Issa Nobunaga - Carlos Almira Picazo - E-Book

Issa Nobunaga E-Book

Carlos Almira Picazo

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Beschreibung

En Issa Nobunagaencontrará la historia de dos hermanos, el poeta que busca al mundo en su propio interior (su belleza, su sensibilidad) y el guerrero que se busca a sí mismo en el mundo, conquistándolo. En el fondo son dos caminos y son uno, como diría Heráclito: el mismo camino para subir y para bajar No se trata de una novela de historia antigua japonesa, si no de las pasiones humanas, de los cambios que tiene el ser humano y la búsqueda de quiénes somos. Japón: termina el siglo XVI; el país se deshace en guerras interminables entre los poderosos señores feudales; el poder del Emperador ha decaído hasta volverse meramente simbólico; los daimios provinciales ya no obedecen a ningún gobierno ni a la Corte Imperial; los primeros viajeros portugueses introducen el país entre sus mercancías, las armas de fuego y el cristianismo. Uno de estos daimios, el señor Nobunaga, tiene dos hijos: Issa y Oda. Issa Nobunaga, el primogénito, carece de ambiciones y de aptitudes para heredar el señorío, enzarzado en guerras con sus vecinos, y se inclina por la poesía y la vida vagabunda; por el contrario su hermano, Oda Nobunaga, posee un excepcional talento político y militar, pero su nobleza le impide conspirar contra Issa para suplantarlo ante su padre; no tendrá que hacerlo porque, antes de la muerte de éste último, Issa Nobunaga desaparece dejándole toda la herencia. Desde ese momento toda la actividad de Oda Nobunaga se dirige a encontrar a su hermano perdido, y a someter a los feudos, vecinos y lejanos, y unificar el país bajo la autoridad del Emperador (que vive en una cabaña en los arrabales de Kioto). Para ello no dudará en aprovechar las armas de fuego y las técnicas militares introducidas por los portugueses. Sin saberlo, irá poniendo uno a uno, los peldaños de su trágico final.

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Título Issa Nobunaga

© 2008 Carlos Almira Picazo

© Diseño Gráfico: nowevolution

Primera Edición Noviembre 2009

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2009

ISBN: 978-84-937199-2-0

Edición digital Diciembre 2011

.Más información www.nowevolution.net

 

 

 

 

 

 

A mis hijos Carlos y Julia

 

 

PRÓLOGO

A partir de una contundente documentación filtrada con amenidad y encanto, el autor nos transporta al mundo flotante de una forma clara y serena, de la mano de una narración impresionista, pero también descriptiva y meditativa, que fluye cautivadoramente de lo particular a lo general y viceversa: la naturaleza del lugar, los campos, las aldeas, la animación de las calles y los barrios, las intrigas de los castillos, las tácticas militares, la mudanza de las estaciones; todo es atrapado de un modo misterioso y pormenorizado por una malla vivísima de detalles, de la que no escapa nada, y donde conviven el fuego de cañones y los aromas de cosechas y jardines, el ruido de asedios y batallas y el bullicio de ferias y talleres artesanos, la furia de las revueltas y los afeites de las vanidades, las fidelidades entre padres e hijos y las traiciones entre clanes.

La novela está atravesada, también, por una poesía sencilla, auténtica, de lo más evocadora, y las distintas voces narrativas por una completa gama de actitudes y pensamientos que diferencian, perfectamente, a los dos personajes protagonistas, esos hermanos tan distintos, el ficticio Issa Nobunaga —poeta sensible y ensoñador— y el real Oda Nobunaga —guerrero hosco y activo.

La guarnición de esta espléndida novela se completa con el uso acertado de diferentes registros (cartas, diarios, haikus), con la habilidad del autor para la creación de escenas llenas de vida y con ese estilo donde centellean ingrávidas las sensaciones, que le permite medirse frecuentemente con el de la excelsa Shei Shonagon.

Todo contribuye, en definitiva, al fabuloso logro de este libro: que el lector crea, con total naturalidad, estar en presencia de un texto escrito por alguien perteneciente al fascinante Japón del siglo xvi. Bienvenidos a este delicioso festín, a este enriquecedor viaje en el tiempo, a la vez tierno y violento, sereno y emocionante.

Ángel Olgoso

 

 

I

Dos líneas montañosas se extienden perezosas al norte de Kioto: la primera encabalgada alegremente sobre el lago Biwa; la segunda, más áspera, como cierre de las regiones de Mino y Owari.

Por estas cordilleras en tiempos antiguos pasaban todos los ejércitos que aspiraban al dominio del país. En épocas remotas, hombres a pie con lanzas de bambú y toscas armaduras de madera mal ensambladas en el cuerpo. Posteriormente, caballeros de aspecto terrible y refinado, flotando en medio de una polvareda de sedas y hierros.

