La antigüedad tiranizada - Álvaro Moreno Leoni - E-Book

La antigüedad tiranizada E-Book

Álvaro Moreno Leoni

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Beschreibung

Todo historiador lee y relee sus clásicos. La historiografía sobre la Antigüedad constituye especialmente un campo en extremo fértil para la indagación de los vínculos establecidos en diferentes obras entre escritura de la historia y presente. Los autores reunidos en este volumen se han ocupado de una dimensión de esta cuestión y han explorado así cómo y por qué tres conceptos modernos centrales, que atraviesan toda la discusión histórica occidental entre los siglos XIX y XX, como son los de libertad, imperio y civilización, llegaron a ser incorporados y discutidos en las obras de distintos historiadores.  La inclusión de estas nociones modernas, en principio carentes de equivalentes exactos en el mundo antiguo, fue el resultado de un verdadero ejercicio de actualización del pasado que, mediante la inclusión de ejemplos, analogías e inspiraciones nuevas, perseguía volver significativo el mundo antiguo clásico para los lectores modernos. Eso se hizo a veces de forma sutil, para facilitar la comprensión de la alteridad antigua, otras veces, en cambio, supuso una operación forzada, casi tiránica, de sometimiento de la Antigüedad clásica para encasillarla en el lugar de un precedente necesario para Europa, que actuara así como un prestigioso primer peldaño en la historia occidental.   Escriben: Álvaro M. Moreno Leoni, Agustín Moreno, Diego Paiaro, César Sierra Martín, Breno Battistin Sebastiani, Juan Manuel Cortés Copete, Diego Alexander Olivera, Filippo Battistoni, Juan R. Ballesteros y Héctor A. Vega Rodríguez.

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Edición: Primera. Octubre 2022

Lugar de edición: Barcelona / Buenos Aires

e-ISBN: 978-84-18929-45-8

Depósito legal: M-18890-2022

Código Thema: NHC (Ancient history); NHD (European history); QRAX (History of religion)

Código Bisac: ART015060 (History / Ancient & Classical); HIS002010 (Ancient / Greece)

Código WGS: 113 (Belles-lettres / Historical novels and stories); 522 (Humanities, art, music / Antiquity)

Imagen de cubierta: Detalle de friso del Altar de Pérgamo

Diseño gráfico general: Gerardo Miño

Armado y composición: Eduardo Rosende

Este libro fue publicado gracias al apoyo económico de los proyectos de investigación científica y técnica: “Libertad, imperio y civilización. Una aproximación conceptual a la construcción occidental de la historia antigua clásica”, financiado por la ANPCyT (PICT 2016-1396) y “Libertad, imperio y civilización en la historiografía clásica sobre el mundo antiguo, siglos XIX y XX” (PID “Consolidar” 2018-2021), financiado por la SECYT-UNC.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© 2022, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl

dirección postal: Tacuarí 540 (C1071AAL)

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

tel-fax: (54 11) 4331-1565

e-mail producción: [email protected]

e-mail administración: [email protected]

web: www.minoydavila.com

redes sociales: @MyDeditores, www.facebook.com/MinoyDavila, instagram.com/minoydavila

 

Índice de contenido
Libertad, imperio y civilización en la historiografía occidental sobre la Antigüedad clásicapor Álvaro M. Moreno Leoni, Agustín Moreno y Diego Paiaro
Los “excesos” de la libertad del dêmos. De la historiografía conservadora a Sir Moses Finleypor Diego Paiaro
Filipo rey: ¿Libertad o sumisión? Interpretaciones sobre las consecuencias de Queronea en la escuela de Gaetano De Sanctispor César Sierra Martín
Notas sobre el concepto de libertas expuesto por Fritz Schulz en Principios del derecho romanopor Agustín Moreno
Democracia y golpismo en Tucídides: lecturas de Gaetano De Sanctis y John Finley Jr.por Breno Battistin Sebastiani
El espejo de Roma: la levée en masse y el ejército imperial. Revolución y poder oligárquicopor Juan Manuel Cortés Copete
El Imperio Benevolente: la Liga Delio-ática en Victor Duruy y Donald Kaganpor Diego Alexander Olivera
Ettore Ciccotti, Verres y la actualidad del pasadopor Filippo Battistoni
Desde la Europa diversa. Imperios, naciones y democracia entre Rostovtzeff y Presedopor Juan R. Ballesteros
El Oriente helenístico después de Alejandro. Imperio, “helenización” y civilización en la historiografía europea (1900-1950)por Álvaro M. Moreno Leoni
Resistencias a la helenización. Dinámicas de contacto cultural en la historiografía judía del siglo XXpor Héctor A. Vega Rodríguez

A Ricardo Martínez Lacy, gran historiador,excelente amigo y el mejor de los anfitriones

Libertad, imperio y civilización en la historiografía occidental sobre la Antigüedad clásica

Álvaro M. Moreno Leoni

Agustín Moreno

Diego Paiaro

(...) el que no es consciente de los intérpretes pasados seguirá todavía influido por ellos, pero de forma acrítica, porque, después de todo, la conciencia es la base de la crítica. El historiador debe, por lo tanto, ser capaz de dar cuenta no solo de todos los datos que posee, sino también de todas las interpretaciones de las que es consciente

(Momigliano, 1975: 297).

Toda la historia del pensamiento moderno y los principales logros de la cultura intelectual en el mundo occidental están vinculados a la creación y manipulación de algunas decenas de palabras esenciales, cuyo conjunto constituye el bien común de las lenguas de la Europa occidental

(Benveniste, 1997: 209).

El tema de este libro es la historiografía sobre el mundo antiguo clásico entre los siglos XIX y XX y su apelación a tres conceptos modernos claves para dar sentido a su objeto de estudio. Se discutirá un corpus amplio de historiadores occidentales que, en distintos ámbitos nacionales, bucearon en la historia antigua en búsqueda de ejemplos, analogías, inspiraciones y posibles soluciones a sus problemas contemporáneos.1 Al hacerlo, como historiadores, eran conscientes de las diferencias entre su mundo y el de los antiguos, pero también pensaron que había varios puntos de contacto, puesto que ambas épocas eran frecuentemente imaginadas como partes de la misma experiencia histórica occidental. Conceptos modernos, con una fuerte vinculación con la Antigüedad, como eran libertad, imperio y civilización, permitieron a estos hombres concebirel mundo antiguo y paralelamente pensarse en el mundo moderno.

Al respecto, afirmar que la Antigüedad clásica fue tiranizada durante los siglos XIX y XX puede parecer una declaración bastante categórica, aunque no carezca por completo de base. De hecho, esto ha sido ya propuesto en el pasado. Frank Turner (1981: 8), en una polémica con Eliza Butler, señaló que la autora no había entendido correctamente la relación entre la literatura alemana y el mundo clásico entre los siglos XVIII y XIX. Butler (1958: 6) había explicado el proceso de recepción de la literatura clásica en aquel momento como la imposición de una tiranía de Grecia sobre Alemania. Según Turner, en cambio, los griegos no habían actuado sobre los alemanes, o sobre los ingleses, franceses o italianos, sino que se había producido una “tiranía de la experiencia europea del siglo XIX sobre la de la Antigüedad griega”. Él pensaba específicamente en el caso inglés, y en su recepción de la Grecia clásica, pero su idea puede bien ser generalizada al conjunto de la Antigüedad grecorromana, dependiendo del momento y de las apuestas específicas presentes: “Escribir sobre Grecia en parte fue para los victorianos una forma de escribir sobre ellos mismos” (Turner, 1981: 8).

En este volumen, se explora una dimensión específica de la tiranía de Occidente sobre la Antigüedad clásica. Los autores aquí reunidos indagan sobre el vínculo con la experiencia de los antiguos que la naciente historiografía académica contribuyó a consolidar. Aunque la Modernidad occidental se había construido por oposición al pasado, se consideraba que una parte del mismo, en especial el grecorromano, formaba parte de una misma línea de desarrollo histórico y que las naciones occidentales eran sus herederas espirituales. Después de todo, “los griegos no fueron los únicos que se definieron como diferentes, sino que los europeos posteriores también los consideraron así” (Goody, 2011: 74). Se sugería así una excepcionalidad en el comienzo y en el fin de la historia.

La Antigüedad clásica ocupaba así un lugar en el imaginario de las élites del siglo XIX que hoy resulta difícil de calibrar. Como modelo, espejo y punto de comparación, como analogía necesaria para asir el sentido de las experiencias, las vidas de los grandes griegos y romanos eran puntos de referencia obligados para los jóvenes políticos, militares y hombres de negocios expuestos a los modelos clásicos por la educación recibida. A su vez, estos últimos estaban fuertemente moldeados y orientados por los prejuicios de clase, género y raza de la sociedad en la que emergieron. Numa D. Fustel de Coulanges, en La Ciudad Antigua de 1864, proponía una reacción contra “nuestro sistema de educación, que desde la infancia nos hace vivir en medio de la cultura griega y romana, nos acostumbra a compararnos con ellos, a juzgar su historia con la nuestra (...)”.2 Que el historiador francés reaccionara tan enérgicamente confirma que esta identificación era una actitud bastante extendida y habitual.

Como sugiere Turner con su inversión de la acción tiránica, la agencia partía del presente, aunque era estimulada por la formación clásica recibida por cada uno de los autores, así como por la lectura y valoración de determinados escritores y obras antiguos. Lo clásico en el mundo moderno rehúye una conceptualización llana en términos de “herencia”, “legado”, “fantasma”, puesto que son centrales las condiciones históricas de la recepción de ideas y textos, en las que estos receptores, como protagonistas de la tradición, contribuyeron a construir activamente nuevas historias (García Jurado, 2016: 39-42). Los siglos XIX-XX presenciaron grandes cambios en la historiografía, no solo en términos de una ampliación de los intereses temáticos, sino también en la profesionalización de la Historia Antigua Clásica en Europa y buena parte de América (Moreno Leoni y Moreno, 2018: 11-7). A partir de ese momento, la creación de cátedras específicas, para historia y disciplinas afines (epigrafía, arqueología, papirología), de institutos y seminarios de investigación, así como también de publicaciones especializadas impulsó, con un ritmo desigual en cada espacio nacional, la popularidad del campo.3

Este último proceso fue el resultado coherente de las transformaciones intelectuales ocurridas en el siglo XVIII, que revolucionaron la forma de pensar y escribir la historia del mundo antiguo, primero en las islas británicas, luego en el resto del continente europeo (Murray, 2011: 301-4). Pero dichos cambios no hubieran sido posibles sin el desarrollo humanista y reformista previo que introdujo nuevas formas de abordaje para las obras antiguas: la crítica textual, el género de las Antiquitates y el anticuarismo, la emergencia de un lenguaje histórico, la discusión exegética de las sagradas escrituras o la introducción de modelos comparativos. Todo esto contribuyó, en diversa medida, a agrietar la identidad largamente asentada entre Antigüedad y Modernidad (Vlassopoulos, 2011: 159-66).

No es que la cuestión no hubiera sido planteada previamente. Ya en el Renacimiento, como preludio de la Querella de los Antiguos, pueden detectarse dos tipos de aproximación en el humanismo europeo. Por un lado, la que perseguía la resurrección del mundo antiguo sin más, por otro, una que, mediante el desarrollo de herramientas históricas y filológicas, buscaba situarlo en su propio pasado (Grafton, 1985: 620). De ese debate nació una nueva actitud hacia el pasado y se desarrollaron las primeras historias de Grecia y Roma que se apartaban abiertamente de la interpretación de los hechos por los autores clásicos, pero, al mismo tiempo, asentaban el lugar de la historiografía griega como el precedente necesario de un modo de indagación. Este género antiguo se convirtió en la base de nuestra historiografía occidental, pero ello no fue resultado de un proceso ni natural, ni inevitable, sino de las transformaciones culturales e intelectuales de la Modernidad, que buscó asociarse críticamente a una tradición (Momigliano, 1990: 2). Por primera vez, también se percibieron con claridad las discontinuidades y el carácter irreversible de algunos cambios históricos operados desde el mundo antiguo, una percepción que está en la base de la emergencia del historicismo decimonónico.4 Entre el cambio y la continuidad, entre la sensación de estar viviendo una realidad histórica única, para la que ningún ejemplo de la experiencia previa podía aportar nada valioso, y la idea de que ese presente se hallaba asentado en un continuum que, de Atenas a Londres, París y Berlín, pasando por Alejandría y Roma llevaba directamente al progreso de la historia occidental, el mundo antiguo y el moderno siguieron entrelazados.

El pasado clásico solo podía alcanzarse a través de la experiencia y el conocimiento del presente. La historiografía sobre el mundo antiguo recorrió varios campos y se nutrió de numerosos conceptos de factura moderna, con los que volvía inteligible esos mundos pretéritos y, al mismo tiempo, los vinculaba mejor con la experiencia histórica propia. La Modernidad occidental, percibida con fuerza desde comienzos del siglo XIX, no suprimió paradójicamente la necesidad de una permanente comparación con la Antigüedad clásica, cuya presencia se volvió ubicua en textos académicos de diversa índole. Esto ocurrió no solo porque las sociedades de Grecia y Roma conformaban un material familiar para lectores con formación clásica, sino porque proporcionaban una buena mezcla de “similitud y diferencia” para pensar (Morley, 2009: xii). Los antiguos griegos y romanos podían ser primitivos en muchos aspectos, pero también podían exhibir comportamientos altamente modernos, en tanto no dejaban de ser considerados parte de una misma línea de desarrollo histórico. Los historiadores podían abordar nociones como las de Estado, nación, raza, clase social en Grecia y Roma, porque el contraste y la similitud, base de la comparación, resultaban más directos con estas sociedades premodernas.

Tres conceptos tuvieron particular fortuna y, por ello, constituyen la base del presente volumen: libertad, imperio y civilización. Con respecto a estos, la experiencia de los antiguos divergía notablemente. La distancia con la Modernidad parecía gigantesca, de allí la reacción de Fustel de Coulanges. Sin embargo, no siempre la brecha se percibía así y, en esos casos, griegos y romanos emergían como decididamente modernos, comparables y pensables. Los tres conceptos, construidos oposicionalmente con ideas como despotismo, nación y barbarismo, permitían ubicar a los antiguos de un lado u otro de la historia. Como Neville Morley (2009: 7) ha escrito: “era enteramente posible para algunos historiadores ver a la civilización clásica como ‘moderna’ en algún sentido, una ocurrencia anterior del mismo fenómeno que se estaba experimentando ahora en el presente”. A continuación, proponemos una exploración de aquellos tres conceptos cardinales que actuaron como puentes entre Modernidad y Antigüedad clásica.

Libertad

La “libertad” (eleuthería en el mundo griego y libertas en el romano) constituye, paradójicamente, una de las más importantes e influyentes de esas tiranías que la Modernidad ejerció sobre la Antigüedad. Podemos también decir que se trata de uno de los conceptos claves utilizados por los modernos para hacer inteligible –además de útil– el pasado clásico en “su” mundo contemporáneo, desde, al menos, la Ilustración.5 De hecho, Occidente pensó de forma frecuente que su propia libertad era el más preciado legado del mundo antiguo.6 Sería posible afirmar que esa libertad fue concebida, ideológicamente, como el factor que determinó y singularizó el recorrido histórico de Occidente.7 De este modo, como planteó John Emerich Edward Dalberg-Acton –Lord Acton, “historiador de la libertad” del que nos ocupamos más adelante–, ha sido frecuente pensar que con respecto a la libertad “su simiente fue sembrada en Atenas (...) hasta que su cosecha, ya madura, fue recogida por hombres de nuestra raza”. La libertad de Occidente sería, entonces, el “delicado fruto de una civilización madura” (Dalberg-Acton, 1998: 57, nuestro énfasis).

Pero esa cosecha, no solo implicó un beneficio para los propios segadores de Occidente, esa “raza”de la que Acton se pensaba parte. El fruto de la libertad intentó ser “exportado” a todo el planeta en una misión concebida como civilizatoria (Canfora, 2007). A este respecto, en el trabajo de Diego A. Olivera en este libro se analiza cómo el Imperio ateniense fue asociado a la idea de libertad en Victor Duruy y, luego, en los neoconservadores norteamericanos con Donald Kagan a la cabeza.8

La invención (o el descubrimiento)9 de la libertad por los antiguos –ese “robo de la historia” que “reaparece de vez en cuando” según Jack Goody (2011: 64)10– ha constituido, sin dudas, uno de los puntos nodales de aquello que se denominó como el “milagro griego (miracle grec)”. Acuñado por Ernest Renan (1992) en 1883 en las memorias de su primer viaje a Atenas, el concepto buscaba dar cuenta de la capacidad inventiva de la civilización griega para sentar las bases del mundo moderno. Era un modo de acercamiento a la Antigüedad que implicaba concebirla como el momento y el lugar en los cuales se habían bifurcado los senderos de Oriente y Occidente (Iriarte, 2015: 718-9; Plácido, 1995: 112) y, como afirma Vernant (1973: 335), “el hombre griego se encuentra, en esta perspectiva, elevado por encima de todos los otros pueblos, predestinado”. Con esto, se consolida una forma de pensar en la Antigüedad (en este caso griega) acorde con la del marqués de Condorcet –en su póstumo Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano de 1795– para quien la caída de los reyes en Grecia constituyó una “revolución” a la que el género humano le debe su “libertad”, puesto que constituiría “la primera página de nuestra historia” (Condorcet, 1847: 384, nuestro énfasis; cf. Loraux y Vidal-Naquet, 2010: 186-7).

Casi un siglo después, Ernest Lavisse (1935: 35), posiblemente el más influyente historiador francés de finales del siglo XIX y principios del XX, verdadero instituteur national (Nora, 1984), planteó que “en Maratón y en Salamina, los griegos salvaron no solamente su libertad sino también su civilización”. Para él, “la historia de Grecia y Roma es ya nuestra historia”, puesto que, desde su perspectiva, “en ella se encuentran los orígenes de la inteligencia y la política moderna” (citado por Furet, 1990: 128, nuestro énfasis).11 La última cita se encuentra en las Instructions de 1890, que Lavisse escribió cuando se le encomendaron los programas para la enseñanza de la historia en Francia (Marchand, 2000: 60-2; Furet, 1990: 128-32). Su perspectiva devino hegemónica al suponer un hito en la institucionalización de la disciplina histórica y de su enseñanza escolar en Francia (Bruter, 1995; Dufal, 2018: 3-4). Bien entrado el siglo XX, René Grousset (1991: 15) continúa hablando del “genio griego (génie grec)”, responsable de la creación del hombre libre, el gobierno libre de la ciudad y la dignidad de la persona humana.

Si pasamos al ámbito anglosajón, en un sentido bastante similar operó aquello que se denominó como Greek Legacy. La idea de un potente “legado griego” buscaba dar cuenta de los orígenes de varios valores considerados característicos del progreso humano en Occidente. Una anécdota sobre la fundación en 1875 del Mason Science College (actualmente integrado en la Universidad de Birmingham) resulta reveladora. Sir Josiah Mason, un industrial con pretensiones filantrópicas, realizó una donación para crear el college, pero, al hacerlo, impuso una condición: teología, literatura y estudios clásicos no podían formar parte de las enseñanzas en la nueva institución pensada como un lugar para el desarrollo de saberes considerados “útiles”. Es una perspectiva algo extrema, pero bastante difundida en la Gran Bretaña de época victoriana.12 En 1880, correspondió a Thomas H. Huxley –biólogo, fiel continuador de la Teoría de la Evolución de Charles Darwin y sujeto influyente en los debates sobre el sistema educativo británico– llevar adelante el discurso de apertura de la institución (Anderson, 2006: 76-7). Titulada Ciencia y Cultura, la intervención de Huxley (1896) desarrolla una extensa argumentación contra la educación clásica–propugnada por los humanistas de la época– justificando la necesidad de una instrucción “científica”.13 La respuesta a Huxley vino del poeta Matthew Arnold, que mantenía una larga polémica con el biólogo sobre qué saberes resultaban significativos para el sistema educativo (Roos, 1977: 316-8).14 En un texto de 1882, Arnold marca esta idea del vínculo y la continuidad entre los antiguos y “nosotros”:

Cuando hablo de conocer la Antigüedad griega y romana como una ayuda para conocernos a nosotros mismos y al mundo (...) me refiero a conocer a los griegos y romanos, su vida y genio, lo que fueron y lo que hicieron en el mundo; qué es lo que recibimos de ellosy cuál es su valor (...)(Arnold, 1913: 93).

Siendo irónico, Arnold (1913: 110-1) concluyó diciendo que nuestro “peludo ancestro” –refiriendo a una famosa expresión de Darwin de quien Huxley se sentía heredero– llevaba “escondida”, en su “propia naturaleza”, “la necesidad del griego”.15 No mucho tiempo después, un scholar liberal como Gilbert Murray (1916: 167) repetía el tópico de los orígenes griegos de los valores de la civilización occidental. En las primeras décadas del siglo XX, escribía que

(...) esa rama de la humanidad es responsable de la civilización occidental, las semillas de casi todo aquello que mejor valoramos del progreso humano fueron sembradas en Grecia. (...) La idea de libertad y de justicia, de libertad en el cuerpo, en el discurso y en la mente, la justicia entre los fuertes y los débiles, entre los ricos y los pobres, penetra la totalidad del pensamiento político griego (...)

Los ejemplos podrían multiplicarse, sin embargo, la idea sería la misma: la Antigüedad clásica constituía el origen de la civilización occidental y sus valores, entre ellos la libertad, eran también los “nuestros”. Pero no se trata solamente de ideas decimonónicas. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial y del desarrollo de los “totalitarismos”, Karl Popper (2006: 187 y 200) proponía que “nuestra civilización occidental tiene su punto de partida en Grecia” y en la época de la generación de Tucídides, “surgió una nueva fe en la razón, en la libertad y en la hermandad de todos los hombres” que caracterizaría a aquello que denominó como la “sociedad abierta”. Hacia final del siglo, en un manual universitario aún vigente, se propone que en las ciudades del arcaísmo “empezaron a formarse nuevas ideas, dos de las cuales configurarían la historia del mundo occidental”: por un lado, la “concepción racional del universo”, por el otro, el “concepto de gobierno democrático, en el que todos los miembros de la comunidad son iguales ante la ley y las normas son creadas directamente por el pueblo a través de la decisión de la mayoría” (Pomeroy et al., 2002: 111, nuestro énfasis). Finalmente, en pleno siglo XXI, el escritor latinoamericano Mario Vargas Llosa (2012) retomaba el tópico al reseñar un libro de Jacqueline de Romilly (1997) para opinar contra la (supuesta) radicalización política de la Grecia contemporánea en plena crisis económica: “Europa nació allá, al pie de la Acrópolis, hace 25 siglos, y todo lo mejor que hay en ella (...) como las instituciones democráticas, la libertad y los derechos humanos tienen su lejana raíz en ese pequeño rincón del viejo continente”. En síntesis, como ha propuesto Castoriadis (2005: 97-8), ya van casi cinco siglos de una tradición que piensa en la Antigüedad griega “como un modelo, como un prototipo, como un paradigma eterno”. La libertad que distingue a Occidente, que jalona su historia y que cimenta su civilización, encuentra sus orígenes en esas pequeñas comunidades del Mediterráneo antiguo.

Sin embargo, ver a la Antigüedad como un modelo y antecedente que prefigura el mundo moderno no ha impedido notar las diferencias. A este respecto, la postura de Benjamin Constant16 va a ser fundamental en su crítica a quienes veían –especialmente durante la Revolución Francesa y en el período inmediatamente posterior– en los sistemas políticos de la Antigüedad un modelo a imitar sin tomar en cuenta las particularidades y necesidades modernas. La influencia de su discurso de 1819, De la libertad de los antiguos comparada con aquella de los modernos,ha resultado superlativa. Su postura, sin embargo, tiene un antecedente en el planteo de Anne-Louise Germaine Necker17 realizado en los últimos años del siglo XVIII:18

La libertad de los tiempos actuales es todo lo que garantiza la independencia de los ciudadanos contra el poder del gobierno. La libertad de los tiempos antiguos es todo lo que aseguraba a los ciudadanos tomar la parte mayoritaria en el ejercicio del poder. (Staël, 2017: 191; cf. un pasaje casi idéntico en Constant, 1874: 269).

Constant buscaba dar cuenta de una diferencia entre dos tipos de libertad que, desde su perspectiva, habían persistido hasta ese momento inadvertidas y ese desconocimiento había sido la causa de muchos males de los tiempos de la Revolución. Partía de una postura crítica frente al jacobinismo y a su inspiración en Jean-Jacques Rousseau y, particularmente, Gabriel Bonnot de Mably que habían idealizado formas políticas y sociales de la Antigüedad (especialmente de Esparta) como modelos virtuosos. Así, el “vasto convento” de la ciudad de Lacedemonia resultaba para Mably el ideal de república por sobre Atenas (despreciada por los excesos de libertad individual):

(...)el abate Mably, puede ser mirado como el representante de un sistema que, conforme a las máximas de la libertad antigua, quiere que los ciudadanos estén enteramente sujetos para que la nación sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre.

El abate de Mably, como Rousseau y otros muchos, había tomado del mismo modo que los antiguos la autoridad del cuerpo social por la libertad; y todos los medios le parecían buenos para extender la acción de esta autoridad sobre aquella parte recalcitrante de la existencia humana, cuya independencia deseaba tanto.

Esparta, que reunía las formas republicanas para esclavizar a sus individuos, excitaba en el espíritu de este filósofo un entusiasmo más vivo todavía. Aquel territorio, que propiamente podía llamarse un vasto convento, le parecía la mejor idea de una república perfecta. Por Atenas sentía el mayor desprecio; y, según creo, hubiera dicho, de esta nación: «¡Qué espantoso despotismo! Todo el mundo hace aquí lo que quiere». (Constant, 1874: 271-2, nuestro énfasis).

En un trabajo previo, de 1813, titulado Del espíritu de conquista y de la usurpación, en sus relaciones con la civilización europea, Constant había marcado ya esa diferencia entre ambos tipos de libertad. Así, “los antiguos” obtenían más satisfacción en su vida pública que en la privada y por ello sacrificaban la libertad individual en favor de la política. En contraste, casi todos los placeres de “los modernos” proceden de su vida privada y por ello, “imitar” a los modelos políticos de la Antigüedad implicaría “sacrificar más para obtener menos” (Constant, 1814: 105). En contraste con la perspectiva de los modernos como herederos y continuadores de Grecia y Roma, Constant planteará (1874: 278) que “no somos griegos ni romanos a quienes su parte en la autoridad social consoló para la «servidumbre privada»” sino “modernos” que “quieren disfrutar de cada uno de sus derechos”. Esta diferenciación de la libertad de los antiguos fue influyente en el medio intelectual de los siglos XIX y XX. V.g. François Guizot, en su Historia general de la civilización en Europa de 1828, se hacía eco al proponer que cuando miramos a las “civilizaciones antiguas”, allí “la libertad es la libertad política”, puesto que en aquellas “no es su libertad personal lo que preocupaba al Hombre sino su libertad como ciudadano”, ya que es “parte de una asociación, se dedica a una asociación y está dispuesto a sacrificarse por una asociación” (Guizot, 1838: 57).

Posiblemente haya sido Fustel de Coulanges quien más ha influido en la difusión de la perspectiva de Constant. En una clase inaugural en Estrasburgo en 1862, planteó que la emulación de los modelos políticos antiguos había llevado, en tiempos de la Revolución, a la omnipresencia estatal y a la persecución de los enemigos políticos dando lugar al Terreur:

Los destinos de los pueblos modernos han dependido de la manera en que han comprendido la Antigüedad; y grandes desgracias han sido consecuencia de errores en la interpretación histórica. La generación que ha vivido en Francia hace ochenta años ha estudiado la Antigüedad con un gran prejuicio de admiración (...) Roma, Atenas y Esparta les parecían los más perfectos modelos hacia los cuales ajustarse (...) En el nombre de la libertad hemos restablecido la vieja acusación de incivismo. En el nombre de la libertad hemos dado al Estado omnipotencia, hemos gobernado por la dictadura ya que los antiguos imponían la pena de muerte a todo hombre que era considerado enemigo del Estado; el haber creído que constituía un deber y una virtud el hacer morir a los adversarios políticos nos ha conducido al Terror (Fustel de Coulanges, 1901: 252-3, nuestro énfasis).

En La ciudad antigua, como hemos ya advertido, se preocupó por marcar las “diferencias radicales” entre los griegos y romanos y la sociedad moderna (Fustel de Coulanges, 1996: 5). De esta manera, la identificación con los antiguos llevó a un “engaño” sobre su libertad que terminó por poner en “peligro” la propia “libertad de los modernos”. Según el historiador, los últimos ochenta años demostrarían los grandes problemas que supone para la sociedad moderna “la costumbre que se ha adquirido de tomar por modelo siempre a la antigüedad griega y romana” (Fustel de Coulanges, 1996: 6). Esta cuestión procede del hecho de que “la ciudad estaba fundada sobre una religión” y se encontraba, en efecto, “constituida como una Iglesia”. Ese modo de estructuración social no dejaba espacio a la libertad de tipo moderno ya que “no podía existir la libertad individual, porque el ciudadano estaba sometido a la ciudad en todo y sin reserva alguna”. Se establecía así un tipo de Estado como “un poder casi sobrehumano, al que se hallaban sometidos en cuerpo y alma” (Fustel de Coulanges, 1996: 240).

La estela de este pensamiento continúa en autores como Jacob Burckhardt. En su Historia de la cultura griega, publicada póstumamente entre 1898 y 1902 a partir de sus apuntes de Basilea, al definir las características de la ciudad antigua (pólis) –que también asimila a una Iglesia–, volvía sobre el tópico de cómo el Estado omnipresente eclipsaba la libertad del individuo:

[La ciudad] es terrible para el individuo cuando éste no se entrega por entero. Sus medios coercitivos, de los cuales hace un uso generoso, son la muerte, la atimia y el destierro. (...) Pero con el poder omnímodo del Estado fenece frecuentemente toda libertad del individuo. El culto, el calendario, el mito, son peculiares a la ciudad, y ésta es, al mismo tiempo, una iglesia con los más rigurosos atributos; así, que el individuo queda entregado por completo a ese poder concentrado. (Burckhardt, 1964: 110-1, nuestro énfasis).

La focalización en la idea de que en la ciudad antigua predominaba una libertad cívica expresada en la participación política que aplastaba a la libertad y los derechos individuales,19 dio paso a un modo de pensar, particularmente a la Atenas democrática, como la “tiranía de la mayoría”.20 Es decir, las condiciones de libertad política para las masas suponían una amenaza a la libertad y a la seguridad de los individuos (y sus propiedades), en particular, de las minorías instruidas y acaudaladas que resultaban “explotadas” por el sistema de exacciones y liturgias.21 En síntesis, para Burckhardt (1964: 300), el Estado ateniense “había caído en manos de un demos caprichoso y ávido” que se ocupaba de “señalar simplemente a los pagadores de impuestos” y que “consideró como democrático el reparto directo de dinero al pueblo”.

Lord Acton, miembro del Parlamento Británico, parte del grupo de consejeros de William Gladstone y, finalmente, profesor de Historia Moderna en Cambridge, fue autor de una nunca acabada Historia de la Libertad (cf. Himmelfarb, 2015). Liberal y católico,22 desarrolló una interpretación de la libertad de los antiguos con varios puntos de contacto con Constant, Fustel de Coulanges y Burckhardt. En el año 1877 impartió dos conferencias, La Historia de la Libertad en la Antigüedad y La Historia de la Libertad en la Cristiandad que fueron luego publicadas. Según Lord Acton –para quien la libertad era estar “protegido” frente a “la presión de la autoridad y de la mayoría, de la costumbre y de la opinión”– el Estado en la Antigüedad “se arrogaba competencias que no le pertenecían, entrometiéndose en el campo de la libertad personal” (Dalberg-Acton, 1998: 59, nuestro énfasis). En la Grecia arcaica, signada por gobiernos aristocráticos y tiránicos opresivos, correspondió a Atenas (“la más dotada de las naciones”) modificar el cuadro al encargar a Solón reformar las leyes (“la decisión más feliz que la historia recuerda”). La intervención del arconte supuso una “fácil, incruenta y pacífica revolución” que “liberó a su país” y constituyó “el primer paso en un camino que nuestra época está orgullosa de recorrer” (Dalberg-Acton, 1998: 62, nuestro énfasis). Sin embargo, luego del gobierno de Pericles que supo “mantener a los ricos a salvo de la envidia y a los pobres a salvo de la opresión”, el sistema político perdió su estabilidad y evolucionó hacia un predominio de los pobres caracterizable como una “tiranía de la mayoría”, ya que “el pueblo ateniense, absolutamente libre, se convirtió en tirano” (Dalberg-Acton, 1998: 67). De acuerdo con Lord Acton, “el conflicto entre clases se desencadenó sin freno, y la matanza de las clases superiores en la Guerra del Peloponeso dio una irresistible preponderancia a las más bajas” (Dalberg-Acton, 1998: 66).

De esta manera, el ejemplo de Atenas –“iniciador de la libertad europea” (Dalberg-Acton, 1998: 67)– debería alertar sobre los peligros de la democracia con puntos de contacto con la Revolución Francesa.23 Ese dominio absoluto del pueblo acabó por causar la ruina de Atenas y sus ciudadanos entendieron que “para la libertad, la justicia y la igualdad civil, era necesario que la democracia estuviera limitada”. Esa comprensión marcó el período de la amnistía y la vuelta a la “vieja senda” en la que “el monopolio del poder se les había quitado a los ricos sin dárselo a los pobres”. Esa nueva democracia, en la que el poder del pueblo se encontraba limitado y predominaba el consenso, “llegó demasiado tarde para salvar la república”. Sin embargo, la experiencia ateniense proporcionó una lección “válida para todas las épocas”, a saber, que “el gobierno de todo el pueblo, es decir el gobierno de la clase más fuerte y numerosa, es un mal de la misma naturaleza que la monarquía” (Dalberg-Acton, 1998: 68).

El caso de Roma para Lord Acton es más complejo, ya que “el Imperio romano prestó a la causa de la libertad mayores servicios que la república” (Dalberg-Acton, 1998: 70). A pesar del despotismo de los emperadores, “los ricos prosperaron”, “los pobres tuvieron lo que en vano habían pedido a la república”, los derechos de los ciudadanos romanos “se extendieron a las gentes de las provincias”, se desarrolló “la mejor parte de la literatura romana”, se creó “casi todo el derecho civil”, se “mitigó la esclavitud”, se “instauró la tolerancia religiosa”, se “inició el derecho de gentes”, y, finalmente, se “creó un completo sistema del derecho de propiedad” (Dalberg-Acton, 1998: 71). En síntesis, la libertad antigua es considerada un antecedente de la moderna, aunque poco satisfactorio. Repitiendo el tópico de asociar al Estado con la Iglesia para marcar su omnipresencia en la Antigüedad, concluye afirmando que:

Los antiguos comprendían la regulación del poder mucho más que la de la libertad. Concentraban en el Estado tantas prerrogativas que no dejaban ningún punto de apoyo a partir del cual un hombre pudiera negar su jurisdicción o señalar un límite a su actividad. Si se me permite emplear un expresivo anacronismo, el defecto del Estado en la Antigüedad clásica consistía en que era al mismo tiempo Iglesia y Estado (Dalberg-Acton, 1998: 72).

Aquella idea de la ciudad antiguacomo un Estado omnipresente, que asfixiaba la libertad individual, tuvo gran influencia en los estudios del siglo XX sobre la pólis griega y la urbs romana (Berent, 2000: 3). En los inicios del siglo y durante los momentos finales del Imperio alemán, Max Weber reflexionó sobre la problemática de la ciudad en la historia y en la Antigüedad en particular. Se trata de un manuscrito redactado en los primeros años de la década de 1910, aunque publicado póstumamente en 1921,24 titulado “La ciudad” (Weber, 2002: 938-1046). Se puede apreciar con claridad la influencia tanto de Fustel de Coulanges como de Burckhardt.25 Más aún, en un trabajo de 1904, Weber (1973: 93) citaba a Constant como un ejemplo metodológico de la construcción de un tipo idealpara el caso del “Estado antiguo”.

En su comparación de los distintos tipos de ciudades, Weber destaca la singularidad de los establecimientos urbanos de Occidente basados en una ciudadanía integrada políticamente (en contraste con Oriente). Mientras que en la ciudad medieval se desarrolló el homo oeconomicus orientado al intercambio mercantil, en la ciudad antigua predominaba el homo politicus que centraba sus actividades en la política, la guerra y la captura de botín. Así la ciudad antigua, que tenía un carácter de “gremio militar”, se imponía a los individuos que carecían de libertad para elegir su modo de vida:

Por dentro, la polis era una asociación militar absolutamente soberana. El cuerpo de los ciudadanos actuaba a discreción con los individuos. (...) a pesar de la famosa aseveración que hace Pericles en su oración fúnebre de que en Atenas cada quien podía vivir como quería, y esta misma actitud inspira en Roma las intervenciones del censor. En principio, por lo tanto, no se puede hablar de la libertad personal en el modo de vida (...) También económicamente la ciudad helénica disponía de la fortuna de los particulares (...) La polis democrática ponía su mano en toda propiedad importante del ciudadano (Weber, 2002: 1040, nuestro énfasis).

De este modo, resulta bastante nítida la influencia en Weber de la línea de pensamiento desarrollada: si bien el ciudadano antiguo disfruta de un grado históricamente inusitado de libertad para la participación política, la soberanía absoluta de la pólis / urbs constituía un límite claro a su libertad personal y a la seguridad de sus derechos de propiedad. En última instancia, esto se vincula con su principal preocupación por el desarrollo del capitalismo. Al limitar la libertad personal y la seguridad de la propiedad, el Estado antiguo supuso un obstáculo para el desenvolvimiento de la racionalidad económica.

Hacia mediados del siglo XX, el contexto político e intelectual había cambiado drásticamente y estaba signado por los “totalitarismos”. La reflexión sobre la Antigüedad no era una excepción y, en varios casos, la propia vida de quienes pensaban sobre el mundo antiguo fue impactada de forma dramática. El caso de Arnaldo Momigliano –que debió abandonar Italia luego de perder su puesto en Turín a causa de la sanción de las leyes raciales (Brown, 1988)– es sintomático. En los inicios de su exilio en Inglaterra, en 1940, el historiador italiano dictó en Oxford unas conferencias agrupadas bajo el título Libertad y paz en el mundo antiguo que, se suponía, iban a ser el punto de partida de un proyecto, nunca concretado, de largo alcance y la edición de un libro en la OUP. En dichas conferencias –cuyos manuscritos fueron finalmente editadospóstumamente (cf. Murray, 2017)– se puede percibir la influencia de Constant, aunque también la de Lord Acton: “son pocos los artículos históricos que merecen una admiración tan profunda como el de Benjamin Constant de 1819” (Momigliano, 1992: 484).26

En este contexto, las sociedades antiguas comenzaron a ser sospechadas de modelos para o antecedentes de los totalitarismos modernos. Tempranamente Victor Ehrenberg (1946) denunció a Esparta como paradigma del Estado totalitario en una transmisión radial en Praga en 1934. No poco tuvo que ver con esta caracterización la modelización y apropiación que el nazismo había hecho de aquella ciudad (Chapoutot, 2013: 291-309; Fornis, 2018).27 Pero también Atenas, por su parte, fue asimilada a lo que comenzó a denominarse como “democracia totalitaria”.28 Se la acusaba de basar su organización política en la decisión de unas mayorías que lejos se encontraban de poder resguardar los derechos individuales de los ciudadanos y, en particular, de las minorías (Gomperz, 1953: 108-18). La ausencia de libertad individual, evidenciada en la condena a Sócrates, se transformó en un tópico recurrente (Ehrenberg, 1974). Por su parte, Gaetano De Sanctis –cuya carrera académica se vio afectada al negarse a prestar juramento de lealtad al régimen fascista en 1931 (Momigliano, 1994: 54-71)–, en un artículo de 1947, se mostró crítico del modelo de Constant y, a pesar de exponer una valoración positiva del sistema ateniense, lo describió como una democracia “directa y en cierto sentido totalitaria” dado que excluía de la participación a metecos y esclavos (De Sanctis, 1983). Sobre De Sanctis, sus discípulos y sus modos de conceptualizar la libertad antigua durante el fascismo, se puede ver el trabajo de César Sierra Martín en este libro. Asimismo, Breno B. Sebastiani observa ciertos aspectos de la postura antidemocrática del historiador italiano a propósito de su lectura del golpe en Atenas del 411 a.C.

Durante la segunda posguerra, los dos tipos de libertad de Constant adquirieron un nuevo impulso en el pensamiento liberal. En buena medida, ese renacimiento se debe a la figura de Isaiah Berlin y su conferencia de 1958 titulada “Dos conceptos de libertad”: por un lado, llamó “positiva” a aquella libertad que era responsable de garantizar los derechos a la participación política, y, por otro lado, denominó “negativa” a la libertad que aseguraba los derechos a la privacidad y protección de las personas (Berlin, 1988: 187-243). La recuperación que Berlin (1988: 234) hizo del pensamiento de Constant lo sitúa frente al problema de la “tiranía de la mayoría” ya planteado, entre otros, por John Stuart Mill. Si bien la Antigüedad no es el foco de sus reflexiones, propone que respecto de la “libertad individual” no ha “encontrado ninguna prueba convincente de alguna formulación clara de ello en el mundo antiguo” (Berlin, 1988: 41). Para Berlin (1988: 42), entonces, “en esta etapa no había surgido aún con claridad la cuestión de la libertad individual, es decir, la cuestión de que no deba permitirse normalmente a la autoridad pública (...) que traspase unos determinados límites”. Resulta de interés que la problemática no se relaciona con los aspectos históricos o empíricos, sino con los conceptuales, ya que el problema es que en la Antigüedad la libertad individual no había surgido explícitamente como objeto de reflexión y como parte de la cultura (Berlin, 1988: 43).29

Previamente nos hemos referido a Weber y si hay un autor influenciado por este entre los historiadores de la Antigüedad grecorromana, sin dudas, es Moses Finley, quien, incluso, dedicó parte de su obra a analizar la cuestión de la ciudad antigua (Finley, 1986a: 133-56; 1984: 35-59, 281-4). Si bien, como se podrá ver en el artículo de Diego Paiaro en este volumen, la postura de Finley es crítica frente a la consideración conservadora sobre el supuesto “exceso” de libertad del dêmos ateniense, no dejó de participar de esa idea de la ciudad antiguacomo Estado omnipotente. Es algo paradójico, ya que el propio Finley fue uno de los principales propulsores de la idea de que los Estados de la Antigüedad grecorromana tenían un carácter rudimentario y no burocrático (Finley, 1975: 76, 81; 1986b: 184). A pesar de lo anterior, en su libro Los griegos antiguos de 1963, proponía que nadie (ciudadanos y no ciudadanos) podía “escapar” de la autoridad de la pólis,ya que su poder “era, en principio, total” y si bien “había cosas que el Estado griego no acostumbraba hacer”, sin embargo, “no se ponía en duda su derecho a intervenir”; en definitiva, “a la polis nadie podía sustraerse” (Finley, 1975: 59).30 En La economía antigua de 1973 el trazo del pensamiento de Constant y su diferenciación entre libertad antigua y moderna emerge de modo más marcado: la libertad significaba, fundamentalmente, participación política y no garantizaba derechos que protegieran al individuo de la intervención estatal y postulaba que:

La autoridad del Estado era total (...) Los griegos de la época clásica y los romanos de la república disfrutaban de un grado considerable de libertad (...) Sin embargo, no tenían derechos inalienables, y estos los habrían asombrado. No había límites teóricos al poder del Estado, ni actividad ni esfera de conducta humana donde el Estado no pudiese intervenir legítimamente (...) La libertad significaba el imperio de la leyy la participación en el proceso de tomar decisiones (Finley, 1986b: 188, nuestro énfasis).

En síntesis, la idea de Constant según la cual los hombres de la Antigüedad no conocían la libertad individual fue potenciada por la interpretación de Fustel de Coulanges, para quien la pólis constituía un Estado que todo lo abarcaba. Como resultado, se instauró una larga tradición que pensó a la Grecia antigua como una experiencia histórica de fusión entre sociedad y Estado; fusión que, en términos prácticos, implicaba el eclipse de la libertad individual en la sociedad por la dominación de la libertad como participación política en el terreno del Estado. Esta idea tuvo una gran potencia e influyó en muy diversos estudiosos en el siglo XX (Ehrenberg, 1960: 88-9; Vernant, 1992: 57-8, n. 10; Anderson, 1997: 38; Castoriadis, 1997: 203).31

A pesar del carácter hegemónico de esta forma de entender la ciudad antigua, otras perspectivas valoraron de modo bastante distinto la libertad de los antiguos. En efecto, hubo otra línea de interpretación que pensaba que entre los antiguos la libertad no se encontraba tan limitada por el poder estatal. George Grote fue uno de los primeros en valorar positivamente a la democracia ateniense, aunque su aporte no tiene que ver solamente con lo novedoso de su perspectiva sino también con la influencia de su obra (Momigliano, 1966: 56-74; Roberts, 1994: 229-55; Demetriou, 2014). Su contexto a mediados del siglo XIX estaba dominado por una tradición que expresaba sus preferencias por regímenes políticos bien distintos a la demokratía del Ática: Esparta y Roma (cf. Musti, 2000: 313). Junto a varios de los aspectos del sistema ateniense que conceptuaba de modo positivo, la libertad gozada por sus ciudadanos tenía un lugar preferencial. Refiriéndose a la Atenas de la época clásica, afirmaba que allí se desarrollaba una “libertad y diversidad de la vida individual en la ciudad” que ofendía a sujetos como Jenofonte, Platón y Aristóteles. Esa “libertad de las acciones individuales” que eran evocadas en el discurso fúnebre de Pericles contrastaba con los sistemas políticos modernos:

(...) ninguno de los gobiernos de los tiempos modernos –democráticos, aristocráticos o monárquicos– presentan algo asimilable al cuadro de generosa tolerancia frente al disenso social y la espontaneidad del gusto individual que leemos en el discurso del hombre de Estado ateniense (Grote, 2009, vi: 201-2).

En un sentido parecido, mientras que La ciudad antigua de Fustel de Coulanges era pensada como una en la que la libertad individual estaba subsumida a una ciudadomnicomprensiva y omnipotente, en La ciudad griega de 1928, Gustave Glotz proponía un balance bien distinto. En su descripción de los principios fundamentales de la democracia ateniense, explicaba que “la vida política de Atenas” para “la época de Pericles” disfrutaba de un “equilibrio perfecto entre los derechos del individuo y el poder público”. A consecuencia de las reformas de Solón, para Glotz (1957: 108), “la libertad individual es absoluta” en tanto que para fines de siglo “el Ática se convierte en la tierra clásica de la libertad”. Como ha propuesto Nicole Loraux (2012: 26-7), Glotz construyó “una Atenas a la francesa”, ya que “no vacila, para dar una buena imagen, en agregar la fraternidad a la libertad y la igualdad democráticas” y, al pensar al discurso fúnebre de Pericles como un “antecesor de la Declaración de los derechos del hombre”, se enfrentó al “prejuicio tan extendido de la omnipotencia de la ciudad” en favor de la idea de un equilibrio entre el poder del Estado y los derechos del individuo.

Alejada del planteo de las dos libertades, esta otra forma de valorar a la libertad antigua ha marcado una línea de interpretación divergente rastreable en los estudios actuales. Autores muy influyentes como Mogens H. Hansen han criticado la idea de pólis de Fustel de Coulanges. De acuerdo con el historiador danés, su concepto de ciudad solo se aplicaría a Esparta, puesto que únicamente allí podemos ver funcionando una pólis que domina totalmente la vida de los individuos. En tanto, en Atenas efectivamente se podría distinguir una esfera pública de una privada en la que “cada ciudadano tenía el derecho a vivir como quisiera” (Hansen, 1991: 61-4, cita en 62). Para Hansen, Atenas habría desarrollado tanto la libertad “negativa” como la “positiva” y la “libertad individual” se habría encontrado protegida lo que, en definitiva, desvanecería las diferencias entre la demokratía y las democracias constitucionales modernas (Hansen, 1989; 1992; 1996; 2010). En el mismo sentido, Domenico Musti (2000) –junto con otros (Wallace, 1994, 1996; Ober, 2000; cf. Sancho Rocher, 2011)– ha buscado mostrar que en la Atenas de Pericles existían esas dos esferas por lo que no tendría sentido pensar en la demokratía como régimen totalitario.32

Las reflexiones sobre la libertad en Grecia, por lo tanto, no tuvieron solo un interés por sí mismas o como término de comparación con la libertad moderna. Conjuntamente, impactaron en los estudios sobre la libertad entre los romanos, tal como se puede ver en la discusión de Brunt (1988) sobre libertas o en el trabajo de Agustín Moreno sobre Fritz Schulz en este libro. Sin embargo, las discusiones académicas son algo más tardías y nos trasladan particularmente, en ese caso, a la primera mitad del siglo XX.

Aunque el primer libro dedicado enteramente a la libertad en Roma es el ya célebre Libertas como una idea política durante la República tardía y el Principado temprano de Chaïm Wirszubski publicado en 1950, el tema no era nuevo en el ámbito académico. Al respecto, se ha mencionado ya los discursos de Constant y Lord Acton. Asimismo, aunque no fue publicada, un lugar destacado en la bibliografía posterior ocupará la tesis de Kloesel (1935). Además, antes de Wirszubski, el tema fue objeto de reflexiones en artículos centrados en aspectos específicos, y capítulos y partes de libros, donde se estudiaban temáticas más amplias.

Entre los artículos más acotados temáticamente podemos mencionar el de Tenney Frank, Nevio y la libertad de expresión (1927), en el que el autor se enfrenta a un verdadero rompecabezas y sugiere una interpretación sobre la difamación y el libelo en el contexto romano de guerra con Cartago: un pretor afín a los Metelos habría glosado una norma que figuraba en las doce tablas. Más allá de los ejemplos de época que proporciona para respaldar su hipótesis, uno puede sospechar, detrás del planteo, la experiencia personal del autor estadounidense: “Cualquier guerra proveerá paralelos en los que jueces demasiado apasionados han endurecido la maquinaria de censura de guerra con interpretaciones cuestionables” (Frank, 1927: 110).

Este tema de la libertad de expresión, limitado al libelo y la difamación, –y siguiendo la interpretación propuesta por su maestro– sería retomado en mayor profundidad por su discípula, Laura Robinson, en una tesis de 1937, publicada en 1940 con el título Libertad de expresión en la República romana.33 Hilde Bracke (1992: 314) nota que el tema de este libro no era de los más comunes en un momento en el que, por la situación bélica, los investigadores concentraban su atención más “en el valor de la guerra, de la paz y de la libertad política”, como ilustraba La revolución romana de Ronald Syme. Sin embargo, la situación en la Italia fascista o la Alemania nazi bien podían dar pie a ese tipo de reflexiones.

En ese contexto histórico, como vimos, también un historiador italiano mostró interés por el tema de la libertad: Momigliano. Él se había preocupado por la cuestión entre los antiguos y entre los modernos antes de su exilio inglés tras leer el discurso de Constant y Constant e Jellinek intorno alla differenza tra la libertà degli antichi e quella dei moderni de Benedetto Croce (Murray, 1991: 61; Bracke, 1992: 301-2). Incluso, había participado de la polémica en la escuela de su maestro, De Sanctis, en torno al problema de la libertad entre los griegos. Su interés por el desarrollo histórico de esa noción hasta el presente tuvo lugar en el contexto de una discusión italiana en la que influía fuertemente la historia de las ideas de tradición alemana –distinta de la inglesa y francesa–, aunque con matices intelectuales locales como los aportados por Croce. Asimismo, el tema de la libertad –y de la paz– acompañó a Momigliano al exilio inglés, donde fue contratado para ofrecer las ya mencionadas conferencias de Cambridge.34

Interesado por el tema, entonces, Momigliano reseñó el libro de Robinson fiel a su estilo: escribiendo una reseña-artículo, donde exponía concisamente sus propias opiniones y aprovechaba para polemizar con un autor de prestigio (Sierra Martín, 2018: 146-7, 153-4), en esta ocasión Frank. Después de una extensa primera parte, donde desarmaba y criticaba la opinión del director y la dirigida, Momigliano se detenía en las concepciones de libertad de expresión, tanto desde el punto de vista liberal moderno como desde el de los romanos. Allí, aceptaba como pertinentes y necesarias ambas formas de abordar el tema, pero criticaba la falta de precisión cuando se optaba por una de las vías. El segundo apartado se abría con un lapidario: “lo que T. Frank y la Señorita Robinson llaman ‘libertad de expresión’ no corresponde enteramente ni con la concepción moderna ni con la romana.” (Momigliano, 1942: 123; ver tb. Wirszubski, 1968: 18 n. 2). A continuación, Momigliano precisaba los significados para estadounidenses e ingleses y las diferencias entre los casos romano y ateniense y, siguiendo a Kloesel (1935), subrayaba que la libertad de expresión en Roma guardaba relación con la auctoritas y no con la libertas (Momigliano 1942: 123-4; contra Brunt, 1988: 314-7; pero Millar 1998: 46-7). El tema de la libertad de expresión le seguirá interesando, puesto que indicará su ausencia en el libro de Wirszubski sobre el principado (Momigliano, 1951: 149) y, décadas más tarde, lo trabajará él mismo (Bracke, 1992: 318-9).

Como ya hemos observado, antes de Wirszubski, libertas también había sido objeto de análisis en algunos trabajos. Un ejemplo es el de Schulz (1936) de 1934, que, como analiza Moreno en su artículo, estudia libertas como un principio del derecho romano en un contexto alemán en el que los nazis pretenden desterrar dicho derecho para poner en vigencia uno germánico. Su planteo jurídico, en la línea de la Escuela Histórica alemana del derecho y con influencias de la historia cultural de Burckhardt, pone de manifiesto asimismo la preocupación ante una discusión contemporánea entre la idea del Führerprinzip y la autoridad fascista que reivindica un linaje antiguo romano.

La separación entre los estudios del derecho romano e historia de Roma por aquellos años se advierte también en La revolución romana de 1939, en la que Syme se aparta de la interpretación jurídica de Schulz o Theodor Mommsen y ofrece, como notó Momigliano (1951: 146), una lectura ideológica que banaliza el concepto romano. Allí, Syme escribe afirmaciones como la que aparece en las últimas páginas del capítulo sobre “César el dictador” al hablar de las ideas invocadas por Bruto y sus allegados para defender su accionar: “La libertad y las leyes son palabras altisonantes. Muchas veces han de ser traducidas, mirándolas fríamente, como privilegio e intereses creados” (Syme, 2010: 82). O esta otra, que aparece en el capítulo sobre “Consignas políticas”: “Libertas era un concepto vago y negativo: libertad del régimen de un tirano o de una facción. De ahí se sigue que libertas, lo mismo que regnum o dominatio, es un término apropiado para el fraude político” (Syme, 2010: 196).

Aunque la libertas no es el objeto del libro, la cuestión de la libertad, especialmente la libertad política, no es un tema menor en Syme, quien ya en su prefacio menciona la disyuntiva de fines de la República: elegir entre libertad y un gobierno estable, lo que se analiza en el último capítulo del libro. Esta reflexión en los 30 parece no haber escapado a la influencia del contexto político internacional, especialmente de la Italia fascista y la Alemania nazi, como sugirió Luciano Canfora (1991: 201-4), siguiendo a Momigliano (1994: 72-4).35 El propio Momigliano polemiza con Syme sobre sus afirmaciones con respecto a la libertad, al menos en dos ocasiones. La primera, en la reseña a La revolución romana escrita pocos meses después de llegar a Oxford, donde le critica una de sus tesis, según la cual:

Hay algo más importante que la libertad política; y los derechos políticos son un medio, no un fin en sí mismos. Ese fin es la seguridad de la vida y de la propiedad, y la constitución de Roma republicana no podía salvaguardarla. Cansado y desalentado por la guerra civil y el desorden, el pueblo romano estaba dispuesto a renunciar al privilegio ruinoso de la libertad y a someterse a un gobierno estricto como en el origen del tiempo (Syme, 2010: 628; traducción de Blanco Freijeiro con una ligera corrección).

Momigliano (1940: 80) defiende una opinión diferente que sintetiza en unos pocos términos: “Ellos no entregaron su libertad por su propio beneficio: ellos fueron privados de ella”. Poco más adelante, en el párrafo que cierra el texto, el historiador italiano profundiza su crítica a Syme –e incluso aprovecha para señalar un olvido de Kloesel (1935)–:

Debemos distinguir la seria experiencia de responsabilidad política, que caracterizó a la constitución de la República romana, de la conciencia de dignidad humana inherente en la libertad política tal como fue descubierta por esos hombres que vivieron al fin de la República o en los enfrentamientos de la oposición senatorial y estoica contra la monarquía triunfante. Podemos decir que el segundo regalo del Imperio romano, además de su universalidad, es el conocimiento que dio e contrario de que el despotismo impone una degradación moral sobre el hombre. La libertas que educó a la Europa moderna viene de las cartas de Bruto, Lucano, Tácito, Plutarco: deriva, pero debe ser diferenciada, de la eleuthería griega y la libertas de la República romana. Es la tarea de un completo estudio de la revolución romana el describir este pasaje de la libertas republicana a la PaxAugusta y la oposición a la Pax Augusta en el nombre de una más profunda, pero aún demasiado aristocrática, libertas. (Momigliano, 1940: 80).

Bracke (1992: 313) advierte allí un cambio en el pensamiento de Momigliano, vinculado con el abandono forzado de su patria, donde ya no gozaba ni de seguridad ni de derechos políticos en el régimen de Mussolini: “por primera vez, junta claramente la libertad política con la dignidad humana y habla de la desmoralización causada por el despotismo. El princeps, entonces portador de la paz, no es más valorado positivamente”.36 Estas reflexiones se plasmaron en las conferencias de ese mismo año (ver Murray, 2010). Tanto en estas como en la reseña del libro de Syme, Momigliano, formado en el idealismo italiano, mostró sus diferencias con la tradición empírica inglesa y los estudios prosopográficos de Syme.37 Por ello, su planteo no fue fácil de comprender para los pocos asistentes a las conferencias, lo que pudo haber sellado su poco éxito. También el error de los organizadores de no invitar a los especialistas en estudios antiguos griegos y romanos limitó la discusión durante el seminario (Murray, 2010: 85, 93-4). Otro punto interesante de polémica con Syme en la reseña –y con otros prestigiosos historiadores europeos– es la separación entre historia de las ideas e historia de las ideologías (Murray, 2010: 88). Esta opinión contra el historiador neozelandés reaparece en la reseña a Farrington (Momigliano, 1941: 155).

La segunda ocasión de polémica con Syme, la encontramos en la reseña a Wirszubski y se refiere a la propia idea de libertas resumida por Syme en los dos primeros pasajes citados más arriba. Allí, Momigliano (1951: 146), posicionado en la línea de Mommsen y Kloesel (1935), subraya que libertas es una noción jurídica –es decir, no ideológica– y enfatiza que la aparición del término en una fuente se encuentra siempre en un contexto en el que un derecho de un ciudadano romano está en discusión, tras lo cual concluye:

Comparado con el uso de las palabras ‘freedom’ y ‘liberty’ en las discusiones políticas de nuestro tiempo, el uso de libertas en luchas políticas romanas parece en general más de mentalidad jurídica –lo que, evidentemente uno esperaría, dadas las personas para las cuales políticos e historiadores romanos escribían más frecuentemente.38

Esto no significa que, fuera de las discusiones políticas, no pudiera estudiarse libertas desde una aproximación no jurídica:

Aunque el énfasis principal estaba en la libertas jurídica, los romanos en los últimos siglos de la República pensaban libertas como un signo de humanidad distinguida independientemente del estatus jurídico. (…) La aproximación no jurídica a libertas (…) devino más importante que la jurídica cuando la República senatorial romana fue destruida por César (Momigliano, 1951: 148).

A pesar de su interés en el tema, Momigliano prefirió abandonar el proyecto de publicar un libro sobre libertad y paz en Grecia y Roma y se limitó a divulgar sus opiniones en reseñas. En adelante, se enfocaría en otra de sus pasiones, los estudios historiográficos.

Como hemos señalado previamente, el primer libro que reflexionó específicamente sobre libertas fue el de Wirszubski de 1950 –aunque terminado en 1947–, que es una versión revisada de su tesis doctoral en Cambridge bajo la dirección de Frank E. Adcock en 1946. La obra fue bien acogida y fue objeto de, al menos, tres ediciones en Gran Bretaña (1950, 1960, 1968), una en Italia en Laterza (1957), con un apéndice de Momigliano –la reseña publicada en The Journal of Roman Studies– y una en Alemania en 1967. El libro, una suerte de trabajo de síntesis para algunos,39 parte de una distinción del significado de libertad romana de la nociones ateniense y moderna40 y explora libertas como una idea política que sufre cambios relacionados con la evolución de las formas de gobierno desde los Graco hasta Trajano. Fue recibido elogiosamente por Momigliano (1951: 146), quien lo inscribió en la línea de la historia de las ideas inglesa, más específicamente en la de Lord Acton.41 No obstante, la búsqueda de una definición de libertas, que va analizando a la par de otras nociones como dignitas, aequa libertas, etc. le hace perder claridad en sus conclusiones (Gordon, 1952: 27; Cogitore, 2011: 9-10). La falta de precisión del término en distintos momentos, quizás, se agrava porque el autor no dedica suficiente espacio a reflexionar sobre el modo en que las diferentes fuentes literarias lo presentan (Momigliano, 1951: 146-7; Starr, 1952: 248). Estos aspectos y la línea historiográfica seguida no produjeron siempre la misma recepción dispensada por Momigliano:

Su método está sujeto a ciertos riesgos. Apunta a describir una idea, no un uso verbal. (…) El resultado es más bien un tratamiento subjetivo del tema, en el que a veces el lector se encuentra conducido fuera del término mismo y hacia discusiones de otros conceptos interesantes, tales como dignitas o la posición del princeps (Parke, 1951: 88).

En otro caso, “por la diversidad de elementos resumidos en la palabra libertas y los cambios de énfasis o significado que trajeron el tiempo y las circunstancias, trató, aunque a veces parece no estar consciente de ello, con varias ideas y no con una sola.” (Gordon, 1952: 27, ver tb. Allen, 1952: 140). Wirszubski hace una lectura jurídica de libertas, en la línea de Mommsen,42 que iguala libertas a civitasy señala que no podía haber libertad sin derecho. De todos modos, en determinados pasajes se advierte también la influencia de la interpretación ideológica –es decir,libertas como eslogan político– que trabajó Syme. La presencia de las dos posiciones genera ambigüedades no siempre precisadas, como señaló Isabelle Cogitore.43

Aunque no tan importante como el libro de Wirszubski o el de Jochen Bleicken de 1972, Joseph Hellegouarc’h dedica en 1963 un capítulo a libertas como expresión política de la plebe. Siguiendo un consejo de J. Marouzeau reflexiona sobre la idea de E. de Saint-Denis en 1943 de realizar un vocabulario técnico latino, aunque limitado al ámbito político. Si bien Hellegouarc’h (1972: 3) advirtió que no existe un vocabulario técnico político en Roma, de todos modos, se propuso sintetizar estudios precedentes sobre terminología política republicana y poner en relación los vocablos para ofrecer nuevas precisiones. Su base está en trabajos prosopográficos y de la Realpolitik –Gelzer, Heinze, Münzer, von Premerstein, Syme, Taylor–, aunque en el capítulo sobre libertas está presente también la interpretación jurídica, con aportes de Kloesel y Wirzubski (Hellegouarc’h, 1972: 542-65). Lo que interesa a Hellegouarc’h (1972: 3-4) es identificar el “valor esencial de cada término” y, especialmente, lo romano en cada uno “independientemente de las relaciones con Grecia”. Así, en el apartado sobre libertas, leemos: