La balada de la piedra que latía - Santiago Martín Idiart - E-Book

La balada de la piedra que latía E-Book

Santiago Martín Idiart

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Beschreibung

Tandil, 1945. Matilde es una muchacha humilde que se gana la vida trabajando como mucama en casa de una familia pudiente: sus alegrías son sencillas y escasas: esperar que llegue el sábado para ir al cine con sus amigas, seguir la vida de sus artistas favoritas en las revistas, pasar los domingos junto a su familia. Su gran dolor: el alejamiento de su madre y el estigma social que este arrojó sobre ella. En la vida de Matilde aparecen dos hombres; un picapedrero socialista italiano, exiliado del régimen de Mussolini y un joven militar de promisoria carrera, ligado al naciente peronismo. Matilde se verá obligada a decidir entre las dulces ensoñaciones románticas alimentadas por el cinematógrafo y su cruel realidad de obrera desposeída. En paralelo, se narra la historia de la madre de Matilde, desde su llegada de España hasta la decisión que marcó para siempre su vida y la de sus hijas. La caída de la famosa Piedra Movediza de Tandil, las luchas de los obreros de las canteras, el ascenso de Perón y la jornada de octubre del 45, la huelga ferroviaria del 51, la represión a los movimientos socialista y anarquista, los bombardeos sobre Plaza de Mayo en el 55 son algunos de los acontecimientos históricos que sirven de telón de fondo para la acción de una amplia galería de personajes imaginarios pero también verídicos (El Dr. Debilio Blanco Villegas, su hija Alicia, Eva Perón, Bepo Ghezzi, María Roldán) que interactúan demostrando lo porosos que suelen ser los límites entre historia y ficción. La balada de la piedra que latía es mucho más que una historia de amor: es un homenaje a la clase trabajadora argentina, a sus luchas y afanes. Es también una mirada literaria sobre la génesis del movimiento político más influyente de la Argentina del siglo XX: el peronismo. Pero sobre todo es un cantar de gesta dedicado a Tandil, su gente y sus lugares emblemáticos, que le confiere a la ciudad serrana carácter de espacio mítico, a la altura de un Macondo pampeano.

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Seitenzahl: 280

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Idiart, Santiago Martín

La balada de la piedra que latía / Santiago Martín Idiart. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1079-2

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

En el lugar en donde tuve la luz y el bien,

¿qué otra cosa podría sino besar el manto

a mi Roma, mi Atenas o mi Jerusalén?

rubén darío (1867-1916)

PRIMERA PARTE

Tandil, 1945

En la soledad de su cuarto de mucama, Matilde Ferreira terminaba de arreglarse frente al pequeño espejito de latón colgado en la pared. Se había puesto el vestido con flores que le había regalado la señorita Ida (siempre le regalaba su ropa usada cuando se aburría de ella) y un collar de cuentas de vidrio azul que se había podido comprar en la feria con el pago de la última quincena. Le había costado dos semanas sin ir al cine, pero le hizo tanta ilusión cuando lo vio en el exhibidor con las perlas azules, traslúcidas e irregulares largando destellos a la luz del sol, que no pudo resistirse. Le pareció una joya similar a las que usaban las mujeres a las que tanto le gustaba mirar en las fotos de “Radiolandia”, revista que hojeaba tirada en el catre de su cuartito en el tiempo libre que le quedaba después de lavar la ropa y antes de que la señora la llamara para que sirviera la cena. Cuando iba a los bailes con los vestidos de la señorita Ida y ese collar, casi se sentía una de ellas; aunque supiera que después la esperaba toda una semana de fregar pisos, lavar trastos, servir platos y lavar ropa en la casa de los Phers.

Haciendo un esfuerzo para resistir el dolor, Matilde se pellizcó fuertemente las mejillas frente al espejo. Para maquillajes no le alcanzaba, pero afortunadamente su piel, blanca y casi transparente, enrojecía con facilidad. Eso le suponía una ventaja en ocasiones como esa y una desventaja en otras: la hacía incapaz de ocultar sus emociones. Ya fuera ira, vergüenza o temor, el rubor siempre la delataba. A veces sentía envidia de su hermana Catita, morena y feúcha, pero dotada de un rostro como una máscara hierática que hacía de sus pensamientos y sentimientos un espacio inaccesible para la gente.

Cuando terminó con sus afeites tomó su saquito, su cartera, su sombrero; y salió al patio. Al atravesar la cocina, se cruzó con su padre, que tomaba mate en mangas de camisa.

—¿A dónde vas, niña? ¿Sales hoy?

