Inventar en el fin del mundo - Pedro Constantino Alvarez Caselli - E-Book

Inventar en el fin del mundo E-Book

Pedro Constantino Alvarez Caselli

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Beschreibung

Esta publicación explora los orígenes del sistema de patentes de invención en Chile, con énfasis en los discursos, representaciones y prácticas de los principales agentes e inventores que participaron del sistema de propiedad industrial entre los años 1840 y 1880. Se documentan los adelantos técnicos introducidos en el país y la actitud del Estado respecto a la innovación nacional en productos y procesos. También, de qué manera se adaptaron o imitaron tecnologías importadas y en cuáles sectores productivos se manifestaron con mayor fuerza.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

INVENTAR EN EL FIN DEL MUNDO

Orígenes de la propiedad industrial y el sistema de patentes de invención en Chile (1840-1880)

Pedro Constantino Álvarez Caselli

©Inscripción Nº 2023-A-5073

Derechos reservados · Julio 2023

ISBN N° 978-956-14-3145-4

ISBN digital N° 978-956-14-3146-1

Diseño: Sergio Ramírez Flores

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile

Álvarez Caselli, Pedro, autor.

Inventar en el fin del mundo: orígenes de la propiedad industrial y el sistema de patentes de invención en Chile: (1840-1880) / Pedro Álvarez Caselli. – Incluye bibliografía.

1. Industrias - Chile - Historia

2. Patentes de invención - Chile - Historia.

3. Chile - Historia - 1840-1880

I. t.

2023 338.0983 + DDC22 RDA

La reproducción total o parcial de esta obra está prohibida por ley. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y respetar el derecho de autor.

La presente publicación contó con el apoyo de:

Programa Formación de Capital Humano Avanzado, CONICYT

Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile

Fondo Nacional del Desarrollo Cultural y las Artes, FONDART

Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos UC, FADEU

Escuela de Diseño, Pontificia Universidad Católica de Chile

Instituto Nacional de Propiedad Industrial, INAPI

Biblioteca Nacional de Chile

Biblioteca Nacional Digital, Memoria Chilena

Archivo Nacional Histórico, ANH

Museo Histórico Nacional, MHN

Biblioteca del Congreso Nacional de Chile, BCN

Índice

Prólogo

Introducción

Capítulo 1 • Emprendedores, libre comercio y privilegios exclusivos en los albores del siglo XIX

Antecedentes sobre la propiedad industrial en Chile

Inventores y emprendedores en tiempos de la organización de la República de Chile

La legislación de 1833 y el derecho de propiedad del inventor

Capítulo 2 • Avances y progreso material: el contexto para el surgimiento de la primera ley de patentes de invención en Chile

Señales de modernidad y adelantamiento durante el ciclo de organización de la República

La protección de los inventos en Chile y la región: primeros indicadores

La ley chilena de patentes de invención e introducción de 1840

Capítulo 3 • Emprendedores y agentes reguladores en los inicios del sistema de propiedad industrial en Chile

Primeras señales: los pioneros en el marco de la ley de patentes de 1840

Presencia sectorial de la minería en las solicitudes de patentes

Los primeros años del sistema de patentes: entre el éxito y el fracaso

Balance de una década fundacional

Capítulo 4 • Afianzamiento del sistema de propiedadindustrial en los últimos decenios conservadores

Un privilegio en discordia: el uso del vapor

Primeros ajustes a la ley de patentes de 1840

Distribución sectorial de las patentes durante el gobierno de Manuel Montt

Inventar al margen del sistema de patentes de invención: el caso de los «botes cigarros»

Capítulo 5 • Inventos, patentes y tecnologías: de las exposiciones industriales al ciclo del salitre

El sistema de propiedad industrial en los inicios del reformismo parlamentario: la primacía de la tecnología importada en las solicitudes de patentes

Exposiciones, industrias, inventos y patentes

Propiedad industrial y patentes entre 1870 y 1880: la pugna entre la importación de maquinaria y las producciones de origen nacional

Conclusiones

Fuentes y bibliografía

Anexo

Prólogo

Conocí a Pedro Álvarez Caselli cuando el año 2009 decidí husmear en una desorganizada biblioteca del Instituto Nacional de Propiedad Industrial (INAPI), entidad que comenzaba a dirigir en aquel entonces. Curioseando por sus estantes di con el documento original de una marca registrada en el año 1923, escrito con una hermosa caligrafía. Inmediatamente pregunté qué tan antiguos eran los registros que conservaba la institución, lo que me llevó a desempolvar una colección que comenzaba en 1840 con las primeras solicitudes de patentes que se habían presentado en Chile; continuaba con los primeros libros de registros de marcas a partir del año 1874; y se perdía en la primera mitad el siglo XX, hasta llegar a un incipiente registro electrónico ya entrado el siglo XXI.

Con esto en las manos, y acercándose el bicentenario del inicio del proceso de Independencia de Chile en 2010, decidimos comenzar un proyecto para sacar a la luz ese tesoro. Entre los principales proyectos estaba el de hacer un libro que contara de forma gráfica la historia de la propiedad industrial en Chile. Mal que mal las marcas registradas que se reflejan en las etiquetas de productos y servicios que consumimos en un gran porcentaje consisten en dibujos, logotipos e imágenes, y, a su vez, gran parte de las patentes de invención contienen dibujos técnicos que sirven para explicar acabadamente el funcionamiento de un invento.

No recuerdo quién sugirió el nombre de Pedro como el posible autor del libro, pero su presencia le vino muy bien al proyecto, al combinar sus intereses por el diseño y la historia que hoy lo tienen como doctor en la materia. Pero sus laureles no eran solo de papel. Su trabajo venía evidenciando algo que para mí era una novedad; en particular, dos publicaciones directamente relacionadas con el propósito del proyecto: Historia del diseño gráfico en Chile (2004) y Chile, marca registrada (2008). En cierto modo, ya había cubierto dos de los cuatro derechos de propiedad intelectual más importantes en el mundo. Así, el resultado del proyecto de INAPI fueron las dos ediciones de Historia gráfica de la propiedad industrial en Chile (2010 y 2015), que cumplieron con creces el objetivo planteado.

En esta publicación, el autor nuevamente profundiza en el mundo de la propiedad intelectual, normalmente dominado por abogados, sumando a sus libros sobre diseño gráfico y marcas registradas una nueva propuesta que nos aproxima históricamente a un tema de relevancia como son las patentes de invención (el tiempo dirá si en el futuro también se adentrará en la historia del derecho de autor en Chile).

Pero ¿por qué hablar de patentes e inventos resulta fundamental? Las patentes de invención pueden examinarse desde distintos ángulos. Desde un punto de vista legal, son un instrumento que permite excluir a otros del uso de un invento por un tiempo determinado. Desde una visión tecnológica, nos proveen de nuevas soluciones a problemas de la vida cotidiana y nos permiten empujar las fronteras de lo conocido. En perspectiva económica, son un potente instrumento de crecimiento y desarrollo de los países. Hoy, las patentes de invención son también un buen indicador para medir el desempeño de empresas, universidades y centros de investigación, además de permitirnos generar inteligencia competitiva y evitar una duplicación innecesaria en los esfuerzos de investigación, desarrollo e innovación.

