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Cuando Nadia, la hija de una respetada familia de empresarios, presenta a su novio Jorge, el equilibrio familiar se ve amenazado. Su padre, Federico, desconfía de él desde el primer encuentro, sin saber por qué. A medida que se entrelazan ambiciones, secretos del pasado y diferencias sociales, la familia se ve envuelta en un juego emocional donde el destino parece tener la última palabra. ¿Podrán encontrar armonía o serán víctimas de sus propias decisiones?
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Seitenzahl: 319
Veröffentlichungsjahr: 2025
PATRICIA D. FREIMAN
Freiman, Patricia D. Juegos del destino / Patricia D. Freiman. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6683-6
1. Novelas. I. Título.CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Agradecimientos
Prólogo
Capítulo 1 - El country
Capítulo 2 - Ella
Capítulo 3 - Ellos
Capítulo 4 - Jorge
Capítulo 5 - La caminata
Capítulo 6 - La hora del almuerzo
Capítulo 7 - Adiós Jorge
Capítulo 8 - Regreso familiar
Capítulo 9 - La fallida idea del country
Capítulo 10 - La vida siguió su curso
Capítulo 11 - Las empresas de papá
Capítulo 12 - Silvana
Capítulo 13 - El plan en marcha
Capítulo 14 - Un plan paralelo
Capítulo 15 - Se llama Tina
Capítulo 16 - Y él, Paulino
Capítulo 17 - Encuentro a escondidas
Capítulo 18 - Llegó Tina
Capítulo 19 - El encuentro propiamente dicho
Capítulo 20 - La interrupción
Capítulo 21 - Entonces la duda
Capítulo 22 - La velada
Capítulo 23 - ¿Quién es?
Capítulo 24 - Preguntas en silencio
Capítulo 25 - Discusión literaria
Capítulo 26 - Voces internas sobre el café
Capítulo 27 - El trabajo de Tina
Capítulo 28 - La casa de Tina
Capítulo 29 - Enrique
Capítulo 30 - El día siguiente
Capítulo 31 - Aquí hay algo raro
Capítulo 32 - Nadia entró en la oficina de Jorge
Capítulo 33 - Charlas vacías
Capítulo 34 - La noche
Capítulo 35 - ¿Qué haremos Enrique?
Capítulo 36 - ¿Nadia?
Capítulo 37 - Tamara
Capítulo 38 - Otra vez Jorge
Capítulo 39 - Tina nuevamente
Capítulo 40 - Un abrazo en silencio
Capítulo 41 - Preguntas en demasía
Capítulo 42 - Ojalá no te equivoques
Capítulo 43 - O acaso es broma
Capítulo 44 - Quién pudiera descansar
Capítulo 45 - La felicidad como compañera
Capítulo 46 - Los estados anímicos
Capítulo 47 - Machu Picchu
Capítulo 48 - Esa sonrisa
Capítulo 49 - Seis meses más tarde
Capítulo 50 - Los días siguientes al casamiento
Capítulo 51 - Una sorpresa que salva
Capítulo 52 - Un llamado de aviso
Capítulo 53 - Has estado perdida
Capítulo 54 - No más preguntas por favor
Capítulo 55 - Ansiedad
Capítulo 56 - Mensaje
Capítulo 57 - La empresa Mastropiero sería solo un recuerdo
Capítulo 58 - ¿De qué está hablando?
Capítulo 59 - ¿Y quién lo entiende?
Capítulo 60 - A cabalgar
Capítulo 61 - Todo está mal y la propuesta
Capítulo 62 - ¿Qué quieres hacer?
Capítulo 63 - Las desilusiones cuentan
Capítulo 64 - Una breve visita
Capítulo 65 - El viaje
Capítulo 66 - Los tiempos del amor
Capítulo 67 - La contestadora
Capítulo 68 - Aló
Capítulo 69 - El sentir y sus paralelismos
Capítulo 70 - Al mismo tiempo
Capítulo 71 - Y a la vez
Capítulo 72 - Retomando
Capítulo 73 - Mucho mejor
Capítulo 74 - Como lo sabes
Capítulo 75 - Ni los cuerpos saben
Capítulo 76 - Su despertar
Capítulo 77 - Siempre se conversa de política
Capítulo 78 - El punto de partida de cada uno
Capítulo 79 - Un nuevo acuerdo
Capítulo 80 - No le debemos nada a nadie
Capítulo 81 - ¿Y nuestros hijos?
Capítulo 82 - En camino
Capítulo 83 - Y al llegar
Capítulo 84 - Qué es lo que pasa
Capítulo 85 - El vuelo y las opciones
Capítulo 86 - Mamá
Capítulo 87 - Pulseada
Capítulo 88 - Tremenda sorpresa
Capítulo 89 - Nada de Nadia
Capítulo 90 - Mensaje del padre
Capítulo 91 - Llegó Nadia
Capítulo 92 - Las madres saben
Capítulo 93 - Un chiste
Capítulo 94 - Vamos
Capítulo 95 - De guardia
Capítulo 96 - Se fue
Capítulo 97 - Media hora
Capítulo 98 - La nota en el dormitorio
Capítulo 99 - Cuando él se fue
Capítulo 100 - Enrique
Capítulo 101 - Por suerte existen noches cortas
Capítulo 102 - Lloró como un niño
Capítulo 103 - ¿Jorge?
