Invité a los caracoles a soñar con la primavera - J. Marquina Sanz - E-Book

Invité a los caracoles a soñar con la primavera E-Book

J. Marquina Sanz

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Beschreibung

Delicada colección de cuentos en la que un hombre compra la libertad de unos caracoles, una mujer descubre que jamás hay que volver al lugar del recuerdo, un chico se despide para siempre de sus amigos de la infancia porque se lo lleva la muerte, un reloj perdido tiende un puente invisible entre dos desconocidos... cuentos que trazan una mirada limpia a un mundo incomprensible que, por desgracia, es el nuestro.

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Seitenzahl: 188

Veröffentlichungsjahr: 2023

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J. Marquina Sanz

Invité a los caracoles a soñar con la primavera

 

Saga

Invité a los caracoles a soñar con la primavera

 

Copyright © 2015, 2023 J. Marquina Sanz and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728392553

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A todas las personas que buscan la felicidad de los demás, antes que la suya propia.

Los cuentos sirven para dormir a los niños y despertar a los adultos

Basado en François Vallaeys

1. CUENTOS MARAVILLOSOS: PARA RECORDARLOS SIEMPRE

EL SEÑOR DE LOS CARACOLES

Voy a contar una historia tan fantástica como real. Iba yo con el coche por una carretera perdida de nuestra geografía cuando vi de lejos a un aldeano que a veces se agachaba. Intuí que era para coger caracoles.

Detuve el coche y me acerqué al hombre que tanto se afanaba en la recogida. En efecto, llevaba unos cuantos caracoles en una bolsita de plástico. Me dijo que durante cinco días no haría nada con ellos para que desocupasen, y después, bien lavados, hervidos y en la cazuela con pimiento, ajo y un poco de chorizo eran gloria bendita.

Movido por la imitación saqué una bolsa que por casualidad llevaba en el coche y comencé a coger caracoles. Transcurrido un largo rato apenas había capturado unos pocos. Parece que huían con mi presencia. Aunque yo caminaba deprisa, ellos se escondían con más rapidez. Al final me di por vencido y me acerqué al hombre de los caracoles, cuya bolsa estaba a punto de romperse.

—Diez euros le doy por su bolsa –le dije.

—Yo no vendo caracoles –me contestó orgulloso de su hazaña, sacando pecho.

—Veinte euros –fue mi última apuesta.

En un instante, él, que no vendía caracoles y se sentía orgulloso de su propiedad, cambió de criterio, y tenía los veinte euros en su mano y yo todos los caracoles en mi poder.

Cuando vi que el aldeano desapareció del entorno, caminé en sentido contrario y al llegar a una pradera, dejé la bolsa en el suelo, rompí el plástico y liberé a todos los gasterópodos. Me miraban felices pero yo no les permití ningún agradecimiento y les invité a que se dispersaran en silencio, soñaran con la primavera y se escondieran con rapidez pues el chorizo estaba esperando en la cazuela.

RESCOLDOS

Han pasado muchos veranos pero mi corazón vive en un invierno eterno.

Hay un rinconcito en mi corazón reservado para él. Todos le llamaban Juanito, pero para mí era Juan. Mi Juan.

Sólo con escribir su nombre siento un escalofrío y percibo el latido de su cariño en cada poro de mi piel.

Esta es la historia de un amor que se nos escapó igual que el agua entre los dedos.

Han pasado muchos años, pero este año volveré al pueblo de mis veraneos. Allí estará Juan. ¿Se habrá casado? ¿Me seguirá queriendo? ¿Será guapa su mujer? Nunca le querrá como le quiero yo.

Faltan quince días: mi marido quiere conocer ese pueblo. A los niños no les hace mucha gracia porque no hay piscina. ¿Vivirá en el mismo lugar? ¡Cómo recuerdo su calle, su casa, su cara, la alegría de su madre cuando nos veía juntos…!

