Introducción general a la crítica de mí mismo - Ricardo Piglia - E-Book

Introducción general a la crítica de mí mismo E-Book

Ricardo Piglia

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Beschreibung

Horacio Tarcus, con su pasión por reconstruir las redes afectivas e intelectuales del mundo de las izquierdas, recibe a Ricardo Piglia en su archivo y juntos salen a recorrer la ebullición de los años sesenta y setenta en la Argentina. El resultado es este libro inolvidable. "Yo milito en La Plata, estoy escribiendo mi primer volumen de cuentos, La invasión, y estoy terminando la carrera. Mi militancia era una militancia, digamos, con muchos problemas, desde el punto de vista de lo que eran los registros generales de la militancia. Entonces hacemos una reunión de célula en mi pieza de la pensión, donde estaban Luis, una piba que estudiaba Historia conmigo y un trotskista peruano que estaba estudiando en La Plata y que se dormía en las reuniones; éramos cuatro en la célula, y discutíamos los problemas de los frentes de trabajo. Y Luis, que era como hermano mío, pide la palabra y propone a la célula que eleve a la dirección que yo debo ser separado de mi puesto de secretario de la revista. ¡Una traición total! Decía que yo no era buen militante, que no daba buen ejemplo. El tipo no me dice nada antes: es como esas historias en que al tipo lo mandan al Gulag, y el que lo manda es su hermano del alma, en nombre de la Historia y del Proletariado Mundial. Seguramente, quería ser él el secretario de redacción… Me acuerdo que dije: 'Bueno, que se vote'. Entonces, ellos votaron juntos, yo me abstuve y creo que el peruano votó en contra. Y ellos elevaron mi separación a la dirección (que no les dio bola, imaginate). Al tipo yo le hice la cruz, nunca más lo saludé; no digo que el tipo no dijera lo que pensaba, incluso tenía todo el derecho del mundo, pero me hubiera dicho: 'Mirá, viejo…'". "Esta conversación no es la versión oral de Los diarios de Emilio Renzi, sino la memoria detallada y chismosa de los sesenta y setenta" (Del Prólogo de María Moreno).

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Prólogo. Piglia, Tarcus y yo (María Moreno)

Ricardo Piglia: retrato del artista (Horacio Tarcus)

Introducción general a la crítica de mí mismo

Anarquismo adolescente y estudiantina platense

Entre Marx y Chandler

El clima intelectual en La Plata de los primeros años sesenta

Marx y la historia

La Revista de la Liberación, trotskismo y maoísmo

Compañero de ruta en El Escarabajo de Oro

La experiencia de Literatura y Sociedad

De profesión editor

El encuentro con la generación de Contorno

Rodolfo Walsh, crisis literaria y fuga hacia la política

Los Libros: maoísmo y estructuralismo

Compromiso intelectual y militancia política

Punto de Vista: salir del sótano

La izquierda intelectual

El repliegue del intelectual frente a la cultura de masas

Política, literatura e historia

Textos juveniles de Ricardo Piglia

Apunte para una ubicación histórica de la “neoizquierda”

Literatura y Sociedad

Clase media: cuerpo y destino. La traición de Rita Hayworth, Manuel Puig, ed. J. Álvarez, 1968

Notas sobre Brecht. Bertolt Brecht, El compromiso en literatura y arte, trad. de J. Fontcuberta, Ediciones Península

Contradicciones

Nota del editor

Ricardo Piglia

Introducción general a la crítica de mí mismo

Conversaciones con Horacio TarcusPrólogo de María Moreno

Edición al cuidado de Luciano Padilla López

Piglia, Ricardo

Introducción general a la crítica de mí mismo / Ricardo Piglia; Horacio Tarcus.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2024.

Libro digital, EPUB.- (Vidas para Leerlas)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-801-342-8

1. Biografías. 2. Autobiografías. I. Tarcus, Horacio II. Título

CDD 809.9335

© 2024, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

La editorial y Horacio Tarcus agradecemos a Beba Eguía por permitirnos reproducir los textos que componen el anexo de este libro

Corrección: Mariana Gaitán

Ilustraciones de cubierta: Guido Ferro

Diseño de cubierta: Departamento de Producción Editorial de Siglo Veintiuno Editores Argentina

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: mayo de 2024

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-342-8

Prólogo

Piglia, Tarcus y yo

María Moreno

Las luces de la sala se habían apagado. No recuerdo la película, pero debía ser una de esas que era preciso haber visto para quedar incluido dentro de los hábitos culturales de la izquierda, aunque –estoy segura– no se trataba del cine Lorraine. Lo que sé es que, perturbada por la presencia de Ricardo Piglia unas filas más adelante, me retrasaba en levantarme y dirigirme a la salida. Apenas lo conocía a través de la banda de la revista Literal (no todos: Luis Gusmán, Germán García, Osvaldo Lamborghini), que solían encontrarse al mediodía en bares situados en los alrededores de la librería Martín Fierro, donde Gusmán trabajaba y convocaba visitas que todavía no eran ilustres.

