Un desconocido en apuros - Gina Wilkins - E-Book

Un desconocido en apuros E-Book

GINA WILKINS

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Beschreibung

Edstown, Arkansas. Ayer tarde, Serena Schaffer, la propietaria del periódico local, encontró a un hombre herido en una zanja cerca de su domicilio, en Edstown. El hombre mostraba signos de haber sido brutalmente golpeado y robado, y se encontraba al borde de la muerte. Schaffer lo condujo rápidamente al hospital de la ciudad, donde se recupera de sus heridas en la habitación 205. Se rumorea que no va a pasar mucho tiempo antes de que los dos se rindan ante la poderosa atracción que ha surgido entre ellos...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Gina Wilkins

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un desconocido en apuros, n.º 104 - septiembre 2018

Título original: The Stranger in Room 205

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-895-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑOR, ¿está despierto? ¿Puede oírme?

La voz de la mujer era agradable, pero sonaba amortiguada por un extraño zumbido. Un zumbido estático, pensó él sin abrir los ojos. La densa oscuridad lo envolvía como una manta cálida y pesada, y él deseaba hundirse en el olvido, protegido por las sombras. Pero la voz se inmiscuyó de nuevo.

—Sé que está herido, pero intente abrir los ojos —dijo la mujer—. Debe hacernos saber que está despierto.

Él quería decirle que lo dejara en paz. Estaba cansado. Quería que se fuera y lo dejara descansar. Abrió la boca para decírselo, pero de su garganta solo salió un gemido ronco.

—Ah, bien, se está despertando. ¿Puede decirme su nombre?

Al parecer, ella no lo dejaría descansar hasta que le respondiera. Tal vez si abría los ojos, aunque solo fuera un momento, se iría. Se obligó a abrir los párpados y dejó escapar un gemido cuando la luz agredió sus pupilas, provocándole una dolorosa punzada en la cabeza.

Miró a la mujer que se inclinaba sobre su cara. Todo era culpa de ella. Ella era la que le había causado aquel latido en las sienes, por hacerlo salir de la oscuridad.

Pensó que sería preferible volver a dormirse.

—Eh, no, no puede dormirse otra vez —dijo ella—. Despiértese y dígame su nombre. Quiero asegurarme de que está bien antes de dejarlo aquí.

¿Dejarlo dónde? De pronto, se dio cuenta de que no tenía la más leve idea de dónde estaba. Abrió los ojos otra vez y trató de preguntárselo, pero sus intentos de hablar resultaron patéticos. Parecía un sapo croando sobre un nenúfar. La mujer le tocó la cara. Su mano era fría y suave. Le sentó bien. Lástima que su cara cambiara sin cesar. Cuatro ojos; luego, tres; después, cuatro otra vez. Eran muy bonitos. Azules. O quizá verdes. ¿Pero cuántos tenía?

Él volvió a cerrar los suyos. La oscuridad lo reconfortaba. Por el momento, la luz le resultaba demasiado dolorosa.

—Señor, antes de que vuelva a dormirse, ¿quiere que llame a alguien? ¿A su familia?

¿Su familia? ¿Tenía él familia? Qué extraño… No lo recordaba. Seguramente porque el dolor lo emborronaba todo. Parecía mucho más sencillo desvanecerse otra vez. Eso haría.

 

 

—Se ha desmayado —Serena suspiró y se recostó en una incómoda silla junto a la cama del herido. Estaba a solas con él en la pequeña habitación del hospital, y miraba su reloj, pensando que ya había pasado una hora desde que lo habían llevado allí, en una ambulancia a la que ella había seguido con su coche. El hombre había recuperado el conocimiento varias veces, pero nunca lo suficiente como para considerarlo completamente despierto.

Serena, cómo no, había faltado a la reunión de redacción. Había sido incapaz de abandonar al pobre tipo hasta estar segura de que había alguien que se preocupaba de cómo se encontraba. El desconocido había tenido la mala fortuna de llegar al hospital casi al mismo tiempo que un grupo de chicos que regresaban de una excursión, cuyo autobús se había salido de la carretera y había volcado. Ninguno de los pasajeros había sufrido heridas graves, pero el pequeño hospital estaba sumido en el caos, con los pasillos atestados de adolescentes y padres histéricos. Su desconocido, como había decidido llamarlo hasta que pudiera darle un nombre, había sido examinado y declarado en buen estado, salvo por una conmoción; acto seguido, lo habían abandonado en la habitación hasta que alguien tuviera tiempo de atenderlo adecuadamente.

Serena sabía que no tenía obligación de estar sentada a su lado. Ella solo se lo había encontrado en la cuneta y había pedido ayuda. Pero algo la retenía junto a su cama. Su hipertrofiado sentido de la responsabilidad, probablemente. Parecía pasarse la vida haciendo cosas a las que se sentía obligada, en lugar de cosas que realmente deseara.

Empezaba a preocuparla que el hombre siguiera inconsciente. Naturalmente, estaba conectado a toda clase de monitores y aparatos, pero con aquel alboroto, ¿había alguien echándoles un vistazo? Serena oyó a un padre enfurecido que gritaba por el pasillo, exigiendo que atendieran a su hija. Una exasperada enfermera intentaba convencerlo de que alguien la atendería en cuanto fuera posible. Aquel tipo parecía Red Tucker, pensó Serena con una mueca, compadeciéndose de la pobre enfermera.

Como si el ruido de fuera hubiera turbado su profundo sueño, el desconocido balbució algo. Serena volvió a concentrarse en él. Observó su cara con curiosidad. Aunque desfigurados por los golpes, sus rasgos eran muy atractivos. Su pelo probablemente sería de un rubio oscuro cuando estuviera limpio y bien peinado, y sus ojos, que Serena solo había visto fugazmente, eran de un vivo color azul. Era delgado y fibroso, y parecía tener poco más de treinta años. Solo uno o dos más que ella. Tenía las manos bien cuidadas, pero sus nudillos estaban despellejados, como si hubiera intentado resistirse al sufrir la terrible paliza que lo había llevado al hospital. Tenía las uñas limpias y pulcramente cortadas. No parecía haber trabajado mucho con las manos.

No llevaba reloj ni joyas. Solo un jersey rasgado y unos vaqueros. No tenía nada en los bolsillos, ni tampoco zapatos, ni calcetines. Si el robo había sido el motivo de la agresión, el ladrón se lo había llevado casi todo.

Serena no lo conocía, ni tampoco ninguna de las personas que lo habían visto hasta entonces, lo cual era extraño en una ciudad tan pequeña. Así pues, ¿de dónde procedía? ¿Qué hacía en la cuneta de un camino que no llevaba a ninguna parte, salvo a aquel tranquilo pueblo de Arkansas?

Alguien abrió la puerta tras ella. Serena esperaba ver a un médico o a una enfermera, pero descubrió que era Dan Meadows quien había entrado.

—Me preguntaba cuánto tardarían en llamar a la policía —musitó ella.

—Buenas noches, Serena —dijo el jefe de policía. No parecía sorprendido de encontrarla allí, lo que significaba que ya había hablado con alguien—. He oído que has encontrado a un hombre herido detrás de tu casa.

Ella asintió, retirándose de la cara un mechón de su pelo cortado a media melena.

—Estaba en la cuneta, en la carretera del lago. El perro de mi hermana se escapó del jardín y lo estaba buscando cuando vi a este hombre tendido de bruces sobre la hierba.

Dan, un hombre de aspecto rudo y hablar lento que rondaba los treinta y cinco años, cruzó la habitación con su característico paso bamboleante y observó al hombre tendido en la cama.

—Nunca lo había visto.

—Yo tampoco. Me da la impresión de que no es de por aquí.

—¿Alguna otra impresión que quieras compartir conmigo?

Ella sacudió la cabeza.

—Me temo que no. No sé qué podía estar haciendo por allí. No llevaba encima la documentación. Y tampoco estaba a su alrededor. Lo comprobé.

—Parece que alguien le ha dado una buena paliza.

—Sí, eso parece. El doctor Frank dice que tiene una conmoción, un par de costillas rotas, una muñeca dislocada y diversos cortes y hematomas.

—Le han dado puntos en la cabeza, ¿no?

—Tiene un corte profundo en el cuero cabelludo, en la sien derecha. Le han dado seis puntos.

Dan asintió sin dejar de mirar al hombre tendido en la cama.

—¿Se ha despertado?

—Varias veces, pero solo unos segundos. Hace unos minutos parecía que iba a despertarse, pero enseguida volvió a desmayarse. Le han puesto antibióticos y Dios sabe qué más. Supongo que estará bajo los efectos de algún calmante.

—Es más probable que sea por culpa de la conmoción. LuWanda me ha dicho que vendrá a echarle un vistazo en cuanto consiga calmar a Red Tucker. Será mejor que salga y le eche una mano. No hay nada como un hospital lleno de padres histéricos para que todo el mundo vaya de cabeza.

—Gracias a Dios que ninguno de los chicos está herido de gravedad.

—Sí. Mi sobrina iba en el autobús —dijo Dan con una mueca—. Me llevé un susto de muerte cuando me lo dijeron.

—¿Polly está bien?

—Sí. Tiene una hemorragia nasal y un ojo morado, pero se encontrará mejor cuando se le pase el susto.

—Me alegro.

—Sí. Por cierto, esa reportera tuya está ahí fuera, metiéndose en todo. ¿Quieres que te la mande para que te haga compañía?

Ella sonrió y sacudió la cabeza.

—Deja que Lindsey haga su trabajo.

—¿Te refieres a preguntar a todos los padres qué sienten por haber estado a punto de perder a sus hijos en un accidente de autobús? Menudo trabajo…

Dan nunca había ocultado su opinión sobre los reporteros del Evening Star, el periódico fundado por el bisabuelo de Serena y que ella había acabado dirigiendo por una serie de circunstancias que todavía no entendía del todo. Antes de que pudiera defender la labor de la prensa delante de Dan, el alboroto del pasillo captó su atención.

Dan suspiró.

—Parece que Red ha vuelto a enfadarse. Será mejor que le eche una mano a LuWanda. ¿Tú vas a quedarte un rato más?

Ella asintió.

—Creo que me quedaré hasta que las cosas se calmen un poco y alguien atienda a este pobre hombre.

—¿Pobre hombre? —la expresión de Dan era inquisitiva—. ¿Sabes algo de él que yo no sepa?

—No, claro que no. Solo que… Bueno, ya sabes. Yo lo encontré y me siento un poco responsable de él.

—Mmm. Pensando así es como la gente bienintencionada se mete en líos. Será mejor que averigüe quién es antes de que lo adoptes.

Serena sabía que Dan siempre sospechaba de los forasteros y que desconfiaría particularmente de uno que había aparecido en aquellas circunstancias. A ella le importaba tanto como a Dan que su pueblo estuviera libre de la delincuencia que se había apoderado de otros muchos sitios, incluso tan pequeños e insignificantes como aquel.

Al salir de la habitación, Dan miró al hombre una vez más.

—Que alguien me avise cuando se despierte, ¿de acuerdo? Quiero hacerle unas preguntas.

Dan dejo la puerta entreabierta y Serena lo oyó hablar en tono sosegado y autoritario. Su voz se fue desvaneciendo a medida que se alejaba por el pasillo junto a Red Tucker y otra persona. Serena se pasó una mano por el pelo y miró otra vez al hombre tendido en la cama, y se encontró con que tenía los ojos abiertos y clavados en ella.

—Oh, ya está despierto. ¿Se siente con fuerzas para hablar con el jefe de policía, o quiere que espere unos minutos antes de llamarlo?

 

 

La mujer estaba sentada en una silla, muy cerca de la cama. Se inclinaba ligeramente hacia él al hablar, y en sus ojos parecía haber cierta preocupación. Él conocía esos ojos. Azules. O quizá verdes. Bonitos. Y solo había dos. Una nariz. Una boca. Todo ello bellamente dispuesto sobre un óvalo enmarcado por una media melena castaña clara. Fuera lo que fuere lo que le había ocurrido, aún era capaz de reconocer a una mujer sumamente atractiva. La idea le pareció reconfortante. No podía estar muy malherido si todavía se interesaba por el sexo opuesto.

—¿Señor? —repitió ella al ver que continuaba mirándola sin responder—. ¿Me oye? ¿Puede hablar?

Él parpadeó, intentando recordar lo que le había preguntado. ¿Algo sobre la… policía? Frunció el ceño y el gesto le produjo una punzada de dolor que lo hizo gemir.

—Uh… Sí, la oigo —logró decir con voz ronca, como si no la hubiera usado en mucho tiempo.

La mujer pareció animarse.

—¿Qué tal se encuentra?

Se le ocurrió una única respuesta, pero le pareció inapropiado decírsela a una señorita.

—No muy bien.

—Me lo imagino. Tiene un par de heridas muy dolorosas, pero el médico dice que se pondrá bien. Esta noche todo el mundo está muy ocupado porque un autobús escolar ha tenido un accidente, pero este hospital es bueno, aunque sea pequeño. Lo atenderán muy bien.

—¿Dónde…? —tragó saliva para aclararse la voz y volvió a intentarlo—. ¿Dónde estoy?

—En Edstown —respondió ella.

—¿Edstown? —repitió él, perplejo.

—Edstown, Arkansas —dijo ella otra vez.

—Arkansas —él repitió muy despacio el nombre del Estado, intentando recordar si tenía algún significado para él—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Yo lo encontré tendido en una cuneta, junto a mi casa. Le han dado una paliza… Parece que lo dejaron allí para morir. Yo llamé a una ambulancia y lo acompañé hasta aquí. ¿Recuerda algo de lo que le digo?

En realidad, había muchas cosas que no recordaba… Pero, en esos momentos, no quería pensar en ello. La palabra «policía» todavía resonaba en su cabeza.

Ella lo observaba con el ceño fruncido.

—Tal vez sea mejor que vaya a buscar al médico…

—No —intentó levantar una mano para detenerla, pero sus brazos parecían estar lastrados. Tenía la muñeca izquierda escayolada o envuelta con algún tipo de vendaje—. Espere, no se vaya todavía.

Por alguna razón, no quería que la mujer se fuera. No quería quedarse allí, solo, dolorido y luchando con la confusión que amenazaba con apoderarse de él. Estaba convencido de que volvería a recordarlo todo si le dejaban descansar durante unos minutos. En aquellas circunstancias, no era de extrañar que no recordara su…

—Su nombre —estaba diciendo la mujer—. Ni siquiera me ha dicho su nombre.

¿Tom? ¿Dick? ¿Harry? Nada. No conseguía recordarlo ni lejanamente. ¿Cómo podía haber olvidado su propio nombre?, se preguntó con creciente angustia.

Ella pareció ponerse tensa de repente.

—Recuerda su nombre, ¿verdad?

Él se imaginaba su reacción si le decía que tenía la mente en blanco. Probablemente, se asustaría. Empezaría a llamar a los médicos y a las enfermeras… y tal vez al jefe de policía al que había mencionado antes. El personal médico irrumpiría en la habitación y empezaría a observarlo y a hacerle pruebas como si fuera una especie de monstruo. Y a saber lo que pensaría el policía…

—Claro que recuerdo mi nombre —ella esperó—. Sam —dijo, eligiendo el primer diminutivo que se le ocurrió.

—¿Sam? —ella volvió a fruncir el ceño suavemente. Era evidente que la apresurada respuesta no había saciado su curiosidad.

Él buscó apresuradamente un apellido.

—Wall… —musitó—. Wallace —dijo rápidamente.

Ignoraba por qué se resistía a admitir la verdad. Podía decirle sencillamente a la mujer que no recordaba su nombre. Ni nada más. En realidad, tal vez debía preocuparse. Quizá tuviera daños cerebrales. Un médico debía examinarlo inmediatamente. Podía tener una hemorragia cerebral. Y Dios sabía qué más. Pero algo lo impulsaba a guardar silencio. Se sentía tan estúpido… Estaba seguro de que lo recordaría todo enseguida. Solo necesitaba un poco de tiempo.

—¿Sam Wallace? —repitió ella, algo desconfiada.

Demonios, ¿por qué no? Aquel nombre serviría hasta que se le ocurriera otro mejor. Su verdadero nombre, por ejemplo.

—Sí. Sam Wallace. ¿Quién es usted?

—Serena Schaffer.

Serena Schaffer… Serena… El nombre le sentaba bien, pensó él.

—Gracias por rescatarme, Serena Schaffer —dijo.

—De nada, no tiene importancia. Ahora creo que debería avisar a alguien. El médico querrá saber que se ha despertado. Y Dan Meadows, el jefe de policía, quiere hablar con usted. Quiere hacerle unas cuantas preguntas sobre lo que le ha pasado.

Él se puso tenso otra vez al oír la palabra «policía». Ojalá supiera por qué. Era algo… instintivo. Algo dentro de él le decía que tuviera cuidado. Al menos, hasta que recuperara la memoria…

La puerta se abrió y una mujer gruesa, vestida con un uniforme blanco, entró sacudiendo la cabeza y mascullando en voz baja.

—Menuda nochecita. Juro que si ese Red Tucker me dice una sola palabra más, le doy un puñetazo. Hacemos lo que podemos con esos chicos, y ahí está… Vaya, pero si está despierto…

—Sí. Estábamos hablando —dijo Serena.

La enfermera se inclinó sobre la cama y lo miró a los ojos.

—¿Le duele la cabeza?

—Sí —dijo él.

—Parece un poco desorientado —añadió Serena. Al parecer, su actuación no la había convencido del todo.

La enfermera no pareció sorprendida.

—Eso es normal cuando se tiene una conmoción. El médico vendrá enseguida.

Él intentó asentir, pero se quedó rígido al sentir una punzada de dolor en la cabeza.

—No pienso irme a ninguna parte.

La enfermera no sonrió.

—¿Está desorientado? ¿Recuerda cómo llegó hasta aquí?

Según le había dicho Serena, alguien le había dado una paliza y lo había dejado en una cuneta para que muriera.

—Sé lo que ocurrió.

—¿Recuerda la agresión?

—Me temo que no.

—Era de esperar. ¿Algún otro síntoma de pérdida de memoria?

Él la miró directamente a los ojos.

—No.

La enfermera pareció creerlo. Garabateó algo con un bolígrafo sobre el portafolios que sujetaba en el brazo izquierdo y le preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Sam Wallace.

—¿Tiene nombre compuesto?

—No, solo Sam.

Los padres que acababa de inventarse no habían sido particularmente imaginativos. Se preguntó cómo serían sus padres de verdad. ¿Estarían buscándolo en ese momento, enfermos de preocupación? ¿Era un completo imbécil por no contarle a nadie lo que le pasaba? La respuesta, por supuesto, era sí. Sin embargo, no cambió de opinión.

—¿Fecha de nacimiento?

Por lo que recordaba, había nacido hacía menos de una hora. Eligió una fecha al azar, y le pareció curioso que fuera capaz de recordar nombres, meses y números, aunque no tuvieran ningún significado para él.

—Veintidós de junio.

—¿Ah, sí? Hoy es veinte, así que dentro de dos días en su cumpleaños. ¿En qué año nació?

¿Año? Ni siquiera sabía en qué año estaban. Tampoco recordaba qué aspecto tenía, si su pelo era oscuro, o claro, o gris…, o si tenía pelo. No se sentía viejo…, pero tampoco joven.

Maldición, ¿qué le ocurría? ¿Por qué demonios no recordaba nada?

Dejó escapar un gruñido.

Serena se levantó y le tocó el hombro con gesto protector.

—Parece que tiene dolores, LuWanda. ¿No puedes hacer nada por él?

LuWanda cerró el portafolios.

—Traeré al médico.

Él agradeció el breve respiro y miró a Serena con expresión lastimera.

—La cabeza me está matando —dijo.

Ella le apartó un mechón de pelo de la frente. Así que tenía pelo. Era agradable saberlo.

—Lo siento. ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Quiere que llame a alguien?

Él pensó otra vez en la familia que tal vez estaría buscándolo. Se disculpó mentalmente con ellos, por si acaso existían, y sacudió la cabeza.

—No hay nadie a quien llamar, pero gracias por ofrecerse.

Lo que de verdad quería en ese momento era estar solo y pensar. Atravesar la barrera mental que lo mantenía apartado de sus recuerdos. Estaba convencido de que podía hacerlo si lo dejaban un rato solo. Pero cuando la puerta volvió a abrirse y un hombre viejo y rechoncho, que sin duda era el médico, entró apresuradamente en la habitación, comprendió que aún tardaría un buen rato en quedarse solo. Lo único que podía hacer por el momento era mantener su historia, hasta que se le aclarara la mente, lo que esperaba que ocurriera antes de tener que vérselas con el policía. Si no recuperaba pronto la memoria… En fin, pensaría en ello cuando llegara el momento.

Al ver al médico, Serena retrocedió sonriendo.

—Me voy. El doctor Frank se ocupará de usted. Aquí está en buenas manos, Sam.

Sam. El nombre le sonaba extraño, aunque tal vez también ligeramente familiar. ¿Era posible que fuera su verdadero nombre?

—¿Se marcha?

De nuevo, le disgustó la idea de que verla marchar, tal vez porque ella era la primera cosa que recordaba.

—Quizá nos veamos otra vez antes de que se vaya —dijo ella alegremente.

—Espero que sí —murmuró él, y se dio cuenta de que lo decía de verdad. Por el momento, ella era su única amiga.

 

 

El hospital estaba en silencio. Los pasajeros del autobús escolar habían sido atendidos y dejados al cuidado de sus aliviadas familias. Dan Meadows estaba de pie al final del pasillo, hablando con una atractiva joven que tomaba notas en un cuaderno manoseado. Serena comprendió por su expresión que el jefe de policía empezaba a cansarse de las preguntas de la reportera, y decidió rescatarlo.

—Como te he dicho —oyó que decía Dan con voz crispada—, no vamos a presentar cargos contra el conductor del autobús, ni contra nadie, hasta que hayamos realizado una investigación completa. Y ahora no sé que más quieres que te cuente, pero…

—¿Qué te he dicho sobre hostigar a las autoridades locales, Lindsey? —preguntó Serena con una leve sonrisa.

Su empleada sonrió con la irreverencia propia del miembro más joven de la redacción del Evening Star.

—No irás a negarme uno de mis pasatiempos preferidos, ¿no?

—Por el bien de las futuras relaciones entre el periódico y el departamento de policía, me temo que tendré que hacerlo. ¿Necesitas algo más para tu artículo?

—Tengo todo lo que necesito sobre el accidente —respondió Lindsey—. Pero he oído que hay otra historia interesante en la habitación doscientos cinco. ¿Quién es ese misterioso forastero, Serena?

—Eso quisiera saber yo —dijo Dan, mirando a Lindsey con desaprobación—. Mientras no tengamos todos los datos, no hay nada sobre lo que escribir.

—Dan tiene razón, Lindsey. Por ahora solo sabemos que fue encontrado en la carretera del lago Bullock, con heridas provocadas probablemente por una brutal paliza. Creo que tendrás que esperar hasta mañana para conseguir más detalles. No está lo bastante fuerte como para enfrentarse a la policía y a la prensa al mismo tiempo.

—¿Ya está despierto? —preguntó Dan.

Ella asintió.

—He hablado con él unos minutos. Dice que se llama Sam Wallace. Me temo que eso es todo lo que he conseguido de él. El doctor Frank está con él ahora.

—¿Se ha negado a hablar de lo que le pasó? —Dan frunció el ceño, como si aquello confirmara sus sospechas de que Sam Wallace estaba metido en algo turbio.

Serena sacudió la cabeza.

—No se ha negado. Solo está aturdido. Parece que le cuesta concentrarse. Ha sido muy amable, pero está un poco confundido. No creo que recuerde lo que le ocurrió.

—¿Tiene amnesia? —los labios de Dan se curvaron en un gesto de franca incredulidad.

—No —a veces, Dan llevaba demasiado lejos su escepticismo profesional—. Solo está desorientado, Dan. Creo que es lo normal cuando se tiene una conmoción.

Él asintió de mala gana.

—Intentaré hablar con él cuando salga el doctor. Si puede identificar a sus agresores, tendremos más posibilidades de encontrarlos cuanto menos tiempo perdamos.

—Tiene muchos dolores.

Dan le lanzó una de sus extrañas sonrisas.

—No te preocupes, Serena. No voy a intimidar a tu protegido. Solo quiero hacerle unas preguntas.

—Yo también —dijo Lindsey.

Serena la miró.

—Vete a acabar el artículo sobre el accidente. Mañana todo el mundo querrá saber los detalles.

Por su expresión, Lindsey parecía pensar que un misterioso forastero herido era mucho más interesante que un accidente de autobús sin importancia.

—Te veré mañana, Serena. A ti también, jefe. Naturalmente, querré saber todos los detalles de la investigación sobre ese tipo.

Dan se quedó mirando a Lindsey mientras la joven entraba en el ascensor.

—¿Te he dicho alguna vez que no me gusta que tus reporteros me acosen?

—Sí, una o dos veces —respondió Serena. Sabía que Dan no tenía nada personal contra Lindsey, a la que conocía desde niña. A veces incluso sospechaba que a Dan, a su manera, le gustaba bastante Lindsey. Pero los periodistas en general no le gustaban nada.

Dan había vuelto a concentrar su atención en la habitación del otro extremo del pasillo.

—Bien, Sam Wallace —musitó para sí—, es hora de averiguar quién eres: la víctima inocente de un crimen, o alguien a quien no queremos en nuestra ciudad.

Serena también se había estado preguntando lo mismo. Por alguna razón, le costaba trabajo pensar que Sam Wallace, herido o no, fuera una víctima inocente.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DOS HORAS después, Sam miraba las noticias de las diez en el televisor que estaba colgado junto al techo, frente a su cama. Esperaba que algo apretara el gatillo de sus recuerdos. Se había esforzado por recuperar aunque fuera el más nebuloso detalle de su memoria, pero solo había conseguido un terrible dolor de cabeza y una creciente frustración mezclada con pánico.

Empezaba a parecerle inevitable tener que contarle la verdad a alguien. Tal vez al policía que lo había visitado poco antes para hacerle preguntas, que él había contestado con vaguedades. El jefe de policía le había prometido que volvería. ¿O se lo había advertido?

Sam no estaba en absoluto seguro de que Dan Meadows se hubiera tragado la historia de que estaba de paso por aquella zona, en busca de trabajo, y unos tipos que se habían ofrecido a llevarlo en coche le habían dado una paliza. Había alegado dolor, cansancio y confusión para no dar más detalles y evitar que alguien fuera arrestado. Al jefe Meadows no parecía haberlo convencido su historia. Aunque podía ser verídica, solo que él no la recordaba.

Lo angustiaba la idea de decir en voz alta que había perdido la memoria, que tenía la mente en blanco, que estaba completamente a merced del personal de aquel pequeño hospital rural. Hasta el momento, los personajes con los que se había encontrado, a excepción del policía, se habían mostrado cordiales, sencillos y sin pretensiones. Era evidente que había aterrizado en un típico pueblecito estadounidense, ¿pero desde dónde?

Por alguna razón, sabía que no era de por allí. Su acento le sonaba distinto incluso a él. Además, no se sentía… de Arkansas. Aunque no sabía qué significaba eso.

¿Pero qué hacía allí? ¿Por qué nadie iba a identificarlo, a preguntar por él? ¿Estaría tan solo en la vida que nadie sabía dónde estaba? ¿Sería tan ajeno y misterioso para todos los demás como lo era para sí mismo en aquellos momentos?

No le gustaba la idea de que nadie se preocupara de si estaba vivo o muerto. Ni le gustaba estar tendido en aquella cama con un camisón de hospital con la espalda abierta, una sábana tan fina que probablemente podría leer un libro a través de ella y un par de bolsas que destilaban líquido a través de una aguja prendida a su brazo. Tal vez recuperara la memoria si pudiera ver la ropa que llevaba cuando lo habían encontrado.

—¿Qué ha pasado con mi ropa? —le preguntó a un hombre flaco y pálido que entró llevando una bandeja con agujas y vías.

El hombre pareció sorprendido. Sus ojos azules, casi desprovistos de pestañas, se abrieron y se cerraron.

—¿Qué ropa?

—La que llevaba cuando me trajeron aquí.

—No lo sé, señor. Lo preguntaré en cuanto le extraiga una muestra de sangre.

—Pero si ya me han sacado sangre. Ya casi no me queda ni una gota.

El enfermero lo miró como si no supiera si sonreír.

—Eh…

Sam suspiró.

—Está bien. Píncheme y encuentre mi ropa, ¿quiere?

Empezaba a perder la paciencia con todo aquello. Con el hospital, con su personal… y con su propio cerebro tercamente cerrado.

Poco después le dijeron que no llevaba cartera. O, al menos, el personal del hospital no la había encontrado. Le aseguraron que no había nada en los bolsillos de sus pantalones vaqueros, ni en los de su camisa. La falta de efectos personales reforzaba la historia del robo, pero lo dejaba sin ninguna clave sobre su identidad.

—Maldita sea —gruñó en cuanto volvió a quedarse solo. ¿Por qué no recordaba nada? ¿Qué le pasaba?

Entró otra enfermera, alta y huesuda.

—Soy Lidia, su enfermera de este turno. ¿Qué tal se encuentra?

Él la miró con fastidio.

—Eso depende. ¿Qué va hacerme?

Ella sonrió y sostuvo en alto un termómetro.

—Solo voy a ponerle esto. Es completamente indoloro, se lo aseguro.

Él abrió la boca de mala gana.

—Ah, y tengo que hacerle unas preguntas —añadió ella, abriendo un portafolios y sacando un bolígrafo—. LuWanda nunca termina de rellenar los papeles y luego los de admisiones se enfadan.

Él estuvo a punto de tragarse el termómetro.

—Mmf.

—Aguante un segundo —la enfermera esperó hasta que el termómetro electrónico pitó; luego se lo sacó de la boca y lo miró—. La temperatura es normal. Y, en cuanto a este papeleo, lo único que tenemos por ahora es su nombre, Sam Wallace, y el día y el mes de su nacimiento. Veintidós de junio. ¿Correcto?

—Eh, sí.

—¿En qué año nació, señor Wallace?

Él esbozó una sonrisa.

—¿Qué edad aparento?

Ella entornó los ojos.

—Vaya, al señor le gusta jugar a las adivinanzas —murmuró—. De acuerdo, se supone que tengo que animar a los pacientes. Aparenta… —lo miró detenidamente y él contuvo el aliento—. ¿Treinta y tres?

—Treinta y uno —la corrigió él con una mueca exagerada. Le parecía una edad bonita. Ni demasiado joven, ni demasiado viejo.

—Así que nació en mil novecientos… —su voz se desvaneció mientras garabateaba los números en el impreso—. ¿Dirección?

—Yo, eh, no tengo dirección fija en estos momentos. Y estoy buscando trabajo —añadió, anticipándose a la siguiente pregunta.

—¿Tiene seguro médico?

«Señorita, ni siquiera tengo nombre».

—No.

—¿Algún pariente cercano?

Él cerró los ojos.

—No.

—¿Le duele algo?

—Tengo un dolor de cabeza espantoso.

—Lo lamento. Solo un par de preguntas más. ¿Es alérgico a alguna medicación?

Estaba cansado. Sumamente cansado. Debería decirle la verdad: «No me acuerdo. No tengo nada entre las orejas, más que aire muerto. Llame a sus expertos, señorita. Aquí tienen una auténtica atracción para su regocijo».

Pero no podía hacerlo. Tal vez se lo dijera a alguien al día siguiente. O tal vez para entonces ya no fuera necesario.

—No —murmuró—. No soy alérgico a nada —le estaría bien empleado si le inyectaban algo y moría lenta y dolorosamente a causa de una reacción alérgica.

La enfermera le hizo otras preguntas sobre su historial médico. Él mantuvo los ojos cerrados y respondió al azar con voz monótona y letárgica.

«Eres idiota, Sam. O como diablos te llames. Un cobarde. Un necio. Un mentiroso. Un sinvergüenza. Dile la verdad a la señorita».

Pero siguió mintiendo. Porque a él mismo le daba miedo la verdad.

La oyó cerrar el portafolios.

—De acuerdo —dijo la enfermera—. Por ahora, es suficiente.

Sam dejó escapar un largo suspiro cuando al fin se quedó solo. Estaba tan fatigado que apenas podía moverse. Se sentía física y mentalmente exhausto. Le dolía todo el cuerpo. Necesitaba descansar. Quería salir de aquel lugar. Pero no sabía adónde iría cuando se marchara.

Ni siquiera sabía qué aspecto tenía, pero durante las dos horas anteriores había aprendido un par de cosas sobre sí mismo. Tenía más orgullo del conveniente, no le gustaba admitir sus debilidades y odiaba profundamente estar a merced de los demás.

Todos esos rasgos le resultaban familiares. Le gustaban. ¿Pero quién demonios era? ¿Y por qué no lograba recordarlo?

 

 

Realmente, había un hombre muy guapo bajo todos aquellos moratones. Hasta tendido en una cama de hospital poseía una especie de… bueno, de elegancia, pensó Serena a la mañana siguiente, mientras, sentada junto a la cama, observaba a Sam. Este tenía los labios ligeramente abiertos y resoplaba un poco al respirar. Tenía las pestañas largas y extrañamente oscuras en contraste con su pelo rubio. Aquellas espesas pestañas curvadas eran el único rasgo de suavidad de su cara enérgicamente labrada.

Serena pensó en la sucinta historia que le había contado a Dan. Había insinuado que era un trotamundos sin raíces que vagaba de ciudad en ciudad, ganándose el sustento con trabajos temporales. No tenía casa, ni familia. Mirando sus manos bellamente formadas, estropeadas solamente por las rozaduras de los nudillos, Serena se preguntó si esos trabajos temporales consistirían en sentarse detrás de un escritorio a hacer cuentas. Le resultaba difícil de creer que aquellas manos hubieran empuñado nunca una pala o un martillo. Y si esas uñas ovaladas y pulcras no habían pasado por una manicura profesional, besaría al perro de su hermana… justo en su hocico babeante.

Levantó la mirada hacia la cara del hombre y se azoró un instante al encontrase con sus vívidos ojos azules, que la miraban fijamente.

—Oh, buenos días.

—Serena.

Dijo su nombre como si recordarlo fuera muy importante. Ella asintió.

—Serena Schaffer.

—Tú eres quien me encontró.

—Sí. ¿Qué tal estás?

—Cansado. ¿Alguna vez has intentado dormir en un hospital?

—No. Nunca he estado hospitalizada.