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Ómnibus Julia 451 Intereses en conflicto Gina Wilkins A la agente literaria Adrienne Corley le gustaban los libros de Gideon McCloud, pero eso no quería decir que le gustara él. Tomó la decisión de verse cara a cara con su temperamental cliente por el bien de su carrera y no porque el solitario escritor le pareciera increíblemente sexy. A Gideon le gustaba vivir solo… hasta que apareció su guapísima agente y le pidió que se encargara de algunos asuntos profesionales… y personales. La princesa de las nieves Nicola Marsh Cuando Jade Beacham descubrió que todo en lo que había creído en su vida había sido una farsa, tomó la decisión de empezar de nuevo y puso rumbo a Alaska para convertirse en la nueva empleada del deliciosamente peligroso Rhys Cartwright. Esperando toparse con una princesa de gustos caros, Rhys encontró su entusiasmo y su belleza natural sorprendentes… ¡y extremadamente excitantes! Si trabajar juntos era una pura tortura, ceder a la tentación podía terminar con la estricta regla de Rhys de «una sola noche».
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Seitenzahl: 427
Veröffentlichungsjahr: 2022
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© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 451 - diciembre 2022
© 2003 Gina Wilkins
Intereses en conflicto
Título original: Conflict of Interest
© 2010 Nicola Marsh
La princesa de las nieves
Título original: Wild Nights with her Wicked Boss
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o
situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos
los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-044-1
Créditos
Índice
Intereses en conflicto
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
La princesa de las nieves
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CUANDO el teléfono sonó por decimoquinta vez, Adrienne Corley colgó violentamente.
No solía perder la paciencia muy a menudo, pero Gideon McCloud era capaz de provocarle un ataque de nervios hasta a un santo.
Era la quinta vez en tres días que intentaba ponerse en contacto con él. Su contestador se había roto hacía unas semanas y él no se había molestado en arreglarlo o poner uno nuevo. Así que ella no había podido dejar ningún mensaje. Le había enviado e-mails, pero al parecer, él llevaba días sin mirarlos.
Lo peor era que ella sospechaba que él estaba allí sentado, al lado del teléfono, oyendo cómo sonaba, decidido a no contestar.
—No tengo por qué aguantar esto —protestó, mirando el teléfono, como si el hombre al que llamaba pudiera escucharla—. Podría tener un trabajo más fácil… Trabajar en un banco… o en una biblioteca tal vez. Hasta cavar diques debe de ser mejor que trabajar con autores excéntricos y temperamentales…
—¿Estás amenazando otra vez con renunciar a tu trabajo? —preguntó Jacqueline Peeples, su ayudante administrativa, mientras dejaba una pila de correo en el escritorio de Adrienne.
—Algún día cumpliré esa amenaza.
—Sí, claro… Ve a decírselo a tu papá…
Adrienne desvió la mirada del teléfono y la dirigió a su compañera de trabajo.
—No le tengo miedo a mi padre. Si quiero irme de su agencia literaria, soy libre de hacerlo.
—Mmmm—hmmm —murmuró Jacqueline.
Había oído aquello muchas veces, por supuesto. Y no se lo creía. Como tampoco se lo creía Adrienne.
—Al menos, pronto tienes vacaciones. Si hay alguien que necesita dos semanas fuera de esta oficina, eres tú. Así que no dejes que tu padre te convenza para que no te las tomes.
—No lo haré —juró Adrienne—. Me he ganado estas vacaciones. Son las primeras que me tomo en tres años, y pienso disfrutar de cada día de ellas. Estoy tan cansada de horarios y citas que ni siquiera he hecho planes para las próximas semanas. Voy a actuar totalmente por impulso, vivir cada minuto según se presenta…
—Eso es exactamente lo que necesitas. Pero mientras tanto, ¿qué vas a hacer con Gideon McCloud?
—Voy a hacer que hable conmigo, así tenga que volar a Honesty, Mississippi, e irrumpir en su casa a la fuerza.
Jacqueline se rió.
—Me gustaría verlo… —comentó.
—¿El qué? ¿A mí, irrumpiendo en su casa a la fuerza?
—No. A ti en Mississippi.
Cuanto más lo pensaba, más brillante le parecía aquella solución, pensó Adrienne. Un típico movimiento de chico duro de los que haría su padre.
Gideon McCloud era un hombre seco, brusco, solitario, pero era un escritor con mucho talento, con un gran futuro, y ella quería conseguir un porcentaje de ese futuro.
—Resérvame un vuelo —dijo Adrienne sin querer pensárselo—. A principios de la semana próxima, preferiblemente. Así me dará tiempo de dejar todo el trabajo hecho.
Jacqueline alzó las cejas.
—No hablarás en serio, ¿no? ¿Quieres ir a Mississippi a encontrarte con un escritor durante tus vacaciones?
Cuanto más lo pensaba, más decidida estaba, aunque estaba muy estresada por el trabajo.
Adrienne asintió lentamente, cada vez más convencida.
—Sólo me llevará uno o dos días, y nunca he estado en Mississippi, así que puedo tomármelo como parte de mis vacaciones. Mataré dos pájaros de un tiro. ¡Entonces veremos si Gideon McCloud es capaz de ignorarme teniéndome delante de sus ojos!
EL teléfono de Gideon McCloud sonó varias veces aquel lunes, pero él lo ignoró tan efectivamente, que apenas lo oyó.
En un momento de debilidad aquella mañana había contestado el teléfono. Al pobre tele-operador de marketing debían de estarle sonando los oídos todavía, del golpe con el que había colgado el receptor. Tenía una aversión casi patológica a los tele-operadores de marketing. Por eso era reacio a atender el teléfono.
Realmente debería poner otro contestador, pensó, cuando se dio cuenta de que estaba sonando el teléfono. Tal vez lo hiciera un día de aquella semana, pensó. Y se concentró en su ordenador y se olvidó de todo lo demás.
Media hora más tarde lo distrajo el timbre de la entrada. Sonó media docena de veces, y luego oyó unos golpes en la puerta, seguidos del timbre otra vez.
Contrariado, se levantó del teclado y caminó hacia la puerta de la calle, que abrió impacientemente contestando:
—¿Qué pasa?
Una mujer alta y delgada, de sesenta y pocos años estaba frente a él, con un angelito de rizos rubios hasta los hombros y enormes ojos azules. A su lado había una maleta roja. Y la pequeña llevaba una mochila violeta a la espalda.
Gideon frunció el ceño un momento al ver el equipaje, antes de desviar la mirada hacia su madre.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Si atendieras el teléfono, ya sabrías la respuesta —sin esperar que la invitase a pasar, Lenore McCloud entró, con la maleta en una mano y la niña de la otra.