Pero todos ellos ya habían publicado sus primeros libros, mientras que yo era un satélite punk, sin obra e infantilmente querellante. A veces venía Piglia, a quien yo tenía miedo: Germán, entonces más cerca de Miller (Henry) que de Miller (Jacques-Alain, y no es la primera vez que hago este chiste), lo llamaba “el superyó político”.

Piglia estaba en el cine con una mujer vestida de rosa y medias verdes –suelo recordar esas cosas porque durante muchos años fui cronista social– que por alguna razón identifiqué como extranjera. Yo seguía sin levantarme (no quería tener a Piglia a mis espaldas), mientras que él permanecía sentado aunque los créditos ya habían desaparecido (quedaba bien detenerse a reflexionar, para un cantado debate posterior). Luego la pareja se levantó y se dirigió a la salida. Por suerte no me vieron, pensé, hasta que vi un impermeable doblado en su butaca. Tímida, se lo alcancé balbuceando no sé qué cosa. Él me dijo: “Qué linda escena para una novela”. Me pareció ridículo; sin embargo, poco antes, mientras corría para alcanzarlo, había pensado en probarme el impermeable. Solo ahora pienso que el impermeable era una prenda mítica para la literatura. Representaba al espía, al investigador, al doble agente, a Boogie el aceitoso. Y yo no me lo puse entonces, ignorando que es la pieza más literaria para un escritor, tal vez la única que propone un deseo de la ficción peligrosa y de la crítica como pesquisa.

La conversación como biografía oral

Recuerdo un reportaje que le hice a Horacio Tarcus en ocasión de la salida de su libro Diccionario biográfico de la izquierda argentina. De los anarquistas a la “nueva izquierda”, 1870-1976. Como en la escena del cine con Piglia, la realidad inventaba y mientras Horacio iba diciendo los nombres, que evocaban la Rusia para el futuro comunista, se largó a nevar como en San Petersburgo.

Esta conversación se grabó en un entrañable Sanyo de microcassette. No es la versión oral de Los diarios de EmilioRenzi,sino la memoria detallada y chismosa de los sesenta y setenta, años en que Piglia fundó y participó en revistas que reflejan los debates de la izquierda, su figura siempre disidente con las convenciones, sus desacuerdos que siempre lo dejaban en un lugar extraño y vanguardista, aunque le disgustara esta palabra: un trotskista que entroniza a Puig, un maoísta que lee a Raymond Chandler y James Hadley Chase, un solitario que camina por la calle Santa Fe mientras sus compañeros caminan hacia Ezeiza para recibir al general, un militante de Vanguardia Comunista que se reúne con sus compañeros en un camión de mudanzas, un lector emperrado en leer las obras completas de Sarmiento en plena dictadura y en la Biblioteca Nacional, un reacio a dialogar con el Estado aunque se haya vuelto a la democracia, un disidente que no se toma en serio la candidatura a intendente de David Viñas, que proponía que en los semáforos la luz roja indicara avanzar.

Cada revista es un documento sobre las evoluciones ideológicas de Piglia hasta que pasó a la clandestinidad a la manera de la carta robada, en una universidad de los Estados Unidos, evitando ser un rostro de los medios masivos, la buena conciencia, bajo la figura de lo que Horacio Tarcus llama “izquierdólogo”.

Horacio es una especie de comisario Croce que expone sus pruebas en los archivos del CeDInCI, mediante recordatorios puntuales como Revistade la Liberación, Literatura y Sociedad, Revista de Problemas del Tercer Mundo, No Transar, Desacuerdo, Los Libros, Punto de Vista, Cuadernos Rojos, proponiendo a Piglia como hombre ilustrado que aspira a ser el editor de su propia biografía, del mismo modo que en los diferentes lugares en los que vivió –Adrogué, Mar del Plata, La Plata, Buenos Aires, Princeton– se inventó un yo diferente: lo confiesa Piglia con el tono de canchero del que conoce bien sus propias picarescas.