A modo de ejemplo, Estados Unidos, la potencia mundial dominante en lo político, económico, cultural y tecnológico durante las últimas décadas, siempre entendió muy bien el papel que la innovación, y particularmente las patentes, juegan en el desarrollo de los países. Por algo, Thomas Jefferson y James Madison no solo fueron su tercer y cuarto presidentes en su historia, sino que sirvieron respectivamente como el primer y quinto director de patentes de su país. El estadounidense Mark Twain, conocido como una de las personas de mayor ingenio y humor de la historia, bien ilustra lo anterior en la sátira política y social Un yanqui en la corte del rey Arturo. En el escrito, Twain relata el periplo de un ingeniero del siglo XIX que es transportado a los tiempos de Arturo, donde este último, impresionado por su inteligencia, lo nombra ministro principal del reino. Apenas es nombrado, Hank (ese era su nombre) relata que «el primer acto oficial de mi administración, y justamente el primer día en ejercicio, fue la creación de una oficina de patentes, pues sabía muy bien que un país sin una oficina de patentes y carente de leyes apropiadas en este sentido resulta igual que un cangrejo, que solo puede moverse hacia los lados o hacia atrás». El ingeniero no se queda ahí, sino que poco más adelante menciona tres instituciones fundantes de un país en ciernes: «La primera prioridad cuando te encargas de un país nuevo es abrir una oficina de patentes, luego organizar un sistema escolar y después ya estás listo para fundar un periódico». (Twain era un fervoroso creyente en la técnica, a la vez que un furioso antimonárquico y anticlerical, por lo que en la novela achaca los males de Camelot a la monarquía y a la iglesia).

Pero Estados Unidos no es un caso aislado. La gran mayoría de las naciones con un alto índice de desarrollo humano suelen también encabezar las listas de los países más innovadores, en donde el número de solicitudes de patentes juega un rol clave. China, actualmente la segunda economía del mundo, solo detrás de la de Estados Unidos, es por lejos la que más solicitudes de patentes (además de marcas, diseños industriales y modelos de utilidad) presenta en el mundo; la que más solicitudes recibe, y finalmente la que más solicitudes internacionaliza.

Así, más allá de ejemplos postreros y de casos de economías emergentes, el sistema de patentes goza hoy de muy buena salud y se ve como una herramienta cada vez más útil para estimular la innovación, incentivar la difusión del conocimiento y fomentar la transferencia tecnológica. En los últimos años se han solicitado más de tres millones de patentes anuales. Solo en 2021 se registraron 3,4 millones de solicitudes, aumentando en un 3,6% respecto de 2020. De ellas, el 46,6% provienen de ciudadanos y empresas chinas. Si le sumamos las solicitudes procedentes de otros dos gigantes asiáticos, Japón (8,5%) y Corea (7%), juntos alcanzan el 62% de las solicitudes en el mundo. Estados Unidos, con un 17% y los países europeos (principalmente Alemania, Francia, Reino Unido) con un 5,6%, completan el cuadro de las economías que encabezan los rankings de mayores solicitantes de patentes de invención a nivel global.

¿Cómo lo ha hecho Chile desde 1840, momento en que se inicia el período de análisis de esta publicación? Chile es el tercer país que más solicitudes presenta en Latinoamérica, solo superado por Brasil y por México con once y seis veces su población y seguido muy atrás por Argentina y Colombia, con más del doble de su población. Si se cuenta el número de solicitudes por millón de habitantes, nuestro país sube al segundo lugar, superado muy levemente por Brasil y seguido muy de lejos por el resto de la región. Y si se cuentan el número de solicitudes ajustado al PIB (solicitudes por cada USD 100 millardos del PIB) Chile se mantiene en segundo lugar. En tiempos actuales, el país cuenta con una normativa e institucionalidad de patentes moderna, y es un actor relevante en el concierto regional y mundial.

Retomado el tema de este libro, observamos que el balance de los 183 años de existencia del sistema de patentes en Chile, desde sus inicios en 1840 a la fecha, ha sido relativamente bueno. Inventar en el fin del mundo, según plantea Pedro Álvarez, no significó quedar aislados del resto del orbe. Como consecuencia de una economía abierta, Chile adoptó tempranamente leyes vanguardistas, promovió vigorosamente el régimen y no estuvo ajeno a los debates entre promotores y detractores del sistema que se producían en otras regiones y, en cierto modo, subsisten hasta la fecha.

En los cuarenta años retratados en el libro somos testigos de la historia productiva, comercial y económica de Chile en una época que se inserta en el dominio de la revolución industrial y termina justo antes de la adopción del Convenio de París para la Protección de la Propiedad Industrial, el primer gran tratado multilateral en la materia, subsistente hasta el día de hoy. En Inventar en el fin del mundo podemos ver no solo los avances de la tecnología a partir de innovaciones características de la revolución industrial, como hiladoras y tejedoras, y el incipiente sector de telecomunicaciones y eléctrica, sino además otras industrias significativas para la economía chilena a través de inventos en las áreas de la minería, agricultura, manufactura y navegación. Constatamos también cómo tempranamente el naciente Estado chileno usó esta herramienta para fomentar la innovación local y la inversión extranjera, premiando tanto la creación de nuevos inventos (patentes de invención), y facilitando la incorporación de los últimos avances tecnológicos internacionales (patentes de introducción). Documenta el importante papel que jugaron algunos inmigrantes, imbuidos de un enorme espíritu creador, a la vez que aportaban al país analizando la pertinencia o no de otorgar estos privilegios exclusivos (notables son los ejemplos de Gay, Gorbea y Domeyko, como peritos examinadores de patentes mencionados en el libro).

En definitiva, Inventar en el fin del mundo es mucho más que la historia de los primeros cuarenta años del sistema nacional de patentes. Es también el relato de un país que daba los primeros pasos de su infancia institucional y se tomaba muy en serio las ideas de progreso y modernidad. Una historia de instituciones, pioneros, visionarios y emprendedores que entendían perfectamente la razón de ser de un sistema que compatibiliza libertad económica con monopolios temporales necesarios para generar más y mejores bienes públicos que finalmente recompensen no solo a inventores y creadores sino también a la sociedad en su conjunto.

MAXIMILIANO SANTA CRUZ SCANTLEBURY

Introducción

Espera siempre lo inesperado o nunca lo lograrásHeráclito de Éfeso, siglo V a. C.

«Chile un destino en el fin del mundo» suele ser un enunciado turístico para atraer viajeros –antes inmigrantes, para colonizar– sin que el llamado sea especialmente novedoso, sino más bien un tópico. Pero ser el país más austral del mundo puede verse desde otro punto de vista, en una clave más atractiva, más allá del apelativo de «fin del mundo», por como los europeos decidieron organizar la geografía y establecer una construcción cultural desde su consideración de centro respecto a nuestro continente. Aunque América del Sur ha sido también imaginada de forma invertida, como un dislocamiento territorial, lo cierto es que en comunidades vecinas, como la cultura aymara, se denominaba Chilli a una zona vaga, ubicada en el confín del mundo, el lugar más alejado y hondo de la tierra, ya que para estos señoríos colonizados que vivían en las alturas de las mesetas, nuestro territorio no estaba a la suficiente altitud del altiplano: una zona remota y distante de los reinos, con escasa conexión con el exterior.

No inventar desde el «centro» del mundo también puede ser una novedad e incluso una forma de invención, contraria a la normativa epistémica, en el sentido de imaginar al país desde la particularidad de su condición distante de los centros de producción consagrados por la mentalidad decimonónica y la economía capitalista –descrita en su momento como una forma de «destrucción creativa» por Joseph Schumpeter– aunque, hacia mediados del siglo XIX, Chile ya mantenía relaciones comerciales con alrededor de veinte países, entre ellos Inglaterra, Estados Unidos, Francia y Alemania, que fueron las naciones extranjeras que más patentaron en territorio nacional durante el siglo XIX. La economía capitalista se construyó sobre la base de la difusión de una miríada de innovaciones que llegaron al resto del mundo por diversos canales desde estos polos de atracción occidentales, donde justamente brotó el método científico y el fenómeno industrializador. Eso en parte fue una dinámica real, pero, por otro lado, también una versión historiada de los hechos, entre otras posibles.

