Jugar a matar - Andreu Martín - E-Book

Jugar a matar E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Una adictiva historia en forma de thriller que deja sin respiración a quienes se acercan a ella, un juego al gato y al ratón cuyo premio no es más que la supervivencia. Nos adentramos en una historia de ruletas rusas, de apuestas y emociones fuertes, de un juego diseñado por una sociedad secreta al margen de todas las convenciones morales, un juego en cuyos participantes no solo están dispuestos a perder la vida, sino también a quitársela a los demás.-

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Andreu Martín

Jugar a matar

 

Saga

Jugar a matar

 

Copyright © 1995, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726961997

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRIMERA PARTE

EL JUEGO DE LOS DISPARATES

CAPÍTULO PRIMERO

PABLO

1

José Lacal peinaba su abundante cabello negro hacia atrás, bien pringado de brillantina. Cuando se cabreaba, se le despegaban las puntas de la nuca, lo que le daba un aire de puerco espín muy adecuado a su personalidad.

Pablo contemplaba con impaciencia los temblores de aquellas manos pulquérrimas que sujetaban la factura.

—¿Cómo que Nikon? ¿Qué significa esto de Nikon F 801 y trípode Cullman, cien mil pelas?

Ni siquiera había mirado las fotos. Estaba obsesionado con la factura. Le había encargado que fotografiara los escaparates de las ocho tiendas que la Cadena Lacal tenía por toda la ciudad y, cuando Pablo le entregaba el trabajo, no hacía puto caso a las fotos. Sólo a la factura.

—¿No me oyes? ¿Qué quiere decir esto de «Nikon F 801 y trípode Cullman, cien mil pesetas»?

A Pablo le hubiera gustado responder que Nikon y Cullman eran marcas de cámaras fotográficas y trípodes y que pesetas era la moneda oficial del país. Pero no estaba el horno para bollos. Respondió:

—Dijiste expresamente que te detallase los gastos aparte.

—No, perdona. Fuiste tú quien dijo: «¿Te detallo los gastos aparte?»

—Bueno, en todo caso, tú dijiste que sí.

—¿Y eso qué tiene que ver? Lo que dice aquí es que te has comprado una cámara de fotos.

—Una cámara y un trípode. Estaban de oferta.

—¿Y a mí qué coño me importa que estuvieran de oferta? Tú eres fotógrafo y se supone que un fotógrafo tiene su propio equipo. ¡Dónde vas a parar, cien mil pelas! ¿Y cómo hacías las fotos hasta ahora? ¿Con la Instamátic de tu padre?

—Perdona. Pepe... Unas fotos como éstas sólo se pueden conseguir con una cámara como ésta, y no otra... ¿Puedes entender esto? Y, además, hemos hecho un negocio redondo porque la Nikon era una ganga...

La atención de Lacal se volvió hacia las supuestas obras de arte y sus cabellos se erizaron un poco más, como si estuvieran a punto de saltar como resortes.

—¡Esto es una puta mierda! —gritó.

Pablo encajó la crítica con ese rictus de suficiencia que caracteriza a los artistas adolescentes e incomprendidos ante la actitud del pequeño burgués provinciano insensible a cualquier manifestación artística un poco atrevida.

Los escaparates de la Cadena Lacal no tenían la menor gracia ni valor estético alguno, de manera que Pablo tuvo que «interpretarlos» recurriendo al fotomontaje y al retoque de negativos en el laboratorio. Consiguió unos resultados definitivamente geniales. En los cristales de Lacal/Diagonal, por ejemplo, se reflejaban la línea rota de los edificios escalonados de enfrente y los colores intensos de una puesta de sol, del rojo sangre al añil enigma, y ambas imágenes enmarcaban el rostro de uno de los maniquíes del interior. Es verdad que no se distinguía ninguno de los modelitos que se exponían al público (afortunadamente) ni, sobre todo (y gracias a Dios) los letreros donde ponía que tal blusa ayer valía tanto y hoy muchísimo menos pero, a cambio, el aspecto que se ofrecía de la Cadena Lacal era digno, elegante, selecto y de buen gusto.

Pablo miró al techo.

—Mira, Pepe, con...

—¡No me llames Pepe, cojones, que podría ser tu padre! —estalló el dueño de la empresa.

Pablo miró a la ventana. En la calle, hacía un frío que pelaba. La gente andaba encogida, enfoscada en abrigos y bufandas.

Lacal hizo un esfuerzo por serenarse y lo demostró con un gesto muy teatral.

—Mira, chaval, a ver si nos entendemos: yo te tengo aquí por hacerle un favor a tu padre. Porque somos amigos de la universidad y todo eso. Pero los favores llegan hasta un punto y, a partir de ese punto, ya son tomaduras de pelo. Y a mí no me toma el pelo ni Cristo Bendito. ¿Está claro? —Intentó lanzar la factura a la cara de Pablo, pero el papel revoloteó en cualquier otra dirección—. ¡O sea que te comes esa factura y me haces otras fotos donde las cosas parezcan lo que son!

Pablo se disponía a preguntar, imprudentemente, quién iba a pagar la cámara, cuando sonó el zumbido crispado del interfono.

—Una chica que viene de la Agencia de Actores pregunta por Pablo Algeric.

Lacal levantó una ceja.

—Es para las fotos de la colección de bañadores —le explicó Pablo—. La que te querías follar tú primero.

Lacal levantó las dos cejas. Lo recordaba perfectamente. En uno de sus días eufóricos y simpáticos había descargado una palmadita en la espalda de Pablo y le había dicho: «Contrata tú mismo a la modelo. Que esté bien buena, ¿eh? Y me pido prime para follármela, que me corresponde el derecho de pernada.»

—Que pase.

Úrsula entró en el despacho caminando como una reina, mirando un palmo por encima de las cabezas del personal, ceño levemente preocupado, párpados lánguidos a media asta y un vestido ajustado que resaltaba el volumen de sus pechos y la sinuosidad de sus caderas.

A Lacal se le encendió el rostro con una sonrisa y una mirada deslumbrantes.

Pablo tragó saliva, acoquinado. Úrsula pertenecía a una clase de mujeres que siempre le había acoquinado. Metro ochenta y tantos, cabellos muy negros y piel muy blanca, rostro mítico-místico de líneas rectas, ojos grandes de pestañas largas y movimientos lentos como de abanico oriental, manos de dedos largos y gesto hipnótico, boca pintada de sangre coagulada, caminar majestuoso de quien aprendió con un libro en equilibrio sobre la cabeza, voz de algodón. No le importaba contemplarlas en el Playboy o en el Penthouse pero, cuando se encontraba con una de ellas en persona (las pocas veces que eso le había ocurrido), se le atascaban las palabras en la garganta, los ojos le hacían chiribitas y era incapaz de comportarse con naturalidad. Demasiada mujer para él. Seguro que se la soplaba Lacal. No tenía nada que hacer. Qué rabia.