Siete días: tengo muchas ganas de volver a verle. Hay que reprimir las emociones y enmascarar los sentimientos. Le daré dos besos, le presentaré a mi marido… y adiós.

Tres días: ¿y si nos encontramos solos? Le daré un abrazo, le cogeré las manos y le diré que nunca lo he olvidado y que sigo queriéndolo como el primer día. Él me dirá que sigo siendo el único amor de su vida y que se acuerda de mí todos los días.

Un día: ¡Qué suerte volver a ver a mi más tierno amor! Siempre he soñado con él. Quiero mirarle a sus ojos y sentir las caricias de su mirada.

 

El pueblo está muy cambiado. ¿Dónde está esa pandilla de chicos y chicas que nunca olvidaré? Esa pandilla fue mi felicidad. La pandilla y Juan, claro.

Son las ocho de la tarde. Salimos a pasear. ¡Acabo de verlo! Le acompaña una mujer y dos niños.

Cien metros nos separan: mi corazón se acelera.

Cincuenta metros: el corazón envía oleadas de sangre a la garganta. No respiro bien.

Veinte metros: nos miramos. Nuestros ojos se acercan y nuestras miradas se funden.

—Hola –dice Juan.

Me faltaron palabras y me comí la voz.

—¿Quién era? –pregunta mi marido.

—No sé, alguien del pueblo…

* * *

Horas más tarde, en la cama, mientras mi marido no cesa de roncar, mi corazón está inquieto y yo me sigo incinerando con los rescoldos de aquel amor.

EL TERCER CUARTO

Fue un domingo por la tarde. Después de comer. Nos buscamos con la vista. Nos acercamos y nos saludamos con efusividad, como de costumbre.

Buscamos en las gradas un asiento donde hubiera buena visión. El partido se presumía que era interesante. Por primera vez Fran iba a jugar con Albertito. Juntos. Nosotros, los dos padres estábamos más contentos que ellos mismos, los protagonistas.

La salida fue impetuosa, exultante, de las que dejan huella. Cuando terminó el primer cuarto, Fran padre me dio una palmada en la espalda y me preguntó:

—¿Sabes, Pepe, cuántas asistencias ha hecho tu hijo Albertito, a mi hijo?

—Pues no las he contado, –le contesté.

—Ocho. Ocho asistencias le ha dado –me lo dijo emocionado, casi gritando de pasión.

Comenzó el segundo cuarto. Jugaban muy dinámicos y con mucha cabeza, trenzaban jugadas casi de profesionales, había mucha química entre ellos. Eso se notaba en la cancha. Nosotros disfrutábamos y aplaudíamos a rabiar. Nuestros hijos nos hacían muy felices, “y eso –me decía Fran padre muy ilusionado– que sólo tienen once años”.

 

En el descanso, nos levantamos para estirar las piernas y dar un paseo. Hablamos del trabajo, de lo importante que es el deporte a todas las edades, de los estudios de nuestros hijos, de las próximas vacaciones, de planes de futuro… pero al final siempre volvíamos a lo mismo: al baloncesto.

—Tienen que jugar más veces juntos –me repetía Fran padre sin parar.

—Sí, es cierto –le contestaba yo–, se entienden muy bien.

Nuestros hijos se entendían muy bien en la cancha de baloncesto, nosotros, en la grada.

 

Comenzó el tercer cuarto. Seguían en la misma línea. Asistencia de Albertito y canasta de Fran. Nosotros, desde la grada, nos dábamos con el codo. Una canasta después de otra. Repetían las jugadas, pero cada vez las dibujaban de distinta forma. Nosotros aplaudíamos con el corazón. Albertito y Fran, en la pista, chocaban las manos entre ellos, para felicitarse, para darse ánimos, para quererse cada vez más. Nosotros chocábamos las manos como si las canastas fueran nuestras. La ventaja era considerable. Aplaudían hasta los del equipo contrario cuando nuestros hijos expresaban su arte en la cancha. El entendimiento era perfecto, la pareja parecía sincronizada.

