Jesús y John Wayne - Kristin Kobes Du Mez - E-Book

Jesús y John Wayne E-Book

Kristin Kobes Du Mez

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Beschreibung

'Jesús y John Wayne' es una amplia historia revisionista de los últimos setenta y cinco años del evangelismo blanco que revela cómo los evangélicos han trabajado para sustituir al Jesús de los Evangelios por un ídolo de la masculinidad ruda y el nacionalismo cristiano, o en palabras de un capellán moderno, por "un malote espiritual". Como explica la aclamada académica Kristin Du Mez, la clave para entender esta transformación es reconocer la centralidad de la cultura popular en el evangelismo estadounidense contemporáneo. Muchos de los evangélicos de hoy pueden no ser teológicamente astutos, pero conocen sus VeggieTales (dibujos animados cristianos), han leído 'Wild at Heart' de John Eldredge,  aprendieron sobre la pureza antes de aprender sobre el sexo y tienen un anillo de plata para demostrarlo. Los libros, las películas, la música, la ropa y los productos evangélicos conforman las creencias de millones de personas. Y la cultura evangélica está repleta de héroes musculosos: guerreros míticos y soldados rudos, hombres como Oliver North, Ronald Reagan, Mel Gibson y el clan Duck Dynasty, que afirman el poder masculino blanco en defensa de la "América cristiana". La principal de estas leyendas evangélicas es John Wayne, un icono de una época perdida en la que los hombres no se acobardaban por la corrección política, no temían decir las cosas como eran y hacían lo que había que hacer. Desafiando la suposición comúnmente sostenida de que la "mayoría moral" apoyó a Donald Trump en 2016 y 2020 por razones puramente pragmáticas, Du Mez revela que Trump, de hecho, representó el cumplimiento, en lugar de la traición, de los valores más profundamente arraigados de los evangélicos blancos: el patriarcado, el gobierno autoritario, la política exterior agresiva, el miedo al Islam, la ambivalencia hacia el #MeToo y la oposición a Black Lives Matter y la comunidad LGBTQ. Una reexaminación muy necesaria de la subcultura más influyente de este país, Jesús y John Wayne muestra que, lejos de adherirse a los principios bíblicos, los evangélicos blancos modernos han rehecho su fe con consecuencias duraderas para todos los estadounidenses.

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Introducción

Un crudo día de invierno de enero de 2016, Donald Trump ocupó el estrado del salón de actos de una pequeña universidad cristiana de Iowa. Alardeó de sus cifras en las encuestas y de las dimensiones de las multitudes que congregaba. Alertó de los peligros que representaban los musulmanes y los inmigrantes indocumentados, y habló de erigir un muro en la frontera. Denigró a los políticos estadounidenses, tildándolos de estúpidos, débiles y patéticos. Afirmó que el cristianismo estaba siendo «asediado» e instó a los cristianos a aunar fuerzas y ejercer su poder. Prometió liderarlos. No dudaba de la lealtad de sus seguidores: «Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos»,[1] aseguró.

Aquella mañana, el reverendo Robert Jeffress, pastor de la Primera Iglesia Bautista de Dallas, se encargó de presentar a Trump. Como pastor, Jeffress no podía expresar su apoyo a un candidato, pero aclaró que no estaría allí si no creyera que Trump «podía ser un magnífico presidente». Y Jeffress no era el único que lo pensaba. En aquel momento, antes de los caucus de Iowa de principios de febrero, el 42 por ciento de los evangélicos blancos apoyaban a Trump, un apoyo superior al que tenía cualquier otro candidato. El motivo era muy sencillo, sostenía Jeffress. Los evangélicos estaban «hartos del statu quo». Buscaban un líder que «invirtiera la espiral mortal descendiente en la que se halla sumido este país que tanto amamos».[2]

Yo no me encontraba en Iowa en aquel momento, pero seguí aquel espectáculo en directo a través de Internet. Conocía bien el lugar. Era el Dordt College, mi universidad. Y la ciudad era Sioux Center, mi ciudad natal. Había crecido a poca distancia del campus, al otro lado de una antigua granja recientemente convertida en pradera nativa. Había estudiado en la escuela de primaria cristiana local, donde mi madre había sido mi maestra de educación física. Y mi padre, que era pastor ordenado, impartía Teología en aquella misma universidad desde antes de que yo naciera. Cada año, de niña, acudía a los servicios de la Salida del Sol de Pascua en aquel mismo salón de actos y, en mi época de estudiante universitaria, asistía fielmente a los servicios de capilla. Desde el mismo estrado en el que ahora se alzaba Trump, yo había dirigido oraciones, participado en «equipos de alabanza» cristianos y, durante los ensayos del coro, coqueteado con el hombre que se convertiría en mi esposo. Nos casamos en una iglesia situada en aquella misma calle. Y aunque nos mudamos después de graduarnos en la universidad, aquel espacio seguía pareciéndome íntimamente familiar. No obstante, mientras observaba a aquella multitud desbordante agitar pancartas, reírse de los insultos y gritar dándole la razón a Trump, me pregunté quiénes eran aquellas personas. No las reconocía.

No todos los presentes aquel día compartían el entusiasmo por Trump. Algunos habían acudido por mera curiosidad. Y otros para protestar. Un reducido grupo de residentes, entre los cuales figuraban alumnos de la universidad y de la escuela primaria cristiana, formaban un corrillo para protegerse del frío mientras sostenían pancartas hechas a mano en las que se leía: «Ama a tus vecinos» y «El amor perfecto destierra el miedo». Sin embargo, eran una nimiedad en comparación con los partidarios de Trump. Y siguieron siéndolo el 8 de noviembre de 2016, cuando el 82 por ciento de los electores del condado de Sioux votaron a Donald Trump,[3] una proporción asombrosamente parecida al 81 por ciento de votantes evangélicos blancos que, según las encuestas a pie de urna realizadas en todo el país, dieron su apoyo a Trump y que demostraron ser cruciales para que se impusiera a Hillary Clinton.

La confianza de Trump en la lealtad de sus seguidores se antojaba una fantochada en aquel entonces, pero no tardó en convertirse en un canto profético. Sus partidarios evangélicos le respaldaban incluso cuando se mofaba de sus adversarios, incitaba a la violencia en sus mítines y alardeaba de su «hombría» en la televisión nacional. Luego vinieron las indiscreciones sexuales de Trump. El divorcio por un lado, los rumores de escarceos sexuales por el otro; pero fue la publicación de la grabación de Access Hollywood[4] la que aportó pruebas irrefutables de que el candidato utilizaba un lenguaje soez para hablar de seducir y acosar sexualmente a las mujeres.

¿Cómo podían los conservadores con «valores familiares» apoyar a un hombre que contravenía todos y cada uno de los principios por los que ellos aseguraban regirse? ¿Cómo podía la autoproclamada «mayoría moral» aupar a un candidato que se regodeaba en la vulgaridad? ¿Cómo podían los evangélicos que habían convertido el «QHJ» («¿Qué haría Jesús?») en un fenómeno nacional justificar su respaldo a un hombre que parecía la mismísima antítesis del salvador a quien afirmaban emular?

Los comentaristas desplegaron su arsenal para explicarlo. Votando con la nariz tapada, los evangélicos habían decidido decantarse por el mal menor, y Hillary Clinton era el mal mayor. Los evangélicos pensaban en términos puramente transaccionales, como dicen que suele hacer el propio Trump, y lo votaban porque prometía designar para el Tribunal Supremo a magistrados que protegieran a los nonatos y les aseguraran su «libertad de religión». O quizá las encuestas eran engañosas. Tal vez encuestas poco rigurosas estaban confundiendo a «evangélicos de postín» con verdaderos cristianos que creían en la Biblia y acudían a la iglesia y estaban dando mala reputación al evangelismo.

