín

Este proyecto cuenta con el financiamiento del

FONDO JUVENAL HERNÁNDEZ JAQUE 2013

DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE

www.universitaria.cl

Diagramación digital: ebooks [email protected]

ÍNDICE

Prólogo

PRIMERA PARTE.Bioética y Biopolítica. Reflexiones en torno del biopoder

1. Consideraciones bioéticas y biopolíticas sobre la tarea médica. Entre “arte de curar” y “saber/poder”

1.1. La curandería chamanística

1.2. La medicina “científica”

1.3. El “arte de curar”

1.4. Objetividad científica y dispositivo clínico

1.5. El paciente como “texto”

1.6. Más allá del biopoder y la biopolítica

2. Derechos individuales y deberes de Estado. El debate sobre la anticoncepción de emergencia en Chile

2.1. Presentación

2.2. La dimensión histórica

2.3. La dimensión biomédica

2.4. La dimensión jurídica

2.5. La dimensión política

2.6. La dimensión religiosa

2.7. La dimensión bioética

3. Soberanía de la existencia personal. ¿Sería legítimo querer morir conforme a la propia voluntad?

3.1.Mors cita et sine cruciatu

3.2. Elementos históricos para el debate

3.3. La cuestión del “derecho a la vida”

3.4. La cuestión del “derecho a morir” conforme a la propia voluntad

4. Sobre eugenesia, higienismo y otros relatos del biopoder

4.1. Una respuesta al comentario de la profesora Marisa Miranda

4.2. Eugenesia, racismo e higienismo en Chile

4.3. Urbanismo y administración biopolítica de la vida en las ciudades

4.4. Aperturas y compromiso libertario de la investigación sobre Eugenesia

5. Administración biopolítica de la intimidad en los “biobancos”

5.1. Presentación

5.2. Vigilancia y disciplina

5.3. Los usos políticos del cuerpo

5.4. Biopolítica y Biobancos

5.5. Ciencia, poder y capital

6. La validez de lo humano en la empresa científico-tecnológica

6.1. Presentación

6.2. El carácter de empresa de la investigación científica

6.3. Ciencia, ética y normatividad

6.4. El “hombre” de la ciencia

SEGUNDA PARTE.Ética, bioética y medio ambiente

1. Bioética y medio ambiente. Sentido y proyección de la crisis medioambiental

1.1. Sentido y proyección de la crisis medioambiental

1.2. La superación del paradigma tecnocientífico

1.3. Los efectos de la crisis medioambiental

1.4. La necesidad de un desarrollo sostenible

1.5. Vecindad y co-pertenencia de hombre y naturaleza

1.6. Los caminos de una ética medioambiental

2. Devastación antropogénica del ambiente y alteridad de los seres naturales

2.1. Un “cálculo egocéntrico de utilidad”

2.2. Los problemas ambientales como “problemas de escala” 141

2.3. Una nueva sensibilidad ético-ambiental

2.4. Una “solidaridad antropocósmica”

3. La máquina antropológica y sus reactivos biológicos. Usos y abusos de los animales no humanos con propósitos científicos

3.1. Aburrimiento y “pobreza de mundo”

3.2. La “máquina antropológica”

3.3. “Reactivos biológicos”

3.4. La noción de “valor intrínseco” y la vida animal

TERCERA PARTE.Ética, economía y democracia

1. Consideraciones generales en torno al vínculo entre ética y economía

1.1. La economía y su pretendido estatuto científico

1.2. El conflicto entre racionalidades

1.3. El prejuicio de una economía libre de valores

1.4. El carácter interesado de todo conocimiento

1.5. El desafío de la justificación ética de la Economía

2. Ética, economía y pobreza. Una articulación en clave hermenéutica

2.1. “Economía descalza” y “Economía a escala humana”

2.2. Economicismo neoliberal versus ética económica

2.3. Sen y la crítica del homo oeconomicus

2.4. Hacia una hermenéutica analógica de la Economía

3. Ética del desarrollo, democracia deliberativa y ciudadanía biológica. Una articulación en clave biopolítica afirmativa

3.1. Introducción

3.2. La “Ética del desarrollo”

3.3. Las concepciones participativas (deliberativas) de la democracia

3.4. Hacia un concepto expandido e incluyente de “ciudadanía”

3.5. Una ciudadanía biológica

3.6. Conclusiones

Bibliografía

PRÓLOGO

El libro que usted tiene ahora entre sus manos constituye el resultado de un acopio de reflexiones que he venido llevando a cabo durante los últimos años. Se podría decir que todos estos escritos han estado animados por un propósito común o que responden a un mismo objetivo. No obstante, han sido concebidos en diferentes periodos de mi labor académica y han derivado de inspiraciones motivadas por variados intereses. Ello explicaría las diferencias intrínsecas que alguien pudiera detectar entre una argumentación y otra, o también algunas reiteraciones temáticas que pudieran advertirse y que han resultado inevitables, pese al trabajo de edición. Ese propósito no es otro que tratar de enfatizar reflexivamente una serie de problemas éticos característicos y distintivos de nuestro presente, en que se nos plantean desafíos a los que no podemos dejar de responder porque nos interpelan desde lo más íntimo de nosotros mismos. Supongo que el hecho de haber querido coger y reunir estos textos a partir de su dispersa expresión original contribuirá a reforzar su afán crítico respecto de los hechos y fenómenos que se analizan. Con ello probablemente se abrirá una perspectiva nueva, una instancia distinta de examen de algunos controvertidos asuntos de la sociedad actual, que cualquier lector interesado en el ámbito de la reflexión ética sabría dimensionar. Podríamos suponer que, tal como tenemos en alta estima el uso adecuado de nuestra razón y de nuestras emociones, de nuestra imaginación o de nuestra memoria, porque las consideramos facultades que nos caracterizan esencialmente como los seres humanos que somos, no deberíamos dejar de ejercitar también nuestra capacidad de juicio ético; no correspondería que nos deshiciéramos de ella y permitiéramos que fuera el terreno propicio para que otros se enseñoreen y establezcan su dominio. Es lo que aquí intentaremos evitar que ocurra.