* * *

En Piglia, cada amistad es lo contrario a una afinidad, es una querella que no termina por definirse, que crece sin apagarse en un vencedor y un vencido, que suele cobijar diferencias irreductibles y, cuando la separación se produce, el silencio jamás se interrumpe (esa es la prueba mayor de toda amistad apasionada, quizás más que el amor). Las amistades están organizadas por el pase de rituales de lectura: da de leer, o lees dado, y así se recibe el nombre de un libro como en una especie de comunión. Como ese pibe del que no recuerda el nombre que, en La Plata, le discute desde el marxismo mientras él es un pichón de anarquista formado en la biblioteca de su novia Susana en Adrogué. O ese Luis Díaz que lo lleva a conocer a Luis Franco, al que Piglia enfrenta sin darle la razón, aunque vuelve a su casa convertido al marxismo. Otros nombres: Silvio Frondizi, Boleslao Lewin, Nicolás Sánchez-Albornoz.

Para Ricardo Piglia los bares de las ciudades en que vivió fueron también escritorio abierto –allí escribió los borradores de sus novelas, tomó apuntes para las colecciones de libros que dirigió, bosquejó ensayos destinados a las revistas literarias de las que participó–, sala de encuentro con otros conspiradores de la trama cultural y política –David Viñas, Roberto Jacoby, Héctor Schmucler…–, biblioteca personal –para leer de Dostoievski a García Márquez o estudiar el fetichismo en El capital de Marx– y refugio de activista como cuando, durante una manifestación de protesta contra la invasión estadounidense a Santo Domingo, ante el ataque de los cosacos, corrió desde Congreso hasta La Ópera. En La Modelo, una cervecería de La Plata, junto a José Sazbón, ese autodidacta señalado como sabedor de Leibniz, lee El capital en reuniones que empiezan a las 2 de la tarde y se prolongan con cerveza tirada hasta el anochecer. Por su palabra aporteñada en exceso, como suele sucederles a los que no son porteños, poco correcto o sin autocorregirse dice “minas” o “boludeces” como si se editara como “reo” (un sueño intelectual, después de todo).

Piglia se atreve a relatar la amistad pudorosa con Rodolfo Walsh –ambos parecen mirarse el uno en el otro– para luego concluir que, si Andrés Rivera escribe los comunicados internos de Sitrac-Sitram y al mismo tiempo no descuida su obra, Walsh huye de la escritura porque tiene una crisis como artista y que la militancia, en cambio, es un mundo seguro con reglas específicas –aunque pueda llevar a la muerte–, y entonces se le impone. Tal vez, para Walsh, la militancia fuera mera resistencia a la escritura; entonces, el proyecto político sería la verdadera evasión de un deseo que insiste, una y otra vez, pero se derrama en la letanía de sus obstáculos. Ese sería, en realidad, el origen de un eterno proyecto de simetría –entre el escritor político y el “artístico”, entre el escritor y el periodista, entre el político y el escritor– para el que había soñado una y otra vez una organización que le permitiera ejercerlo en una especie de sistema de turnos.

* * *

En la charla con Tarcus –mientras le reprocha no tener en el CeDInCI Cuadernos Rojos–, Piglia deschava los verdaderos secretos de la izquierda, las financiaciones de ElEscarabajo de Oro y también de Punto de Vista, que se sobreponea la caída del Comité Central de Vanguardia Comunista –que la financia– para sostener una memorable resistencia en la revista misma, en reuniones de discusión y en conferencias.

Hoy los cambios de adscripción política se leen como oportunismo o diletantismo. En esos años de ebullición intelectual, de literatura como compromiso, de Revolución Cubana o Mayo del 68 –que terminó demostrando que, bajo los adoquines, había más adoquines y no la playa–, las mutaciones eran al ritmo de ráfaga, pero en la misma dirección: la izquierda radicalizada. Toto Schmucler pasó del marxismo al montonerismo; Beatriz Sarlo, del peronismo católico al maoísmo; Piglia, del anarquismo al trotskismo y, de ahí, al maoísmo, siempre con la pulsión entusiasta de discutirlo todo como si cada vez dijera: “Pero ¿y más allá?”.

Si Walsh estaba obsesionado con la novela del futuro y lidiaba angustiosamente con la propia –sus papeles fueron desaparecidos de su casa de San Vicente por “la patota”–, Piglia se obsesiona con la figura del lector. Será por eso que persistió sin contradicciones entre su vida política y su vida de escritor. ¿Acaso el Che, en una gruta de Bolivia, sentado a horcajadas sobre un árbol, cerca de los víveres y las municiones, no leía a León Felipe?

Esta conversación rescata el tono, la cadencia y la risa de la voz de Piglia; podemos imaginarla memoriosa y cachadora, sin vacilaciones, aunque fuera un hombre tímido.