Pero el apoyo de los evangélicos a Trump no era ninguna aberración, ni tampoco una decisión meramente pragmática. Era más bien la culminación de la adopción de una masculinidad combativa por parte del evangelismo, una ideología que consagra la autoridad patriarcal y consiente un despliegue despiadado de poder, tanto a escala doméstica como externa. Para cuando Trump se erigió en su salvador, los evangélicos blancos conservadores ya habían transformado una fe que ensalza la humildad y a «los más desfavorecidos» en una fe que tilda la consideración por el prójimo de «cosa de cobardes». En lugar de poner la otra mejilla, los evangélicos habían decidido defender su fe y su país, convencidos de que el fin justifica los medios. Tras reemplazar al Jesús de los Evangelios por un Cristo guerrero vengador, no sorprende que muchos acabaran por concebir a Trump bajo esa misma luz. En 2016, muchos observadores quedaron estupefactos ante la aparente traición de los evangélicos a sus propios valores. En realidad, los evangélicos no votaron a pesar de sus creencias, sino precisamente espoleados por ellas.

Donald Trump no fue el desencadenante de este giro agresivo; su auge fue sintomático de un problema que venía de lejos. Los datos de las encuestas revelan los agrestes contornos de la cosmovisión evangélica contemporánea. Más que ningún otro grupo demográfico religioso en Estados Unidos, los protestantes evangélicos blancos amparan la guerra preventiva, consienten el uso de la tortura y están a favor de la pena de muerte. Poseen armas en un porcentaje más elevado que ninguna otra fe y defienden que los ciudadanos deberían tener derecho a ir armados en la mayoría de lugares y a sentirse seguros con un arma de fuego cerca. Los evangélicos blancos son los principales opositores a la reforma de las leyes de inmigración, tienen una opinión más negativa de los inmigrantes que ningún otro grupo demográfico religioso y dos tercios de ellos están a favor del muro fronterizo de Trump. El 68 por ciento de los protestantes evangélicos blancos (más que ningún otro grupo demográfico) considera que Estados Unidos no tiene la responsabilidad de acoger refugiados. Más de la mitad de los protestantes evangélicos blancos opinan que sería una involución que la población estadounidense mayoritaria no fuera blanca. Y, además, los evangélicos blancos son los más inclinados a creer que el islam instiga la violencia, a rechazar el islam como «parte de la sociedad estadounidense general» y a percibir «un conflicto natural entre el islam y la democracia». En paralelo, creen que, en Estados Unidos, los cristianos están más discriminados que los musulmanes. Los evangélicos blancos son significativamente más autoritarios que otros grupos religiosos y manifiestan una mayor confianza en sus líderes espirituales que los integrantes de otras fes.[5]

Para los evangélicos, la política interior y exterior son dos caras de la misma moneda. El nacionalismo cristiano, la creencia en que Estados Unidos es la nación elegida por Dios y, como tal, debe defenderse, es un potente indicador de la intolerancia hacia los inmigrantes, las minorías raciales y los no cristianos. Se opone a los derechos de las personas homosexuales y al control sobre las armas, al tiempo que respalda la aplicación de castigos más duros a los delincuentes, justifica el uso de una fuerza desmedida contra estadounidenses negros en situaciones donde intervienen las fuerzas del orden y defiende una ideología de género tradicional. Los evangélicos blancos han tejido este mosaico de temas, y el compromiso nostálgico con una masculinidad blanca ruda, agresiva y combativa sirve como hilo que lo hilvana en un todo coherente. El gobierno del padre en el hogar está inextricablemente ligado al liderazgo heroico en el panorama nacional, y el destino de la nación depende de ambos.[6]

En noviembre de 2016, las afinidades estaban claras. Un número sustancial de evangélicos blancos compartían el nacionalismo, la islamofobia, el racismo y el nativismo de Trump. Toleraban su «forma desagradable de hacer política»: alegaban que los manifestantes heridos tenían su merecido y aseguraban que el país iría mejor si se deshiciera de las «manzanas podridas», al tiempo que aseguraban que la opinión pública era «demasiado sensible» a lo que se decía en política. Seducidos por las ideas populistas de Trump, los evangélicos blancos se inclinaron por rechazar el compromiso político, por un liderazgo fuerte en solitario y por infringir las normas cuando era necesario. Y dicha predisposición se mantenía tanto cuando se definían por afiliación como cuando lo hacían por autoidentificación, creencia o comportamiento.[7]

Ahora bien, los evangélicos prefieren definirse no por sus creencias políticas, sino por sus convicciones teológicas o, para ser más exactos, en función de cuatro «aspectos distintivos evangélicos». De acuerdo con la Asociación Nacional de Evangélicos estadounidense, todo protestante evangélico debe considerar la Biblia la máxima autoridad, confesar la centralidad de la expiación de Cristo, creer en una experiencia de conversión mediante el renacimiento y difundir activamente la buena nueva y reformar la sociedad con acuerdo a esta. Definido de este modo, el «evangelismo» se plantea como un movimiento global y racialmente diverso. Sin embargo, cuando se intentan delinear los contornos del protestantismo evangélico estadounidense actual, la primacía de estos cuatro rasgos distintivos es cuestionable.[8]

Los evangélicos afirman considerar la Biblia la máxima autoridad en la vida cristiana, pero la Biblia contiene más de 31.000 versículos. ¿Cuáles se consideran pautas esenciales para la práctica de los fieles cristianos y cuáles se ignoran sin más o se explican restándoles importancia? En la misma línea, cuando los evangélicos se definen en términos de la expiación de Cristo o como discípulos del Cristo renacido, ¿qué tipo de Jesús imaginan? ¿Es su salvador un guerrero conquistador, un tipo duro que no hace prisioneros y libra una guerra santa? ¿O es un cordero que se ofrece a sacrificarse para restaurar todas las cosas? La respuesta que cada uno dé a estas preguntas determinará su manera de seguir a Jesús.

En realidad, lo que significa ser evangélico siempre ha dependido del mundo externo a la fe. En los últimos años, las propias autoridades evangélicas han reconocido (y a menudo han lamentado) que la definición dada por la «cultura popular» se ha impuesto a una definición «histórica y teológica más exacta», de tal manera que, en la actualidad, muchas personas se definen como «evangélicas» porque ven Fox News, se consideran religiosas y votan al Partido Republicano. Frustradas con esta confusión entre «supuestos» evangélicos y evangélicos «de verdad», las élites evangélicas han llamado a capítulo a encuestadores y comentaristas por confundir ambos a la ligera. Pero el problema va más allá de una categorización poco rigurosa. Entre los evangélicos, los elevados niveles de analfabetismo teológico implican que muchos de ellos tienen opiniones tradicionalmente consideradas herejía, lo cual pone en cuestión la centralidad de la teología en el protestantismo evangélico en general. Es más, muchos de quienes suscriben estos cuatro aspectos distintivos no se identifican de hecho como evangélicos. Así ocurre, en especial, en el caso de los cristianos de color: solo el 25 por ciento de los afroamericanos que suscriben estos cuatro preceptos se identifican como evangélicos.[9]

No se trata de un simple malentendido. Desde hace mucho tiempo, los cristianos negros se han resistido a adoptar la etiqueta del evangelismo porque tienen claro que este no se reduce a unas cuantas declaraciones de fe. Los datos de las encuestas indican que, en casi todos los temas sociales y políticos, los protestantes negros aplican su fe de modos que van en sentido diametralmente opuesto al evangelismo blanco. Es posible que las diferencias no solo arraiguen en la experiencia, sino en la propia fe; en la práctica, los «aspectos distintivos evangélicos», aparentemente neutrales, resultan ser específicos en términos culturales y raciales. Y aunque a los evangélicos blancos les guste señalar que hay «evangélicos» negros para distanciar a su movimiento de las acusaciones de racismo y asociación con la política conservadora, los propios cristianos negros han llamado la atención sobre el «problema blanco» del evangelismo y la incapacidad o falta de voluntad de los evangélicos blancos de afrontarlo. Tras las elecciones de 2016, las reivindicaciones de quienes hablaban del problema blanco del protestantismo evangélico resultaban más difíciles de ignorar. Para muchos cristianos negros, el evangelismo se había convertido en «una marca religiosa blanca».[10]

Pese a ser uno de los fundamentos de la identidad evangélica blanca, la raza rara vez funciona como una variable independiente. Para los evangélicos blancos conservadores, la «buena nueva» del evangelio cristiano ha quedado entrelazada de manera inextricable con un compromiso firme con la autoridad patriarcal, la diferencia de géneros y el nacionalismo cristiano, todos los cuales están entretejidos con la identidad racial blanca. Muchos estadounidenses que se definen como evangélicos se identifican con esta teología operativa, que se resume en su inclinación política hacia los republicanos y los valores tradicionales. Esta fe en Dios y el país está abanderada tanto por quienes asisten regularmente a iglesias evangélicas como por quienes no lo hacen. Tiende puentes que salvan diferencias confesionales, regionales y socioeconómicas, a pesar de dividir a los estadounidenses, cristianos incluidos, entre quienes adoptan estos valores y quienes no. En este sentido, el evangelismo blanco conservador se ha convertido en una fuerza polarizadora en la política y la sociedad de Estados Unidos.