Gideon cerró la puerta detrás de ellos, luego se giró a mirar a su madre. Aún estaba irritado ante la vista de aquella maleta.
—¿Y?
—Tu tía Wanda se cayó anoche y se rompió la cadera. Pasaron varias horas hasta que la auxiliaron, y no se encuentra bien. Su vecina me ha llamado hace un par de horas. Tengo que ir allí inmediatamente.
Su tía era la única sobreviviente de la familia de su madre, y por eso a él no le extrañaba que ella quisiera acudir a su lado.
—Siento oír eso… Espero que se mejore… —dijo él.
—Eso espero yo también —Lenore miró a la pequeña—. Isabelle, cariño, el estudio está en esa puerta. ¿Por qué no vas allí y ves dibujos animados mientras yo hablo unos minutos con Gideon?
La niña asintió obedientemente y desapareció en el estudio. Un momento más tarde, Gideon oyó la cortina musical de ¡Scooby-dooby-doo…! de los dibujos.
—¿Por qué está viendo dibujos en mi estudio? —preguntó con desconfianza Gideon.
—Isabelle va a quedarse contigo hasta que podamos organizar otra cosa. Espero que sólo sean unos días, pero no puedo garantizártelo.
Gideon agitó la cabeza aun antes de que su madre terminase la frase.
—De ninguna manera, mamá. Olvídalo. No puedes dejarla aquí.
Lenore lo miró con aquel gesto rotundo que él recordaba de su juventud y le contestó:
—No hay otra opción. Nathan y Caitlin no volverán de su luna de miel hasta dentro de dos semanas. Deborah volvió ayer a Florida. Y no puedo llevar a una niña de cuatro años al hospital.
—¿Y qué me dices del ama de llaves que cuida a Isabelle cuando Nathan está trabajando? ¿No puede quedarse con ella?
—La señora Tuckerman ha aprovechado la luna de miel para irse de vacaciones en cuanto pasó la boda, ya que yo me ofrecí a cuidar a Isabelle. Nadie podía predecir el accidente de Wanda…
Gideon sintió las rejas de la celda cerrarse alrededor de él, pero no se dio por vencido:
—Seguro que hay otra persona… Yo tengo que trabajar, y sabes cómo me pongo cuando me atraso… Dejar a una menor conmigo debe de constituir negligencia o algo así…
—No seas ridículo. Eres perfectamente capaz de cuidar a Isabelle durante unos días. La niña se porta muy bien, no da ningún problema. Va al jardín de infancia desde las ocho hasta las dos de la tarde, así que puedes trabajar en soledad durante esas horas —dijo Lenore.
—¿Y después de las dos, qué se supone que tengo que hacer con ella?
—Eres un joven inteligente. Te las arreglarás.
—No quiero arreglármelas. ¡No puedes dejarla aquí!
—¡De acuerdo! —Lenore lo miró, dolida—. Si no tengo otra opción, me llevaré a Isabelle y llamaré a mi pobre hermana para decirle que no puedo ir cuando me necesita, porque no le viene bien a mi hijo.
Gideon gruñó.
—Mamá…
—Está bien… Lo comprendo. Eres un escritor importante, y tu tiempo es muy valioso.
Las rejas se cerraron bruscamente. Gideon estaba atrapado. Y lo sabía.
Suspiró y dijo:
—Ve a ver a tu hermana. Yo cuidaré de la niña.
Lenore sacó una hoja de su bolso. La extendió y comentó:
—Éste es el horario que me dejaron Nathan y Caitlin, incluido el colegio y sus clases de baile.
—¿Clases de baile?
Ignorando su gruñido, su madre continuó:
—También tienes escritos el teléfono del colegio y del pediatra, y un número donde Nathan puede ser localizado en caso de emergencia. Yo he puesto un par de números para que me localices a mí, si te hace falta. Y tienes mi número de móvil, por supuesto.
—¿Cuánto tiempo crees que estarás fuera?
—No lo sé. Te lo diré en cuanto pueda. Isabelle ha comido en el colegio hoy, por supuesto. Y yo le he dado algo para picar cuando la he recogido. Así que no tendrá hambre hasta la cena, sobre las seis. Debería acostarse a las ocho. Intenta que coma cosas sanas. No la dejes comer demasiadas patatas fritas o comida rápida. Y ahora debo irme, puesto que tengo un viaje en coche de dos horas. Iré a despedirme de Isabelle…
Gideon siguió a su madre al estudio.
Isabelle estaba sentada en un extremo de su sofá de piel, viendo los dibujos. Cuando entraron ellos, desvió la mirada de la pantalla y dijo:
—¿Me quedo aquí?
—Unos días —dijo Lenore sonriendo a la niña—. Estarás bien, cariño. Tu hermano mayor te cuidará.
Como no estaba acostumbrado a pensar en sí mismo como el hermano mayor de Isabelle, después de todo hacía apenas cuatro meses que conocía a la niña, tardó un momento en darse cuenta de que su madre esperaba que él dijera algo.
—Eres bienvenida aquí, Isabelle —agregó Gideon, cuando reaccionó.
La niña no parecía entusiasmada con la idea de quedarse con él, y Gideon la comprendía. Seguramente, Isabelle sabía que él no era la persona indicada para cuidarla. Aunque sabía que la niña era conversadora y sociable con otra gente, incluso con extraños, con él había sido siempre bastante reservada en las pocas ocasiones que la había visto. Lo había tratado con cierta timidez, lo que le indicaba que no se había formado una opinión de él, y como él tampoco se había formado una idea de su hermanita, se había sentido satisfecho de que la niña actuase así, distante y educada con él.
Nunca se le había ocurrido que haría de niñero.
—Tengo que irme, cariño. Sé buena con Gideon, ¿de acuerdo? Y sé paciente con él —agregó Lenore—. Le cuesta aprender algunas cosas. Pero será muy amable contigo —agregó, mirando significativamente a su hijo.
Isabelle rodeó el cuello de Lenore y le dijo:
—Adiós, nana. Espero que tu hermana se ponga bien pronto.
A Gideon todavía le chocaba oír a su medio hermana referirse a su madre con aquel sobrenombre cariñoso de abuela. Hasta hacía poco tiempo, Lenore no había querido saber ni de la existencia de la criatura. Y sin embargo, allí estaba ahora, abrazando cariñosamente a la niña como si de verdad fuera la abuela de Isabelle, y haciéndose responsable de la niña de su ex-marido, mientras su hijo mayor, el tutor legal de la criatura huérfana, estaba de luna de miel, y no era de extrañar que todo el pueblo creyera que Lenore, una mujer incansable, generosa, y voluntaria de muchas causas en bien de la comunidad, era una santa. Lo que no pensaban de él, por supuesto.