En nuestros días, interesantes intercambios de opiniones acerca de las implicancias filosóficas, políticas, económicas y sociales del desarrollo de la ciencia y la investigación se han instalado en la escena de la discusión ilustrada. Se ha suscitado, sin lugar a dudas, una acalorada discusión entre aquellos que, por una parte, confían en que la prevención de potenciales riesgos es una cuestión que estará siempre contemplada en la voluntad que dirige el trabajo de los científicos, por lo que este resulta inobjetablemente favorable para la vida. Las pautas directivas y los acuerdos internacionales suscritos al respecto por las naciones y las organizaciones garantizarían suficientemente la seguridad de los programas de investigación, el control de los ensayos experimentales y la inocuidad de las aplicaciones técnicas derivadas. En consecuencia, basados en tales argumentos, tienden a calificar de “oscurantistas” a las señales de alerta levantadas a propósito de dichos avances del conocimiento.

Pero, por otra parte, también están quienes se mantienen escépticos y disienten de aquellas convicciones, argumentando que la sola posibilidad de que la vida, en cualquiera de sus manifestaciones, pueda ser controlada y transformada a voluntad por los propios seres humanos, en circunstancias experimentales y con propósitos ulteriores de tan diverso e insospechado sello, resulta de suyo inquietante. Creen, por principio y doctrina, que la modificación de las circunstancias originales o iniciales de los sistemas vitales, o las intervenciones en sus patrones de desarrollo natural, por mínimas que estas sean, determinarán alteraciones imprevisibles en su evolución posterior. Suponen que influirá, sin que se pueda determinar exactamente cuánto o cómo, alterando el conjunto de las interacciones funcionales entre los seres que comparten el entorno.A su juicio, de todas maneras, esto implicaría una alta posibilidad de riesgo, que no resultaría de ningún modo aconsejable enfrentar, ni siquiera teniendo a la vista las supuestas ventajas y beneficios que eventual o concretamente un programa de intervención tal pudiera traer consigo.

Por cierto, la historia de las intervenciones practicadas por los seres humanos en el medio natural se remonta a los albores de su existencia sobre la faz de la tierra. Resulta razonable pensar que hayan debido provocar transformaciones en el ambiente para obtener así las condiciones requeridas para su propia subsistencia. Como sabemos, desde hace milenios los humanos se han valido de otras especies vivas para satisfacer necesidades o cumplir fines vinculados a sus intereses, usándolas ya sea para el mejoramiento de la producción agrícola, la curación de las enfermedades o para el incremento de su capacidad de producción de objetos, por mencionar solo algunos ejemplos corrientes. Sin embargo, lo que marca una diferencia significativa con la historia anterior y justifica que nos detengamos un momento para practicar la evaluación ética que este libro busca plantear es que, a partir de los inicios de la modernidad, el impacto de la alteración humana del hábitat natural ha experimentado un cambio esencial.

Hasta comienzos de la época moderna las transformaciones acometidas por los seres humanos en el ambiente natural eran inocuas. Al menos lo eran porque no podían interrumpir de modo permanente el flujo natural de los acontecimientos ni privar a la naturaleza de su capacidad para regenerarse o reconstituirse tras alguna agresión o desequilibrio de extensión local, resultando impensable una modificación permanente y a nivel enteramente global. El filósofo Hans Jonas nos ha mostrado que la naturaleza no era objeto de la responsabilidad humana hasta el momento en que el poderío científico y técnico desarrollado hace unos pocos siglos la puso en condición de vulnerabilidad y acabó con su equilibrio originario fundamental, dejándola a merced de nuestra voluntad y de cara a alteraciones ahora planetarias e irreversibles.

Es en este contexto reflexivo en el que debieran enmarcarse las múltiples discusiones contemporáneas referidas a la vida y el ambiente natural. Es en relación con aquellas amenazas potenciales que se ciernen sobre el futuro de nuestra existencia y la de las futuras generaciones que debemos meditar acerca del curso que queremos imprimirle al desarrollo de la investigación científica y las implementaciones tecnológicas con que buscamos avanzar en la solución de los problemas del presente y el porvenir.

No deberíamos desatender tampoco al hecho de que las ciencias con las que nuestra humanidad se encanta desde hace más de un siglo, en particular las ciencias “biomédicas”, tienen su matriz técnica en el registro infinitesimal que se comenzó a practicar respecto de los individuos y en las investigaciones ilimitadas que desencadenaron sobre su ser, para hacer entrar a la vida y sus mecanismos en los dominios de los cálculos explícitos, tal como señalara Michel Foucault. La distribución de lo viviente en registros de valor y utilidad marcaría el ingreso de la vida misma en el orden de las estrategias políticas y la lógica del poder. En este mismo sentido, otros autores, como Didier Fassin o Nikolas Rose, han enfatizado el papel que las ciencias han jugado en la vinculación de la vida subjetiva e intersubjetiva con los sistemas de poder político; un poder que se manifiesta, justamente, en la carne de los individuos, al punto que no resultaría errado hablar de un verdadero fenómeno de in-corporación del poder. Gobernar la vida requiere segmentar la realidad e identificar sus características y procesos particulares, es decir, ponerlos en visibilidad, tornarlos enunciables, hacerlos susceptibles de escritura, explicarlos científicamente, lo que podría ser homologable a constituir una materia sobre la que se pueda desplegar el cálculo político. Desde el siglo xix este proceso transformador de los sujetos en cifra, utilizable en los cálculos políticos y administrativos, comienza a extenderse hacia los más variados dominios.

Ciertamente, este mismo cálculo científico, político y económico, convertido en paradigma de la época contemporánea, ha colonizado el mundo de la vida en su más amplio sentido y se despliega inconteniblemente también sobre el medio ambiente. Lo ha sometido a control y dominio. Lo ha intervenido técnicamente para extraerle provecho y ha desplegado un verdadero estado de guerra en su contra. Como dijo alguna vez Friedrich Nietzsche, todo nuestro ser moderno, en cuanto no es sino poder y conciencia del poder, se presenta como pura hybris, que es lo que caracteriza hoy “toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros”. Por cierto, este criterio masificado y violento de usufructo material o rendimiento económico desconoce cualquier proximidad, semejanza o parentesco esencial que pudiera suponerse entre el individuo humano y los demás organismos del entorno, que se develan ante la mirada del hombre como simples objetos de su beneficio. Porque una visión puramente economicista de la vida prevalece en su definición actual.

Por lo mismo, se requiere una reflexión crítica sobre los fines y medios que definen al avance del conocimiento, y a los cambios sociales, económicos, políticos y culturales que la ciencia hace posible. El proceso de producción del conocimiento no puede ser entendido si no se le relaciona con el papel que cumple en la estructuración del poder en la sociedad capitalista y en el contexto de la economía de mercado. En este sentido, no existiría la posibilidad de afirmar un carácter neutral de la economía, porque resultaría muy evidente visualizar su trasfondo verdaderamente interesado. La pretendida neutralidad de la ciencia económica, de hecho, no es tal, puesto que se trata de un conocimiento orientado por intereses y valoraciones peculiares, en tanto tiene por fin determinar y colonizar todas las esferas de la vida, justificándose a través del fundamento científico del que se provee.

No obstante, más allá de una posición puramente oscurantista y tecnofóbica, “interesarse por la vida” –en el entendido de que es de eso de lo que en este libro se quiere hablar– aquí no significa sino poner atención al deber de precaución que se impone a la hora de ordenar y dirigir hacia el mejor destino la actividad científica y la diseminación y transferencia social de sus logros. Como señala el ya muy conocido precepto de prevención, no es imprescindible contar con la evidencia empírica y la certeza fáctica de la ocurrencia de situaciones catastróficas para suponer anticipadamente que ciertas consecuencias son materialmente posibles o están dentro de lo esperable y enfrentar los riesgos evidentes asociados a algunas actividades humanas con una mayor prudencia y una actitud más precavida.

Todo parece indicar que ha llegado la hora de reconsiderar el voluntarioso impulso que ha movido a la investigación y la praxis científica en todas sus dimensiones a no reconocer límites a su desarrollo y avanzar irrestrictamente en procura de hacer todo lo que resulte posible hacer. Es tiempo de poner en sintonía todas las voces del presente y abrir un diálogo amplio y productivo, en el que converjan otras miradas y otras sensibilidades alternativas a la del mero imperativo económico, político y tecnocientífico, para fortalecer la responsabilidad ética que el mañana nos reclama y precavernos de las amenazas que acechan tras el progreso material de nuestro tiempo, en que se ha hecho entrar a la vida y sus mecanismos en los dominios de los cálculos explícitos, distribuyéndose lo viviente en registros de valor y de utilidad, viéndose lo biológico enteramente reflejado en lo político y el individuo humano capturado en la grilla del poder extendido a partir del saber.

En términos generales, se podría decir que este es exactamente el espíritu que guía a las reflexiones que los lectores encontrarán en las páginas siguientes. Los presupuestos que se han señalado hasta aquí no hacen sino mostrar un mínimo fragmento de los problemas que se analizarán con mayor detalle a continuación.

Quisiera agregar, para finalizar este prólogo, que la propuesta reflexiva que da forma a este libro, en algunos casos, constituye la respuesta a requerimientos que se me formularon para agregar volumen (no sé si espesor) a iniciativas editoriales, y así fue como algunos de ellos terminaron ocupando el lugar de capítulos al interior de libros publicados. En otros, representa el resultado de haberme visto conminado a generar un producto textual determinado por mi propio interés de manifestar presencia académica y cumplir con requisitos de la vida universitaria; y de tal modo, habiendo estado inicialmente dirigidos a servir de ponencias en congresos o jornadas de reflexión, aunque también de papers asociados a proyectos de investigación, algunos terminaron siendo publicados al modo de artículos en revistas. Uno de los textos incluidos había permanecido archivado hasta ahora, a la espera de un momento como este en que he creído conveniente exponerlo a consideración del público lector.

De hecho, en las páginas siguientes daré cuenta pormenorizada de la información específica relativa a cada capítulo de esta obra que aquí introduzco y que se encuentra anteriormente publicado en algún medio escrito o soporte electrónico, de modo de ser fiel a su procedencia original, para información de los lectores y tranquilidad de aquellos que puedan sentir propiedad editorial sobre aquellas palabras. No obstante, debo advertir que para efectos de un mejor cumplimiento de sus propios fines, este libro incorpora algunas modificaciones menores de contenido respecto de las versiones originales de los escritos que se incluyen; por lo tanto los títulos y los textos mismos han terminado siendo en cierta medida solo referenciales.

No puedo dejar de agradecer a los profesores Adela Cortina y Jesús Conill, catedráticos de Filosofía Moral de la Universidad de Valencia, España, por haberme dado todas las facilidades del caso para desarrollar sendas permanencias de investigación bajo su patrocinio durante los años 2012 y 2013. Conjuntamente con otras tareas asociadas a dos proyectos de investigación financiados por Fondecyt-Conicyt que mantengo actualmente en ejecución, en la ciudad levantina he podido tener también el tiempo y las condiciones necesarias para poner en orden este material y darle la forma con que ahora lo presento.

Por último, manifiesto también mi agradecimiento a la Universidad de Chile, institución a la que me debo, y en particular a su Facultad de Filosofía y Humanidades, representada en la persona de su actual Decana, la profesora María Eugenia Góngora Díaz, por brindarme garantías inestimables para el normal desempeño de mi trabajo cotidiano.