Que en nuestro país se introdujeran normativas para regular la propiedad industrial o el derecho legal sobre una idea propia para poder, primero, desarrollarla y, luego, comercializarla, no significa que antes no existieran «inventos» o se hablara de «invenciones», principalmente asociadas a la noción de técnica, más que de tecnología, al remitir esta última a un sistema de organización de procesos de mejora continua más asentado en el siglo XX. Los instrumentos para lograr esta regulación fueron un invento europeo que llegó a nuestro país tempranamente y que trajo consigo tanto avances como problemas ya que las reacciones al cambio generaban desde entusiasmo hasta rechazo, o incluso temor en un ambiente rural dominante.

Diseño de horno para la fundición de azogue de mineral de La Jarilla, 1764.

Mapoteca del Archivo Nacional Histórico.

Durante las primeras décadas del siglo XIX Chile se transformó en una naciente república independiente desconocida a nivel mundial; un territorio todavía poco familiarizado con el axioma «producir por producir», en una era de nuevos inventos disruptivos que se constituyeron en símbolos de la mecanización de la producción. Así, tecnologías vernáculas e industriales confluyeron en este imperativo de progreso nacional en un momento de cambio tecnológico en el cual se honraba el influjo europeo y se silenciaba la herencia híbrida vinculada a la producción autóctona.

Ya en el siglo XVIII el economista Adam Smith había expresado un profundo interés por el alfiler, un producto en apariencia insignificante, al ser un diseño funcional clave en el aumento de la riqueza, demostrando el valor de la división del trabajo escindido en pequeñas labores que podían ser mejoradas fácilmente, en aras a aumentar la eficiencia. Para este tipo de personajes y varias generaciones más de economistas y expertos que definieron ciertos cánones de la modernidad positivista desde una creencia absoluta en el progreso, el rol del emprendedor en el libre mercado, lo que John Maynard Keynes denominó «espíritus animales», era el de ser un impulsor nato del crecimiento económico pero que además iba de la mano con la creatividad y la prosperidad. Para administrar esta circulación de emprendedores creativos, chilenos o extranjeros, se adaptó entonces un sistema de regulación internacional para proteger el derecho sobre las ideas propias.

El 9 de septiembre de 1840 se promulgó en Chile la primera normativa que reguló el sistema de concesiones de patentes de invención, como parte de los derechos de propiedad industrial, siendo la tercera ley sobre la materia que se puso en práctica en América Latina. A partir de aquel momento, se concedieron patentes a inventores, fabricantes y comerciantes nacionales y extranjeros, desde sencillos aparatos para matar moscas o transportar materias fecales hasta tecnologías de mayor complejidad como máquinas de coser, procesadoras de salitre, teléfonos y sistemas de alumbrado público accionados por medio de la electricidad.

Ciertamente, la propiedad industrial y los derechos de autor constituyen las dos categorías basales de la propiedad intelectual en tanto derecho adquirido por un individuo sobre todo aquello que es producto de su creación. A diferencia de los derechos de autor, que abarcan las obras literarias y artísticas, la propiedad industrial se relaciona con las producciones de carácter técnico y comercial. Dentro de este marco jurídico, y en un sentido contemporáneo, se consideran principalmente las patentes de invención, los modelos de utilidad, los diseños o dibujos industriales, las marcas comerciales, las indicaciones geográficas y las denominaciones de origen. En lo que concierne a este libro, que se sitúa entre las décadas de 1840 y 1880, se expedieron principalmente patentes de invención y de introducción por lo que son este tipo de privilegios, en tanto derechos de propiedad sobre las ideas, motivo de particular interés de esta propuesta.

Por patente de invención se entiende un privilegio exclusivo de que goza el inventor, durante un tiempo determinado, del uso o aprovechamiento de su invención que constituye para él un derecho de propiedad. Desde un punto de vista más formal es un diploma expedido en nombre del Estado por el funcionario que certifica el hecho de la invención que se individualiza o describe por la persona en dicho documento. En Chile, entre 1840 y 1880 se registraron 490 patentes y desde 1840 hasta el cambio de siglo estas alcanzaron un total de 1.247. A partir de entonces, se produjo un incremento de los patentamientos, sobre todo en aquellas zonas más densamente pobladas y con una mayor actividad comercial, en las cuales se propagaron las nuevas ideas y técnicas con mucho mayor velocidad.

Como se verá más adelante, esta embrionaria disposición tuvo adherentes y detractores y estuvo sujeta a permanentes críticas, no obstante, se mantuvo en vigencia y con modificaciones no estructurales hasta 1931, a diferencia de algunas normativas homólogas de naciones latinoamericanas que fueron derogadas o motivo de continuas enmiendas. Así, en lo relativo al desarrollo de políticas de promoción y regulación de la propiedad industrial en Chile, podemos distinguir, en términos generales, cuatro etapas: la primera, que tuvo lugar entre la administración de Ramón Freire y 1840, durante la cual se otorgaron de manera informal y con una intervención directa del gobierno privilegios exclusivos a ciudadanos principalmente extranjeros; un segundo ciclo –fundacional–, que a partir de 1840 estableció una primera reglamentación oficial relativa al registro de patentes de invención en el marco de los derechos de propiedad industrial que se mantuvo relativamente estable hasta la dictación del Decreto Ley 958 de 1931; un tercer período, que significó la introducción de dicha reforma a la ley la cual se prolongó hasta 1991 y, finalmente, la puesta en marcha, ese mismo año, de la Ley 19.039 sobre propiedad industrial, actualizada en 2021 por la Ley 21.355, vigente a la actualidad y en la cual se establecieron nuevas disposiciones.

El libro en cuestión se inserta dentro de la segunda etapa antes descrita, instancia en la cual se definieron los instrumentos y mecanismos fundamentales que desde 1840 permitieron regular la actividad inventiva y la introducción de nuevas tecnologías en el marco de los derechos de propiedad industrial en el país. Momento histórico, a su vez, coincidente con un proceso de modernización que estableció las bases para el orden institucional de la nación sobre el cual se estructuró el modelo político que predominó hasta 1925 y que desde mediados del siglo XIX buscó insertarse en la gran corriente de la economía internacional en un momento de expansión comercial y de transformaciones sociales sin precedentes.

La formación de un sistema de patentes en Occidente se produjo en consonancia con el establecimiento de un modelo de desarrollo económico basado en el libre mercado y la emergencia del fenómeno industrializador. Es solo entonces cuando los poderes públicos adquirieron conciencia de la necesidad de disponer de una adecuada regulación de la actividad inventiva para promover el avance de la economía y el comercio a través de un conjunto de reglas destinadas al estímulo del emprendimiento y la innovación, garantizando al autor la propiedad sobre su invento para su explotación mientras posibilitaba su rentabilidad social al hacerlo de dominio público al cabo de un tiempo. Así, los derechos de propiedad industrial constituyeron una excepción a la libertad de empresa y de competencia al otorgar al inventor o titular un derecho exclusivo y excluyente sobre su creación o descubrimiento de tal forma que sus competidores no pudieran copiar, fabricar o vender y, en general, realizar acciones de índole comercial sobre aquellas producciones protegidas temporalmente por este mecanismo.

Tras la caída del antiguo régimen, y ya entrado el siglo XIX, surgieron las primeras legislaciones modernas relativas a la protección sobre las ideas y los inventos como también instituciones destinadas a gestionar los diferentes aspectos relacionados con los derechos sobre las creaciones de carácter técnico y comercial. En tal sentido, el principio de la propiedad industrial en Chile fue una herencia de la libertad de comercio y la adhesión a dicha reforma doctrinaria capitalista cuyo germen se incubó en tiempos de la Patria Vieja, institucionalizándose en los inicios de la década 1840 a través del formato de la patente de invención como la fórmula mas efectiva de regular la propiedad sobre el invento, por encima del derecho comunal y de otro tipo de exenciones privadas.

