La belleza de vivir con menos - Laraine Bennett - E-Book

La belleza de vivir con menos E-Book

Laraine Bennett

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Beschreibung

Poseer demasiadas cosas es más una tortura que una alegría: perdemos armonía y mirada cristiana, y es más difícil vivir el momento presente. En un viaje espiritual de la mano de santa Teresa de Lisieux la autora ofrece un modo de vida donde "menos es más": un antídoto contra el consumismo y la mercantilización del hogar. ¿Cómo desprenderse de cosas, y crecer en virtudes? ¿Cómo dejar atrás los hábitos poco saludables y el desorden? ¿Cómo simplificar la propia vida y gestionar miedos y ansiedades? ¿Cómo crear belleza en el hogar, centrar la mirada en el Cielo y encontrar la felicidad y la gratitud? El camino es la humildad, hacerse pequeños, confiar en la misericordia de Dios. Eso enseña Teresa de Lisieux.

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LARAINE BENNETT

LA BELLEZA DE VIVIR CON MENOS

La senda de santa Teresa de Lisieux

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The Little Way of Living with Less: Learning to Let Go with the Little Flower

© 2022 by Sophie Institute Press

© 2024 de la edición española traducida por Teresa Gómez

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6651-8

ISBN (edición digital): 978-84-321-6652-5

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mi marido, Art, sin el cual estas aventuras nunca habrían sucedido.

ÍNDICE

Agradecimientos

Introducción

1. Extranjeros y forasteros

2. Un país a lo grande

3. Despejar el alma

4. Libertad interior

5. Lo único necesario

6. Un lugar habitable

7. La calma en el orden

8. Ser sencillo es un don

9. Tan antiguo y tan nuevo

10. El sol del amanecer

11. Por fin en casa

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Agradecimientos

Comenzar a leer

Notas

AGRADECIMIENTOS

Estoy muy agradecida a Charlie McKinney y al Instituto Sophia Press por el entusiasmo que han mostrado por este proyecto, así como por nuestra serie sobre los temperamentos. Estoy especialmente agradecida a mi editor en Sophia, Michael Warren Davis, cuyos perspicaces comentarios y recomendaciones realmente han llevado este libro al siguiente nivel. También estoy en deuda con mi familia y amigos, que compartieron conmigo sus historias sobre el vivir con menos cosas, el desprendimiento y el centrarse en lo que realmente importa en esta vida. Estoy especialmente agradecida a mi hija Lucy por la crítica del primer borrador del libro. Por último, a este libro le faltaría una parte importante sin los sabios y prácticos consejos de mi amiga y organizadora profesional certificada por la NAPO, Jacquelyn Dupuy, fundadora y directora ejecutiva de Interior Freedom, SRL.

INTRODUCCIÓN

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas».

Mt 11, 28-29

«Haga todo cuanto pueda para desligar su corazón de los cuidados de la tierra, y sobre todo, de las criaturas; después, esté segura de que Jesús hará lo demás».

Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma, «Consejos y recuerdos»

Nuestra joven y despreocupada familia californiana llegó al aeropuerto de Frankfurt (Alemania) con una torre de maletas, equipaje variado y dos niños de tres años y seis meses a cuestas. Habíamos vendido casi todo lo que teníamos para embarcarnos en una aventura en un país que estaba in ordnung: muy organizado y regido por normas, exactamente lo contrario de lo que habíamos dejado. ¿Qué podía salir mal?

No estábamos preparados para los adoquines y lo que parecía lluvia constante. Nuestro endeble cochecito americano y nuestras zapatillas fueron las primeras víctimas. Nuestro bebé de seis meses gateando por el tren alemán mientras yo (empapada por la lluvia) arrastraba la bolsa de pañales, el bolso y las maletas provocó que un pasajero se burlara con desaprobación: «Parecéis refugiados de un país del Tercer Mundo».

Descubrimos que cumplíamos los estereotipos sobre los estadounidenses: éramos grandes, descarados y ruidosos. Nos llamaban la atención a menudo por dejar que nuestros hijos montaran en ruidosos triciclos de plástico en nuestra calle, especialmente durante el “tiempo de silencio” obligatorio de una a tres de la tarde, y que corretearan sin cuidado por los arbustos que bordeaban nuestro patio trasero. Los alemanes aprecian los detalles, la vida ordenada, la tranquilidad de un paseo de domingo por la tarde y las muchas oportunidades de crear belleza en espacios pequeños. El dueño de nuestra casa, por ejemplo, había construido concienzudamente un camino de entrada, colocando ladrillos uno a uno, creando un patrón y plantando semillas para que la hierba se mezclara en un diseño rojo y verde. ¡Los estadounidenses lo habríamos cimentado en un santiamén!