—Lo que estamos disfrutando –me dijo Fran padre– no hay quien nos lo quite.

—Desde luego –le contesté yo.

Estábamos siendo testigos de algo inolvidable que nos hacía a todos felices.

 

Unos minutos después, veo que mi amigo Fran se levanta del asiento. Lentamente.

Comienza a caminar.

Muy despacio.

Sin hacer ruido.

“¿Dónde vas?” –le pregunté.

No me contestó.

Lo miré contrariado y le dije que no se fuera.

Pero él parecía que no me oía.

“¡Es la parte más interesante¡” –insistí.

Me miraba, pero seguía alejándose de mí.

Las canastas se sucedían en la cancha.

Cada vez nos separaban más metros.

Quería decirme adiós con la mano, pero no podía.

Nadie se daba cuenta.

Intentaba gesticular con su rostro, pero no lo conseguía.

“No te vayas, Fran” –le insistía yo–.

Fran Goñi se distanciaba del partido.

Me levanté del asiento.

“En cualquier partido –tuve que gritar para que me oyera– los más importantes son el 3º y 4º cuartos”.

Pero Fran, que no dejaba de mirarme, seguía alejándose.

“Vuelve, Fran, no te vayas –le decía yo para intentar retenerle”, pero mi grito se perdía en su silencio.

Todo seguía igual.

Los espectadores aplaudían las jugadas.

”Estamos en el tercer cuarto” –le grité.

“Es muy pronto para que te vayas”.

Fran no me hacía caso y cada vez le veía más lejos.

“Vuelve, Fran” –seguía gritándole desesperado.

Ya no le veía con nitidez.

“Por favor, ¡vuelve!” –volví a gritarle–.

No pude hacer nada por retenerle.

No supe convencerle.

Yo le seguía mirando, pero su mirada se perdía en la lejanía.

Le seguía gritando, pero era inútil…

Yo sabía que su mirada se cruzaba con la mía, pero se desvanecía al instante.

Poco a poco dejé de verle.

La distancia lo volvió invisible.

* * *

Todo seguía igual, los espectadores aplaudían, nuestros hijos hacían maravillas con el balón.

Sólo Fran, en silencio, de puntillas y sin despedirse, se alejó de nosotros.

Hasta siempre, Fran

UNA BRISA DE DULZURA

Se llama María, pero vive sola.

* * *

Hace ya varios años que cumplió los ochenta.

Sus padres la hicieron bajita, pero el mundo y las circunstancias de la vida le han doblado aún más su diminuto cuerpo. Su casa es como ella, muy recogidita. Desde que se quedó viuda le sobra todo el piso. Lo peor es cuando llegan las Navidades. ¡Ya se acercan!. Se siente muy sola.

Vive en la segunda planta. La ventana de su habitación y el balcón dan a la calle. Es su gran entretenimiento y distracción.

 

Cuando se levanta por la mañana se asoma a su balcón para ver a los más madrugadores. Más tarde observa a las señoras que van a la compra. También ve a los hombres mayores, que sin ninguna obligación, y a mitad de mañana, salen de casa, compran el periódico en el quiosco y se sientan en los bancos a comentar las noticias con otros de su misma edad. Algunos de ellos no se sientan, caminan, caminan, caminan…

Pero de la noche, María sabe mucho de la noche. Casi todo.

Como no puede dormir, porque los recuerdos le traicionan el sueño, se dedica a mirar, desde los grandes ojos de sus ventanas, el paisaje nocturno: ha visto amores con besos interminables y cuerpos incandescentes que se aprietan con violencia, desamores, en los que cada uno termina caminando en sentidos opuestos, borrachos que quedan tirados e inconscientes en la acera, incluso peleas que termina disolviendo la policía.