—¿Qué tal? —Lacal derrochaba entusiasmo. Estaba embelesado. Parecía a punto de echarse a aplaudir, como un niño en una función de guiñol—. ¿Cómo te llamas? ¿Úrsula? ¡Bien! Yo me llamo José Lacal, soy el dueño de este chiringuito. Yo mismo he diseñado los bañadores que te vas a probar. A ver si le haces unas fotos bien buenas, ¿eh, Pablo? Esmérate, por una vez. Ya nos veremos luego. Oye, ¿por qué no hacemos una cosa? ¿Por qué no vamos, luego, a cenar? Estoy dándole vueltas a la posibilidad de crear una «chica Lacal», ¿sabes?, una modelo, siempre la misma, que presente todas nuestras colecciones. Pensaré en ello y luego nos vemos, ¿de acuerdo?

Todo sonrisas. Lacal, tan amable y seductor. Un tío estupendo, Lacal.

2

Pablo y Úrsula, solos en el estudio de fotografía del piso de arriba. Úrsula salía del vestidor con un bañador negro, de una pieza, que realzaba su figura, sus pechos, sus piernas largas.

—¿Estoy bien así?

Pablo se limitaba a mover la cabeza arriba y abajo mientras deglutía saliva de forma demasiado visible. Sentía una especie de mareo, como un vértigo. Para él, era una mujer inalcanzable.

—¿Dónde me pongo?

—Ahí mismo.

—¿A sí?

—Así mismo.

Qué más daba. Pablo le hacía indicaciones y sugerencias de lejos, parapetado detrás de la cámara (la famosa Nikon), torciendo la cabeza y frunciendo los ojos, como si no viera con claridad o como si ella estuviese a unos cuantos quilómetros de distancia. Al tercer bañador, un tanga descarado sólo para supervedettes exhibicionistas, tartajeó algo así como «Tendrías la bondad, por favor, si no te sirve de molestia», y a ella se le escapó la risa.

Terminaron riéndose los dos.

Poco a poco, se relajó la situación. Al menos, en apariencia. Las constantes vitales de Pablo seguían alteradas.

—Simpático, tu jefe —la chica estaba empeñada en romper el hielo.

—Te quiere llevar al catre.

—Me lo imagino.

—Es un devoto del derecho de pernada, ¿sabes?

—Pues va listo.

Pablo no fue consciente de lo que estaba haciendo hasta que ya era demasiado tarde. Seguramente, se dejó llevar por la indignación que le había producido la bronca de la factura. Todavía se estaba preguntando si tendría que pagar él, la Nikon, de su bolsillo. Estaría bueno. Valiente hijo de puta, Lacal.

—No te podrás resistir a él. Es un donjuán.

—Odio a los donjuanes.

—Bueno, pero te pagará una cena. Te invitará a marisco para ponerte caliente, te emborrachará con vino y champán, y te invitará a su casa, para enseñarte un nuevo juego de mesa.

—¿Juego de mesa o juego de cama?

—De mesa. Es muy juguetón, mi jefe. Es un fanático del Trivial y del Backgammon y del Go y esas cosas.

Se reían de él.

—¿En serio? —Ja, ja, ja.

Pablo atisbó una posibilidad de ligar con Úrsula. Le tenía unas ganas locas. Hacía más de un mes que había roto con Carol, que había tenido que volver a casa de sus padres y que no había tenido ningún tipo de actividad sexual compartida. Se estaba encabritando.

—Muy selecto, mi jefe. Muy exquisito. De ésos de la nouvelle cuisine. Ha hecho un cursillo de enología en Burdeos y siempre pide las cosas en diminutivo. —Lo imitaba—: «Tomaré una sopita de cebollita, un filetito con pommes de terre frititas, y un vinito...»

Se reían más y más.

Lacal los sorprendió riendo.

—Bueno, qué, ¿ya estás? ¿Vamos a cenar?

—Pablo también viene, ¿verdad? —preguntó Úrsula desde el vestidor. Y a Pablo se le hincharon los pulmones de oxígeno—. Quiero que hablemos del tipo de revelado que utilizará para esta sesión.

—¿Tipo de revelado? —se extrañaba Lacal. ¿Qué quería decir Úrsula?

Úrsula se inventó un camelo cualquiera y fueron a cenar los tres. Lacal no hizo ningún gesto de disgusto. Cuando se ponía el chip de la simpatía, era encantador. Pasó el brazo, posesivamente, por encima del hombro de la modelo y se expresó como si le diera una alegría loca la compañía de Pablo.

—¡Pues claro que sí! —Pablo pudo leer en sus labios una coletilla ofensiva: «Pobre chico.»

3

El maître del restaurante hablaba con un acento indefinible (o quizá sólo fuera incapaz de pronunciar las erres y las ces) y gesticulaba con el meñique de la mano izquierda en alto.

—... Hoy les recomiendo la pavita rellena con ciruelitas...

Mientras Lacal y el maître mantenían un excluyente coqueteo de sobreentendidos y frases arcanas, Úrsula y Pablo empezaron a prometerse cosas con la mirada, sólo con la mirada.

—No: yo tomaré, de entrada, la cremita de nécoras a la tapioca y, después, el lenguadito relleno de mariscos a la salsa de colmenillas... —«Marisco para calentar al personal», decían los risueños ojos de Pablo—. Quizá a la señorita le apetezca la terrina de verduras con langostinos y con salsa de erizos...

—No, no —saltó Úrsula, un poco alarmada—. Yo sólo tomaré ensalada verde. Una lechuguita, un tomatito y cebolla. Es que soy un poco anoréxica.

—¿Pero no vas a tomar nada más? —protestó Lacal, casi indignado, como si le hubieran ofendido en lo más profundo.

Cuando le tocó el turno, dijo Pablo, muy serio:

—¿No tienen cheeseburgers? ¿O algún tipo de plato combinado con escalopa?

Al maître también se le ensombreció el semblante. Era capaz de soportar bromas hasta cierto punto marcado por el buen gusto. ¿Cheeseburgers? ¿Cómo se atrevía aquel niñato estúpido e ignorante a pedir cheeseburgers en su distinguido restaurante?

—¿Y para beber?

—¿Os parece bien un Viña Esmeralda de Torres, afrutadito y fresco...? —sugirió Lacal.

—Yo sólo tomaré agua, gracias —respondió Úrsula—. Litrosy litros de agua. Es para mantener la línea, ¿sabes?

—Yo... —Pablo apenas dudó un instante, con el ceño fruncido y la mirada fija en la carta de vinos—. ¿Tampoco tienen Coca-Cola?