Valencia, España, 2 de junio de 2013.

PRIMERA PARTEBioética y Biopolítica.Reflexiones en torno del biopoder

Capítulo 1

CONSIDERACIONES BIOÉTICAS Y BIOPOLÍTICAS SOBRE LA TAREA MÉDICA. ENTRE “ARTE DE CURAR” Y “SABER/PODER”1

1.1. La curandería chamanística

Las sociedades arcaicas que abandonaron la vida trashumante e iniciaron un largo proceso evolutivo de adaptación y modificación del entorno natural en su propio provecho, tendieron a una división del trabajo creciente, en la que un conjunto de actividades especializadas fue dando lugar a un cada vez mayor número de oficios particulares orientados a satisfacer las diversas necesidades de la comunidad. Entre otras, algunos de sus miembros se fueron especializando en las funciones de brujo o de chamán, desarrollando prácticas de sanación de enfermedades, merced a su capacidad de atravesar el axis mundi para auxiliarse de poderes superiores y adquirir ese saber de curación traído de los cielos (Eliade, 1976). El curandero, como se señala, representó para la mentalidad del hombre arcaico a un ser muy especial, dotado de poderes extraordinarios y una sabiduría incomparable con la del resto de la comunidad. Ello, porque desde lo alto se le había confiado en forma exclusiva, solo a él, practicar un secreto arte que el resto desconocía y manejar las claves de acceso a los más inefables misterios de la existencia; entre estos, los más inefables de todos: los de la vida y la muerte. El chamán transmitía al enfermo una explicación acerca de su padecimiento, preestablecida y difundida a lo largo del tiempo en la comunidad, que determinaba un ser mágico para la enfermedad. Es con este carácter mágico y ritual, entonces, que asociamos a la medicina primitiva, tal como se puede advertir en sus más remotas expresiones, en Mesopotamia, Egipto, China y las otras civilizaciones originarias de la humanidad.

Pero, como sabemos, en torno a los tres mil años antes de nuestra era, en la isla de Creta surgió una cultura diferente, que desarrollando una tecnología de dominio de los metales, erigiendo palacios esplendorosos y articulando una forma de vida superior, dará lugar a las civilizaciones minoica y micénica. Es el momento germinal de la Grecia clásica que unos siglos después abrirá la vía por la que va a caminar Occidente, hasta nuestros días. Cambiará así para siempre el destino de aquellas concepciones arcaicas de la salud y la enfermedad, de inspiración mágico-teológica, teúrgicas, vigentes hasta ese momento. Estas serán sustituidas paulatinamente por nuevas bases explicativas, fundadas en una concepción diferente de la naturaleza y el conocimiento de los procesos o alteraciones derivados de ella. A partir de entonces se supondrá que dichos procesos son susceptibles de ser conocidos, categorizados nosológicamente y tratados conforme a sus propias leyes intrínsecas y naturales, con prescindencia cada vez mayor de la intervención externa de poderes o fuerzas sobrenaturales y mágicas.

1.2. La medicina “científica”

La paulatina disolución de la figura ancestral del curandero y las prácticas chamánicas a que estuvo indisolublemente vinculado en la historia más remota de la humanidad dieron paso a la emergencia del médico griego, ese “hombre de ciencia” que, premunido del logos, representa el epítome de una transformación sustancial que condujo finalmente a la consolidación de una nueva época en la historia de la humanidad. Justamente, la transformación ocurrida en la esencia misma del personaje encargado de descifrar el enigma de la finitud corporal, desde las épocas más remotas, es decir, la conversión del curandero en médico, forma parte de los acontecimientos significativos e identificatorios de aquella compleja configuración de la experiencia humana que se ha denominado civilización occidental.

De más parece en este momento reiterar las condiciones generales históricas y culturales en que este acontecimiento hubo de tener lugar, porque se entiende que corresponde a un proceso que fue paulatinamente comenzando a manifestarse ya en los albores de la sociedad helénica del periodo clásico, como parte de las consecuencias de un proceso de racionalización que, como está dicho, cambió para siempre los destinos de la humanidad.

Parece pertinente recordar al respecto, a modo de ejemplo, que Nietzsche fue muy enfático en visualizar en la figura de Sócrates, el filósofo ateniense, un punto de viraje de la cultura occidental. Célebres pasajes de su obra juvenil (aunque no solo de esta), principalmente de su opera prima de 1872 El nacimiento de la tragedia, lo responsabilizan de acabar con la cultura trágica arcaica y marcar el inicio de un nuevo tipo de existencia nunca oída antes, de un nuevo tipo de hombre, el “hombre teórico”, que impregnado de la creencia en la posibilidad de escrutar la naturaleza de las cosas, concede al saber y al conocimiento la fuerza de una medicina universal, de un último remedio. Ha dicho Nietzsche en este sentido: “Quien tenga una idea clara de cómo después de Sócrates, mistagogo de la ciencia, una escuela de filósofos sucede a la otra cual una ola a otra ola, cómo una universalidad jamás presentida del ansia de saber, en los más remotos dominios del mundo culto, y concebida cual auténtica tarea para todo hombre de capacidad superior, ha conducido a la ciencia a alta mar, de donde jamás ha podido volver a ser arrojada completamente desde entonces, cómo gracias a esa universalidad se ha extendido por primera vez una red común de pensamiento por sobre todo el globo terráqueo, e incluso se tiene perspectivas de extenderla sobre las leyes de un sistema solar entero: quien tenga presente todo eso, junto con la pirámide asombrosamente alta del saber en nuestro tiempo, no podrá dejar de ver en Sócrates un punto de inflexión y un vértice de la denominada historia universal” (Nietzsche, 1994, p. 128).