Plano de corredera varadora para embarcaciones de Juan Stevenson, Valparaíso, 1839. Mapoteca del Archivo Nacional Histórico.

Quizás, en este punto, sorprende la modernidad de la ley chilena y su temprana implantación en un escenario político y social favorable que facilitó tanto su gradual asimilación entre los gobiernos conservadores de Manuel Bulnes, Manuel Montt y José Joaquín Pérez como también su pervivencia hasta las primeras décadas del siglo XX. Por ello, esta publicación aborda el problema de la construcción y el desarrollo del sistema de patentes en tanto dispositivo de modernización que integró el derecho a la propiedad con una preocupación por las restricciones económicas impuestas por la actividad de los monopolios y los privilegios exclusivos. Asimismo, el efecto «modernizador» que podía suministrar la introducción de nuevas tecnologías, en tanto activo estratégico para el procesamiento cultural de la población desde un modelo dominante definido por el Estado, la esfera comercial y los medios de opinión y prensa escrita.

En el tránsito de estas páginas, se identifican y caracterizan algunos actores que participaron del naciente sistema de propiedad industrial en Chile, intentando dimensionar la distribución sectorial de las patentes concedidas entre los años 1840 y 1880, sin dejar de lado la actitud del Estado respecto al fomento de la actividad inventiva local frente a la dinámica de transferencia tecnológica impulsada por los diversos agentes privados y compañías extranjeras. Aunque por momentos hayan aflorado ciertas prácticas autóctonas y técnicas vernáculas para resolver problemas comunitarios, esta no es precisamente una historia del «ingenio chileno» o la de la «cultura del alambrito» sino más bien un acercamiento a la transición de la matriz colonial del artesanado hacia formas más modernas de organización que favorecieron la apertura de un sistema de protección legal para todo aquel ciudadano que quisiera presentar proyectos innovadores en un sistema internacional más amplio de localidades que intentaron renovar su infraestructura tecnológica.

Del recuento del repertorio de patentes de invención e introducción otorgadas por las autoridades chilenas entre 1840 y 1880 se infiere que durante el período de los gobiernos conservadores se manifestaron los primeros indicadores de desarrollo de la actividad inventiva local en consideración de un primer ciclo económico que reconoce una fase relativamente estable de crecimiento hasta 1875, instancia previa a los inicios de la Guerra del Pacífico, coyuntura a partir de la cual se produjo una transformación de la economía y la industria nacional. Es justamente este tránsito de cuatro décadas, de avances y repliegues, de éxitos y fracasos, motivo de periodización y objeto de análisis de esta publicación que orbita en torno al fenómeno de la capacidad inventiva y la protección de los activos generados a partir de dicha particularidad de la especie humana.

«A Newton tuvo que tirarle de las narices una manzana y decirle: ahí tienes la gravitación universal».Samuel Sanhueza Burgoa, Propiedad industrial, invenciones y privilegios

Antecedentes sobre la propiedad industrial en Chile

Si bien, en términos legislativos, el primer antecedente referido a la propiedad industrial en Chile se encuentra en el artículo 152 de la Constitución Política de 1833 y la normativa inicial que reguló el sistema de concesiones de patentes de invención y privilegios de introducción apareció en 1840, con motivo de la dictación de la Ley sobre Privilegios Exclusivos, lo cierto es que se otorgaron beneficios y exenciones con anterioridad a su aplicación rigurosa, siendo el presidente de la República el encargado de aprobar dichas licencias. De esta forma, algunos ciudadanos, principalmente extranjeros, accedieron por gracia y de manera informal a estos privilegios, principalmente desde la década de 1820, con la intervención directa del gobierno, y habitualmente por plazos no mayores a cinco años. No obstante, las primeras señales al respecto se manifestaron incluso antes del proceso independentista nacional y, aunque esporádicas, dieron cuenta de una práctica, sobre todo comercial, que progresivamente fue conformando un sistema institucional destinado a regular la capacidad social de innovar y el potencial de transferir tecnología importada.

Hacia el último cuarto del siglo XVIII prevalecía en Chile una sociedad de orientación patriarcal en un ambiente de cierta diversidad alternado por la presencia de americanos, europeos y chilenos quienes, de alguna u otra forma, padecieron la imposición del monopolio comercial establecido por España, desde los comienzos de la Colonia, hasta el momento de la introducción de un nuevo régimen de libre comercio en 1778. Estas reformas, denominadas «borbónicas»1, cumplieron con el propósito de dar un relativo impulso a la economía americana, incrementar el aporte de ésta a las arcas del imperio español y establecer una burocracia eficiente y colaborativa con la monarquía. Sin embargo, también afectaron los intereses de las elites locales y su aplicación fue igualmente arbitraria, situación que contribuyó a generar un clima de disconformidad que finalmente derivó en los primeros intentos de emancipación política de los pueblos de América.

Tempranos indicios de estas prácticas en el continente y nuestro país se encuentran en el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio Libre de España a Indias de 12 de octubre de 1778. En este documento impreso se dieron a conocer oficialmente los motivos que animaron a Carlos III –en aquel momento rey de España– a su dictación, la cual tuvo como principal objetivo regular las «Calidades que han de tener las Naves que se empleen en el Comercio Libre de America, y condiciones con que se habilitan para él las de Fabrica extrangera pertenecientes á españoles»2. En la ordenanza también se consignó, como aspecto de relevancia, la penalización «en que incurren los que resultaren autores, ó cómplices de la falsificación de marcas, ó despachos: y nuevo examen que se hará de los cargamentos en America para mayor seguridad»3.

A fin de que la regulación recayese en las manufacturas hispanas y las producciones de fabricantes y artesanos de los reinos de América, considerados también «vasallos» del monarca, los cargadores debían justificar la correcta elaboración de las mismas en los puertos habilitados por la Corona española. En los efectos que por su diversa calidad no admitieran señales claras, debían presentarse certificaciones juradas de los artífices, fabricantes o vendedores. Cuando la administración no disponía de las herramientas y conocimientos para avalar esta inspección, o en casos de presunto fraude, se hacían de los servicios de sujetos expertos. Si el peritaje ameritaba una sanción, el reglamento era claro: «Siempre que resultare comprobada la falsedad de las marcas y despachos, se castigarán a los autores y cómplices de este grave delito»4.

Este programa de reformas, que puso fin al monopolio ostentado por la ciudad de Cádiz en la concesión de privilegios exclusivos para comerciar con América, permitió la habilitación de otros puertos españoles y el surgimiento de una zona de intercambio mercantil sujeta a una regulación jurídica uniforme, particularmente dentro del área indiana. La apertura de la navegación hacia Chile a través de los puertos de Valparaíso y Concepción, como también el incremento de las especulaciones mercantiles, llamó la atención de algunos comerciantes avecindados en el país quienes habían reparado en el éxito de los negocios que practicaban los norteamericanos en las zonas costeras. Con la declaración de libre comercio internacional, en los albores del siglo XIX surgió el interés por revitalizar la tradición minera local y la actividad de exportación marítima de materias primas, labores desarrolladas desde hacía varios años atrás de forma artesanal. Según indica Eugenio Pereira Salas, el proyecto de «chilenizar» una industria lucrativa y de baja complejidad tuvo aceptación pública en los corrillos comerciales y en 1800 entró a las oficinas de la Junta de Gobierno para su estudio y discusión5.

Estas iniciativas introducidas en el contexto tardo-colonial chileno permitieron el acceso a nuevas rutas comerciales alternativas como el trayecto marítimo por el Cabo de Hornos y la expedición por el Virreinato de La Plata. Asimismo, desde mediados del siglo XVIII se comenzaron a utilizar los llamados «navíos de registro», embarcaciones que podían cruzar el Atlántico por motu proprio y que a la larga pusieron fin al sistema de flotas y galeones que había imperado desde la temprana Colonia, estrategia que no pretendió abrir los mercados americanos a las potencias extranjeras sino más bien disminuir el contrabando, canalizando el comercio extranjero y la actividad marítima a través de los puertos españoles.