Al maître se le hizo añicos la sonrisa.

Lacal resopló discretamente por la nariz y deglutió saliva. «Así que vais de eso», parecía decir.

Iban de eso. Úrsula inició, con cara de absoluta estupidez, una conversación sobre la cocina vegetariana.

—No es sólo por una cuestión de salud. Es que no soporto la idea de comer cadáveres.

—A mí, en cambio, me entusiasma la sensación de saber que me estoy comiendo un cadáver.

Lacal fue muy torpe al tratar de poner a Pablo en su sitio y de ganarse el favor de Úrsula. Seguramente, se había tomado ya unos cuantos whiskies antes de salir del despacho y estaba demasiado enfurecido como para encajar con deportividad su obvia derrota. Dijo:

—¿Coca-Cola, Pablo? ¿Desde cuándo? ¿Qué dirían tus padres, si te vieran, ellos que te han educado en la cultura del alcohol? —Hasta ahí, no hubiera pasado de ser un comentario de mal gusto. Pero tuvo que hurgar en la llaga, no supo reprimirse—. ¿Cuándo fue la última vez que vi a tu padre sereno?

Ja, ja, era broma, pero Úrsula hizo una mueca muy severa y puso su mano sobre la de Pablo, protectora, como diciendo «Perdónale, no sabe lo que dice».

Así fue cómo perdió la partida José Lacal, solterón elegante, rico, seductor, experimentado, culto, con experiencia y sobrados recursos, desplazado por un Pablo Algeric de veinte años, que se encontró interpretando el papel de protagonista en una historia donde no creía ser más que una comparsa.

Después de aquel mazazo, Lacal se dedicó a beber y a decir tonterías inofensivas. Por pura inercia, condujo a sus invitados a La Lechuza, donde quizá había tenido la intención de rematar la faena. En lugar de rematar nada, se refugió o buscó recursos en el Knockando con mucho hielo y, al poco rato, Lacal parecía tener dificultades para comprender el significado de algunas palabras. Marginado por la vehemencia y la impudicia de la juventud, abotargado, miraba fijamente a la parejita, con la sonrisa congelada, colgante el labio inferior y los ojos inexpresivos, y de vez en cuando balbucía «see, see, see...», afirmaciones adormecidas, y se reía sin saber muy bien por qué, se fue distanciando del resto del mundo con sonrisa bobalicona.

Pablo, exultante, victorioso, se fue creciendo e hizo alarde de un ingenio que le sorprendió incluso a él mismo. Defendió con sólidos argumentos la antropofagia, el incesto y el suicidio. Hablando de coches, aseguró que comprendía perfectamente el espíritu suicida que embriagaba a los amantes de la velocidad y afirmó sin pestañear que él mismo daría su vida, o al menos vendería su alma, por conducir un Porsche, por ejemplo.

Úrsula lo escuchaba embelesada, babeando de admiración. Celebraba las ocurrencias del muchacho con carcajadas tan prometedoras como desmesuradas. Echaba atrás la cabeza, por encima del respaldo, y estiraba las piernas cuan largas eran y, desarmada, con los brazos en cruz y piernitendida y espatarrada, parecía entregarse en cuerpo y alma —sobre todo, en cuerpo— a quien quedara más cerca.

Quien quedaba más cerca era Pablo.

A las dos de la madrugada, el chico se vio en un espejo de la boîte y valoró la secuencia objetivamente. «Muy bien, Pablo, lo estás haciendo muy bien. La ropa que llevas te sienta bien, y está muy bien tu actitud, y el desparpajo, y fantástica la sonrisa, tan bien colocada. Y mira que Lacal tiene méritos —insistía Pablo, magnánimo, tan ufano, sin dejar de echar reojos al espejo—. Míralo, con sus ojos que de tan azules parecen falsos, y esa sonrisa que esconde placeres llenos de sabiduría, las arrugas que dan firmeza a su rostro duro y seco. Lo que se dice un hombre interesante. Y, en cambio, ya ves, a Úrsula sólo le interesas tú.»

José Lacal se emborrachó tanto que no podía levantarse de la butaca, y Úrsula y Pablo lo dejaron allí, un poco despiadados, y salieron inclinados como si los empujara la tramontana. Y, empujados por la tramontana, abriéndose paso a través de la niebla húmeda, glacial y polucionada por la nocturnidad y por el alcohol, llegaron a una casa hostil, llena de aparatos de gimnasia cromados y acolchados, como potros de tortura de ciencia-ficción, donde terminaron revolviendo las sábanas de una cama demasiado pequeña.

La cosa no resultó demasiado bien.

Durante el forcejeo, Pablo tuvo constantemente la sensación de que ella no ponía toda su atención en la tarea y, por tanto, él tampoco se entregó con sus cinco sentidos. Estuvo pensando durante un buen rato que las mujeres tan formidables resultaban poco manejables en la cama. Uno se perdía entre extremidades demasiado largas y angulosas, cualquier postura parecía absurda y las continuas contorsiones que realizaba la chica, buscando esa clase de comodidad que sólo existe cuando uno está solo, la convertían en un mecano muy difícil de montar.

Úrsula decía «Aay», con vocecita quejicosa de niña, como si Pablo, con sus aproximaciones cariñosas, interrumpiera constantemente alguna cosa importante que no podía esperar. «Aay, espera», repetía ella, con ñoño fastidio, al tiempo que lo apartaba. Y empleaba la tregua conseguida en limpiarse los labios —que Pablo ya había limpiado antes a besos— o en alisar una arruga de la sábana que, al parecer, laceraba su piel sensible. «Aay, vaaa», repetía con gazmoñería nada estimulante.

Sin embargo, sabía dosificar sus melindres. Sabía responder a los besos y abrazos el tiempo suficiente como para que Pablo no saltara de la cama y se largase asqueado.

Lo que más le excitó, aquella noche, fue que la modelo llevara un naipe del as de corazones tatuado en lo alto de la pierna, entre la cadera y la nalga.

4

Aquel domingo, 8 de diciembre, día de la Madre, Lacal hubiera tenido que dormir sin parar hasta la noche, hasta que se hubiera disuelto la bruma turbia que le llenaba el cerebro para enloquecerlo. El único remedio eficaz contra la enfermedad del día siguiente es el sueño interminable de los domingos, ese sopor de parpadeos perezosos, la dulce siesta abrazada a la almohada, la nada, la oscuridad, el reposo eterno que antecede a las vidas por estrenar.

Pero era el día de la Madre y, como cada año, la abuela Cecilia había convocado ágape familiar y a nadie, en el clan Lacal, se le ocurriría hacerle un feo a la abuela Cecilia. De forma que sonó el despertador con graznido de vieja intolerante, «¿qué haces todavía en la cama, Pepito?», y Lacal abrió los ojos al dolor agudo de la luz del día, y a la fatiga invencible, y en ese momento ya le pareció que estaba perdiendo definitivamente la razón.