El basto alcance del evangelismo blanco se debe, en gran medida, a la cultura que ha engendrado y que vende. En el transcurso del pasado medio siglo, aproximadamente, los evangélicos han producido y consumido una amplia gama de productos religiosos: revistas y libros cristianos, CCM («música contemporánea cristiana»), emisoras de radio y canales de televisión cristianos, largometrajes, conferencias ministeriales, blogs, camisetas y decoración para el hogar. Muchos evangélicos que sudarían tinta si tuvieran que articular siquiera los principios más básicos de la teología evangélica han quedado inmersos en esta cultura popular evangélica. Han criado a sus hijos con la ayuda de los programas radiofónicos de Enfoque a la Familia de James Dobson[11] o han crecido viendo la serie de dibujos animados VeggieTales.[12]Se mecieron al son de Amy Grant, de Newsboys o DC Talk. Aprendieron sobre pureza antes de aprender sobre sexo, y tienen un anillo de plata para demostrarlo. Vieron La pasión de Cristo, Soul Surfer: Alma surfera o la última película de Kirk Cameron con su pandilla de juventud. Asistieron a Promise Keepers[13] con otros feligreses y leyeron Salvaje de corazón en grupos reducidos. Han aprendido más de Pat Robertson, John Piper, Joyce Meyer y The Gospel Coalition[14]que de los sermones dominicales de sus pastores.

La difusión de la cultura del consumo evangélica desborda la órbita de las iglesias evangélicas. El evangelismo cultural se ha infiltrado hasta el corazón del cristianismo tradicional, hasta tal punto que diferenciar a los miembros de una confesión como la Iglesia Metodista Unida de los evangélicos arroja más sombras que luces. (Incluso la Iglesia Reformada Cristiana, la pequeña confesión fundada por inmigrantes holandeses en la que yo me crie, es un ejemplo paradigmático; durante generaciones, sus integrantes se definían en oposición al cristianismo estadounidense, pero, tras la arremetida de la cultura popular evangélica, muchos de ellos son ahora funcionalmente evangélicos en términos de afinidad y creencia). Las fronteras entre confesiones quedan fácilmente sepultadas bajo el flujo de la mercadotecnia religiosa. De hecho, es posible participar en esta cultura religiosa sin acudir a la iglesia.

Y pese a ello, este evangelismo cultural sigue estando entreverado con el «evangelismo tradicional». Organizaciones confesionales y grupos paraeclesiásticos, párrocos y teólogos, universidades y seminarios, editoriales y organizaciones benéficas generan gran parte del contenido religioso que se comercializa a una congregación inmensa de consumidores. Los líderes evangélicos se otorgan autoridad recíprocamente, hacen propaganda de sus respectivos libros, se defienden unos a otros en las redes sociales y determinan qué párrocos, organizaciones y escritores en ciernes merecen difusión y cuáles deben ser repudiados. En ocasiones, la cultura popular evangélica subvierte la autoridad de la élite evangélica. Durante la campaña de Trump, a muchos pastores les sorprendió constatar la poca influencia que ejercían sobre sus feligreses. Lo que no supieron apreciar es que se enfrentaban a un sistema de autoridad más poderoso, una cultura popular evangélica que reflejaba y reforzaba una ideología convincente y una visión del mundo coherente. Unas cuantas palabras predicadas el domingo por la mañana no podían competir con la dieta constante de productos religiosos evangélicos consumidos día sí y día también.[15]

En lugar de esforzarse por diferenciar a los evangélicos «de verdad» de los «supuestos» evangélicos, resulta más útil pensar en términos del grado de participación de las personas en esta cultura de consumo evangélica. Hay quienes rara vez consultan medios de comunicación externos a este mundo; en lo tocante a música, fuentes informativas, libros y radio, estas personas habitan un espacio de consumo aparte y santificado. También son muchas las personas que participan en menor grado, que escuchan música «laica», ven las últimas películas taquilleras de Hollywood y leen algún que otro libro «no cristiano», aunque en su día a día sintonicen emisoras cristianas, canturreen al son de «música de alabanza», compren libros sobre crianza de niños en la fe cristiana y devoren novelas románticas cristianas. Sin embargo, pese a las diferencias, el hecho de participar en una cultura común forja vínculos entre consumidores con una mentalidad parecida, y dichas afinidades asientan los cimientos de una identidad cultural compartida.

En el seno del evangelismo, siempre han convivido numerosos credos que han competido por la influencia. Incluso hoy, bajo el paraguas evangélico se amparan calvinistas y pentecostales, «defensores de la justicia social» y gurús del evangelio de la prosperidad. Ahora bien, durante las últimas pocas décadas, los conservadores han consolidado su poder dentro de este movimiento más amplio. Ofreciendo certidumbre en tiempos de cambio social, prometiendo seguridad frente a amenazas globales y, quizá lo más importante, reafirmando la superioridad moral de una América cristiana y blanca y, por extensión, de los estadounidenses cristianos blancos, los evangélicos conservadores lograron seducir de mente y corazón a grandes números de cristianos en Estados Unidos. Y consiguieron imponerse no solo configurando una ideología convincente, sino también difundiendo su programa a través de organizaciones y alianzas políticas estratégicas, en ocasiones mediante despliegues despiadados de poder y, lo más esencial, dominando la producción y la distribución de la cultura de consumo cristiana.

Como el evangelismo en general, la cultura popular evangélica abarca un amplio espectro de compromisos políticos y religiosos. En la misma librería se pueden encontrar libros del asesor financiero conservador Dave Ramsey y del activista defensor de la justicia social Jim Wallis, manifiestos feministas surgidos de la pluma de Rachel Held Evans y Sarah Bessey, y defensas clásicas de la «feminidad tradicional» escritas por Elisabeth Elliot. Aun así, el poder del evangelismo blanco conservador resulta evidente tanto por el tamaño de su cuota de mercado como por su influencia en los canales de distribución religiosos. Al tratarse de un movimiento difuso, el evangelismo carece de estructuras de autoridad institucional claras, pero el mercado evangélico en sí ayuda a definir quién pertenece al rebaño y quién no. Las tiendas LifeWay Christian Stores, en su día la mayor cadena de venta al por mayor cristiana y afiliadas a la Convención Bautista del Sur, han esgrimido ese poder sin tapujos. Cuando Rachel Held Evans y Jen Hatmaker contravinieron la ortodoxia conservadora relacionada con la sexualidad y el género, LifeWay dejó de vender sus libros. En cambio, sí comercializa la obra de Todd Starnes The Deplorables’ Guide to Making America Great Again («Ganar fue solo el principio. […] El cambio puede empezar en la Casa Blanca, pero acaba en tu casa») y la de R. C. Sproul y Abdul Saleeb The Dark Side of Islam.

Los productos que los cristianos consumen dan forma a la fe que profesan. En la actualidad, ser «evangélico conservador» tiene mucho más que ver con una cultura que con una teología, tal como puede apreciarse viendo los héroes a quienes ensalzan. Los evangélicos tradicionales cuentan con Jonathan Edwards y George Whitefield entre sus eminentes antepasados, pero la cultura popular evangélica está repleta de figuras muy dispares: hombres como William Wallace (tal como lo encarnó Mel Gibson); Teddy Roosevelt; el mítico vaquero norteamericano; los generales Douglas MacArthur y George S. Patton; el soldado estadounidense raso…, y el actor John Wayne.

John Wayne, encarnación en el celuloide del vaquero heroico y del soldado estadounidense idealizado y activista conservador declarado en la vida real, se erigió como icono de la masculinidad estadounidense ruda para generaciones de conservadores. Pat Buchanan imitó a Wayne en su campaña presidencial, Newt Gingrich declaró que Arenas sangrientas, de Wayne,«fue la película formativa de mi vida» y Oliver North se hizo eco de eslóganes de dicho filme en su campaña al Senado de 1994. Con el tiempo, Wayne también se consagraría como un icono de la masculinidad cristiana. Los evangélicos lo admiraban (y lo siguen admirando) por su rudeza y su fanfarronería; protegía a los débiles y no dejaba que nada se interpusiera en su defensa de la ley y el orden. Wayne no era un cristiano evangélico, pese a que los evangélicos hicieran correr rumores en sentido contrario con regularidad. Y no llevaba una vida moral según los estándares de la virtud cristiana tradicional. No obstante, para muchos evangélicos, simbolizaba un conjunto distinto de virtudes, un anhelo nostálgico de una «América cristiana», un retorno a los roles de género «tradicionales» y a la reafirmación de la autoridad patriarcal (blanca).[16]

Si bien Wayne ocupa un lugar destacado en el panteón de los héroes evangélicos, no es más que uno de los muchos iconos toscos e incluso crueles de la masculinidad a quienes los evangélicos imbuyeron de significado religioso. Como Wayne, los héroes que mejor encarnaban la masculinidad cristiana combativa estaban libres de responsabilidad de regirse por las virtudes cristianas tradicionales. De este modo, la masculinidad combativa vinculó el conservadurismo religioso y laico y, con ello, afianzó una alianza con profundas ramificaciones políticas. Para muchos evangélicos, estos héroes beligerantes acabarían definiendo no ya la virilidad cristiana, sino el cristianismo en sí.

La creencia popular es que los fundamentalistas y los evangélicos se retiraron de la palestra pública y la participación en la vida política tras el juicio de Scopes contra el Estado[17] en 1925, o con el fin de la ley seca en 1933, ya fuera movidos por la voluntad de concentrarse en salvar almas individuales o por combinaciones diversas de todo lo anterior, y reaparecieron de la nada en el panorama nacional en la década de 1970. Sin embargo, como veremos, las raíces de la masculinidad evangélica combativa y politizada se remontan a fechas muy anteriores de la historia de Estados Unidos.

Pueden hallarse antecedentes en el evangelismo sureño del siglo XIX y en el «cristianismo muscular» de principios del siglo XX, pero fue en las décadas de 1940 y 1950 cuando una potente mezcla de «tradicionalismo de géneros» patriarcal, militarismo y nacionalismo cristiano se fundieron para asentar la base de una identidad evangélica revitalizada. Con Billy Graham a la vanguardia, los evangélicos creyeron tener un papel especial que desempeñar en el mantenimiento de unos Estados Unidos cristianos, unas familias estadounidenses fuertes y una nación segura. La afirmación del poder masculino cumpliría todos estos objetivos.

En la década de 1960, el movimiento en defensa de los derechos civiles, el feminismo y la guerra de Vietnam indujeron a muchos estadounidenses a cuestionarse toda suerte de valores «tradicionales». Se transgredían normas de género y sexuales, Estados Unidos ya no parecía ser una fuente de bien en estado puro y, de hecho, Dios no parecía estar de su parte. Pese a ello, los evangélicos se aferraron con todas sus fuerzas a la creencia de que Estados Unidos era una nación cristiana, que el ejército era una fuerza del bien y que la fortaleza del país dependía de un hogar patriarcal donde reinara el orden. El resurgimiento político del evangelismo en la década de 1970 se fraguó en torno a una potente mezcla de «valores familiares», pero estos siempre estaban entrelazados con ideas relativas al sexo, el poder, la raza y la nación. El feminismo representaba una amenaza para la feminidad tradicional y para la seguridad nacional por el hecho de despojar a los hombres de su deber de mantener y proteger a sus familias y abrir las puertas a las mujeres a participar en conflictos bélicos. En la misma línea, la guerra de Vietnam no era solo un tema de seguridad nacional, sino que representaba una crisis de la masculinidad. Por su parte, los derechos civiles desmantelaron tradiciones consagradas por el tiempo y desestabilizaron el orden social. Aparte de ilustrar el alcance de la acción del Gobierno federal (si no ya una insidiosa agenda comunista), la desegregación dio alas a la amenaza a la feminidad blanca y al poder del hombre blanco de controlar las fronteras sociales y sexuales imaginada desde hacía largo tiempo. La reafirmación del patriarcado blanco devino en un elemento central de la nueva política basada en los «valores familiares», y, en las postrimerías de la década de 1970, la defensa del poder patriarcal había emergido ya como un factor distintivo del evangelismo.

El mercado del consumo evangélico se había convertido para entonces en una fuerza a tener en cuenta, si bien esta red mediática expansiva no funcionaba tanto como una empresa de salvación de almas tradicional cuanto como un medio que permitía a los evangélicos forjar y mantener su propia identidad, una identidad arraigada en los «valores familiares» e imbuida de una cierta sensación de asedio cultural. Editoriales, emisoras de radio y canales televisivos cristianos instruían a los evangélicos sobre cómo criar a sus hijos, cómo mantener relaciones sexuales y a quién temer. Además, los medios de comunicación cristianos difundían una visión distintiva de la masculinidad evangélica. Amparados en el confort y el valor que les infundían símbolos de un pasado legendario, los evangélicos planteaban como modelo una masculinidad ruda y heroica encarnada por vaqueros, soldados y guerreros. Durante las décadas que siguieron, la masculinidad combativa (y una feminidad dulce y sumisa) se afianzaría en la psique evangélica y daría forma a las nociones del bien y de la verdad. Si en la década de 1980 los evangélicos estuvieron en disposición de movilizarse con tanta eficacia y fuerza política partidista fue porque ya contaban con una identidad cultural compartida.[18]

La masculinidad evangélica combativa iba de la mano de una cultura del miedo, pero costaba determinar claramente qué había sido la génesis de qué. Durante la Guerra Fría, la amenaza comunista parecía imponer una respuesta agresiva. Pero, una vez derrotada dicha amenaza, los evangélicos conservadores no tardaron en declarar una nueva guerra, una guerra cultural que exigía una beligerancia similar. En 2001, cuando el terrorismo zarandeó Estados Unidos, los evangélicos encontraron una nueva batalla real que librar. Pero incluso entonces la beligerancia evangélica se alimentó con historias falsas acerca de la amenaza islamista, historias difundidas por los propios evangélicos. La beligerancia evangélica no puede concebirse como una mera reacción a tiempos de miedo; para los evangélicos blancos conservadores, una fe combativa exigía una sensación de amenaza omnipresente.

En 2008, la elección de Barack Obama acrecentó los temores evangélicos. En un principio pareció que la guerra cultural se había perdido y que el poder de la derecha cristiana había conocido un final innoble. Pero los evangélicos conservadores siempre habían prosperado amparándose en una cierta sensación de asedio, real o imaginario, y aquella vez no iba a ser diferente. Donald Trump apareció justo en el momento en el que los evangélicos se sentían cada vez más asediados, perseguidos incluso. Ya fuera en el mandato anticonceptivo del Obamacare, en las leyes que determinaban el uso de los cuartos de baño en el caso de las personas transgénero o en el cambio de marea cultural en torno al matrimonio gay, el género era un elemento nuclear de esta supuesta vulnerabilidad. En el frente de la política exterior, la amenaza terrorista cernía su gran sombra, Estados Unidos ya no era la superpotencia que había sido y cerca de dos tercios de los evangélicos blancos temían que su país, antaño poderoso, se hubiera vuelto «demasiado blando y femenino».[19]