En la época a la que hace referencia este relato las técnicas de la guerra se estaban revolucionando gracias a las armas de fuego introducidas por los bárbaros. Los señores feudales se disputaban desde hacía más de tres generaciones el control del país. El Emperador, descendiente de Amaterasu, vivía en una choza en los arrabales de Kioto. El comercio prosperaba, y crecían en torno a los castillos, a modo de excrecencias, populosos y animados arrabales. El viejo mundo tranquilo y aislado se derrumbaba.

Junto a la guerra florecían el arte y la poesía. Se diría que la vida cada vez más dura se encaminaba a pasos agigantados hacia la muerte.

Cierta mañana de invierno un hombre se dirigía a pie hacia Kioto. Desde lejos su figura desmadejada y ágil le daba un aspecto juvenil, pero al aproximarse se advertía lo precipitado de este juicio. Marchaba dando pequeños saltitos, basculando a la derecha por una cojera de nacimiento. Los ojos, vivos y acuosos, parecían perpetuamente al borde de las lágrimas. El pelo revuelto le bailaba al unísono entreverado de hilos de plata.

Al acercarse, uno tenía la sensación de que iba a ser asaltado por un pedigüeño. Sin embargo el desconocido, pese a su aspecto de vagabundo, no extendía la mano ni profería una bendición. Todo lo más dejaba emerger una sonrisa delicada que hacía sospechar su verdadera identidad, se trataba de un señor disfrazado de pordiosero.

No portaba otro equipaje que un pañuelo anudado a modo de bolsa que le golpeaba la espalda a cada paso. Como aún no había comido, marchaba débil como quien, acuciado por una súbita necesidad, corre hacia los matorrales intentando no perder la compostura. De pronto se detenía no para tomar aliento sino para contemplar el paisaje.

Su acompañante se paraba en seco.

—Observa —le explicaba Issa excitado—: la nieve está a punto de fundirse.

—Sí .

Tonjiri, como se llamaba el muchacho en cuestión, estaba pensando en ese momento en una bola de arroz y en fruta. No comprendía cómo se podía aguantar tanto tiempo sin comer.

Por supuesto, de haber tenido el estómago lleno él también habría disfrutado de la magnífica panorámica de las montañas. Se acercaba el mediodía y el camino que descendía por la suave llanura de Kantó estaba tan concurrido como una calle de la capital. Issa Nobunaga siguió hablando aún un rato de la nieve sin reparar en los empujones. Entre la multitud pasaba tan desapercibido como una hoja en el bosque, y eso le gustaba.

Ya muy cerca de Kioto se detuvieron a descansar. Tonjiri, con el rostro desencajado, miraba los escombros renegridos de lo que fuera un monasterio incendiado. Issa seguía sus pensamientos, que corrían libres como un regato de agua.

Una libélula temblaba en equilibrio sobre los restos del tejado. ¿Qué habrá sido de los monjes? Era imposible cruzar el país sin escuchar el sinfín de rumores que circulaban. De ser ciertos, los monjes Enrikiju de Kioto fueron quemados vivos en sus templos. Los soldados de Oda Nobunaga los habrían cercado, sorprendiéndolos en plena noche.

Él mismo podía haber corrido aquella suerte atroz. Issa intuyó sus pensamientos:

—Tú no tienes la culpa.

Retomaron el camino, silenciosos. A su derecha resplandecía la torre tenshukaku del castillo de Azuchi. Issa no había visto nunca nada igual. Recordó el castillo de Nagoya entre cuyos pasadizos imprevisibles había jugado al escondite y a trepar a los árboles. Cuántas veces se había encaramado a la muralla desafiante. Recordó su primera prueba con el arco.

Desde luego el castillo de Azuchi era mucho más grande que cualquier otro que hubiera visto en su juventud. Construido por ingenieros portugueses, albergaba entre sus almenas (en torres cuya altura oscilaba entre los cuatro y los siete pisos) fuertes cañones. A su alrededor, varios metros de foso lo hacían prácticamente inexpugnable. Ni siquiera el castillo de Momoyama, erguido en pleno valle de Fushimi en medio de un magnífico pinar, podía comparársele.

«Y sin embargo», pensó con ironía, «no ha podido salvarle». En efecto, su hermano Oda Nobunaga había sido traicionado por uno de sus generales, corriendo la misma suerte que los monjes Enrikiju. Quién decía que había muerto calcinado, quién él mismo, junto a su hijo mayor, acorralado en un monasterio de Kioto, se había suicidado practicándose el seppuku. Tres años, un mes más un mes menos, de ausencia. Poco después de desembarcar en Osaka se enteró por casualidad de aquella historia. Sonrió complacido e inmediatamente se avergonzó por ello. Los marineros se llevarían aquellos rumores a países lejanos convirtiéndolos en cuentos fantásticos. Cuando volvieran, si regresaban, nadie los reconocería.