Amparándose en la nueva dirección comercial fijada por esta política reformista, Santiago Manuel María de Undurraga, de origen hispano, entregó en 1802 a las autoridades una propuesta inspirada en las tendencias liberales en boga encaminadas a ocupar mano de obra ociosa y «procurar auxiliar los ánimos de los vasallos para que llenando el margen de sus ideas proporcionen no solo las particularidades sino las generales utilidades de la Nación»6. En este escenario de apertura hacia nuevos mercados, Undurraga solicitó un privilegio exclusivo para el laboreo y acopio de pieles de lobos marinos en la zona del archipiélago de Juan Fernández. El dictamen del Tribunal del Consulado suscrito por Joaquín Ruiz de Alcedo el 17 de marzo de 1802 mostró una disposición favorable hacia el emprendimiento del comerciante, aunque se opuso a los doce años de duración de la licencia que pretendía. No obstante, la respuesta oficial y definitiva, emitida en 1804 a través de una Real Orden proveniente de la Corte de Aranjuez, autorizó el pedimento, pero bajo la condición de explotar una cantidad moderada de pieles y únicamente en las zonas de intercambio comercial de los reinos ultramarinos de América. Undurraga, quien pretendía ser el primer «industrial» de la peletería en Chile, finalmente desistió de la iniciativa ante la inconveniencia de la resolución, evidenciando de paso las escasas garantías que ofrecían los intereses creados por las prácticas monopólicas internacionales –revestidas de un «barniz» liberal– y el temor a arriesgar capitales propios en una actividad con escaso desarrollo en el país.

Con anterioridad, y a instancias de Manuel de Salas, el minero Juan Francisco Herrera, inventor de una máquina accionada por un molino para beneficiar metales, había demandado en diciembre de 1801 un privilegio exclusivo al Tribunal de Minería con el fin de utilizar el artificio en favor de su mina embargada. El aparato, examinado por el ingeniero Agustín Marcos Caballero, se presentaba como un ingenio útil y ventajoso, no obstante, el facultativo detectara algunas inexactitudes en la fabricación del modelo. En el informe, el educador liberal señalaba a las autoridades:

La invención es más propia del talento que del estudio; las ocurrencias felices no están íntimamente ligadas á la profundidad ó extensión de los conocimientos; y en la maquinaria precisamente son más frecuentes estos que parecen fenómenos, que se ven cada día brotar donde menos se esperaban, siendo unos origen y ocasión de otros, que el uso perfecciona y justifica la experiencia. El genio y la observación, y á veces el acaso, dan el sér á los hallazgos, que la ciencia y el uso mejoran. El conocimiento de los medios por los que se puede aumentar el esfuerzo de una potencia, lo que constituye la esencia de las máquinas, es el que conduce necesariamente al acierto, pero no excluye de un feliz encuentro á los que reúnen al ingenio, la meditación y los ensayos […] La aplicación y la necesidad, que, juntas, han sido la causa de iguales invenciones en todos los tiempos, han sugerido la presente y han puesto en movimiento el celo y la aptitud de Herrera para emprender otras igualmente útiles […] con las gracias y auxilios que reciba podrá él adelantar y moverse otros á seguir sus huellas7.

Más adelante, el político y escritor Antonio José de Irisarri 8 reclamaría otro privilegio para el otorgamiento de la libertad de derechos en la extracción de vinos y aguardientes en los puertos de California y otros del noroeste, como asimismo el permiso exclusivo por dos años para realizar su expedición. El dictamen, aceptado por el Consulado en 1810, ordenó que la salida del buque se efectuara en un plazo máximo de seis meses y que el privilegio no fuese «causal de perjuicio para quienes intentasen igual especulación»9.

En aquel entonces, la demanda por la supresión de privilegios –por reales órdenes– destinados a eximir de contribución a las mercaderías que se exportaban desde algunos puertos nacionales se contraponía al favorecimiento de dicha exención de derechos a la práctica del comercio de cabotaje. Como sea, por su acceso a las nuevas teorías económicas de Occidente y al contacto con sus símiles extranjeros, los militares, políticos y entusiastas de la autonomía republicana reunidos en la Junta de Gobierno hicieron del librecambismo uno de los postulados esenciales del reformismo doctrinario en boga y jugaron un papel no menor en la apertura comercial, pues no vacilaron en imponer una nueva orientación económica al aprobar el decreto de Libertad de Comercio en febrero de 1811, sin atender a la oposición y los extendidos reclamos de los comerciantes, artesanos y protoindustriales acostumbrados a las prácticas impuestas durante el antiguo régimen.

A pesar de una cierta hostilidad hacia los ciudadanos extranjeros fomentada por las autoridades coloniales, esta primera iniciativa de autogobierno nacional trajo consigo algunas preguntas y también ciertas necesidades de ser atendidas, principalmente en asuntos de comercio, por ejemplo, la adquisición de materias primas, mercancías y maquinaria a través de mercaderes extranjeros, sin la intermediación de España y con el fin de acceder a precios más razonables10. De ahí, en un principio, que la emergente elite criolla apostara por la búsqueda de franquicias comerciales no absolutas y el joint venture con compañías extranjeras ya consolidadas que permitiera instalar fábricas y traer operarios e instrumentos con la ventaja de otorgarles un privilegio exclusivo –de al menos diez años– para «permitir a todos los aprendices que quieran aplicarse á cualquier operación sin misterio y empleándolos después de oficiales»11.

Fotografía de José Antonio de Irisarri. Archivo Biblioteca Nacional de Chile.

En este contexto, Santiago Oñederra, antiguo colaborador y capitán general de Ambrosio O’Higgins, solicitó en 1817 una concesión especial para una armaduría de naves en la villa Nueva Bilbao –hoy Constitución–12, lo que permitió el emplazamiento de un Astillero Nacional, y «la llegada de maestros constructores, arquitectos navales y capitanes de navíos, ingleses y norteamericanos, que junto con ellos traen nuevos diseños y técnicas constructivas, además de otra visión de los negocios marítimos»13. Dos años después, bajo la administración de Estado de Bernardo O’Higgins, se negó a Antonio Arcos y Guillermo Henderson una exención, a través de una patente de corso, para la construcción de la fragata Los Andes por considerarse una «condolescencia escandalosa», no obstante, con anterioridad se permitiera a Felipe Santiago del Solar, posiblemente el primer armador de naves en Chile, fabricar un barco corsario cuando aún no existía una Escuadra Nacional.

También en 1819, Juan Adán de Graaner, observando la dificultad en la extracción de metales por falta de laboratorios y conocimientos teóricos y prácticos en el país, ofreció al gobierno traer máquinas, científicos y «mineros prácticos» desde Suecia a cambio de recibir protección para descubrir y explotar yacimientos mineros. A su vez, el médico escocés Juan Robinson, avecindado en Valparaíso, demandaba en julio de 1819 un privilegio exclusivo para el uso de una máquina de destilación con el fin de «patrocinar i promover las artes i ciencias i toda especie de adelantamientos conducentes a la entera independencia i bienestar del Estado de Chile, como anexos a la felicidad de sus habitantes »14. Refiriéndose al novedoso alambique para destilar licores espirituosos, en solicitud dirigida al Director Supremo de Chile, el demandante precisaba:

opera i trabaja por el poder combinado de fuego i vapor, formando una de las mas perfectas demostraciones de la ciencia práctica, filosóficamente aplicada a los usos de la sociedad humana, i capaz de producir a la economía política los felices resultados, tan benéficos a los individuos como a la Nación […] Por tanto, rendidamente suplico a V. E. me conceda bajo una patente o permiso particular, un derecho esclusivo para usarlo por el término de quince años, no con el objeto de monopolizar, sino únicamente el de impedir que otra persona obtenga de ello sus ventajas con perjuicio de los actuales propietarios e inventores […] Las siguientes demostraciones de las varias producciones del Alambique referido (el primero inventado en Chile) que tengo el honor de presentar a V. E., pueden dar una prueba de sus ventajas, utilidad, superioridad i provecho15.