Un poco de encaje o un móvil de bebé hecho a mano se cuelga en la ventana de la cocina para que los transeúntes lo disfruten. Hay orden y cuidado hasta en esos pequeños detalles. Una vez discutí con el dueño de la casa, Herr Funk, diciendo que yo podía colocar los muebles donde quisiera. «No —objetó—, la cama debe ir ahí, en esa pared en concreto. ¿Ve dónde he puesto los enchufes? ¿Y esa gran pared sin ventanas? Ahí es donde va el wandschrank» (armario). No importaba que no tuviéramos un wandschrank. La madre de Herr Funk prometió que me conseguiría el obligado wandschrank. También me llamó la atención por colgar cortinas de encaje en la ventana de la cocina, ¡cortinas sin dobladillo! (Y esto, observó, ¡lo había advertido desde la calle!).

En otra ocasión, Herr Funk me riñó por permitir que mis hijos corrieran entre los arbustos de nuestro patio y el del vecino. «¿Cómo lo sabe?», le pregunté malhumorada. Él me llevó entonces a la parte de atrás, se inclinó entre dos arbustos y recogió una pequeña baya roja del suelo. «¿Ve esta baya? No se cae del arbusto. ¡La han hecho caer ellos!».

Apenas conocíamos el idioma, y estábamos algo atormentados por aquellas costumbres sorprendentes, increíbles para nuestra sensibilidad americana de libertad e individualismo. Era toda una lección para nosotros, que valoramos los grandes espacios, las casas grandes, los aparcamientos, los muebles grandes, las tiendas grandes, la comida rápida, las calles anchas y los centros comerciales. Es más, como estadounidenses estábamos acostumbrados a ir de compras cuando quisiéramos. En Alemania, en cambio, todas las tiendas cerraban durante la silenciosa sobremesa, y después a las 17:00 en punto, hasta el día siguiente.

Los domingos no había casi nada abierto y no se podía tender la ropa. El alquiler debía pagarse el primer día del mes (no más tarde) y el coche no debía estar al ralentí más de tres minutos mientras se calentaba por la mañana.

Con fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra. Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo (Heb 11, 13-14, 16).

Vivir y viajar por Europa desafiaba nuestra visión del mundo, nuestro marcado carácter estadounidense. Nos recordaba que éramos peregrinos en la tierra, y ese recuerdo nos acercó a Cristo. Nuestro cómodo estilo de vida se puso patas arriba, resaltando lo evidente: éramos extranjeros en tierra extraña.

Como nuevos feligreses de la comunidad católica de la base militar cercana, apenas habíamos asistido a misa allí cuando el capellán católico nos desafió a no ser meros católicos “de domingo”. «¿Qué haréis para ayudar? ¿Cómo daréis el diezmo de vuestro tiempo?». Nos animó entonces a dar catequesis, o alguna clase de preparación para el bautismo. También nos invitó a caminar con él después de misa, en una Volksmarch semanal: kilómetros y kilómetros de paseo con alemanes a través de bosques y senderos rurales, interrumpidos por una parada de cerveza y salchichas en una pequeña cabaña en el bosque. Acompañándonos y desafiándonos a salir de nuestra zona de confort, nos ayudó a crecer en amistad con Jesucristo.

Tratamos de superar aquella sensación de ser extraños (no rechazados, pero tampoco recibidos con los brazos abiertos). Cada día podía traer algo nuevo, que nos mantenía en tensión. Queríamos hacer nuevos amigos, pero no sabíamos muy bien cómo. Todo esto nos estimulaba a explorar nuevos territorios, lejos de las “ollas de carne” de California. Esta incomodidad abrió un espacio donde existía la posibilidad de un despertar espiritual, un encuentro, una sorpresa. Dios es el Dios de las sorpresas, dice el papa Francisco. Pero cuando estás demasiado cómodo, demasiado contento con el statu quo, rara vez sales de tu refugio, al encuentro de la sorpresa.

Esta es nuestra historia. Pretendemos compartir aquí algunas ideas prácticas y espirituales relacionadas con el desprendimiento, sobre cómo “vivir con menos” y reducir la importancia de las cosas materiales. No somos expertos en esto, ni mucho menos. Pero podemos compartir nuestras vivencias y los consejos de una organizadora profesional cuya experiencia y sabiduría aparecerán a lo largo de estas páginas.