Bien es sabido que a Nietzsche, Sócrates le parecía un médico, un salvador, que comprendió que todo el mundo tenía necesidad de su cura; solo que el remedio –la racionalidad salvadora– no era, a su juicio, más que el síntoma de una desastrosa enfermedad, una pura expresión de décadence; de ningún modo un camino de regreso a la “virtud”, o a la “salud”. En efecto, con la entrada del arte médico en la esfera de la techné –en la época de los orígenes reconocidos de la medicina occidental, es decir, a partir de aquellos escritos que se han atribuido tradicionalmente al médico griego Hipócrates de Kos– se va a dar uno de los hechos relevantes con que es posible distinguir a esta peculiar forma del saber en que se transformó la curandería chamánica arcaica propia de una mentalidad mítico-religiosa ancestral. La medicina es un ejemplo claro de cambio cualitativo en el estatuto del saber, en la medida que ella transita histórica y epistemológicamente desde una condición original de mera destreza acopiada de modo empírico hasta la forma de un conocimiento auténticamente científico, según lo indica su propia condición de saber acerca de lo general; es decir, acerca de las causas y efectos que se vinculan en la consumación efectiva de la práctica curativa.

No obstante, es válido tener en cuenta al respecto que el concepto griego de techné incluye la connotación de producción que está contenida en una habilidad; que, de hecho, es lo que le permite manifestarse como tal en cuanto de ella se deriva un resultado; vale decir, una obra, un ergon. Y esta producción supone de antemano un conocimiento de causas, que hace perfecta a la habilidad en la medida que logra crear algo que otros puedan emplear. Por ende, la techné no está referida a la aplicación de una teoría sino que, por el contrario, constituye en sí una particular modalidad de conocimiento, el conocimiento técnico, el saber de producción.

1.3. El “arte de curar”

Ahora bien, de acuerdo con el sentido en que lo ha planteado el filósofo germano contemporáneo Hans-Georg Gadamer, la medicina representaría una particular forma de techné (entendida en cuanto producción) debido a que su arte no consiste exactamente en una simple aplicación de conocimientos a una práctica; tampoco se puede pensar que de ella se desprende una obra de carácter artístico, ni tampoco consiste en la reconfiguración artística de una cierta instancia o material natural. En realidad, como sugiere el hermeneuta germano, “la esencia del arte de curar consiste, más bien, en volver a producir lo que ya ha sido producido” (Gadamer, 1996, p. 46).

Entonces, la salud producida por el médico como consecuencia de su arte no constituye propiamente una obra como lo sería la resultante de la producción implicada en la habilidad representada por el sentido de la techné griega; es decir, no se trata de algo nuevo inexistente hasta la ocasión de la intervención del médico; se trata, en verdad, de la recuperación o del restablecimiento de algo que existe de antemano: la salud de quien se encuentra enfermo; y en este sentido, es inevitable enfrentarse a una seria dificultad porque es muy complejo llegar a determinar con exactitud y veracidad si el éxito de la práctica terapéutica está directa y causalmente relacionado con el acierto médico en el tratamiento; o sea, si efectivamente ha dependido de su capacidad y conocimiento y no del despliegue de fuerzas propiamente naturales que lo han conseguido, azarosamente vinculadas por simple contigüidad temporal al hecho de la mejoría.

Ahora, por otra parte, esta experiencia de incertidumbre en relación con la atribución exacta de responsabilidad o autoría por la recuperación de la salud a la persona del médico, no impide pensar que con respecto al fracaso, es decir, a la muerte del enfermo, deba decirse otro tanto, puesto que es igualmente complejo determinar si esta última acontece, cuando ello es así, como consecuencia de la intervención del médico, o si, por el contrario, en ella hubo la intervención de otros factores –como por ejemplo un destino prefijado– que dispusieron el indeseado final. Parte de esta enigmática situación que se describe queda explícitamente manifiesta con ocasión de aquellas súbitas recuperaciones experimentadas por algunos pacientes a quienes se les había adjudicado pronósticos muy desfavorables; o bien, en el caso antagónico, de repentinos agravamientos con lamentables consecuencias, por parte de enfermos en los que se había depositado máximas esperanzas de recuperación.

Esta importancia literalmente vital confiere al arte médico y al profesional que lo despliega, como expresión conjunta de saber y de poder, una relevancia que resulta totalmente explicable, por una parte, en cuanto se le asocia indisolublemente a la experiencia del peligro que es capaz, aparentemente, de conjurar. Además de eso, la medicina ha ocupado desde un comienzo una posición enigmática, porque siempre ha sido un quehacer que no se concentra en algo que le sea propio o, dicho de otro modo, no produce una forma o una obra artística en el sentido habitual, sino que se subordina completamente a algo que pertenece a la naturaleza misma; o sea, aquello que busca producir: el restablecimiento de la salud, que no es de su propiedad porque es, como se ha dicho, aquello que ya ha existido previamente en su plenitud, pero que ahora, por diversas circunstancias, se encuentra alterado y requiere de su intervención; en este sentido, como dice Gadamer: “La peculiaridad que distingue a la ciencia de curar dentro del marco de la techné se encuentra, como toda techné, encuadrada dentro de la naturaleza” (Gadamer, 1996, p. 47), aunque de esta manera singular.

Ahora bien, situados en el contexto de la noción de “naturaleza” que han delimitado semántica y epistemológicamente las ciencias naturales modernas –que están basadas en la experiencia de una construcción planificada–, la praxis médica se aleja aún más del carácter artístico que la esencia de la techné griega le dio en la antigüedad.

La cuantificación matemática del devenir practicada desde la época de Descartes en adelante ha permitido al conocimiento llegar a establecer unas leyes de causalidad tan específicamente afinadas que la intervención del hombre en los asuntos de la naturaleza se ha vuelto cada vez más exacta, precisa y abarcante. Es más, debiéramos especificar que las ciencias naturales modernas, que avalan el despliegue de la técnica aplicada, no representan un tipo de saber que se ajuste o se adapte, subordinándose, a lo propiamente natural, o acoplándose complementariamente a ello. Por el contrario, estas representan una clase de saber en el que la transformación (o suplantación) de la naturaleza en una construcción humana y absolutamente racional –una “contrarrealidad artificial”– es lo más decisivo, y por tanto, tornar cada vez más calculantemente dominables los fenómenos pasa a ser su requerimiento ineludible.