O’Higgins, que conocía un caso similar de privilegio exclusivo otorgado con anterioridad a un primer fabricante estadounidense de un alambique, ponderó las utilidades que el aparato podía brindar al Estado «por la introducción de un nuevo ramo de industria desconocido en el país», pero consideró excesivos los quince años de explotación que exigía Robinson, siendo finalmente reducidos a seis con la condición de que pagase los respectivos derechos de extracción, en caso de que la máquina saliera del territorio nacional, y que ocupase solo a chilenos como brazos auxiliares.

Ese mismo año, el entonces Director Supremo desestimó la petición del comerciante argentino Pedro Lezica por un privilegio de introducción y establecimiento de una casa de lotería y ruleta en el Estado de Chile. A su juicio, dicha «peste destructora» que arruinaba a todas las clases sociales debía desterrarse del país ya que conocidos eran en la capital los funestos resultados que habían tenido estas prácticas en la vecina ciudad de Buenos Aires. En sesión del Senado llevada a cabo el 18 de septiembre de 1819, O’Higgins dejaba en claro su postura: «Las buenas costumbres de los pueblos son el mejor crédito de los Gobiernos. Todo juego pugna con aquellas; i así es preciso no solo no permitirlos sino perseguirlos hasta su exterminio»16.

Una respuesta similar obtuvo Pedro Aldunate, a propósito de una demanda para establecer una ruleta francesa, a quien se exigió «un diseño demostrativo de la clase de juego que se intentaba establecer»17. Si bien Aldunate presentó a la comisión legislativa una muestra del artefacto fabricado en madera y ofreció una contribución en dinero para los gastos nacionales, el gobierno fue enfático en su rechazo a la introducción del invento, evidenciando de paso su molestia con este tipo de emprendimientos:

Debe […] tenerse presente que semejantes empresarios que por un sórdido interes han intentado cooperar a la ruina de sus semejantes, léjos de merecer un privilejio esclusivo que contraria a nuestro sistema liberal, han faltado a las obligaciones sociales recomendadas […] en nuestra Constitución18.

Ciertamente, el arribo de emprendedores extranjeros conocedores de las prácticas mercantiles dio pie a toda clase de especulaciones pero solo unas cuantas lograron proporcionar utilidades significativas. Es un hecho que la emancipación política que medió entre 1810 y 1818 no implicó una inmediata transformación de la estructura de la economía nacional pero sí un paulatino incremento de las actividades del comercio las cuales demandaron no solo una respuesta favorable del sector privado sino también de las propias autoridades de gobierno, en tiempos donde la población nacional bordeaba los 825.000 habitantes19. De hecho, en los inicios del proceso independentista la actividad mercantil continuó operando con una intensidad similar a la experimentada durante las últimas décadas del régimen colonial. La ausencia de un procedimiento bancario para la administración de la inversión productiva y el difícil acceso a instrumentos de crédito eran, ciertamente, reflejo de la fragilidad económica del período y al mismo tiempo indicadores de escasa innovación respecto a las actividades comerciales de mayor alcance emprendidas por comerciantes españoles y criollos quienes mantuvieron conexiones con mineros de la zona norte y empresarios peruanos, sin «extender su acción más allá de las limitadas fronteras y posibilidades del antiguo sistema colonial»20.

Sin embargo, la sucesiva llegada al país de shipagents (agentes consignatarios) 21 a bordo de buques –sobre todo, desde principios de la Patria Nueva– generó un impacto comercial significativo en un período relativamente corto al facilitar la activación de los puertos destinados al desembarco de las casas comerciales británicas en tanto puntos cardinales para la expansión del comercio exterior chileno. En solo diez años, según plantea Gabriel Salazar, estos consignees abrieron caminos para que las nuevas compañías mercantiles se establecieran en territorio nacional como «una virtual sección extranjera de la oligarquía mercantil criolla» que, al poco tiempo, asumió con eficiencia las funciones estratégicas de «modernización industrial» del país y de «patrocinio occidental» del librecambismo asumido por los gobiernos autoritarios22.

Hacia fines de 1819, difícilmente se podía conseguir un privilegio especial como consecuencia de la escasez de fondos del erario nacional y las críticas circunstancias por las que atravesaba el país. Incluso, el Senado recomendaría a O’Higgins suspender «toda gasto en innovación»23 y aplazar cualquier «creación de utilidad» para tiempos de mayor bonanza, a propósito de las urgencias que demandaba la organización de la Expedición Libertadora del Perú que se prolongó hasta 1822. Al respecto, el concepto de «innovación», entendido como un adelanto o procedimiento novedoso con algún tipo de impacto en la población, ya era conocido en tiempos de la Independencia; no obstante, también se aplicaba con frecuencia a la introducción de mejoras a procesos sociales o instrumentos de gobierno caso, por ejemplo, de las leyes. De todas formas, y a pesar de considerarse una cuestión de relevancia para el crecimiento de la economía nacional y la modernización de las instituciones, en aquel entonces existía una cierta resistencia a su fomento por temor a lo desconocido, a las transformaciones radicales o sencillamente por el acostumbramiento a una rutina heredada de la tradición citadina y rural impuesta desde tiempos de la Colonia.

Aún así, una favorable acogida tuvo el requerimiento de José Rondizzoni, posiblemente el primer empresario solicitante de un privilegio de ese tipo, con motivo del uso de una nueva máquina destinada a la extracción de licores por un período de seis años, con la condición de estar «obligado a tomar a los naturales por brazos auxiliares»24. Sobre este último punto, cabe mencionar la negación de otro privilegio en 1820 al ciudadano chileno Nicolás Angulo para establecer una fábrica de sombreros25,por tratarse de un producto ya conocido en el país, aunque se le ofreciera en compensación «libertarle del servicio en el cuerpo de nacionales, dispensando el mismo privilejio en favor de los brazos que le auxilien»26.

Los pedimentos de introducción y explotación de determinadas materias primas, procesos o maquinaria sirvieron para alimentar el debate en torno a si resultaba conveniente o perjudicial otorgar apoyo al interesado, caso del ciudadano estadounidense Daniel Grinol27, quien en 1821 pretendió un privilegio por quince años para la internación de buques a vapor, tecnología marítima considerada «un invento de las naciones cultas» por el Senado de la República. Refiriéndose a las posibilidades que podía ofrecer la introducción de esta nueva forma de navegación en Chile, en sesión ordinaria de los cuerpos legislativos del 5 de febrero de 1821, se hacía notar lo siguiente:

Muchos economistas declaman contra la concesion de privilejios esclusivos; sus razones pueden ser poderosas respecto de pueblos industriosos, cuyo jenio i laboriosidad pueden ser enervados por esas esclusiones; pero no así con relación a Chile, que de todo carece i que jamas tendrá establecimientos útiles e industriales, si no brinda a los extranjeros profusas recompensas. Supongamos que a Grinol no se le conceda un privilejio. ¿Para cuándo esperamos que un chileno por arte divinativa, o un estranjero por un desprendimiento jamas visto, establezca entre nosotros esos buques sin exijir ninguna recompensa?28

Desde luego, la aventurada propuesta de Grinol tuvo un recibimiento más bien tibio por parte de las autoridades de gobierno, no precisamente por las dificultades que podía implicar su establecimiento ni por que se pusiera en duda la puesta en práctica de esta nueva tecnología sino por la amenaza que representaba contra el negocio de la navegación existente en el país y, por tanto, los intereses de quienes lo ejercían, con el consiguiente riesgo de quedar obsoletos y fuera de la rutina del sistema de comercio que aún mantenía resabios coloniales. Pese a todo, y por encima de dichas preocupaciones, O’Higgins apoyó la iniciativa de Grinol e inclinó al tribunal del consulado a dar un informe relativamente favorable a la empresa merced a la concesión de un privilegio exclusivo, pero por un término de diez años.