—Sí, padre, vamos a ir al cine con Catita, y después a bailar.

El hombre frunció el ceño.

—¿Van a ir solas?

—No, padre. Vamos con Clarita, la chica que trabaja en lo de Blanco Villegas y con Rosita, la del doctor Alcázar. Y también va a ir su hermano, Félix.

—Ah, mejor así. Es peligroso que tantas niñas anden solas a estas horas, y Félix es un buen chaval, de mi confianza. Tiene casi tu edad… lástima que esté tostaíto, si fuera español como nosotros...aunque fuera con sangre mora…pero es hijo de india…

—¡Papá!...¡No diga esas cosas!

Don Benigno Ferreira era gallego y estaba orgulloso de sus raíces celtas que se evidenciaban en la piel blanca y sedosa, los ojos claros y los suaves cabellos castaños que su hija mayor había heredado. Como muchos otros gallegos se jactaba de ser de estirpe de “cristianos viejos”, sin una gota de sangre judía o mora, como los desafortunados andaluces que parecían beduinos del norte de África. Pero para Matilde, nacida y criada en Tandil, ese minúsculo pueblo enclavado en las serranías bonaerenses, y acostumbrada desde niña a compartir sus juegos con criollos, mestizos, dinamarqueses, italianos y vascos, esas nociones de orgullo racial carecían de significado.

—Papá, no diga esas cosas porque son muy feas. Todos somos hijos de Dios. Además, Félix es un amigo, en realidad yo no sé si me voy a casar… quién se va a querer casar con Catita o conmigo después de…

Esta vez, fue su padre quien se ofuscó.

—¡Calla, niña! ¡Ya te he dicho mil veces que no quiero escuchar hablar de aquello, cojones!

La entrada de la señora Phers al recinto interrumpió la conversación.

—Benigno, ya sé que empezó su día franco y no quiero ser abusiva. Pero Ida y Antonieta van a salir al Club Social. ¿Ya guardó el automóvil?

—Sí, señora, pero enseguidita lo saco y llevo a las niñas. Faltaba más.

Recién en ese momento, la señora Phers pareció reparar en la presencia de Matilde.

—¡Pero qué linda que estás, Matildita! ¿Vos también vas a salir?

—Sí, señora.

—Benigno, si quiere puede llevarla también a ella.

—De ninguna manera, señora. Prefiero caminar. Además no voy lejos, quedamos en encontrarnos con las chicas en la puerta del cine Colonial.

A pesar de que el trabajo era agotador, Matilde se sentía muy a gusto en esa casa. Había empezado a trabajar allí siendo niña, ayudando a su mamá en la cocina. La señora le demostraba cariño y la señorita Ida la trataba casi como a una amiga. No quería abusar.

—Como prefieras, querida. Que disfrutes el domingo. El lunes a la mañana volvé temprano, acordate de que tenemos que lustrar la platería.

—Yo mismo la voy a traer, señora. No se preocupe.

Matilde salió a la calle. Se arrebujó en su abrigo, para protegerse del viento gélido de mayo. Caminó las cuadras que la separaban de la plaza principal. Allí, sentadas al lado de la leona de bronce, estaban sus amigas. Su hermana menor, Catita; Clarita, la mucama del Dr. Blanco Villegas y Rosita, la mucama del Dr. Alcázar. Se saludaron con sincera alegría. Durante toda la semana esperaban ese día

—¿Qué película dan hoy?

—Una nueva.”La cabalgata del circo”. Trabaja Libertad Lamarque.

—Entonces debe ser linda.– Matilde consideraba a Libertad Lamarque como su actriz y cantante favorita. Tenía una foto suya recortada de Radiolandia pegada en la pared de su pieza.

—También trabaja esa otra chica, Eva Duarte... esa que dicen que anda con el coronel Perón– acotó Catita, que era la más atrevida de todas y– a diferencia de su hermana– no sentía pudor al hablar de esos temas.

—¡Ay!– dijo Clarita– quién te dice que no vamos a ver una película con la futura primera dama.

—No seas tonta, Clarita…un hombre como Perón, militar, político, no se va a casar con una mujer así– empezó a decir Rosita, pero súbitamente, advirtiendo la presencia de las dos hermanas Ferreira, calló la boca avergonzada.

—Este… –dijo, Clarita también con visible embarazo –sí, qué pavada dije, cómo va a ser primera dama si Perón nunca va a llegar a presidente…bah, eso dice el doctor Blanco Villegas, cuando habla con sus amigos, dice que a Perón le queda poca vida en el gobierno. Pero no hablemos de esas cosas aburridas, es sábado. Mirá, ahí están los chicos.

Mientras hablaban habían ido caminando y salvaron las pocas cuadras que las separaban del cine Colonial. Félix las esperaba en la puerta, vestido con su impecable traje beige de los domingos, fumando un puro que tiró al ver acercarsea las chicas.

—¿Cómo andás, hermanita?– saludó a Rosita. Una ancha sonrisa de dientes ebúrneos brilló en su rostro moreno y aindiado. –¿Y cómo están las flores más bellas de la serranía?– agregó, halagador, arrancando una sonrisa de las amigas de su hermana. Félix era un hombre rudo, curtido en el duro trabajo de las canteras, pero se hacía un tiempo para asistir a un ateneo cultural donde funcionaba un círculo de lectura, y le gustaba lucirse ante las mujeres con el lenguaje florido aprendido de los poemas de Rubén Darío y Leopoldo Lugones publicados en las ediciones económicas de Thor.

Junto a Félix, y contrastando con él, había dos jóvenes altos y elegantes de rizados cabellos rubios y profundos ojos claros.

—Ellos son Pepe y Luigi. Son unos compañeros nuevos de la cantera. Llegaron de Italia hace poco, no hablan castellano– presentó Félix.

Los italianos sonrieron, tocándose el sombrero.

—Buona sera, signorine1a –saludó el más alto confirmando lo dicho por Félix

—Pero no van a entender nada de la película– dijo Catita.

—No les importa, igual quisieron venir…escucharán las canciones. Vamos, que ya empieza.

Matilde disfrutó mucho la película. Cuando terminó, fueron todos juntos a dar una vuelta a la plaza. Los muchachos, que habían cobrado la quincena y estaban con los bolsillos dulces, invitaron a las chicas con helados y algodón de azúcar. Charlando animadamente, un poco discutiendo porque a Matilde no le había gustado nada ver a Libertad Lamarque rubia y a Clarita le parecía que le quedaba más lindo; y porque a Rosita, Eva Duarte le parecía hermosa y para Catita era una flaca tísica sin gracia, caminaron las cuadras que los separaban del salón de baile.

Cuando entraron, la orquesta estaba tocando un foxtrot. Félix invitó a bailar a Matilde, pero ella prefirió quedarse sentada un rato, tomando un refresco y contemplando a los bailarines. Repitió la invitación con Catita, que aceptó entusiasmada: era una pulga, no podía estar quieta.

Los hombres se paseaban, rígidos en sus trajes domingueros, la mayoría con los cabellos duros y brillantes por la gomina, alrededor de la pista en torno a la cual las muchachas sentadas aguardaban ser invitadas a bailar. De vez en cuando, alguno hacía un “cabeceo” para convidar a una de las jóvenes a salir a la pista. Cuando eran rechazados, se consolaban de su frustración impostando un gesto de malevo y encendiendo un cigarrillo.

Matilde era una de las más solicitadas. Bailó una pieza con Félix, y otras dos con cada uno de los italianos. En cambio, rechazó a Ramón, el hijo del dueño del almacén de ramos generales, porque– si bien no era feo– Matilde lo encontraba siempre muy jactancioso y desagradable.

En un momento de la velada, Clarita le tocó el hombro y le señaló la entrada del baile, con cara de preocupación. Matilde miró en la dirección que le señalaba su amiga y se puso pálida.

Una mujer madura y bella acababa de entrar a ese club de barrio con tanta gracia y majestad como si acabase de ingresar al más elegante salón de París. Mirando hacia todos lados, con unos hermosos ojos pintados de azul oscuro, encendió un cigarrillo con boquilla. Era la única mujer en el salón que fumaba.

Matilde se precipitó hacia ella.

—Mamá… ¿Qué hace acá?

—Hija... ¿Es esa una manera de saludar a tu madre después de tanto tiempo? ¿Qué voy a hacer? Vine a divertirme, como todo el mundo.

—¿Pero usted no estaba en Buenos Aires?

—Acabo de llegar en el tren. Me voy a quedar unos días.

—¡Váyase de acá! ¿No ve que nos pone en vergüenza?

—Vaya, vaya con la chavala… pues mira, que si nunca obedecí órdenes de los hombres, voy a obedecer las tuyas.

Catita se abrió paso entre la gente, con tanto ímpetu que casi le vuelca el vaso de caña encima a un paisano que estaba parado en el medio.

—¡Mamá, viniste! –a diferencia de su hermana, Catita tuteaba a sus padres– ¿Cuándo llegaste? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

Como si fuera una niña de ocho años, intentó abrazar a su madre sin advertir que ya no podía estrecharse contra su pecho: era una cabeza más alta.

—¿Ves? Aprende de tu hermana, coño. Así se trata a una madre.

Un hombre joven interrumpió la escena.

—Perdón, señorita. ¿Me concede esta pieza?...con el permiso de sus hermanas.

Y tendió la mano hacia la señora Ferreira, que sonrió con coquetería.

—No veo por qué no. Vine para eso.

Y salió hacia la pista con gran desenvoltura, dejando a Matilde con la cara roja de indignación y vergüenza y a Catita embobada, mirando a su madre como si fuera una reina.

—Qué mirás, pajarona.

—¡Ufa! Vos siempre estás molestando. ¡Qué tenés contra mamá!

—¡Tonta! ¿No te das cuenta de que todo el mundo se ríe de papá? ¿No sabés las cosas horribles que le dicen desde que mamá se fue a Buenos Aires? ¿No escuchás a la gente, no tenés oídos?

—No me importa. Tienen envidia. Mirá que linda está mamá, y qué bien baila.

—Vos no entendés nada…¿Qué hombre se va a querer casar con nosotras ahora? ¿No ves que todos se creen que somos iguales a ella?

—No me importa. Yo no me quiero casar.

—¿Ah no? ¿Y de qué vas a vivir? ¿Te parece que vas a poder vivir para siempre en la casa de tía Beatriz?

—¡Yo voy a trabajar!

—¡Qué vas a trabajar! En todas las casas que estuviste te echaron a los tres días. ¡La última vez le tiraste una ensaladera por la cabeza a tu patrona!

—¡Esa vieja me habló mal!

—¡Te pidió que lavaras mejor la vajilla! ¡Estamos para eso, somos mucamas!

—¡Yo no voy a ser más mucama de nadie! ¡Voy a trabajar de otra cosa!

—¿Y de qué querés trabajar, vos? ¿De artista, como la Libertad Lamarque?

—De algo que no haya que estar encerrada en la casa todo el día. Yo me aburro.

—Mirá, dejá de hablar pavadas…lo único que falta es que quieras ir a trabajar con los hombres…al final tiene razón tía Beatriz, sos una machona.

—¿Y qué tiene de malo? Si ser mujer es una mierda. No te dejan hacer nada.

—Hasta hablás igual que ellos… ¡Basta, Catalina!

Cuando escuchó su nombre sin diminutivos, Catita comprendió que había traspuesto el límite de la paciencia de su hermana.

Ramón, el hijo del almacenero, se acercó interrumpiendo la conversación.

—¿Y ahora no querés bailar conmigo, Matilde?

—Ya le dije que no, señor– dijo Matilde subrayando el “señor”, molesta por el tuteo y la insistencia.

—Vamos, dejá de hacerte la decente…aprendé de tu mamá, ella sí que se divierte de lo lindo…mirala.

Y señaló a Irma de Ferreira, que se meneaba alegre al ritmo de un pasodoble con un compañero distinto al que la había sacado a la pista.

—¡Déjeme en paz!– gritó Matilde, ya indisimulablemente irritada.

Ramón retrocedió unos pasos, ofendido por el rotundo rechazo, ensayando una mueca de desprecio.

—Jua– dijo dirigiéndose a sus amigos, pero en un tono suficientemente alto como para que las hermanas lo oyeran–. Miren la facha de esta... demasiado estrecha para ser la hija de una cualquiera.

En este punto, Matilde sintió que no podía más. Con el rostro convertido en una brasa ardiente, apretó sus puños como si quisiera pulverizar un diamante en ellos, y gruesas lágrimas de ira y vergüenza resbalaron por sus mejillas enrojecidas.

En cambio, Catita reaccionó a su manera.

—¿Qué dijiste, porquería?– exclamó encarando a Ramón. ¡Repetí lo que dijiste si sos macho!.

Y, loca de furia, se abalanzó sobre el joven, que la sujetó por los brazos, riendo y burlándose de los infructuosos esfuerzos que hacía Catita para zafar del agarre y golpearlo. A esta altura toda la concurrencia contemplaba la escena, con estupor algunos y con hilaridad otros. Hasta la orquesta había dejado de tocar.

Matilde permanecía con la cabeza gacha, rogando que la tierra se abriera y la tragara.

Alguien se abrió paso a los empujones entre la multitud hasta quedar frente a frente con Ramón. Era el más alto de los italianos: Giuseppe, al que sus compañeros ya habían renombrado afectuosamente como “Pepe”.

—Lascia a questa dona, porca miseria2a

—Jajajaja…¿qué decís, tano cocoliche?– dijo Ramón jocoso, apartando a Catita con un empujón despectivo.

—Domanda scusa alle signorine…3a

—¿Qué? Hablá en cristiano, que no se te entiende nada, gringo patasucia.

Apelando a un lenguaje universal, el italiano sacó un potente cross de derecha que impactó sobre el mentón del impertinente almacenerito, el cual sintió que sus rodillas se aflojaban y su visión se nublaba. Cayó al piso.

Mientras algunos asistían al herido, el grupo de las hermanas Ferreira y sus amigos enfilaba hacia la salida. Entendían que había llegado el momento de irse. Irma se acercó a sus hijas, compungida, y las besó. Primero a Catita y después a Matilde, que aun reticente aceptó el beso.

—Cuídate niña. Mañana hablamos en casa de tía Beatriz–. Y a usted, buen mozo, –dijo dirigiéndose a Giuseppe– no tengo palabras para agradecerle.

—Bah… si yo hubiese sido hombre, le habría pegado más fuerte– refunfuñó Catita.

—¿Podrías dejar de ser tan insolente, Catalina?… señor, –dijo, clavando en los ojos azules del italiano sus profundos ojos color miel–.No sé si me entiende –dijo esforzándose por modular bien– pero le estoy profundamente agradecida.

—Una mujer con unos ojos como los suyos, no necesita las palabras, señorita– dijo Giuseppe en voz baja y en un sorprendente buen castellano.– Y acercándose al oído de Matilde, agregó– y no lo olvide nunca: su madre no es una cualquiera. Es una mujer libre.

1a Buenas noches, señoritas.

2a Suelta a esta mujer, miserable.

3a Pide disculpas a las señoritas…

La Rinconada de la Sierra, España, 1909

Arsendina Francisco miró por la ventana de la habitación que le servía de aula y vivienda y atisbó la lejanía. Una majada de cabras flacas bajaba desde la sierra guiada por un pastor no menos flaco. La comarca estaba cada vez más pobre.

Aprovechando la implacable luz del atardecer serrano, sentada en uno de los pupitres que habían usado sus alumnos por la mañana, Arsendina se dispuso a leer la carta.

Era una de las pocas personas de la aldea que sabía leer y escribir. De modo que estaba acostumbrada a que las vecinas llamaran a su puerta con papeles en las manos, ansiosas por que les leyera las cartas que les enviaban sus maridos emigrados. Arsendina podía percibir la ansiedad pintada en el rostro de esas mujeres, la angustia por recibir noticias de quienes habían partido uno o dos años antes en busca de un porvenir mejor que el que les deparaban esas áridas serranías. Le había tocado brincar de alegría con la que recibía la nueva de que el compañero estaba bien instalado y prosperando; y que la aguardaba del otro lado del Atlántico en el nuevo hogar que le había construido, y le había tocado contener el llanto de aquella a la que unas líneas impersonales garabateadas por algún funcionario encargado de enfermedades o naufragios la declaraba viuda.

Ahora le tocaba a ella. Y no había nadie que la contuviera. Por eso había esperado que sus dos hijas, las pequeñas Irma y Beatriz, estuvieran fuera: para que no fueran testigos de ninguna explosión de llanto, y estar entera y compuesta si tenía que darles una mala noticia.

Arsendina había cumplido los treinta años el verano pasado y era una de las mujeres más respetadas de la comarca, además de las más bellas. No sólo cumplía funciones de maestra, sino también de enfermera, partera y –en ocasiones, aunque eso jamás se decía en voz alta– abortera. Es que en esas serranías olvidadas de Dios y del gobierno, encajadas en un rincón entre España y Portugal, rara vez recalaba un médico o un maestro titulado. El cura era lo más parecido a una autoridad administrativa que existía. Y era, además, el tío de Arsendina, que había tenido que vivir con él desde una muy temprana edad, cuando una de las pestes que diezmaban periódicamente a la población campesina se llevó a sus padres.

No hay mal que por bien no venga. La prematura orfandad de Arsendina la llevó a tener una educación más esmerada que las otras niñas de la aldea. Mientras ellas estaban cuidando el ganado de su familia, lavando la ropa en el río y cociendo panes, Arsendina estaba tomando lecciones de aritmética, gramática, geometría e historia sagrada a cargo de su tío, el padre Manolo, en el salón parroquial.

La niña demostraba poseer una despierta inteligencia y una capacidad de aprendizaje poco común. Además, era muy gentil y cariñosa. De manera que, muy pronto, las aldeanas empezaron a mandarle a sus hijos para que les enseñara a leer y a escribir. El padre Manolo, entonces, le cedió el salón contiguo a la parroquia para que improvisara en él una modesta escuelita. Allí Arsendina enseñaba el catecismo y las primeras letras, pero también despiojaba cabezas, quitaba espinas enterradas, restañaba raspones en las rodillas y servía tisanas para bajar la fiebre.

El padre Manolo estaba satisfecho, pero al mismo tiempo lamentaba que Arsendina no fuera varón para poder destinarla al seminario donde había estudiado él. Era consciente de que –a medida que la muchacha creciera– le iba a ser cada vez más difícil mantenerla en su casa. Solamente había dos caminos posibles para las mujeres en esa región: el matrimonio o el convento. Y Manolo sabía que no podía casar a su bella y culta sobrina con ninguno de esos toscos aldeanos, pero le daba mucha pena confinarla en un claustro.

La solución se la dieron las monjas del convento de un pueblo cercano, que tenían un problema simétrico y opuesto al suyo. El problema se llamaba Esteban del Carmen.

Esteban había sido abandonado con pocos días de vida en el torno del convento, el día después de Navidad. En la canasta con mantas donde lo dejaron, no había ninguna nota explicativa ni ningún otro indicio que pudiera dar cuenta de su origen o filiación. Así que las monjas le dieron como nombre el del santo del día: 26 de diciembre, San Esteban, Mártir; y como apellido, el nombre del convento: Nuestra Señora del Carmen.

Esteban creció con las monjas, educado por ellas y ayudándolas en sus labores. Les hacía de jardinero, asistente y recadero. Una vez por semana, bajaba al pueblo a vender los dulces y confituras que ellas preparaban y a comprar provisiones. En el pueblo corrían diferentes versiones acerca de su origen. Sus labios gruesos, sus ojos oscuros y su poblado entrecejo hacían que muchos conjeturaran que era hijo de moros o gitanos. Otros, más pícaros, sostenían que era el fruto de una relación clandestina entre una de las monjas y el confesor.

Cuando su estatura le permitió recoger los albaricoques del huerto sin usar escalera y sus mejillas se cubrieron de un vello ralo y negro, algunas monjas empezaron a sentirse incómodas. Y cuando la hermana lavandera comenzó a negarse a lavar las sábanas del muchacho, la abadesa decidió que había que tomar una decisión drástica. Le escribió a su primo, cura en el pueblo vecino, diciéndole que le encomendaba al portador de la presente, Esteban del Carmen, para que lo acogiera en su casa como a un hijo y le sirviera de sacristán y ayudante de misa.

El padre Manolo terminó de leer la carta de su prima y se rascó la cabeza con ademán reflexivo. El visitante aguardaba de pie. Entonces llamó a Arsendina, le presentó al recién llegado como el nuevo sacristán de la iglesia y le anunció que sería su esposo. Un hombre y una mujer, no pueden vivir juntos bajo el mismo techo si no tienen lazos de sangre o están unidos en santo matrimonio, les explicó. Otra cosa es tentar al diablo.

Los dos jóvenes se miraron y les pareció bien. Él era un hombre fuerte, apto para proveer a una familia en ese medio rural y ella una mujer sana, apta para tener hijos y gobernar una casa. Con eso bastaba. No conocían el amor romántico ni siquiera por el cine, invento que aún no había llegado a esos parajes recónditos.

El propio cura ofició la boda unos días después, con el matrimonio más viejo de la aldea como testigos. Como regalo, les cedió el salón donde Arsendina daba clases y otra habitación más como vivienda, y otros aldeanos les trajeron gallinas y una cabra.

Los esposos vivieron en relativa armonía y sin mayores desavenencias. Se sospecha que el matrimonio tardó en consumarse, porque sólo unos años después del mismo nació Irma; y un poco más tarde, Beatriz.

Pocos episodios turbaron el monótono devenir de los días de la familia en esa aldea serrana. La muerte del padre Manolo fue uno de ellos. La muerte prematura del tercer hijo de la pareja, a pocos días de nacido, otro. Las sequías y las epidemias que periódicamente azotaban la región ya estaban incorporadas al ritmo habitual de la vida.

Nunca se supo bien cuál fue el primero en irse. Pero de a poco, los habitantes de la aldea empezaron a emigrar.

Entre los que quedaban corrían anécdotas fabulosas y contradictorias, que supuestamente se conocían por cartas de los parientes emigrados. Algunos hablaban de riquezas fabulosas del otro lado del Atlántico, de una tierra de abundancia y riquezas fáciles. Otros contaban historias truculentas de masacres, ataques de bandidos y salvajes bebedores de sangre.

Hasta que un día, Esteban del Carmen le dijo a su mujer que él también se marchaba. Que eso ya no era vida. Que no quería perder otro hijo, y que quería labrar un porvenir mejor para Irma y Beatriz.

“¿Qué va a ser de ellas aquí, mujer? Esto está está cada vez más pobre. Me voy con los compadres Mansilla y Carreira. Nos vamos por La Coruña. Cuando esté establecido en América, mandaré por vosotras. Seremos ricos, ya verás”.

Arsendina era una mujer práctica. No compartía el optimismo de su esposo, pero sabía que oponerse a la aventura sería en vano. Así que fue a prepararle el hato para el viaje; y el día de la partida, lo despidió. Apretando firmemente las manos de sus hijas, haciendo fuerza para no llorar frente a ellas, vio como Esteban se despedía agitando el sombrero, a bordo del coche que se alejaba con rumbo a la ciudad. No tuvo noticias hasta después de un año, cuando recibió esa carta.

Mi querida Arsendina:

Espero que os encontréis, las niñas y tú, en buen estado de salud. Este tiempo alejado de vosotras ha sido duro. La travesía por mar, gracias a Dios, fue tranquila y sin sobresaltos. Llegamos a Buenos Aires en el tiempo previsto.

Una vez aquí, nos registramos en la oficina del puerto y nos alojamos en el Hotel de Inmigrantes. Empezamos a buscar trabajo. El compadre Mansilla encontró como mozo en una fonda, y el compadre Carreira, como dependiente en una tienda. Yo podría haber entrado a trabajar también, pero seguí esperando la oportunidad de algo más grande, que me permitiera traeros pronto a mi lado.

La quinta vez que vine a la oficina a averiguar, me crucé con un hombre que me miró de arriba abajo. Me pidió que me quitase la chaqueta y que hiciese fuerza, y me palpó los músculos de los brazos. Me dijo que yo era fuerte, y que tenía condiciones para trabajar en las canteras. Cuando escuché la paga ¡Ostias! Era tres veces lo que ganaban mis compadres. Le dije que ya quería empezar, que adónde íbamos. Se rio y me dijo que quedaba lejos para ir ahora. Que lo esperara mañana en ese mismo lugar.

Como te imaginarás, al otro día estaba allí plantado como un solo hombre. En realidad, había también otros mozos, como cuarenta o cincuenta. Había españoles como nosotros, pero también italianos, rusos, polacos y de otros lugares con idiomas raros. Vino el hombre. y nos hizo subir a todos a un carro. De ahí nos llevo hasta la estación y abordamos un tren. Recién entonces se me ocurrió de preguntar adónde íbamos y alguien me dijo que a Tandil.

Pregunté donde quedaba ese lugar, y me dijeron que muchas leguas más al sur.

Otro español me dijo que había escuchado que el nombre de ese lugar significa “la piedra que late” en el idioma de los indios de esa comarca, porque allí hay una roca gigante, con forma de corazón que se mueve. Supuse que me estaban queriendo hacer el chusco, y no pregunté más nada.

El viaje se hizo tan largo que pensé que me estaban llevando a otro país. Es que la Argentina es endiabladamente grande, mujer. Ni te imaginas: viajamos durante todo el día. Y todavía me dicen que sigue leguas y leguas más al sur, hasta uno páramos donde siempre hay nieve; y también se puede ir leguas y leguas al norte hasta lugares donde hay palmeras y hace más calor que en África. Es de no creer.

Finalmente, llegamos, y que te cuento, mujer, que lo de la piedra no era mentira. Parece cosa de brujería: es una piedra gigante, grande como una iglesia, en la cima de un cerro, apoyada apenitas en la punta, que se mueve y que nunca se cae. Los muchachos juntaron botellas y las pusieron debajo y mira aquí que la piedra las hizo polvo… y me dijeron que siempre estuvo así, miles de años ha que se hamaca sin caerse.

Aquí cerca de la piedra movediza, es donde nos han dado el trabajo. Tenemos que picar piedra para hacer adoquines para las calles. El trabajo es duro, pero ya me acostumbré. Al principio no me salían más de un puñado de adoquines por día, ahora ya los hago como quien sopla y hace botellas.

Aquí mismo tenemos unas casitas muy cómodas, una fonda donde podemos comer y comprar vituallas. El patrón parece un buen hombre, y nos trata bien, pero hay unos que siempre se quejan. Dicen que son anarquistas o comunistas. Creo que son de esos, que decía tu tío Manolo, que no creen en Dios y que se visten de rojo. Son un poco pesados, pero no parecen mala gente, y aquí muchos les quieren porque dicen que antes de que ellos llegaran los patrones les trataban mal, no les pagaban con plata de verdad sino con una que solo servía aquí adentro, y que trabajaban todos los días; y que ahora, por algo que hicieron estos rojos, parece que los patrones les tomaron miedo y por eso nos dan moneda buena y nos dejan descansar los domingos. Sí, tenemos todo el domingo para hacer lo que queramos, y nos pagan igual. Algunos se van para el pueblo, pero yo casi siempre prefiero quedarme aquí. Nos divertimos. Jugamos a ver quién puede subir al cerro cargando más peso. Yo una vez gané, cuando los más cojonudos se habían ido al pueblo. Me premiaron con un cajón de cerveza, que terminé compartiendo con los otros chavales. Tú ya sabes que no bebo mucho.

Bien, te escribo estas líneas para darte razón, decirte cuanto te añoro a ti y a las niñas y expresarte el deseo de reunirme bien pronto con vosotras. Con el dinero que reuní, ya dejé pagos tres pasajes de ida en el buque “La Candelaria”, que sale de Oporto. Cuando recibas la presente, si mis cálculos no me fallan estará al partir. Así que arregla los asuntos y parte sin demora.

Te ama tu esposo

Esteban.

—¡Niñas! –llamó Arsendina plegando las cuartillas – ¡Niñas, venid, ya!

Las pequeñas Irma y Beatriz, de siete y seis años, penetraron en el recinto.

—¡ A juntar sus cosas, niñas! Nos vamos de viaje.

Después de misa (Tandil, 1945)

La misa de once en Santa Ana se le hizo a Matilde eterna. Dos veces miró disimuladamente hacia la puerta, ocultando la cara con su mantilla. Hasta que Rosita, que estaba a su lado, comprendiendo el motivo de la inquietud de su amiga, le susurró:

—No busques a Giuseppe, que no va a venir–. Y en tono aun más confidencial, acercando casi sus labios al oído de su amiga, murmuró:

—Es socialista.

Una vez más, la mantilla le vino bien a Matilde para disimular su rubor. Se sentía pillada en una falta.

Para colmo de males, el nuevo párroco que ocupaba el curato desde el fallecimiento del padre Chienno, el joven e impetuoso padre Asís parecía haber adivinado la turbulencia de los pensamientos de Matilde y haber compuesto la homilía especialmente para ella.

—Queridos hermanos…nuestra patria está viviendo horas dramáticas. La amenaza de esas ideologías foráneas, ajenas a nuestra idiosincrasia y tradiciones cristianas, no ha cesado. Hombres sin patria ni Dios, animados por el espíritu de Satán penetran en los hogares más humildes con su prédica ateísta y disolvente. Como en los primeros días de la humanidad, la mujer resulta el blanco predilecto de la seducción demoníaca. La nueva serpiente roja está al acecho del pie de la mujer argentina, para inocular en ella su mortífero veneno. Busca arrebatarla de su ámbito natural, el hogar y la familia, para así apoderarse más rápidamente de los hijos, despojados de la protección materna.

Matilde apretó contra su nariz y sus sienes un pañuelo mojado en colonia. A pesar del frío de mayo, se sentía acalorada, mareada y descompuesta, casi al borde del desmayo.

Cuando por fin salieron, mientras cruzaban la plaza del hospital Rosita dijo que su hermano Félix, junto con Giuseppe, Luigino y otros trabajadores de la cantera iban a estar reunidos en la Biblioteca Alberdi, donde se iba a representar una pequeña obra de títeres.

—Podemos ir…es acá cerca.

—Yo no quiero– dijo Matilde–. Quedé en volver temprano a casa, para ayudar a la tía a hacer unos quehaceres.

—¡Yo sí quiero! –dijo Catita –¡No seas pajarona, Matilde, es domingo! ¡Trabajás toda la semana, vamos a hacer algo divertido!

Matilde fingió disgusto... pero no le costó mucho dejarse convencer.

La Biblioteca y Centro Cultural Alberdi quedaba a pocas cuadras del Hospital y de la capilla Santa Ana, así que llegaron enseguida. Entraron en una sala donde había muchos libros, y varios hombres sentados alrededor de una mesa con libros. Matilde conocía a casi todos, eran trabajadores de la cantera cercana a la Movediza. Estaba Félix, y también los italianos.