En sus últimos días, casi totalmente paralizado por la ELA, salvo el ojo izquierdo y una sonrisa que, apenas esbozada en una comisura de la boca, reservaba para los amigos, escribía con el Tobii, un hardware que le permitía hacerlo con la mirada. Decía sentirse como un soldado: todavía le cabía su definición del lector: “El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y en la soledad. Fuera de cualquier contexto, en medio de cualquier situación, por la fuerza de su propia determinación. Intransigente, pedagogo de sí mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado”.

Ricardo Piglia: retrato del artista

Horacio Tarcus

Tres meses después de que el CeDInCI abriera sus puertas en una vieja casona porteña de la calle Sarmiento 3433, Ricardo Piglia llegó una tarde de visita. Seguramente fue por recomendación de su amigo José Sazbón, que nos había acompañado desde el momento mismo de la inauguración, en abril de 1998. Ricardo recorrió conmigo las por entonces apenas dos (y únicas) salas de depósito de nuestro acervo, y se detuvo particularmente en los estantes que sostenían la colección de revistas culturales argentinas de las décadas de 1960 y 1970. “Es aquí donde hay que buscar la riqueza cultural de la Argentina” –me dijo de pronto–. “Si hay algo que los argentinos hicimos bien, fue esto”.

A medida que descubría nuevos títulos, su entusiasmo crecía. Durante una hora o más, fue sacando con cuidado las revistas de los estantes, y se demoró repasando ejemplar por ejemplar. Para cada título rememoraba alguna historia, traía a cuento una anécdota graciosa, trazaba un rápido perfil del editor, develaba algún seudónimo, identificaba con precisión una orientación política. Como estábamos de pie, me resultaba imposible tomar nota de esos relatos preciosos que permitían reconstruir la trama de esas redes político-intelectuales. Entonces, le propuse hacer una entrevista grabada en la que, con el material a la vista, pudiera ir relatándome su propio itinerario entrelazado con la historia de esas publicaciones.

Volvió pocos días después, una tarde de julio de 1998. Lo esperé con las revistas desplegadas sobre mi escritorio. El pacto inicial fue que yo no haría pública la entrevista: sería solo un insumo para mis propias investigaciones sobre la cultura marxista de las décadas de 1960 y 1970. Comenzamos con su historia familiar, los años del colegio secundario, las primeras lecturas, la llegada a la Universidad Nacional de La Plata. Grabamos durante casi una hora las dos caras de un microcassette de un equipito de periodista Sanyo. Esa noche, cuando volví a casa, me encontré con un extenso y cálido mensaje en el contestador telefónico. “Hola, Horacio, te habla Ricardo. Mirá, quería decirte que hoy me sentí muy cómodo contándote todas esas historias. Si querés, sigamos adelante con otros encuentros. En una de esas, después hacemos algo con esas grabaciones”.

Los encuentros –a los que se sumó Ana Longoni– se fueron sucediendo a lo largo de los cuatro años siguientes, siempre en el segundo semestre (si mal no recuerdo, se daban cuando Ricardo y Beba volvían de su periplo en Princeton). Pero no siempre encontrábamos el tiempo y el espacio para grabar. El CeDInCI bullía de actividades, y mi oficina estaba siempre asediada por visitantes que entraban y salían. La grabación delata chirridos de puertas que se abren y se cierran. Algunos intrusos no dudaban en sumarse a la conversación. Yo me desesperaba ante cada interrupción, pero Ricardo se entregaba complacido a todas esas derivas. A veces, irrumpían amigos suyos, como Arcadio Díaz Quiñones, Neil Larsen o Germán L. García, a quienes él mismo había convocado para que nos visitasen. O eran amigos en común, como Roberto Jacoby y José Fernández Vega.

De esas conversaciones nació la idea de ofrecer en el CeDInCI una conferencia sobre el Che que retomaba temas de un seminario que Ricardo venía de dictar en la Universidad de Princeton. Fue en esa misma vieja sede del CeDInCI del barrio del Abasto donde pronunció, el 10 de noviembre de 2000, la conferencia “Ernesto Guevara, el último lector”. Años después, en diciembre de 2004, dimos a conocer una versión desgrabada en el nº 4 de nuestra revista, Políticas de la Memoria: las imágenes que ilustran el texto eran copia de unas fotografías que Ricardo iba desplegando a lo largo de la charla, donde se veía al Che en distintas situaciones de lectura. Ricardo después incluyó el texto de esa conferencia en su libro El último lector, que publicó Anagrama de Barcelona.[1]

Ya en el segundo semestre de 2001, logramos grabar otros dos encuentros de una hora, uno en julio y otro a fines de septiembre. Estábamos en las postrimerías del gobierno de Fernando de la Rúa, y la Argentina parecía al borde del derrumbe. En cierto momento, irrumpió en la sala Blas de Santos y también disparó una pregunta. La oscilación entre el “vos” y el “ustedes” se debe a estos interlocutores cambiantes. Ricardo respondió sin reservas a todas las preguntas, mostrando una gran desenvoltura. En estas últimas grabaciones se refirió expresamente a la publicación de la entrevista y al final, nos regaló incluso el título.

