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Este es un trabajo de estudio e investigación sobre Jesús de Nazaret, que pretende llegar al “hombre histórico”, despojado de todos los títulos que después la tradición cristiana le ha otorgado. Está escrito en un lenguaje accesible a cualquier nivel intelectual en la medida de lo posible; un estilo de escritura (literario) ameno, ese que invita a seguir leyendo hasta el final; no se trata del frío lenguaje científico que solo cautiva a estudiantes e investigadores, o les obliga a leerlo. Es un libro destinado al conocimiento de Jesús y a profundizar sobre su vida y mensaje reales. El asunto principal de esta obra -como su título sugiere-, es mostrar que Jesús de Nazaret no tuvo ninguna “titulación oficial” de las que se otorgaban en su tiempo (Maestro, sacerdote, doctor, mucho menos sumo sacerdote); fue un laico (uno del pueblo)...
Esta obra ha sido supervisada y corregida por D. José Ruiz, doctor en teología y buen conocedor de la historia del pueblo judío de los tiempos de Jesús, así como de la historia de la Iglesia Católica y otras confesiones cristianas.
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Veröffentlichungsjahr: 2022
Francisco C. Porlán
––––––––
JESÚS DE NAZARET
UN LAICO JUDÍO DEL SIGLO I
Editorial Alvi Books, Ltd.
Realización Gráfica:
© José Antonio Alías García
Copyright Registry: 2205311270847
Created in United States of America.
© Francisco Cánovas Porlán, Totana (Murcia) España, 2022
ISBN: 9781005577308
Corrección:
José Ruiz
Producción:
Natàlia Viñas Ferrándiz
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del Editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal Español).
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Also by Francisco C. Porlán
Jesús de Nazaret: Un laico judío del siglo I
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Título
Derechos de Autor
Also By Francisco C. Porlán
Jesús de Nazaret: Un laico judío del siglo I
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I.
CAPÍTULO II.
CAPÍTULO III.
CAPÍTULO IV.
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA.
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About the Author
About the Publisher
A mi esposa e hijos, por su infinita paciencia soportando las interminables horas dedicadas a este libro.
A mis hermanos D. José Ruíz, sacerdote y doctor en teología; a D. Jose María Campos, sacerdote; a D. Alejandro Rafael Hostench, laico comprometido con la fe y auténtico testimonio de vida; mi más sincero e infinito agradecimiento, sin cuya ayuda no hubiera sido posible la publicación de esta obra.
Jesús de Nazaret, como personaje histórico, es debatido hasta la saciedad, discutido como pocos en el ámbito científico. Hay también quienes niegan aún su historicidad real y siguen considerando que es un mito de la antigüedad. Nada más lejos de la realidad. Quienes eso defienden, por mucha frecuencia con la que lo hagan, tienen menos tino que otras muchas investigaciones. Quizá sea una de las figuras históricas que más hipótesis ―a veces complementarias y a menudo contradictorias― ha planteado en los dos milenios que nos separan de su existencia. Y si el «Jesús histórico» se resiste a manifestarse, no digamos ya el «Jesús real», el que pasó caminando por aquellos caminos de Galilea, disfrutando la vida con sus amigos, ayudando a los demás, anunciando el Reino de Dios.
Tratar de buscar elementos materiales relacionados con Jesús de Nazaret, el real, es como buscar una aguja en un pajar. Hago la diferencia entre «Jesús histórico» y «Jesús real» porque, aunque quieran hacer referencia a la misma persona, el primero es al que podemos llegar con los medios y métodos científicos a nuestro alcance; y el segundo hace referencia a la persona que realmente existió, y que conocieron sus familiares, amigos, autoridades... A este último es imposible llegar, pues físicamente no está entre nosotros; murió en una cruz. Después de eso, sus amigos y seguidores afirman la resurrección del crucificado. Y aunque ese testimonio es también real y un acontecimiento histórico, nos adentraríamos en el terreno de la fe pascual.
Si la vida fuese «El gran teatro del mundo», como Calderón de la Barca afirmaba en el título de una de sus obras, Jesús estaría fuera de los focos. No fue un gobernante, ni literato, ni militar, ni persona que, como comúnmente decimos, «partiese el bacalao» en los grupos influyentes de la época. Tampoco vivió en las grandes ciudades: Roma o Atenas. Su incursión en la historia deriva del hecho de que su comportamiento alteró el equilibrio, ya de por sí precario, de la Palestina judía y romana. Y es por ello que en su camino se cruzó con personajes que sí tuvieron cierto peso en los relatos narrados por los historiadores de la época, judíos y romanos. Para comprenderle y entender su misión, hay pues que asomarse al contexto histórico, sociológico, antropológico, lingüístico, arqueológico... de lo que pudo ser su vida según los relatos que nos han llegado de él. Relatos que, por otra parte, tienen una gran carga teológica, pues son la interpretación de fe que, quienes los escribieron, hicieron de la persona sobre la que escribían.
El concilio Vaticano II incentivó de forma notable los estudios cristológicos. Muy especialmente en la década de los setenta y ochenta del siglo pasado ―pero incluso hasta hoy, aunque a ritmo menor― se suceden las Cristologías, escritas por muchos de los más destacados teólogos cristianos de siglo XX y de inicios del XXI. También muchos otros han escrito sobre Jesús, el Cristo, con mayor o menor acierto. Algunos con la única intención de vender, y han novelado, bajo apariencia de investigación histórica, perspectivas interesadas por prejuicios; otros han escrito para hacernos llegar su reflexión personal en respuesta a la pregunta «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (cf. Marcos 8, 27-33).
Pudiera dar la impresión, o sacar uno mismo la conclusión, de que la investigación actual nos sitúa ante una especie de montón de perspectivas personales y que ya no es posible afirmar nada con seguridad respecto a Jesús. No tiene fundamento real esa impresión o conclusión. La investigación sobre Jesús es una tarea posible e irrenunciable por su importancia para el creyente. Y ahí es donde encontramos la obra que Francisco Cánovas Porlán nos presenta. Una interpretación creyente, documentada, que hace un laico rastreando la historia de otro laico, Jesús de Nazaret.
Lo que leemos en este libro es muestra de que sabemos algo de Jesús y que ese algo que sabemos nos permite considerar legítima la interpretación que desde la fe se hace de Jesús. Esto nos ayuda a seguir estableciendo una conexión razonable ―en el seno de la indudable separación o discontinuidad que se da― entre la historia y la visión de fe. Y nos permite además, y sobre todo, saber lo que es decisivo para seguirle. Porque, a resumir de cuentas, lo que realmente importa al creyente, al discípulo, es el seguimiento del Maestro. La investigación histórico-crítica, siendo legítima y necesaria, es insuficiente. Y es que a Jesús sólo se le conoce de verdad cuando se le sigue. Por eso, con la aportación que nos hace el autor en el libro que tienes en tus manos, queda claro, en primer lugar, que no se trata únicamente de saber sobre Jesús, ni de desarrollar para ello una hermenéutica que salve la distancia entre Jesús y nosotros y posibilite el saber sobre Jesús. De lo que se trata es de cercanía con Él, de afinidad, de configuración... Es cosa, en último término, de lo que proporciona el seguimiento, que nos permite vivir con el mismo Espíritu con el que Jesús de Nazaret, el Cristo de nuestra fe, vivió. Y esto es lo más real, lo más histórico del Jesús histórico.
Pepe Ruiz García
Amigo y “hermano” del autor
¿Por qué este libro y con este título?
Todo nace siempre de un interés, decir otra cosa sería engañarse a sí mismo; aunque el interés sea el más altruista, en este caso se trata de conocer más a Jesús de Nazaret y compartir con los demás la experiencia de fe vivida con Él. Primero por medio del Evangelio, a la par de la oración; y finalmente a través del estudio, investigación si fuera necesario; y siempre desde una reflexión profunda de los datos y hasta de los detalles que aparentemente son más insignificantes. Todo además y por encima de todo, asistido o sostenido por la fe, justo al contrario que los investigadores históricos llamados neutrales o aconfesionales. ¿La razón? Pues porque aunque se necesite del apoyo en la investigación de otros, o más bien de estudio, la finalidad en este caso no es la objetividad histórica, lo cual no significa una indiferencia total a lo histórico. Ese conocimiento de Jesús es el que nos permite mostrarlo a los demás, anunciarlo... con el mismo deseo e interés de los apóstoles: «que toda la humanidad encuentre el camino de la Verdad que conduce a la Vida»(cf. Jn 14,6).
Reconozco que este interés comienza como mera curiosidad a partir de un pequeño fragmento en tono afirmativo que leo en el libro «Un Judío Marginal» tomo I, capítulo X, del erudito John Paul Meier (teólogo y sacerdote católico), denominando a Jesús como un laico judío. Palabra —laico— que no existía como tal en tiempos de Jesús ni en su lengua; sí probablemente y ya en aquel tiempo existiera en la lengua griega de la que procede originariamente. Siendo esto así, necesariamente debería tener su traducción al hebreo o arameo, aunque no con el sentido que se le daría después: «uno del pueblo». Recordemos que los textos más antiguos que han llegado a nosotros del Nuevo Testamento, ya estaban en lengua griega. Intentaremos entender su significado y las distintas acepciones que se han dado de este adjetivo, que también es sustantivo. Deberíamos preguntarnos por la palabra «sacerdote», su significado o significados, su etimología, acepciones, las connotaciones que ha tenido a lo largo de la historia en sus distintas épocas, funciones, circunstancias, religiones, etc. Conocer el significado, uso y sentido de estos dos vocablos, nos ayudará a profundizar sobre el asunto que nos proponemos. Es evidente que estas dos palabras serán el centro de la reflexión de este trabajo, de ahí la necesidad de su estudio, el cual nos dará el entendimiento suficiente para alcanzar nuestro objetivo: conocer un poco más sobre Jesús de Nazaret.
Pero aún no he respondido totalmente a la pregunta que daba inicio a esta introducción.
Yo no me retracto por mi fe de la creencia de Jesús como «sumo sacerdote», aunque sea esa la sensación que se tenga al leer el título de este trabajo, y a pesar de que ni una sola vez en el Evangelio Él se autoproclama como tal; de igual modo, tampoco los cuatro evangelistas lo señalan como sacerdote en ningún momento, ni ponen en boca de sus discípulos esta designación, nunca. Pablo no habla en sus numerosas cartas de Jesús como sacerdote, al menos explícitamente. Bien sabemos que esta atribución es posterior y quizá parta de los discípulos llamados de segunda generación. Es concretamente en la Carta a los Hebreos donde lo vemos por primera y única vez de forma explícita (Hb 2,17).
(Espero que a la conclusión de este trabajo todo quede aclarada suficientemente mi postura).
Es también el autor de Hebreos el que desarrolla una extraordinaria teología sobre el sacerdocio, iniciando también así la visión «cristológica» de Jesús de Nazaret. Bien sabemos que no será este el único título que se le otorgue a Jesús, y todo a pesar de que Él únicamente se autodenominó «Hijo del Hombre», un título mesiánico que aparece por primera vez en el Libro de Daniel con este sentido y significado (mesiánico) (Dn 7,13-14). Después veremos que Dios hablaba al profeta Ezequiel de igual modo [hasta 93 veces] (Cf. Ez 2,1) y que después aparecería en el Nuevo Testamento hasta 88 veces para referirse a Jesús.
Sabemos que entre los muchos títulos otorgados a Jesús, resultan ser los más importantes los que lo definen como «Sacerdote, Profeta y Rey». Los de profeta y rey, aunque no renunciaremos a una breve reflexión sobre ellos, no serán el centro de nuestro estudio. Las razones son varias, pero basta señalar sólo dos de ellas. La primera es que Jesús sí es llamado en el Evangelio profeta y rey; la segunda es que sobre estos títulos se ha reflexionado mucho y hay mucho escrito sobre ellos en el terreno de la teología y la cristología. Cierto, también sobre el sacerdocio de Jesús se ha dicho mucho desde que en el siglo I el autor de Hebreos decidió concederle este título; en escasas ocasiones sin embargo, se ha querido reflexionar sobre el hecho de que el Nazareno, en realidad, fue un laico judío. Por lo tanto, todo nuestro interés está puesto en Jesús de Nazaret y su condición laical. Un laico sobre el cual, en algún momento de la historia de la Iglesia primitiva, alguien descubrió algo más en su persona y su vida que le llevó a verlo como un sumo sacerdote, mejor dicho: el «único sumo sacerdote».
Al final, lo que nos ayudará a obtener una respuesta positiva o negativa sobre nuestro objetivo, será una comparativa lo más detallada posible sobre lo que Jesús hizo y dijo en su vida pública, y lo que era y hacía un sumo sacerdote en su tiempo, anteriormente, y también los pocos años que después perdurará el sumo sacerdocio en Jerusalén y en el judaísmo.
Sigo sin acabar de responder al interrogante inicial.
Una vez que se despierta el interés sobre este aspecto o realidad en la persona y la vida de Jesús, así como todo lo que a Él se refiere, lo natural es comenzar a buscar información al respecto y siempre —aleccionado por la experiencia— en los más eruditos y honestos en investigación histórica, teología y cristología, resultando que no he sido capaz en esa búsqueda, de encontrar ni un sólo libro que se ocupe de manera particular sobre este asunto, dedicando el tiempo, el espacio y la profundidad que merece todo lo referente a Jesús de Nazaret en general, y ahora sobre esta condición en particular. Lo máximo alcanzado han sido varios artículos que en mi opinión no abordan el asunto con la atención y profundidad que merece, y ese pequeño fragmento —mencionado más arriba— que Meier dedica en el capítulo 10 de su libro “Un Judío Marginal” Tomo I, que no deja de ser, por el espacio que le dedica, una mera referencia. Por otro lado, estos artículos, de las procedencias más diversas en cuanto a creencias o no creencias, desde la variedad ideológica, o desde el sentido y el sinsentido; con las mejores intenciones unos y con las más dañinas otros, no aportan en mi opinión lo suficiente para al menos ofrecer una mínima luz que a cada cual le permita emitir su juicio sobre esta realidad, o en cualquier caso, escoger qué creer desde la total libertad que a todos se nos ha concedido como don. El libro de Meier presenta una dificultad añadida; al tratarse de un libro de investigación histórica, carece casi por completo de exégesis y reflexión teológica y cristológica, algo a lo que nosotros por nuestros objetivos, no podemos renunciar.
Se hace necesaria una exposición mucho más amplia —que la que conceden los artículos publicados—, que presente todos los datos, hechos, palabras y realidades que, ofreciendo una visión global e imparcial —en la medida de lo posible—, en última instancia nos permitan descubrir en Jesús a un laico, un sumo sacerdote, ambas cosas o ninguna.
Los protestantes lógicamente no ven sacerdote por ningún lado, los católicos y los ortodoxos por la suya, no dejan de verlo en cada detalle; pero de lo que se trata aquí no es de dar la razón a unos en detrimento de los otros, sino buscar todo aquello que de alguna manera nos ayude a alcanzar el mayor grado posible de acercamiento a la verdad y, como consecuencia —y esto es lo más importante—, conocer más a Jesús de Nazaret, el hombre que por amor dio su vida, siendo para ello y por ello fiel a la voluntad de Dios hasta sus últimas consecuencias. Este ha de ser el interés de todo discípulo de Jesús, para poder seguir sus huellas; las huellas del «Hijo del Hombre».
Aunque hay otras razones que compartiré, ahora sí queda clara la razón principal por la que me he aventurado a llevar a cabo este trabajo, reconociendo eso sí, que no me considero el más indicado para ello; no se trata aquí de humildad, sino de reconocimiento sincero de mis propias limitaciones. A pesar de todo, no puedo reprimir el deseo de profundizar hasta donde se pueda sobre esta realidad de Jesús como un «laico judío de su tiempo» que sin embargo, quizá por el modo en que vivió, fue convertido en sumo sacerdote, en el único sumo sacerdote. Estoy convencido de que esta búsqueda será de ayuda para el crecimiento en la fe y en lo humano; dos realidades que deberían ser inseparables.
Sería bueno comenzar por conocer el origen y significado del sustantivo «sacerdote»¹, así como lo que ha representado, sus funciones, importancia, etc., a lo largo de toda la historia, teniendo en cuenta los tiempos y las circunstancias, así como la religión en la que éste —el sacerdote— ha ejercido como tal. Del mismo modo, la palabra «laico»², a pesar de que este adjetivo y sustantivo, no tenga un origen tan antiguo como el de sacerdote, merece sin embargo un buen entendimiento en todos los sentidos, pues es sobre todo en este tiempo presente, cuando se está confundiendo su «intención» al usarla, con otras palabras con la misma raíz, pero usadas con significados e intenciones diferentes. Tal sería el caso por ejemplo de «laicismo», que como veremos, tiene connotaciones diferentes y pretende definir otra realidad humana y social totalmente distinta. No es lo mismo «laicista» que «laical»; como tampoco es lo mismo «secular» que «seglar», al menos no expresan lo mismo ni se pretende al usar una forma u otra, como tampoco definen de igual modo a las personas a las que se pretende designar. Todo orientado a buscar en Jesús rasgos que lo identifiquen como laico, si es que los hay; así como a entender bien la condición de laicos de los cristianos católicos sobre todo.
Al hilo de esta última aclaración, tengo que decir que hay otra razón poderosa que me ha impulsado a emprender esta, ¿locura? No lo sé. En cualquier caso se trata de la realidad que estamos viviendo: el ser humano abandonando o huyendo de todo lo que huela a fe o a religión. En el mejor de los casos, nos encontramos con los que dicen «vivir la fe a su manera». Esto último ¿quiere decir en solitario? Si es así, es precisamente a lo que este sistema de vida nos empuja a todos, con beneficios escasos o nulos al menos para la mayoría. Esta última razón puede llevar a confusión a alguno, por lo que conviene aclarar que no hay aquí ninguna intención proselitista.
Abordaremos pues nuestra reflexión sobre una de las últimas atribuciones a la persona de Jesús, que integraremos entre las que denominamos como títulos, aunque no lo sea en este caso. Identidades imaginadas por una «ideología o ideologías» a lo largo de muchos siglos, siendo muchas las que se han pretendido sobre Jesús, provenientes de los círculos más inverosímiles. Multitud decimos, y en tantos casos motivadas por las ideologías del momento, las tendencias de cada época, o simples individuos que pretenden justificar sus pobres vidas, buscando en Jesús algún rasgo que coincida con sus aspiraciones o su personalidad. Curiosamente, hasta los más ateos —algunos de ellos— han encontrado en Jesús al impulsor de sus movimientos, o sus ideales.
No quiero alargarme mucho más en la exposición de razones o motivos para no cansar, pero he de dar una más; sobre todo porque es ahora cuando la Iglesia ha entendido mejor algo que en realidad viene de antaño, siendo ahora también cuando realmente se le quiere dar —digámoslo así—, el impulso definitivo. Me refiero a la importancia que tiene el «fiel laico» en la evangelización, en el anuncio de Jesucristo y el Evangelio. Es ahora precisamente cuando se le quiere otorgar al fiel laico el protagonismo ―entiéndase lo de protagonismo―, que merece como misionero del Evangelio. Esta realidad nueva —que no lo es tanto—, es la que me ha llevado a ver como necesaria una reflexión profunda, que nos ayude a todos a ser colaboradores activos para la transformación del mundo, para su reconstrucción, del mismo modo que Jesús lo hizo en el siglo I de nuestra era, y por qué no admitirlo, reconstruir y revitalizar nuestra vieja Iglesia, adecuándola a las exigencias y demandas de nuestro mundo de hoy. Abierta a la novedad que Dios plantea en cada época.
Para concluir esta introducción diré que no será este un trabajo de extraordinaria erudición, con excelso lenguaje, mucho menos técnico o científico, sino lo más sencillo posible con la finalidad de que sea accesible a todo el que esté interesado —el primero yo—, en profundizar más sobre Jesús con total independencia del nivel intelectual de cada cual, nivel de fe o vivencia de la misma, compromiso, experiencia... Al fin y al cabo, el laico o el sacerdote Jesús no se rodeó de grandes teólogos o extraordinarios eruditos, sino de gente sencilla e indocta (en tantos casos), siendo a ellos precisamente a los que envió después a predicar, eso sí, no sin antes formarlos, instruirlos bien para su misión. Y eso quiero yo, saber, por eso no estará exento este trabajo de «provocaciones» (espero no estar pecando con ello); provocaciones que no pretenden la ofensa ni la irritabilidad de nadie, sino más bien la respuesta, el despertar... Espero con ansiedad esa o esas respuestas que me saquen del error, mi error, para aprender más sobre Jesús y la vida; para que sea mi vida un camino de luz, de sentido, de esperanza... Un trabajo en definitiva de diálogo, y si fuera necesario de debate al más puro estilo judío que tanto les gustaba y no sé si todavía les gusta (Jacob Neusner)³. Un diálogo o debate fructífero. Queda claro pues, que no pretendo que este trabajo sea un monólogo, un discurso cerrado, mucho menos creer que poseo la verdad, al contrario; ignorante y buscador de la misma que sólo a la luz del Espíritu y en comunión con los hermanos y hermanas, nos ayude a encontrarla y a crecer todos unidos. Se trata por tanto de dejar una puerta abierta, una invitación; insisto, un diálogo que nos ayude a acercarnos más a Jesús creciendo como seres humanos y mejorando como discípulos.
Las notas serán las estrictamente imprescindibles, así como las citas a consultar con el fin de hacer la lectura más amena. Para los que quieran profundizar más, o consultar las fuentes utilizadas, dejaré toda la bibliografía usada al final del libro.
Comencemos pues invocando como premisa ineludible al Espíritu Santo, sin cuya fuerza y luz nada es posible.
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NOTAS A LA INTRODUCCIÓN.
1. No vamos a recurrir a las figuras sacerdotales de las religiones paganas y politeístas. No me parece necesaria esa comparativa para nuestros objetivos, además de que ocupan un espacio innecesario -en mi opinión-, para los propósitos de este trabajo. Nos limitaremos a los sacerdotes judíos, pues es suficiente para una comparativa entre ellos y Jesús que nos sirva para ver las semejanzas y diferencias necesarias. También los sacerdotes cristianos.
2. La palabra laico es usada por primera vez en el año 96 d.C. por Clemente de Alejandría en una carta dirigida a la comunidad de Corinto ... (1 Clem 40:5)
3. Jacob Neusner es un rabino Judío que siente verdadera adoración por el cristianismo, pero que sin embargo, es incapaz de renunciar a sus tendencias farisaicas. No tiene desperdicio su libro: “Un Rabino Habla con Jesús”, que el propio Papa emérito Benedicto XVI usa en su libro “Jesús de Nazaret” como apoyo, y elogiando al rabino por su extraordinaria sensibilidad.
Tenemos que comenzar casi obligatoriamente allanando el camino que nos conduzca finalmente a lo importante: «reflexionar y profundizar sobre la identidad de Jesús», sea ésta cual sea en términos humanos, observando también otros muchos aspectos de su persona, en busca de ayuda para comprender el por qué de su conversión o transición de «laico» a «Sacerdote», si es que esto es posible.
Para mí, ese allanar el camino pasa por entender bien el significado de las palabras, en este caso «laico», pero que debería hacerse extensivo a otras muchas que usamos con frecuencia y rutina y precisamente por ello, por estar acostumbrados a su uso y pronunciación rutinaria, olvidamos lo que realmente significan; de tal manera que nunca llegamos a alcanzar su verdadera dimensión y trascendencia.
Alguno dirá que bastaría con buscar en un diccionario y no le falta razón, sin embargo, cuando lo hacemos nos encontramos con dos definiciones distintas, siendo la primera la que precisamente señalábamos en la introducción como inductora a la confusión sobre ese asunto de laical y laicismo o laicista. La segunda en cambio es la que nos interesa, pues es la que nos define —a los laicos— como «creyentes cristianos que no hemos recibido la orden (ordenación) religiosa, o sacerdotal que otorga la Iglesia» (Conc. Vat. II Cap. IV “Lumen Gentium”). Dicho de otro modo, pertenecemos a la Iglesia, pero no por el don que otorga el Sacramento del Orden Sacerdotal. Nuestra pertenencia de hecho y de derecho la adquirimos por el sacramento del Bautismo, formamos parte del «sacerdocio universal» adquirido por Jesucristo; un sacerdocio por otra parte al que pertenecemos todos, no sólo los laicos, sino también los pastores o sacerdotes del orden. Tendremos ocasión de aclarar mejor todo esto.
Etimológicamente, laico viene del latín tardío: laicus y antes del griego: laïkos, significando en ambos casos lo mismo: «uno del pueblo».
Según la ya citada Constitución Dogmática «Lumen Gentium» (Sobre la Iglesia), «laicos son todos aquellos fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado, o estado religioso» (cf. IV, 30).
Parece ser que el uso de este adjetivo dentro de la Iglesia sobre los fieles no ordenados, de forma más generalizada y común comenzó en el siglo III. Fue Clemente de Alejandría (150-215 d.C.) el primero que pronunció el vocablo en algún momento entre el año 201 y el 214 d.C., para referirse a los cristianos sin órdenes clericales. Hay alguna fuente que indica que fue este el modo de establecer una distinción entre el clero y el resto del pueblo creyente. Además de darle en ese tiempo —no por parte de todos— unas connotaciones despectivas hacia los fieles no ordenados. Aunque los laicos han pasado por todo tipo de momentos y consideraciones diversas, esta última hipótesis tiene pocos visos de ser creíble al menos en términos generales, pues los hechos reales documentados le otorgan escaso grado de probabilidad. Es probable eso sí, que en otras épocas posteriores (a partir quizá del siglo V), la figura del laico se viera reducida en gran medida a la de un mero oyente y sostén —económico—, del clero. Pero no es este un asunto que merezca ser tratado aquí, es contraproducente para nuestros propósitos, máxime cuando se han realizado tantos esfuerzos y se siguen realizando para que no sea ésta la realidad que define a la Iglesia, pues de hecho, y en los últimos tiempos se está produciendo un gran cambio y en sentido positivo.
Entre el siglo II y III, los laicos llevaban «todavía» a cabo misiones de evangelización de bastante importancia, así como también nos encontramos con clérigos muy interesados en la formación de los fieles no ordenados. Ejemplos de ello tenemos varios. Entre ellos nos encontramos con San Justino Mártir (100-165 d.C.), el cual y por iniciativa propia abrió en Roma una escuela de formación para todos los fieles cristianos bautizados. Otro ejemplo de esta realidad lo encontramos en Orígenes (185-254 d.C.), que antes de ser ordenado sacerdote, desde su condición de laico dirigió la escuela catequética de Alejandría, además de serle encomendadas tareas de predicación. Aún podemos señalar a algunos laicos destacados más de este tiempo como son: Lactancio (250 d.C.), Tertuliano (160 d.C.) y Minucio Félix (200 d.C.)¹. Podemos incluso remontarnos hasta los primeros años de la Iglesia para descubrir a dos laicos preeminentes, Aquila y Priscila, ese matrimonio cristiano tan relevante y que encontramos en los Hechos de los Apóstoles (Hch 18,1-3), nombrados por Pablo en su primera carta a los de Corinto (I Co 16,19), así como en la carta a los Romanos (Rm 16,3), ya que con ellos mantuvo una relación especial como se puede constatar. Tampoco hay constancia de que Lucas —evangelista— recibiera órdenes presbiterales, o el propio Marcos²; si decimos que lo eran sería por mera intuición. Son éstos unos pocos ejemplos de muchos. Hablamos por tanto de «laicos» preeminentes y protagonistas en la evangelización y en el testimonio, bien considerados y nunca despojados de responsabilidad, ni menospreciados. Pero es que para ser fieles a la historia, la predicación en el siglo primero se llevaba a cabo —y con la misma responsabilidad— por los apóstoles y todos los convertidos, bautizados y bien instruidos por éstos, es decir, el peso de la predicación recaía en gran medida sobre los laicos³.
Hasta aquí creo que tenemos suficientes datos históricos para comprender en toda su extensión la palabra laico en su contexto religioso⁴, sin embargo no podemos acabar este capítulo sin aclarar las diferencias que subrayábamos en la introducción entre laico o laical y laicista. Recurriendo de nuevo al diccionario, éste da dos definiciones que de algún modo las unifica. No decimos que la RAE esté equivocada, sino que por las aplicaciones que se le da a la palabra social o políticamente, y la que tiene en el terreno de lo religioso, más concretamente en el catolicismo, tenemos que hacer una distinción obligada que nos ayude a establecer las diferencias necesarias de significado para tratar unos asuntos u otros; referirnos a unas personas u otras.
En cualquier caso, todo lo que digamos al respecto será una opinión personal, que habrá de conformarse con el resultado de una reflexión que podrá ser compartida o no por todos. Ni siquiera los más eruditos en la materia, los miembros de la Real Academia de la Lengua han tomado la decisión de especificar los distintos significados o acepciones que sobre esta o estas palabras se hacen, mucho menos escoger palabras específicas que se refieran a lo religioso y sus miembros, y las que se refieran a lo civil o político, estableciendo sus respectivos significados y consecuentemente su diferenciación. Bastaría en este caso con sustituir laicismo por aconfesionalidad, es decir que cuando nos referimos a un Estado (país) neutral o sin inclinaciones o preferencias hacia una religión, lo hagamos con la palabra «aconfesional» en vez de laicista, mucho menos y para ello usar: laical. La primera no presenta ninguna dificultad de comprensión y en ningún momento lleva a confusión. La segunda sin embargo, al usarla en un sentido u otro se convierte en ambigua y difícil de contextualizar, aunque entendamos que se refiere a esas personas que nada quieren saber de religión ni de fe, o simplemente no tienen inclinación religiosa alguna. Pero cuando nos movemos en el terreno de lo religioso, no hay laicos neutrales desde el punto de vista de la fe o de lo religioso que es donde su uso es más frecuente.
Ya el vocabulario Hebreo y Arameo presentó muchas dificultades para su traducción, por el hecho de usar una misma palabra para referirse a cosas diferentes⁵. También puede ser la Iglesia en este sentido, la que se pronuncie y escoja un adjetivo mejor o distintivo, para designar al miembro del pueblo fiel, frente a ese otro neutral o ajeno a todo lo religioso.
Digamos finalmente para concluir nuestra reflexión gramatical, semántica y etimológica, que una persona que lleva una vida laical, podría ser identificada con alguien que profesa y vive su fe de manera comprometida. Una persona laicista sin embargo, sería aquella cuyo pensamiento, credo y vida va justo en la dirección contraria, o simplemente indiferente ante fe y religión.
No sé hasta qué punto podremos estar de acuerdo, pero es que no se me ocurre cómo visualizar mejor esta postura que por otro lado, no tiene ningún interés personal, sino el bien para todos en lo que a comprensión se refiere en general, y particularmente para este trabajo cuando usemos una forma u otra, sabiendo en cada caso a quién nos referimos.
Alguna vez se ha intentado convertir el vocablo laico en sinónimo de «lego». Esto es en mi opinión otro error, ya que el lego es la designación que siempre se ha hecho de alguien con órdenes religiosas aunque no sacerdotales. Estos serían los frailes o monjes de cualquier orden o congregación, (franciscanos, dominicos...) que han profesados sus votos de obediencia, pobreza y castidad para la vida religiosa y consagrada, pero que no han recibido el orden sacerdotal. El laico por tanto no puede ser equiparado a la figura del religioso consagrado con la designación de lego, que ha renunciado entre otras muchas cosas al matrimonio por ejemplo, algo a lo que laico o laica no tiene por qué renunciar. Para usar la descripción que de esta realidad haría un erudito, diremos por tanto que un religioso, fraile, lego, etc., es un laico con especial consagración.
Seglar o secular. Estos dos términos también nos pueden conducir a malentendidos, sobre todo porque secular en muchos casos se ha aplicado a esos sacerdotes (curas) que perteneciendo a una orden religiosa —lo que se denomina «clero regular»—, la han abandonado para convertirse en sacerdotes que San Francisco denominaría: del «mundo», es decir, no sometidos a la regla o estatutos de la orden a la que pertenecían, para ponerse a disposición y obediencia de un obispo en una diócesis concreta. En mi opinión, este término para designar a estos sacerdotes, no es el adecuado por las mismas razones de confusión que hemos venido dando sobre el otro término: laico. ¿Por qué? Bien, es en estos tiempos precisamente cuando se está usando el término secular, secularización, para referirse a otra realidad muy distinta. Esta secularización se está usando concretamente para referirse a esas personas, o a esos colectivos de la sociedad que están abandonando lo religioso, la fe, la Iglesia, en definitiva todo lo que huela a moral religiosa... El caso del sacerdote ex-miembro de una congregación religiosa no es el mismo ¿verdad? Él no ha abandonado la fe, ni lo religioso, ni quiere vivir al margen de Dios. Quizá bastara con referirse a estos sacerdotes con otra designación también usada ya: «sacerdotes diocesanos»
Sin embargo, en la palabra seglar sí podemos encontrar un sinónimo de laico, ambas significan lo mismo. Procede del latín saecularis y designa a aquellas personas —al igual que laico— pertenecientes al «siglo o al mundo». Mal entendido, sería algo así como decir que no pertenecen a la Iglesia, sino a todo lo que el mundo y vivir en él conlleva: costumbres, modas, ... pero nosotros sabemos que hoy esto no es así y lo sabemos porque el Concilio Vaticano II escogió este adjetivo para referirse o designar a todos esos creyentes que —como ya hemos dicho— no están ordenados como sacerdotes o religiosos, pero que por el Bautismo pertenecen al Pueblo de Dios, la Iglesia; Bautismo por el que se recibe sello indeleble (imborrable). Para las cosas del mundo: secular; para las cosas de la fe: seglar.
Fue en ese momento, en el Concilio Vaticano II (1962-1965) cuando se entendió y se quiso dar al creyente bautizado sin órdenes, la importancia que tenía en la transmisión de la fe. Hablamos por tanto de una palabra existente que se escogió y adaptó para definir a los fieles católicos en general, intentando de algún modo redefinir el significado y convertir ese «perteneciente al mundo», o «uno del pueblo», en: «presencia del creyente y su testimonio en el mundo». Una de las reflexiones importantes del Concilio, concluyó con el reconocimiento de la necesidad que tenía la Iglesia de esos seglares o laicos comprometidos con su fe, como una extensión necesaria de la misma para llegar a todos. Algo así como un eslabón en la cadena, que no siempre se había tenido en cuenta y que sin embargo, era de importancia vital; si faltaba ese eslabón, la transmisión de la fe se veía interrumpida⁶.
Llegados hasta aquí y una vez entendido el significado de cada palabra, su uso, su interpretación correcta y sobre quién se utiliza, no debe presentar dificultad alguna para entender en el contexto que a nosotros nos interesa su significado, connotaciones, e importancia. Todo siempre orientado a visualizar a Jesús como laico de su tiempo y lugar, y a nosotros como tales en nuestro tiempo como discípulos suyos.
Creo que tenemos una noción suficiente sobre: origen, historia y significado del adjetivo y sustantivo laico, así como también espero haber conseguido visualizar las diferencias necesarias entre laical y laicista, seglar y secular (aconfesional) según a qué personas o colectivos se refiera, despejando así toda duda. Quizá nos hayamos extendido demasiado en este último punto, pero es que he considerado necesario dejar todo bien atado, bien aclarado, suficientemente entendido para afrontar la reflexión de nuestro siguiente vocablo: «Sacerdote».
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NOTAS AL CAPÍTULO I.
1. Siglo II - Primeros Cristianos. https://www.primeroscristianos.com/siglo-II.
2. Lo que circula sobre Marcos y es considerado leyenda, es que fue el fundador de la Iglesia de Alejandría, siendo además obispo de aquella comunidad.
3. Laicos bien formados que acogían las enseñanzas de los pastores (discípulos de segunda o tercera generación fieles a los apóstoles) (Constitución Dogmática Lumen Gentium). A decir verdad, tenemos que estar de acuerdo -con las pertinentes matizaciones- con el sacerdote, filólogo y doctor en patrística Manuel Guerra Gómez que afirma que al principio no había ni laicos ni clérigos (Sacerdotes y Laicos en la Iglesia Primitiva... Eunsa 2002).
4. Primeros cristianos. Domingo Ramos Lissón (jesuita) Catecumenado para el bautismo en la Iglesia primitiva.
5. Un ejemplo claro de dificultades para su entendimiento -en el hebreo- es el caso de la palabra “hermano” (ah. pronunciación: aj) que se usaba en el hebreo para designar no sólo a los hermanos de sangre, sino a primos, sobrinos, cuñados...)
6. Conc. Vat. II Constitución Dogmática Lumen Gentium Cap. IV sobre los laicos.
Remontándonos a nuestro origen judío nos encontramos con que este pueblo, para designar lo que nosotros conocemos hoy como sacerdote, ellos lo llamaban en hebreo: «Kohén». Así mismo, para designar al sumo sacerdote usaban: «Kohén ja-gadol». Parece tener poco sentido para nuestro propósito remontarnos a las palabras hebreas usadas para referirse al sacerdote que nosotros conocemos hoy, sin embargo, es un modo de llegar a nuestras raíces y saber cómo se le hubiera llamado a Jesús si realmente hubiera sido sacerdote o sumo sacerdote. En realidad es un intento de buscar el origen de la figura sacerdotal en la historia aunque sea de forma muy sumaria, y no sin dificultades. En nuestras raíces, la primera vez que nos encontramos con un sacerdote es en el libro del Génesis (14,18), en la persona de aquel rey de Salem que además era sacerdote (Kohén) «del Dios Altísimo» (El Elyon); hablamos de Melquisedec (Sal 110,4). Es bueno que lo tengamos en mente, pues en algún momento de nuestra reflexión tendremos que recurrir a él y a su sacerdocio misterioso. Al mismo tiempo resulta también un misterio que este sacerdote de la época de Abrahán, en la que las ofrendas eran ya sacrificios de animales, él ofreciera pan y vino; no olvidemos este detalle. De igual modo hablamos de un sacerdocio no judío, ya que en ese tiempo no existía el judaísmo que conoceremos después ya consolidado como religión monoteísta —la primera y única durante mucho tiempo —, y consecuentemente tampoco podía haber sacerdotes propios del judaísmo que como veremos, tienen su origen e institución siglos más tarde.
A lo dicho de forma tan escueta, hemos de añadir que la figura del sacerdote como tal no tiene su origen en el Pueblo Judío; se trataría más bien de algo «importado» de los pueblos que ellos llamarían paganos. Pueblos politeístas, adoradores de varios dioses. Este politeísmo perduró durante muchos siglos, tantos como para alcanzar y sobrepasar el siglo I de nuestra era, el tiempo de Jesús. Los más conocidos para nosotros pueden ser Grecia y Roma, los cuales tardaron mucho tiempo en descubrir que Dios sólo puede haber uno y lo entenderán —en parte—, gracias al pueblo judío; el pueblo elegido por Dios para revelarse al mundo entero. En esos pueblos que Israel se va encontrando en su vida nómada; y después en su sedentarismo cuando por fin se establecen en la tierra prometida (Canaán); no sólo había sacerdotes, también había sacerdotisas. Pero no siempre se les llamó así; hubo tiempos y tribus en las que lo que después se designaría como sacerdote, se le llamaba hechicero, brujo... Todavía hoy, en nuestro tiempo, existen vestigios en algunas tribus que conservan las figuras de estos hechiceros o chamanes, los cuales llevan a cabo funciones diversas que van desde practicar la medicina, hasta actuar como mediadores —con oraciones, ritos, o...—, ante los espíritus o divinidades. Creo que basta con esta minúscula síntesis para entender que la figura sacerdotal no es una exclusividad originaria del judaísmo, lo cual no quiere decir que sus funciones —como así fue —, no fueran ejercidas por los padres de familia o los jefes de los clanes con anterioridad al establecimiento, llamémoslo así, oficial del sacerdocio.
