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Julia 1744 ¿Cómo podría mantener el corazón al margen de aquel negocio? A la agente literaria Adrienne Corley le gustaban los libros de Gideon McCloud, pero eso no quería decir que le gustara él. Tomó la decisión de verse cara a cara con su temperamental cliente por el bien de su carrera y no porque el solitario escritor le pareciera increíblemente sexy. A Gideon le gustaba vivir solo… hasta que apareció su guapísima agente y le pidió que se encargara de algunos asuntos profesionales… y personales. Cautivado por la sonrisa de Adrienne, Gideon la dejó entrar en su casa… y en su cama.
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Seitenzahl: 224
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2003 Gina Wilkins
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Intereses en conflicto, n.º 1744- octubre 2022
Título original: Conflict Of Interest
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-317-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CUANDO el teléfono sonó por decimoquinta vez, Adrienne Corley colgó violentamente.
No solía perder la paciencia muy a menudo, pero Gideon McCloud era capaz de provocarle un ataque de nervios hasta a un santo.
Era la quinta vez en tres días que intentaba ponerse en contacto con él. Su contestador se había roto hacía unas semanas y él no se había molestado en arreglarlo o poner uno nuevo. Así que ella no había podido dejar ningún mensaje. Le había enviado e-mails, pero al parecer, él llevaba días sin mirarlos.
Lo peor era que ella sospechaba que él estaba allí sentado, al lado del teléfono, oyendo cómo sonaba, decidido a no contestar.
—No tengo por qué aguantar esto —protestó, mirando el teléfono, como si el hombre al que llamaba pudiera escucharla—. Podría tener un trabajo más fácil… Trabajar en un banco… o en una biblioteca tal vez. Hasta cavar diques debe de ser mejor que trabajar con autores excéntricos y temperamentales…
—¿Estás amenazando otra vez con renunciar a tu trabajo? —preguntó Jacqueline Peeples, su ayudante administrativa, mientras dejaba una pila de correo en el escritorio de Adrienne.
—Algún día cumpliré esa amenaza.
—Sí, claro… Ve a decírselo a tu papá…
Adrienne desvió la mirada del teléfono y la dirigió a su compañera de trabajo.
—No le tengo miedo a mi padre. Si quiero irme de su agencia literaria, soy libre de hacerlo.
—Mmmm—hmmm —murmuró Jacqueline.
Había oído aquello muchas veces, por supuesto. Y no se lo creía. Como tampoco se lo creía Adrienne.
—Al menos, pronto tienes vacaciones. Si hay alguien que necesita dos semanas fuera de esta oficina, eres tú. Así que no dejes que tu padre te convenza para que no te las tomes.
—No lo haré —juró Adrienne—. Me he ganado estas vacaciones. Son las primeras que me tomo en tres años, y pienso disfrutar de cada día de ellas. Estoy tan cansada de horarios y citas que ni siquiera he hecho planes para las próximas semanas. Voy a actuar totalmente por impulso, vivir cada minuto según se presenta…
—Eso es exactamente lo que necesitas. Pero mientras tanto, ¿qué vas a hacer con Gideon McCloud?
—Voy a hacer que hable conmigo, así tenga que volar a Honesty, Mississippi, e irrumpir en su casa a la fuerza.
Jacqueline se rió.
—Me gustaría verlo… —comentó.
—¿El qué? ¿A mí, irrumpiendo en su casa a la fuerza?
—No. A ti en Mississippi.
Cuanto más lo pensaba, más brillante le parecía aquella solución, pensó Adrienne. Un típico movimiento de chico duro de los que haría su padre.
Gideon McCloud era un hombre seco, brusco, solitario, pero era un escritor con mucho talento, con un gran futuro, y ella quería conseguir un porcentaje de ese futuro.
—Resérvame un vuelo —dijo Adrienne sin querer pensárselo—. A principios de la semana próxima, preferiblemente. Así me dará tiempo de dejar todo el trabajo hecho.
Jacqueline alzó las cejas.
—No hablarás en serio, ¿no? ¿Quieres ir a Mississippi a encontrarte con un escritor durante tus vacaciones?
Cuanto más lo pensaba, más decidida estaba, aunque estaba muy estresada por el trabajo.
Adrienne asintió lentamente, cada vez más convencida.
—Sólo me llevará uno o dos días, y nunca he estado en Mississippi, así que puedo tomármelo como parte de mis vacaciones. Mataré dos pájaros de un tiro. ¡Entonces veremos si Gideon McCloud es capaz de ignorarme teniéndome delante de sus ojos!
EL teléfono de Gideon McCloud sonó varias veces aquel lunes, pero él lo ignoró tan efectivamente, que apenas lo oyó.
En un momento de debilidad aquella mañana había contestado el teléfono. Al pobre tele-operador de marketing debían de estarle sonando los oídos todavía, del golpe con el que había colgado el receptor. Tenía una aversión casi patológica a los tele-operadores de marketing. Por eso era reacio a atender el teléfono.
Realmente debería poner otro contestador, pensó, cuando se dio cuenta de que estaba sonando el teléfono. Tal vez lo hiciera un día de aquella semana, pensó. Y se concentró en su ordenador y se olvidó de todo lo demás.
Media hora más tarde lo distrajo el timbre de la entrada. Sonó media docena de veces, y luego oyó unos golpes en la puerta, seguidos del timbre otra vez.
Contrariado, se levantó del teclado y caminó hacia la puerta de la calle, que abrió impacientemente contestando:
—¿Qué pasa?
Una mujer alta y delgada, de sesenta y pocos años estaba frente a él, con un angelito de rizos rubios hasta los hombros y enormes ojos azules. A su lado había una maleta roja. Y la pequeña llevaba una mochila violeta a la espalda.
Gideon frunció el ceño un momento al ver el equipaje, antes de desviar la mirada hacia su madre.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Si atendieras el teléfono, ya sabrías la respuesta —sin esperar que la invitase a pasar, Lenore McCloud entró, con la maleta en una mano y la niña de la otra.
Gideon cerró la puerta detrás de ellos, luego se giró a mirar a su madre. Aún estaba irritado ante la vista de aquella maleta.
—¿Y?
—Tu tía Wanda se cayó anoche y se rompió la cadera. Pasaron varias horas hasta que la auxiliaron, y no se encuentra bien. Su vecina me ha llamado hace un par de horas. Tengo que ir allí inmediatamente.
Su tía era la única sobreviviente de la familia de su madre, y por eso a él no le extrañaba que ella quisiera acudir a su lado.
—Siento oír eso… Espero que se mejore… —dijo él.
—Eso espero yo también —Lenore miró a la pequeña—. Isabelle, cariño, el estudio está en esa puerta. ¿Por qué no vas allí y ves dibujos animados mientras yo hablo unos minutos con Gideon?
La niña asintió obedientemente y desapareció en el estudio. Un momento más tarde, Gideon oyó la cortina musical de ¡Scooby-dooby-doo…! de los dibujos.
—¿Por qué está viendo dibujos en mi estudio? —preguntó con desconfianza Gideon.
—Isabelle va a quedarse contigo hasta que podamos organizar otra cosa. Espero que sólo sean unos días, pero no puedo garantizártelo.
Gideon agitó la cabeza aun antes de que su madre terminase la frase.
—De ninguna manera, mamá. Olvídalo. No puedes dejarla aquí.
Lenore lo miró con aquel gesto rotundo que él recordaba de su juventud y le contestó:
—No hay otra opción. Nathan y Caitlin no volverán de su luna de miel hasta dentro de dos semanas. Deborah volvió ayer a Florida. Y no puedo llevar a una niña de cuatro años al hospital.
—¿Y qué me dices del ama de llaves que cuida a Isabelle cuando Nathan está trabajando? ¿No puede quedarse con ella?
—La señora Tuckerman ha aprovechado la luna de miel para irse de vacaciones en cuanto pasó la boda, ya que yo me ofrecí a cuidar a Isabelle. Nadie podía predecir el accidente de Wanda…
Gideon sintió las rejas de la celda cerrarse alrededor de él, pero no se dio por vencido:
—Seguro que hay otra persona… Yo tengo que trabajar, y sabes cómo me pongo cuando me atraso… Dejar a una menor conmigo debe de constituir negligencia o algo así…
—No seas ridículo. Eres perfectamente capaz de cuidar a Isabelle durante unos días. La niña se porta muy bien, no da ningún problema. Va al jardín de infancia desde las ocho hasta las dos de la tarde, así que puedes trabajar en soledad durante esas horas —dijo Lenore.
—¿Y después de las dos, qué se supone que tengo que hacer con ella?
—Eres un joven inteligente. Te las arreglarás.
—No quiero arreglármelas. ¡No puedes dejarla aquí!
—¡De acuerdo! —Lenore lo miró, dolida—. Si no tengo otra opción, me llevaré a Isabelle y llamaré a mi pobre hermana para decirle que no puedo ir cuando me necesita, porque no le viene bien a mi hijo.
Gideon gruñó.
—Mamá…
—Está bien… Lo comprendo. Eres un escritor importante, y tu tiempo es muy valioso.
Las rejas se cerraron bruscamente. Gideon estaba atrapado. Y lo sabía.
Suspiró y dijo:
—Ve a ver a tu hermana. Yo cuidaré de la niña.
Lenore sacó una hoja de su bolso. La extendió y comentó:
—Éste es el horario que me dejaron Nathan y Caitlin, incluido el colegio y sus clases de baile.
—¿Clases de baile?
Ignorando su gruñido, su madre continuó:
—También tienes escritos el teléfono del colegio y del pediatra, y un número donde Nathan puede ser localizado en caso de emergencia. Yo he puesto un par de números para que me localices a mí, si te hace falta. Y tienes mi número de móvil, por supuesto.
—¿Cuánto tiempo crees que estarás fuera?
—No lo sé. Te lo diré en cuanto pueda. Isabelle ha comido en el colegio hoy, por supuesto. Y yo le he dado algo para picar cuando la he recogido. Así que no tendrá hambre hasta la cena, sobre las seis. Debería acostarse a las ocho. Intenta que coma cosas sanas. No la dejes comer demasiadas patatas fritas o comida rápida. Y ahora debo irme, puesto que tengo un viaje en coche de dos horas. Iré a despedirme de Isabelle…
Gideon siguió a su madre al estudio.
Isabelle estaba sentada en un extremo de su sofá de piel, viendo los dibujos. Cuando entraron ellos, desvió la mirada de la pantalla y dijo:
—¿Me quedo aquí?
—Unos días —dijo Lenore sonriendo a la niña—. Estarás bien, cariño. Tu hermano mayor te cuidará.
Como no estaba acostumbrado a pensar en sí mismo como el hermano mayor de Isabelle, después de todo hacía apenas cuatro meses que conocía a la niña, tardó un momento en darse cuenta de que su madre esperaba que él dijera algo.
—Eres bienvenida aquí, Isabelle —agregó Gideon, cuando reaccionó.
La niña no parecía entusiasmada con la idea de quedarse con él, y Gideon la comprendía. Seguramente, Isabelle sabía que él no era la persona indicada para cuidarla. Aunque sabía que la niña era conversadora y sociable con otra gente, incluso con extraños, con él había sido siempre bastante reservada en las pocas ocasiones que la había visto. Lo había tratado con cierta timidez, lo que le indicaba que no se había formado una opinión de él, y como él tampoco se había formado una idea de su hermanita, se había sentido satisfecho de que la niña actuase así, distante y educada con él.
Nunca se le había ocurrido que haría de niñero.
—Tengo que irme, cariño. Sé buena con Gideon, ¿de acuerdo? Y sé paciente con él —agregó Lenore—. Le cuesta aprender algunas cosas. Pero será muy amable contigo —agregó, mirando significativamente a su hijo.
Isabelle rodeó el cuello de Lenore y le dijo:
—Adiós, nana. Espero que tu hermana se ponga bien pronto.
A Gideon todavía le chocaba oír a su medio hermana referirse a su madre con aquel sobrenombre cariñoso de abuela. Hasta hacía poco tiempo, Lenore no había querido saber ni de la existencia de la criatura. Y sin embargo, allí estaba ahora, abrazando cariñosamente a la niña como si de verdad fuera la abuela de Isabelle, y haciéndose responsable de la niña de su ex-marido, mientras su hijo mayor, el tutor legal de la criatura huérfana, estaba de luna de miel, y no era de extrañar que todo el pueblo creyera que Lenore, una mujer incansable, generosa, y voluntaria de muchas causas en bien de la comunidad, era una santa. Lo que no pensaban de él, por supuesto.
Diez minutos más tarde se encontró solo con una niña de cuatro años, esperando que hiciera o le dijera algo. Y él no sabía qué hacer o decir.
Gideon miró su reloj. Todavía no eran las cuatro de la tarde. Era demasiado temprano para cenar. Faltaban cuatro horas para que la niña se fuera a la cama.
—Ehh… Mm.. ¿Te apetece beber o comer algo? —preguntó él torpemente—. Tengo refrescos, creo. Y zumo.
La niña agitó la cabeza.
—No, gracias.
—Oh, bien… —miró a su alrededor.
El estudio estaba decorado al estilo del sur, con piel, madera, cerámica y cuadros del oeste.
Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros. Era la habitación de un muchacho, y no había nada que pudiera entretener a la niña, excepto la televisión.
—Tengo que terminar de hacer algo —dijo él—. ¿Estarás bien aquí, viendo la televisión?
La niña asintió.
—Sí, estaré bien.
Se la veía muy pequeña sentada allí en el gran sofá.
—Si necesitas algo, dímelo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Su despacho siempre había sido un refugio para él, y aquel día lo era más. Pero lamentablemente sabía que no podría pasarse todo el tiempo allí, hasta que volviera su madre.
A la media hora de estar trabajando en el ordenador, Gideon oyó un ruido que llamó su atención. Para su frustración, apenas había escrito un par de frases desde que se había sentado, así que frunció el ceño cuando levantó la mirada.
Sintió enfado, y luego consternación al ver a Isabelle en la puerta de su despacho, aferrada a un peluche y con el labio inferior temblando. Parecía a punto de llorar. Y eso fue suficiente para que Gideon sintiera pánico.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gideon, apartándose del ordenador—. ¿Te has hecho daño?
La niña agitó la cabeza.
—He oído un ruido afuera. Tengo miedo.
Gideon dejó escapar un suspiro de alivio y se pasó la mano por su ya despeinada cabellera. Había un viento típico de marzo, y él sospechaba que la niña había oído el ruido de una rama golpeando contra la ventana.
—No hay nada fuera, Isabelle. Sólo unos árboles plantados demasiado cerca de las ventanas. Ni siquiera es de noche…
Una lágrima se deslizó por la mejilla de la niña.
—Estoy muy sola en el estudio… —dijo.
Gideon suponía que era normal que la niña estuviera sensible. Había tenido muchos traumas en el pasado año. Había perdido a sus padres en un accidente, la habían arrancado de su casa en California y la habían llevado al hogar de su medio hermano en Mississippi, y ahora estaba con otro medio hermano que apenas conocía. Un hermano que no tenía ni idea de cómo consolar a una niña asustada.
—¿Puedo quedarme aquí contigo? —preguntó Isabelle—. Te prometo que me estaré quieta.
Gideon miró el pequeño escritorio que usaba para algunos papeleos.
—Puedes sentarte frente a este escritorio. ¿Te gusta dibujar?
La niña asintió, entusiasmada.
—Mi frigorífico es el único del pueblo que no tiene imanes bonitos en la puerta. Tal vez podrías dibujar algo para ponérselo.
A Isabelle pareció gustarle la idea.
Gideon quitó del escritorio la pila de correo sin abrir y le dio un bloc, varios lapiceros y una caja de rotuladores de colores. No tenía juguetes en la casa, pero sí mucho material de papelería, ya que era adicto a los suministros de oficina.
Isabelle se acomodó en la silla grande detrás del escritorio, y Gideon volvió al ordenador.
Como había prometido, Isabelle estuvo muy tranquila mientras dibujaba y coloreaba. Pero no obstante, Gideon no pudo concentrarse en la escritura. No estaba acostumbrado a tener a nadie en casa cuando trabajaba, y menos en la misma habitación que él.
Después de escribir y borrar la misma oración por cuarta vez, juró entre dientes y pulsó una tecla para cerrar el archivo.
—¿Qué ocurre, Gideon? —preguntó la niña.
—Nada. No ocurre nada.
—¿Estás escribiendo otro libro?
—Lo intento.
—Nate dijo que escribes buenos libros, pero no son para niños.
La niña siempre llamaba así cariñosamente a Nathan, pero Isabelle había tenido relación con su hermano mayor desde siempre. Nathan había sido el único de los tres hermanos mayores McCloud que había mantenido relación con su padre después del amargo divorcio de su madre, meses antes del nacimiento de Isabelle.
—No, no escribo libros para niños.
—¿De qué tratan tus libros?
—La mayoría de la gente los llama «thrillers». Tienen elementos de ciencia-ficción y fantasía, y lo que llaman humor negro.
Isabelle pestañeó un par de veces en respuesta a su seca descripción. Y luego dijo:
—A mí me gusta el Doctor Seuss.
Gideon sonrió.
—A mí también.
La sonrisa de Gideon pareció tomarla por sorpresa. Isabelle estudió su cara un momento, luego le devolvió la sonrisa, y después regresó a sus dibujos.
«De acuerdo», se dijo Gideon. A lo mejor aquello no era tan duro. Después de todo, ¿por qué lo iba a pasar mal cuidando a una inteligente niña de cuatro años que se portaba bien?
A las siete de la tarde estaba oscuro y lleno de nubes aquel lunes, y había empezado a llover con viento norte.
Adrienne iba sufriendo por la carretera de Mississippi. En primer lugar no era una conductora muy experimentada, puesto que en la ciudad apenas necesitaba el coche, y por otro, le costaba adaptarse a aquel coche alquilado. Se había perdido dos veces antes de encontrar el pueblo de Honesty, y no le había sido fácil encontrar a alguien que supiera indicarle dónde vivía Gideon McCloud.
Debería haberse imaginado, pensó, mientras conducía por una carretera sinuosa, que Gideon viviría fuera de la cuidad.
Debía de ser un ermitaño, más cómodo con los personajes que tenía en la cabeza que con la gente del mundo real.
No lo conocía personalmente, ni siquiera había visto una foto suya, pero había hablado por teléfono con él varias veces en los últimos dos años, puesto que había firmado un contrato con la agencia literaria de su padre. La mayoría de su comunicación había sido a través de cartas y faxes. A ella le encantaban sus libros, pero no había podido conocerlo muy bien a través de su limitado contacto.
Basándose en su comportamiento, se había hecho una idea de él no muy halagüeña. Suponía que debía de rondar los treinta y tantos largos o cuarenta y pocos años… Probablemente era un poco excéntrico… Después de todo, no sería el primer escritor de talento un poco raro que conociera.
Pero era el primero que ella perseguía de aquel modo, algo que no podía explicar. Había pensado que su motivación tal vez fuera una mezcla de necesidad de impresionar a su padre con una idea brillante desde el punto de vista profesional, y el hecho de que le encantaban los libros de Gideon McCloud.
Su casa tenía un aspecto normal, una especie de bungaló en medio de la ladera de una colina llena de árboles. Tenía buen aspecto, tuvo que admitir. Seguramente sería bonita en primavera, cuando los árboles y los arbustos florecieran, y en otoño, cuando las colinas de alrededor estuvieran llenas de colores ocres.
Vale, le gustaba su casa.
Pero eso no quería decir que le gustase él.
Aparcó al final de la carretera de grava y salió del coche.
Hacía mucho frío, y deseó haberse abrigado más. El viento era helador y se le colaba por la chaqueta de piel que llevaba con un traje de pantalón.
Había una sola luz encendida en la casa, y en lugar de iluminar, parecía proyectar más sombras.
Adrienne se acercó a la vivienda por un camino de piedra resbaladizo que conducía a la escalera del porche. El silencio era tan absoluto, que daba miedo.
¿Quién podría dormir allí sin los sonidos tranquilizadores de los coches, las sirenas de los servicios de urgencias, los gritos apagados de la gente y el ruido de los camiones de la basura?
Ella se alegró de poder resguardarse en el porche de la casa de Gideon. Se echó el pelo hacia atrás, y respiró profundamente antes de tocar el timbre. Había luces y ruidos que provenían de dentro de la casa, así que supo que había alguien. Aparecer allí sin previo aviso no era muy propio de un asunto de negocios, pero no había podido comunicarse con él para anunciarle su visita. Gideon McCloud no habría contestado el teléfono si lo hubiera intentado.
Tuvo que tocar el timbre otra vez antes de que se abriera la puerta.
Su primer pensamiento fue que aquél no podía ser Gideon McCloud. Aquel hombre era muy joven. No pasaba de los treinta años, y era increíblemente apuesto. Tenía el cabello oscuro despeinado, ojos verdes con pestañas largas y oscuras, y un cuerpo atlético cubierto por una sudadera gris y un vaquero gastado, y zapatillas de deporte. Tal vez se hubiera equivocado de casa.
Pero entonces el hombre habló, o mejor dicho, le ladró, y ella supo que era quien buscaba.
—¿Qué quiere?
—¿Es usted Gideon McCloud? —preguntó ella, más por formalidad que otra cosa.
—Sí. ¿Quién es usted? —preguntó impacientemente.
—Soy Adrienne Corley. Su agente literario —agregó, por si no registraba su nombre.
Al menos eso llamó su atención.
—¿Qué diablos está haciendo aquí?
Antes de que ella pudiera contestar, se oyó el gemido de una criatura desde la casa.
—¡Gideon, todavía no he encontrado a Hedwig! —gritó la niña.
Gideon puso cara de impaciencia. Luego abrió más la puerta y dijo:
—Entre. Puede ayudarnos a buscar a…
—¡Gideon!
Gideon se pasó una mano por el pelo, lo que explicaba su cabellera despeinada.
—Ya voy, Isabelle.
Cerró la puerta después de que entrase Adrienne, se giró y se alejó, haciéndole un gesto de que lo siguiera.
Confusa, ella lo siguió, con su portafolios debajo del brazo.
Ella notó que la habitación estaba decorada al estilo suroeste. En el centro, vestida con un camisón blanco con cintas rosas, había una niña pequeña de cara angelical, rizos rubios y ojos azules. Aun delante de Adrienne se le escapó una lágrima.
—¿Es su hija? —preguntó Adrienne.
—Mi hermana, Isabelle.
¿Su hermana?, pensó Adrienne.
La niña no podía tener más de cuatro años.
—¿Gideon? —pronunció la niña con labios temblorosos—. He mirado en todas partes.
—Entonces, tendremos que volver a mirar —respondió Gideon—. Mi casa no es tan grande, y tú llevas aquí sólo unas horas. Tu juguete no puede haber desaparecido… —se volvió hacia la entrada—. Volveré a mirar en el despacho y en la cocina. Vosotras dos seguid buscando aquí.
—Mmmm… ¿Qué estamos buscando? —gritó Adrienne cuando él se estaba alejando.
—Un búho de peluche —le contestó Gideon por encima del hombro—. Blanco.
Y la dejó con la niña.
Adrienne miró alrededor.
—¿Dónde has mirado?
—En todas partes.
Adrienne respiró profundamente y fue hacia el sofá. Dejó el maletín y su chaqueta de piel en un extremo, y luego se volvió a la niña y dijo:
—De acuerdo, miremos otra vez.
Miraron detrás de los cojines y debajo del sofá, luego se asomaron a un sillón reclinatorio y a un par de sillones cubiertos de una tela de tapiz. No hubo resultado positivo. No había ni polvo debajo de los muebles. Y ella, recordando a las chicas de la limpieza que había tenido, deseó que la limpiadora de Gideon viviera en Nueva York para poder contratarla. Miró nuevamente a Isabelle. La niña había estado mirando debajo de las mesas y detrás del mueble de la televisión y tampoco había encontrado nada. Adrienne oyó el abrir y cerrar de puertas en otra parte de la casa, probablemente la cocina, acompañado de juramentos ininteligibles. Al parecer, Gideon no había tenido más suerte que ellas.
Adrienne recordó lo que había dicho él y preguntó a Isabelle:
—¿Llevas sólo unas horas aquí?
La niña asintió.
—Me trajo nana.
—¿Y no has ido a ningún otro sitio desde que has venido?
Isabelle agitó la cabeza.
—He estado sólo aquí.
—¿Y tenías tu búho cuando has venido?
La niña volvió a asentir.
—De acuerdo —Adrienne se puso de pie—. Dime todo lo que has hecho desde que has llegado.
Isabelle puso cara de estar pensando duramente.
—He visto la televisión, y he dibujado en el despacho de Gideon…
—Él ha dicho que miraría en el despacho…
—Ya lo ha hecho —la niña sollozó—. Ha mirado por todo el despacho…
—¿Qué has hecho después de dibujar?
—He cenado. Gideon preparó espaguetis. Me he manchado la ropa, así que Gideon me ha dicho que me ponga el camisón.
—¿Te has cambiado en el dormitorio?
—No. En el cuarto de baño, porque tenía que lavarme la cara y las manos que estaban sucias de espaguetis.
—¿Dónde has puesto la ropa sucia?
—En el cesto de la ropa sucia.
Adrienne extendió la mano y dijo:
—Muéstramelo.
Isabelle le dio la mano y la llevó a un pequeño cuarto de baño. Allí abrió la tapa del cesto y le señaló la ropa de brillantes colores que había en el fondo.
—Esa ropa es mía —dijo.
Adrienne agarró la ropa, y desde el fondo del cesto la miraron unos ojos de plástico.
—¿Es éste tu amigo? —preguntó Adrienne con una débil sonrisa, levantando el juguete para que lo viera Isabelle.
La cara de la niña se iluminó.
—¡Hedwig! —exclamó.
Adrienne observó a Isabelle abrazarse al búho de peluche. Luego dijo:
—Será mejor decirle a tu hermano que lo hemos encontrado.
Adrienne no pudo evitar reírse.
Naturalmente, como si la conociera de toda la vida, Isabelle volvió a agarrar la mano de Adrienne mientras iban al vestíbulo.
—Me parece que Gideon no está acostumbrado a estar con niños —dijo la niña.
Adrienne se sorprendió por aquel comentario de la niña.
¡Era tan pequeña!, y sin embargo, parecía muy madura para su edad. Adrienne sospechaba que había pasado mucho tiempo entre adultos.
—¿Te parece que no está acostumbrado a los niños? ¿No lo sabes?
—No lo conozco desde hace mucho tiempo —dijo Isabelle llevando a Adrienne a la cocina, donde Gideon estaba buscando en el horno.
La niña sonrió.
—Hedwig no está en el horno, Gideon. Está aquí —dijo Isabelle.
Gideon cerró la puerta del horno y miró a la niña, que ahora tenía la cara iluminada.
—¿Cómo ha sido? —preguntó él.
—Lo hemos encontrado en el cesto de la ropa sucia. Ella… Mmm… ¿Cómo te llamas? —preguntó Isabelle de repente a Adrienne.
—Me llamo Adrienne Corley.
Isabelle asintió y volvió a dirigirse a Gideon:
—Adrienne Corley lo encontró.
Gideon dejó escapar un suspiro.
—Bien. Y ahora, ¿por qué no vas a ver la televisión con Hagar mientras la señorita Corley y yo hablamos unos minutos?
—No se llama Hagar. Se llama Hedwig —lo corrigió Adrienne, antes de que lo hiciera Isabelle—. De Harry Potter, ¿no? —le preguntó a Isabelle.
Isabelle sonrió y asintió. Luego salió de la habitación con su búho. Adrienne la observó marcharse, luego se dio la vuelta y se encontró con Gideon mirándola con una pregunta en los ojos.
—Trabajo en una editorial —le explicó Adrienne—. Conozco bien a Harry Potter.