El vecino de al lado - Gina Wilkins - E-Book

El vecino de al lado E-Book

GINA WILKINS

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Beschreibung

Había decidido apartarse de los hombres… pero resultó que tenía un vecino irresistible. Dani Madison quería empezar de nuevo y no depender de ningún hombre. Lástima que Teague McCauley viviera tan cerca… El enigmático agente del FBI apenas tenía vida fuera de los casos en los que trabajaba día y noche. Después de resultar herido en una misión fallida, lo último que esperaba Teague era que Dani se prestara a cuidarlo… o que aquella mujer despertara en él sentimientos que creía desaparecidos para siempre. Pero había algo en su hermosa y distante "amiga" que iba a requerir una investigación más exhaustiva…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Gina Wilkins

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El vecino de al lado, n.º 1782- mayo 2019

Título original: The Man Next Door

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-867-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TEAGUE McCauley estaba tan agotado que fue del aparcamiento a su casa arrastrando los pies, porque colocar un pie delante del otro suponía para él un esfuerzo colosal.

Así que, aunque él solía utilizar las escaleras hasta el tercer piso donde vivía, ese día subió en ascensor. En ese momento él era el único ocupante, ya que la mayoría de los residentes de aquel bloque de pisos se habrían marchado ya a trabajar, a las nueve menos cuarto de aquella mañana de martes.

Sabía que ningún ruido le molestaría cuando se echara a dormir, aunque después de llevar más de cuarenta y ocho horas sin descansar todo le daba lo mismo. Estaba tan exhausto que sabía que se quedaría dormido en cualquier sitio.

El ascensor llegó al tercer piso y Teague se apartó con esfuerzo de la pared donde se había apoyado. Unos pasos más, se decía mientras se abrían las puertas. Cuando la vio en el descansillo esperando el ascensor, Teague se espabiló de inmediato: se puso derecho, levantó la cabeza y esbozó lo que esperaba fuera una expresión afable, mientras asentía y se apartaba para dejarla pasar.

—Buenos días.

Ella estaba tan fresca y radiante como una flor recién cortada, con un suéter naranja, pantalón marrón y su sedosa melena castaña enmarcando su bonito rostro ovalado. Sus ojos azul profundo lo miraron con serenidad al responder con un mecánico «buenos días».

—Que pase un buen día —respondió él, mientras se alejaba con paso rápido y enérgico.

—Usted también.

La respuesta resultó tan superficial como el cliché del que Teague había echado mano, y que estando tan cansado era lo único que se le había ocurrido.

Oyó que se cerraban las puertas del ascensor y relajó los hombros de nuevo. Mientras introducía con torpeza la llave en la cerradura pensó en lo poco que había impresionado a su vecina con aquel saludo tan soso. Claro que ni el comentario más ingenioso habría servido de nada; porque en esos últimos meses, la vecina del final del pasillo le había dejado muy claro que no tenía interés en que se conocieran mejor. Lo había notado en el fastidio con que lo miraba cada vez que se cruzaban, o en el tono frío y formal que adoptaba cuando él la manipulaba, por así decirlo, para que conversara con él, como había hecho en ese momento.

Como él era agente del FBI, le gustaba pensar que tenía la habilidad de adivinar lo que no era tan evidente, que tenía intuición.

Mientras se quitaba la camiseta negra sin molestarse siquiera en encender las luces de su espartano salón de camino al dormitorio, concluyó que era una verdadera pena que las cosas fueran así. La vecina era una preciosidad de cara de ángel y cuerpo de diosa; pero fría como el hielo.

Como no se le ocurrían más tópicos, se quitó los pantalones, los calcetines y se desplomó boca abajo sobre la cama, en calzoncillos. De todos modos no tenía tiempo para tener una relación de pareja con nadie, se decía mientras se quedaba dormido.

Sin embargo, era una verdadera pena.

 

 

Dani Madison esperó a que se cerraran las puertas del ascensor para soltar el aire que había estado aguantando. Cada vez que se encontraba con el hombre que vivía al final del pasillo le pasaba lo mismo: parecía faltarle el aire, se le aceleraba el pulso y le daba un escalofrío, como un cosquilleo. ¡Qué fastidio que le pasara eso!

Menos mal que casi no se encontraban; tal vez media docena de veces en los cuatro meses que llevaba viviendo allí. Él no pasaba mucho tiempo en casa; y a veces, por lo que había observado, faltaba casi toda una semana. Como ese día, que había vuelto cuando todo el mundo se iba a trabajar, estaba en casa a deshoras. Y aunque había hecho un esfuerzo por disimular su cansancio, a Dani le había costado entender que pudiera mantenerse en pie.

Él trabajaba para el FBI. Lo sabía porque a menudo llevaba camisetas con las siglas escritas en el pecho. A veces vestía de traje, y en alguna ocasión a Dani le había parecido atisbar una pistolera debajo de la americana.

En parte tal vez esa fuera la razón por la que aquel hombre le resultaba tan intrigante. Eso, y que además era un hombre sumamente atractivo. Tenía el pelo negro, un poco despeinado, unos preciosos ojos grises que a veces parecían incluso plateados, las cejas rectas y patillas cortas y bien arregladas, un mentón que podría haber sido cincelado en piedra, pero que quedaba suavizado por un hoyuelo en la mejilla derecha. Cuando iba sin afeitar, como esa mañana, parecía un pirata o un sheriff del lejano oeste; con un aire un tanto salvaje, un tanto peligroso… y tremendamente sexy.

Y por todo eso, cada vez que se cruzaban, Dani sentía que no podía relajarse con él, ni ser simpática.

Aunque no se trataba de que él estuviera detrás de ella, se decía Dani mientras salía del ascensor. Aparte de saludarla con mucha educación cada vez que se cruzaban, no había mostrado más interés en ella. La señora Parsons, la señora mayor cotilla que vivía en el apartamento al lado del suyo y enfrente del hombre en cuestión, se interesaba más por ella que él. El guapo agente apenas se fijaba en ella, y así era como Dani quería que siguiera la cosa. Llevaba catorce meses evitando las relaciones complicadas, sobre todo con hombres atractivos; y su vecino del FBI era el primero de esa lista.

Le había costado más de veintisiete años y una larga y humillante colección de errores y fracasos, pero finalmente había aprendido la lección. Dani Madison estaba sola, era independiente, autosuficiente, cínica y mucho más cauta. Haría falta algo más que un par de ojos grises y un aire de arrogante provocación para que volviera a ser la chica ingenua y hambrienta de afecto que había sido con anterioridad.

 

 

Dani habría preferido que su acompañante no hubiera subido con ella hasta la puerta de su casa aquel viernes por la noche; pero él había insistido en comportarse como un caballero y dejarla sana y salva en casa. A lo mejor también albergaba alguna esperanza de que ella se animara repentinamente a invitarlo a pasar. Pero Dani estaba convencida de que eso no ocurriría.

Anthony era un hombre agradable, pero no le alteraba el pulso.

De todos modos, ella no buscaba la pasión. Una cena agradable, una conversación entretenida y algo más interesante que el programa de televisión medio era lo único que quería últimamente de sus acompañantes masculinos.

Anthony había satisfecho sus necesidades invitándola a cenar a un restaurante italiano de ambiente agradable; y la conversación había sido más interesante que la serie que habría visto en la tele si se hubiera quedado esa noche en casa.

Justo cuando ella y Anthony llegaban a la puerta de su apartamento, el agente sexy, como ella le llamaba en secreto, salió de su casa. Sin saber bien por qué, pero totalmente consciente de la presencia de su vecino, que en ese momento avanzaba hacia el ascensor, Dani sonrió a su acompañante y pronunció con energía:

—Gracias de nuevo por la cena, Anthony. Lo he pasado muy bien.

Anthony miró con anhelo el pomo de la puerta que ella ya se disponía a girar.

—Yo también lo he pasado bien. Qué pena que tengamos que despedirnos tan temprano.

—Sí, bueno… Tengo una clase a primera hora, y debo preparar algunas cosas.

La puerta contigua a su apartamento se abrió una rendija y una cara curiosa se asomó tras de la cadena del pestillo. La señora Parsons había oído un ruido y se asomaba a ver qué pasaba. Era una señora agradable, pero el aburrimiento le hacía interesarse por todo lo que ocurría a su alrededor. Al ver que Dani la miraba, esbozó una sonrisa avergonzada y cerró de nuevo la puerta.

El agente del FBI había apretado el botón del ascensor y estaba esperándolo. Si se había acaso fijado en Dani y Anthony, que estaban a pocos metros de él, no dio señal de ello. Tampoco Anthony pareció fijarse en el otro hombre mientras asentía con resignación a la excusa de Dani para no invitarlo a entrar.

—Lo entiendo. Tal vez podríamos quedar el próximo fin de semana. ¿Te gustaría ir al cine o algo así?

—No estoy segura de lo que voy a hacer el próximo fin de semana.

Anthony se quedó aún más chafado, como si hubiera detectado demasiado bien la falta de entusiasmo por parte de ella.

—De acuerdo. Entonces, ya nos veremos, ¿sí?

Ella trató de añadir un poco de calor a su sonrisa. No quería hacerle daño a Anthony, pero tampoco darle esperanzas.

—Buenas noches, Anthony.

Él se acercó y la besó torpemente en los labios, pero Dani permitió que durara el tiempo suficiente para que no sobrepasara el límite de la cortesía, antes de apartarse y abrir la puerta.

—Buenas noches —repitió.

—Buenas noches, Dani.

Las puertas del ascensor se abrieron cuando ella entraba en su apartamento.

—Espere que bajo con usted —le oyó decir a Anthony.

Dani cerró la puerta sin esperar a comprobar lo que hacía su vecino.

 

 

Exigente. Sin duda el tipo de mujer que esperaba que los hombres atendieran todos sus deseos; exactamente la clase de mujer que Teague prefería evitar, aunque fuera, como en ese caso, una mujer muy guapa.

Después de bajar en el ascensor con el último pretendiente rechazado de su vecina, Teague estaba incluso más convencido de que invitarla a salir sería mala idea, a pesar de la tentación que le entraba cada vez que se cruzaban en el pasillo.

No se enorgullecía de haber cambiado la escalera por el ascensor con el único fin de enterarse de cómo terminaba la velada de la vecina con su esperanzado acompañante; ni tampoco de la satisfacción que había sentido cuando ella había despedido al tipo.

Sólo le atraía físicamente, se decía mientras entraba en su despacho del cuartel general del FBI en Little Rock aquel sábado por la mañana. Cualquier hombre heterosexual se interesaría por Danielle Madison. Parecía que utilizaba el apodo de Dani, porque así era cómo la había llamado su acompañante cuando le había dado las buenas noches.

Había averiguado su nombre por mera curiosidad: un hombre con un trabajo como el suyo debía poseer información general sobre las personas que vivían cerca de él; así que, aparte de averiguar el nombre de su vecina, también había buscado los nombres de las otras dos que tenía alrededor.

Había cuatro apartamentos en ambos lados de los ascensores, ubicados en el centro del edificio; dos apartamentos a cada lado del pasillo. Frente al suyo estaba el de Edna Parsons, una viuda que pocas veces salía de su apartamento. El piso al lado del suyo había sido ocupado hacía unos meses por una joven de aspecto aplicado que parecía agradable, pero que como él apenas paraba en casa. Las pocas veces que la había visto, siempre llevaba una pesada mochila, y por eso Teague había supuesto que era estudiante. Se llamaba Hannah Ross.

Justo enfrente de Hannah vivía Danielle Madison, la atractiva morena a la que él había dado el apodo de «la princesa» cuando ella se había mudado a vivir allí.

Colgó la cazadora en el respaldo de la silla, se sentó a su mesa y encendió el ordenador. Tenía mucho que hacer ese día, demasiado como para perder ni un minuto pensando en Danielle.

Se dijo que tal vez le sentaría muy bien llamar a una de sus amigas ese fin de semana. Últimamente trabajaba demasiado, y hacía por lo menos un par de meses que no salía a cenar con ninguna chica.

A lo mejor eso explicaba por qué pasaba tanto rato pensando en su vecina. Uno no podía ignorar sus necesidades más básicas porque acababa pasándole de todo.

Se echó a reír al pensar en lo compungido que se había quedado el hombre del ascensor después de que Danielle le diera casi con la puerta en las narices. ¡Menudo papanatas!

—¿De qué te ríes? No conozco a nadie, salvo a ti, que se pase un sábado metido en la oficina y le entre la risa.

Levantó la cabeza al oír el pausado acento de su amigo y compañero, Mike Ferguson, que entró en el despacho con sus habituales andares perezosos. Era un hombre alto y desgarbado, con una mata de pelo rizado entre castaño y rubio. No era raro ver a Mike inclinado, encorvado, distraído o medio tirado en algún asiento; su postura jamás era de alerta. Él lo achacaba a un rastro de rebeldía de los años que había pasado en el servicio militar y de la que no se había logrado desprender.

Teague se encogió de hombros como respuesta a la afirmación de Mike.

—Estaba pensando en una chica que conozco… Bueno, en realidad no la conozco de nada.

Mike se sentó en una silla de respaldo recto, el único sitio donde sentarse en el minúsculo despacho de Teague, y le sonrió con curiosidad.

—Parece que es alguien a quien te gustaría conocer.

—No te creas. Parece una de esas mujeres muy exigentes. Sólo sale con perrillos falderos.

Mike se estremeció.

—No quiero saber nada de las que van de princesas.

—Sí. Así es como la llamo yo; claro que no se lo digo a ella.

—¿Está de buen ver?

—Digamos que el sistema de rociadores se pone en marcha cuando ella va por el pasillo.

—No me digas, tío.

—Sí. Una verdadera pena.

—¿Y no puedes quedar ni un sólo día con ella?

Teague chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—No merece la pena. Aunque sea una preciosidad, es fría como el hielo. Y me mira como si fuera a contagiarle el virus del Ebola o como si llevara encima una bomba. Me conformaré con mirarla.

Mike chasqueó la lengua comprensivamente.

—¿Quieres venirte esta noche a Snuffy’s? A lo mejor conoces a alguien que te deje hacer algo más que mirar.

Teague se lo pensó un momento, antes de encogerse de hombros. ¿Acaso no acababa de pensar precisamente que tenía que salir más? ¿Establecer relaciones sociales con el sexo opuesto?

—¿Claro, por qué no? Pero antes tengo que terminar todo este papeleo.

—¿Cuánto crees que te puede llevar?

—Cuatro o cinco horas —respondió Teague de mala gana.

Como sabía que su compañero exageraba, Mike asintió, se puso de pie y avanzó hacia la puerta del despacho.

—Ve para allá cuando termines. Te veo allí.

Teague empezó a teclear y se esforzó por centrarse en el trabajo que tenía por delante, pensando en lo bien que se lo pasaría esa noche. Así no volvería a pensar en la princesa de hielo del apartamento de enfrente.

 

 

El sábado por la tarde y por pura coincidencia, Dani estaba aparcando el coche en su plaza del aparcamiento del edificio justo cuando el agente sexy aparcaba su pequeño deportivo negro. Avanzaron hacia el edificio de apartamentos a la vez, y por lo tanto llegaron a la puerta casi al mismo tiempo.

Él asintió con gesto amable y le sujetó la puerta para dejarla pasar, y ella le dio las gracias y pasó delante de él. Pensando que su vecino subiría por la escalera, como había visto que tenía por costumbre, Dani se acercó al ascensor y apretó el botón.

El agente sexy la sorprendió cuando se acercó y se colocó a su lado.

—Ha sido un día muy largo —dijo él como si hubiera adivinado su extrañeza—. En este momento no me apetece subir por las escaleras.

Ella se limitó a asentir y levantó la vista para fijarla en los números iluminados. ¡Qué mala pata que el ascensor estuviera parado en el cuarto!

—Sabe, me mudé a vivir aquí hace cuatro meses y aún no me he presentado —le dijo en tono amistoso—. Me llamo Teague McCauley.

Por fin sabía su nombre. Dani se dijo que de todos modos seguiría pensando en él como el agente sexy.

—Encantada de conocerle —respondió ella ineludiblemente.

—Y usted es Danielle Madison —murmuró él.

Su tono irónico le dio a entender que estaba bromeando un poco con ella por no haberse presentado después de presentarse él.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—He debido de oírlo en algún sitio —respondió con expresión insulsa.

Ella lo miró con suspicacia.

—Creo que voy a subir por la escalera —dijo ella.

Las puertas del ascensor se abrieron en ese momento.

El agente sexy, o Teague McCauley, entró en el ascensor y pulsó el botón para que no se cerraran las puertas.

—Ya que está aquí el ascensor, mejor será que se monte.

Ella pensó en darse la vuelta e ir hacia las escaleras; pero recordó que ya no se dejaba intimidar por ningún hombre. Y, además, aquél no era peligroso; era un agente del FBI. No había nada que temer mientras sus conversaciones siguieran siendo breves e impersonales.

—¿Tiene planes para el fin de semana? —le preguntó él con educación y formalidad.

Ella cerró los ojos, pero como estaba de espaldas, él no podría verla.

—En realidad, no.

—Ni yo —dijo él sin que ella le preguntara nada—. Estaba pensando en ir a un club esta noche.

Casualmente se había fijado en que él trabajaba muchas horas; y dudó que hubiera tenido un sábado libre en los últimos meses. A veces le oía llegar tarde por las noches, pero le daba la impresión de que en esas ocasiones no llegaba de ninguna fiesta.

Aunque últimamente ella evitaba ir a los bares nocturnos, le parecía lógico que él quisiera salir una noche a divertirse. Era bastante joven, de unos treinta y tantos años, atractivo y aparentemente sano. No tendría ningún problema para encontrar compañía para esa noche. De pronto se dio cuenta de que nunca le había visto llevar a nadie a casa. Aunque él no pasaba mucho tiempo en casa, lo lógico era que hubiera llevado a algún amigo. A alguna chica. A alguien.

Entonces cayó en la cuenta de que en el año que llevaba en su apartamento raras veces había invitado a nadie a su casa. No había hecho amistad con muchas personas desde que se había mudado a Little Rock. No salía con chicos muy a menudo, y normalmente prefería no invitarlos a casa. Su apartamento se había convertido en su refugio, en su santuario. Tal vez a Teague McCauley le pasara lo mismo con su casa.

Se preguntó si esa conversación con su vecino desembocaría en una invitación para salir con él; tal vez a un bar nocturno. Si ocurría así, esperaba poder declinar la oferta educadamente sin tener que sentirse mal cuando se encontraran en el pasillo a partir de entonces.

El ascensor se detuvo en el tercer piso y ella salió, preparándose mentalmente para cuando él tratara de detenerla. Pero él se volvió hacia su apartamento sin volverse siquiera a mirarla.

—Bueno, ya nos veremos —dijo él, apenas volviendo la cabeza.

—Sí, claro, nos veremos.

Cuando se dio cuenta de que se había quedado mirándolo, Dani se apresuró hacia su puerta, molesta por su estúpido comportamiento.

Cómo se reiría de ella su hermano si hubiera presenciado aquella escena. Se encerró en su ordenado aunque sencillo salón con una mueca de burla por su reacción. Había estado segura de que Teague McCauley, alias agente sexy, le pediría salir. Había invertido varios minutos pensando en la mejor manera de rechazar educadamente su propuesta y al final había resultado que él no había mostrado ningún interés. De hecho, más bien le daba la impresión de que él le había dejado claro que no tendría que preocuparse más de que él fuera a sugerirle nada por el estilo. Aparentemente, ella no era su tipo.

Clay, su hermano de veintiún años, a menudo la había tachado de vanidosa. Y cuando él se lo había dicho, había sido cierto. Entonces Dani había sido la niña mimada de papá; antes de que su afectuoso padre cayera fulminado por un ataque al corazón con sólo cuarenta y cinco años; y antes de que Kurt Richie le hubiera arrebatado todo el orgullo y respeto que sentía hacia sí misma.

Ella se había creído especial, bonita, talentosa; se había creído popular y privilegiada.

Pero en realidad no había sido más que una chica mimada, más necesitada emocionalmente de lo que había pensado y tremendamente ingenua.

Tal vez había vuelto sin darse cuenta a sus antiguas costumbres. A lo mejor los hombres con los que se había relacionado últimamente le habían empujado a caer en los mismos hábitos de siempre. De ser así, Teague McCauley le había hecho un favor al mostrar tan poco interés por ella.

Dani se cambió de ropa y se puso unos cómodos pantalones negros que utilizaba para hacer yoga y una camiseta rosa de manga larga.

Que se fuera a un ruidoso bar donde encontraría mujeres dispuestas. Ella planeaba pasar la velada leyendo un libro y escuchando música tranquilamente.

Alguien llamó suavemente a su puerta justo cuando entraba en la cocina con la idea de prepararse una cena ligera. Se quedó inmóvil al pensar que podía ser su vecino que había ido a invitarla a salir…

A lo mejor le había dejado un rato para hacerse el duro y suscitar así su interés. ¡Que equivocado estaba!

—Ah, señora Parsons —dijo Dani al ver a su vecina en el pasillo—. ¿Quiere que la ayude en algo?

Dani se sintió como una imbécil por segunda vez en veinte minutos.

La mujer menuda de pelo blanco a quien Dani echaba setenta y pocos años asintió.

—Quiero mover unos muebles, y me preguntaba si podrías ayudarme a mover la librería. Pesa un poco más de lo que pensaba.

Dani había ayudado a su vecina un par de veces en ocasiones anteriores, bien llevándole la bolsa de la compra, alcanzándole algo de un estante que estaba demasiado alto o cambiándole una bombilla. Sabía que la mujer acudía a ella por necesidad y porque se sentía un poco sola, y a ella no le importaba hacer lo que le pidiera. La señora Parsons sólo tenía un hijo que era dueño de un próspero negocio en Arizona y que iba a verla un par de veces al año. La señora Parsons se lamentaba de que no le había dado ningún nieto.

—Haré lo que pueda, señora Parsons, pero si pesa mucho a lo mejor tenemos que llamar al de mantenimiento.

La señora Parsons asintió.

—Creo que podremos solas.

Escéptica al recordar los pesados muebles de la mujer, Dani siguió a su vecina al apartamento de al lado.

 

 

Teague cruzó el salón de su casa en dirección a la puerta, bastante satisfecho consigo mismo. Aún tenía el pelo un poco húmedo de la ducha, y se había puesto una camisa blanca y unos vaqueros limpios; nada especial para esa noche. En principio había pensado en quedarse en casa para cenar un sándwich y una cerveza mientras veía la tele y recuperarse un poco de tantas agotadoras semanas de trabajo. Pero al final había decidido salir y encontrarse con Mike en el bar. Se había comido un sándwich en dos bocados, había sustituido la cerveza por agua con gas y se había aseado y cambiado para salir.

Era demasiado joven para seguir viviendo como un ermitaño adicto al trabajo. Además, necesitaba estar con una mujer. Si montarse en el ascensor con su bonita aunque algo estirada vecina era el momento culminante de su vida social, definitivamente tenía que tomar medidas drásticas. Estaba convencido de que juntarse con sus amigos en un bar con la esperanza de conocer a alguien que quisiera pasarlo bien esa noche era la mejor opción.

Sin embargo, no dejaba de pensar con humor en la cara que había puesto Dani Madison cuando la había dejado en el pasillo y había continuado hacia su apartamento. Estaba casi seguro de que ella había pensado que él iba a invitarla a salir esa noche con él. Al ver que no le decía nada y que para colmo se iba a su casa sin más, Dani se había quedado bastante confundida, y eso le hacía gracia.

Sospechaba que ya era hora de que alguien le dejara claro a la princesa que no todos los hombres eran meros perrillos falderos esperando unas migajas de su atención.

Estaba a punto de echar mano de las llaves cuando llamaron a la puerta.

—¿Teague? ¿Señor McCauley, está ahí? ¡Necesitamos su ayuda!

«Dani», pensó de inmediato con sobresalto. ¡Pero qué demonios… !

Abrió la puerta y la encontró en el pasillo.

—Necesitamos su ayuda —repitió ella.

Teague se olvidó de todo lo que había estado pensando de ella, asintió y la siguió cuando ella se dio la vuelta con rapidez.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EN lugar de dirigirlo a su apartamento, como él había pensado, Dani corrió hasta la puerta de la señora Parsons.

—¿Pero aquí qué ha pasado? —preguntó Teague al ver el destrozo.

¿Cómo era posible que no hubiera oído el estruendo?

Habría pasado cuando él aún estaba en la ducha. Paseó la mirada por la pieza, desde la pesada librería caída en el suelo hasta todas las figuritas, revistas y libros que habían quedado desparramados por el suelo.

La señora Parsons estaba en medio de todo aquel desorden, retorciéndose las manos con nerviosismo.

—Ni siquiera puedo entrar a mi cuarto —se lamentó—. La librería me impide abrir la puerta.

—Quería mover la biblioteca un poco hacia la izquierda —le explicó Dani a Teague en voz baja—. Me pareció demasiado pesada y traté de advertírselo, pero ella la agarró y dio un tirón.

—¿Os habéis hecho daño?

—No, gracias a Dios —dijo la señora Parsons en tono agradecido y un tanto avergonzado—. Dani tiró de mí justo a tiempo. Debería haberle hecho caso.

—Si puedes ayudarme a subir la librería para que pueda entrar en su cuarto, yo la ayudo a recoger —le dijo Dani a Teague—. Nosotras no hemos sido capaces de levantarla solas. Antes de mover la librería hemos quitado todas las cosas de los estantes y las hemos dejado en el suelo, así que debe de haber un montón de cosas rotas debajo del mueble.

Teague asintió. Lo más importante era que nadie había sufrido ningún daño.

—Señora Parsons, póngase aquí para que no le hagamos daño sin querer. Dani y yo vamos a levantar el mueble.

—De acuerdo. Yo… bueno, voy a preparar un café —se dio la vuelta y fue corriendo a la cocina, antes de que Teague pudiera impedírselo.

—Lo siento —dijo Dani con gesto de disculpa—. Sabía que ibas a salir, pero es que me he llevado un susto de muerte cuando se ha caído el mueble. Pensé que se le caía encima; y no se me ocurrió nadie más a quien pedir ayuda.

—No pasa nada —dijo Teague mientras se arrodillaba para agarrar una esquina de la pesada biblioteca de roble—. ¿Puedes tú sujetarla por ese lado? Sólo para que no se caiga mientras la levanto.

Ella asintió.

—¿Así?

—Sí. Levántate con las rodillas, si no te harás daño en la espalda.

—Lo sé.

Por el tono de voz, a Teague le dio la impresión de que a la princesa no le gustaba que le dieran instrucciones, ni siquiera por su bien.

Consiguieron levantar la librería, aunque la mayor parte del peso lo levantó Teague.

—¿Dónde quiere colocarla, señora Parsons? —preguntó Teague—. Se la coloco donde usted me diga.

—Colócala ahí —dijo ella cuando entró en el salón—. Que quede suficiente espacio a este lado para poner esa silla.

Teague apoyó el hombro contra el costado de la librería y empujó, mientras sujetaba la parte de delante con la mano para que no volviera a pasar lo mismo que les había pasado a ellas.

—¿Ahí?

—Un poquito más.

Al ver el gesto comprensivo de Dani, Teague sonrió y empujó un poco más.

—Ahí está bien —pronunció la señora Parsons con satisfacción—. Ay, Dios mío, todo tirado por el suelo.

—Espero que no se haya roto nada de valor —dijo Teague mientras se agachaba a recoger un caniche de porcelana que se había partido por la mitad.

—Gracias, querido, pero la mayor parte de lo que tengo son cosas sin valor alguno. Fruslerías, en realidad.

—No serán todo baratijas —dijo Teague con delicadeza al ver la expresión pesarosa de la mujer—. Supongo que le tenía cariño a sus cosas.

Ella pestañeó rápidamente, antes de volverse hacia la cocina.

—Dejad todo eso, Dani. Después lo ordeno yo. Voy a ver si el café está ya; tengo también bollos de canela.

—Me encantaría tomarme un café con bollos con usted —dijo Dani mientras colocaba las cosas que no estaban rotas en los estantes—. Pero el señor McCauley tiene planes para esta noche.

—Siempre tengo tiempo para tomarme un café con bollos de canela —dijo Teague impulsivamente mientras seguía a las mujeres a la cocina—. Y llámame Teague.