Poco después, a propósito de una petición de Agustín de Eyzaguirre y Compañía para el cabotaje y la navegación de buques por el Pacífico con el fin de erradicar las prácticas monopolistas españolas, el fiscal interino de la causa manifestaría al Director Supremo la necesidad de velar por los intereses comerciales del país:

La nacion mas productora es la mas rica, en sentir de todos los economistas modernos; i el Gobierno que se empeña en la prosperidad de su país, debe fomentar toda produccion. Cuando se descubre una máquina o cualquier otro invento útil a la industria, puede i debe protejerlo el Gobierno todo aquel tiempo que baste para su perfeccion. Las navegaciones al Asia, hechas por comerciantes i compañías chilenas es un invento tan útil i tan productivo en la industria mercantil, como lo son los de la rural i fabril. Luego deben considerarse tan dignas de proteccion como las fábricas del país29.

Este empeño por acelerar el surgimiento de una industria en fojas cero impulsó a la administración de O’Higgins a ensayar algunos «adelantos» bajo una prospectiva ciertamente riesgosa, caso de la fabricación de un buque a vapor –denominado Rising Star– para mantener a raya a las fuerzas españolas, cuyo proceso constructivo sufrió toda suerte de inconvenientes y retrasos debido a la inexperiencia de los promotores de la empresa, ocasionando gastos desproporcionados a las arcas fiscales. En tiempos donde recién se iniciaba la navegación a vapor entre ríos y enclaves no separados por grandes distancias en la región de Europa, la demanda en cuestión culminó en una serie de experimentos que hicieron necesario modificar una parte considerable de la engorrosa máquina en Londres. Finalmente, el barco zarpó de la capital británica y llegó a Chile a fines de mayo de 1822, siendo el primero en navegar por la tracción del vapor en el Pacífico, registro histórico que a la postre no fue suficiente estímulo para llevar a efecto la compra definitiva de la embarcación por parte del gobierno chileno.

Lord Thomas Cochrane, un «entusiasta por todo descubrimiento nuevo»30, en palabras de Diego Barros Arana, había insistido en la adquisición del navío e incluso sondeado en Inglaterra algunas máquinas de vapor que pretendía adoptar como propulsores de lanchas cañoneras. El gobierno, abrazando con interés la idea del marino británico, mandó a construir al también navegante John Morrell las embarcaciones en el astillero localizado en el río Maule donde existían algunos operarios diestros en dicha clase de construcciones, pero no fue posible aplicar la tecnología a las lanchas recién fabricadas que pasaron a servir a la armada como simples cañoneras de vela y remo. Este fracaso, siguiendo al canónico historiador, habría demostrado la imposibilidad de implantar de golpe en Chile los radicales inventos que recién comenzaban a darse a conocer en los países de mayor adelanto industrial, situación que igualmente no desalentó al Director Supremo ni a sus más influyentes consejeros en dicho precoz afán modernizador 31.

Como fuera, y a diferencia de la fallida avanzada de Cochrane y la voluntariosa empresa de Eyzaguirre, que no contó con la venia de las autoridades locales para hacerse de sus servicios, al ciudadano Diego Antonio Barrios se le concedió en 1822 –a regañadientes– un permiso por «gracia» de cuatro años para fabricar una prensa para colar el sebo, bajo la condición de que los hacendados cosecheros tuviesen total libertad para construir otras máquinas para beneficiar su propia producción. En el dictamen gubernamental, el fiscal del caso dejaba en claro las diferencias entre un invento desconocido y un procedimiento ya corriente en el medio nacional, como el que Barrios pretendía rentabilizar:

solo los nuevos descubrimientos i aquellas raras invenciones del arte fueron siempre objeto de los privilejios esclusivos. La marquetería de sebos colados es obra mui sencilla, practicada constantemente en Buenos Aires, i aun en Chile tiene varios ejemplares; no puede jamas establecerse bajo un privilejio esclusivo32.

Aunque no se tratara de una práctica institucionalizada y recurrente en el país, desde los inicios del siglo XIX, comerciantes, pequeños fabricantes y artesanos ingeniosos, que habitualmente trabajaron con tecnologías autóctonas, exigieron prebendas a las autoridades de turno con la finalidad de introducir nuevos procedimientos técnicos, importar maquinaria y, en menor medida, proteger inventos de su propia autoría.

En este proceso de lenta ruptura con el pasado colonial, Chile se abrió tempranamente al comercio extranjero, adoptando hacia 1811 una política económica de corte liberal interrumpida brevemente por la avanzada española durante la Reconquista. Con la victoria del Ejército de los Andes en Chacabuco en 1817 se inició un ambicioso programa de reformas, entre cuyas urgencias se consideró el levantamiento de una industria nacional y la contratación de profesionales y técnicos extranjeros. De este modo, aquellos ciudadanos emprendedores cuya posición económica se había visto mermada por la existencia de un régimen político absolutista, en el cual predominó una posición más bien adversa a todo tipo de innovación, encontraron en estas enmiendas transitorias –no exentas de trabas y arbitrariedades– una nueva oportunidad para desarrollar proyectos nacidos de la propia iniciativa individual. No obstante, las disposiciones proteccionistas contempladas en el Reglamento de Libre Comercio de 1813, y más adelante en la ampliación del mismo decretada en 1823, se fueron debilitando como consecuencia de la paulatina rebaja de impuestos aplicada a las manufacturas importadas y el consiguiente aumento del flujo de mercaderes extranjeros, sin que ello afectara directamente a la clase terrateniente, firme opositora de cualquier proyecto reformista que amenazara su potestad económica, sobre todo, si se trataba de cambiar las reglas del juego o de innovar.

Inventores y emprendedores en tiempos de la organización de la República de Chile

Durante la convulsionada década de 1820, instancia histórica de afianzamiento del Estado chileno con motivo de la reciente proclamación de la Independencia nacional y escenario de pugnas entre pipiolos (liberales) y pelucones (conservadores), se intentó conciliar la puesta en práctica de un proyecto de vocación industrializadora con algunos imperativos sociales que apremiaban al sector gobernante. La emergencia de una suerte de maridaje reformista, que combinaba indistintamente la aplicación de ideas librecambistas con la imposición de barreras arancelarias de vocación proteccionista, desencadenó la oposición de aquellos sectores cuyos intereses eran perjudicados con estas medidas. A pesar de las dificultades que supuso la transición del antiguo régimen a la consolidación de una República autónoma y el arraigo que aún detentaban las costumbres coloniales frente a la oportunidad «que podía ofrecer una innovación intempestiva»33, en palabras de O’Higgins, un puñado de artesanos criollos y extranjeros «achilenados» vinculados a la elite empresarial burguesa participaron, con éxito y fracaso, de la puesta en marcha de diversos proyectos de avanzada, principalmente en las áreas de la navegación, la minería, la agricultura y la elaboración de textiles.