Solo él, Issa Nobunaga, sabía que su hermano no era un gigante con un ojo sanguinolento, cubierto por una armadura descomunal. Sabía que no exhalaba un aliento venenoso y que su voz no era como el retumbar de un alud; que cuando cabalgaba armado no se convertía en piedra.

Precisamente porque lo había querido no había llegado a conocerlo nunca. Entonces la nostalgia se apoderó de él. Tonjiri caminaba a su lado silencioso. A pesar del tiempo transcurrido seguía pareciendo un muchacho tan exigente e idealista como el que más.

Por fin llegaron a los arrabales de Kioto. Tras el portón donde se atoraban los que querían entrar y los que querían salir, apareció una gran avenida. Al fondo, un parque rodeado por una gran cancela de hierro sobre la que asomaban árboles y arbustos de todas las clases. Tonjiri le propuso descansar, (en realidad quería decir «comer»), en un sitio que conocía no lejos de allí, e Issa aceptó.

Al abandonar la avenida, el ruido de hombres, carros y animales quedó atrás, confundido y extraño. El sol del mediodía invernal atravesaba a duras penas el resquicio de las callejas en cuyos ensanches irrumpían puestos y talleres. Pronto un ruido de fondo formado por el trajín de toda clase de instrumentos, por gritos infantiles y mujeriles, por ladridos y cacareos, como en una aldea, los envolvió.

Al fondo de una calleja, tras mucho andar, encontraron el sitio que buscaban. La taberna se abría pretenciosa a la calle, aprovechando una panzuda plazoleta. Allí se sentaron y pidieron agua y arroz. Inmediatamente salió el encargado. Al reconocerlos como foráneos quiso sondearles y les ofreció más servicios: un baño caliente y un tatami decente donde descansar. Se puso a hablar de esto y de lo otro.

—Está bien, no queremos nada —, lo atajó Issa.

Se alejó turbado.

Inmediatamente acudió a su memoria el propósito principal de aquel viaje. La persona a la que querían ver debía de vivir cerca de allí. No tenían una dirección exacta pero lo más prudente, pensó Issa, era buscarla sin preguntar a nadie.

Mientras comían, dos o tres gatos escuálidos comenzaron a restregarse contra sus pies atraídos por el olor del arroz. Sobre los tejados muy bajos, casi a ras de suelo, se apelotonaban palomas de pecho blanco. Tonjiri devoró su segundo cuenco de arroz, pero el agua sabía a cieno.

El propietario se vengaba así. La indignación asomó a su rostro para dejar paso enseguida al abatimiento. Para animarlo, Issa empezó a cantar en voz baja una letra alegre que había oído en un barco portugués.

Los bárbaros se habían reído mucho a su costa cuando intentó cantarla cierta noche: era una letra de propósito amoroso. A Issa, que se acompañaba con las palmas, le trajo el olor, el ruido, la cadencia misteriosa del mar.

—Está bien —dijo al fin—: será mejor que nos vayamos.

Al cabo de media hora, tras muchas vueltas, llegaron al otro extremo del arrabal. El famoso parque Sizén se extendía a sus pies entre pabellones, santuarios y palacios, interrumpiendo la avenida con sus arboledas. Era imposible cruzar Kioto sin topar tarde o temprano con él.

En cuanto el sol empezó a declinar se levantó un aire fresco que enseguida se convirtió en frío. De pronto la penumbra de las callejas se llenó de lámparas. Issa recordó la fiesta de las luciérnagas en el Castillo de Nagoya y las excursiones al río helado con su hermano Oda.

Ante ellos apareció al fin la casita de los Iromuchi. La puerta estaba atrancada. Del tejado y de los muros en ruinas colgaban lánguidos yerbajos amarillentos. Ambos se miraron indecisos. La ruina de aquella casa, por otra parte nada sorprendente, los dejó perplejos como si súbitamente todo aquel viaje hubiese perdido su sentido.

—No vive nadie, ¿son familia?

—Huéspedes, nos hospedamos aquí hace mucho tiempo.

—Sí, debe hacer mucho tiempo de eso.

El hombre dejó que su vozarrón se perdiera un momento antes de continuar:

—La señora Oí recibe huéspedes, es un poco más abajo.

—Gracias.

—Perdonen si me entrometo: el hijo, ¿cómo se

llamaba? .

—Yukio —apuntó Issa.

—¡Yukio!, tal vez lo encuentren por ahí .

Señaló con un vago movimiento de cabeza y de brazo,

y añadió:

—Cuando se fue la madre, desapareció durante un

tiempo. Luego volvió .