Deambuló enfurecido por la casa del caos, desnudo, expuesto a una bienhechora corriente de aire homicida, descalzo sobre el parquet helado, siguiendo una pista de calcetines y calzoncillos sucios, haciendo rodar una antigua botella de J&B, pisoteando sin piedad fichas de colores, naipes españoles y franceses, dolorosos peones, torres, caballos, alfiles, damas que se le clavaban en la planta del pie. Tropezó con la mesita donde estaban los escaques y el televisor y un puzzle a medio montar. Esquivó la mesa de billar y el futbolín y se metió de cabeza en el cuarto de baño, como los perdidos en el desierto se tiran a la charca del oasis. Le dolían las piernas igual que si hubiera pasado la noche viajando en bicicleta. Y la bruma negra de su cerebro se espesaba, se espesaba (era la locura, sin duda, la locura), era ya un nubarrón de hastío y de odio, cargado de electricidad, que enviaba rayos furibundos en todas direcciones.

«Hijos de puta.» No sabría decir a quién insultaba. Al mundo en general. Metió la cabeza bajo el agua fría, la impresión le hizo soltar un alarido, y se le despertó la sombra de un dolor de muelas.

Pensaba «Los mataré» mientras se vestía como lo requería la ocasión, el traje de franela azul, la camisa de seda, la corbata moteada de topos que, bien mirados, resultaban ser la sencilla y emblemática silueta de Mickey Mouse. «Los mataré.»

Salió a la calle con el abrigo al brazo y agradeció la caricia húmeda y helada de la niebla que hacía del sol una diluida insinuación en lo alto. Los rayos del sol matan a quienes sufren de resaca. La niebla los cura, los abraza, refresca y protege de miradas profanas.

Lacal era un piloto automático, inhumano, con gafas negras, de espejo, que le cegaban el rostro, mientras conducía su BMW en dirección a Pedralbes, a la gruta de la bruja Cecilia, la abuela matriarca del clan Lacal. Y pensaba «Los mataré», y al otro lado del parabrisas veía al imbécil de Pablo Algeric y a la hermosa Úrsula, irreal Úrsula. Taquicardia, un vacío gélido en el estómago, temblor en las manos, dolor de cabeza, problemas de visión. Y odio.

Llegó ante los muros de la mansión, ante la verja recién pintada de negro brillante. Pulsó el botón del interfono, colocado a la altura de la ventanilla del coche, y anunció su presencia: «Soy Pepe.»

Se abrió la verja para tragárselo.

La verja de su casa (pensaba), el jardín de su casa, los olivos, los abetos de su casa, decorados en aquellos momentos con guirnaldas brillantes, falsa nieve, ristras de pequeñas bombillas blancas y bolas de colores para festejar la Navidad. Su casa, mansión de ladrillo rojo con cenefa blanca, escalinata de mármol veteado, piscina a la derecha para disfrute de invitados, quiosco a la izquierda, para albergar a la cobla los días de grandes celebraciones veraniegas. En invierno, el quiosco alfombrado de hojarasca, la piscina cubierta con un toldo de violento color azul y todas las persianas echadas hacían pensar en casa de veraneo cerrada por fin de temporada.

En el jardín había un Porsche 911 Turbo, aparcado entre el Mercedes de tío Olegario y el Volvo de tío Mariano.

La noche anterior, Pablo Algeric había asegurado que daría la vida por conducir un Porsche. O algo por el estilo. ¿De quién sería aquel Porsche de color negro, brillante y todopoderoso como un inmenso escarabajo sagrado? Imaginó que Pablo y Úrsula eran los propietarios del cacharro, y que se encontraban en el interior de la casa, alternando con los tíos y la abuela, esperándole sonrientes, ocupando en la mesa el lugar que le correspondía a él. A Pepe Pepito. Los vio descarados, burlones, la mano del chico distraídamente perdida dentro del escote de ella, dispuestos a dejarlo en ridículo otra vez, ahora ante su familia.

Lacal pensó que el coche debería ser suyo. Como eran suyas, en justicia, la majestuosa escalinata de mármol por la que ahora ascendía, y la maciza puerta de roble junto a la cual montaba guardia Néstor, el mayordomo de las historietas de Tintín, un mayordomo idéntico a Néstor pero amargado, atrabiliario, decididamente hostil cuando Lacal pasó ante él, cualquiera diría que estaba a punto de exigirle que se limpiara los zapatos en el felpudo. También Néstor pertenecía a Lacal. Y el mobiliario del recibidor, estilo Napoleón III (o Luis XV, que no había forma de ponerse de acuerdo), y la lámpara de irisadas y resplandecientes lágrimas tintineantes, y los tapices iraníes del pasillo, y la bailarina de alabastro, a la maniere de Degas, o el astrolabio flamenco, o la vitrina esquinera de caoba, o la mesa de café hecha con una reja de hierro forjado del siglo xviii , o el nacimiento del siglo pasado, de cerámica pintada a mano, que ocupaba casi todo un vestidor y entre cuyas figurillas corría agua de verdad.

Todo ello pertenecía a Lacal porque Lacal era quien lo mantenía, quien corría con todos los gastos. Gracias a Pepe Pepito Lacal, esta pandilla de vividores, holgazanes, falsos aristócratas de anteayer, no tenían que venderse los tesoros al mejor postor, gracías a él no se veían obligados a pignorar sus antigüedades como desgraciados perdedores de bingo.

Tío Mariano, enorme, panzudo, blanco lechoso, carnes trémulas, ojos de pasividad definitiva, labios fláccidos que sólo servían para hozar en platos de porcelana exquisita, eunuco mutante del harén de Harún al Rashid. Y su esposa, tía Faustina, Sheherezade no por lo hermosa sino por lo charlatana, máquina de perorar, de avasallar con órdenes y consejos incontestables, de inmortalizar la historia de la familia con recuerdos imborrables, de cuchichear con mala fe cotilleos deleznables. Y sus dos hijas, las primas, dentudas y gafudas, piojos negros, parásitos de coser y cantar, de misa diaria, mantilla sobre moño y manos esposadas por el rosario, incapaces de ganar un duro, de hacer ningún trabajo de provecho, que eso quedaba para los hombres. Y tío Olegario, miniatura de su hermano Mariano con bisoñé, bigote, mirada y sonrisa torcidos, el astuto de la familia. Ostentador de un ingenio estúpido exclusivamente basado en el sarcasmo y la ironía, decía siempre lo contrario de lo que quería decir, convencido de que eso le otorgaba un aura de mundana inteligencia. Y su esposa Paquita, siempre disfrazada de multimillonaria hortera, parapetada tras una sonrisa pétrea, arma ofensivo-defensiva contra quien osare criticarla, sonrisa aprendida en el dormitorio conyugal para contrarrestar las pullas del marido putero y cruel. Los hijos de tío Olegario y la tía Paquita no estaban porque habían huido despavoridos de casa en cuanto tuvieron uso de razón.

