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El soltero de oro y heredero de la multimillonaria fortuna de su familia, Will Harrison, sabía cómo tratar a los paparazzi, pero le preocupaba su hermana pequeña, Evie. Gwen Sawyer, experta en etiqueta y protocolo, tenía sólo tres semanas para hacer un milagro con Evie antes de que ésta acudiera al baile en el que sería presentada en sociedad, así que tenía que irse a vivir al lujoso ático de Will. No obstante, cuando Gwen descubrió que lo último que le importaba a Will era el protocolo, ya era demasiado tarde.
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Seitenzahl: 193
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2009 Kimberly Kerr. Todos los derechos reservados.
LA AMANTE PERFECTA, N.º 1897 - junio 2011
Título original: The Millionaire’s Misbehaving Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-394-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Promoción
EVIE es hija de Bradley Harrison. ¡No puedo encerrarla en el ático y fingir que no existe!
—Tampoco puedes dejarla salir tal y como es, William. Avergüenza a la familia y a la empresa.
Will Harrison se sirvió otros dos dedos de whisky y señaló con la botella a Marcus Heatherton, viejo amigo de su difunto padre y abogado de HarCorp. Al parecer, la comida del día anterior en el club no había ido bien, pero eso tampoco era el fin del mundo.
Marcus le acercó su copa para que le sirviese también.
—Evangeline es un encanto, pero Rachel dejó que hiciese lo que quisiese después de la muerte de tu padre. Y ya ves cuál ha sido el resultado. Se ha convertido en una virago.
Aquélla era una palabra que no escuchaba uno todos los días. Virago.
Sonaba mejor que «maleducada», «socialmente inepta» o «marimacho», calificativos que, desgraciadamente, habían sido utilizados en otras ocasiones para referirse a su hermanastra.
La sonrisa que había causado en él la palabra escogida por Marcus desapareció al recordar a Evie gesticulando y haciendo que el canapé que tenía en la mano fuese a aterrizar en la cabeza del perro que la señora Wellford tenía en el regazo. Eso había sido gracioso. La posterior regurgitación del canapé por parte del perro, que se lo había tragado entero, encima de la señora Wellford… había hecho que la reciente incursión de Evie en la vida social de Dallas fuese por mal camino.
Con setenta años, las ideas de Marcus acerca de cómo educar a las jovencitas estaban un tanto anticuadas, pero, no obstante, tenía razón. Evie tenía quince años y muy malos modales, y él tenía que hacer algo al respecto.
Si no, el apellido Harrison volvería a aparecer en las columnas de cotilleos de los periódicos.
Cuando su padre había anunciado su compromiso con una secretaria de la empresa, a la que le doblaba la edad, todo el mundo había catalogado a Rachel de cazafortunas. Bradley no lo había visto, o no había querido verlo y se había limitado a sonreír con benevolencia mientras ella se gastaba su dinero y lo convertía en el hazmerreír de la alta sociedad, en la que a Rachel tanto trabajo le había costado infiltrarse.
Cuando ella se había cansado de Dallas, Bradley se había retirado y se habían ido a vivir, junto con su hija Evie, de cinco años, al Caribe, dejando a Will al frente de la empresa familiar con tan sólo veintiséis años.
Y mientras que Will había dedicado los diez años siguientes a dirigir la empresa y a potenciar su proyección internacional, su padre y Rachel se habían dedicado a disfrutar y a viajar por el mundo, sin preparar a Evie para que más tarde ocupase su lugar en la sociedad de Dallas, o en la civilización en general.
Desde la muerte de su padre, un par de años antes, Will casi no había tenido noticias de Rachel, pero ésta había tenido un accidente el mes anterior y Evie se había quedado huérfana y a su cargo.
Hasta el momento, no había sido fácil ocuparse de ella. Y el día anterior había sido la gota que colmaba el vaso para Marcus.
Will se aclaró la garganta.