El sustantivo «sacerdote», a nosotros nos llega del latín «sacerdos». Como sucede con tantas otras palabras del latín —pues muchas son compuestas— nos vemos obligados a dividir la palabra en sus dos partes para entender su significado, resultando que: por un lado, «sacer-» significa sagrado; y por otro «-dos», que significa «don» (también talento, atribución...). Por ello y como premisa podemos decir que sacerdote, etimológicamente se refiere a esa persona que posee un don sagrado. Por este don podrá llevar a cabo su ministerio (servicio), convirtiéndose así su significado final en: «Persona encargada de las cosas sagradas».
YA NO NOS VOLVEMOS a encontrar —después de Melquisedec— con más sacerdotes en los relatos bíblicos hasta el libro del Éxodo con Jetró, sacerdote —pagano— de Madián que más tarde se convertiría en suegro de Moisés (cf. Ex 2,15 ss), y habiendo transcurrido ya varios siglos desde aquel episodio de Melquisedec con Abrahán. Nos encontraremos más tarde en Éxodo (4,18) con el hermano de Moisés, Aarón el levita, (de la tribu de leví) que después resultará ser elegido sacerdote, y no sólo sacerdote, sino además el primer «sumo sacerdote» de la historia de Israel (cf. Éxodo 28,1-2; 29,4-5). De él y durante 1500 años todos los sacerdotes procederían de su estirpe, y en ese intervalo, en algún momento de la historia lo fueron de la tribu de Sadoc (en la época de Salomón); considerada una rama de Aarón. De ahí precisamente que llegado el tiempo de Jesús, nos encontremos con que los que ostentaban el sumo sacerdocio fueran saduceos y aun así, la línea del Sumo Sacerdote Sadoc también se vio interrumpida en algunos momentos de la historia de Israel. Decimos pues que la línea hereditaria de sumos sacerdotes —no de padres a hijos como en el sacerdocio simple—, se verá interrumpida por algunos de los distintos reyes invasores y opresores de la siempre deseada Palestina (nombre dado por roma a Israel) , atribuyéndose éstos la competencia de elegir a los sumos sacerdotes, viéndose así alterada la línea ancestral sadoquita, usurpada por dichos reyes invasores en alguna época, dándose el caso incluso de algún rey que compaginó reinado y sumo sacerdocio; nos puede servir como ejemplo Juan Hircano, en la década de los 60 a.C., aunque después fuera despojado de su regencia, permitiéndole tan solo el ejercicio de sumo sacerdocio¹. Lo mismo sucederá en el tiempo de Jesús por parte de los romanos. Serán sus autoridades las que elijan al sumo sacerdote.
En la época romana, aunque el sumo sacerdote era elegido por la autoridad del invasor (el prefecto romano) —como hemos dicho—, vuelven sin embargo como sumos sacerdotes los miembros del partido de los saduceos, aunque no esté claro que procedan del tronco original sadoquita.
El sacerdocio «simple» siguió siendo hereditario siempre, pasaba de padres a hijos, y aunque la procedencia tribal se hubiera diversificado, no así el sumo sacerdocio, que además de no depender de que el padre hubiera sido sumo sacerdote, habrá momentos en la historia en que se altere esa tradición, por ejemplo en la época asmonea (143-135 a.C.), tiempo en el que como hemos dicho y lo reiteramos, se compatibilizó el sumo sacerdocio con la regencia, sin tener en cuenta la línea sadoquita. El caso del sumo sacerdote Anás resulta ser algo infrecuente, nos referimos a que consiguió que ocuparan el sumo sacerdocio cuatro de sus hijos, además de su yerno Caifás.
Nuestro objetivo principal aquí no es la historia, sino tomar conciencia de los remotos orígenes de la figura sacerdotal en la historia. Tampoco podemos decir que los que hemos nombrado sean los primeros de la historia de la humanidad, sólo del pueblo de Israel. Tenemos la seguridad —como ya hemos dicho antes—, de que los había en los demás pueblos politeístas con los que Israel se relacionó, convivió e incluso batalló; pudiendo hablar además de «sacerdotisas».
Insistamos en que nuestra referencia a los citados sacerdotes y a modo de ejemplo, tiene su razón de ser en el descubrimiento de nuestras raíces sacerdotales y así entender que el sacerdote no nace en el seno de las primeras comunidades cristianas, algo que ya sabemos pero que conviene recordar, pues casi podemos estar seguros de que en los mismos comienzos de la Iglesia, la figura del sacerdote no existió, del mismo modo que tampoco existió en los comienzos del judaísmo. En Hechos de los Apóstoles se habla de «presbíteros» y «diáconos», resultando que la palabra presbítero, presbites en griego, designa a aquellos ancianos o sabios del pueblo o la comunidad; y diácono, que procede del griego «diakonos», convirtiéndose en «diaconus» al pasar al latín, cuyo significado es servidor; esta es la evidencia de que no se usa la palabra sacerdote. La encontraremos por primera vez y para referirse a toda la comunidad cristiana, en la Primera Carta de Pedro (2,5; 2,9)².