Diez minutos más tarde se encontró solo con una niña de cuatro años, esperando que hiciera o le dijera algo. Y él no sabía qué hacer o decir.
Gideon miró su reloj. Todavía no eran las cuatro de la tarde. Era demasiado temprano para cenar. Faltaban cuatro horas para que la niña se fuera a la cama.
—Ehh… Mm.. ¿Te apetece beber o comer algo? —preguntó él torpemente—. Tengo refrescos, creo. Y zumo.
La niña agitó la cabeza.
—No, gracias.
—Oh, bien… —miró a su alrededor.
El estudio estaba decorado al estilo del sur, con piel, madera, cerámica y cuadros del oeste.
Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros. Era la habitación de un muchacho, y no había nada que pudiera entretener a la niña, excepto la televisión.
—Tengo que terminar de hacer algo —dijo él—. ¿Estarás bien aquí, viendo la televisión?
La niña asintió.
—Sí, estaré bien.
Se la veía muy pequeña sentada allí en el gran sofá.
—Si necesitas algo, dímelo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Su despacho siempre había sido un refugio para él, y aquel día lo era más. Pero lamentablemente sabía que no podría pasarse todo el tiempo allí, hasta que volviera su madre.
A la media hora de estar trabajando en el ordenador, Gideon oyó un ruido que llamó su atención. Para su frustración, apenas había escrito un par de frases desde que se había sentado, así que frunció el ceño cuando levantó la mirada.
Sintió enfado, y luego consternación al ver a Isabelle en la puerta de su despacho, aferrada a un peluche y con el labio inferior temblando. Parecía a punto de llorar. Y eso fue suficiente para que Gideon sintiera pánico.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gideon, apartándose del ordenador—. ¿Te has hecho daño?
La niña agitó la cabeza.
—He oído un ruido afuera. Tengo miedo.
Gideon dejó escapar un suspiro de alivio y se pasó la mano por su ya despeinada cabellera. Había un viento típico de marzo, y él sospechaba que la niña había oído el ruido de una rama golpeando contra la ventana.
—No hay nada fuera, Isabelle. Sólo unos árboles plantados demasiado cerca de las ventanas. Ni siquiera es de noche…
Una lágrima se deslizó por la mejilla de la niña.
—Estoy muy sola en el estudio… —dijo.
Gideon suponía que era normal que la niña estuviera sensible. Había tenido muchos traumas en el pasado año. Había perdido a sus padres en un accidente, la habían arrancado de su casa en California y la habían llevado al hogar de su medio hermano en Mississippi, y ahora estaba con otro medio hermano que apenas conocía. Un hermano que no tenía ni idea de cómo consolar a una niña asustada.
—¿Puedo quedarme aquí contigo? —preguntó Isabelle—. Te prometo que me estaré quieta.
Gideon miró el pequeño escritorio que usaba para algunos papeleos.
—Puedes sentarte frente a este escritorio. ¿Te gusta dibujar?
La niña asintió, entusiasmada.
—Mi frigorífico es el único del pueblo que no tiene imanes bonitos en la puerta. Tal vez podrías dibujar algo para ponérselo.
A Isabelle pareció gustarle la idea.
Gideon quitó del escritorio la pila de correo sin abrir y le dio un bloc, varios lapiceros y una caja de rotuladores de colores. No tenía juguetes en la casa, pero sí mucho material de papelería, ya que era adicto a los suministros de oficina.
Isabelle se acomodó en la silla grande detrás del escritorio, y Gideon volvió al ordenador.
Como había prometido, Isabelle estuvo muy tranquila mientras dibujaba y coloreaba. Pero no obstante, Gideon no pudo concentrarse en la escritura. No estaba acostumbrado a tener a nadie en casa cuando trabajaba, y menos en la misma habitación que él.
Después de escribir y borrar la misma oración por cuarta vez, juró entre dientes y pulsó una tecla para cerrar el archivo.
—¿Qué ocurre, Gideon? —preguntó la niña.
—Nada. No ocurre nada.
—¿Estás escribiendo otro libro?
—Lo intento.
—Nate dijo que escribes buenos libros, pero no son para niños.
La niña siempre llamaba así cariñosamente a Nathan, pero Isabelle había tenido relación con su hermano mayor desde siempre. Nathan había sido el único de los tres hermanos mayores McCloud que había mantenido relación con su padre después del amargo divorcio de su madre, meses antes del nacimiento de Isabelle.
—No, no escribo libros para niños.
—¿De qué tratan tus libros?
—La mayoría de la gente los llama «thrillers». Tienen elementos de ciencia-ficción y fantasía, y lo que llaman humor negro.
Isabelle pestañeó un par de veces en respuesta a su seca descripción. Y luego dijo:
—A mí me gusta el Doctor Seuss.
Gideon sonrió.
—A mí también.
La sonrisa de Gideon pareció tomarla por sorpresa. Isabelle estudió su cara un momento, luego le devolvió la sonrisa, y después regresó a sus dibujos.
«De acuerdo», se dijo Gideon. A lo mejor aquello no era tan duro. Después de todo, ¿por qué lo iba a pasar mal cuidando a una inteligente niña de cuatro años que se portaba bien?
A las siete de la tarde estaba oscuro y lleno de nubes aquel lunes, y había empezado a llover con viento norte.
Adrienne iba sufriendo por la carretera de Mississippi. En primer lugar no era una conductora muy experimentada, puesto que en la ciudad apenas necesitaba el coche, y por otro, le costaba adaptarse a aquel coche alquilado. Se había perdido dos veces antes de encontrar el pueblo de Honesty, y no le había sido fácil encontrar a alguien que supiera indicarle dónde vivía Gideon McCloud.
Debería haberse imaginado, pensó, mientras conducía por una carretera sinuosa, que Gideon viviría fuera de la cuidad.
Debía de ser un ermitaño, más cómodo con los personajes que tenía en la cabeza que con la gente del mundo real.
No lo conocía personalmente, ni siquiera había visto una foto suya, pero había hablado por teléfono con él varias veces en los últimos dos años, puesto que había firmado un contrato con la agencia literaria de su padre. La mayoría de su comunicación había sido a través de cartas y faxes. A ella le encantaban sus libros, pero no había podido conocerlo muy bien a través de su limitado contacto.
Basándose en su comportamiento, se había hecho una idea de él no muy halagüeña. Suponía que debía de rondar los treinta y tantos largos o cuarenta y pocos años… Probablemente era un poco excéntrico… Después de todo, no sería el primer escritor de talento un poco raro que conociera.
Pero era el primero que ella perseguía de aquel modo, algo que no podía explicar. Había pensado que su motivación tal vez fuera una mezcla de necesidad de impresionar a su padre con una idea brillante desde el punto de vista profesional, y el hecho de que le encantaban los libros de Gideon McCloud.
Su casa tenía un aspecto normal, una especie de bungaló en medio de la ladera de una colina llena de árboles. Tenía buen aspecto, tuvo que admitir. Seguramente sería bonita en primavera, cuando los árboles y los arbustos florecieran, y en otoño, cuando las colinas de alrededor estuvieran llenas de colores ocres.
Vale, le gustaba su casa.
Pero eso no quería decir que le gustase él.
Aparcó al final de la carretera de grava y salió del coche.
Hacía mucho frío, y deseó haberse abrigado más. El viento era helador y se le colaba por la chaqueta de piel que llevaba con un traje de pantalón.
Había una sola luz encendida en la casa, y en lugar de iluminar, parecía proyectar más sombras.
Adrienne se acercó a la vivienda por un camino de piedra resbaladizo que conducía a la escalera del porche. El silencio era tan absoluto, que daba miedo.
¿Quién podría dormir allí sin los sonidos tranquilizadores de los coches, las sirenas de los servicios de urgencias, los gritos apagados de la gente y el ruido de los camiones de la basura?
Ella se alegró de poder resguardarse en el porche de la casa de Gideon. Se echó el pelo hacia atrás, y respiró profundamente antes de tocar el timbre. Había luces y ruidos que provenían de dentro de la casa, así que supo que había alguien. Aparecer allí sin previo aviso no era muy propio de un asunto de negocios, pero no había podido comunicarse con él para anunciarle su visita. Gideon McCloud no habría contestado el teléfono si lo hubiera intentado.
Tuvo que tocar el timbre otra vez antes de que se abriera la puerta.
Su primer pensamiento fue que aquél no podía ser Gideon McCloud. Aquel hombre era muy joven. No pasaba de los treinta años, y era increíblemente apuesto. Tenía el cabello oscuro despeinado, ojos verdes con pestañas largas y oscuras, y un cuerpo atlético cubierto por una sudadera gris y un vaquero gastado, y zapatillas de deporte. Tal vez se hubiera equivocado de casa.
Pero entonces el hombre habló, o mejor dicho, le ladró, y ella supo que era quien buscaba.
—¿Qué quiere?
—¿Es usted Gideon McCloud? —preguntó ella, más por formalidad que otra cosa.
—Sí. ¿Quién es usted? —preguntó impacientemente.
—Soy Adrienne Corley. Su agente literario —agregó, por si no registraba su nombre.
Al menos eso llamó su atención.
—¿Qué diablos está haciendo aquí?
Antes de que ella pudiera contestar, se oyó el gemido de una criatura desde la casa.
—¡Gideon, todavía no he encontrado a Hedwig! —gritó la niña.
Gideon puso cara de impaciencia. Luego abrió más la puerta y dijo:
—Entre. Puede ayudarnos a buscar a…
—¡Gideon!
Gideon se pasó una mano por el pelo, lo que explicaba su cabellera despeinada.
—Ya voy, Isabelle.
Cerró la puerta después de que entrase Adrienne, se giró y se alejó, haciéndole un gesto de que lo siguiera.
Confusa, ella lo siguió, con su portafolios debajo del brazo.
Ella notó que la habitación estaba decorada al estilo suroeste. En el centro, vestida con un camisón blanco con cintas rosas, había una niña pequeña de cara angelical, rizos rubios y ojos azules. Aun delante de Adrienne se le escapó una lágrima.
—¿Es su hija? —preguntó Adrienne.
—Mi hermana, Isabelle.
¿Su hermana?, pensó Adrienne.
La niña no podía tener más de cuatro años.
—¿Gideon? —pronunció la niña con labios temblorosos—. He mirado en todas partes.
—Entonces, tendremos que volver a mirar —respondió Gideon—. Mi casa no es tan grande, y tú llevas aquí sólo unas horas. Tu juguete no puede haber desaparecido… —se volvió hacia la entrada—. Volveré a mirar en el despacho y en la cocina. Vosotras dos seguid buscando aquí.
—Mmmm… ¿Qué estamos buscando? —gritó Adrienne cuando él se estaba alejando.
—Un búho de peluche —le contestó Gideon por encima del hombro—. Blanco.
Y la dejó con la niña.
Adrienne miró alrededor.
—¿Dónde has mirado?
—En todas partes.
Adrienne respiró profundamente y fue hacia el sofá. Dejó el maletín y su chaqueta de piel en un extremo, y luego se volvió a la niña y dijo:
—De acuerdo, miremos otra vez.
Miraron detrás de los cojines y debajo del sofá, luego se asomaron a un sillón reclinatorio y a un par de sillones cubiertos de una tela de tapiz. No hubo resultado positivo. No había ni polvo debajo de los muebles. Y ella, recordando a las chicas de la limpieza que había tenido, deseó que la limpiadora de Gideon viviera en Nueva York para poder contratarla. Miró nuevamente a Isabelle. La niña había estado mirando debajo de las mesas y detrás del mueble de la televisión y tampoco había encontrado nada. Adrienne oyó el abrir y cerrar de puertas en otra parte de la casa, probablemente la cocina, acompañado de juramentos ininteligibles. Al parecer, Gideon no había tenido más suerte que ellas.
Adrienne recordó lo que había dicho él y preguntó a Isabelle:
—¿Llevas sólo unas horas aquí?
La niña asintió.
—Me trajo nana.
—¿Y no has ido a ningún otro sitio desde que has venido?
Isabelle agitó la cabeza.
—He estado sólo aquí.
—¿Y tenías tu búho cuando has venido?
La niña volvió a asentir.
—De acuerdo —Adrienne se puso de pie—. Dime todo lo que has hecho desde que has llegado.
Isabelle puso cara de estar pensando duramente.
—He visto la televisión, y he dibujado en el despacho de Gideon…
—Él ha dicho que miraría en el despacho…
—Ya lo ha hecho —la niña sollozó—. Ha mirado por todo el despacho…
—¿Qué has hecho después de dibujar?
—He cenado. Gideon preparó espaguetis. Me he manchado la ropa, así que Gideon me ha dicho que me ponga el camisón.
—¿Te has cambiado en el dormitorio?
—No. En el cuarto de baño, porque tenía que lavarme la cara y las manos que estaban sucias de espaguetis.