Los castellanos, les llamaba Lacal, no porque hubieran nacido en Castilla (que eran todos catalanes y catalanistas) sino porque a la fábrica textil la llamaban el Castillo y se figuraba que allí se habían hecho fuertes los señorones, en el digno estatus de fabricantes, dejándole a él fuera, en las tinieblas exteriores, para que se encargara de la plebeya tarea del comerciante, obsesionado en ganar dinero. Ellos fabricaban, y tenían ciento cincuenta empleados a sus órdenes, y se pavoneaban con la frente bien alta, estrenando vestidos, esmoqúines y murmuraciones en su palco del Liceo, aristócratas de pacotilla, hidalgos de pa sucat amb oli. Y a él, a Pepe Pepito, el listo, le concedían el privilegio y la obligación de comprar todo el tejido que saliera de la fábrica, mierda de tejido a precios abusivos, y él no se podía negar porque eran quienes eran. Para ellos era el negocio redondo y ya se apañaría el nieto, sobrino, primo, Pepe Pepito Lacal, el listo, para sacar adelante la empresa familiar. Con aquella mierda de materia prima se las tenía que apañar como un cabrón para hacer un prêt-à-porter medianamente decente, que era lo que vendía en sus tiendas. Y, luego, un noventa por ciento de los beneficios de las tiendas tenía que revertir a la fábrica y a la familia porque Pepe Pepito, total, como era soltero, no necesitaba más. Y quien mandaba, mandaba, y Pepe Pepito Lacal tenía que vivir de un sueldo de miseria.

—Hola, tío —iba diciendo con rictus de dolor y odio—. Hola, tía, qué guapa estás. Hola, tío. Hola, tía. —Y, aunque tenía más de cuarenta años y le daba reparo, besaba las mejillas fofas de tío Mariano, y el maquillaje pegajoso de tía Faustina, y la mejilla torcida de tío Olegario, y la mueca desconsolada de tía Paquita, «muá, muá, muá, muá». Y, en la retaguardia del comité de recepción, la abuela Cecilia sentada en el trono, junto al hogar, con toda la dignidad de sus noventa años cumplidos, con su mirada harta de ver lo que veía, deformada su expresión por un cansancio asqueado, amargo y melancólico. Lacal se le acercó, con tentaciones de postrarse de rodillas ante ella y solicitar su bendición, y la besó pensando que se parecían mucho, la abuela y él, y que también él estaría muy asqueado, muy cansado, muy amargado, cuando llegase a los noventa años, y decidió que era mejor morir joven—. Hola, abuela Cecilia.

Junto a la abuela Cecilia, había un hombre cuadrado, cabeza cuadrada con el cabello gris cortado al cepillo, hombros cuadrados por hombreras de traje de lana gruesa, manos cuadradas que sostenían como ofrenda una carpeta cuadrada, plastificada, de color granate. Era el dueño del Porsche, sin duda. No podía ser otro. Otro parásito. Gusano parásito del insecto brillante y sagrado que aguardaba en el exterior.

—Vamos, chicas —dijo tío Mariano en el tono que hubiera empleado para dirigirse a las pupilas de un prostíbulo—. Pasad al comedor, que tenemos que hablar de negocios.

Sin chistar, con movimientos que parecían muy ensayados, corrieron al refugio tía Paquita, tía Faustina y las dos primas solteronas y funestas, huyendo del agobio de conversaciones que no podrían comprender aunque quisieran. Y se quedaron solos la abuela Cecilia, tío Mariano, tío Olegario, el hombre cuadrado y un alarmado Pepe Pepito Lacal.

—Este señor se llama Estivill —anunció la abuela con voz parecida a un golpe de kárate, capaz de romper ladrillos—. Tiene algo que decirte.

¿Habría hablado con igual desprecio si los padres de Pepe hubieran estado allí, si el hijo menor de la bruja y su nuera más hermosa no hubieran muerto en un estúpido accidente de tráfico que convirtió de pronto a Pepe Pepito en familiar de segunda categoría, en sobrino marginado, el único Lacal excluido de la ruinosa fábrica-castillo?

Lacal tuvo miedo; Un miedo infantil, incrementado por la indefensión de la resaca. Experimentó de nuevo la congoja del niño abandonado, aquel agujero negro que se abría antaño cada vez que sus padres se iban a cenar fuera, aquel boquete que se abrió cuando sus padres no volvieron jamás, pozo sin fondo, abierto y amenazante para siempre.

Estivill, el hombre cuadrado, parecía a punto de pedir excusas cuando, a una señal de la abuela, le entregó la carpeta granate.

—Bueno, no hay mucho que decir. Todo está ahí. —Lacal no abrió la carpeta granate. Sólo miró a Estivill, a través de las gafas de sol donde el otro se reflejaba como en un espejo. Miró y torció un poco la cabeza, como invitando al enemigo a que diera la primera bofetada, a ver si se atrevía. Pero el enemigo no esperaba ni quería encontrarse en situación semejante, era la primera vez que lo ponían en un trance como aquél y no sabía qué hacer. En el fondo, simpatizaba con Lacal, aunque no era el momento adecuado para decírselo—. Trabajo para UNIVESA, informes confidenciales.

—Y qué.

—El pasado mes de julio, al parecer, pagó usted nueve millones de pesetas a la empresa de publicidad Agier.

Lacal enrojeció. La sangre le cegó por un instante y quién sabe si no llegó a tambalearse y todo.

—Tenía que pagarlos —tartamudeó—. Hay justificantes de todo.

—No exactamente —puntualizó Estivill, muy profesional pero a regañadientes, lamentando infinito el papel que le tocaba interpretar—. El único justificante que nos consta no son facturas ni recibos sino unos presupuestos digamos que toscamente retocados. Al rescindir su contrato con Publicidad Agier en junio, esos presupuestos no tienen objeto, ni las prestaciones que se detallan fueron llevadas a término. Por lo tanto, no había que pagar aquella cantidad a Publicidad Agier. Por otra parte, según he podido comprobar, Publicidad Agier nunca cobró esos nueve millones. —En el colmo de la vergüenza, Estivill se tocaba la nariz, se acariciaba una ceja, para ocultar su rostro ante Lacal—. En cambio, con fecha diez de julio, tenemos constancia de que usted ingresó nueve millones en una cuenta corriente que va a su nombre.