—La señora Gray y sus tutores…
—La señora Gray es un ama de llaves. Es amable con Evangeline y se ocupa de que ambos comáis bien y tengáis la ropa limpia, pero no es la persona más adecuada para darle clases de protocolo a la niña. Y sus tutores tienen que centrarse en sus estudios para que pueda entrar en Parkline Academy en otoño.
Marcus era demasiado obstinado en ocasiones, pero había sido el pilar inquebrantable de la vida de Will, dedicando la suya a la empresa y a la familia Harrison. La llegada de Evie había hecho que se despreocupase un poco de él, y éste lo agradecía. Marcus llevaba demasiado tiempo obsesionado con su vida amorosa y con la necesidad de tener un heredero para la empresa. Al menos, no le había sugerido que se casase para darle a Evie un modelo femenino a seguir. Todavía. La noche aún era joven, así que Will tenía que pensar con rapidez.
—¿William?
—De acuerdo, contrataré a alguien para que trabaje específicamente esto con ella, que le enseñe modales y cómo debe comportarse en sociedad.
—Tienes que hacerlo ya, William. La gente está empezando a preguntar dónde está Evangeline y por qué no se la has presentado a más amigos de tu padre. Llevo semanas acallando rumores, diciendo que necesita más tiempo para llorar la muerte de su madre.
—Y es cierto.
La madre de Will había muerto cuando él tenía doce años y comprendía el dolor de Evie. Al menos, él no había perdido a su padre tan pronto, aunque éste hubiese sido siempre distante.
—Sí, pero tiene responsabilidades que no podemos pasar por alto, ahora que ha vuelto a Estados Unidos.
—¿Responsabilidades? Si tiene quince años, Marcus. No tiene ninguna responsabilidad.
—Deja que te diga una cosa, William Harrison. Evangeline debe ser presentada en sociedad y debe ocupar su lugar en ella. Todo el mundo espera conocerla en la fiesta benéfica del hospital.
—Sólo faltan tres semanas para esa fiesta —comentó Will.
—Pues ya puedes ir dándote prisa en encontrar a alguien.
Querida señorita Protocolo:
Le he dicho a mi mejor amiga que esperaba que el chico que nos gusta a las dos me pidiese que fuese a un concierto con él. ¿Y qué ha hecho ella? Comprar las entradas e invitarlo. Estoy muy enfadada con ella, que dice que, si yo le gustase al chico, éste no habría accedido a acompañarla. Ahora, mi amiga me ha pedido que le preste una chaqueta de cuero para ir a la cita, dice que debo hacerlo porque ella me prestó unas botas la última vez que salí con un chico. Y piensa que estoy comportándome como una maleducada. Dado que ambas adoramos tu columna, hemos decidido que seas tú la que decidas qué debo hacer. ¿Le presto la chaqueta para que salga con el chico que me gusta?
Gracias.
Cenicienta.
Gwen tomó su taza. Vacía. Necesitaba al menos otro café para poder contestar a aquella adolescente. Se levantó y fue a la cocina antes de volver a adentrarse en las peligrosas aguas de la controvertida adolescencia.
Llevaba nueve meses trabajando de experta en protocolo para aquella página web dedicada a los jóvenes y tenía historias suficientes para escribir un culebrón. Había aceptado el trabajo pensando que se dedicaría a responder preguntas sencillas, como quién debe invitar a quién a un baile o quién debe pagar la cena, pero se había equivocado. La complejidad de los planos de ubicación en una mesa era un juego de niños en comparación con aquello.
La cafetera todavía estaba a la mitad, así que se sirvió otra taza de café hasta arriba. Su experiencia con los dramas adolescentes era muy reducida. Ella había sido una «buena» hija, salvo en una ocasión, y su hermana Sarah había sido la que había enfadado normalmente a su madre con su comportamiento. Era curioso, pero habían pasado los años y ella seguía ajena a las rencillas, intentando mediar entre ambas.
Gwen oyó un maullido y notó como Letitia saltaba sobre sus zapatillas de conejito, arañándole el tobillo. El café se le cayó en la mano al retirar el pie, manchando el suelo. Letitia bufó a las manchas y salió de la cocina.