—¿Dónde? .

—Al final de esa calle. Vayan al solar que llaman la

choza del Emperador .

—Gracias .

—Quizás él no quiera verles. No aceptó quedarse

huérfano —añadió.

—¿Dice que hospedan por aquí?

—La señora Oí .

—Entonces los señores Iromuchi murieron —sondeó Issa.

—Desaparecieron, primero él y luego ella —y agregó— aunque para el caso es lo mismo.

Encontraron casi por casualidad la popular choza del Emperador, que estaba en ruinas. El tejado completamente hundido mostraba las intimidades de la vivienda donde el viejo Tenno había comido, dormido, paseado y redactado sus títulos. Del jardín y del pequeño pero espectacular huerto solo quedaba un cúmulo de matorrales que se ahogaban unos a otros. Los árboles hacía tiempo que se habían secado y el pozo se desmoronaba pacientemente en la parte trasera. Lo único que permanecía milagrosamente en pie era la cerca de bambú.

Fue de allí de donde les llegó el sonido de la cítara. Éste era tan tenue que al principio no lo percibieron. Pero como el solar estaba alejado de los tenduchos y del bullicio de la última callejuela, la música acabó por imponerse con nitidez. El muchacho sentado en el suelo con las piernas cruzadas tocaba ensimismado la cítara. Ante él una minúscula esterilla lucía algunas pequeñas monedas de cobre. En ese momento no tenía público, pero se esforzaba igualmente. Issa y Tonjiri reconocieron enseguida la pierna tullida de Yukio.

En un momento determinado el músico callejero levantó la vista.

—¡Yukio Iromuchi!

Enrojeció:

—¡Largaos! —gritó.

Les arrojó la piedra más cercana. En torno a él se amontonaban guijarros de diversos tamaños y colores. Una lluvia de piedras cayó sobre Issa y Tonjiri.

—¡Fuera de aquí!

La voz, todavía infantil, le temblaba. Cuando estuvieron a suficiente distancia se incorporó, sin olvidarse de la esterilla, y se alejó dando saltitos. Issa y Tonjiri lo seguían a cierta distancia. Al llegar a la altura de la calle donde habían hablado con el hombre, Yukio se detuvo ante la puerta cerrada de los Iromuchi.

En aquel momento todos los sinsabores de su vida parecieron suspenderse. Se apoyó un momento contra la casa cuyo tejado casi le rozaba la cabeza. La cítara colgada a la espalda apuntaba con su mango curvo al cielo del atardecer.

Aquella noche Issa y Tonjiri permanecieron desvelados. A intervalos un corto sueño, superficial y pasajero, los sumía en la inmovilidad. La señora Oí los había instalado en un cuartucho en consonancia con su estado de desánimo. De pronto no sabían qué hacían allí ni adónde se dirigirían en lo sucesivo.

Una pesada página de sus vidas acababa de cerrarse. ¿Qué harían ahora? Issa recordó, con una mezcla de nostalgia y de amargura, los comienzos de su vida errante. Entonces no sabía más que ahora qué era lo que le deparaba el futuro, pero no le importaba. Se levantaba cada día antes del amanecer y tomaba cualquier camino. Todo le parecía lleno de sentido: la lluvia que lo calaba, el sol que lo aturdía, el frío que le impedía dormir...

Cuando supo que su hermano, tan desdibujado en su memoria, había muerto, resolvió inmediatamente ir a Kioto. Aquel viaje, como ahora comprobaba con asombro, había nacido de su sensación de culpabilidad.

De pronto tuvo la impresión de que se había pasado todos aquellos años huyendo de un hombre que solo buscaba atraerlo a su vida, que quizás se hubiera conformado con un abrazo, con una entrevista, con saber que estaba bien. Ahora ni siquiera podía acercarse a su tumba. Issa lloró en la oscuridad.

Todos sus conocidos habían muerto o desaparecido para siempre. ¿Cuál era la diferencia? Contempló a Tonjiri, que acababa de quedarse dormido. Faltaba poco para el amanecer. En un punto impreciso del horizonte el sol se preparaba concienzudamente. Se imaginó los campos llenos de rocío, los árboles sacudidos por la brisa del lago Biwa, las montañas...

Cantó un primer pájaro con un sobresalto contagioso. Todo allá fuera se volvía claro, ligero, fresco, agradable. Desde la puerta contempló a Tonjiri por última vez. Luego salió al patio, pagó a la señora Oí y tomó una callejuela.

 

 

II

Issa, el hijo mayor, era un muchacho sensible, de apariencia frágil pero con una capacidad de resistencia fuera de lo corriente; era capaz de correr sin desmayo diez campos de arroz con la armadura y la espada. El viejo se preguntaba de dónde sacaba aquella energía.