 

Todos los días, antes de que anochezca, María coge su bolsita azul llenita de basura. Baja en el ascensor, sale a la calle y poquito a poco, la lleva hasta el contenedor. Allí, viendo la altura del mismo, así como la fuerza que hay que ejercer para levantar la tapa, ella comprende que no puede abrirlo. María, inteligente, deja su bolsita a los pies del contenedor, en espera de que cualquier buen ciudadano, “tan altos como son ahora”, la introduzca en su interior. Su artrosis progresiva tampoco le permite hacer muchas diabluras gimnásticas.

María sube de nuevo a su pisito. Allí, desde su balcón, observa los avatares de su bolsita azul.

Llega Ramón, el vecino de al lado. Le da una ligera patada para no hacerle daño, y la retira a un lado. Seguramente Ramón no sabe de quién es la bolsita azul.

Se hace de noche del todo. Quedan pocos paseantes.

Se acerca la hora de la recogida: llega el camión de la basura. Aparece el fuertote de Clemente. Ancla con precisión el contenedor y en menos de un minuto el camión ha absorbido y triturado una buena porción de la basura del barrio. La bolsita sigue allí. En el mismo sitio. Nadie la ha metido en el contenedor. Cuando el camión se pone en marcha Clemente ve la bolsita. Se le retuerce el cuerpo y mira con enfado al bloque de viviendas.

—Qué guarros son en este barrio. Pues ahí te quedas, ¡bolsita! Serán ricos, pero cuanto más ricos, más guarros.

—Pues qué te creías –le contesta su compañero.

 

Al día siguiente, cercana la noche, María coge su bolsita, se acerca al contenedor y la coloca junto a la otra. Pasito a pasito hace el camino a la inversa hasta llegar a su piso y colocarse estratégicamente en su agujero preferido.

Junto al contenedor, una vecina de María, mira con desprecio las dos bolsas y comenta con una persona desconocida.

—La gente cada día es más guarra.

—Con lo poco que cuesta subir la tapa y hacer las cosas como Dios manda –le contesta la desconocida.

—No facilitan las cosas a los trabajadores de la noche. No me extraña que luego estén descontentos y den unos gritos que nos despiertan a todos.

María escucha la conversación. Observa cómo las dos vecinas critican el hecho, pero no colocan las dos bolsitas azules en el interior del contenedor.

* * *

Llega la noche y el camión de la basura no se hace esperar. Clemente desciende del camión y antes de abarcar el contenedor con los dos brazos mira de reojo las dos bolsas depositadas en el suelo.

—Lo que te digo, encima de guarros, ¡cabrones! Por si fuera poco una, ahora las dejan a pares. ¡Qué se habrán creído estos…!

—Pues no seremos nosotros los que nos agachemos a recogerlas. No nos pagan por eso –dijo el compañero de Clemente.

—Y si lo hiciéramos hoy, mañana nadie metería las bolsas en el contenedor, porque es más cómodo dejarlas tiradas y vernos a nosotros reptar por el suelo como serpientes –matizó enfadado Clemente.

—¡Qué canallas son y qué cara más dura tienen!

 

Al día siguiente, cuando María bajó a depositar su bolsita azul, creyendo que ya sería la tercera, se sorprendió al ver que no había ninguna. Respiró con alegría al comprender que alguien estaba haciendo lo que ella no podía. Dejó la bolsita en el suelo y subió a su observatorio.

Un vecino del bloque cogió la bolsa azul, levantó la tapa y la depositó en el interior. ¿Sabía de quién era? Así una noche y otra noche. Ella observaba los efectos que producía una bolsita azul fuera del contenedor, como consecuencia de su escasa estatura, su artrosis galopante y la inmensa altura del contenedor.

 

Un jueves por la tarde, la víspera de Navidad, fue el día que más tarde bajó la bolsita. Hasta el punto que cuando pisó la acera camino del contenedor, los basureros ya se iban. En ese momento se oyó una voz.