Ricardo llegó a leer una desgrabación en crudo de estos tres encuentros. Me manifestó su satisfacción por el resultado e incluso anunciamos su publicación en Políticas de la Memoria para el año 2002. Pero después de meditarlo un poco me pidió posponerla a la publicación de Los diarios de Emilio Renzi. Como es sabido, el tercer y último volumen de Los diarios… apareció en 2017, pocos meses después de que Ricardo falleciera.[2] De modo que recién en 2019, respetando su voluntad, me decidí a dar a conocer estas conversaciones iniciadas hace un cuarto de siglo. Fue también en Políticas de la Memoria, que para entonces alcanzaba el nº 19.

Tengo la convicción de que las entrevistas ofrecen un plus respecto de Los diarios… y de lo publicado hasta ahora sobre Ricardo Piglia. Si bien se repiten ciertos acontecimientos, determinadas anécdotas y algunas personas, aquí se encuentran tramados en narrativas que pertenecen a otro género –precisamente, el de la entrevista–, y creo que cobran una nueva significación. Los diarios de Emilio Renzi son una versión literaria de los cuadernos que Ricardo Piglia fue escribiendo a lo largo de su vida. En este diálogo, en cambio, Piglia habla en primera persona y sin la máscara ni la estilización de Renzi. También aquí relata minuciosamente su vida, pero lo hace en ese género diverso, estableciendo otro pacto de lectura, teniendo a la vista otros interlocutores. En las entrevistas, nos habla como escritor, pero sobre todo como intelectual, recurriendo casi siempre a su tiempo verbal preferido, el presente histórico, para ofrecernos una lectura de la trama política de la literatura argentina. Además, en estos diálogos se anuncian en escorzo obras que aparecieron varios años después, así como proyectos que no llegó a concretar.

Respecto de la transcripción de nuestras conversaciones, si bien Ricardo no alcanzó a editarlas ni corregirlas, amigos comunes me instaron a hacerlas públicas tal como quedaron grabadas. Opté, finalmente, por preservar el tono con que los encuentros se desenvolvieron entonces. No me sentí con el derecho de morigerar algunas expresiones coloquiales, tampoco con el de omitir los nombres propios, ni siquiera cuando los juicios eran mordaces. Me esforcé por ser lo más fiel posible a ese Piglia oral. Antes que preocupado por la corrección política, me propuse respetar y transmitir aquel clima reflexivo de distendida confianza, en que la modalidad asertiva fue dejando lugar a los interrogantes que a menudo matizaban la conclusión de una oración (“¿no?”), al suspenso de las frases inconclusas, al humor y a la complicidad que campeó en esos encuentros. Solo omití un breve párrafo sobre la construcción ficcional de un personaje, en que Ricardo desliza expresamente, con una sonrisa: “Esto se los digo a ustedes, no me vayan a deschavar”.

Como queda dicho, las revistas culturales argentinas de las décadas de 1960 y 1970 fueron el punto de partida del presente diálogo. A lo largo de los encuentros, Piglia se refiere a algunos de sus artículos aparecidos en El Escarabajo de Oro, Literatura y Sociedad, Revista de Problemas del Tercer Mundo y Los Libros como jalones de su itinerario intelectual. Cuando proyectamos darle a este intercambio forma de libro, Ricardo aceptó de buen grado la propuesta de incluir como anexo algunos de esos textos juveniles, de modo que la presente edición buscó recuperar esa iniciativa.

* * *

Quiero agradecer a Beba Eguía, compañera de Piglia, su apoyo a la hora de dar a conocer este testimonio; y a José Fernández Vega la lectura atenta y los consejos amistosos para mejorar esta edición. Dejo constancia de que la transcripción, las notas al pie, las palabras entre corchetes, el título y los subtítulos de los diálogos con Ricardo Piglia son de mi exclusiva responsabilidad.

[1] Ricardo Piglia, “Ernesto Guevara, el último lector”, Políticas de la Memoria, nº 4, Buenos Aires, 2004, pp. 11-32; y El último lector, Barcelona, Anagrama, 2006.

[2] Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi, t. I, Años de formación, Barcelona, Anagrama, 2015; t. II, Los años felices, Barcelona, Anagrama, 2016; y t. III, Un día en la vida, Barcelona, Anagrama, 2017.

Introducción general a la crítica de mí mismo

Anarquismo adolescente y estudiantina platense

Horacio Tarcus: —Podemos comenzar hablando de tus orígenes en el anarquismo…

Ricardo Piglia: —Yo tuve un paso breve por el anarquismo, fue [en] mi adolescencia. Digamos así: el final del secundario y todo el primer año de la universidad, yo estaba ligado, sobre todo en La Plata, a los anarquistas.

—¿Cuándo te vas de Adrogué a Mar del Plata?

—Nosotros nos vamos en diciembre del 57, llegamos alrededor del 20 de diciembre, o antes, en noviembre.

Ana Longoni: —¿Terminaste el secundario allá?

—Claro, hago cuarto año y quinto año en Mar del Plata, agarro todo lo del 58 y 59 ahí, todo el debate “laica o libre”,[3] y me voy a La Plata en el 60. Y empieza toda una etapa diferente, porque ahí viene la vida estudiantil…

Horacio Tarcus: —¿Y de entonces son las primeras lecturas, la primera orientación hacia el anarquismo?

—Sí, tengo una especie de noviecita del secundario, que se llama Susana, que ahora es historiadora y vive en México. Y ella tiene un padre anarquista y una madre rusa. Y entonces yo empiezo a leer a partir de esa relación y de ese mundo, de esa biblioteca, básicamente. Ahí empiezo a leer a [Ezequiel] Martínez Estrada, las cosas de la editorial Américalee. Y me voy del peronismo familiar, a la manera de como se va uno cuando tiene 16, 17 años, guiado por una cosa afectiva. En ese momento, el anarquismo me viene fenómeno para cortar con esa tradición fuerte.

—¿Cómo es esa tradición peronista familiar?

—Bueno, mi viejo es, como dice él, peronista del 45. El peronismo funciona como una especie de elemento de identidad política para alguien que nació en Italia. Mi abuelo está en Turín en el momento de las huelgas, porque mi padre nace en el 15 y ellos se vienen para acá creo que en el 22, por ahí. Entonces mi padre, nacido en Italia, tiene siempre un problema de identidad, y el peronismo le viene muy bien para encontrar un camino de solución a ese tipo de conflicto.

—¿En tu familia no hay vinculación con la izquierda?

—No, no, salvo un tío, que es un tío del PC[4] y tiene muchas discusiones con mi padre. Pero, en realidad, no hay en mi familia una tradición de izquierda en el sentido clásico. Y el peronismo, obviamente, para mí como para otros, era tan natural como ser argentino, era como una especie de elemento que –¿cómo te puedo explicar?– no pasaba por una decisión política. Era un estado de las cosas. Me mandaban a un colegio de curas a mí, cuando nace mi hermano, y entonces cuando viene el problema con la Iglesia,[5] mi padre se pone del lado del peronismo y me saca de ese colegio y me manda al Colegio Nacional de Adrogué. Ahí yo conozco a esta gente, pero eso después del 55. El 55 es el momento de esa crisis; yo me paso un año sin ir a la escuela, por la caída del peronismo. Mi viejo quedó completamente aislado y entonces no sabíamos qué hacer.

Ana Longoni: —Es decir que Susana era de Adrogué…

—Sí, yo la conozco antes de irme, cuando hago segundo y tercer año. Cuando llego a Mar del Plata… (Porque todo era tan prehistórico, tan primitivo… Imaginate que yo soy un chico, ¿no? Te estoy contando cómo uno avanza con las lecturas). Me parece que lo más importante es que, cuando llego a Mar del Plata, me puedo construir una identidad nueva, ¿no? Porque ya no estoy en el barrio, ya no soy lo que yo soy en Adrogué, adonde todo el mundo conoce a mis padres. Puedo llegar a Mar del Plata, decir que soy anarquista, decir que soy escritor, empezar una biografía imaginaria, desde cero. Ahí me junto con un grupo de gente ligada al Cine Club. Entonces, yo me mantengo en esa especie de posición seudoanarca, que básicamente consiste en una línea de lecturas que no incluye al marxismo. Creo que el anarquismo es muy reactivo, es un pensamiento muy reactivo que tiene terror del marxismo, digamos. Hasta que llego a la facultad en La Plata, y ahí empiezan los problemas. Me ligo a una agrupación anarquista de la facultad (me acuerdo de la gente, pero no de los nombres: le voy a preguntar a [Osvaldo] Bayer, porque él seguro se acuerda de los nombres de los anarquistas de La Plata). Había un personaje muy conocido, Jacobo Prince, que funcionaba en este estilo de persona; creo que había sido herido en la Guerra de España y tenía como una especie de marca de lo que había sido la política en su momento.[6] Los estudiantes ligados a Prince y a los anarquistas de La Plata tenían una agrupación estudiantil en la Facultad de Humanidades, y donde yo militaba, que era una asociación que trabajaba con los Radicales del Pueblo de La Plata, con [Sergio] Karakachoff, que tenía una relación muy fluida con los anarcos en aquel momento.[7] Esa alianza luego fue Franja Morada. Te estoy hablando del 60, la etapa prehistórica. La Revolución Cubana recién empezaba a producir sus efectos.