La sangre que había subido a la cabeza de Lacal, que había embotado su cerebro y había puesto al rojo sus orejas, le bajó de golpe a los pies y se los hinchó y le convirtió así en una especie de tentetieso humano. No podía apartar su mirada estólida del rostro compungido del hombre cuadrado, pues temía que, si miraba a un lado o a otro, se tropezaría con las miradas reprobadoras de la familia.

—Hay varias maneras de solucionar el problema —dijo tío Mariano después de aclararse la garganta—. Si traes el talonario contigo, nos haces un talón por esa cantidad y asunto concluido.

Lacal respiraba por la nariz, a él le parecía que muy ruidosamente, y tenía ganas de abandonarse a sus instintos, y se le congeló la mirada que, punzante como un carámbano, fue a clavarse entre las cejas del tal Estivill. «Te mato —pensó sin querer—. Te mato.»

—Pero esto demuestra una vez más, Pepe, Pepito— graznó la vieja bruja, la momia diabólica—, que tendremos que controlarte más firmemente porque, de lo contrario, ya se ve que eres capaz de robar a tu propia familia. O sea, que a partir de ahora... —Se interrumpió para mirar a Estivill como si éste fuera un entrometido. Le dijo—: Está bien. Puede retirarse. —Con el tono, lo rebajaba a la categoría de esclavo.

Estivill, el hombre cuadrado, dueño y conductor del Porsche 911 Turbo, hizo una mueca de asco pero no encontró palabras con que replicar a la matriarca. Sólo pidió tácitas disculpas a Lacal dedicándole un marcial cabezazo, y salió dando taconazos. Mientras la abuela reanudaba su discurso detallando las sanciones económicas con que iban a castigarle, Lacal se desplazó, ausente y pasota, hasta uno de los ventanales y por él espió la fuga indignada de Estivill. Lo vio montar en su Porsche, oyó el ronquido enérgico del motor y el brioso automóvil se perdió entre árboles, camino de la verja. Ignoró las amenazas de sus parientes vampiros, ignoró las réplicas que él mismo podría escupirles a la cara («¿qué haríais sin mí?, ¿quién os pensáis que os compraría vuestra mierda de tejidos?, ¡todos estamos viviendo de Confecciones Lacal, de mi Centro de Moda y de mis tienduchas de barrio!»), y dirigió toda su furia contra el hombre cuadrado, de pelo al cepillo, conductor de Porsche 911 Turbo. «Hijo de puta, te mataré, te haré tragar los cojones, te ahorcaré con tus intestinos.» Se le nubló la vista y, entre parpadeo y parpadeo, vio a Pablo Algeric y a la modelo Úrsula cuando se besaban en La Lechuza, y se besaban con lengua, haciendo como si él no existiera, creyendo que no podría verlos, de tan ciego como iba.

Tal vez fue en ese momento cuando Lacal enloqueció.

Pasaron en silencio al comedor, él delante y el jurado condenador detrás. Les recibieron las mujeres, todo sonrisas inconscientes. Comieron suflé de coles de Bruselas, huevos alpinos, buey a la catalana y tarta de frutas glaseadas. Hablaron del frío y de lo que harían para celebrar cada uno las fiestas de Navidad.

Y Lacal pensaba: «Estáis en mis manos. Digáis lo que digáis, estáis en mis manos.»

CAPÍTULO II

LACAL

1

Aquel mismo domingo de niebla asfixiante, en mangas de camisa, el cuello desabrochado, floja la corbata de Mickey, descalzo sobre el pavimento encerado y frío, Lacal combatía la resaca a golpes de whisky, dosificándose el remedio con cautela para no caer en una nueva borrachera. Contemplaba un tablero de ajedrez y otro de parchís y se complacía en una especie de vértigo, como si fueran auténticos campos de batalla y los estuviera observando a vista de águila. Barajaba lentamente un mazo de cartas españolas, bien distintas de las rojinegras francesas, más estilizadas, más púdicamente distantes de la realidad, rombos, corazones, picas y tréboles, símbolos que habían perdido de vista ya sus orígenes. Jugueteaba con naipes que representaban refulgentes monedas de oro, copas de vino rojo como la sangre, afiladas espadas justicieras y contundentes garrotes y, poco a poco, tomaba conciencia del peligro que se escondía detrás de sus aún inconcretas intenciones. Estaba a punto de confundir la fantasía con la realidad. Peor aún: estaba a punto de convertir la fantasía en realidad. A punto de cometer la Gran Transgresión. A punto de volverse loco.

En el oscuro atardecer de aquel domingo de niebla sólida, insólita y claustrofóbica, Lacal pensaba que las personas enloquecen mediante un acto de voluntad. Llegado un momento muy preciso de su vida, hay quien toma la determinación de volverse loco. Es ese instante trascendental en que uno limpia las armas de sus antepasados, bautiza a su caballo y a sí mismo con nombres pomposos y sale a enfrentarse con todos los gigantes que osen cruzarse en su camino. El primer pinchazo hipodérmico que te descubrirá mundos fabulosos y te proporcionará la sabiduría suprema y la felicidad. Luego vendrán el síndrome de abstinencia y la adicción y la zambullida en los infiernos pero, de momento, sólo existe el acto voluntario y heroico. En el atardecer de aquel domingo diabólico, Lacal era consciente, con desmedido regocijo, de que estaba dando ese gran paso, voluntario y heroico, hacia la demencia.

Objetivo del juego: Hacer morder el polvo a la familia Lacal.

La demencia consistía en declarar la guerra a la maldita familia Lacal. Escupirles a la cara, recuperar con creces los nueve millones que le habían obligado a devolver en un acto de humillación sin precedentes. Obligarles a reconocer que Pepe Pepito Lacal era imprescindible en sus vidas, que era el que los alimentaba a todos. Le debían veneración. Los tenía en la palma de la mano y sólo gracias a una compasión ilimitada se abstenía de cerrar el puño y exprimir hasta la última gota de su sangre. Ya iba siendo hora de que se enterasen de una puta vez.

Sobrevolando los tableros de juego, se sentía Dios. Tío Olegario y tío Mariano podían ser reyes, y la abuela Cecilia podía ser la reina, ellos podían reinar sobre el tablero, corretear entre los escaques, arriesgar sus vidas en jugadas magistrales, o podían perseguirse por los pasillos rojos, verdes, amarillos y azules del parchís y matarse los unos a los otros, pero él, Pepe Pepito Lacal, era el jugador. Él estaba por encima de todos ellos. Nadie vitorea al caballo negro y al alfil que combinaron el mate, nadie felicita al rey negro que sobrevivió, triunfante, en la partida. Se felicita al jugador que los manipuló, Y él, José Lacal, era el Gran Jugador del juego que estaba a punto de inventarse. Él era Dios.

