La ansiedad de la espera y otros relatos filosóficos - Guzmán Marcos - E-Book

La ansiedad de la espera y otros relatos filosóficos E-Book

Guzmán Marcos

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PQB072 o La ansiedad de la espera, el ganador, nos lleva a la sala de espera de un hospital y desde allí nos sumerge en un viaje de burocracia, masificación, ansiedad y otros elementos que retratan el mundo actual. Su autor, Guzmán Marcos, capta a la perfección lo central de la espera en nuestra sociedad.   Elena Carmona aborda en No es el amarillo lo que vibra, primer finalista, la mirada, un tema crucial en nuestro tiempo hipersaturado de imágenes. ¿Cómo nos afecta la mirada de los demás? ¿Nos cosifica? ¿Cómo se siente la mirada masculina?   El segundo finalista, Perros sin hueso, de Pablo Fernández Curbelo, es un ensayo escrito desde el yo, pero un yo que se acompaña de otras muchas voces, provenientes de la literatura o la filosofía, mientras recorre el camino de la identidad.

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Guzmán Marcos Albacete Elena Carmona González Pablo Fernández Curbelo

La ansiedad de la espera y otros relatos filosóficos

FILOSOFÍA&CO

© de la edición, FILOSOFÍA&CO, 2023

© Guzmán Marcos Albacete, Elena Carmona González, Pablo Fernández Curbelo, 2023

© Edición digital, José Toribio Barba

Diseño de cubierta: Estudio Laia Guarro

ISBN EPUB: 978-84-17786-93-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Índice

Prólogo

1. PQB072 o La ansiedad de la espera

2. No es el amarillo lo que vibra

3. Perros sin hueso

Prólogo

Creamos el I Premio Relato filosófico joven FILOSOFÍA&CO con dos objetivos. El primero era descubrir nuevas voces dentro del mundo del pensamiento. Los autores y las autoras más consolidados ya tienen un hueco muy sólido y definido en nuestro portal, nuestra revista y el resto de nuestros libros. Se trataba de crear una puerta de entrada a nuevas miradas y nuevos nombres. Y pensamos que un concurso que convocara a jóvenes era la mejor forma de hacerlo, para no solo abrirles esa puerta, sino también proporcionarles unos brazos que los impulsaran. FILOSOFÍA&CO es ese impulso.

Nuestro segundo objetivo era salirnos de la norma, romper los esquemas formales y apostar por el relato filosófico. Esta apuesta implicaba experimentar fuera del ensayo y su versión clásica del tratado para abrir el horizonte a un campo en el que la mezcla de géneros pudiera sorprender y aportar. Con el relato filosófico queríamos mostrar lo que es una de las claves de nuestro proyecto: que la filosofía está en todas partes, en todas las esquinas de la vida.

En el relato filosófico ganador de esta primera convocatoria y en los dos finalistas, las preguntas pululan entre los diálogos, por los callejones del mundo real o ficticio y, a veces, son incluso un personaje más.

PQB072 o La ansiedad de la espera

Es el relato ganador de este concurso. Escrito por Guzmán Marcos Albacete, narra el periplo del protagonista en el servicio de urgencias de un hospital. Enmarcado en la tradición literaria de los viajes, el relato muestra las costuras de una sociedad cuyos viajes constitutivos son dentro de lugares sociales muy concretos, como un hospital, en este caso. El individuo (pos)moderno ya no viaja a Ítaca y se enfrenta a mil peligros, sino que lucha contra la frialdad blanca de las paredes para buscar una sala de espera y se enfrenta a la omnipresente burocracia para poder alcanzar su meta final: curarse, ser atendido. Porque si algo caracteriza a los individuos del capitalismo tardío es precisamente esto: la espera de algo que no llega y la condición de enfermos.

Desde que Samuel Beckett escribiera Esperando a Godot, algunas de las grandes obras de nuestro tiempo se han escrito desde la impaciencia, la improductividad y el absurdo de la espera. Esperamos una revolución, esperamos un cambio, esperamos incluso cosas más pequeñas, como un beso que nos saque del tedio o una mirada en el metro que nos humanice el día. Esperamos algo, esperamos porque no sucede nada, porque no entendemos nuestro mundo. La espera es tan constitutiva de nuestra sociedad que incluso ha llegado a materializarse en su propio espacio: la sala de espera, perfectamente retratada en PQB072.

Pero no somos solo seres de espera, sino también seres enfermos. Trabajamos más que nunca y el ritmo hiperacelerado de nuestra sociedad nos desquicia, sacude nuestra fragilidad mental. Tomamos más antidepresivos y ansiolíticos que nunca porque, como decía Mark Fisher, vivimos en la extraña conjunción de un cansancio extremo y una estimulación exagerada. Y es ahí donde tirita nuestra mente. No hay, pues, otro viaje para encontrarnos, o al menos en el que se revele más la verdad de nuestra sociedad, que el hospital.

PBQ072o La ansiedad de la espera está escrito como flujo de conciencia. El relato queda así constituido como el viaje de una conciencia por un hospital ya no esperando, sino a veces incluso buscando la propia espera (algo que nuestro tiempo nos niega, andando de un lado para otro). En este viaje no ocurren grandes aventuras de sirenas y animales fantásticos, sino patéticas supervivencias de un protagonista (nosotros) que está perdido en el laberinto de la burocracia (aunque sea la que custodia nuestra salud). Asistimos, así, a las reflexiones que emergen de este viaje, de una época donde las grandes aventuras ya no tienen sentido, pero las grandes pasiones siguen, de una forma u otra, todavía latentes. Es ahí, en esa latencia, donde el relato incuba las grandes preguntas de la filosofía.

No es el amarillo lo que vibra

Si lo que caracteriza a nuestro mundo es que esperamos en situaciones desprovistas de toda épica (esperamos al autobús, esperamos al médico, esperamos un mensaje de Whats­App…), lo que hacemos fundamentalmente en estas esperas es mirar. Miramos porque esperamos, pero no hacemos nada con nuestra mirada porque es una mirada perdida. Abrimos el móvil y entramos en Instagram. Consumimos un reels tras otro y miramos un mundo al que apenas vemos: recetas de cocina, una historia conmovedora de Siria, dos gatos, a nuestras amigas. Bloqueamos la pantalla y seguimos con nuestra vida. ¿Cómo se construye una mirada que para ver cuanto antes su programa favorito le da a «saltar anuncio» cuando Save The Children le pide ayuda en una guerra? En fin, ¿cómo se construye esta mirada deshumanizadora? Este es el tema de No es el amarillo todo lo que vibra, de Elena Carmona. Escrito de forma perfecta, nos transporta a un universo angustioso, del que se siente mirado permanentemente, con un ritmo atrapador y una angustia que tiñe todo el subtexto, Elena Carmona dibuja un mundo a dos ritmos, a dos tiempos, que confluyen en la mirada como tema principal de nuestra época.

Pero la mirada —y esto es lo más interesante del texto— no es abstracta o neutra, sino que siempre es la mirada de un cuerpo. Somos los sujetos los que miramos, los sujetos que estamos aquí y ahora. En nuestra sociedad, machista y patriarcal, es la mirada del hombre la que constituye las imágenes y los cuerpos de su alrededor. ¿Cómo afecta esta mirada? ¿Cómo configura el mundo que luego consume? ¿Qué cuerpos genera? ¿Cómo los sujeta? Este relato es una exploración de estas cuestiones.