Horacio Tarcus: —Es que Franja Morada nace de un frente con los anarquistas, y después los radicales se apropian del nombre.

—Este es un momento de mucha intensidad política en La Plata. Franja Morada de Derecho es muy fuerte, y Karakachoff y otros tipos luchan contra la dirección de la FUA.[8] La Federación Universitaria de La Plata no está enganchada en ese momento por la izquierda, que está surgiendo como resultado de la crisis del frondizismo. Hay un movimiento universitario independiente, que negocia con el PC, contra el PC, porque el peronismo no existía en la universidad. El peronismo era nada más que identidad. También estaban los que se llamaban “humanistas”, que eran los católicos.

—¿Cómo se llamaba la agrupación en la que participabas, te acordás?

—Se llamaba Agrupación Reformista Independiente, ARI, y yo fui candidato a presidente del Centro [de Estudiantes] por esa agrupación, en Humanidades… Aunque me parece que la primera agrupación era ER, Estudiantes Reformistas; eso habría que chequearlo.

Ana Longoni: —¿Cómo convivían anarquistas con radicales?

—Con los radicales, lo que nos unía era el antiperonismo.

—Y el anticomunismo…

—Claro, es verdad. Y entonces yo me acuerdo que nosotros crecíamos enseguida entre los de primer año, y los militantes se nos iban en segundo año. Vos llegás a los estudiantes, hacés una presentación entre los que recién llegaron y conseguís que la gente vaya al Centro y que venga a la agrupación; pero ya en segundo año, cuando se politizan, se empiezan a ir a las agrupaciones marxistas, trotskistas… O sea que el tránsito que yo estaba haciendo lo hacía mucha gente, no era tan original: uno tiene una resistencia al marxismo que es una resistencia de clase, porque te ayudás con eso, que supone cambios serios. Evidentemente, lo que yo hice lo hacían muchos: llegás a la universidad diciendo que sos de izquierda pero que no sos marxista…

Entre Marx y Chandler

—¿Quiénes son los comunistas en La Plata en ese entonces?

—José Sazbón, [José Antonio] Tono Castorina, Julio Godio… El PC era fuerte en Humanidades. José era un camarada de ruta muy cercano; no sé si alguna vez se afilió. También estaba un tipo que se llama Sergio Labourdette, que era de Ciencias Políticas, un teórico del PC. Y de este lado, la gente que estaba en el anarquismo era muy débil. Pero yo estuve en realidad un año. Después, en el 61, me fui a Mar del Plata a hacer la conscripción. Porque yo, con ese movimiento del cambio de colegio, perdí un año; mi viejo había quedado completamente alelado, no sabía qué hacer. Ya para esto [yo] había conocido en La Plata a un pibe que era marxista, con el que discutíamos muchísimo. Y cuando me fui a Mar del Plata a hacer la conscripción, me pude hacer marxista sin que nadie me mirara [risas]. Entonces, cuando volví en el 62 a La Plata a estudiar, era marxista [risas].

Horacio Tarcus: —¿Por qué?

—Por supuesto que el marxismo estaba alrededor, pero es como si yo hubiera necesitado retirarme del espacio de esa lucha donde el debate con el marxismo era muy fuerte, las discusiones eran intensísimas y confusas; desde el punto de vista teórico, era muy difícil discutir con un marxista siendo anarquista. Había una biblioteca interna, con la que uno trabajaba, que los anarquistas valoraban mucho; no ya de los autores clásicos, sino de los que leía un joven: autores como [Albert] Camus (y, por lo tanto, el tipo de seudofilosofía con la que Camus podía funcionar), Herbert Read, Bertrand Russell… Y Ezequiel Martínez Estrada, que también estaba en un ámbito próximo al de ellos. Frente a ese universo, estaba todo esto que vos estás acumulando acá [en el CeDInCI], y entonces era como la pesada total, no había manera de [conciliarlos]… Aunque uno infiriera que la crítica al estalinismo tenía cierto tipo de realidad, y que los argumentos sobre la Guerra Civil Española eran argumentos verdaderos (los tipos contaban cosas realmente fuertes), evidentemente a mí todo esto me producía una especie de enigma respecto a qué cosa era el marxismo. Ahí fue que empecé a leer marxismo.