Pero también solía quedarse embelesado horas y horas ante el espectáculo más nimio: una larva, un renacuajo buceando en una fuente. Al señor Nobunaga, amante de los valores guerreros, le exasperaba. Solía ir desaliñado, como quien no se para mucho a mirarse, aunque cuando se arreglaba parecía uno de esos elegantes de Edo a los que la katana les cuelga como un adorno.

Oda, por su parte, reunía el aspecto y las cualidades del auténtico guerrero junto con la finura y la astucia del político nato. Desde niño se había mostrado siempre sobradamente capaz: solía salirse con la suya soterradamente, combinando fuerza y astucia.

El señor Nobunaga estaba orgulloso de sus dos hijos. Contemplaba al uno y al otro, reflexionaba y sopesaba, sin lograr decidirse claramente por ninguno de ellos. ¡Y sin embargo eran tan distintos! Las cualidades que hacían sobresalir a uno, sensibilidad, inteligencia, finura... se correspondían con asombrosa exactitud con los defectos e imperfecciones del otro y viceversa, como imágenes en espejos invertidos.

A veces al señor Nobunaga le parecía que pensaba demasiado: ahondaba en matices, en delicadas y sutiles distinciones y los conceptos, habitualmente claros, firmes y sencillos en él, se embarullaban hasta hacérsele inextricables cuando se trataba de valorar y comparar a sus hijos. Tal vez eran tan diferentes y contrapuestos, tan arquetípicos, solo en su imaginación y en sus conturbadas aprensiones.

La fina sensibilidad de Issa desembocaba con frecuencia en un estado de apática beatitud desesperante para el viejo guerrero: «este muchacho tan inteligente será incapaz de hacer nunca nada en la vida o acabará en un monasterio», se decía, lleno de amargura y preocupación. Sin embargo, a renglón seguido, Issa realizaba alguna hazaña prodigiosa sin venir a cuento, como saltar a caballo un río agitado, y las esperanzas del anciano reverdecían dejándolo azorado y confuso.

Por su parte, Oda se mostraba siempre incansable y activo, embarcado a la vez en multitud de empresas casi siempre dispares o relacionadas solo oscuramente entre sí. Nunca tenía tiempo para contemplar un paisaje o para extasiarse con los encantos de un libro o con la naturaleza salvaje y hermosa de aquellos lugares. Pero cuando por alguna razón se detenía a contemplar o reflexionaba en voz alta mostraba una agudeza y una concentración digna de los grandes poetas del pasado. En resumen, los hermanos se parecían entre sí en los momentos extremos de arrebato más de lo que al señor Nobunaga le gustaba presenciar y admitir. Estaban hechos del mismo molde extremoso y raro que suele despertar la ira de los dioses, seres hechos, destinados a oscilar entre la felicidad y la desgracia. El señor Nobunaga, pese a ser solo un sencillo guerrero de provincias, lo intuía. El resto eran las deformaciones y las exageraciones propias y típicas de un padre que quiere a sus hijos, algo natural y sencillo de comprender.

Oda nunca ambicionó ni envidió los privilegios ni las responsabilidades que le correspondían a su hermano por ser el primogénito. A veces el señor Nobunaga se preguntaba si la naturaleza no se habría equivocado con aquellos dos, pues resultaba obvio pese a todo que el hijo menor reunía más cualidades y mejor disposición para heredar la jefatura de la casa, con todas sus obligaciones y pequeñas alegrías.

Resultaba claro a todas luces que Oda estaba mejor preparado y mejor dispuesto para hacerse cargo de la dirección de la Casa que Issa, incluso que este último se lo cedería gustoso con tal de verse libre, de gozar de la libertad sin responsabilidades, aunque también sin brillo, propias del segundón.

El señor Nobunaga no se imaginaba a Issa pleiteando con sus recelosos vecinos, dispuestos a guerrear por una minucia, por un ribazo soñoliento, por un árbol lindero; no se lo imaginaba entrando en las aldeas ni visitando las chozas dispersas de los campesinos, cuya astucia y capacidad de acaparación proverviales podían arruinar al señor más conspicuo; no se lo figuraba a lomos de un caballo comprobando el estado de los canales y los pozos, organizando las reparaciones, supervisando los molinos, el portichuelo o la situación de los senderos y de los puentes baqueteados por la arroyada, carcomidos por la humedad; ni siquiera el propio castillo que su padre ampliara y acondicionara con buenos pilares, con madera digna de un barco, resistiría su negligencia, su abulia. Negligencia y abulia que el señor Nobunaga sabía que no eran fruto de la pereza sino de una especie de beatitud y ensoñamiento que lo llevaba a vagabundear, a perderse en las sensaciones de lo inmediato. El sencillo guerrero que había en él se rebelaba ante la posibilidad de una virtud, de un asomo de espíritu superior, que no casaba con las obligaciones de un hombre.