Sólo él daba sentido a esas piezas absurdas desparramadas sobre la mesa. Él podía poner nombres y apellidos a los peones del ajedrez, él podía dotar de padres, esposas e hijos a cada uno de los soldados de un juego de simulación, él podía inventar biografías para las fichas del parchís o elaborar una partida de Monopoly con barrios, calles y hoteles de verdad. ¿Por qué no?

Planteamiento del juego: El Gran Jugador deberá cumplir su Objetivo Último manejando con ingenio todos los elementos de que disponga. Él mismo se fijará sus Objetivos parciales y, manteniéndose en el más absoluto anonimato, resolverá los problemas que se le planteen, ya sea personalmente o a través de Sujetos Pacientes Intermedios.

El Juego de los Disparates.

La Gran Transgresión: el juego que traspasará los límites de la fantasía para entrar en la realidad.

El juego es catarsis para los deseos y afanes de todo tipo, refugio inofensivo de toda perversión. En los juegos de naipes, unas cartas matan a las otras, se roba el pozo, se corta la baraja, se domina. Las fichas del parchís se persiguen para comerse y celebrarlo contando veinte, las piezas del ajedrez se eliminan sin piedad. En todos los juegos se vence, se humilla, se despoja de sus bienes al perdedor. Cuando Lacal se disponía a inventarse el Juego de los Disparates, que consistiría en hacer reales sus fantasías, era consciente de que podía liberar todos los males del mundo. Y eso le divertía enormemente.

Alejó de sí los tableros, las fichas, la baraja, despejando la zona de la mesa que le quedaba más próxima. A su alcance quedaba el pequeño cuaderno donde debían anotarse las puntuaciones de canasta o de bridge.

El principal Sujeto Paciente Intermedio (ficha roja) sería Pablo Algeric. No tenía nada contra Pablo, ningún jugador sacrifica a los peones porque los odie. Las piezas, las fichas, no despiertan simpatía ni antipatía. Son simples medios para conseguir un fin. Pablo sería peón en su juego, digamos un alfil, digamos un caballo. Lacal movería la pieza conforme a sus intereses, a una estrategia de la que Pablo no tenía por qué estar informado, de la que no debía estar informado. ¿Cuál había de ser el primer movimiento? ¿Pablo tres alfil dama? ¿Pablo tres alfil rey? De Lacal dependería que estos símbolos adquirieran algún sentido.

De pronto, estaba escribiendo febrilmente. Le zumbaban los oídos. Apuró el vaso de whisky y se sirvió otro sin pensar.

Objetivo último: Sacarles 10.000.000 a los Lacal.

¿Cómo?

Lo pensó mejor y escribió un cinco sobre el uno de los diez millones. Cincuenta millones. ¿Por qué no? Que se jodan.

Pablo dijo que daría cualquier cosa por conducir un Porsche. «De acuerdo, Pablo, soy un dios benévolo, conducirás un Porsche.» Y el hijoputa de Estivill tenía un Porsche.

Más tarde, Lacal escribía:

Sujetos Pasivos Intermedios.

Ficha roja: Pablo. Atornillar. Porsche. Estivill.

Dibujó gráficos. Líneas que unían a Pablo con Estivill y a los dos con el coche. Y otra línea que salía del Porsche para apuntar a Ficha verde: (notas). Parecía arrebatado por una inspiración posesiva, enérgica, enloquecedora.

Ficha amarilla: Úrsula, el toque femenino, la guapa de la peli, (notas). Nadie sabe nada. Si curiosean, nadie entenderá nada.

Tintín.

Se detuvo para reflexionar en voz alta.

—Lo malo de los secuestros, es el momento de cobrar el rescate. La policía pone en el interior del paquete del dinero un microemisor que les permite seguir su pista a distancia. Y, cuando el botín llega a manos de los secuestradores, el mismo dinero trae consigo a la pasma. Eso es lo que hay que prevenir.

El Juego de los Disparates.

Principales elementos del juego:

* El Gran Jugador. * Los Sujetos Pasivos Intermedios. * Dados. * Tarjetas de Suerte. * Tarjetas de Sorpresa.

2

Esa misma noche de domingo, en pleno proceso de entusiasta enloquecimiento, mientras sumergía el BMW en el aparcamiento de la Rambla de Cataluña, Lacal se preguntó qué demonios estaba haciendo allí. Se respondió, con toda naturalidad, que eran los dados, el azar, quienes lo habían llevado hasta la casilla del Centro de Moda. Una tarjeta de Suerte le anunció que no hallaría ningún inconveniente a la hora de cumplir aquel Objetivo Parcial. Era de prever. Se trataba de un objetivo muy simple. Una especie de entrenamiento.

Subió en ascensor al Centro de Moda y penetró en aquel lugar provisionalmente silencioso y oscuro, lugar de trabajo donde rebullían aún los fantasmas de trabajadores que resucitarían al día siguiente. Un buen jugador debe saber aprovechar en beneficio propio cada capricho del dado. Lacal se devanaba los sesos, preguntándose qué ventajas podía sacar de aquella visita intempestiva y furtiva. Como si no lo supiera.

Primer objetivo parcial: Incorporar a Úrsula (ficha amarilla, toque femenino, la guapa de la peli) al juego.

Oscuro ámbito de trabajo donde los ordenadores parecían a punto de ponerse a funcionar solos, o donde las tijeras voraces parecían animales metálicos capaces de empezar a morder toda tela que encontraran a su paso.

Llegó Lacal hasta el estudio de fotografía de Pablo Algeric y encontró enseguida el catálogo de la Agencia de Actores y Actrices. Tomó nota del número de teléfono. Un número de teléfono que él no tenía por qué conocer, que no constaba ni constaría nunca en su agenda, al que nunca habría tenido acceso si aquel domingo por la noche no hubiera entrado subrepticiamente en el Piso. Tomó nota asimismo del nombre de Úrsula. Úrsula Cuevas se llamaba, la desgraciada.

Una súbita inspiración. Tarjeta de Sorpresa, le instó a volver unas cuantas páginas para descubrir a la actriz (hubiera podido ser un actor) que el azar quiso ofrecerle. M.a Paz Sobrecasas. Le gustó más que Úrsula. Mucho más. Tan hermosa como ella, pero mucho más natural, más relajada, menos trascendental y más simpática. Había una pincelada de comicidad en sus labios. Podría hacer el papel de payaso con mucho éxito. ¿Había lugar para un payaso en el Juego de los Disparates?

El lunes, 9, legañoso, excesivamente soleado y deslumbrante después de tanta grisura y tristeza meteorológicas, Lacal se topó con Pablo Algeric por los pasillos del Piso y consiguió dedicarle una sonrisa:

—Hola, Pablo, ¿cómo vamos?, tengo que hablar contigo, pero ahora no porque tengo mucho trabajo. Qué bien el sábado, ¿verdad? ¿Te tiraste a Úrsula?

—Fuimos a su casa, sí —dijo el chico, visiblemente confuso, casi abochornado.

—¿Y qué, y qué? ¡Cuenta, cuenta!

—Tiene un tatuaje.

—¡Vaya, un tatuaje!

—Un naipe que representa el as de corazones.

—¡Fantástico! ¿Y dónde lo tiene?

—Aquí.

—¿En el culo?

—No, no, aquí, en el muslo, casi en la cadera.

—Cagondiez, Pablito, cómo te envidio... ¡Tenemos que hablar, ¿eh?! Pero ahora no, que tengo mucho trabajo.

—Está bien, está bien.

Se encerró en su despacho. Sentado tras la mesa, repantigado en su sillón anatómico, juntó las yemas de los dedos y, con la punta de los pulgares, se acarició los labios. Pensaba.

Pensaba cómo podía componérselas para conseguir las llaves del Porsche 911 Turbo de Estivill.

Buscó en el cajón una guía de Barcelona. La abrió al azar y se encontró con el plano 67, donde la avenida Diagonal se cruzaba con el paseo de San Juan. Descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de la Agencia de Actores y Actrices.

Primer objetivo parcial: Incorporar a Úrsula (ficha amarilla, toque femenino, la guapa de la peli) al juego.

—¿Sí?

—Buenos días. Le llamo de Producciones Wings...

—¿Perdón?

—Producciones Wings.

—Ah.

—Hemos tenido acceso a uno de sus catálogos y nos gustaría hacerle un casting a una de sus modelos.

—Ah.

—Se llama Úrsula Cuevas. La representan ustedes, ¿verdad?

— Sí.

—¿Podrían decirle que pase a vernos a nuestra productora, esta tarde, a las ocho?

—Creo que sí. Y, si está disponible, pasará.

—¡Bien! ¿Tienen nuestra dirección?

—Pues... creo... creo que no.

—Tome nota. Producciones Wings. Paseo de San Juan, 100. Quinta planta. Que pregunte por el señor Carnot.

—¿Carnot?

—Sí. Como carnet, pero con o.

—Bien. A las ocho. Perdone pero, ¿habrá más aspirantes o sólo la convocan a ella?

—No estoy seguro. Es decir, sí. Sólo tiene que venir ella. Ella sola.

—Bien. Entonces, le diré que pase esta tarde.

—A las ocho.

Colgó Lacal el auricular del teléfono.

¿Por qué lo hacía tan complicado? ¿Por qué no se limitaba a citar a Úrsula en su despacho?

Se impacientaba ante sus propias objeciones. Todo formaba parte de la tramoya del juego. Le parecería que hacía trampas si solucionaba los problemas de manera lineal y simple. Era más emocionante así. Había sacado una tarjeta de Sorpresa que decía «Ella no debe saber con quién se va a encontrar», y esa exigencia le alteraba el pulso y la respiración, incluso le producía ciertos trastornos intestinales.

—Bien, está bien, esto marcha —se relamía, encantado de la vida—. Ahora, le toca tirar a Úrsula. Entretanto, yo...

Segundo objetivo parcial: Hacerse con las llaves del Porsche 911 Turbo de Estivill.

3

Fue mucho más sencillo de lo que cabía imaginar.

En la carpeta granate que le había dado Estivill y que contenía el fruto de sus indiscreciones, constaba el membrete de UNIVESA. Informes Confidenciales, y una dirección de la calle Pau Claris. Antes del mediodía, Lacal abandonó el Piso y a pie, porque estaba cerca, se dirigió al vetusto edificio modernista donde tenía su sede social UNIVESA.

No era edificio que tuviera aparcamiento subterráneo porque, cuando fue construido, nadie pensaba que fuera necesario. Pero un Porsche 911 Turbo (dieciocho millones de pelas) no se deja cada día en la calle, en cualquier esquina. Por eso, Lacal buscó la P mayúscula, blanca sobre azul, que quedaba más cerca y se dirigió allí seguro de que no le costaría encontrar lo que buscaba.

Tiró los dados, probando suerte.

Sus ropas impecables, de última moda, su porte altivo, la seguridad de su mirada, la firmeza de su gesto, le hicieron invisible ante el guardia del aparcamiento, que estaba en su cabina, absorto en extraer mugre de las uñas con una navaja.

Un cartel sucio y de letras muy grandes decía «Dejen las llaves en el coche. Gracias.» Otro semejante, a su lado, anunciaba «La empresa no se responsabiliza de los objetos de valor dejados en el interior de los vehículos». A pesar de lo cual, la gente continuaba confiando sus coches a aquellos desaprensivos. Hasta tal punto era difícil aparcar en la ciudad de aquellos tiempos.

El aparcamiento era tan pequeño que los automóviles estaban dispuestos como en la bodega de un barco: los primeros amorrados a la pared y los otros justo detrás, tocándose los parachoques delanteros de uno con los traseros de otro, formando un bloque compacto que debía de resultar muy difícil de manejar. Para sacar uno de los de primera fila, había que mover todos los que estaban detrás de él, y eso explicaba la exigencia de dejar las llaves en el contacto. Por otra parte, sacar un coche de allí suponía una peripecia tan aparatosa que había de disuadir al ladrón más empecinado.

El Porsche estaba aparcado en segunda fila, muy cerca de la pared de la derecha, entre un Renault 18 y un Opel Corsa.

¡El número exacto! ¡A la primera! ¡Qué potra!

A punto estuvo Lacal de dar una palmada, frotarse las manos, lanzar una carcajada de triunfo. Bien. Claro que, si el coche no estaba en aquel momento, debía estar en otro cercano, era una apuesta con poco riesgo, pero el hecho de haber acertado a la primera le parecía un excelente augurio.

«Cuidado, no te confíes, es la suerte del principiante.»

—¿Cuál es su coche, jefe? —preguntó el guardia, a la espalda del desconcertado Lacal.

—Pues no sé si está aquí —respondió, estirando el cuello, como si tratara de localizarlo—. Mi mujer ha dicho que lo había dejado en un aparcamiento de la zona y no sé si lo habrá dejado en éste. A lo mejor aquel Erre dieciocho de allí... —Señaló el Renault que flanqueaba al Porsche. Y, como el guardia no reaccionaba de ninguna manera, se arriesgó un poco más—: Pero no se moleste, no voy a sacarlo. Sólo voy a buscar una cosa.

«Saca una tarjeta de Suerte y otra de Sopresa y no las leas todavía.»