—¡Clementeee! –dijo todo lo fuerte que le permitieron sus pulmones.

—¡Quééé! –contestó Clemente sin tener muy claro de dónde procedía aquella voz que de forma tan familiar le llamaba por su nombre.

—Mira hijo, es que hoy me he retrasado un poco en bajar mi bolsita azul –le dijo María.

En ese momento Clemente se quedó helado. No supo reaccionar. Cogió la bolsita, la tiró al camión, y en un arrebato de ternura abrazó a María. Les envolvió una brisa de dulzura.

—Perdóneme señora –le imploró Clemente.

—¿Por qué hijo?

—Es que no sabía que la bolsita azul era suya.

—No te preocupes hijo, es que, desde que se me murió mi marido me comenzó a machacar el cuerpo la dichosa artrosis y me mata los brazos. Además, como el contenedor es tan alto…

Clemente la volvió a abrazar con fuerza.

—¿Cómo se llama señora? –le preguntó.

—Me llamo María, pero vivo sola.

—¡Qué casualidad! Mi madre también se llama María.

—Vivo en ese balcón del segundo piso. Te veo todas las noches.

—Pues yo no me había fijado nunca en usted –le contestó Clemente.

—Hijo, tenéis un trabajo muy duro. Pasáis calor en verano y mucho frío en invierno.

—¡Hay tan pocos sitios dónde trabajar!

—Subid a mi casa a tomar algo, que estamos en Navidad.

Clemente y su compañero fueron a casa de María. María sabía que nadie más entraría a su casa esa Navidad. Les ofreció una copa.

—Tengo esta bebida, que era lo que tomaba mi marido. Cuando se termine la botella, ya no compraré más.

—Está muy buena –le dijo Clemente.

—Comed de este turrón, le gustaba mucho a mi marido, pero yo no lo he probado desde que él murió.

A pesar de que estaba caducado, Clemente y su compañero se lo comieron como si fuera recién elaborado.

—María –le dijo Clemente–, quiero darle un abrazo y desearle felicidad para estos días navideños.

—Hijo, para mí son días muy tristes. Estoy muy sola, ya sabes desde que murió mi marido…

Clemente y su compañero, conmovidos, se despidieron de ella.

—Los días que haga mucho frío –les dijo María cuando ya bajaban las escaleras–, subís y os tomáis un vaso de leche muy calentita.

—Gracias, María. Lo tendremos en cuenta –le dijo Clemente.

 

Al día siguiente, Clemente se levantó con más bríos de los habituales.

Se sentía feliz en su trabajo.

Por la noche, al llegar a la calle de María, cogió la bolsita azul del suelo con todo el cariño del mundo.

Cuando arrancaba el camión, alzó la vista hasta la ventana y allí estaba María mirándole.

Como dos enamorados, se dijeron adiós con la mano y el camión hizo rugir sus motores.

La noche estaba preñada de estrellas.

* * *

Con la llegada del año nuevo, un día, Clemente vio que la bolsita no estaba en el suelo. ¿Estaría dentro del contenedor?

* * *

Al día siguiente tampoco estaba la bolsita azul en el suelo.

Al día siguiente tampoco estaba la bolsita azul.

Al día siguiente tampoco estaba la bolsita.

Al día siguiente tampoco estaba.

Al día siguiente tampoco.

Al día siguiente…

* * *

Hoy, unos años después, Clemente todavía sigue mirando al balcón, buscando una imagen y esperando una respuesta. Clemente siempre dice adiós con la mano.

CARTA A UNA MANO DESCONOCIDA

Era sábado. Las rendijas de la persiana permitían la entrada del sol en mi habitación. Eran los primeros rayos de la mañana que llegaban a mi rostro.

Cristina, con sus cuatro añitos, se levantó muy contenta y me dijo:

—¿Me llevarás a la feria, papá?

—Esta tarde –le contesté–.