Capítulo 104 - Las malas noticias
Capítulo 105 - Nadie estaba con él
Capítulo 106 - Le pegó fuerte la orfandad
Capítulo 107 - Acaso era un ignorante
Capítulo 108 - Al culminar la ceremonia
Capítulo 109 - Entre tanto, Tamara
Capítulo 110 - Dónde vas a estar
Capítulo 111 - Paralelamente
Capítulo 112 - Lástima
Capítulo 113 - ¿A quién no le pasaría lo mismo?
Capítulo 114 - La dulce espera
Capítulo 115 - Nadia no parecía entender nada
Capítulo 116 - Sin parar de llorar
Capítulo 117 - Rezó el padre nuestro
Capítulo 118 - La ducha
Capítulo 119 - ¿La policía?
Capítulo 120 - Gracias señor
Capítulo 121 - Respira hondo
Capítulo 122 - Precisaba descansar
Capítulo 123 - Te lo merecés
Capítulo 124 - Más temprano que tarde
Capítulo 125 - Estoy feliz
Capítulo 126 - El juez
Capítulo 127 - Mal hecho
Capítulo 128 - Aló Hawái
Capítulo 129 - Princesa
Capítulo 130 - El noticiero
Capítulo 131 - El apellido en las noticias
Quiero agradecer a quienes siempre me alentaron para terminar esta historia: a Oscar, mi esposo; a Romina, nuestra hija y a quienes endulzan mi corazón Camila y Gabriela, nuestras nietas.
Un especial agradecimiento a Agustina Garber, un regalo del destino que me llevó de la mano hasta llegar a esta publicación.
La vida es como un rompecabezas: al nacer, recibes las piezas que, a lo largo del camino, debes encajar hasta completar el cuadro final.
Los Mastropiero contaban con todas sus piezas, combinándolas a su antojo y confiando en su intuición. Todo encajaba perfectamente hasta que un día inesperado, el destino decidió intervenir en su partida sin ser invitado. Como una obra maestra les presentó una ficha diferente, un juego completamente nuevo. Confundirlos era sin duda, su plan.
¿Podrá la familia Mastropiero resolver el misterio? ¿Lograrán encajar una pieza de otro juego en su rompecabezas? ¿Hasta dónde se puede forzar una pieza?
El destino juega sin pedir permiso, y lo único que les queda es participar en este juego llamado vida.
—Por favor, mamá, quiero que lo conozcan. Verás que les va a gustar... es muy apuesto e inteligente. ¿Te conté que siempre obtiene las mejores calificaciones?
—Está bien, hija. Déjame hablar con tu padre. No puedo prometerte nada; ya sabes cómo es él.
—Ya tengo la edad suficiente como para salir con quien yo quiera sin necesitar su aprobación. Sin embargo, no es la forma en que quiero hacerlo. Me gustaría honrarlos y hacer las cosas bien, que venga a casa y lo conozcan como corresponde.
—Te dije que está bien. Y ese Jorge... ¿qué estudia?
—Administración de empresas. Tenemos dos clases juntos.
—¿Y sus padres? ¿A qué se dedican?
—No lo sé con certeza... Su madre es viuda desde hace tiempo.
—¿La conoces?
—Bueno... la vi una vez por casualidad, pero no, conocerla bien, no.
—Dile a Blanca que prepare la mesa para la cena; tu padre llegará en cualquier momento. En cuanto a lo que estábamos hablando, este sábado vamos al country. Si quieres, invítalo para que pase el día con nosotros y así lo conocemos.
—¿Al country? No sé... preferiría que fuera aquí, en casa.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo el country?
—Nada, solo que no quiero que se sienta incómodo. Es una persona bastante humilde.
—No me digas que no sabe quiénes somos... que nunca ha escuchado nuestro apellido.
—Sí, lo sabe, pero...
—¿Hace cuánto tiempo que están saliendo? Si piensas presentarlo, inevitablemente sabrá quiénes somos.
—Está bien, lo invitaré al bendito country este sábado.
Nadia se veía hermosa y sencilla, como siempre. A pesar de pertenecer a una familia con mucho dinero y renombre, la sencillez y la unión familiar eran sus características distintivas, las que los hacían conocidos y respetados, especialmente a ella.
El Sr. Mastropiero poseía la fábrica de carteras de cuero para damas más prestigiosa del mundo. Todo comenzó cuando su padre, en un pequeño taller de reparación de calzado, confeccionó su primera cartera como regalo para su amada esposa. Como el taller apenas generaba lo suficiente para subsistir, no podía permitirse comprar materiales adicionales, así que se las ingenió para unir retazos de cuero, creando un bolso multicolor que, sin saberlo, cambiaría su destino para siempre.
Para mantener la sorpresa, dejó el bolso en el taller hasta el día del cumpleaños de su esposa. Por suerte, un forastero entró al negocio para arreglar el taco de su zapato y quedó fascinado con la cartera multicolor. La terminación era impecable, y las texturas y colores hacían que pareciera casi una obra maestra, algo nunca antes visto. Ese forastero, quien en apariencia era un desconocido, resultó ser nada menos que el encargado de compras de uno de los almacenes más importantes de Europa. Aquel día marcó el inicio de un cambio radical en la vida del Sr. Mastropiero.