—¿De dónde viene tu interés por la cultura norteamericana? ¿Por qué aprendés inglés, leés libros en inglés?

—Yo ya venía estudiando inglés con un personaje que había en Adrogué, una vieja inglesa viuda de un ingeniero de los ferrocarriles, una viejita divina.[9] Me acuerdo de una anécdota que la describe. Éramos varios chicos, y una vez uno se tiró un pedo. Y entonces la vieja –que parecía la abuela de la lata de Mazawattea– se fue a poner en el medio, y nos olía el culo para descubrir quién había sido… [risas]. Divina, la vieja. Y después hay unos tipos en el Cine Club, en Mar del Plata, Oscar Garaycochea, Carlos Adam, que son muy lectores de la literatura norteamericana. Entonces, me empiezan a hablar de eso y yo empiezo a leer. Inmediatamente empecé a leer en inglés, a leer a [Ernest] Hemingway.

—Lo curioso es que persistís en esta línea de lectura, porque la cultura anarquista y la marxista se llevan mejor con otras literaturas –la rusa, la alemana, la francesa, la italiana– pero no con la norteamericana.

—No, pero también debo decir que había redes que uno construía y que lo ayudaban mucho. Por ejemplo, [Cesare] Pavese era un tipo del PC Italiano y un gran lector de la literatura norteamericana, traductor de Moby Dick, traductor de [William] Faulkner. Un “escritor norteamericano” como digo yo en broma, en el sentido de que estaba muy influido por Hemingway, como puede verse si leés los textos de Pavese. Entonces, se podía ser marxista y estar con la literatura italiana, lo mismo que con la literatura norteamericana. En Italia, Elio Vittorini era otro personaje muy interesante, porque era un tipo que luchaba mucho contra el dogma cultural.[10] Pavese era el que estaba de moda, aunque a Pavese llegué después. Y lo que me di cuenta enseguida es que El extranjero [de Albert Camus,] que era un texto que marcaba las lecturas de la época, estaba influido por [Raymond] Chandler. Esa prosa fría que cuenta un crimen con un tono esquizo venía de allí, venía de Hemingway, venía de [James H.] Chase, venía de Chandler. Entonces, me di cuenta que los norteamericanos se podían usar para contar esas historias. Algunos escritores que estaban en el campo del debate de la izquierda ligaban con la literatura norteamericana de una manera muy útil. Y bueno, también estaba [Jean-Paul] Sartre hablando de Faulkner. Había como un cierto respaldo que podía tener un chico en ese momento para sostener esas lecturas.

—Incluso se podría agregar que un sello como Tiempo Contemporáneo podía sacar la Serie Negra[11] y al mismo tiempo publicar textos marxistas.

—Por supuesto, pero ¿cuál es el marco de esas lecturas? Es el marco de un debate muy intenso en ese momento sobre la noción de compromiso, sobre la noción de realismo, que es lo que está en la cabeza e influye sobre mi intento de resolver así esa discusión tan intensa. ¿Qué es hacer literatura siendo [uno] de izquierda, qué es hacer literatura comprometida, qué es hacer literatura social? Y entonces hay una serie de respuestas a eso, y una de ellas es la literatura norteamericana. Ese es un poco el contexto. Después, en este marco, aparece la discusión sobre la literatura argentina, que es otra historia, paralela; pero en términos de mi formación, me parece que es así.

El clima intelectual en La Plata de los primeros años sesenta

—Pero volvamos a La Plata, cuando “te hacés marxista”.

—Sí, les decía que cuando volví a La Plata, a fines de 1961, principios de 1962, ya era marxista. Ahí entré en contacto con los grupos marxistas. Mientras estaba en La Plata, iba de oyente a los cursos que daba Silvio Frondizi en la Facultad de Derecho de la universidad, cursos de Historia Moderna. Me acuerdo de que partía de Max Weber: a partir de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, él explicaba la Modernidad. ¿Y tiene un libro incluso, no? Yo leí después todo eso en tu libro,[12] pero ya no me acuerdo.

—Sí, El Estado moderno.

—Era un librito, yo me lo acuerdo, una especie de libro de teoría.[13]

—Cuando llegás a Silvio Frondizi, ¿ya te considerás marxista?

—Claro, ya en el 62. Lo que hago es ir al curso que él está dando, que es un curso de Historia Moderna, o de Teoría del Estado, no sé bien.

Ana Longoni: —¿Un curso curricular?