Los temores de los evangélicos eran reales. Sin embargo, no eran solo una reacción natural a unos tiempos de cambio. Durante décadas, los líderes evangélicos se habían esforzado por avivarlos. Su poder dependía de ello. Hombres como James Dobson, Bill Gothard, Jerry Falwell, Tim LaHaye, Mark Driscoll, Franklin Graham e incontables lumbreras de menos renombre invocaron una sensación de peligro para ofrecer a sus temerosos fieles su propia versión de la verdad y la protección. Generaciones de evangélicos aprendieron a temer a los comunistas, a las feministas, a los liberales, a los humanistas laicos, a los «homosexuales», a las Naciones Unidas, al Gobierno, a los musulmanes y a los inmigrantes, y estaban preparados para responder a esos miedos buscando a un hombre fuerte que los rescatara del peligro, un hombre que encarnara la masculinidad testosterónica dada por Dios. Tal como expresó con elocuencia Robert Jeffress en los meses previos a las elecciones de 2016: «Quiero al hijo de pe… más malvado y duro para desempeñar ese papel, y creo que es una opinión que compartimos muchos evangélicos».[20]

En los dos milenios de historia cristiana, y en el seno del propio evangelismo, existen muchos precedentes de sexismo, racismo, xenofobia, violencia y diseños imperiales. Pero también hay expresiones de la fe cristiana, y del cristianismo evangélico, que han alterado el statu quo y han puesto en tela de juicio los sistemas de poder y privilegios. Las Escrituras cristianas contienen relatos de un Dios guerrero y violento, y también de un salvador que convoca a sus seguidores para cuidar de «los desamparados». La Biblia concluye en una batalla sangrienta, pero también implora a los creyentes que se comporten con paz, amor, amabilidad, bondad y autocontrol. El evangelismo blanco contemporáneo vigente en Estados Unidos, por ende, no es la derivada inevitable del «liberalismo bíblico», ni tampoco la única interpretación posible de la fe cristiana histórica; la historia del cristianismo estadounidense está repleta de voces de resistencia y letreros de sendas no exploradas. Se trata, más bien, de un movimiento histórico y cultural forjado a lo largo del tiempo por personas y organizaciones con motivos diversos: el deseo de discernir la voluntad de Dios, de poner orden en tiempos de incertidumbre y, para muchos, de ampliar su propio poder. Esta es una historia de guerras mundiales y políticas presidenciales, de sacerdotes empresarios e innovación tecnológica, de películas supertaquilleras, de manuales sobre sexo y de libros de autoayuda. No empieza con Donald Trump. Y no acabará con él.

[1]Celebración de la campaña de Trump en el instituto Dordt College, filmado el 23 de enero de 2016, publicado en YouTube el 5 de noviembre de 2016, disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=JGjpIUFNXyQ.

[2]Markoe, Lauren, 2016, «Trump gets official and unofficial endorsement from two leading evangelicals», Washington Post, 26 de enero; New York Times/CBS News Poll, 2016. New York Times, 7-10 de enero.

[3]«2016 Iowa Presidential Election Results», Politico, actualizado el 13 de diciembre de 2016; Martínez, Jessica, y Gregory A. Smith, 2016, «How the faithful voted: A preliminary 2016 analysis», Pew Research Center, 9 de noviembre.

[4]Grabación del programa de prensa roja Access Hollywood en la que se puede oír a Trump presumiendo de agarrar los genitales de las mujeres y diciendo que estas te dejan hacerles cualquier cosa cuando eres una «estrella»; publicada originalmente por The Washington Post a principios de octubre de 2016. (N de la t.)

[5]Lobe, Jim, 2002, «Politics — U.S.: Conservative Christians Biggest Backers of Iraq War», Inter Press Service, 9 de octubre; «The Religious Dimensions of the Torture Debate», Pew Research Center, 7 de mayo de 2009; Cox, Dan, 2007, «Young White Evangelicals: Less Republican, Still Conservative», Pew Research Center, 28 de septiembre; Shellnutt, Kate, 2017, «Packing in the Pews: The Connection Between God and Guns», Christianity Today, 8 de noviembre; Cooper, Betsy, et al., 2016,«How Americans View Immigrants, and What They Want from Immigration Reform: Findings from the 2015 American Values Atlas», PRRI, 29 de marzo; «Data Shows How Passionate and Partisan Americans Are About the Border Wall», PRRI, 8 de enero de 2019; Hartig, Hannah, 2018, «Republicans turn more negative toward refugees as number admitted to U.S. plummets», Pew Research Center, 24 de mayo; Vandermaas-Peeter, Alexander, et al., 2018. «American Democracy in Crisis: The Challenges of Voter, Knowledge, Participation, and Polarization», PRRI, 7 de julio; «How the U.S. general public views Muslims and Islam», Pew Research Center, 26 de julio de 2017; Lopez, German, 2017. «Survey: white evangelicals think Christians face more discrimination than Muslims», Vox, 10 de marzo; Kennedy, Brian, 2016, «Most Americans trust the military and scientists to act in the public’s interests», Pew Research Center, 18 de octubre.

[6]Para consultar un panorama general acerca de cómo la religión puede dar forma a «estructuras de comportamiento globales» que vinculen la política exterior con la nacional, véase: Guth, James L., «Religion and American Public Opinion: Foreign Policy Issues», en: Smidt, Corwin E., Lyman A. Kellstedt y James L. Guth (eds.), 2009, The Oxford Handbook of Religion and American Politics, Oxford: Oxford University Press, pp. 243-265. También en este volumen, Guth identifica el apoyo de los evangélicos al internacionalismo beligerante. Véase también:Rubin, Corery, 2001, The Reactionary Mind: Conservatism from Edmund Burke to Sarah Palin, Oxford: Oxford University Press. En materia de política del nacionalismo cristiano, véase:Whitehead, Andrew L., Landon Schanble y Samuel L. Perry, 2018, «Gun Control in the Crossharis: Christian Nationalism and Opposition to Stricter Gun Laws», American Sociological Association, pp. 1-13; Whitehead, Andrew L., y Samuel L. Perry, 2019, «Is a “Christian America” a More Patriarchal America? Religion, Politics and Traditionalist Gender Ideology», Canadian Review of Sociology, 30 de abril; Perry, Samuel L., Andrew L. Whitehead y Joshua T. Davis, 2018, «God’s Country in Black and Blue: How Christian Nationalism Shapes Americans’ Views about Police (Mis)treatment of Blacks», Sociology of Race and Ethnicity, 2 de agosto; Robin, The Reactionary Mind, p. 16.

[7]Guth, James L., 2019, «Are Evangelicals Populists? The View from the 2016 American National Election Study», ponencia presentada en el Henry Symposium on Religion and Public Life, Calvin College, 27 de abril.

[8]«What is an Evangelical», National Association of Evangelicals [consulta: 15 de marzo de 2018], disponible en: https://www.nae.net/what-is-an-evangelical/. Esta definición se inspira en la clásica definición «cuatrilateral» de David Bebbington presentada en su Evangelicalism in Modern Britain: A History from the 1730s to the 1980s, Londres: Routledge, 1989.

[9]Kidd, Thomas S., 2016, «Polls show evangelicals support Trump. But the term “evangelical” has become meaningless», Washington Post, 22 de julio; Weber, Jeremy, 2018, «Christian, What Do You Believe? Probably a Heresy About Jesus, Says Survey». Christianity Today, 16 de octubre; Smietana, Bob, 2015, «What Is an Evangelical? Four Questions Offer New Definition», Christianity Today, 19 de noviembre.

[10]Stetzer, Ed, 2016, «No, Evangelical Does Not Mean “White Republican Who Supports Trump”», Christianity Today, 10 de noviembre; Butler, Anthea, «The History of Black Evangelicals and American Evangelicalism» [consulta: 23 de febrero de 2018], disponible en: http://antheabutler.com/the-history-of-black-evangelicals-and-american-evangelicalism/; Tisby, Jemar, 2019, «How Ferguson widened an enormous rift between black Christians and white evangelicals», Washington Post, 9 de agosto; Riggs, Deidra, tertuliana, 2018, «Still Evangelical in the Age of #MeToo?», Calvin College Festival of Faith and Writing, 13 de abril.