Hemos tratado de crecer en algunas virtudes siguiendo a santa Teresa del Niño Jesús y su “pequeña vía”, que nos asegura que «la dicha no se halla en los objetos que nos rodean, sino en lo más íntimo del alma»1. Teresa fue proclamada doctora de la Iglesia por el papa san Juan Pablo II. Es una santa para nuestra época, cuya “pequeña vía” nos anima a todos a buscar la santidad, sin importar lo indignos que nos sintamos. Su sabiduría y santidad abarcan proyectos mucho más elevados de lo aquí tratado, pero no podemos dejar de sentir sus intuiciones espirituales y su sencillez. Su confianza y su seguridad pueden ayudarnos a meditar sobre la vida terrenal, haciendo de nuestros hogares verdaderos oasis de amor y crecimiento, al tiempo que contemplamos el Cielo y la unión con Dios, nuestro verdadero hogar.

Este libro está dirigido a quienes buscan la paz y la tranquilidad que ocasionan el desprendimiento de lo que nos estorba y nos produce cansancio y tristeza. Está destinado a quienes buscan vivir una vida más sencilla y desean crecer en el amor a Dios y al prójimo, viviendo con un poco menos. Es un libro para quienes «habitamos en tiendas» aquí en la tierra, y esperamos la ciudad eterna, «cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Heb 11, 10).

1. EXTRANJEROS Y FORASTEROS La rosa del desprendimiento

«Con fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra. Es claro que los que así hablan están buscando una patria. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo».

Heb 11, 13-14, 16

«La vida es tu navío y no tu morada».

Historia de un alma, p. 119

¿Qué es lo que convierte una casa en un hogar? Esta es una pregunta fundamental para cualquier ser humano, a nivel material, psicológico y espiritual. Somos seres encarnados capaces de trascendencia: buscamos lo que está arriba. La tierra es nuestro hogar y a la vez no lo es del todo.

Comenzamos nuestro éxodo europeo en un pequeño hotel militar de Robinson Barracks, en Stuttgart, donde nos instalamos mientras buscábamos algo mejor, fuera de la base militar. Resultó más difícil de lo esperado. Pasamos muchas semanas viviendo en ese hotel mientras buscábamos un apartamento disponible. Finalmente encontramos una pintoresca granja (que nos hizo desconfiar de ahí en adelante de todo lo “pintoresco”) en un pueblecito llamado Ruit.

El nombre Ruit era impronunciable para nuestras lenguas angloparlantes (pista: no es cómo diríamos “Roo-it” en inglés), y los lugareños nos corregían constantemente cada vez que lo pronunciábamos. Tuvimos que escribirlo en un papel para dárselo a los taxistas. Nuestro nuevo alojamiento era estrecho y alto y (por desgracia, aunque eso no lo pensamos hasta más tarde) estaba adosado a un granero con animales de granja, algo muy distinto a nuestra vida anterior, en Palo Alto, a las afueras del campus universitario de Stanford.

En nuestro idealismo juvenil, al principio nos encantó la idea de vivir en una granja. ¡Nuestros hijos tendrían su propio zoo de mascotas!

La antigua cocina de la granja tenía unos treinta metros cuadrados con solo un fogón, fregadero y nevera en miniatura, y una trampilla que daba a una despensa en el sótano. Al principio solo me pareció curioso, pero pronto ese sótano apareció en mis pesadillas como un lugar terrorífico donde enterrar cadáveres. En la granja siempre hacía muchísimo frío, y la estufa calentaba más bien poco. No pudimos subir el somier por las escaleras hasta el dormitorio, así que nos conformamos con un colchón en el suelo. Los mosquitos y las pulgas de los animales del granero evocaban las plagas de Egipto, y pronto empezamos a añorar nuestra soleada California. «¿Nos sacaste de la pagana California solo para morir infestados de pulgas en la impronunciable Ruit, Señor?».

Desterrados del Edén, nuestra vida es un viaje continuo en busca del amor de Dios. Nuestro éxodo refleja el de los israelitas: dejar atrás la esclavitud y el pecado para pasar a formar parte de la familia de Dios, dirigiéndonos hacia la unión definitiva con Él, el Paraíso. Como escribió Benedicto XVI en Deus caritas est: «El amor es [...] camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (n.º 6).

Cada mañana, cuando se reza el Salmo 95 en la Liturgia de las Horas, el pueblo de Dios recuerda la experiencia en el desierto de los israelitas y cómo endurecieron su corazón contra Dios:

Ojalá escuchéis hoy su voz:«No endurezcáis el corazón como en Meribá,como el día de Masá en el desierto;cuando vuestros padres me pusieron a pruebay me tentaron, aunque habían visto mis obras».Durante cuarenta añosaquella generación me asqueó, y dije:«Es un pueblo de corazón extraviado,que no reconoce mi camino» (7-10).

Me parecía un texto repetitivo y aburrido, hasta que un día me pregunté: «¿Por qué tengo que leer este salmo todos los días?». En su sabiduría, la Iglesia lo habrá establecido así porque lo necesito. Dios, a través del salmista y de la historia de los israelitas, quiere recordarnos una importante lección.

También nuestros corazones se desvían y se endurecen fácilmente. Nos volvemos testarudos, sin ser siquiera conscientes de nuestra testarudez. Nuestros padres en la fe fueron rescatados de la esclavitud de forma dramática: fueron testigos del asombroso poder de Dios, que enviaba plaga tras plaga a los egipcios. Luego los judíos atravesaron el Mar Rojo y fueron guiados por Dios mismo a través del desierto. Aun así, se lamentaron contra Moisés por haberlos sacado de Egipto, y echaban de menos lo que habían dejado atrás y sus ollas de carne, aunque allí estuvieran esclavizados.

¿No había sepulcros en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto?; ¿qué nos has hecho sacándonos de Egipto? ¿No te lo decíamos en Egipto: «Déjanos en paz y serviremos a los egipcios, pues más nos vale servir a los egipcios que morir en el desierto?». (Ex 14, 11-12)

De hecho, en el desierto eran libres, y todo lo que necesitaban para sobrevivir lo recibían milagrosamente de Dios: Él les enviaba cada día pan y codornices. Pero aun así se quejaban: «¿Está el Señor entre nosotros o no?» (Ex 17, 7).

La historia de la salvación se repite en cada una de nuestras vidas. Ya vivamos toda nuestra vida en una pequeña ciudad o viajemos por el mundo, todos nos enfrentamos al reto de dejar la esclavitud del pecado y aprender a aferrarnos solo a Dios.

Incluso después de vender todo y viajar al otro lado del Atlántico para empezar una nueva vida, se puede permanecer apegado a los propios vicios, al pecado. Podemos seguir apegados a nuestra voluntad, a nuestros puntos de vista, a nuestra manera de hacer las cosas. Podemos estar apegados a nuestra necesidad de control, de comodidad, de poder o de admiración. En cada parada de nuestro éxodo personal, queremos echar raíces, casi como hace Ginger, nuestra vieja perra, cuando se echa en el suelo y se niega a moverse. O peor aún, a veces volvemos al principio, como en el parchís. La ansiedad o el miedo a lo desconocido nos atenazan, impidiéndonos volar y ser libres. Queremos volver a nuestro refugio, donde teníamos nuestras ollas de carne y todo el pan que quisiéramos. No importa que allí fuéramos esclavos.

Aunque no éramos muy conscientes de lo que Dios hacía en nosotros durante nuestro viaje, en Europa fuimos aprendiendo nuevas costumbres y formas de pensar. Por supuesto, no entramos inmediatamente en la tierra prometida, ni dejamos atrás nuestros apegos. Al igual que los israelitas, nos resistimos mucho. Al principio, queríamos un país cuya lengua y costumbres entendiéramos. Echábamos de menos la comida rápida, los centros comerciales y las tiendas abiertas hasta tarde. Confusos, fuimos dando tumbos por Alemania, entendiendo poco a poco el poder salvador de Dios y la bondad de aquel camino.

Aunque al principio nuestra actitud habría hecho que Moisés quisiera golpear la roca con un mazo en vez de con un palo, Dios, en su infinita paciencia, nos fue dando gracia y luz. Cuando nos sentíamos solos e invadidos por la nostalgia en aquella granja helada e infestada de pulgas (pero eso sí, pintoresca), fuimos invitados a finales de diciembre a una excursión de senderismo a través de los montes nevados, con otras familias alemanas. Durante la excursión, nos detuvimos en un claro mientras empezaban a caer suaves copos de nieve, y de repente apareció el mismísimo san Nicolás, con mitra de obispo y un carro de caballos lleno de cosas, para desear a los asombrados niños una feliz navidad. En un país sin tiendas Toys-R-Us, rebajas navideñas y compras frenéticas, en el silencio de un bosque nevado, vivimos una hermosa tradición navideña que nos recordó el verdadero significado de estas fiestas. Nos recordó que la felicidad no se encuentra en las circunstancias, sino que viene del interior. Como dice santa Teresa, «la dicha no se encuentra en los objetos materiales que nos rodean, sino en el interior del alma»1.

Como han señalado los escritores espirituales a lo largo de los siglos, es difícil lograr desprenderse de las cosas terrenales. En cuanto uno se desprende de algo, se da cuenta de que hay un nivel más profundo. Es como ir quitando capas a la cebolla, hasta descubrir que hay que desprenderse de uno mismo.

Tal vez por eso la Liturgia de las Horas nos recuerda diariamente el viaje de los israelitas por el desierto. Desde el principio se les mostró la tierra prometida, pero tuvieron miedo de entrar en ella porque la gente parecía gigante. Por su falta de confianza, el Señor les dejó vagar por el desierto durante cuarenta años. A pesar de alimentarlos y darles todo lo que necesitaban para sobrevivir, seguían desconfiando y se quejaban constantemente. Eran tercos, propensos a la idolatría, y ponían a prueba la paciencia de Moisés en todo momento. Aunque el Señor caminaba delante de ellos guiando el camino, seguían dudando de su cercanía. «¿Está el Señor entre nosotros o no?» (Ex 17,7), se quejaban. Releyendo la historia de los israelitas en el desierto descubrimos que también nosotros debemos desprendernos de todo lo que se interponga entre nosotros y el camino al que Dios nos llama.

La moderación en las posesiones materiales no es lo más importante en la vida espiritual, pero la falta de moderación puede afectarnos más de lo que creemos. Tres de los evangelios narran la escena del joven rico, que se acercó a Jesús y le preguntó qué era necesario para conseguir la vida eterna. Jesús enumera los mandamientos de Dios, y el joven dice que ha guardado todos ellos desde su juventud: «Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme”. Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico» (Mc 10, 17-22).

Cuando las cosas materiales ocupan nuestro corazón, hay menos espacio para Dios. Jesús nos dice que para alcanzar la vida eterna debemos amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas. Es decir, cada parte de nosotros, cada célula de nuestro cuerpo, debe amar a Dios. Si algo se interpone entre nosotros y Él, nunca seremos verdaderamente felices. ¿Cómo lograr ese desprendimiento? Según santa Teresa, por la confianza y el amor.

Santa Teresa de Lisieux es realmente una santa para nuestra época, con quien podemos identificarnos. Nació en 1873 en Alençon (Francia), donde pasó su infancia. La familia Martin era de clase media acomodada. El padre, Louis, era relojero; su madre, Zélie, era costurera. Los Martin eran católicos practicantes, y educaron a sus hijos en la fe a pesar de los ataques contra la Iglesia que había en aquella época. No eran sombríos ni rígidos. Su hogar era alegre y abierto: Louis entretenía a las niñas con canciones, poesía y juguetes hechos a mano, y Zélie vestía a sus hijas de forma atractiva y las animaba a jugar con otros niños. La familia disfrutaba de paseos al “Pabellón” (una finca que Louis Martin había comprado antes de casarse), salían a caminar por el campo los domingos e iban con frecuencia a la ciudad. De carácter afectuoso, sensible e inteligente, Teresa escribió sobre su infancia: «Verdaderamente todo me sonreía en la tierra. [...] Ya amaba las lejanías. El espacio y los abetos gigantes, cuyas ramas tocaban el suelo, dejaban en mi corazón una impresión parecida a la que experimento todavía hoy a la vista de la naturaleza»2.

Teresa no era inmune al encanto de una vida cómoda en ciudades o grandes palacios, al atractivo de los bellos jardines y campos, y los placeres del ocio. «Podría decir que mi presentación en sociedad la hice durante mi estancia en Alençon. Todo era alegría y felicidad. Me veía festejada, mimada, admirada… Confieso que aquella vida era atractiva para mí»3.

Sin embargo, era madura para su edad. Comprendía la naturaleza efímera de los placeres, las atracciones y muchas cosas buenas y bellas de este mundo. Sabía que el encanto de estos dones podría distraerla de su objetivo final: ser santa y alcanzar la unión con Dios.

Me gusta volver con el pensamiento a los encantadores lugares en que tales personas vivieron, y preguntarme: ¿Dónde están? ¿Qué provecho sacan hoy de los castillos y parques donde las vi disfrutar de las comodidades de la vida? Y veo que todo es vanidad y aflicción de espíritu debajo del sol (Ecl 2, 11)4.

Teresa se hacía eco del Eclesiastés cuando comprendía la fugacidad de los placeres y los bienes terrenales, aun reconociendo su amor por ellos. Sin embargo, seguía centrada únicamente en su objetivo.