Sin embargo, su esposa nunca llegó a usar la famosa “cartera de la suerte”. Decidió conservarla como un amuleto en lo que sería la nueva fábrica de carteras Mastropiero.
Federico Mastropiero no solo heredó de su padre el apellido ya reconocido, un negocio próspero y una abultada cuenta bancaria, sino también una educación y sencillez que solo se aprenden en el hogar. Un hogar basado en el amor y el respeto. Esos mismos valores los transmitió a su propia familia, formada junto a Silvana Porta, una mujer joven y hermosa tanto por dentro como por fuera. Cultivada y con una carrera que supo aplicar en los negocios de su marido, Silvana demostró todo su conocimiento y capacidad, asumiendo el rol de contadora y llevando los libros de la empresa hasta el nacimiento de su hija Nadia, la única hija y futura heredera de una fortuna que seguía creciendo año tras año.
Silvana dedicó todo su tiempo y esfuerzo a criar a Nadia. La niña era pura sonrisa: dulce, educada y respetuosa, y la luz de los ojos de sus padres. Ellos solo querían verla feliz y soñaban con el día en que se convirtieran en abuelos.
Silvana siempre había pecado de inocente; en su mente, no cabía la idea de que existieran personas con malas intenciones en el mundo: gente interesada, insincera o vil. A pesar de los años de experiencia y las desilusiones pasadas, nunca cambió su manera de ver la vida; su perspectiva seguía siendo bondadosa y maravillosa. No quería hacerse daño a sí misma cambiando su esencia.
Federico, por otro lado, era más desconfiado y tenía un sexto sentido altamente desarrollado. Desde el primer momento, podía percibir si alguien no era “tan bueno” como aparentaba. Apenas necesitaba unos segundos para conectarse con esa intuición y, sin que la persona dijera una palabra, solo con mirarla a los ojos, percibía la energía que cada ser humano irradia. Pocas veces se había equivocado; su intuición seguía invicta.
Sin embargo, ese sexto sentido le había causado ciertos problemas con su esposa, quien se negaba a aceptar que la gente pudiera ser así. A Silvana le molestaba profundamente que Federico se dejara llevar por las primeras impresiones; lo consideraba cerrado e intransigente. Pero lo que más la incomodaba era tener que admitir, tiempo después, que él había tenido razón una vez más.
Era un sábado perfecto. El sol brillaba sin cesar, sin una sola nube en el cielo, mientras una brisa fresca traía el aroma característico de la primavera. Los ojos de Nadia brillaban más de lo habitual; con un poco de atención, se podía notar cómo su corazón latía con fuerza bajo su blusa de algodón. Jorge había llegado.
Con paso firme y seguro, Jorge se acercó a la mesa donde estaban Nadia y sus padres. Era un momento clave, uno que había esperado con ansias. Se presentó cuidadosamente peinado y pulcramente afeitado, vistiendo una camisa verde militar de algodón, pantalón beige, medias a tono y zapatos sport marrones. A medida que avanzaba, sus lentes de sol reflejaban la escena: la mesa de los Mastropiero, parte del jardín, la piscina y, sobre todo, la sonrisa de Nadia, su amada.
En cada bocanada de aire, nervioso y tembloroso, se percibía su deseo de que todo saliera bien. La brisa matutina lo envolvía y llevaba hasta Nadia su perfume, ese aftershave suave que ella conocía tan bien. Irónicamente, era el mismo perfume que hasta hace poco Nadia detestaba, pero que ahora le parecía mejor que cualquier fragancia francesa. El amor, a veces, tiene el poder de cambiar nuestros gustos más genuinos.
Una sonrisa tímida apareció en los labios de Jorge. Sus comisuras lo delataron, y esa simple acción provocó otra sonrisa en Silvana, un brillo en los ojos de Nadia y ninguna reacción en el rostro de Federico. Esas fueron las primeras impresiones que causó.
Nadia salió a su encuentro, corriendo con cuidado. Se besaron en la mejilla, aunque, en el fondo, ella deseaba abrazarlo y sentir uno de esos besos cortos en los labios.
—Jorge, te presento a mi madre.
—Encantado, Sra. Silvana. He oído maravillas sobre usted. Es un placer conocerla.
—Mucho gusto, Jorge. Por favor, llámame simplemente Silvana.
Las miradas de madre e hija se cruzaron. Se conocían tanto que no necesitaban hablar; en los ojos de Silvana había aprobación. Ambas sellaron sus pensamientos con una sonrisa pícara.
—Jorge, él es mi padre.
Antes de saludarlo, Jorge se quitó los anteojos oscuros dejando al descubierto un par de ojos verdes que competían con el verde del paisaje. Estrechó la mano de Federico con firmeza, mirándolo directamente a los ojos.
—Mucho gusto, Sr. Federico. Encantado de conocerlo. Déjeme decirle que espero que, algún día, mis hijos hablen de mí con la misma admiración con la que su hija habla de usted.
Jorge humedeció sus labios, como si esas palabras hubieran sido su máximo esfuerzo, dejándolo seco.