Por contra, Oda había demostrado sobradamente no solo su capacidad sino también su buena disposición para enfrascarse en todo aquello. Había tenido muchas ocasiones de hacerlo, sobre todo en los últimos tiempos, cuando la salud del padre empeoró obligándole a permanecer inmóvil durante días, en un estado de impaciencia febril. Entonces Issa aparecía con un regalo y su sonrisa, hablando del campo como un hombre de ciudad, describiendo y ensalzando las maravillas de la estación. Y hablaba con un lenguaje embaucador hasta tal punto que el viejo se sorprendía a sí mismo escuchándolo encandilado. Incapaz de reprender a su hijo como lo sería de reprender a un poeta itinerante que pasara por sus tierras, se resignaba a la dulzura de escucharlo.

Entretanto Oda visitaba las aldeas, supervisaba las instalaciones y los caminos, vigilaba las lindes de las tierras vecinas, distribuía elogios y reproches con su habitual habilidad; administraba y retenía en su memoria un vasto e intrincado memorándum de detalles que luego desgranaba junto al cobertor de su padre, ya entre las sombras del crepúsculo, donde poco antes resonaran las palabras encantadoras y subyugantes de Issa. Con delicadeza y también con generosidad se abstenía siempre de preguntar por su hermano, sin percatarse de que con semejante tacto, con aquel silencio cómplice y exquisito, subrayaba sin querer la ausencia y la culpabilidad del réprobo.

Cuando el señor Nobunaga se reponía, Oda volvía a ocupar sencilla y sumisamente el segundo plano propio del hijo menor, sin el más mínimo asomo de resentimiento, aunque en tales ocasiones el señor Nobunaga solía empeñarse en hacerse acompañar por Issa, en un intento ingenuo y desesperado por reconducirlo hacia sus obligaciones. Con desgana y a regañadientes, el hermano mayor se encaramaba al alazán embarrizado y seguía a su padre por las trochas y los vericuetos de sus tierras con el ánimo y el semblante sombrío. Cuando el señor Nobunaga se daba cuenta se encogía de hombros reprimiendo su indignación y buscaba al hijo pequeño, que se parecía más a él, aunque no por eso lo quisiera más. Al día siguiente salía solo, muy temprano, para perderse cuanto antes en los campos.

Oda nunca intentó poner en juego su talento para suplantar a su hermano cerca de su padre, e Issa nunca mostró su buena disposición a ser sustituido por él para no herir a su padre. Al señor Nobunaga no se le escapaba sin embargo, lo irónico de la situación, pero procuraba sobrellevarla sin mostrar demasiado su desencanto, su tristeza y su perplejidad. Precisamente era la nobleza de carácter de sus hijos lo que le impedía resolver la situación.

Antes de las hazañas de Oda, los Nobunaga eran un clan modesto pero orgulloso. No solo poseían numerosos campos de arroz sino también dos castillos, uno de los cuales mostraba ya un estado precario, de franco abandono, pero el señor Nobunaga aplazaba año tras año su restauración, inmerso en los cuantiosos gastos de sus haciendas. Eran dueños de media docena de aldeas en el centro y el sur del país, con sus correspondientes campos de arroz, huertas de hortalizas, frutales, y moreras, y poseían además dos pesquerías, con una pequeña flota de sampanes excelentes e impecables, marineros para la pesca y el cabotaje; por último, poseían el derecho de peaje sobre varios caminos y gozaban del privilegio señorial de ser recibidos en audiencia privada por el señor de los Asikaga.

El castillo más antiguo, construido de sólida cantería y de maderas endurecidas al fuego en un lugar alto, era el que mejor se conservaba, imponente y majestuoso sobre una pequeña colina arbolada; rodeado de un muro exterior y de un foso que remataba un empinado terraplén, se hallaba sumergido como en otro mundo, en el reino de los pájaros y las abigarradas formas vegetales que dejaban de vez en cuando ver pasar las nubes deshilachadas y que, cuando descansaba el viento, permitían oír un sinfín de zumbidos de insectos y el murmurar del agua de los pozos, las albercas y las fuentes. Un reino de agua, de sombra y de madera cuyo sonido y aliento cambiaba con cada estación.

Cerca, donde el camino se estrechaba ya fuera del muro, entre un bosquecillo de moreras, un viejo molino de agua parecía a punto de desmoronarse, ya que en las tierras de los Nobunaga apenas se le daba uso.

El grueso de la finca principal lo componían tierras bajas y verdeantes, dedicadas casi exclusivamente al cultivo del arroz. Aquí y allá una choza solitaria, medio oculta entre herbazales, lanzaba al cielo una columna de humo, rodeada de moreras, naranjos y sauces de un verde entintado. Al atardecer y en los días de otoño, las abundantes nubes que corrían desde el mar a estrellarse contra las montañas dejaban sus manchones cambiantes de sombra.

