Jugarse en otra orilla - María Rosa Iglesias - E-Book

Jugarse en otra orilla E-Book

María Rosa Iglesias

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En sus relatos, María Rosa Iglesias cuestiona la creencia popular de que todos los inmigrantes europeos en la Argentina del siglo XX progresaron sin contrariedades. Como en su novela Aurelia quiere oír, ficcionaliza personajes verídicos: el exiliado doctor Sánchez Guisande, los rebeldes de la Patagonia trágica, el fundador de la aldea Beleiro, el maestro pizzero Andrés Iglesias. Los hace interactuar con personajes ficcionales absolutamente verosímiles, que se desangran en el desgarro interior, la actividad de las mafias prostibularias, la explotación laboral, la precariedad, la vida mezquina, los conflictos familiares, la soledad y el desprecio y el temor hacia el pobre. Sincera pasiones y conmueve. Todo con una precisa y deslumbrante prosa.

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Iglesias, María Rosa

Jugarse en otra orilla / María Rosa Iglesias. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2022.

Libro digital, EPUB - (Biblioteca elegida / Marcelo di Marco)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8449-37-1

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

© 2022, María Rosa Iglesias

Corrección de textos: Nomi Pendzik ([email protected])

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

Todos los derechos reservados

© 2022, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello Bärenhaus

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8449-37-1

1º edición: diciembre de 2022

1º edición digital: noviembre de 2022

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

En sus relatos, María Rosa Iglesias cuestiona la creencia popular de que todos los inmigrantes europeos en la Argentina del siglo XX progresaron sin contrariedades. Como en su novela Aurelia quiere oír, ficcionaliza personajes verídicos: el exiliado doctor Sánchez Guisande, los rebeldes de la Patagonia trágica, el fundador de la aldea Beleiro, el maestro pizzero Andrés Iglesias. Los hace interactuar con personajes ficcionales absolutamente verosímiles, que se desangran en el desgarro interior, la actividad de las mafias prostibularias, la explotación laboral, la precariedad, la vida mezquina, los conflictos familiares, la soledad y el desprecio y el temor hacia el pobre. Testimonia pasiones y conmueve. Todo con una precisa y deslumbrante prosa.

Sobre María Rosa Iglesias

María Rosa Iglesias (Santiago de Compostela, España) emigró de niña a Buenos Aires. Desafió los límites que la hipoacusia profunda le imponía a sus proyectos: estudió en la universidad, atendió un comercio de librería y sostuvo a su familia. Narradora y poeta, publicó en diversos medios, y obtuvo premios en Argentina y en España. Destacan su ensayo Con las raíces al aire: las experiencias de las emigrantes gallegas a través de nueve protagonistas, y la novela Aurelia quiere oír. Tiene listo otro libro de relatos y, en preparación, una novela. En @mariarosaiglesias_escritora (Instagram) y en @MaríaRosaIglesiasEscritora (Facebook) aborda temas de hipoacusia y medioambiente.

Para comunicarse con la autora: [email protected]

ÍNDICE

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre María Rosa IglesiasDedicatoriaA manera de prólogoEn caminoEntre mujeresLa elección del poetaLa huella del soñadorAdeus, meu amigoAprender a obedecerBreve historia de dos patriasDe putasEl jirón rojoViento maloEl puente rotoGallego de mierdaLibre de verdadEl negroUn FortínPobre y querido papáEl lomo del marEdificar sobre barroTojos florecidosEpílogo

A Ruy Farías, que tanto me enseñó

sobre historia de las migraciones.

A Mónica Farías, que me hizo

valiosas sugerencias.

A los dos, porque los amo.

A MANERA DE PRÓLOGO1

La tropa de chiquillos remontó un barrilete. Tú, que aún no sabías escribir pero sí querer, enganchaste la cartita que, garabateada por tu hermano y subiendo por el hilo gracias a la torsión y al vuelo, llegaría hasta Dios. “Llévame a Ardagán, a mi casa, adonde el abuelo”, rogabas.

Te respondió el silencio.

Ya habías aprendido que todo cuanto quedó en la aldea carecía de valor para los extraños. Salvo para ti, que, detrás del paisaje nuevo y suburbano, ves ––imaginas–– el primor de los sembrados, la cruz del hórreo, el destellar del agua. Salvo para ti, que necesitas ––más que el aire–– la ternura del abuelo flaco y cansado, la risa de tus primas, temer al lobo, el verde-nácar de los prados que creíste perdido para siempre y que reencontrarías ––alabado sea Dios–– una mañana desapacible y húmeda, en el escaso milagro de un instante, cuando la claridad y las nubes acordarían que la luz se volviera gallega sobre el retazo de jardín que, luego de muchos trabajos y ahorros, lograste arrancarle a la ciudad.

Aprendiste, de niña y para siempre, que lo valioso para ti sería mísero para los demás, y deberías preservarlo en callada evocación. Que la patria es la infancia, y su meollo son los primeros rostros, el primer pan, la primera flor que acariciaste, la curva prodigiosa del barranco enhiesto de carballos, la meiga vestida de negro, el campanario, el nido de mirlos y los cuentos de tu madre. Infancia que te arrancaron cuando te subieron al barco. Aunque regreses a Galicia, cuarenta y un años después, no la recuperarás. El abuelo descansa en el camposanto, las primas crecieron y se dispersaron, la vaca Marela y la burra murieron. Y tú no estabas allí. Deberás aceptar lo que negabas: aquellos latidos y aquellas voces son restos de añoranzas. Nada de lo que lograste y seguirás ganando —un título universitario, algunos compañeros, una casa propia, los nuevos idiomas— compensará lo perdido.

Eras una chiquilla, y medías el mundo con irrefutable sabiduría infantil: marcharse no es un destino natural. Prohibir que hables tu idioma o desmerecer tu cultura, tampoco. Alejarse de los seres amados, mucho menos. Tu vida se inscribe, para siempre, en la necesidad de consolarte por lo que no elegiste, y es irreparable. La mudez de Dios al ruego prendido en el barrilete fue ––todavía te duele–– un hondo desengaño.

El transcurso del tiempo te pondrá ante otras gentes que también llegaron exiliadas, y comprenderás los recelos de quienes te recibieron, aunque procurarás no repetir sus errores. No humillarás al que añora, porque sabes que quedó descentrado y siente las raíces expuestas a un aire peligroso. Admitirás, no obstante, que los horizontes amplían el conocimiento y la comprensión, que la trashumancia constituye el meollo de la huella humana. Y que es tan necesaria como la permanencia y el arraigo que ahondan y acendran esa misma huella. También es cierto que tu próxima tarea consistirá en cuidar el amor a lo que fue y sigue siendo tuyo, en convencerte de que ya no eres una despojada, sino alguien que transformó tanto dolor inmerecido en voz afirmativa.

Aprendiste que el saber rueda, como las generaciones, como las migraciones, como el mundo; rueda y rueda hasta que una colisión saca chispas y enciende la intuición de quien reflexiona y entiende la añoranza de Bécquer ––que no era emigrante ni era gallego, pero sí poeta––: “¡Yo no sé qué te diera por un beso!”. Porque la patria es tierra madre, abrigo de útero, beso. Si el concepto de tránsito tiene un valor metafísico, el emigrante lo conoce desde el momento en que comprende, como Avilés de Taramancos, que “nunca regresa o mesmo home / ao mesmo sitio”.

Habiendo transcurrido tu prístina niñez en la lluviosa Compostela, sin embargo recuerdas muchos días soleados, porque la memoria infantil quiso preservar el esperanzado apurar al sol, la certeza de que alumbrará. Para confirmarlo, te basta con entonar “Como chove miudiño, como miudiño chove”. Y recibir, en el alma y en todos tus sentidos, el blando tesón del agua desmoronando la hierba que volverá a levantarse gozosamente pincelada de nácares, verde Galicia revivida en tu jardín porteño. Aquellas lluvias de la infancia y las nuevas de la adultez calan hasta el centro de tu ser, y germinan un futuro sobre lo pasado, que es raíz, que es savia, que es el hoy transformado por la voluntad y el decoro, el dolor y la alegría. Legarlo, como experiencia y como certidumbre de porvenir, celebrar que tus huesos darán flores cuando llegue la hora, es el mejor destino que puedas imaginar para tu espíritu abrumado de humanidad, tan necesitado de ilusiones.

Fiel al nomadismo humano, encenderás hogueras donde sea necesario. También plantarás castaños y xestas, y preservarás palabras entrañables: morriña, agarimo, mans e terra. Serás mujer de todas las tierras, porque todas pertenecen a los hombres, como dijo Rosalía, poetisa universal. Y aunque diferentes, esas tierras tendrán el temblor del bosque de carballos que admiraste, estirándote sobre las puntas de los pies, desde la ventana de tu casa natal. Lo dejarás escrito para tus hijos, los hijos de tus hijos, y todos quienes sepan ahondar en la celebración de las estirpes que, atravesando las edades, las invasiones y los mestizajes, nos hacen únicos.

Hoy, en la emigración, Galicia es para ti desgarro y atadura. Desgarro entrevisto en la pupila azul del abuelo, prometedora de horizontes; atadura en la mirada castaña de tus nietas, que anclan el amor en la tierra nueva. Galicia es nudo gordiano que preserva la memoria y abre puertas a todos los orientes. Lo mismo es cortarlo que desatarlo, porque nunca dejará de ser centro esencial, lugar de partida y de llegada.

1 En este prólogo se reproduce parcialmente el relato “Las voces del silencio” que recibió el segundo premio en el Certamen Literario de Narrativa Breve 90° Aniversario: “Vivencias de la emigración gallega”, convocado por la Federación de Asociaciones Gallegas de la República Argentina en 2011. Fue publicado por la Editorial Alborada en noviembre de 2012.

EN CAMINO

A don José Leirós, presidente de la Asociación Residentes de Mos, de Buenos Aires. Al recordar su emigración —se vino de Galicia solo, y siendo un muchachito—, dijo: “Si el mar fuera tierra, me hubiera vuelto caminando”.

 

 

María Balboa caminaba a buen paso, segura de que pronto llegaría a la casa donde habían nacido ella, su madre, su abuela, su bisabuela…, y acaso también su tatarabuela y la abuela de su tatarabuela.

Estaba muy oscuro, pero el instinto le indicaba el camino acertado y dónde buscar refugio si arreciaba el aguacero. Ya no distinguía edificios, no sabía si por la niebla o por la furiosa cerrazón de la lluvia. De cuando en cuando, a medida que se alejaba del centro y aumentaban los cercos de ligustro y la extensión de los parques, la asustaban los graznidos de las lechuzas. Aunque perdió la noción del tiempo y de la distancia recorrida, conservaba suficiente lucidez para saber que su camino vital se deslizaba hacia el pasado. Y a eso iba: a buscarlo. Sabía que nadie la ayudaría. Se había metido un mendrugo en el bolsillo, por si le flaqueaban las fuerzas. No obstante, iba feliz: había alcanzado la libertad, y nadie habría de impedirle cumplir su deseo.

Supo que había andado mucho, mucho, porque ya reconocía los restos de las remotas calzadas romanas que llevaban a su aldea. También advirtió la intensidad de su cansancio cuando, después de un resbalón, le fue tan difícil levantarse. El agua le había entrado por las suelas agujereadas, y por más que tomó la precaución de seguir la conocida senda de peñascos para evitar el barro, no hacía más que hundirse y chapotear en las charcas de hielo. Si bien recordaba, como si los hubiera andado ayer mismo, los senderos del robledal, pensó que necesitaba una antorcha. Pero Dios proveería.

Como había provisto cuando su madre, viuda desde antes de su nacimiento, la mandó al monte con las vacas. Sus débiles siete años apenas sostenían el cayado, y le castañeteaban los dientes de frío y de miedo. Salía con noche cerrada porque debía regresar a tiempo para guardar los animales en el establo y cumplir con el horario de la escuela. Aprendió no más que algunas letras antes de abandonarla, cuando su madre enfermó y ella debió ocuparse del campo y de la casa. De muchachita trabajaba como un varón, pero se desquitaba del cansancio en romerías, muñeiras y jotas. Y también bailaba tangos que habían traído los retornados de Argentina. Para la fiesta de Nuestra Señora, venía la banda de Santiago de Compostela; para las demás, se juntaban los mozos al son de la gaita y la pandereta o del batir de las palmas o el simple chasquido de los dedos. Lo más divertido fue desafiar al cura, que consideraba indecente que las parejas bailaran abrazadas: ella y su Manuel, que aún eran novios, bailaron un tango a la salida de misa, delante de la casa parroquial.

No eran los bailes lo que más extrañaba ahora, ya vieja, sino los juegos compartidos con otros niños, la búsqueda del tesoro entre las ruinas del castro o la representación teatral del regreso de sus padres emigrados a América, ricos y felices. A casi todos, como a la lechera, se les habían roto el cántaro y los sueños.

Lo peor vino con la emigración de Manuel a la Argentina. El tiempo y las fatigas la obligaron a dejar de llorar por la ausencia del hombre, por la falta de cartas, por no saber si ya era viuda o resignarse a seguir esperando su regreso. Debió cinchar con una criatura de dos años, otra en el vientre y un marido al que nunca pudo comunicar el nacimiento del varón, que habría de morírsele tan pronto. Había arado y sembrado, había trasegado carros de estiércol para abonar las tierras, fardos de hierba para la cuadra, había hachado leña en el monte, había andado centenares de veces ocho kilómetros de ida hasta la Plaza de Abastos de Santiago y otros tantos de vuelta, mojada hasta los huesos, cargando en la cabeza la cesta de hortalizas cuya venta daría algún dinero, y así comprar unos calcetines o un poco de aceite. Debió apretar los dientes y soportar la desgracia del hijo. Debió trabajar doble para que Lola, la hija que le quedaba, fuera a coser por las casas vecinas sin necesidad de deslomarse en las sementeras ni lidiar con cerdos, cabras y vacas. Pero ella no pudo prever la desgracia de que fuera abandonada por el novio cuando quedó embarazada de Luciña.

Había sido una esclava del trabajo. Se había quitado el pan de la boca para dárselo a la hija y luego a la nieta. También había soportado la falta del varón desde la juventud, y sólo alguna vez había cedido en la penumbra de los sembrados, avergonzada ante la necesidad de la carne. Después de tanto tiempo, ya no recordaba la pasión ni los rostros. Ahora era un trasto inútil, y no debía quejarse. Para no estorbar. Ahora volvía por sus propios medios al sitio de donde no tenía que haberse marchado nunca. Volvía sin que nadie pudiera impedírselo.

Ya faltaba poco para ver el campanario de Santa María de Marrozos, apenas cruzara el robledal de Santa Susana. Los pies destrozados, la vista borrosa, la cabeza dándole vueltas, sólo se había detenido a beber de alguna acequia que corría paralela al camino.

Cuando oyó el borbotar del manantial de Ardagán, le brincó el corazón. Hizo pantalla con las palmas detrás de las orejas: efectivamente, había llegado a la Fuente de la Moura. Esperaba ver en cualquier momento, sentada entre las rocas, al hada alisando los largos cabellos mientras custodiaba sus tesoros. Muchos hombres se habían zambullido por detrás de aquella cascada. Habían excavado túneles aprovechando la noche, pero no habían encontrado ninguna de las riquezas sumergidas. El agua del manantial desbordaba la concavidad rocosa: para llegar al chorro, había que empujar a los sedientos rebaños y beber haciendo cuenco con las manos. Cuántas veces ella misma se había descalzado para aliviar los pies en el agua clara.

Ahora, sobre la negrura líquida rielaba el resplandor de las estrellas. Y, muy en el fondo, María vio destellar… ¡Ahí estaban los oros y las piedras preciosas! Pero ella era vieja para intentar arrebatárselos a la moura.

Calmó la sed, atenta a los ruidos que se destacaban sobre los del agua, quizá gritos. Tras los árboles, vio la luz del candil moviéndose de un lado a otro. En tiempo de lobos, no sería extraño que a Lola la acompañaran los vecinos, temerosos de que, por la lluvia, ella no hubiera podido encender una antorcha para espantarlos. Suspiró con alivio al saberse esperada, y aunque el frío y el vacío en el estómago y el dolor de huesos eran insoportables, no menguaba la felicidad de haber acertado a llegar, después de tantos años. Alguna ráfaga trajo el olor del caldo de grelos borbollando en la marmita. Y, aunque jamás podría expresarlo con palabras, María supo que aquel espacio geográfico y sensorial, aquella aldea extraviada entre robles y castaños, retamas y trigales, daba cobijo a su alma y acompasaba el latido de su corazón. Allí había nacido, amado y sufrido. Allí había enterrado a los suyos. Allí quería esperar la muerte.

Pero no había contado con que a último momento apareciera un obstáculo insalvable. Repentinamente surgida de la espesura y cerrándole el camino, a la distancia de su brazo extendido, desfilaba una ringlera de procesantes. Iban envueltos en capas de bruma espesa y, no obstante, tan sutil que se veían perfectamente las llamas de las velas: cada uno las protegía del viento ahuecando la mano. Bien sabía la pobre vieja que no era una procesión de personas vivas sino de almas que purgaban sus pecados desfilando por las noches. Los espectros de la Santa Compaña no dejaban escapar a nadie que se les cruzara en el camino. Todo caminante que anduviera tras la puesta del sol asumía el riesgo de tropezar con ellos y recibir el anuncio de la propia muerte.

Más que el miedo, más que la prefiguración del trasmundo, apenó a María la imposibilidad de cumplir, a un paso de la puerta, el deseo de volver a su casa. Debía acatar la desgracia al borde mismo de la felicidad. Y, aunque hubiera querido cerrar los ojos y negar lo evidente, observó sin parpadear cómo marchaban los difuntos. Sabía que el último de la fila no era el alma de un muerto; no era un alma en pena de la Compañía sino el espíritu de un ser vivo que, por haberse cruzado con la procesión, estaba obligado a dejar el cuerpo en el lecho y a salir todas las noches para seguir a los fantasmas. Si le entregaba la vela a otra persona viva que se le cruzara en el camino, se salvaba.

Ella enlazó las manos y rezó. Debía tomar la vela. Debía aceptar ese viaje a los fondos del más allá sin que las piernas le pesaran, con los pies como por el aire, porque nada podía estorbar la aceptación de la muerte.

Así que, resignada, extendió las manos.

 

Una semana después, su hija la encontró en un hospital de los suburbios de Buenos Aires. La habían ingresado como NN. Atada a la cama, delirante y en sus huesos, María Balboa logró fijar la vista cuando oyó que su hija la llamaba:

—Mamái, mamaíña…

Y aún tuvo aliento para condensar su anhelo más profundo en la última frase de su vida:

—Eu quería cruza-lo mar e voltar camiñando.

ENTRE MUJERES

Pesaba tanto el silencio que, alarmado, el viejo levantó la cortina para observar el corredor.

Nadie. El aire hervía desdibujando las baldosas y la cancel de hierro, que parecía flotar tras los desperdicios.

Volvió a la penumbra, se rascó el torso refregándose contra el trapo colgado de un clavo y aseguró el nudo de la cuerda que le sostenía el pantalón. Ya en la mesa, rebañó con pan un poco de vino que había caído en el plato. Olfateó y masticó y saboreó: el vino era su única golosina. A decir verdad, nunca había tenido otras. De niño por poco muere durante la hambruna, cuando la peste del escarabajo malogró las cosechas y no alcanzaban las patatas ni el maíz, y cuando el poco trigo se malvendía para evitar andar con el culo al aire en pleno invierno. Mientras tragaba el último bocado recordó el fuego encendido en el hogar. Madre e hijo tiritaban. Afuera, arreciaban la ventisca y el aullido famélico de los lobos. Ahora, tan lejos de aquella casa y de aquellos implacables años de nieve, ya no sentía miedo sino compasión por el sufrimiento de las fieras.

Al rato, levantó de nuevo la cortina. Ahí, en un rincón del patio, mataba el tiempo Rosa de Sarandón, quien había llegado a Buenos Aires tan pobre como las arañas —y, muertos el marido y su único hijo, seguía viviendo tan pobre como las arañas—. Acompañada por la nuera y la nieta, sufría encorvada y derritiéndose bajo la ropa de lana negra. Secándose la cara y mirando el suelo, andaba con pasos inseguros: un gran cuervo atontado por el calor.

El viejo la chistó, y ella fue con los ojos bajos hasta que, al entrar en la zona de sombra, alzó la vista. Temblaba un poco, y él le preguntó si había comido.

—No —respondió Rosa—, mi nieta no volvió de la escuela para prepararme el almuerzo.

Pobre Rosa de Sarandón: desde aquel descuido con el fuego —descuido que por milagro no fue una tragedia—, le escondían los fósforos, los cuchillos…, y hasta el vino. Como le habían prohibido salir a la calle, daba vueltas por el patio: una sonámbula, abrigada invierno y verano con el mismo luto, la mano izquierda pasando las cuentas de un rosario interminable.

Eran vecinos desde hacía años, se saludaban en su lengua y hablaban da Terra. Pero, en cuanto la conversación se aproximaba al aquí y al ahora, el viejo la cortaba. La extrema soledad de aquella pobre mujer achicharrándose bajo el sol le evocaba a su propia madre: también una pobre mujer, también vestida de negro, también abandonada.