—Mucho gusto, Jorge. Siéntate.
Silvana observaba atentamente a Jorge, analizando lo bien que se veían juntos y reconociendo en su interior que su hija tenía razón: él era realmente apuesto. Y esos ojos verdes, casi como esmeraldas, que él ocultaba con timidez, eran innegablemente encantadores. Con tantas cosas en la cabeza, ni siquiera se detuvo a observar la reacción de su marido; de hecho, estaba completamente absorta hasta que la voz de Federico preguntó quién quería café, sacándola con rapidez de sus pensamientos.
Sobre la mesa, cubierta con un mantel de hilo floreado, se disponían las tazas de porcelana blanca con bordes dorados. Estaban en el country más distinguido de la ciudad, donde jugaban al golf el gobernador, jueces, políticos, artistas y empresarios destacados como Federico. Era el lugar ideal para hacer contactos, y siempre se decía que, si alguien se enfermaba, allí encontraría a los mejores especialistas.
La azucarera, la cremera y la jarra térmica no solo combinaban con las tazas, sino que también evitaban que el mantel se moviera con la brisa juguetona. Los cubiertos de plata llevaban grabado el escudo del country. Nadia movió un florero de cristal con tres rosas que le impedía alcanzar la panera repleta de croissants y pan francés. Mientras tanto, Silvana distribuía los platos y cubiertos entre los comensales. El servilletero, hecho con cáscara de naranja, era una obra artesanal que añadía un suave aroma cítrico al ambiente.
Todos se sirvieron café. Madre e hija con crema y azúcar, mientras que Federico, fiel a sus costumbres, lo tomó negro, asegurando que era la única forma de disfrutar el sabor auténtico del café. Jorge, quien siempre tomaba su café con dos cucharaditas de azúcar, cambió de opinión espontáneamente. Nadia se sorprendió al verlo dejar el azúcar; él nunca rompía esa costumbre. Pensó que debía estar realmente nervioso para olvidarse de algo tan suyo y, en silencio, se prometió no reírse al ver la cara que pondría al probar el café, que, para colmo, estaba preparado al gusto de su padre: extremadamente fuerte.
—Es una mañana hermosa, hace tiempo que no teníamos un clima tan agradable. ¿Encontraste el camino sin problemas, Jorge?
—Ningún problema, Silvana.
Simultáneamente, Federico bajó su ceja izquierda, un gesto característico en él cuando algo no le gustaba.
—Esos croissants se ven deliciosos, ¿quién quiere uno?
La pregunta de Nadia no fue tanto por ofrecer como para ver si su padre respondía, ya que el gesto de la ceja la alarmaba. Se preguntaba qué había pasado, qué lo había detonado, qué no le había gustado. Al final, solo ella se sirvió un croissant, y lo hizo sin ganas.
—Nadia nos comentó que en poco tiempo te gradúas...
—Sí, señor, solo me faltan seis meses para terminar.
—No solo se gradúa, también recibirá la medalla de oro.
—Nadia, por favor, sabes que no me gusta que se resalten esas cosas.
—Seguramente a tus padres sí les gustará escucharlo —acotó Federico.
—Mi padre falleció hace tiempo, y mi madre... sí, ella está muy contenta, señor.
—¿Son muchos en tu familia, Jorge?
—No, Silvana, solo somos mi madre y yo.
De repente, Federico se levantó.
—Voy a caminar un poco; vuelvo enseguida.
Sus pasos llevaban el peso de un cuerpo bien cuidado a lo largo de los años, pero en ese momento cargaban con una evidente molestia. Silvana lo observó alejarse sin hacer el menor intento de seguirlo. Después de 25 años de casados, sabía que cuando él se iba a caminar sin invitarla, era porque estaba preocupado o molesto y necesitaba espacio. Y ella se lo respetaba.
Ambos se conocían muy bien. Se amaban tanto como se acompañaban y se observaban con atención. Silvana admiraba en Federico su tenacidad, inteligencia, dulzura, sencillez, lo buen padre que era y el amigo que siempre había sido. También admiraba ese físico que la había cautivado, y que con los años se había vuelto más interesante. Su cabello blanco le daba un aire distinguido, el bigote canoso y sus ojos negros y profundos seguían haciéndola temblar cada vez que la miraba.
Cuando Federico miró su reloj, se dio cuenta de que llevaba más de una hora caminando, así que decidió regresar para reunirse con su familia. Sin embargo, aún no lograba acallar ese malestar que lo invadía. Había algo en Jorge que no le gustaba, y lo que más le molestaba era no saber exactamente qué. Una de las cosas que reconoció para sí mismo fue que no le había agradado que Jorge se refiriera a Silvana solo por su nombre, sin el “señora” como prefijo. Era consciente de que ella se lo había pedido, pero...
Se preguntó a sí mismo, con cierta vergüenza, si no estaría sintiendo celos. Para él, Silvana seguía siendo tan joven y hermosa como el día en que la conoció. A veces le costaba creer cuánto tiempo había pasado. El cabello de ella se había vuelto rubio con los años, claro que las tinturas hacían sus milagros, y las pocas canas rebeldes que no lograban teñirse del todo le daban un reflejo encantador, haciéndola aún más hermosa.
Ella solía decir que lo que la había conquistado de él era su sonrisa franca y sus dientes blancos y perfectos. Federico, por su parte, no podía precisar qué fue exactamente lo que lo cautivó de ella; solo sabía que, apenas la vio, su corazón empezó a latir con la fuerza que solo el amor provoca. Quizás fueron sus ojos de un color indefinido, o la suavidad de su mirada. Tal vez fue el perfume embriagador de su piel. Nadie podía negar que tenía unas piernas torneadas hermosamente, y sus manos, con esos dedos largos y finos y uñas bien cuidadas, eran una delicia. Todo eso lo conservaba aún hoy, y le molestaba que ese muchacho se tomara la libertad de tutearla, aunque ella se lo hubiese pedido. Para Federico, las formas y el respeto eran esenciales, sobre todo en una primera impresión.
¿O estaría celoso de Nadia? Sabía que tarde o temprano un hombre se llevaría a su niña, y eso estaba bien; era la ley de la vida, y lo aceptaba. Pero, ¿por qué Jorge? No había terminado de desentrañar ese pensamiento cuando vio que Silvana, desde la mesa, lo saludaba con la mano en alto. Intentó relajarse, respiró profundamente, colocó su ceja en una posición neutral, y al mirar a su hija, sonrió.
—Ahora que estás acompañada, Silvana, nosotros vamos a dar una vuelta.
—No se demoren mucho, que el almuerzo llegará en breve. Muéstrale el lago de los patos, Nadia.
—Sí, mamá.
Federico sintió de nuevo la tensión en su cuerpo, sus puños se cerraron, y su ceja izquierda se arqueó otra vez.
—¿Y este quién se cree que es para tutearte?
—Amor, por favor, baja la voz; puede oírte. Yo le pedí que me tutee.
—No, tú le dijiste que te llamara por tu nombre, y eso es muy distinto a tutear. ¿No le enseñaron educación? Esto, desde ya, no me gusta nada.
—Federico, por favor, no empieces. Parece un buen muchacho, y si no te hubieras ido, te habrías dado cuenta de que es educado. Nuestra hija está feliz, se la ve radiante.
—A mí no me importa, ya sabes que cuando algo no me gusta... y este chico no me gusta.
—A ti nunca te gustará nadie para Nadia, son celos de padre. Admítelo.
Silvana se acercó y lo abrazó, buscando darle un beso, pero Federico la tomó de los hombros, la miró fijamente a los ojos y le dijo:
—Puede que tengas razón, puede que yo crea que nadie es suficiente para nuestra hija, pero también puede ser que haya algo en Jorge que no me guste. Admítelo.
El almuerzo transcurrió en un ambiente frío y cargado de tensión, repleto de sensaciones encontradas. Nadia buscaba en los ojos de su madre alguna respuesta, alguna salida; necesitaba entender qué estaba sucediendo. Era evidente que algo andaba mal, y aun así en el rostro de Silvana solo encontró una sonrisa artificial, que intentaba tranquilizarla, pero que solo lograba inquietarla aún más.
Los ojos de su padre estaban vacíos, evitando todo contacto visual. Pero la ceja...
Tras los postres, llegó el momento del café. Jorge volvió a cambiar de opinión en el último momento, rechazando el azúcar y optando por un café negro y amargo. Esto sorprendió a Nadia nuevamente, aunque ya no tanto como antes.
Las conversaciones se volvieron vacías y superficiales. Hablaron del clima en varias ocasiones, elogiaron lo delicioso del almuerzo y comentaron sobre la belleza del lugar. Sin embargo, el silencio se hizo tan denso que incluso resultaba difícil respirar.
Fue en ese momento cuando se acercaron a la mesa Anita Alzaga y su esposo, el renombrado juez Juan Enrique Alzaga. Vinieron a invitar a Silvana y a Federico a jugar a la canasta. Federico, sin ahondar en detalles, se encargó de presentar a Jorge, utilizando como excusa que no quería hacerlos esperar. Simplemente lo presentó como “Jorge”.
Sin perder tiempo, le informó a Nadia que en una hora estarían listos para regresar a casa, y se marcharon con los Alzaga.
Nadia respiró profundamente y le preguntó a Jorge qué quería hacer. Las opciones eran jugar a las cartas, ir al salón de música, dar otro recorrido por el country o visitar los establos. Sin embargo, Jorge parecía no estar molesto por la frialdad que había marcado la comida. Dijo que prefería quedarse allí, tomar otro café juntos y no hacer ninguna actividad en particular.
Nadia le sirvió el café y él, sin dudarlo, le agregó dos cucharadas de azúcar.
Románticamente, Nadia se sentó sobre sus rodillas, pero Jorge, firmemente, le dijo:
—Nadia, por favor, acércate una silla. No creo que a tu padre le haga gracia verte así, en mi regazo.
—Pero él no está aquí y no me importa, ya sabe que eres mi novio.
—Nadia, por favor, prefiero que tengamos la velada en paz. Por respeto.
Nadia se sintió herida, enojada y, de cierto modo, rechazada. Lo primero que pensó fue en culpar a su padre. ¿Acaso no se había dado cuenta de que su hija había crecido?
La hora pasó volando, y durante ese tiempo, Nadia y Jorge no intercambiaron palabras. De repente, él tomó su mano, la miró a los ojos y le dijo:
—Cariño, tienes una familia encantadora y he pasado un día muy lindo. Hablando de familia, allí a lo lejos veo llegar a tus padres y sus amigos.
Federico venía abrazando a Silvana, y se escuchaba a lo lejos cómo hablaban de momentos divertidos de la partida de cartas. El juez le preguntó a Federico quién era Jorge, y la respuesta que recibió fue breve:
—Prefiero no hablar de eso.
—¿De eso? Uy, ¿qué tan malo puede ser como para evitar hablar del tema? Bueno... te dije que tenemos que organizar un asado para que Nadia conozca mejor a Enrique. Mi hijo quedó impactado con Nadia y siempre la recuerda, no sé por qué dejaron de verse. La verdad es que tu hija es muy bonita; menos mal que salió a la madre —dijo, haciendo un chiste para romper la tensión del intercambio.
—Ya sabes cómo es la juventud: independiente. En eso Nadia se parece a mí; no le gusta que le digan lo que tiene que hacer. Además, tener que lidiar con un Alzaga es más que suficiente. ¿Te imaginas? Pobre de mí, tener que aguantar al padre y al hijo...
Entre risas y palmadas en la espalda, los dos viejos amigos continuaron caminando al ritmo del aire. A Federico, en realidad, no le disgustaba la idea de que sus hijos construyeran algo algún día. Recordaba que, tras no haber visto a Enrique por mucho tiempo, le sorprendió su madurez y corrección.
Jorge se apresuró a ponerse de pie ante la llegada de los cuatro amigos, mientras Nadia permaneció sentada. Anita y el juez se acercaron a despedirse, intercambiando besos. Anita le dijo a Nadia que esperaba verla más seguido, a lo que ella solo pudo responder con una sonrisa. Con Jorge, la despedida fue más sencilla:
—Buenas tardes.
Después de una cariñosa despedida, los Alzaga se fueron desvaneciéndose en el hermoso paisaje verde, y fue entonces cuando Federico aprovechó el momento para informarle a Nadia que ellos también se marcharían pronto.
—Bueno, papá, yo me quedaré un rato más con Jorge y luego él me lleva a casa —respondió Nadia, tratando de mantener el tono alegre.
—Me parece bien que aprovechen lo que queda de este hermoso día —dijo su madre, sonriendo para intentar aliviar la tensión.
—Sí, Silvana, el día y el lugar son realmente agradables, pero creo que es hora de irse. Más tarde, el tránsito se congestiona bastante —replicó Jorge, con una nota de firmeza en su voz.
—Pero, Jorge, aún es temprano —protestó Nadia, deseando más tiempo a solas con su novio.
—Nadia, querida, podemos volver en otro momento. No estoy sugiriendo llevarte, ya que me imagino que en tu casa rige eso de “viniste con nosotros y con nosotros regresas” —explicó Jorge, intentando ser comprensivo.
—Efectivamente, Jorge, somos un poco anticuados —asintió Silvana con una sonrisa, reconociendo la tradición familiar—. Bueno, es hora de irnos. Hasta pronto, Jorge, conduce con cuidado.
Federico acompañó las palabras de su esposa con unas frías palmaditas en el hombro del prometido de su hija. Jorge, un poco descolocado, había intentado ofrecerle un fuerte apretón de manos, pero la situación lo sorprendió. Luego se acercó a Silvana, y, olvidando por un instante que estaba frente a ella, le estrechó la mano con la misma fuerza que había reservado para Federico. Silvana quedó sorprendida, sintiendo un ligero dolor en su mano, y solo atinó a decir con suavidad:
—Hasta pronto... Nadia te acompaña hasta el coche.
Girando levemente la cabeza hacia donde estaba su madre, los labios pintados de Nadia se movieron apenas:
—Enseguida regreso, mamá.
El viaje de regreso se hizo interminable. Una tensión palpable llenaba el aire, y cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos. Federico se debatía en su mente, sintiendo que había algo en Jorge que no le agradaba, y lo frustraba no poder identificar exactamente qué era.
Silvana, mientras masajeaba su dolorida mano derecha, reflexionaba sobre cómo romper el hielo en el automóvil. A pesar de la situación, no podía evitar pensar que Jorge no era un mal muchacho... ¡y que, además, era muy apuesto! Y el hombre que su hija estaba eligiendo.
Con disimulo, Nadia observaba a sus padres y, a cambio, solo obtenía el reflejo de un rostro enojado y tenso, bañado en desilusión. Se preguntaba si eran ellos los que la habían decepcionado a ella o si era al revés. ¿Habría sucedido algo con Jorge de lo que ella no estaba enterada?
Deseaba regresar al country junto a Jorge, acurrucada a su lado, pero él había sido muy claro en su despedida. La duda la asaltaba: ¿le habrían permitido sus padres volver con él? Pensaba y pensaba, pero no encontraba palabras que pudieran romper el silencio sin provocar más tensión en Federico o en Silvana. Muchas veces, Silvana se sentía entre la espada y la pared; por un lado, Federico la acusaba de siempre darle la razón a Nadia, y por el otro, Nadia le decía que solo le importaba lo que pensaba su padre.
Nadia, con la mirada perdida en el horizonte, estaba furiosa con su padre, a quien culpaba de todo, incluida la frialdad de Jorge. Podría estar en ese momento de regreso con él, pero no, ¿por qué? Porque su padre no la había dejado. Aunque la idea había sido de Jorge, ella creía que el pobre había notado la antipatía que emanaba de su padre hacia él y, seguramente, había decidido no empeorar las cosas. Lo mejor sería que su padre se fuera haciendo a la idea de que Jorge era su novio, porque, le guste o no, ella lo amaba.
—Nadia, ¿te contó tu padre que les ganamos a los Alzaga? ¡Qué partido! Ahora nos deben una cena —dijo Silvana, intentando romper el silencio.
Nadia no solo no le respondió, sino que ni siquiera la miró. Sin embargo, Silvana continuó hablando.
—Anita se mantiene siempre tan bien. Me encantó el bolso que traía. ¿Cuándo dijo que se iban de vacaciones?
—En enero, cuando Enrique se reciba —respondió Federico, con voz clara pero cortante.
—¿Sabías, Nadia, que Enrique se recibe de abogado? Se va a dedicar a casos de familia, juicios de divorcio, tenencia de hijos.
—¿Hola, Nadia, estás por ahí? ¿No oyes que tu madre te está hablando?
—Sí, oigo —replicó Nadia con desdén.
—Ok, podrías contestar entonces... ¿no?
—¿Qué quieres que diga? —inquirió, con un tono desafiante.
El altanero tono de Nadia hizo estallar el enojo de Federico.
—Para empezar, baja ese tonito. Parece que las compañías te están haciendo mal...
—Estaba segura de que ibas a salir con algo así. ¿Me puedes decir por qué no te gusta Jorge?
—Nunca dije que no me gustaba.
—No hace falta que lo digas con palabras; tu frialdad es suficiente.
—Nadia, hija querida, lo único que tu madre y yo queremos para ti es lo mejor.
—¿Y él no lo es, eso es lo que quieres decir?
—Bueno, ¿qué les parece si, ya que llegamos a casa, seguimos la charla con un café?
Silvana, utilizando sus recursos para calmar los ánimos, intentó suavizar la situación.
Mientras ella preparaba el café, Nadia y Federico se sentaron en el comedor diario, separado de la cocina por un colorido biombo mexicano tallado a mano. Aún entraba un rayo de luz por los grandes ventanales. Cuando Silvana llegó con el café, Nadia retomó la discusión:
—Entonces, papá, ¿qué es lo que no te gusta de Jorge?
—No lo sé; ojalá pudiera decírtelo.
—Creo que debemos conocerlo mejor; hoy casi no hemos hablado. Debo reconocer, Fede, que Nadia tenía razón: quizás no fue una buena idea traerlo al country.
—El lugar donde estábamos no tiene nada que ver, mamá. Papá lo miró mal desde el principio.
—Bueno, puedo decirte que no me gustó, por ejemplo, que tuteara a tu madre...
—Pero si fue ella quien le pidió que lo hiciera.
—Nadia, hay cuestiones básicas de respeto que espero no hayas olvidado. ¿Acaso tú vas a tutear a su madre?
—Si ella me lo pide, claro que sí.
—¡Vamos, Nadia! ¿Crees que no te conozco?
—Bueno, ¿eso fue todo?
—Mira, no vamos a discutir más. Reconozco que tengo que conocerlo con mayor profundidad. Ya veremos con el tiempo.
—Nadia, por favor, si hicimos algo mal, discúlpanos. Yo creí que lo estábamos pasando bien.
Nadia miró a su madre con desconcierto, incapaz de disimular su sorpresa ante lo que estaba escuchando. Respondiendo con ironía, dijo:
—Sí, claro, lo pasamos bárbaro. El almuerzo parecía una comida de negocios.
—Yo no vi que ni él ni tú hicieran algo para cambiar la situación.
Silvana comenzaba a molestarse, y eso no era bueno para Nadia, ya que no quería perder a su única aliada.
—Permiso, me voy a dar un baño.
Mientras Nadia se retiraba, Silvana y Federico se miraron y comenzaron a conversar en voz baja.
—Ya se le pasará.
—No estaría tan segura.
Jorge comenzó a visitar la casa de Nadia con más frecuencia, consolidando su relación como pareja y permitiéndoles conocerse mejor. A medida que pasaba el tiempo, Federico comenzaba a aceptarlo, aunque todavía sentía esa extraña incomodidad que lo había perseguido desde el primer día. Ante las presiones de su esposa y la necesidad de ver feliz a su hija, optó por no indagar demasiado en sus propios pensamientos y dejar que la vida siguiera su curso.
Silvana, casi convencida de que todo marchaba bien, se sentía satisfecha y orgullosa por los cambios que su amado esposo estaba experimentando. Nadia, por su parte, sentía que su amor crecía día a día y se percibía cada vez más enamorada. Creía que el mundo era suyo, que lo tenía en sus manos cuando Jorge estaba cerca.
Jorge, a su vez, se sentía cada día más seguro de sí mismo y notaba progresos en su relación con Federico. Al igual que Nadia, pero de manera diferente, planeaba sus pasos para cuando el mundo estuviera a sus pies.
—¿Cómo vamos a festejar tu graduación, doctor? —preguntó Nadia con entusiasmo.
—¿Festejar? No, nada de eso. Tengo que ser firme en la búsqueda de trabajo, y aquí no será posible.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que tendré que salir del país, al menos por un par de años.
—¿Salir del país? ¿Y eso por qué?
—Porque necesito adquirir experiencia y, además, me gustaría hacer una maestría. Cualquier currículum brilla más con vivencias y certificados del extranjero.
—La experiencia la puedes adquirir aquí.
—Sí, claro. ¿Me quieres decir quién va a contratar a alguien recién graduado sin experiencia laboral?
—Hay muchos trabajos. De todas formas, tú no eres uno más; te gradúas con honores.
—Nadia, por favor, mi meta siempre ha sido llegar a la cima. No voy a trabajar para una empresa pequeña, arriesgando todo mi esfuerzo.
—Jorge, mi amor, me dijiste que cuando te graduaras comenzaríamos a planear nuestra boda. No soportaría que te fueras... ¿Acaso has cambiado de idea?
—No, pero tampoco me olvido de quién eres y de dónde vienes. Quiero darte el mismo estilo de vida que tienes ahora, y trabajando aquí no lo lograré.
—¿Estilo de vida? ¿De qué hablas? ¿No me conoces? Eso es lo que menos me importa. Además, me graduaré pronto y quiero trabajar; juntos podemos salir adelante.
—Nadia, no vamos a discutir por algo que ya está decidido.
—¿Decidido? ¿Perdón? Pensé que ambos nos ocuparíamos de las decisiones en nuestras vidas.
—Lo haremos una vez que estemos casados. Para ti solo quiero lo mejor, y de eso me encargaré yo. No hagamos un drama de esto; dos años pasan rápido. No soy ni el primero ni el último en hacer algo así.
—Y si se te presentara una gran oportunidad aquí, ¿la aceptarías?
—Sabes que soy realista, y esa gran oportunidad aquí, por ahora, no existe. Los negocios se manejan con experiencia, y la experiencia se paga.
—¿Te parecen poca cosa las empresas de papá?
—¿De qué hablas?
—Bueno, papá siempre me dijo que quería trabajar menos horas, y para eso necesitaría un buen administrador de confianza. Siempre soñó con que yo me quedara a cargo de sus empresas. La verdad es que no me entusiasma asumir esa responsabilidad, pero como contadora, necesitaría un buen administrador...
En el rostro de Jorge no se reflejaba la más mínima emoción.
—¿Me estás comprando?
—Jorge, no seas ridículo. Yo...
Jorge no la dejó terminar la frase. Tomó las llaves del auto, se dio media vuelta y, mientras se dirigía a la puerta, la miró fijamente.
—Mejor me voy. Hablamos mañana.
Se alejó sin beso ni despedida.
Nadia se quedó perpleja, observando incrédula cómo él cerraba la puerta. El ceño fruncido que Jorge llevaba al salir se transformó en una sonrisa de triunfo una vez que se había alejado dos cuadras de quien ahora lloraba amargamente. Nadia se culpaba por su reacción, aunque no había sido su intención ofenderlo. Aun así, estaba dispuesta a hacer lo que sea necesario para evitar que se fuera del país y no se alejara de ella.
De repente, la voz de Silvana resonó a lo lejos, llamándolos a cenar. Nadia se apresuró a secarse las lágrimas.
—Nadia, la cena ya está lista. ¿Y Jorge? —preguntó su madre.
Nadia no pudo contestar por el nudo que tenía en la garganta. Alzó la vista, y cuando sus ojos se encontraron con los de Silvana, no pudo hacer otra cosa que abrazarla y llorar desconsoladamente. Silvana intentó calmarla, sin comprender lo que estaba sucediendo.
—Hija querida, ¿qué pasa? ¿Por qué estás así?
Las caricias de su madre la fueron tranquilizando poco a poco, y entre sollozos y suspiros, Nadia le contó lo que había ocurrido.
—Bueno, no llores. Ya se le pasará. En parte, eso habla bien de él, si consideramos que no quiere aprovecharse de nuestra familia y solo piensa en ti. Además, como dice Jorge, dos años pasan rápido, y será una prueba para ver qué tan fuerte es su relación. Cuando hay amor, la distancia no separa.
—No, mamá, no quiero que se vaya. Yo no lo aguantaría.
—Hablemos con tu padre para ver qué posibilidades hay de que Jorge trabaje en las empresas. No te ilusiones demasiado, y tampoco te enojes si la respuesta no es la que esperas.
—Me parecen muy buenos sus planes.
—Pero, papá... ¿de verdad crees que irse por dos años es un buen plan?
—Nadia, no seas chiquilina. El muchacho necesita crecer profesionalmente. Está pensando en el futuro de los dos. Además, esto les vendrá bien como pareja. No hay nada que temer si hay amor de verdad.
Silvana no levantó la vista del plato; al igual que su hija, tampoco había probado bocado.
—Es que tú no entiendes, papá. Habíamos planeado casarnos en cuanto él se graduara.