Por lo tanto, nuestro actual concepto de técnica –en cuanto se enmarca dentro de una comprensión que concibe al rigor científico como su carácter esencial– confiere al arte de curar, transformado ahora en ciencia médica, una condición y unas posibilidades muy diferentes de las que tuvo en tanto se enmarcaba en el sentido de la techné griega, o de su ancestral condición de curandería chamanística.

El antiguo arte de curar reviste, a partir de la irrupción del pensamiento científico, más que el carácter de un curar propiamente tal, el de un hacer, el de un producir, que es el que le han conferido las ciencias naturales modernas al dotarlo de posibilidades de intervención exacta, susceptible de medición precisa, con lo que se transfigura, de este modo, en la concreta aplicación de un conocimiento teórico y, por tanto, en la expresión de un sentido diverso de la medicina al que ostenta en cuanto esta es entendida como actividad artística.

No obstante, la intervención del médico no puede concebirse simplemente como un hacer o un producir en el sentido de la técnica moderna y en vínculo con el carácter de empresa al que Heidegger, por ejemplo, remite el instituirse de los resultados propios de la ciencia como caminos y medios de un procedimiento progresivo que pone a la naturaleza como objeto de su propio representar. Con ello se llega a desconocer el elemento esencial que define y caracteriza al arte de la medicina y que se explicita en una cierta cautela con la que el médico está obligado a saber reconocer aquello que forma parte del orden natural y que subsiste, finalmente, a pesar de la perturbación en la que tiene que participar. Así, su actividad se resiste a consistir en un puro dominio de habilidades o en la construcción planificada del éxito de la intervención. Por el contrario, se asemeja a una actividad más bien simbólica, en el sentido de que ella consiste únicamente en una ayuda que hace posible al enfermo la restitución de su estado de salud. Porque el médico entiende que tal logro, en definitiva, obedece a una circunstancia que pertenece principalmente al orden natural y no en forma tan directa a su quehacer. La salud, en sí misma, no puede ser producida, “hecha”, sino tan solo restaurada, en función de la potencia excepcional que tiene la propia vida de recuperarse a sí misma. En este sentido, Gadamer plantea que el médico, con su intervención, no hace más que contribuir a que ese restablecimiento se produzca (Gadamer, 1996, p. 70).

En efecto, esto nos lleva a pensar en que, si ello es así, se debe a que la enfermedad no constituye realmente esa constatación objetiva que la ciencia médica reconoce y designa como enfermedad. Ella constituye, más propiamente, una experiencia personal del paciente, una experiencia de perturbación general de la cual intenta despojarse porque ya no puede soslayarla, una experiencia asimilable, incluso, a la pérdida de la libertad. En este sentido, su vivencia equivale a la de quien necesita encontrar la forma de dar el paso necesario para la recuperación del equilibrio natural que en su ser se ha perdido y que lo afecta de manera global. Este hecho que lo mantiene excluido transitoriamente de la vida no puede ser asumido en términos de una autocomprensión puramente racional, ni como autodistanciamiento en el que se pueda objetivar el propio estado a partir de ciertos indicadores sintomáticos específicos. Su estado de perturbación no requiere solamente que desaparezcan los defectos somáticos sino, sobre todo, de una reintegración en la totalidad de su situación vital. Por lo mismo, Gadamer advierte del peligro que podría estar implicado en la intervención médica si esta llegara a alterar todavía más el equilibrio del paciente con la ayuda que le ofrece, ya que durante la enfermedad el paciente se encuentra en un campo inabarcable de tensiones psíquicas y sociales (Gadamer, 1996, p. 71).

1.4. Objetividad científica y dispositivo clínico

La medicina, por lo tanto, puede diferir notablemente de las demás ciencias en cuanto el carácter esencial del arte de curar se encuentra indisolublemente vinculado a la esencial inefabilidad de la naturaleza y su resistencia a los métodos cuantitativos que la reelaboran y problematizan artificialmente. Por ello es preciso señalar, frente al efecto desintegrador de la persona que puede desencadenar el dispositivo clínico como resultado de su objetivación de la enfermedad, que la responsabilidad médica debiera ir siempre mucho más allá del simple hecho de establecer una determinada “contabilidad” de síntomas, reportes o valores específicos que ponen en visibilidad al paciente en un contexto de fichero. Por sobre todo, el médico debiera procurar mantener a la vista y a buen recaudo el valor de persona del paciente y tener en perspectiva su reintegración total a la vida familiar, social o profesional de la que ha sido escindido.

La medicina moderna –por su directa filiación a la ciencia experimental y a un criterio de investigación obsesivo que no reconoce límites–constituye una experiencia compleja. El desarrollo explosivo de su saber y de su hacer la ha llevado a una actitud fundamentalista, que pretende abarcarlo todo con respecto a la naturaleza, por lo cual se ve obligada a avanzar sin medida. Por lo mismo, se piensa como necesario cautelar que esta tendencia pueda alcanzar un día el punto en que se revierta en contra del hombre y deje de orientarse a su objetivo más propio, como es la reincorporación del enfermo al gran ritmo del equilibrio del orden natural. Gadamer nos recuerda –muy pertinentemente a lo que se acaba de señalar– un pasaje del Fedro de Platón, en el que Sócrates advierte a su joven interlocutor sobre la imposibilidad de que lleguemos a saber nada respecto del alma humana, como tampoco del cuerpo del hombre, si no tenemos primeramente en cuenta el holon de la naturaleza. Sócrates nos aclara la resonancia diversa que la palabra griega tendría por relación a nuestra comprensión habitual del “todo” al que habitualmente la aproximamos, pues, “Holon es también lo sano, lo entero, lo que por su propia vitalidad autónoma y autorregenerante, se ha incorporado al todo de la naturaleza” (Gadamer, 1996, p. 105).