La mañana transcurrió con la normalidad de un sábado cualquiera. Cristina comió más deprisa de lo habitual, queriendo adelantar la hora de nuestra marcha hacia la feria.

Pero aún le quedaba la siesta. Fue inútil. No se quedó dormida. Pensaba en el placer que le esperaba y no podía conciliar el sueño. Los cuentos que me inventaba para contárselos como una nana no conseguían el efecto deseado.

 

Mi reloj marcaba las siete horas y treinta minutos de la tarde cuando atravesamos la puerta del recinto ferial.

Estábamos contentos. Hacía mucho calor y la gente se refrescaba en los numerosos garitos intercalados entre la nube de atracciones. Los niños disfrutaban como nunca, los mayores les observaban sonrientes.

Después de sortear algunos obstáculos llegamos a los caballitos. Los había de todos los colores y tamaños. Cristina dudaba sobre cuál cabalgar. Allí, de pie junto al caballo estaba yo, cual soldado que vigila. Me agarraba al caballito con más fuerza que mi hija. Ella disfrutaba pero yo me estaba mareando.

—¿Quieres más? –le preguntaba a Cristina cada vez que se detenían los caballitos–.

—Sí, papá –me contestaba ella sonriente mientras me dibujaba un beso en mi mejilla izquierda–.

Bastante mareado puse pie en tierra firme. Caminamos un buen trecho en busca de aire fresco. Dirigí la vista hacia el reloj y observé bajo la manga mi muñeca desnuda. Había perdido el reloj. ¿Pero dónde?

 

Volvimos a desandar el camino. Llegamos hasta los caballitos otra vez y vi que todos parecían reírse de mí con una boca excesivamente abierta y muecas que me parecían insultantes.

Escruté la plataforma móvil y pregunté al empleado si había encontrado un reloj.

—No he visto nada –me contestó–, además hay tanto personal que cualquiera lo ha podido coger.

Continuamos la búsqueda pero resultó infructuosa. De vez en cuando miraba a los viandantes y todos me parecían sospechosos. Sólo uno lo sería.

Me acerqué a la policía municipal. Me dijeron que estaría en alguna mano desconocida y que no me preocupara que si el reloj era bueno lo tratarían bien.

 

Pero esa mano pertenece a una persona. Espero, mano, que tengas la delicadeza de no comerciar con él. Me lo regaló mi padre cuando yo tenía una docena de años y ha estado junto a mí, ofreciéndome su intimidad, otras dos docenas. No me gustaría que fuera de mano en mano como vulgar mercancía. Te rogaría a ti, mano desconocida, fueras la nueva y única dueña de mi desaparecida pertenencia.

Imagino que los primeros días te remorderá un poco la conciencia. Es cuestión de habituarse. Antes de una semana te lo colocarás en tu muñeca y te aseguro que te la adornará.

Como podrás comprobar es bonito, pero no alardees nunca de cómo llegó a ti. No tires la pulsera –por muy escrupulosa que seas– pues hace un mes que la había comprado y te podrá durar un par de años si no le das mucho sudor.

Te diré que no conozco su valor pues como te he dicho fue un regalo, motivo por el cual mi dolor es mayor, como tú, mano desconocida, podrás comprender.

La hora me la daba con exactitud kantiana y fiabilidad envidiable. Jamás se adelantó ni retrasó un minuto. No te olvides nunca de darle cuerda por las noches. Cuando más le gusta es antes de acostarte, siempre y cuando lleves un horario uniforme. No escatimes nada con él y te tratará con lealtad.

No permitas que le caiga una sola gota de agua ya sea cuando te laves, bañes o hagas otras labores al uso. No seas despistada, mano desconocida, y quítatelo cuando veas que puedes mojarlo o darle un golpe. No sabe qué es un relojero: tal era el cariño con el que yo lo mimaba. Pero, si tuviera que precisarlo, llévalo al mejor.