Perros sin hueso

El ensayo íntimo de Perros sin hueso mezcla a la perfección la voz personal con las grandes preguntas, hiladas en un monólogo que no es ni de la conciencia (como en PBQ072) ni de un narrador externo (como No es el amarillo lo que vibra). El yo de los ensayos íntimos es siempre un yo público, mostrado, que se abre en canal, no se cierra en su intimidad. Un yo que recorre las grandes preguntas de la filosofía, no tanto por la vaga y genérica tendencia humana al conocimiento, sino por la punzada de una pregunta que no nos suelta; en el caso de este relato, escrito por Pablo Fernández Curbelo, la pregunta por el propio yo. Y es que la pregunta por la identidad no solo es una pregunta crucial para el saber filosófico; es una pregunta que, además, trastoca toda la existencia del que la investiga. A diferencia de las otras, en esta nos va —literalmente— nuestra propia vida. Por este motivo, los ejemplos no son abstractos o pedagógicos, sino recuerdos. El yoque se investiga y que se pregunta por sí mismo (y, por tanto, por todos los demás yoes) es un yo que recuerda, que ordena sus memorias para reflexionar sobre ellas, esperando que alumbren un sentido a las preguntas filosóficas.

En este ensayo ficcionado, la voz de Pablo Fernández Curbelo se acompaña de otras muchas voces, la mayoría de ellas provenientes de la literatura y la filosofía, aunque también de la música y de otras artes. El autor —esta es una de las grandes virtudes de su relato— coloca distintos espejos en su ensayo para que las voces que resuenen dialoguen entre sí, en un juego de ecos que cautiva desde el primer párrafo.

Ha sido un placer leer estos tres relatos, el ganador y los dos finalistas del I Premio Relato filosófico joven FILOSOFÍA&CO, y todos los textos recibidos, porque nos llena de esperanza la gran acogida que ha tenido un concurso tan aparentemente extemporáneo como este. Quizá es que los diagnósticos de los gurús de mercado están llenos de neblina y se sostienen sobre pies de barro. Porque la filosofía es un viaje, épico o al menos fascinante, donde miramos lo que otros miraron antes que nosotros o regiones insospechadas del conocimiento o, incluso, regiones ocultas de nuestro yo, que se transforma en el viaje como en las grandes historias de los clásicos. Deseamos que estas tres historias sean esto para ti, lectora, lector.

El equipo de FILOSOFÍA&CO Madrid, junio de 2023

PQB072 o La ansiedad de la espera

Llego pronto a la cita. Me he perdido, como siempre. No sé si hay doce plantas o alguna más.

Un televisor encendido, colgado en lo alto de una pared de color sepia. Hacia allí se dirigen las miradas de todos los pacientes. Proyecta un listado indescifrable: tres letras y tres números sin secuencia lógica alguna. Al poco tiempo, suena un tono intenso, grave y repetitivo, y una franja amarilla colorea de rojo uno de los códigos. Un señor de unos sesenta años con claros problemas de lumbago se levanta. Al mismo tiempo, una chica joven —no debe llegar a los treinta—, con el típico uniforme hospitalario, sale de consulta cabeza alzada, buscando atentamente a su paciente. Me acerco a ella para tenderle el volante que tengo desde hace meses.

—¿Has sacado número? — pregunta entre estupefacta e indignada.

No entiendo exactamente qué quiere de mí; respondo que no. Me contesta con un gesto extraño y desagradable, una mueca de soberbia: con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas, mirando a un lado, aprieta los labios, llevándolos hacia la mejilla izquierda mientras inclina la cabeza en el mismo sentido. Sin decirme nada más, hace una seña al sexagenario para que la siga hacia la consulta. Lleva un ritmo demasiado atlético para el pobre hombre.

Supongo que su silencio significa que tengo que sacar número, sea lo que sea lo que signifique eso.

Salgo de la sala pensando que tendría que buscar una ventanilla para pedir el número o para preguntar qué tengo que hacer antes de consulta. Doy por hecho que me toca bajar al recibidor y acercarme al puesto de información de la entrada. Yendo hacia el ascensor, veo rápidamente que no hace falta; un cartel en la pared con las palabras «Número de cita» y una flecha roja me sacan de mi error. Allí debe ser. Nada más girar, al final del pasillo, está el mismo cartel (ahora sin flecha) pegado a una especie de cajero automático.

De cerca se parece a unas recreativas ¡Adelante jugadores! Los premios se reparten entre un cáncer prematuro, una escoliosis o paracetamol y agua. No es muy difícil: pide la tarjeta sanitaria —que yo no tenía— y el número de volante. Menos mal que existe la alternativa de introducir el DNI. Dos pasos y ya obtienes tu tique; ya solo queda canjearlo.

Lo mejor de las máquinas es que por ahora no manifiestan el desprecio que claramente tienen hacia sus usuarios. Aprecio la certidumbre de esa fría eficacia. Tan solo el primer momento, aquel en el que hay que descifrar su funcionamiento me produce cierto reparo. La pertenencia de uno en el mundo se pone en juego en ese instante. Si la constante innovación tecnológica se hace ajena, hay que tener por seguro quién es el aparato obsoleto. A esa revelación sigue la decrepitud; hasta entonces el mundo se hace mejor, más fácil, más claro, más divertido…

Papelito en mano, vuelvo a la sala de espera. Pienso en la chica . Quiero que salga para restregarle el número que ahora sí tengo. También deseo no volver a verla. Esa ambigüedad hace que me preocupe por si efectivamente me la encuentro de nuevo. Apremia decantarse por una u otra opción antes de que aparezca. Tonterías. Esa mirada inquisitoria no se iba a ir. En el mejor de los casos habría obtenido su indiferencia por hacer algo tan milagroso como lo que se supone que tenía que hacer («Aquí tiene el número», diría yo. «Muy bien», con un tono extraordinariamente neutro respondería ella con total seguridad). ¿Qué esperaba? ¿Un premio? Tampoco habría desaparecido lo que realmente me jodía más: que ese gesto me jodiera ¿Qué estaba deseando realmente? ¿No sentirme imbécil por no haber sacado un número del que no tenía ni idea?

Vuelvo la vista a la pantalla. Busco: «PQB072». No había ni seis personas en la sala —contándome a mí— y ninguno de los siete números en la lista coincidía ni remotamente. Quedo pendiente de que llamen al siguiente con la esperanza de que salga en la cola. (Suena el tono. «XLG820: Consulta 1») Nada. Sigo esperando. Al fin y al cabo, no hay lógica alguna entre esos números, o al menos yo no doy con ella. Si no hay sucesión, mi número puede salir de un momento a otro. (Suena el tono. «FNN332: Consulta 3») Pero no. Nada. Pronto me impaciento. Vuelvo a mirar el papel por si me he equivocado; no, es el «PQB072». Leo con detalle lo demás. (Suena el tono. «YYM320: Consulta 4») Tengo la seguridad de que es el día, pero ¿y si no?; de que es ese hospital, pero ¿y si no? Todo coincide. Sala de espera 8. No tardo en darme cuenta de que estoy en la 3 (Suena el tono. Ni me giro a mirar, ¿para qué?).

En un hospital, la geometría euclidiana parece no querer formar parte. ¿Quién, por otro lado, querría permanecer a un hospital de tener otra alternativa? A izquierda y derecha se suma alguna dirección nueva a la luz de un pasillo que —este sí, no como los infinitos anteriores— lleva a la sala de espera 8. Aquí la distancia no se mide en metros, sino en angustias. La mía —superficial y meritoriamente egoísta; no lo pienso negar— está marcada por la diferencia temporal entre la impresión del número y el momento en que la pantalla y el timbre lo hagan efectivo. Parte de esa angustia es la imperiosa necesidad de hacer caso omiso a la vergüenza de haberme perdido, a la que habría que sumar la primera confusión y la que le debo a la encantadora señorita —no sé si señora, no sé si enfermera, no sé…— y su cáustica mueca; ninguna de ellas suficiente para justificar una vergüenza que, por lo demás, no hacía más que crecer, batallando con una angustia que prolongaba los pasillos indefinidamente, dejando cada vez más lejos el único éxito del día: haber obtenido el número «PQB072».

Uff, ¿dónde está?

¡Mierda!

Empezaba a sudar. Seguía caminando, girando esquinas. Faltan ventanas. Falta aire viciado de mundo. Todo aquí está filtrado. Donde es salvada, la vida parece enemiga de la vida. Sus huellas quedan neutralizadas por el blanco inmaculado, por este aire que no pesa. Las gotas de mi frente son demasiado orgánicas para este lugar. No son bienvenidas ni ellas ni nada de lo que traen consigo. En consulta oleré; imperdonable. Huelen los demasiado vivos, igual que los demasiado muertos. El exceso de energía o el cadáver, la simiente o el excremento deben ser expulsados de aquí; máculas que limpiar. Estamos en el reino de lo limpio y mi sudor es una agresión en toda regla; qué mal huésped, qué vergüenza …

¿Llegaré tarde? Si lo hago, ¿me saltarán? ¿Me darán nueva cita? ¿Me dejarán para otro día? ¿Se olvidarán de mí? ¿Me regañarán? ¿Me ignorarán? ¿Se burlarán? ¿Replicarán el gesto de la enfermera —creo que ahora hay una categoría nueva, denominada «auxiliar» o algo por el estilo; quizá sea eso— y luego me harán pasar? ¿O, por el contrario, como ella, me mandarán a otra sala? ¿Tendré que sacar otro número? ¿Será para otra sala?

Además de la 3, dejo atrás la sala de espera 6, la 4, la 7 y la 12; las salas de espera 1 y 2, —Pediatría—, contiguas, separadas por una mampara móvil, la sala de espera 14, —Rayos—, y las 15.1 y 15.2, —Maxilofacial—. ¿Por qué recibe una misma sala dos números con esa división tan precaria? ¿Qué es lo constitutivo de una sala? ¿Cuál es la condición mínima para llamar a algo «sala»? Esa ausencia de consistencia material y de solidez me parecía injustificable. Qué fragilidad tan detestable. El mero hecho de nombrar no puede otorgar existencia a aquello que carece de ella, hace falta algo más. Por lo menos que el elemento de división se erija ahí fijo, que al menos aparente algo de estabilidad, aunque siga siendo endeble. ¿Qué necesidad, por otro lado, hay de diferenciar dos salas que comparten el mismo espacio? ¿No es una sala una delimitación clara, concisa y estable de un espacio determinado y no otro? ¿Se puede hablar del espacio antes de ser cercado como sala? En este lugar, es del todo inútil intentar reconstruir un mínimo orden que ya ha escapado a una primera intuición.

Venga… ¿No hay nadie a quien pueda preguntar?, ¿un plano?, ¿una indicación?... Algo, lo que sea.

El cortisol y el glucagón disparados, seguro; espero que no me hagan análisis porque saldrán alterados. Tras cada pasillo asoma otro, todos vestidos de recta final. Traje zapatillas, ¡gran acierto! No he visto cartel que lo prohíba, pero algo me dice que correr dentro de este edificio es de lo más herético; creo que tan solo una carcajada sería peor. Que suponga más esfuerzo no correr a máxima velocidad cuando se quiere que efectivamente hacerlo es una de las mayores absurdidades del aparato locomotor o de cualquier otro. Ese fenómeno antieconómico me asquea. Como no correr cuando se quiere y nada dicta que no se pueda, además llevando zapatillas. Más aún, como llegar pronto a la cita para, aun así, tener la necesidad de correr.

¡Un cartel! «Salas de espera 14-22» con una flecha a la izquierda. «Salas de espera 8-10»… Vale, hacia la derecha.

Ahí estaba, allí estuvo siempre, en medio de un pasillo, un oasis entre puertas cerradas. Un cartel colgado del techo anuncia la tierra prometida. Hay paraísos que descritos suenan decepcionantes. Bacanales inconcebibles, harenes espectaculares, banquetes, héroes reunidos en torno a unas jarras de cerveza… todo eso seduce más que una simple sala. Imágenes que la industria publicitaria ha sabido adaptar desde las religiones ancestrales a la venta de champús. Sin embargo, la desmesura de la promesa es tal que inevitablemente uno acaba por sentir cierta decepción («aumentar los deseos hasta lo insoportable y a la vez hacer la satisfacción cada vez más difícil: ese era el principio en el que se basaba la sociedad occidental», leí una vez no recuerdo dónde). Y hay champús realmente buenos; ellos no tienen la menor culpa.