[11]James Clayton «Jim» Dobson es un psicólogo cristiano estadounidense y presidente de la organización sin ánimo lucrativo Enfoque a la familia (Focus on the Family en inglés), fundada por él en 1977. Produce el programa radiofónico diario Enfoque a la familia, que se transmite en más de una docena de idiomas a través de más de 7000 emisoras a nivel mundial, con una audiencia de más de 220 millones de personas en 164 países. Dobson es un cristiano evangélico con puntos de vista conservadores tanto en teología como en política. (N. de la T.)

[12]VeggieTales es una serie estadounidense de dibujos animados para niños de más de tres años cuyos personajes son frutas y vegetales antropomórficos que cuentan e interpretan historias que transmiten temas morales basados en la cultura cristiana. (N. de la T.)

[13]Promise Keepers es una organización paraeclesiástica cristiana evangélica para hombres. Su objetivo es «generar un renacimiento mediante un movimiento a escala mundial que incita a los hombres a ejercer un liderazgo valiente y atrevido». Se trata de una organización sin ánimo de lucro ni afiliación a ninguna confesión o iglesia cristiana concreta. Se opone al matrimonio entre personas del mismo sexo y defiende la castidad, la fidelidad conyugal y el papel como cabeza de familia del hombre en el hogar. (N. de la T.)

[14]The Gospel Coalition es una red de publicaciones en internet para iglesias evangélicas de la tradición reformada. (N. de la T.)

[15]Como el fundamentalismo anterior, el evangelismo puede verse como «un entramado de relaciones que se legitiman mutualmente». Véase:Worthen, Molly, 2014, Apostles of Reason: The Crisis of Authority in American Evangelicalism, Oxford: Oxford University Press, p. 103.

[16]Wills, Garry, 1998, John Wayne’s America, Nueva York: Simon & Schuster, p. 149.

[17]En el juicio de Scopes contra el Estado se juzgó el incumplimiento de la Ley Butler, que prohibía enseñar en cualquier establecimiento educativo de Tennessee «cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia para reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores». Fue el caso legal más sonado en la historia de la batalla ideológica entre creacionismo y evolucionismo según El origen de las especies, de Charles Darwin. (N. de la T.)

[18]Moslener, Sara, 2015, Virgin Nation: Sexual Purity and American Adolescence, Nueva York: Oxford University Press, p. 78.

[19]Green, Emma, 2016, «Why White Evangelicals Are Feeling Hopeful About Trump», The Atlantic, 1 de diciembre.

[20]Jones, Robert P., 2016, «The Evangelicals and the Great Trump Hope», New York Times, 11 de julio.

01

Ensillando

El camino que acaba con John Wayne convertido en un icono de la masculinidad cristiana está sembrado de un pintoresco elenco de personajes, desde el primer presidente vaquero hasta un jugador de baloncesto convertido en predicador, pasando por un cowboy cantante y un apuesto joven evangélico.

Hacia principios del siglo XX, los cristianos habían identificado que tenían un problema de masculinidad. Incapaces de desembarazarse de la sensación de que el cristianismo no traspiraba masculinidad, muchos culpaban a la propia fe, o, cuando menos, a la «feminización» del cristianismo victoriano, que privilegiaba la amabilidad, la contención y una respuesta emotiva al mensaje de los evangelios. Pero la masculinidad estadounidense también había experimentado recientemente grandes cambios, lo cual avivaba aquella sensación de desasosiego. Durante gran parte del siglo XIX, cuando la mayoría de los hombres se ganaban la vida como granjeros o con el trabajo manual, o bien como propietarios de pequeños negocios, la masculinidad no parecía tener flaquezas. Durante aquella época, la virilidad cristiana implicaba trabajo duro y frugalidad, además de la capacidad de desplegar la debida contención caballeresca. Al fin y al cabo, la abnegación era una virtud útil para los empresarios y los trabajadores diligentes. Pero en la década de 1890, este modelo de contención varonil había empezado a tambalearse.

La nueva economía corporativa de mercado conllevaba que un número creciente de hombres fichara para ganarse la vida, y la autodisciplina ya no prometía la misma recompensa. A medida que los hombres fueron emigrando a las ciudades, su trabajo cambió de manera significativa. Y en el caso de aquellos cuya fortaleza se volvió superflua, hombres que dejaron de identificarse como productores, su propia virilidad pareció ponerse en entredicho. Hubo, asimismo, otras alteraciones. Comenzaron a arribar a orillas del país inmigrantes del sur y del este de Europa, y «nuevas mujeres» empezaron a estudiar en universidades, se incorporaron al mercado laboral, montaban en bicicleta, llevaban bombachas y tenían menos hijos. A la vista de todos aquellos cambios, las viejas nociones de masculinidad se antojaban insuficientes. Y los hombres protestantes blancos y autóctonos empezaron a reafirmar un nuevo tipo de masculinidad más tosca y dura. Ni más ni menos que el futuro de la nación, el futuro incluso de la «civilización» cristiana blanca, parecía estar en juego.[21]

Nadie defendía esta nueva masculinidad norteamericana con más entusiasmo que Theodore Roosevelt. De joven, Roosevelt había sido objeto de escarnio por su «voz aguda, sus pantalones ajustados y su elegante ropa», y se habían mofado de él llamándolo «enclenque» y «mariquita». Pero Roosevelt ansiaba poder. Decidido a reinventarse, viajó al oeste del país y se transformó en el «Cowboy de las Dakotas». Sería en la frontera donde se forjaría una nueva masculinidad, en un lugar donde los hombres (blancos) imponían orden al salvajismo, donde los hombres, armados, mantenían a sus familias y se encargaban de la protección, y donde se ejercería la violencia en aras de un bien mayor. Si el Salvaje Oeste había podido convertir al «exquisito señor Roosevelt» en un espécimen masculino hosco, quizá pudiera hacer lo mismo con la virilidad estadounidense en general, se pensaba. Pero aquel plan tenía un defecto. Mientras Roosevelt pulía su masculinidad en la frontera occidental, el mítico Oeste se desvanecía. La virilidad estadounidense tosca debería forjarse en otro sitio, en las nuevas fronteras del imperio. El paso a un escenario global quedó perfectamente encapsulado en los «Rough Riders»[22] de Roosevelt, nombre que recibió el 1er Regimiento de la Caballería Voluntaria de Estados Unidos durante la guerra Hispano-Estadounidense, una guerra que el propio Roosevelt contribuyó a declarar. De este modo, el nuevo imperialismo estadounidense quedó enmarcado como un esfuerzo conservador por restaurar la virilidad norteamericana.[23]

Cuando Roosevelt fue nombrado presidente en 1901, la imagen personificada de la virilidad estadounidense heroica se convirtió en el líder indiscutible de la nación americana. Él, que encarnaba una masculinidad violenta y fantasiosa, y que posteriormente inyectó dicha sensibilidad a la política nacional, inculcó a los hombres corrientes la idea de que estaban participando en una causa superior. La hipermasculinidad de Roosevelt apeló a los hombres inquietos por su propia situación y la del país. Para muchos, ambas inquietudes acabarían siendo inseparables.[24]

Los cristianos estadounidenses afrontaron el desafío de reconciliar esta nueva masculinidad agresiva con la virtud cristiana tradicional. Con su énfasis en la bondad y la contención, el cristianismo victoriano se antojó de pronto insuficientemente masculino. No podía esperarse que hombres viriles y agresivos se sometieran a una fe tan castrante; de ahí que en la década de 1910, los hombres cristianos se propusieran «remasculinizar» el cristianismo estadounidense. Con la intención de contrarrestar las «virtudes femeninas» que habían acabado dominando la fe, insistieron en que el cristianismo también era «en esencia masculino, combativo y guerrero». Había llegado el momento de que los hombres retomaran las riendas de la iglesia. Existía un precedente de estos remiendos de la virtud cristiana. En el Sur de Estados Unidos, la masculinidad blanca abogaba desde hacía tiempo por la imposición sobre las personas dependientes, a saber: las mujeres, los niños y los esclavos. Los hombres sureños mantenían una supervisión vigilante sobre dichas personas y, por extensión, sobre el orden social en general. En un inicio, esta cultura sureña de superioridad y honor parecía entrar en conflicto con los impulsos igualitarios de la cristiandad evangélica (según el apóstol Pablo, Cristo no era un esclavo ni un hombre libre, ni masculino ni femenino). Pero los evangélicos sureños dieron con una manera de definir la virilidad cristiana de tal modo que santificara la agresión; con el fin de mantener el orden y cumplir su papel como protectores, hay momentos en los que los hombres cristianos deben recurrir a la violencia. Así, a principios del siglo XX, una masculinidad tosca unió a los hombres blancos del Norte y del Sur y transformó el cristianismo estadounidense.[25]