En medio de un torbellino de sensaciones Issa vagaba por las lindes de los campos, y en los días de calor, en plena cosecha jugaba a contar a los campesinos cuyas espaldas encorvadas aparecían y desaparecían rítmicamente entre los herbazales.

Todo participaba de una delicada marchitez. El vagabundo solía encaminarse por el cauce del arroyo hacia el fresco de las alturas tapizadas de pinos negros cada vez más altos, retorcidos y rumorosos, en un mundo que, le parecía, lo recibía encantado.

En invierno, con las primeras nieves, el arroyo se helaba en su curso alto y los troncos se ennegrecían en medio de una sobrecogedora mudez.

En cambio rehuía las aldeas y los dos pasos de aduanas donde solían agolparse tenduchos provistos con productos procedentes de Osaka, Edo o incluso Nagasaki, en un mercado imprevisible y anárquico.

Entre los objetos raros que podían encontrarse allí había traducciones de libros occidentales con relatos de viajes, descripciones de la remota Europa y poemas satíricos y obscenos que revendían campesinos, comerciantes a tiempo parcial, en sus endebles tenduchos de fruslerías.

Issa prefería estar en lugares apartados y contemplar, en todo, caso el hormigueo humano con la protección de la distancia. Ya no ponía trampas a los pájaros ni redes a los peces, a los que prefería escuchar y descubrir en las arboledas y contemplar en los remansos convertidos en improvisadas trampas para los lucios y las carpas demasiado voluminosos, engordados en los cursos altos de los ríos.

En cuanto a los libros, rara vez los terminaba. La naturaleza desplegaba ante él su propio libro, su propio drama incesantemente reanudado. En su ensimismamiento solía sorprenderle la noche.

En su juventud el señor Nobunaga había soñado con engrandecer sus dominios a costa de la guerra, pero el paso de los años le demostró que ésta traía con más frecuencia amarguras que beneficios, y fue acomodándose a un estado de orgullosa resignación: al menos él iba a dejar su patrimonio intacto a su primogénito y sucesor, Issa Nobunaga.

Alguna vez abrigó la esperanza de que la guerra, con su componente de aventura, acabase atrayendo a Issa, arrancándolo de su ensoñamiento. ¿No buscan siempre los jóvenes la aventura? ¿Y no era Issa un joven saludable e inquieto a su manera, lleno de proyectos para el futuro, aunque él, el señor Nobunaga, nunca hubiese oído hablar de tales proyectos, sospechando por el contrario que su hijo vivía inmerso en un eterno presente? Pero esto no podía ser, pues juventud y aventura son sinónimos, se aseguraba a sí mismo como tratando de convencerse. Y solo un inexplicable escrúpulo, una especie de temor o de aprensión lo contenían aún en su propósito de embarcarlo en alguna de las muchas guerras que asolaban los contornos.

Él ya no reunía las condiciones físicas necesarias para la guerra. Su caballo ruano ahora pastoreaba ocioso, sus armas se enmohecían olvidadas en un forzado desuso, solo la bandera y las insignias de los Nobunaga, como anhelantes de volver a flotar sobre la formación, yacían intactas, igual que el primer día, en una enorme vitrina a la espera de que el hijo sucediese al padre, que en otro tiempo las desempolvara nada más advertir el deshielo de la primavera. Pero el hijo parecía hecho de otra pasta.

Sin embargo el señor Nobunaga se aferraba a sus esperanzas. Todo era cuestión de tiempo. Había que dejar que el muchacho madurase, que el tedio de la inactividad le atenazase, como atenaza a todos los jóvenes tarde o temprano, con su repetición de gestos y de situaciones. ¿Acaso no te hierve la sangre y ya empieza a blanquearte el pelo y sigues anhelando aún lo inaudito? Al señor Nobunaga se le arrebolaba la expresión al recordar y revivir aquellas sensaciones imborrables, de las que ya lo separaba más de medio siglo.

Tarde o temprano Issa sentiría lo mismo o algo semejante. Caería en la cuenta de que había estado viviendo el mismo momento una y otra vez, incesantemente repetido con escasas variaciones. Y querría romperlo para sentirse otra vez libre y dueño de su destino. Luego el paso del tiempo volvería a sosegarlo todo. Un hombre a partir de cierta edad vive de los rescoldos. Pero para que haya rescoldos tiene que haber habido fuego.

Su paso por este agitado mundo le había enseñado a ser paciente y a confiar más en el esfuerzo personal y en la tenacidad que en la suerte. Y éstas eran las cosas que quería enseñar y transmitir a sus hijos.