—Un día de éstos te vas a quemar por hacer eso, gata tonta.
Las zapatillas, que tenían unas orejas enormes, eran regalo de su hermana y estaban sacando de quicio a Letitia. Después de cinco días con ellas, Gwen tenía los tobillos como si hubiese sido atacada por una horda de vampiros. Y las zapatillas eran graciosas, y cómodas, pero no merecía la pena sufrir tanto por llevarlas puestas. Las dejó en la cocina, a merced de la gata, y volvió a sentarse frente al ordenador.
Contuvo las ganas de escribir: Con amigas como ésa, ¿quién necesita enemigas?, contestó a Cinderella y colgó en la página web cinco respuestas correspondientes a cinco preguntas que le habían hecho durante el día, luego apagó el ordenador y se centró en el correo que tenía encima de la mesa. La señorita Protocolo había sido un éxito en Internet y su consultorio se estaba beneficiando de la popularidad de la columna. Por mucho que lo odiase en ocasiones, casi todas las debutantes de Dallas tenían su número de teléfono.
Además de un par de facturas y varios cheques que su cuenta bancaria necesitaba con desesperación, tenía sobre la mesa una placa de la Agrupación Victoriana por su trabajo con las debutantes. Ese año, se la había ganado, ya que había tenido al peor grupo de jovencitas de toda la historia. Sólo hacer que escupiesen el chicle y apagasen los teléfonos móviles había sido un reto para su paciencia.
Miró a su alrededor y se preguntó en qué parte del despacho poner la placa. Tenía las paredes llenas de fotografías de las clases de otros años, placas de agradecimiento y otros recuerdos. Había sitio encima de los diplomas de una de las mejores escuelas de protocolo del país, pero no quería poner cerca de ellos nada relacionado con el trabajo que realizaba en esos momentos.
Suspiró. Si sus compañeras de clase la hubiesen visto… Había sido una de las mejores de su promoción, preparada para trabajar con políticos, jefes de estado y peces gordos; en su lugar, se pasaba el día rodeada de niñas. Algún día podría dejar de enseñar a niñas mimadas y ricas a quitar los codos de la mesa y volvería a trabajar en serio.
O eso esperaba.
Por el momento, las adolescentes de Texas le estaban pagando las facturas. Oyó sonar su teléfono del trabajo y se puso recta, sonrió y respondió.
—Buenos días. Protocolo para la vida cotidiana. Soy Gwen Sawyer.
—Señorita Sawyer, soy Nancy Tucker, la llamó del despacho de William Harrison, de HarCorp International —le contestó una voz en tono profesional.
A Gwen se le aceleró el corazón al oír aquello. Llevaba meses intentando poner el pie en HarCorp. Había pensado que el ogro de Recursos Humanos ni siquiera había mirado sus propuestas, y había estado a punto de tirar la toalla. Se aclaró la garganta e intentó sonar tan profesional como la señorita Tucker.
—Sí, señorita Tucker, ¿en qué puedo ayudarla?
—El señor Harrison querría verla para hablar de la posibilidad de contratar sus servicios. Es consciente de que la avisa con muy poco tiempo, pero le gustaría verla esta tarde a las dos, si está disponible.
Ella pensó que habría cancelado hasta un funeral por estar allí. Podía olvidarse del ogro de Recursos Humanos, quería verla el jefe.
—Estaré allí a las dos.
—Estupendo. Le diré a la recepcionista que la estamos esperando.
—Gracias, hasta luego.
Gwen colgó el teléfono y dejó escapar por fin el grito que había estado conteniendo.
Lo había conseguido. Atrás iban a quedar sus días en el infierno de las adolescentes. Después de cinco años de penitencia, por fin tenía la oportunidad de relanzar su carrera. La señorita Tucker no le había contado qué tipo de servicio quería de ella HarCorp, pero le daba igual. Si Will Harrison quería hablar con ella, tenía que tratarse de algo importante. Creía recordar que había visto un artículo en el periódico hacía poco tiempo en el que hablaba de que HarCorp iba a entrar en el mercado asiático. ¿Le habría pasado alguien sus propuestas al jefe?
Sacó la carpeta de HarCorp, donde guardaba las propuestas que había hecho a la empresa hasta entonces. No tenía mucho tiempo para prepararse, pero estaba segura de algo.
Aquella reunión iba a cambiar su vida.
Gwen miró su reloj. Las dos menos diez. Perfecto. Había pasado los cinco últimos minutos en el cuarto de baño de la planta catorce de HarCorp para no llegar demasiado pronto. Se miró en el espejo por última vez y confirmó que presentaba la mejor imagen posible. En el aparcamiento, el viento había hecho que se le saliesen un par de mechones del apretado moño que se había hecho, pero, por suerte, el daño no había sido demasiado grave. Se empolvó las pecas de la nariz y esperó que se le atenuase el rubor de las mejillas, causado por los nervios. Se retocó el pintalabios y estudió su imagen en el espejo. No iba a ganar un concurso de belleza, pero parecía responsable y madura, como tenía que ser una asesora de protocolo.
Traje marrón-camel. Camisa de seda color melocotón. Zapatos cerrados y maletín a juego. Y las perlas de la abuela Jane para que le diesen suerte. Cerró los ojos y respiró hondo, preparándose para dar una imagen fría, segura, profesional.
Aunque por dentro estuviese temblando como un flan.
A las dos menos cinco abrió las puertas de cristal que daban a los despachos ejecutivos y se presentó ante la recepcionista.
—Soy Gwen Sawyer. Tengo una reunión con el señor Harrison a las dos.
El mostrador parecía una lanzadera espacial, con botones, teclados y pantallas de ordenador por todas partes. Gwen se fijó en la placa con el nombre de su ocupante, Jewel Madison, detalle que añadiría a la carpeta de HarCorp después. La señorita Tucker, con la que había hablado un rato antes, debía de ser la secretaria del señor Harrison.
Jewel consultó una pantalla.
—El señor Harrison está en una reunión y llegará unos minutos tarde. Lo siente. Puede sentarse ahí a esperar un poco —le dijo, señalando hacia la sala de espera—. ¿Quiere un café?
Un café era lo último que necesitaba su estómago. Lo rechazó y en ese momento sonó un pitido detrás del mostrador y Jewel bajó la vista. Gwen fue a esperar. Vio un sofá de cuero demasiado mullido para levantarse de él con gracia y se decantó por un sillón de orejas, menos cómodo, pero mucho más elegante. En la mesita auxiliar había varias copias de la Memoria anual de HarCorp y, como no tenía otra cosa que hacer, Gwen tomó una de ellas y la hojeó ausente mientras repasaba mentalmente su discurso por última vez.
Pasaron unos minutos, después veinte, después treinta y ella empezó a enfadarse. A las dos y media, una mujer morena de cuarenta y tantos años, vestida con un traje de color verde lima se acercó a ella y se presentó como Nancy Tucker.
—Siento haberla hecho esperar. El señor Harrison puede recibirla.
«Ya era hora», pensó Gwen. «Respira». No podía enfadarse. Aquello era demasiado importante como para molestarse por cualquier tontería.
Nancy era muy profesional. La condujo por el pasillo en silencio, hasta el despacho del señor Harrison. Llamó a la puerta una vez, la abrió y dejó que Gwen entrase en el despacho delante de ella.
Le indicó que se sentase en una de las sillas que había delante del enorme escritorio y se marchó sin decir palabra. Gwen dejó su maletín en el suelo, cruzó los pies, puso las manos en su regazo y esperó.
«Lección número uno: no hables por teléfono cuando tienes delante a una persona de carne y hueso». Gwen respiró hondo para mantener a raya la frustración. Era un hombre muy ocupado y, al menos, había reconocido su presencia. Así que estuvo callada, pero incómoda, mientras él seguía hablando. Intentó centrar la atención en la ventana para no mirar a Will Harrison.