El exjugador profesional de béisbol Billy Sunday predicó este nuevo «cristianismo muscular» con un fervor sin parangón. Sunday, que no quería tener nada que ver con una piedad mariquita y pusilánime, prefirió cargar «su vieja arma evangelista de avancarga con ipecacuana, suero de leche, matarratas, sal de roca y lo que fuera que tuviera a mano» y dejarla volar. En la primavera de 1917, con la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, la beligerancia de Sunday dejó de ser solo metafórica. No tenía paciencia ni para pacifistas ni para desertores («memos de mala muerte»), ni, por extensión, para ningún tipo de matiz: «En los tiempos que corren, o se es un patriota o se es un traidor para con nuestro país y la causa de Jesucristo». Evangelista de la guerra, Sunday era célebre por subirse al púlpito ondeando la bandera estadounidense. [26]

La Primera Guerra Mundial llevó a un punto crítico las tensiones crecientes en el seno del protestantismo estadounidense. Por una parte, un protestantismo respetable y centrado en la iglesia había delegado desde hacía tiempo la autoridad religiosa en la Iglesia institucional y el clero ordenado. Aun así, de tanto en cuando, movimientos renacentistas evangélicos barrían el país de punta a punta. Tales renacimientos tenían la capacidad de alterar el statu quo y, en ocasiones, de cambiar drásticamente las jerarquías sociales antes de que la autoridad confesional tradicional volviera a reafirmarse. No obstante, en los años posteriores a la guerra de Secesión, arraigó una nueva y duradera manifestación del renacimiento evangélico perfectamente acorde a la cultura del consumo emergente.

Los innovadores evangélicos aprovecharon las técnicas publicitarias del momento para dar forma a una fe genérica y no sectaria que privilegiaba la «simple lectura de la Biblia» a título individual y abogaba por un compromiso con los «fundamentos» puros y sin adulteraciones de la fe. Anunciando este enfoque innovador como una «religión de antaño», comercializaron esta fe directamente entre los consumidores. A través de la mercadotecnia religiosa y con ayuda de portavoces famosos con labia como el propio Sunday, lograron reemplazar a las autoridades confesionales tradicionales por la autoridad del mercado y el poder de elección de los consumidores. Entre los «fundamentalistas» que abrazaron este renacimiento guiado por el mercado figuraban populistas agitadores y profesionales «respetables» de clase media. De hecho, las tensiones y luchas internas entre estas facciones caracterizarían el movimiento durante el siglo siguiente. Mediante la identificación de enemigos comunes, los fundamentalistas lograron dar forma a una identidad potente (si bien inestable).[27]

Por suerte para ellos, no fue difícil hallar enemigos. Los «modernistas» teológicos también aspiraban a que su fe fuera relevante en aquellos tiempos de cambio, pero rechazaban la «lectura simple» de la Biblia que propugnaban los fundamentalistas. Los acusaban de reemplazar el estudio erudito apropiado de la Biblia por «propaganda», y prefirieron recurrir a eruditos críticos para analizar las complejidades de las Escrituras. Aquellos protestantes liberales solían recalcar las dimensiones sociales y ambientales del cristianismo, frente al foco más individualista de los fundamentalistas en el pecado personal y la conversión. Por su parte, los fundamentalistas acusaban a los modernistas de abandonar la fe cristiana histórica.[28]

Con todo, modernistas y fundamentalistas coincidían en la necesidad de masculinizar la fe. Los protestantes liberales insistían en que su propio activismo social ejemplificaba un ejercicio viril del cristianismo. Por su parte, los fundamentalistas aseguraban que una defensa acérrima de la doctrina demostraba un valor y una convicción masculinos y ridiculizaban la teología liberal, que consideraban un desperdicio afeminado de la virilidad del verdadero cristianismo.

Durante la Primera Guerra Mundial, estas visiones contrapuestas del cristianismo muscular se vieron envueltas en un militarismo frenético. Los protestantes liberales entendieron el conflicto como una guerra que pondría fin a todas las guerras, un medio para difundir la democracia y el cristianismo por todo el planeta. Entre los fundamentalistas, la respuesta fue más complicada de lo que el ondeo de la bandera por parte de Sunday podría sugerir. En algunos casos, la negativa a definir Estados Unidos como un «país cristiano» hizo que contuvieran su entusiasmo por el conflicto bélico. Un país cristiano, de acuerdo con los editores de The King’s Business, una publicación mensual del Bible Institute de Los Ángeles, sería un país que «ha aceptado a Cristo como su Señor y Salvador» en todos los aspectos de la gobernanza, tanto en los políticos como en los comerciales y las relaciones internacionales. Sin embargo, «no existe un país así en la Tierra, ni ha existido nunca ni existirá hasta la próxima venida de nuestro Señor». Por este motivo, el patriotismo no se consideraba ninguna virtud: el cristiano debía lealtad al reino del Dios, no a su país. En un movimiento que hoy resulta casi incomprensible, los protestantes liberales se abalanzaron sobre esta ambivalencia, tildaron la fe conservadora de «antiamericana» y acusaron a sus practicantes de amenaza para la seguridad nacional por su falta de patriotismo. Los fundamentalistas respondieron señalando que la teología liberal tenía sus orígenes en la crítica sofisticada de los círculos intelectuales alemanes y apuntalando su propio patriotismo.[29]

Concluida la guerra, ningún patriotismo podía camuflar el hecho de que se había librado con un gran coste y con unos beneficios aparentemente magros. El modelo de masculinidad de Roosevelt había resultado deficiente; todo apuntaba a que la guerra había expuesto a los estadounidenses al horror de «ver hechos realidad los mitos sobre sangre, fuego, mutilación y ceguera». Entre los internacionalistas protestantes liberales, la desilusión fue especialmente acusada. Sherwood Eddy, un destacado protestante liberal defensor de la guerra, expresó su consternación por su propio activismo probelicista: «Creía que era una guerra que pondría fin a las guerras, una guerra para proteger la feminidad, para destruir el militarismo y la autocracia y para instaurar un nuevo mundo “en el que los héroes pudieran vivir”», confesó. La matanza y los horrores de la guerra pusieron fin a todo ello.[30]

Y ante tamaña desilusión, el modelo más combativo de masculinidad cristiana perdió fuelle. En su lugar resurgió el ideal del empresario cristiano como prototipo de virilidad cristiana. El libro de Bruce Barton El hombre a quien nadie conoce (1925) ejemplificó este cambio. Barton, un ejecutivo publicitario, describía a Jesús como «el mayor ejecutivo empresarial del mundo», si bien el Jesús de Barton no era ningún incauto. No había que confundirlo con el «joven pálido con antebrazos fofos y expresión triste» que colgaba en las paredes de las catequesis de todo el país, un hombre «debilucho», «mariquita», «manso y humilde» asfixiado por las penas. El Jesús de Barton era un «ganador», un hombre fuerte y «magnético», la clase de hombre capaz de «inspirar un gran entusiasmo y levantar grandes empresas». La fuerza seguía siendo vital, pero la agresión y la violencia cedieron terreno a la eficiencia y el magnetismo.[31]

Sin embargo, muchos fundamentalistas conservaron algo más que vestigios de su antigua beligerancia. Como premilenialistas, a los fundamentalistas les atribulaban menos los horrores de la guerra. No esperaban que una guerra pusiera fin a todas las guerras antes de la segunda venida de Cristo, y su inclinación por las profecías apocalípticas les daba un marco para entender el resultado de aquel conflicto bélico sin sucumbir a la desilusión y la desesperanza. De hecho, tras despojarse de gran parte de su ambivalencia, los fundamentalistas emergieron de la guerra convertidos en personas más patriotas, combativas y cascarrabias que nunca. Y también más convencidas de su necesidad de defender las verdades fundamentales. Una vez hubieron atribuido la barbarie alemana de la guerra a la influencia de la teología liberal y a la teoría evolutiva, se dispusieron a proteger la cultura y el cristianismo estadounidenses de tales peligros. Y a un nivel más práctico, al constatar su incapacidad para conseguir o retener el control de las principales confesiones y seminarios en los años de posguerra, la combatividad de los fundamentalistas se antojó perfectamente apropiada, una insignia de honor incluso.[32]