Cualquier tarea emprendida por el profesional de la medicina, entonces, no debiera dejar nunca de tener en cuenta esta comprensión esencial. Si está interesado en tratar verdaderamente el padecimiento, la enfermedad, el dolor, no podría desconocer la naturaleza del todo a la que él mismo y su paciente finalmente pertenecen. Hay una gran distancia entre la pretensión de logro de una perspectiva como la de la ciencia objetivizante –que traza sus proyectos basándose en la coincidencia entre la experimentación y la cuantificación– y la del verdadero arte de curar. La recuperación de la salud no es resultado de la pura capacidad técnica, sino de la naturaleza –que es inefable–, y de la vida, que puede restablecerse a partir de ella misma. Esta no admite que se le impongan estandarizaciones establecidas a partir de promedios derivados de la experiencia. Una imposición de este tipo siempre será inapropiada para el caso individual, ya que la salud corresponde, más que a lo que los patrones convencionales de medición pueden establecer mediante la examinación –más que a una instrumentalización de la corporeidad–, a una medida interna, de coincidencia con el propio ser del enfermo.

A propósito de esta instrumentalización del cuerpo, nos parece pertinente hacer un alto en esta exposición para aludir al análisis que el pensador francés Michel Foucault presentara en relación con la nociones de “biopoder” y de “biopolítica” en el primer volumen de su obra Historia de la sexualidad (Foucault, 1995a) y en los cursos que dictara en el Collège de France en la segunda mitad de la década de 1970 (Foucault, 2006a, 2006b, 2007). De dicho análisis se podría desprender un asunto de interés para esta reflexión, que se vincula a la idea de que ciertas técnicas de poder, regularizadoras y disciplinarias, impulsadas desde fines del siglo xviii en adelante, se centraron, para el logro de sus objetivos, precisamente sobre los cuerpos y sobre la vida. Para manipular el cuerpo como “foco de fuerzas que hay que hacer útiles y dóciles a la vez” y desplegarse sobre la vida de las poblaciones para “controlar la serie de acontecimientos riesgosos que pueden producirse en una masa viviente” (Foucault, 2006a, p. 224), lo que se expresó en la proliferación histórica, por ejemplo, de sistemas de seguro para las enfermedades o la vejez, normas y reglas de higiene que tendieran al aseguramiento de la longevidad de la población, o presiones que la ciudad misma a través de su organización intrínseca fue aplicando a la sexualidad, y, en consecuencia, a la procreación; presiones que recayeron sobre las familias, sobre el cuidado de los niños y otras instancias semejantes (Foucault, 2006a, p. 227) adosadas a la idea de unos controles de los cuerpos y la vida para los cuales la medicina, o el criterio medicalizado, resultó ser el instrumento de privilegio.

1.5. El paciente como “texto”

Ahora bien, retomando nuestro desarrollo y dejando para el final una nueva consideración respecto del análisis de Michel Foucault, en estas líneas quisiéramos convenir en que la salud representa más bien “un retomar las vías restablecidas de la vida”; por lo cual el médico sólo es “alguien que ha colaborado en algo que la misma naturaleza realiza”. Digamos que la salud corresponde a un ritmo que es propio de la vida misma, pensada como un proceso de continuidad en el que un equilibrio se está restableciendo permanentemente. Por ello, la salud es una forma de estar en el mundo, en la que cada perturbación del estado de equilibrio requerirá de una compensación, la que, a su vez, amenazará con una nueva pérdida del mismo equilibrio. Al final de cuentas, la perturbación y su superación se corresponden, recíprocamente, la una a la otra y constituyen parte de la esencia de la vida.

Debemos reconocer que la tarea médica enfrenta un desafío que la impulsa a ser mal comprendida, cuando en su quehacer tienden a prevalecer los caracteres aparentes o unilaterales que le confieren los sorprendentes dispositivos tecnológicos de la época moderna. Estos levantan la imagen del médico a un nivel de exclusiva competencia técnico-científica, ensombreciéndose por esto la dimensión total de su ser. Es el propio estado deprivado, mórbido, del paciente el que termina distorsionando la situación global de la relación sanitaria. Ante la angustia experimentada por la pérdida del equilibrio natural en la enfermedad, este se ve llevado a parcializar la percepción de la situación, centrándola en el despliegue técnico principalmente, y desconociendo, a la vez, la importancia que tienen otros factores también inherentes al acto médico. Hay otras responsabilidades, otras dimensiones humanas y sociales amplias que resultan tan fundamentales como aquellas que parecen deslumbrar mágicamente ante la urgencia y la necesidad.

El vínculo entre el médico y el paciente se comprende, hoy en día, en una perspectiva de naturaleza muy diferente a aquella en la que usualmente se ha comprendido. Lo cierto es que ahora se entiende que la ciencia y la práctica del arte de curar transcurren, mucho más que en la proliferación de las técnicas y los saberes específicos, en el estrecho corredor que separa al conocimiento científico que busca dominar a la naturaleza, del inefable misterio de la realidad mental y espiritual de lo humano que enfrenta la enfermedad. Es tan complejo el espectro de asuntos inherentes a la experiencia humana, que resultan ser inabordables para las pretensiones de la ciencia y del profesional sanitario que no reconozca que, a pesar del aval de su saber técnico, el único órgano develador de que dispone como lector para acceder a ese “texto” –si se admite esta aproximación metafórica– que constituye el paciente es su propia realidad personal; por lo cual no puede sino admitir que frente a la situación de su contraparte, el enfermo, no existe una interpretación única, mejor que las demás posibles: único es solo el paciente, cada uno en su total diversidad, la interpretación de sus circunstancias es siempre múltiple. En suma, ya sea que se trate de restablecer la salud que ha dejado de existir, o de cuidar la que ya existe, siempre estará en juego la interpretación abierta de las condiciones, porque ellas, a su vez, siempre pueden ser representadas en nuevos contextos.

Entonces, si admitiéramos ensayar la clave conceptual “el paciente como texto”, amparada en la teoría del texto que el filósofo francés Paul Ricoeur propusiera como paradigma para comprender e interpretar la acción humana significativa (Ricoeur, 1985), estaríamos enunciando una disposición peculiar del pensar en la que se busca transitar desde el sistema acabado y definitivo del reduccionismo cientificista que toca al ser del hombre como objeto de un saber positivo o exacto, hacia aquel borde diferencial hermenéutico –basado en el pensar interpretativo– donde lo humano es atestiguado desde su intrínseca condición problemática, inconclusa, conjetural e imprevisible, reticente a cualquier encapsulamiento univocista. Pues, el hecho de que el paciente sea visto como un texto es sinónimo de que en su ser de enfermo pueden emerger palabras que deben ser extraídas del silencio, palabras cuyo decir es siempre múltiple y están a la espera de nuevas interpretaciones que decidan su significación, palabras que, además, estarán abiertas a los muchos que puedan leerlas (Ricoeur, 1985, p. 57), a todas las instancias sociales que pueden proveer, en mayor o menor medida, salud.

1.6. Más allá del biopoder y la biopolítica

Como aclara Berlinguer, “la medicina no es una actividad desarrollada solo por médicos, vale decir, una categoría profesional especializada y legalmente reconocida que trabaja en instituciones destinadas a ese fin” (Berlinguer, 1996, p. 102). Sin duda, de este modo se considera también como actividad médica, por ejemplo, a la que se desarrolla en el dominio de las prácticas medicinales peyorativamente llamadas “alternativas”, a la práctica de los cuidados maternales en el seno de la familia, al voluntariado sanitario o a cualquier “persona de buena voluntad [que] pueda adquirir los conocimientos científicos necesarios y establecer relaciones de colaboración con profesionales idóneos” (Berlinguer, 1996, p. 103).

De esta manera, la intervención médica debe ajustarse al espacio de reconocimiento de la compleja multidimensionalidad de lo humano, inaprehensible para cualquier esfuerzo explicativo que no contemple su vastedad y pluralidad. No hay, en consecuencia, alternativa legítima a la consideración hermenéutica de la instancia médica; el verdadero arte de curar –reiteramos– entiende al paciente en su condición de texto, de realidad abierta y multívoca; así su práctica se enmarca en las delimitaciones de la acción significativa –cuya importancia no radica en el apego irrestricto a los marcos rígidos de la situación original que le da forma; es decir, a la voluntad reductivista tecnocientífica que pone a lo probable físicamente como lo único relevante– y escapa a los fantasmas del paternalismo social y la violencia epistemológica.

Las consideraciones anteriores han tenido un propósito claro: delimitar el terreno en el que la medicina tendría que moverse para escapar a un destino más aciago como el que podría entenderse que la ha definido a partir del siglo xix y tras su definición en tanto saber técnico, como lo plantea Michel Foucault al señalar que constituye una “técnica política de intervención, con efectos de poder propios” (Foucault, 2006a, p. 228). Nos parece probable que atendida esta perspectiva hermenéutica que aquí hemos reseñado, se abra el cauce para avanzar sobre una interpretación teórica que pueda exceder el diagnóstico foucaultiano y proponer otro marco comprensivo, que aborde el fenómeno de la medicina en tanto “arte de curar”, desdibujando la condición de “saber/poder” con que Foucault ha visto a la conjunción histórica de medicina e higiene; por su aplicación sobre los cuerpos y sobre la población, por su despliegue sobre el organismo y los procesos biológicos; todo lo cual contribuyó a que se diseminaran esos “efectos disciplinarios y regularizadores” (Foucault, 2006a, p. 228) que sería difícil desmentir que hayan ocurrido y se hayan instituido como un canon en la sociedad moderna. Se trata de ir más allá de ese poder que se hizo cargo del cuerpo y de la vida, se trata de sobrepasar la extensión de ese biopoder, o esa biopolítica, a los que la medicina ha sido indudablemente servil.

Capítulo 2

DERECHOS INDIVIDUALES Y DEBERES DE ESTADO. EL DEBATE SOBRE LA ANTICONCEPCIÓN DE EMERGENCIA EN CHILE2

2.1. Presentación3

A menudo se habla de derechos sexuales y reproductivos. Este concepto está referido a aquel derecho básico que tienen las parejas y los individuos para decidir de manera libre y responsable acerca del número de hijos que desean tener y a la separación temporal con que quieren que esos hijos nazcan. Asimismo, el término implica otro derecho, que es aquel referido al derecho a tener la información, la educación y los medios para poder hacerlo. Estos derechos, entendidos en cuanto Derechos Humanos, se articulan a la vez, funcionalmente, con varios otros tales como el derecho a la salud, a la libertad individual, a la libertad de pensamiento, de conciencia y religión, de opinión y expresión, a la información y educación, a los beneficios del progreso científico, entre otros.

Teniendo en consideración estos mismos derechos es que el Estado chileno ha adherido a una serie de pactos internacionales, derivados de algunas Conferencias de Naciones Unidas, en particular la de Población y Desarrollo de El Cairo, llevada a cabo en 1994, así como la IV Conferencia Mundial de la Mujer, realizada en Beijing en el año 1995. Los acuerdos internacionales impulsan a los Estados a delinear bases para la implementación de políticas públicas y acciones que buscan materializar el espíritu de tales consensos. En este sentido, este conjunto de disposiciones se enmarca en el contexto de los tratados internacionales sobre derechos humanos, en los cuales se reconocen los derechos sexuales y reproductivos en toda su legitimidad.