—¿Dónde has puesto la ropa sucia?
—En el cesto de la ropa sucia.
Adrienne extendió la mano y dijo:
—Muéstramelo.
Isabelle le dio la mano y la llevó a un pequeño cuarto de baño. Allí abrió la tapa del cesto y le señaló la ropa de brillantes colores que había en el fondo.
—Esa ropa es mía —dijo.
Adrienne agarró la ropa, y desde el fondo del cesto la miraron unos ojos de plástico.
—¿Es éste tu amigo? —preguntó Adrienne con una débil sonrisa, levantando el juguete para que lo viera Isabelle.
La cara de la niña se iluminó.
—¡Hedwig! —exclamó.
Adrienne observó a Isabelle abrazarse al búho de peluche. Luego dijo:
—Será mejor decirle a tu hermano que lo hemos encontrado.
Adrienne no pudo evitar reírse.
Naturalmente, como si la conociera de toda la vida, Isabelle volvió a agarrar la mano de Adrienne mientras iban al vestíbulo.
—Me parece que Gideon no está acostumbrado a estar con niños —dijo la niña.
Adrienne se sorprendió por aquel comentario de la niña.
¡Era tan pequeña!, y sin embargo, parecía muy madura para su edad. Adrienne sospechaba que había pasado mucho tiempo entre adultos.
—¿Te parece que no está acostumbrado a los niños? ¿No lo sabes?
—No lo conozco desde hace mucho tiempo —dijo Isabelle llevando a Adrienne a la cocina, donde Gideon estaba buscando en el horno.
La niña sonrió.
—Hedwig no está en el horno, Gideon. Está aquí —dijo Isabelle.
Gideon cerró la puerta del horno y miró a la niña, que ahora tenía la cara iluminada.
—¿Cómo ha sido? —preguntó él.
—Lo hemos encontrado en el cesto de la ropa sucia. Ella… Mmm… ¿Cómo te llamas? —preguntó Isabelle de repente a Adrienne.
—Me llamo Adrienne Corley.
Isabelle asintió y volvió a dirigirse a Gideon:
—Adrienne Corley lo encontró.
Gideon dejó escapar un suspiro.
—Bien. Y ahora, ¿por qué no vas a ver la televisión con Hagar mientras la señorita Corley y yo hablamos unos minutos?
—No se llama Hagar. Se llama Hedwig —lo corrigió Adrienne, antes de que lo hiciera Isabelle—. De Harry Potter, ¿no? —le preguntó a Isabelle.
Isabelle sonrió y asintió. Luego salió de la habitación con su búho. Adrienne la observó marcharse, luego se dio la vuelta y se encontró con Gideon mirándola con una pregunta en los ojos.
—Trabajo en una editorial —le explicó Adrienne—. Conozco bien a Harry Potter.
—¿Quiere un café o algo? A mí me apetece tomar uno. En realidad, una copa de coñac me apetecería más, pero como estoy cuidando a una niña, supongo que será mejor que siga con el café…
—Un café es buena idea, gracias —dijo Adrienne.
Gideon le indicó que se sentase en una de las sillas que había alrededor de una mesa de roble.
—Siéntese —le dijo—. ¿Quiere comer algo? Tengo bizcocho de limón, que compré en la panadería ayer.
—Suena estupendo —respondió ella.
Ella acababa de darse cuenta de que tenía mucha hambre. No había cenado durante su aventura en la carretera.
Un momento más tarde estaba sentada frente a Gideon, con un café y un trozo de bizcocho. Era un poco raro verse así, después del caos de su llegada y la búsqueda de Hedwig. Le costaba un poco concentrar su mente nuevamente en los negocios.
No podía dejar de pensar en lo atractivo que era Gideon. Pero sólo como una observadora objetiva, se dijo. Porque su foto quedaría muy bien en la solapa de su libro.
Por lo demás. Todavía no sabía si le gustaba aquel hombre.
GIDEON estudió a la mujer que estaba sentada en la cocina de su casa. No tenía el aspecto que él se había imaginado a través de las conversaciones telefónicas. Por un lado, era más joven, no pasaba de los treinta años que tenía él, si es que llegaba. Y era más guapa de lo que había imaginado, con aquel pelo rojizo y aquellos ojos marrones en aquel rostro en forma de corazón. Tenía una bonita figura, también: pecho no muy grande, cintura estrecha, caderas esbeltas, piernas largas…
Definitivamente una chica de ciudad, fuera de lugar allí, en el Mississippi rural, del mismo modo que lo estaría él en el gimnasio de moda al que debía de acudir ella.
—¿A qué ha venido? No teníamos una cita ni nada de eso, ¿no?
Ella saboreó el trozo de bizcocho y agitó la cabeza.
—Le he enviado dos cartas. Y no he podido contactar con usted por teléfono para fijar una cita. Y lo he intentado… —agregó con un toque de acusación en su tono.
Él se encogió de hombros.
—No he podido revisar el correo últimamente… —dijo a modo de disculpa.
—Ni el correo electrónico, al parecer. Y no tiene contestador en el teléfono… Le he enviado dos cartas certificadas, que ha firmado, pero no ha contestado. No he sabido qué otra cosa hacer, excepto venir en persona.
Él suponía que debía demostrar que lo lamentaba y dijo:
—Lo siento. Tiendo a olvidarme del resto del mundo cuando estoy a punto de terminar un libro. Me han dicho que no es un rasgo particularmente admirable…
—Entonces, ¿está a punto de terminar el libro?
—¿Es por eso por lo que está aquí? —preguntó él, en lugar de contestar—. ¿Para saber cómo va el libro?
—Ésa es una de las razones. Puesto que la fecha de entrega del libro fue hace tres semanas, y no he tenido noticias suyas. He pensado que podría haber algún problema… Y también tengo otros asuntos que tratar con usted. Como no he podido anunciarle mi visita, comprendo que pueda ser inoportuna… Me gustaría que arregláramos un encuentro para más adelante, una conferencia telefónica o un encuentro cara a cara…
—¿De qué tipo de asuntos quiere hablar?
—De su próximo libro, por un lado. Y de la promoción del que está terminando. Su editor quiere hacer un gran lanzamiento de marketing, con una gira del libro, presentación en la televisión, entrevistas en publicaciones, ese tipo de cosas… Tengo unos papeles que me gustaría que leyera.
Él puso cara de dolor. La sola idea de un tour promocionando el libro le daba dolor de cabeza. ¿Tener que tratar con toda esa gente? La idea le daba dolor de estómago.
—Esta noche no estoy en condiciones como para hablar de esto. He tenido una tarde con mucho estrés. Estoy demasiado cansado como para pensar en la promoción… Además, tengo que acostar a Isabelle.
Ella asintió, resignada.
—Mañana, ¿tal vez?
—Tal vez —dijo él.
Aunque no podía imaginar que al día siguiente estuviera más animado para ello, pensó él.
Como le había señalado ella, había pasado la fecha de entrega del libro, y lo único en lo que podía pensar era en acabarlo. Parecía que todo el mundo conspiraba para no dejarlo trabajar.
Adrienne asintió.
—Si puede indicarme dónde está el hotel más cercano, lo llamaré mañana, para vernos a una hora que le venga bien.
—Los hoteles más cercanos están a una hora en coche, y son un par de hoteles de mala muerte que hay en la carretera.
Adrienne pareció tensar la mandíbula, pero sólo dijo:
—Me arreglaré con eso.
—Le diré una cosa —dijo él en un impulso—. ¿Por qué no se queda aquí? Isabelle está en la habitación de invitados, pero puede usar mi cama. Yo dormiré en el sofá de mi despacho.
—Oh, no… Yo…
—Si le preocupa la incomodidad que pueda causarme, no lo haga. Suelo dormir allí la mitad de las noches.
En realidad, cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que era una buena idea, pensó Gideon. Isabelle había respondido bien a Adrienne, y tal vez ésta pudiera ayudarlo a cuidar a la niña aquella noche. E incluso prepararla al día siguiente para ir a la escuela.
Ya que tenía que albergarlas, sería mejor que buscase alguna ventaja para él.
Y muy pronto, esperaba, tendría la casa para él solo. Como le gustaba.
Adrienne, tumbada en la cama de Gideon, se preguntaba si habría hecho bien yendo allí impulsivamente desde Nueva York.
Se preguntaba también cuál sería la historia que había detrás de Isabelle. No pensaba que Gideon y ella fueran totalmente hermanos con una diferencia de edad entre ellos de veintiséis años. ¿El padre de Gideon se habría casado por segunda vez con una mujer mucho más joven que él, como lo había hecho el de ella? Al menos ella no había tenido la incomodidad de tener hermanastros a su edad. Su padre, Lawrence Corley, no la había deseado particularmente, y mucho menos querría hijos en aquella etapa de su vida.
Realmente debería haber insistido en encontrar un sitio para pasar la noche, se lamentó. Pero había aceptado casi inmediatamente cuando él le había sugerido quedarse en su casa.
¿Por qué él le resultaba tan convincente? No podía ser sólo porque fuera atractivo. Estaba acostumbrada a tener hombres atractivos a su alrededor…
Después de que ella hubiera aceptado quedarse, no habían conversado mucho, y ella se había visto acostando a Isabelle y arropándola después de leerle un cuento, una sugerencia que había partido de Gideon.
Cuando Adrienne había dejado a Isabelle, dormida en su cama, se había encontrado con que Gideon se había encerrado a escribir en su despacho. Y sólo se había levantado para indicarle dónde podía encontrar sábanas limpias. Y había agregado que si necesitaba algo se lo dijera, pero ella sospechaba que él esperaba no tener más interrupciones.
Ella había pasado el resto de la noche leyendo un manuscrito que había llevado.
Después de ver las noticias de las diez había decidido acostarse, mucho antes de lo que solía hacerlo habitualmente.
Gideon no había salido ni una sola vez de su despacho.
Ella no podía dormirse. Había demasiado silencio. En cuanto Gideon le firmase los contratos, se marcharía nuevamente a la civilización.
Desorientada, Adrienne se despertó con la luz del sol. Miró la ventana y vio las cortinas a un lado. Gideon debía de tener el sueño muy pesado para que no le molestase la luz, o debía de levantarse muy temprano, pensó ella.
En el reloj de la mesilla eran las siete menos cuarto. Se levantó y fue al cuarto de baño que tenía su habitación. Se duchó, se lavó el cabello y se lo secó. Luego se vistió con la ropa informal que había metido en la maleta, además de sus trajes más profesionales.
Se alisó el suéter verde y salió de la habitación.
Gideon e Isabelle estaban en la cocina, y por lo visto la mañana no estaba transcurriendo muy apaciblemente. El pelo de Isabelle estaba enredado, y la niña tenía mermelada de melocotón en la barbilla. Llevaba una camiseta de manga larga con un personaje de dibujos animados y unas mallas que terminaban en los tobillos. Delante tenía un cuenco con cereales, los restos de dos tostadas con mermelada y un vaso de leche a medias.
En el momento que entró Adrienne, Gideon dijo:
—Isabelle, si no te das prisa con el desayuno, llegarás tarde al colegio. ¿Cómo puedes tardar tanto en comer un cuenco de cereales?
—Estaba leyendo la caja de cereales —explicó la niña—. Tiene chistes en la parte de atrás.
—¿Ya sabes leer? —preguntó Adrienne mientras caminaba directamente hacia la cafetera que había en la encimera.
—Puedo leer las palabras fáciles —dijo Isabelle, modesta a la vez que alardeando de su habilidad.
—¿Y sólo tienes cuatro años?
—Acaba de cumplirlos —dijo Gideon—. La chica es lista, pero es lenta… —agregó mirando a Isabelle.
—¿A qué hora empieza el colegio? —preguntó Adrienne.
—A las ocho —murmuró Gideon impacientemente, mirando una vez más su reloj.
—Será mejor que te des prisa —dijo Adrienne poniendo su taza en la mesa—. Isabelle, es hora de que termines. Ven a arreglarte el pelo, cepillarte los dientes y ponerte los zapatos.
—No ha terminado de comer los cereales —señaló Gideon.
Adrienne se encogió de hombros.
—No se morirá de hambre —dijo—. Mi padre muchas veces me mandaba al colegio sin haber terminado de desayunar. Así aprendí a comer en un tiempo limitado, si no quería tener hambre antes del almuerzo.
Gideon pareció pensarlo. Luego asintió.
—Tiene sentido. Ve con Adrienne, Isabelle. Mañana por la mañana vas a tener que dejar la lectura de la caja de cereales para cuando estés lista para el colegio.
Aunque puso morritos, Isabelle se levantó y siguió a Adrienne.
Con la supervisión de Adrienne, estuvo lista en menos de diez minutos.
—Igual llegará tarde —predijo Gideon—. Pero al menos serán sólo unos minutos. ¿Por qué no vienes con nosotros y te invito a desayunar después de dejar a Isabelle en el colegio?
Los almuerzos y cenas de negocios eran algo normal en su vida, así que Adrienne asintió.
—Es una buena idea. Pero te invito yo.
—Eso lo discutiremos luego.
El coche alquilado era más cómodo que la camioneta de Gideon para que fueran los tres, así que pasaron la silla de Isabelle al asiento de atrás de éste. Adrienne le dio las llaves a Gideon.
Éste acompañó a la niña a la entrada del colegio mientras Adrienne lo esperaba en el coche.
—La señorita Thelma se enfadó por haber llevado tarde a Isabelle al colegio —murmuró Gideon al volver—. Me habló como si yo fuera otro niño de párvulos…
—¿Y cómo has reaccionado?
—Le he dicho que estaba haciendo todo lo que podía en estas circunstancias. Y si no le gusta, tendrá que aguantarse…
—Espero que no hayas agregado la última parte en voz alta.
—No, esta vez no.
—Has hecho bien… ¿Los padres de Isabelle están de viaje?
—Los padres de Isabelle, o sea, mi padre y su segunda esposa, están muertos —respondió Gideon con una frialdad que la sobresaltó—. Murieron en un accidente el año pasado. Isabelle vive con mi hermano mayor, Nathan, quien está de luna de miel. Se casó el sábado por la mañana.
—O sea, que estás de canguro…
—No estaba previsto. Mi madre se ofreció para cuidar a Isabelle, pero tuvo que ir a cuidar a su hermana, que tuvo una caída… Y no tenía otro sitio donde dejar a la niña, así que me la dejó a mí.
Adrienne frunció el ceño al tratar de comprender las relaciones de aquella familia.
—¿Tu madre estaba cuidando a Isabelle?
—Sí. Es irónico, pero ha terminado siendo una especie de abuela para la hija que mi padre engendró con otra cuando todavía estaba casado con ella.
Antes de que Adrienne pudiera responder, Gideon aparcó el coche frente a un bar con aspecto de los años cincuenta. La mayoría de los clientes tenían camionetas y ropa de trabajo, notó ella.
La pelirroja de la caja saludó a Gideon con una sonrisa que se apagó un poco cuando vio a Adrienne.
—Buscad una mesa —le dijo a Gideon—. Carla irá en un momento.
Gideon eligió una mesa al fondo, en la zona de no fumadores, donde había algo menos de luz. El aire del local, de todos modos, no estaba completamente limpio.
Acostumbrada a restaurantes donde no se permitía fumar, Adrienne se frotó los ojos.
—Debí preguntarte si tenías alergia o algo así. Me temo que aquí hay mucha gente que no ha dejado el hábito.
—Supongo que puedo resistirlo el tiempo que dura una comida… —dijo ella.
Gideon agarró la carta plastificada.
—Créeme, la comida vale la pena la incomodidad.
Mirando la lista de desayunos, ella hizo un gesto de dolor al ver las calorías que reunían.
Una mujer de pelo cano y gesto amistoso le puso una taza de café delante.
—Ya sé lo que quieres, Gideon —dijo—. ¿Qué te apetece tomar, guapa?
Adrienne pidió un huevo pasado por agua, una tostada y una fruta.
—¿Estás segura de que no quieres nada más? —preguntó Gideon—. Las tortillas francesas y las tartas son buenísimas aquí, y no hay mejores galletas de mantequilla…
—Tiene razón —dijo la mujer—. Hazle caso a alguien que ha comido muchas…
Adrienne pensó en la tarta que había comido en la cena.
—Prefiero lo que he pedido —dijo con cierta pena.
La camarera asintió y se marchó.
—¿Eres siempre tan disciplinada con la comida? —preguntó Gideon.
—No siempre. Pero intento serlo.
Él asintió y bebió un sorbo de café. Adrienne se dio cuenta de que los estaban mirando. Gideon era un cliente que frecuentaba aquel lugar, pero ella parecía causar gran interés. La gente sólo lo había saludado con un asentimiento de cabeza, pero ella se preguntaba si sería así porque no se atrevían a interrumpirlo al ver que él estaba con ella, o porque Gideon no solía hablar con la gente.
Y ella pensó que debía de ser por la última razón.
—¿Es ésta una de tus amigas escritoras, Gideon? —preguntó la camarera cuando volvió, mientras les servía la comida.
—Es mi agente literario —contestó él, agarrando el salero—. Adrienne Corley, te presento a Carla Booker.
—Encantada de conocerla, señorita Booker.
La mujer se rió.
—Llámame Carla, simplemente, cariño. Todo el mundo me llama así. ¿Eres del norte?
—De Nueva York.
—¡Qué interesante!
—Creo que Joe Huebner te está llamando —dijo Gideon a Carla—. Probablemente quiera otra taza de café.
Carla sonrió.
—Es posible… Encantada de conocerte, Adrienne Corley. Si necesitáis algo, llamadme.
El plato de Gideon tenía una tortilla francesa con queso, cebolla y champiñones. A su lado había un plato con dos galletas grandes, y un cuenco con salsa.
—¿Eres siempre tan indisciplinado?
—Cuando desayuno en casa normalmente tomo cereales o pan. Pero cuando vengo aquí, como lo que quiero.
Tenía suerte, pensó ella. No le sobraba un kilo. Ella, en cambio, debía de estar engordando con sólo mirar su plato.
—¿Estás preparado para hablar de negocios?
—No, mientras estoy comiendo —respondió él, metiéndose un bocado de tortilla en la boca.
Gideon McCloud era un cliente difícil, aun entre los excéntricos escritores con los que ella trataba. No estaba motivado sólo por el dinero, puesto que había rechazado propuestas muy sustanciosas desde el punto de vista económico, al igual que otras que no había considerado suficientemente interesantes desde el punto de vista de su ganancia. Había autorizado poco material biográfico, no había cedido fotos para fines publicitarios, aunque tenía un aspecto que lo habría favorecido, y no había expresado entusiasmo por giras y entrevistas para promocionar sus libros, ni siquiera había querido tener una página web promocional.
Su falta de cooperación producía mucha frustración a Adrienne. Su padre se estaba impacientando con su falta de habilidad para conseguir que Gideon se comprometiera a nuevos ofrecimientos, y había insinuado que tal vez tuviera que ocuparse él en persona de aquel cliente.
Pero ella sentía que no conseguiría nada de Gideon si él no estaba dispuesto a ello.
Adrienne se concentró en el desayuno y habló de algo que no fuera su profesión.
—Nos están mirando. Supongo que tus conocidos se deben de preguntar quién soy.
Él miró alrededor.
—A estas alturas, todos saben quién eres. Carla les ha dicho que eres mi agente de Nueva York. Ahora se deben de estar preguntando qué haces aquí. Carla volverá dentro de un momento para averiguarlo.
—Los rumores corren muy rápidamente aquí —dijo Adrienne.
—¡No sabes cuánto!
Ella miró a los clientes del bar con curiosidad durante el resto de la comida. Era notable el contraste entre el ritmo de la ciudad y el de un pequeño pueblo.
Al rato, Carla se acercó a ellos con una cafetera.
—¿Todo bien?
—Sí, gracias —dijo Adrienne—. La comida es muy buena.
—Bueno, gracias. ¿Está aquí por un asunto de negocios con Gideon, señorita Corley?
—Sí.
La mujer asintió.
—Eso he supuesto. Apuesto a que tiene ofertas para películas o para la televisión. Yo he pensado cuando he leído su último libro, que podría hacerse una buena película con él. Podría contratar a Julia Roberts o a Mel Gibson para que la hagan…
Adrienne no pudo evitar reírse por dentro, pero Gideon no parecía contento.
—Aunque los libros de Gideon puedan convertirse en películas, ni a él ni a mí nos tendrían en cuenta para el casting, Carla… —dijo Adrienne.
—Gideon podría salir en alguna publicidad, como otros escritores… Yo siempre le he dicho que tiene buena planta para estrella de Hollywood, aunque podría mejorar aún más su aspecto, si quisiera —Carla se rió sinceramente.
—Te he dicho muchas veces que no tengo ganas de verme en la pantalla, Carla —se quejó él.
—A lo mejor Hollywood haría sus historias más románticas…
—Carla, tienes clientes que te llaman… Ve a decirles todo lo que has averiguado sobre mi negocio —la animó Gideon, en tono de reproche y cariño al mismo tiempo.
O eso le pareció a ella. Tal vez Carla también lo había notado, porque no se había ofendido, sino que sólo se había reído. Y luego le había deseado una feliz estancia a ella.
—¿Hay algo que visitar por aquí? —preguntó Adrienne.
—Depende de la persona… ¿Has terminado? —agregó él.
—Sí —su plato estaba vacío. Increíble.
Para no hacer una escena, puesto que encima los estaban mirando, Adrienne aceptó que él pagara.
Nuevamente notó que los saludos con la gente no eran especialmente cálidos. ¿Tendría amigos allí Gideon?
Al salir, prácticamente se chocaron con un apuesto policía. Éste le sonrió a ella, pero al ver a Gideon se le borró la sonrisa.
—Siempre te metes en mi camino, McCloud —protestó el oficial en tono amenazante.
—Puedes marcharte del pueblo y así evitar encontrarte conmigo —contestó Gideon.
Adrienne levantó una ceja en respuesta al evidente antagonismo entre los dos hombres y dijo:
—Si todos respetamos la derecha, habrá sitio para todos.
El oficial asintió con la cabeza y se quitó de en medio.
—Las damas primero —dijo.
Adrienne le puso la mano en el brazo a Gideon, puesto que en cierto modo, como agente suyo, ella debía cuidarlo, le sonrió y se lo llevó afuera.
—Gracias, oficial —respondió Adrienne.
—Es un placer, señorita.
Gideon gruñó y murmuró por lo bajo:
—Imbécil.
—Verte es un placer para mí también, McCloud —les gritó el oficial desde lejos.
Adrienne sintió un estremecimiento de rabia en el brazo de Gideon, y lo soltó.
—¿Es un viejo amigo?
Gideon simplemente la miró y se dirigió al coche de alquiler.
QUINCE minutos después de regresar a la casa de Gideon, apenas pasadas las nueve y media, Adrienne se encontró sola en la cocina. Después de haberle dicho que tenía que trabajar en una escena ahora que la tenía fresca, Gideon se había encerrado en su despacho nuevamente.
Se había mostrado contento al saber que ella se había llevado un montón de lectura, puesto que ella era incapaz de irse de vacaciones sin trabajo, y él le había prometido que hablarían de negocios en cuanto terminase con la escena.
Adrienne se sentó frente a la mesa de la cocina con su ordenador portátil, su teléfono móvil y un montón de manuscritos.
Gideon era consciente de la presencia de Adrienne en su casa. Ella no hacía nada de ruido, pero, no obstante, él sabía que estaba allí. Aquello no lo distrajo de su trabajo, pero cada vez que salía a la superficie, pensaba en ella.
En sus ojos marrones, en su pelo rojizo, en sus curvas…
Tal vez no estuviera mal tener una mujer atractiva en su casa mientras trabajaba… En cuanto terminase iría a conversar con ella…
El teléfono de la cocina sonó pasadas las once, distrayendo a Adrienne de su trabajo. Ella lo miró.
Agitó la cabeza al ver que Gideon no contestaba. Y se dirigió al teléfono.
—Residencia de McCloud —dijo.
Después de una pausa, habló una mujer:
—Soy Lenore McCloud, la madre de Gideon. ¿Puedo saber con quién estoy hablando?
—Soy Adrienne Corley, señora McCloud. La agente de Gideon de Nueva York.
—Comprendo. ¿Esperaba mi hijo su visita? No me lo ha mencionado…
—Me temo que me he presentado inesperadamente —le explicó Adrienne—. Tengo un importante negocio que discutir con él, y… no podía comunicarme con él para organizar un encuentro.
Su madre se rió forzadamente.
—Me lo imagino. Ponerse en contacto con Gideon es imposible a veces. No estaba segura de que contestase a esta llamada, aunque él sabía que yo lo llamaría.
—Lo iré a llamar. Está en el despacho.
—Oh, querida, espero que no se enfade con usted…
—No se preocupe por mí. Estoy acostumbrada a ese tipo de cosas.
—De acuerdo. Buena suerte.
Adrienne pensó que la madre de Gideon le caía bien, y que debía de ser una santa para aguantar a Gideon y aceptar a la hija de su exmarido tan generosamente.
—Gracias —contestó Adrienne.
Fue a llamar a Gideon.
—Tu madre está al teléfono.
Gideon no quitó la vista de la pantalla.
—Dile que la llamaré más tarde.
—No. No lo harás, te vas a olvidar. Realmente deberías hablar con ella ahora…
Ella le habló con el mismo tono de sensatez que usaba con su padre cuando éste actuaba irracionalmente. A veces funcionaba la estrategia, y otras, no.
Gideon la miró con resentimiento. Luego agitó la cabeza y murmuró:
—Lo siento. Me pongo de mal humor cuando interrumpen el fluir de mi pensamiento.
—No hay problema. A mí me pasa lo mismo. ¿Vas a atender la llamada aquí?
Gideon asintió y agarró el teléfono.