Ahora bien, con su defensa de aquella masculinidad combativa en la posguerra, los fundamentalistas descubrieron que cada vez estaban más desacompasados con el cristianismo estadounidense y con la cultura norteamericana más generales. Escritores como Sinclair Lewis y H. L. Mencken se dedicaron a ridiculizar el cristianismo muscular retrógrado de los fundamentalistas argumentando que no eran más que reliquias redomadas de tiempos pretéritos. Tal desdén cultural únicamente consiguió potenciar la percepción que los fundamentalistas tenían de sí mismos como un reducto de fieles asediado. Tras haber fracasado en su gran apuesta por apoderarse de las estructuras confesionales existentes, los fundamentalistas dieron su propio golpe desplegando un vibrante conjunto de escuelas dominicales, iglesias, organizaciones de misiones, editoriales y otras asociaciones religiosas. Pero les irritaba su situación marginal y, en la década de 1940, decidieron que había llegado el momento de volver a actuar a escala nacional. En lugar de andar dando tumbos en «brigadas o secciones» aisladas, decidieron unirse en «un poderoso ejército».[33]

Para lanzar la ofensiva, un grupo de personalidades fundamentalistas aunaron fuerzas en 1942 y formaron la Asociación Nacional de Evangélicos estadounidense (NAE por sus siglas en inglés). Su elección del término «evangélicos» fue estratégica. Conscientes de su problema de imagen, los fundamentalistas sabían que necesitaban rebautizar su movimiento. El hecho de que algunos de los fundamentalistas más combativos hubieran puesto en marcha su propia organización (el Consejo Estadounidense de Iglesias Cristianas, bajo el liderazgo del fundamentalista Carl McIntire) ayudó a este proyecto, pues permitió a la Asociación Nacional de Evangélicos distanciarse de los elementos más reaccionarios, y fue en ese momento cuando «evangélico» empezó a connotar una alternativa más progresista del fundamentalismo combativo y separatista que había sido objeto de escarnio. Aun así, los evangélicos nunca abandonaron del todo su postura beligerante e, incluso mientras se esforzaban por generar un respeto renovado por su «religión anticuada», lucharon por definir los contornos de dicha fe. Las afinidades eran profundas y no siempre resultaba posible diferenciarlas entre sí; con el tiempo, los fundamentalistas volverían a inyectar su beligerancia en el movimiento evangélico más general.

En el discurso inaugural de la primera reunión de la Asociación Nacional de Evangélicos, en 1942, el reverendo Harold John Ockenga advirtió a sus «lobos solitarios» amigos de las agoreras nubes que se vislumbraban en el horizonte y que «anunciaban la aniquilación» a menos que decidieran «luchar como una manada». Durante décadas, el evangelismo «había sufrido una serie de derrotas», pero había llegado el momento de inaugurar «una nueva era de cristianismo evangélico». Como «hijos de la luz», podían aprender algunas lecciones de «los hijos de este mundo», de los sóviets y los nazis. Tanto en cuestiones de iglesia como de Estado, las tácticas defensivas habían demostrado ser desastrosas. Los evangélicos debían unirse y lanzar su ofensiva antes de que fuera demasiado tarde.[34]

Pero ¿era realmente tan pequeño aquel reducto? Cuando los delegados se reunieron un año más tarde, la prensa, basándose en la afiliación confesional, calculó que la Asociación Nacional de Evangélicos representaba a unos dos millones de personas, una fracción de los entre sesenta y setenta millones de cristianos representados por el Consejo Federal de Iglesias, de talante más liberal. Pero el movimiento evangélico nunca se limitó a su afiliación confesional, y su influencia iba al alza.[35]

La ruta a seguir estaba clara, y no sería a través de estructuras confesionales. Para evangelizar el país, los evangélicos necesitaban revistas que llegaran a millones de personas y tener acceso a las ondas de las emisoras radiofónicas nacionales. Necesitaban organizaciones para las misiones, así como para los institutos evangélicos y las escuelas dominicales. Contaban con los recursos y con la fortaleza mental. Lo que les faltaba era una red que apoyara y amplificara esos esfuerzos individuales.[36]

En cuanto a los esfuerzos de los evangélicos por limpiar su imagen, fue un apuesto y joven pastor de Carolina del Norte quien desempeñó el papel protagonista. Más que ninguna otra cosa, la fama de Billy Graham entretejió el universo desconectado del evangelismo estadounidense, hasta tal punto que, en una ocasión, el historiador George Marsden bromeó diciendo que la definición más simple de «evangélico» podría ser «cualquiera a quien le caiga bien Billy Graham». Graham, que en el pasado había sido comercial de Fuller Brush, una compañía dedicada a productos de higiene personal y doméstica, se convirtió en el rostro del nuevo evangelismo…, y era un rostro atractivo y masculino, cosa que rara vez pasaba desapercibida. En palabras de su biógrafo, «durante casi sesenta años, prácticamente todos los artículos sobre Graham aparecidos en la prensa hacían algún comentario sobre su aspecto físico». Con 1,88 m de altura, era el paradigma del «hombre estadounidense», con «genes escoceses y aspecto nórdico», «facciones bien marcadas, ojos azules y mentón cuadrado».[37]

Billy Graham participa en un mitin de Youth for Christ en Grand Rapids, Michigan, en septiembre de 1947. CORTESÍA DE BILLY GRAHAM CENTER ARCHIVES, WHEATON COLLEGE, WHEATON, ILLINOIS.

Graham, que no dejaba nada al azar, puso especial cuidado en reforzar sus credenciales masculinas. Corría, levantaba pesas y realizaba un régimen de ejercicio físico riguroso; se preparaba para sus cruzadas entrenando «como un boxeador profesional». Antes de su conversión, Graham «siempre había pensado que la religión era cosa de “mariquitas”», algo adecuado para «viejos y mujeres jóvenes, pero no para “hombres de verdad” con sangre en las venas». De ahí que, en el relato de su propia conversión, combinara tanto metáforas deportivas como militares para dejar meridianamente claro que su fe no entraba en conflicto con su masculinidad. Jesús no era ningún pusilánime, era un «deportista estelar» que «podía convertirse en el héroe de nuestras vidas». La vida cristiana era una «guerra total», y Jesús era «nuestro comandante supremo». El Jesús de Graham era «un hombre de pies a cabeza», el hombre físicamente más imponente que había existido.[38] Con la voluntad de salvar almas, o persiguiendo el éxito de su propia carrera, Graham sentía que tenía que demostrar que el cristianismo era perfectamente compatible con la masculinidad de pelo en pecho. Y la Segunda Guerra Mundial le ofreció un contexto ideal para hacerlo.

Entre los fundamentalistas y los evangélicos, cualquier ambivalencia persistente con respecto a la guerra fue aniquilada por el ataque a Pearl Harbor. La nueva guerra era una batalla indiscutible entre el bien y el mal, y en esta ocasión no darían motivos para que se los tachara de antipatrióticos. Entre los estadounidenses en general, la guerra rehabilitó un modelo más combativo y militarista— de masculinidad, y los fundamentalistas y los evangélicos remodelados, muchos de los cuales nunca habían abandonado del todo el antiguo cristianismo muscular, entraron en liza.

Resulta revelador que fueran los protestantes liberales, muchos de ellos aún escarmentados por la Primera Guerra Mundial, quienes expresaran sus reservas hacia las tácticas de la guerra total empleadas por el ejército estadounidense. Ockenga, por su parte, defendió el bombardeo de ciudades alemanas en las páginas del New York Times. Los evangélicos se mostraron encantados con esta inversión de roles, y su patriotismo y militarismo recién descubiertos les ayudarían a zafarse de su reputación de extremistas y de su estatus marginal.[39]