Porque sabía que era Will Harrison. Había visto su fotografía muchas veces en los periódicos. Tal vez no frecuentasen los mismos círculos sociales, pero muchas de sus clientas, sí, así que también sabía que era uno de los solteros de oro de Dallas.
Entendía que sus alumnas y sus madres se derritieran por él. Si ella no hubiese estado tan molesta, tal vez también se habría derretido un poco. Ninguna de las fotografías que había visto de él le habían hecho justicia. En persona, no parecía un empresario estirado y retraído. Llevaba el cuello y los puños de la camisa desabrochados, y ésta remangada. Tenía el pelo un poco más largo que la mayoría de los ejecutivos y, a juzgar por el tono bronceado de su rostro, no se pasaba todo el día encerrado en su despacho. Gwen se lo imaginó como un hombre al que le gustaba estar al aire libre, tenía los hombros anchos y los brazos fuertes. Intentó imaginarse alguno de sus hobbies, pero luego se reprendió a sí misma, diciéndose que estaba allí estrictamente por trabajo.
Una risa profunda hizo que fijase la atención en él. En esa ocasión, Will Harrison la miró también y sonrió. Fue su sonrisa lo que más le llegó. Se le hacía un hoyuelo y el efecto total era como para que se le acelerase el pulso a cualquier mujer.
Y el suyo estaba muy acelerado en esos momentos. Gwen contuvo las ganas de abanicarse a pesar de haber empezado a tener calor.
De pronto, se dio cuenta de que había colgado el teléfono y le había dado la vuelta al escritorio para darle la mano.
—Siento haberla hecho esperar, señorita Sawyer. Soy Will Harrison.
De cerca, era todavía más devastador para sus sentidos. Gwen se fijó en que tenía los ojos color avellana, más claros que los de ella, de un tono perfecto. La mano que le ofrecía era fuerte y estaba caliente y sintió un cosquilleo al tocarla. Según iban pasando los minutos, las posibilidades de derretirse frente a él iban aumentando.
«Céntrate, Gwen», se dijo a sí misma. «No has venido a babear por este tipo. Haz un esfuerzo porque ha llegado la hora de actuar».
—No pasa nada —respondió, abriendo su maletín y sacando sus carpetas de HarCorp—. Protocolo para la vida cotidiana tiene fama de…
Will volvió a su silla detrás del escritorio.
—Nancy me ha asegurado que es la mejor, así que no me cabe la menor duda de que tendrá éxito con Evie. No obstante, tenemos poco tiempo y necesito que me diga que es capaz de trabajar deprisa. Y, por supuesto, su discreción es esencial.
La interrupción a media frase la había molestado, pero Gwen se sintió mejor al oír decir que era la mejor. Lo era y ya iba siendo hora de que alguien se diese cuenta, pero ¿cómo lo sabía Nancy? ¿Y quién era Evie? ¿Discreción? ¿Qué tipo de formación necesitaba HarCorp?
—La fiesta benéfica del hospital será, por así decirlo, el lanzamiento de Evie.
Gwen se sintió confundida. Sabía muy bien cuándo era esa fiesta, pero ¿qué tenía que ver HarCorp con ella? Se aclaró la garganta y se reprendió por no haberle pedido más detalles a Nancy cuando la había llamado por teléfono.
—Señor Harrison, la señorita Tucker no me ha dado ninguna información acerca del tipo de servicio que necesita HarCorp, así que me temo que estoy un poco perdida.
Él arqueó las cejas. En ese momento se oyó un pitido procedente de su ordenador y miró la pantalla.
—Vaya —dijo, haciendo volar los dedos por el teclado antes de contestarle—. Evie es mi hermana, mi hermanastra, en realidad.
Gwen había leído algo acerca de una tal Evangeline… «Oh, no», tuvo un mal presentimiento.
—Está viviendo conmigo y tiene unos modales horribles. Necesito que la enseñe a comportarse como una dama. A eso se dedica usted, ¿no?
—¿Necesita que le enseñe modales a su hermana?
—A comportarse en la mesa. A hablar con educación. A cómo debe actuar cuando vaya a una fiesta —le explicó él—. Y también va a necesitar ayuda con su armario.
Gwen notó que todas sus esperanzas se desvanecían. No era HarCorp quien la necesitaba, sino otra adolescente mimada. Aunque, para asegurarse, preguntó:
—¿Cuántos años tiene Evie?
—Quince.
Gwen intentó ocultar su decepción.
—¿Y no cree que es un poco joven como debutante? Todavía tiene varios años por delante para…
Al oír aquello, Harrison apartó la vista del ordenador y la miró a ella.
—No quiero que sea una debutante. Es una heredera y una Harrison —replicó.
Como si aquello fuese como pertenecer a la realeza.
—Por desgracia, mi padre y mi madrastra no se ocuparon de que Evie aprendiese a comportarse en público antes de morir —añadió—. Así que necesita que alguien lo haga, y es crucial que no se avergüence a sí misma, ni avergüence a la familia en la fiesta benéfica del hospital.
En esa ocasión fue el teléfono que había encima del escritorio el que sonó, acaparando su atención de nuevo.
—Perdone —murmuró antes de responder.
Gwen volvió a enfadarse. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y se mordió la lengua. No habría sido de buena educación decirle al señor Harrison que era un mal educado, pero estaba empezando a crisparle los nervios.
Tampoco era de buena educación escuchar una conversación ajena, así que Gwen se perdió en sus pensamientos.
No podía sentirse decepcionada porque la hubiesen llamado para enseñarle modales a su hermana, al fin y al cabo, a eso era a lo que se dedicaba principalmente en esos momentos y se le daba muy bien. Su orgullo estaba un poco herido porque se había imaginado otra cosa, pero accedería a trabajar con la chica… tal vez se le pegase también algo a él.
Aquella idea volvió a animarla. Tal vez, sólo tal vez, aquélla fuese su puerta de entrada a HarCorp. La puerta de atrás, claro, pero no desperdiciaría la oportunidad. Trabajaría con su hermana con la esperanza de que el señor Harrison quedase tan impresionado con su trabajo que quisiera escuchar sus propuestas para la empresa.
—Bueno, señorita Sawyer, ¿qué piensa? —le preguntó Will.
Ella se puso recta.
—Estaré encantada de trabajar con su hermana, señor Harrison, pero tres semanas no es mucho tiempo…
—Exacto. Tiene que pasar todo el tiempo posible con Evie —volvió a interrumpirla él, escribiendo algo en un papel y dando de nuevo la vuelta a su escritorio.
En esa ocasión, apoyó las caderas en él antes de darle el trozo de papel.
Gwen intentó no fijarse demasiado en sus largas piernas y miró lo que había escrito en él.
Una dirección en el lujoso barrio de Turtle Creek.
—Le he pedido a mi ama de llaves, la señora Gray, que prepare la habitación de invitados. Puede traer sus cosas esta misma noche y empezar a trabajar con Evie mañana.
Gwen sintió calor en las mejillas.
—¿Quiere decir…? Eso no… —respiró hondo para calmar los nervios—. Tengo un negocio del que ocuparme, otros clientes y otras responsabilidades.
—Evie pasa varias horas al día con sus tutores, eso le dará tiempo para ocuparse de sus responsabilidades. Y la recompensaré económicamente por todos los inconvenientes.
Gwen tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no reaccionar ante la cifra que le dio después. Era evidente que el señor Harrison se tomaba aquel asunto muy en serio.
—Y ya le he dicho que su discreción es esencial —añadió éste.
¿Discreción? Por aquella cantidad de dinero, podría comprar hasta a los periodistas del corazón.
Era más joven de lo que él había esperado. Y más guapa, aunque natural, nada que ver con las mujeres a las que estaba acostumbrado.
Había esperado que fuese regordeta, con el pelo cano, una especie de abuela, o de Mary Poppins. Pero la señorita Gwen Sawyer no era regordeta, ni una abuela. Al mismo tiempo, proyectaba una elegancia que lo fascinaba, y que a Evie le iría muy bien aprender.