También Issa se daría cuenta tarde o temprano de que no podía pasarse la vida contemplando: un día sorprendería a la naturaleza repitiéndose, remedándose a sí misma; al señor Nobunaga le conmovía por anticipado el futuro que en su hijo veía. Se repondrá y se convertirá en un hombre, un hombre en busca de sí mismo, artífice de sí mismo.

Él se había forjado y batido con hierro, pero no era insensible. Al contrario, sus sensaciones, su capacidad de sentir, se habían vuelto mucho más intensas con el continuo guerrear, con el paso del tiempo. De regreso por los caminos helados hacia la inactividad forzosa del invierno, en medio de la modorra de los campos, le asaltaba la imagen de Kío, su mujer, envuelta por el suave resplandor de las llamas. Su pelo corto y negro, como el ala sedosa de ciertos pájaros, le caía ocultándole una expresión que a él le parecía enigmática. El señor Nobunaga había cometido las locuras propias de los jóvenes a los que la muerte solo embota si la vida se convierte en rutina.

No aspiraba, siguiendo su sentido común, a engrandecer su patrimonio mediante conquistas: si guerreaba no era por un cálculo de agrimensor sino por una necesidad de juventud que los tiempos, inseguros, convertían casi en un ineludible deber. En cuanto sus ansias se aplacaban, a menudo mucho antes del invierno, daba media vuelta con sus gentes, que volvían a cambiar las armas por las azadas y los arados. A sus belicosos vecinos, animados por las bandas de vagabundos y salteadores de las sierras, les parecía una afrenta y lo perseguían hasta sus tierras.

Pero el señor Nobunaga no caía en sus provocaciones: abandonaba la guerra para decepción y cólera de sus vecinos como el titiritero desarma el guiñol. El resultado era que sus fincas no aumentaban, pero tampoco disminuían, permanecían siempre bien cuidadas y prósperas, ajenas a aquellos tiempos de riesgos.

Desde que tenía uso de razón, el señor Nobunaga había oído, visto y sentido la guerra hasta el punto de llegar a convencerse de que ésta era el estado natural del hombre independientemente de las veleidades de la juventud. El dominio de los señores de Ashikaga llevaba décadas languideciendo en medio de un marasmo, de una mascarada de luchas civiles que asolaban todo el país. Si él hubiera pretendido la locura de permanecer ajeno a ellas no hubiera hecho más que propiciar y acelerar la ruina de su casa. ¿Qué alternativa le quedaba?

No obstante, una vez pasado el primer entusiasmo, siempre procuró evitar las aventuras innecesarias y las alianzas dudosas. Desconfiaba especialmente de las ganancias espectaculares que amenazan con convertirse en humo a cada paso y sobre todo desconfiaba de quienes las buscaban y pretendían tentarlo con ellas. Calculaba cada movimiento con toda frialdad y distancia de cirujano.

Jamás se dejó arrastrar por motivaciones sentimentales, por prometedoras que parecieran a simple vista. Aunque admiraba a los daimios legendarios, de quienes se contaban toda clase de hazañas, tal vez porque por aquella época el comercio y la paz ya corroían secretamente el espíritu guerrero, y la propia guerra se estaba convirtiendo en un negocio, en un asunto de tenderos y tenedurías, Nobunaga nunca pretendió emularlos, ni siquiera en los días más ardientes cuando, recién muerto su padre, se lanzaba a locas cabalgatas tal vez para olvidar, como si a caballo se pudiera huir de la pesadumbre.

Sin embargo en aquellos días, recién heredados la Casa y el Linaje de su padre muerto al borde de la centena, ya impedido y ciego, el señor Nobunaga sí creyó posible repetir la carrera meteórica de los Fushiwara o de los Ashikaga, aunque siempre se cuidó de guardar bien en secreto estas ambiciones.

Aquellos hombres no eran héroes inflados por la leyenda, sino gente de carne y hueso, grandes hombres cuyo aliento parecía vivir aún. Tal vez por eso los señores vecinos y los de su propio séquito quedaban admirados ante la templanza y la madurez impropias de un muchacho, como cuando descendía de su caballo y, sin desprenderse de la armadura, se ponía a revisar los libros de cuentas. Más que a los guerreros, el señor Nobunaga admiraba a los fundadores, quienes hacían de bisagra entre dos épocas reemplazando lo viejo por lo aún nuevo e incierto.

De este modo, sin darse cuenta, el señor Nobunaga actuaba como uno de ellos, como un fundador a pequeña escala, calculaba, sopesaba, medía y se arrojaba al peligro por algo más que un ansia irreflexiva. Y su hijo Oda se embebía de aquel modelo donde se daban cita la templanza y el impulso, el cálculo y la intuición.