En medio de un descontento general causado por la situación de precariedad que arrastraban la economía y las finanzas del país, tanto la dictadura de O’Higgins como la administración de la facción conservadora, que asumió el poder estatal luego de la dimisión del Director Supremo, evidenciaron una actitud ambivalente al momento de promover una protoindustria de la manufactura y otorgar protección a los inventos y nuevos procedimientos técnicos presentados por los ciudadanos chilenos y extranjeros residentes en el país. Ejemplo de ello fue la aprobación inicial, en sesión plena de la convención legislativa de agosto de 1822, del proyecto del educador y pastor bautista escocés James Thompson, con miras a captar artesanos y artífices especializados de Europa, el cual, una vez sometido a la deliberación de negocios eclesiásticos de aquella asamblea, fue objeto de un informe que lo rechazó y no volvió a tratarse más el asunto. Al respecto, Barros Arana señalaba:

El pensamiento de traer a Chile verdaderas colonias de artesanos inteligentes i laboriosos i de crear rápidamente manufacturas i fábricas que solo podian existir en paises mas poblados, mas ricos i mas adelantados, era hijo de un ardiente i sano patriotismo, pero forzosamente debía ser irrealizable, aun en las pequeñas proporciones en que se ensayó la planteacion de algunas industrias34.

En efecto, la necesidad de contar con técnicos «en sintonía» con la oleada modernizadora de la Revolución Industrial resultaba determinante para algunos sectores de gobierno pero a su vez conllevaba un indisimulado resquemor, una cierta desconfianza incubada desde tiempos de la Colonia hacia el extranjero «privilegiado» por el oficialismo con algunas garantías, más allá de lo prudente. Así, al menos, lo hacía ver un artículo publicado en el periódico El Liberal en 1823:

¿Por qué se ha permitido, se permite, y no se divisa ni esperanza de que se remedie, que la substancia de la nacion sea absorbida por el extrangero mientras el patricio perece, y hecho el vil esclavo de aquel se mira rodeado de obstáculos para mejorar de fortuna? […] ¿Cuales es pues en Chile el ramo grande ó pequeño comercial, é industrial del que no se hayan apoderado exclusivamente? El ciudadano de Chile há cargado con todo el peso de la guerra, pechos, contribuciones directas, gavelas, proratas, y gatadas: á ellas siguió la debilitacion del giro de muchos, y la total ruina de muchisimos 35.

Pero también, «el desgraciado estrangero, que atravesando los mares viene á cambiarnos sus manufacturas que no tenemos: á perfeccionarnos la industria, que ignoramos; y la ilustración de que carecemos»36, como expresaba El Telégrafo Mercantil y Político en 1826, daba cuenta de otra perspectiva, más comprensiva, hacia el flujo de emigrados que podían encontrar una oportunidad para convertirse en «hombres hechos a sí mismos» en tierra extranjera37. Ahora bien, por encima del debate –a favor o en contra del arribo de inmigrantes– lo cierto es que finalmente primó una política de «puertas abiertas» con los visitantes y colonizadores porque las elites dominantes vieron en sus respectivos países modelos de progreso industrial. Estos grupos de poder locales participaron –desde la distancia geográfica que situaba a Chile en el fin del mundo– de la emergente modernidad ligada a los principios de la Ilustración europea, una nueva etapa de prodigios que el escritor Samuel Taylor Coleridge describiera en 1819 como «segunda revolución científica» y que de cierta forma impulsó un ideal común de entrega personal al descubrimiento que incluso llegaba a la imprudencia38.

De esta camada de aventureros-pioneros, particular interés reviste la presencia del industrial suizo Santiago Heitz, quien llegó a la capital como maestro tejedor de bayetas y tocuyos. Alentado por Manuel de Salas para que instalara una industria de tejidos en la casa del Hospicio de Pobres de Santiago, vulgarmente llamada «la Ollería»39, en 1804 había inicido la producción de hule de lino y poco después de aceite de linaza, hasta que logró poner en marcha una pequeña fábrica con maquinaria importada para la confección de artículos estampados. Pese a todo, el funcionamiento del taller, que a la vez ocupaba como vivienda, no logró rentabilizar los esfuerzos de Heitz, quien debió renunciar a la empresa. En su estudio sobre la reconstrucción histórica del sector de La Chimba en tiempos de la Independencia, el cronista Abel Rosales sugiere que la introducción del quimón, una tela de algodón más barata importada desde Perú, habría sido la causa de este malogrado emprendimiento.

Como en muchas otras ocasiones, esta contrariedad no desanimó al industrial helvético quien en un corto plazo levantó «una gran fábrica de lonas de cáñamo, de cotin i brin, logrando reunir hasta cincuenta i cinco telares corrientes en estos tres ramos» 40. Lamentablemente, en palabras de Rosales, «Santiago Heitz fué tan intelijente como desgraciado» 41. La entrada de grandes cantidades de brines y lonas por las costas de Valparaíso y el triunfo de las tropas realistas españolas en la Batalla de Rancagua, que puso fin al primer proyecto independentista nacional en 1814, significó el cierre de la empresa y el exilio del voluntarioso industrial en razón de sus vínculos con las fuerzas patriotas. Por contrapartida, los conflictos armados que delinearon la trayectoria del proceso independentista ofrecieron al fabricante la oportunidad de especializarse en la manufactura de mechas de arcabuz, balas de fierro forjadas a martillo –un producto de su propia invención–, y en la confección de uniformes para el Ejército, cuya producción se transformó en un negocio con proyecciones luego del favorable desenlace que tuvo la Batalla de Chacabuco para las aspiraciones de autonomía de la República.

Una vez afianzada la Independencia, Heitz retomó sus actividades en el establecimiento fabril pero se enfrentó a un panorama de reordenamiento del país, situación crítica que empujó al suizo a establecer una fábrica de naipes, los que vendió a buen precio y por contrato a la administración de especies estancadas a través de un monopolio comercial. Sin embargo, a causa de la adjudicación del privilegio exclusivo de la sociedad Portales, Cea y Compañía para importar y comercializar este juego de cartas en 1824, el empresario debió abandonar el negocio y volver a encauzar sus empeños en la producción de textiles. Al mismo tiempo, tras el decisivo triunfo obtenido en la Batalla de Maipú en 1818, el industrial compró al ciudadano francés Joaquín Morel –a muy bajo costo– el establecimiento de tejidos de lana que el antes colaborador de José Miguel Carrera levantara en el barrio de la Cañadilla, a los pies del cerro San Cristóbal. Morel, quien había transformado la fábrica de pólvora que desde 1801 funcionaba en dicha localidad en un taller industrial dedicado a la confección de tejidos, se encargó del armado y montaje de la maquinaria para dar trabajo a gente desocupada y de escasos recursos. Por desgracia, padeció el mismo infortunio de todos aquellos inventores que promovían un nueva creación en el ámbito industrial en el país, lo cual, como indica Román Espech, comportaba «el consumo de su capital antes de haber logrado poner en movimiento su maquinaria»42.

Heitz trasladó las máquinas construidas por Morel a un departamento de la antigua Cárcel Correccional y consiguió que el gobierno lo autorizara a ocupar mujeres y niños detenidos, bajo un régimen de trabajo obligatorio, en las dependencias del establecimiento. Aunque en sus comienzos el industrial progresista gozó de una más que aceptable demanda en la elaboración de paños, esta regalía no impidió que más adelante se declarase en quiebra lo que motivó la venta de la fábrica de tejidos de cáñamo y lana a una sociedad anónima que importó maquinaria y consumió también su capital, quedándose a medio camino con los nuevos y antiguos aparatos mecánicos paralizados por la escasez de recursos y abatidos por el desaliento consiguiente a una empresa tres veces frustrada43. Esta situación impulsó a Heitz a exigir en diciembre de 1819 un nuevo privilegio por nueve años para restablecer el taller industrial, entonces inactivo, en la finca del Hospicio de Pobres de Santiago y abastecerlo de los insumos necesarios para el buen funcionamiento de sus máquinas y telares. En la petición que el empresario hacía al gobierno expresaba su voluntad de aportar al adelanto de la nación, incluso a costa de su capital: