La biopolítica después de la neurociencia - Jeffrey Bishop - E-Book

La biopolítica después de la neurociencia E-Book

Jeffrey Bishop

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Beschreibung

El mal, el robo, las relaciones sexuales, el asesinato, la conciencia…, han sido tradicionalmente objeto de la teoría de la moral. Sin embargo, mientras que las tradiciones morales históricas entendieron durante mucho tiempo estos comportamientos, capacidades o características como producto de la formación socioeconómica, la costumbre y la voluntad, la neurociencia contemporánea sitúa directamente la moralidad en el cerebro. Este libro trata de la neurociencia de la moralidad o, más concretamente, de lo que es necesario creer sobre la moralidad humana a fin de que los descubrimientos de la neurociencia de la moralidad sean ciertos. Si —como se dice— la moral y la economía política surgen por una vía que va del genoma al cerebro, una vez que comprendamos los fundamentos biológicos de la moral, sabremos como construir una gran sociedad.

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Seitenzahl: 799

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Colección Razón Abierta

Director

Leopoldo José Prieto López (Universidad Francisco de Vitoria)

Comité Científico Asesor

Daniel Sada (Universidad Francisco de Vitoria)

Federico Lombardi S. J. (Fundación Joseph Ratzinger)

Stefano Zamagni (Universidad de Bolonia. Johns Hopkins University)

Paolo Benanti (Pontificia Universidad Gregoriana)

Andrew Briggs (Universidad de Oxford)

Rafael Vicuña (Pontificia Universidad Católica de Chile)

Javier Prades (Universidad Sán Dámaso)

© 2023

Jeffrey P. Bishop, M. Therese Lysaught y Andrew A. Michel

© 2023

Clara González-Bruzos de la traducción

© 2023

Editorial UFVUniversidad Francisco de Vitoria [email protected]

Diseño cubierta: Cruz más Cruz

Primera edición: julio de 2023

ISBN edición impresa: 978-84-19488-75-6

ISBN edición EPUB: 978-84-19488-91-6

ISBN edición digital: 978-84-19488-76-3

Depósito legal: M-23291-2023

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

Impresión: Estilo Estugraf impresores, S. L.

El papel usado en este libro tiene el certificado FSC, proviene de la tala controlada en bosques gestionados de forma responsable y sostenible, contribuyendo así a la diversidad biológica y al mantenimiento de numerosos ecosistemas.

Esta obra ha sido sometida a una revisión ciega por pares.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Este libro puede incluir enlaces a sitios web gestionados por terceros y ajenos a EDITORIAL UFV que se incluyen solo con finalidad informativa. Las referencias se proporcionan en el estado en que se encuentran en el momento de la consulta de los autores, sin garantías ni responsabilidad alguna, expresas o implícitas, sobre la información que se proporcione en ellas.

Impreso en España – Printed in Spain

Para Cintia, Madeleine, Isabel y Lydia

Para Bill, Sam, Meg y Bear

Para Corinne, Josiah, Miriam, Benjamin, Jesse y Easton

Entre el sujeto y el objeto, existe una tercera cosa: la comunidad. Es creativa como el sujeto, refractaria como el objeto y peligrosa como una fuerza elemental.

LUDWICK FLECK

Índice

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

La era del cerebro

PRELUDIO A LA NEUROCIENCIA DE LA MORALIDAD

De la ciencia y los imaginarios sociales

PARTE IEL DISCURSO NEUROCIENTÍFICO DE LA MORAL

1. EL DISCURSO NEUROCIENTÍFICO DEL VICIO

2. EL DISCURSO NEUROCIENTÍFICO DE LA VIRTUD

3. (NEURO)CIENCIA POPULAR Y OTROS ESQUEMAS POLÍTICOS

PARÉNTESIS ENTRE LA NEUROCIENCIA Y EL IMAGINARIO ECONÓMICO

Sobre los capitalistas y criminales

PARTE IILA EVOLUCIÓN DE UN SER ARTEFACTUAL

4. EL DISCURSO NEOLIBERAL DE LA MORALIDAD

5. LOS MÓVILES DE LA ACCIÓN Y LA GESTIÓN POLÍTICA DE LOS POBRES

6. BACON, SMITH Y EL FIN DE LA VIRTUD

EPÍLOGO NO (NEURO)CIENTÍFICO

Entre bestias y ángeles

BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

Agradecimientos

Cuando comenzamos este proyecto en 2010, poco sabíamos que nos estábamos embarcando en una búsqueda. Empezamos con una idea que, como ocurre con todas las investigaciones y búsquedas auténticas, nos llevó a conversar con personas inesperadas, abrió nuevas vías de investigación y nos llevó a lugares que no habríamos imaginado.

Nos pusimos en marcha gracias a una beca del programa Ciencia de la Virtud de la Fundación Templeton, dependiente de la Universidad de Chicago. Nos propusimos examinar lo que considerábamos cuatro cuestiones interrelacionadas. En primer lugar, nos intrigaba el discurso de la pobreza y el vicio en Estados Unidos. En segundo lugar, queríamos comprender los recientes descubrimientos en lo referente a la pobreza y la biología, a los cuales pensábamos que las neurociencias aportarían una precisión y profundidad útiles. En tercer lugar, queríamos ahondar en la tradición occidental de la virtud para empezar a desentrañar las formas aún no examinadas en que la virtud y el vicio, la economía, la corporalidad y la comunidad interactúan en esta teoría. En cuarto lugar, planteamos que esto nos permitiría localizar contrateorías a la tradición occidental de la virtud que dificultan la creencia popular sobre la relación pobreza-vicio y riqueza-virtud. Una vez examinadas estas cuatro corrientes —discurso público, neurociencia, teoría de la virtud y contrateorías—, nos propusimos formular una interpretación más completa de la virtud en lo referente a la pobreza y la riqueza a la luz de lo que considerábamos importantes descubrimientos neurocientíficos.

Lo que averiguamos fue muy distinto de lo que esperábamos. Averiguamos que el preocupante discurso en torno a la pobreza y el vicio —el cual surgió de distintas maneras en el transcurso de este proyecto— tiene sus raíces en una historia que se remonta a siglos anteriores y a otras partes del mundo. Descubrimos las ideas de este discurso en el seno de la investigación neurobiológica, donde hallamos un discurso totalmente nuevo —y extraño— sobre la virtud y el vicio. Localizar las raíces de este discurso no nos llevó a la tradición occidental de la virtud, sino a la historia de la economía, que nos abrió una puerta a una trayectoria por completo distinta de la interacción entre ciencia, cuerpo, política, epistemología y, en última instancia, metafísica.

A lo largo del camino, nuestros colegas e interlocutores influyeron en gran medida en nuestras investigaciones. Estamos enormemente agradecidos a Amy Laura Hall, una de nuestras principales investigadoras del inicio. Gran parte de la inspiración para la filosofía social de la ciencia que dio forma al proyecto vino de su lema: «Sigue el dinero». Anticipándose a nuestro descubrimiento de Ludwik Fleck, Amy Laura señalaría que todo rasgo activo que configura la sociedad determinará lo que el científico tenga que decir sobre el objeto de su investigación. Le agradecemos los dos años que nos acompañó en este trabajo.

También estamos agradecidos a los directores del programa Ciencia de la Virtud, Jean Bethke Elshtain y Don Browning. Su asesoramiento durante la beca y sus amables y rigurosos consejos sobre nuestro proyecto nos animaron a encontrar aquello que estimulaba las actividades de la neurociencia, obligándonos a indagar más y a ampliar nuestra investigación a ámbitos que no son propiamente neurocientíficos. Además, reunieron a un destacado grupo de filósofos, filósofos políticos, teólogos, neurocientíficos, psicólogos, psicólogos sociales y economistas en un debate apasionante, a veces polémico pero siempre enriquecedor. La lucha con las nomenclaturas, los discursos y los métodos de unos y otros puso de manifiesto muchas cosas, entre ellas las diversas formas en que el término ciencia opera en las esferas de la ciencia, la epistemología y la metafísica. Nosotros, así como los campos de la filosofía, la teoría social, la teología y la ética de la virtud, seguimos lamentando su pérdida, pues fallecieron en 2013 y 2010.

Más allá del proyecto, nuestras investigaciones contaron con la ayuda de numerosos colegas. Damos las gracias a Peter Lawler, Laura Brock, Erin Dufault-Hunter, Jean-Pierre Fortin, Easton Hebert, Kelly Johnson, Warren Kinghorn, Christina McRorie, David Michelson, Cory Mitchell y Dan Rhodes. También queremos dar un agradecimiento especial a nuestros ayudantes de posgrado de la Universidad de Saint Louis, que nos ayudaron a localizar trabajos, crear bibliografías anotadas, corregir nuestras notas a pie de página y buscar los números de página de los textos citados: Emily Trancik, Boaz Goss, Ysabel Vandenberg, Martin Fitzgerald y Jordan Mason.

No hay palabras para expresar nuestra gratitud a Jade Grogan, de Bloomsbury Academic, que vio el valor de este proyecto y nos guio en el proceso final de edición. Estamos especialmente agradecidos a los revisores anónimos cuyo firme respaldo nos ayudó a completar el trabajo.

También estamos agradecidos a Max Bonilla, de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, que nos animó a presentar este proyecto, cuando estaba inédito, a los Premios de la Razón Abierta. Nos sentimos muy honrados por haber recibido este premio en 2021.

Por último, nos gustaría dar las gracias a nuestros cónyuges —Cynthia Bishop, Bill Riker y Corinne Michel—, que nos trataron con paciencia y buen ánimo durante lo que resultó ser un proyecto de más de dos años, entendiendo la fascinación que sentimos por él. A ese equipo, se unieron nuestros hijos, algunos de los cuales eran niños cuando empezó el proyecto y ahora son adultos, y otros aún no habían nacido. Uno nace en un mundo y en proyectos que no elige, y otros se ven empujan hacia proyectos que puede que entiendan o puede que no. Siempre es bueno que aquellos a quienes más queremos y quienes más nos quieren caminen a nuestro lado en estos territorios insospechados. Les estamos agradecidos por acompañarnos en un viaje que no han elegido y por comprender nuestra pasión.

Sine his nihil.

Introducción

La era del cerebro

Desde el cambio de milenio, han proliferado los libros divulgativos que exploran las conexiones entre la neurociencia, la identidad humana y, en particular, la moralidad. Pensemos, por ejemplo, en los libros de Barbara Oakley Evil Genes: Why Rome Fell (Genes malignos: Por qué cayó Roma), Hitler Rose (El ascenso de Hitler), Enron Failed (Enron fracasó) y My Sister Stole My Mother’s Boyfriend (Mi hermana le quitó el novio a mi madre), que utiliza «imágenes de vanguardia del cerebro en funcionamiento para […] arrojar luz no solo sobre los dictadores lejanos, sino también sobre la política nacional, los negocios, la religión y la vida cotidiana»;1 o Murderous Minds: Exploring the Criminal Psychopathic Brain: Neurological Imaging and the Manifestation of Evil (Mentes asesinas: Explorando el cerebro psicopático criminal: Imagen neurológica y la manifestación del mal), de Dean Haycock, que extrae conclusiones de estudios neurológicos de imagen y de comportamiento para indagar en la supuesta base biológica de la maldad.2The Psychopath Whisperer: The Science of Those without Conscience (El psicópata que susurra: La ciencia de los que no tienen conciencia), de Kent A. Kiehl, incluye estudios de resonancia magnética funcional (RMf) para demostrar que el cerebro de los presos funciona de forma distinta al nuestro.3 Y la lista podría continuar.4

El mal, el robo, las relaciones sexuales, el asesinato, la conciencia… han sido tradicionalmente objeto de la teoría de la moral. Sin embargo, mientras que las tradiciones morales históricas entendieron durante mucho tiempo estos comportamientos, capacidades o características como producto de la formación socioeconómica, la costumbre y la voluntad, la neurociencia contemporánea sitúa directamente la moralidad en el cerebro. Así, encontramos una serie de tres volúmenes de Walter Sinnott-Armstrong sobre psicología moral —refundida en la neurociencia cognitiva—, cada uno de los cuales se centra en un aspecto de la moralidad.5 También, Braintrust: What Neuroscience Tells Us about Morality (La confianza en el cerebro: Lo que la neurociencia nos dice sobre la moralidad),6 de Patricia Churchland, o Our Religious Brains: What Cognitive Science Reveals about Belief, Morality, Community and Our Relationship with God (Nuestro cerebro religioso: Lo que la ciencia cognitiva revela sobre las creencias, la moral, la comunidad y nuestra relación con Dios), de Ralph Mecklenburger.7 Esta lista también podría continuar.8 Uno tras otro, prometen decirnos quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos.

Esta presunción de que la moralidad es producto de la química cerebral no es un simple invento de la prensa popular o de los medios de comunicación de masas. Al contrario, estos títulos divulgativos captan una idea clave del complejo científico-industrial-gubernamental que es la neurociencia contemporánea. El 2 de abril de 2013, el presidente estadounidense de entonces, Barack Obama, anunció la Iniciativa Brain o IB (Brain Research through Advancing Innovative Neurotechnologies o ‘investigación cerebral mediante el avance de neurotecnologías innovadoras’), una colaboración público-privada a lo largo de doce años que pretende «revolucionar nuestra comprensión del cerebro humano».9 Los objetivos de la IB van desde lo ambicioso —topografiar los cien mil millones de neuronas que se calcula que hay en el cerebro humano— hasta lo más elemental —desarrollar un «conectoma funcional»—.10 Los costes previstos de la IB se estiman en unos 4500 millones de dólares solo para la parte del proyecto asignada a los Institutos Nacionales de Salud (NIH).11

La IB es el proyecto más reciente de la megaciencia, que ha desplazado el impulso cultural y científico del que se consideraba el Santo Grial, el Proyecto Genoma Humano (PGH). Mientras que la segunda mitad del siglo XX se ha caracterizado por ser la era del gen, plasmada en la emblemática imagen de la doble hélice, el siglo XXI se ha convertido en la era del cerebro, transmitida por la imagen ya omnipresente del escáner cerebral IRMf.12 Desde finales de la década de 1990, hemos sido testigos del crecimiento exponencial de revistas científicas, libros de divulgación, centros de investigación, etc., todos ellos centrados en el potencial inexplorado del cerebro.

La IB emula a su predecesor —el PGH— tanto explícita como implícitamente en varios aspectos. En repetidas ocasiones, se afirma que la IB tiene el potencial de hacer por la neurociencia lo que el PGH hizo por la genómica.13 Tan marcadas son las similitudes entre ambos que Francis Collins, director de los NIH y antiguo director del PGH, acompañó al presidente Obama en su anuncio de abril de 2013.14

Dejando a un lado las promesas terapéuticas iniciales del PGH, la IB tiene unas expectativas igual de ambiciosas para mejorar el bienestar de millones —quizá miles de millones— de seres humanos en todo el mundo:15

Pero pensemos en lo que podríamos hacer una vez que descifremos este código. Imaginemos que ninguna familia tuviera que sentirse impotente al ver a un ser querido desvanecerse tras la máscara del párkinson o sufrir la epilepsia. Imaginemos que pudiéramos revertir las lesiones cerebrales traumáticas o el TEPT de nuestros veteranos de guerra al volver a casa. Imaginemos que alguien con una prótesis pudiera tocar el piano o lanzar una pelota de béisbol tan bien como cualquier otra persona porque el circuito que va del cerebro a la prótesis es directo y se activa por lo que ya está ocurriendo en la mente del paciente. ¿Y si los ordenadores pudieran responder a nuestros pensamientos o pudiésemos acabar con las barreras lingüísticas?16

Mientras que el PGH prometía curar enfermedades como la diabetes juvenil, el párkinson o enfermedades monogénicas raras, la IB pretende «desvelar los misterios de los trastornos cerebrales» que afectan a millones de estadounidenses, entre ellos el alzhéimer, el párkinson, la depresión y las lesiones cerebrales traumáticas.17 Al igual que otros grandes proyectos de la megaciencia, desde el Programa Apolo hasta la investigación con células madre, los beneficios de esta iniciativa se prevén enormes y superarán con creces cualquier coste económico.

Sin embargo, el presidente Obama no empezó hablando de los beneficios médicos que la IB aportará a la humanidad, sino que la planteó principalmente como un programa de incentivos económicos basado en las líneas directrices del discurso sobre el estado de la Unión: invertir en aquello que impulse la economía.18 «Las ideas son lo que mueve nuestra economía», señaló Obama.19 La IB se diseñó para alentar a los innovadores estadounidenses e invertir en ellos, esos «soñadores y arriesgados» que han hecho de Estados Unidos una superpotencia económica.20 Esta innovación impulsa la economía estadounidense en su conjunto.21 Aquí, de nuevo, la IB emulará al PGH: «Y cada dólar que gastamos en topografiar el genoma humano ha devuelto 140 dólares a nuestra economía. Un dólar de inversión, 140 dólares de retorno». Del mismo modo, a través de asociaciones con el sector privado, que engloba empresas punteras, fundaciones e instituciones de investigación, la IB promete crear nuevos puestos de trabajo para millones de estadounidenses en nuevos sectores.22 Como la parábola del sembrador de Jesús, la IB promete multiplicar su rendimiento por cien o más. Además, la IB se dio a conocer apenas cuatro meses después de que la Unión Europea anunciara que su Proyecto Cerebro Humano recibiría una financiación de quinientos millones de euros. Y es que Estados Unidos debe competir en el mercado internacional.

Así pues, la IB está profundamente interrelacionada no solo con los intereses económicos de Estados Unidos, sino también con sus intereses nacionales y políticos. Junto con los principales centros gubernamentales de investigación biomédica —los NIH y la Fundación Nacional de Ciencias (NSF, por sus siglas en inglés)—,* la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (Darpa) es un socio igualitario en la IB. La Darpa fue creada en 1958 por Dwight D. Eisenhower en respuesta al lanzamiento soviético del Sputnik, forma parte del Departamento de Defensa estadounidense y se dedica a explorar el uso de tecnologías emergentes con fines militares; la inferioridad tecnológica respecto a otros países es una cuestión de defensa nacional. Del mismo modo, el PGH —a menudo considerado el Proyecto Manhattan de la biología— estaba profundamente vinculado a cuestiones de seguridad nacional.23

Cabe mencionar también un último paralelismo entre el PGH y la IB. Siguiendo el modelo establecido en 1990, la IB destina fondos a la Comisión Presidencial para el Estudio de Cuestiones Bioéticas con el fin de explorar las implicaciones éticas, jurídicas y sociales del proyecto, ya habituales, para garantizar que la investigación se lleve a cabo de forma responsable.24 La Comisión emitió dos informes, ambos con el simpático título de Gray Matters,* y recomendó una mayor integración de la neurociencia y la ética en los programas de investigación.25 Además, se centró en tres áreas clave para el análisis ético: «La mejora cognitiva, la capacidad de consentimiento y la neurociencia dentro del sistema legal».26 Al igual que el PGH, la investigación cerebral plantea cuestiones éticas propias, pues, en palabras de la presidenta de la Comisión, Amy Guttmann, «afecta a la esencia misma de lo que somos».27 Más concretamente, «tiene el potencial de conducir a una comprensión más profunda de nuestra cognición, emoción, imaginación, comportamiento, memoria, aprendizaje e interacciones sociales».28

Al igual que el PGH, «nos dio la capacidad, por primera vez, de leer el mapa genético completo de la naturaleza para crear un ser humano»,29 la Iniciativa Brain promete ir un paso más allá y descubrir «el núcleo mismo de lo que somos». De este modo, pretende encontrar los loci biológicos que hasta la fecha han eludido en gran medida a la genética para tratar de localizar el origen de nuestros pensamientos, comportamiento e interacción social —en resumen, nuestra moralidad— ya no solo en nuestros genes, sino en nuestro cerebro.

Así pues, las publicaciones divulgativas antes citadas no son sino un altavoz para los principios incorporados a la neurociencia contemporánea. Pero amplifica algo más que la búsqueda de las bases biológicas de la moralidad. Refuerza determinadas concepciones de la moralidad y de la persona. Sostendremos que no es casual que el BI se diseñara para impulsar la economía y los intereses geopolíticos de Estados Unidos. El filósofo Charles Taylor ha identificado la economía como uno de los imaginarios sociales dominantes del siglo XXI.30 Es inevitable que la neurociencia contemporánea se base en este imaginario social, infundiendo tácitamente al sector ideas filosóficas sobre la naturaleza de la persona y la acción humana. La génesis de esta antropología filosófica subyacente se remonta cuatrocientos años y es el capítulo más reciente de un proyecto en curso que trata de vincular los llamados fundamentos biológicos del comportamiento moral con ciertas teorías de la economía política.31*

En consecuencia, los neurocientíficos se dedican menos al acto de descubrir que al de construir, de encontrar en los escáneres de IRMf y PET, en los neurotransmisores y en las vías nerviosas las proyecciones imperantes de la cultura occidental moderna tardía. En otras palabras, vemos en la neurociencia quiénes y qué imaginamos que somos. Como sostendremos en este libro, la neurociencia plasma en el cerebro una cierta antropología filosófica occidental de la modernidad tardía y luego afirma haber descubierto en este la verdad sobre la moral y la naturaleza humanas. Es una especie de frenología a la inversa, en la que el origen de determinados comportamientos políticos y económicos se encuentra en el genoma, que codifica la estructura y la función cerebrales.

Pero el objetivo no es tan solo el autoconocimiento. Si —como se dice— la moral y la economía política surgen por una vía que va del genoma al cerebro, una vez que comprendamos los fundamentos biológicos de la moral, sabremos cómo construir la gran sociedad. Según ciertos pensadores, como Adrian Raine o Sam Harris, es solo cuestión de tiempo que descubramos qué tipos de genoma y cerebro diagnostican ciertas conductas sociales problemáticas. Equipados con ese conocimiento, podremos emplear las innovadoras neurotecnologías financiadas por la IB para diseñar personas y sociedades morales. La tecnociencia nos salvará de las debilidades de la biología.

Para formular este razonamiento, es necesario conocer algunos antecedentes. En lo que queda de introducción, repasaremos brevemente el surgimiento del campo de la neurociencia y analizaremos más a fondo su formación recursiva en relación con su contexto cultural. A continuación, destacaremos una sorprendente característica tanto del discurso neurocientífico sobre la moralidad como del popular, esto es, la forma en que ambos están teñidos de lenguaje y conceptos económicos. Concluiremos definiendo un aspecto clave de este discurso: su enfoque en la intervención en el cuerpo humano para mejorar no solo el desempeño individual, sino también la productividad económica; en otras palabras, su biopolítica.

Así pues, este libro trata de la neurociencia de la moralidad o, más concretamente, de lo que es necesario creer sobre la moralidad humana a fin de que los descubrimientos de la neurociencia de la moralidad sean ciertos. Dicho de otro modo, en este libro sostenemos que la política economía neoliberal da sentido a lo que se dice sobre la neurociencia de la moralidad.

ECCE LA NEUROCIENCIA

El término neurociencia no surgió hasta finales de la década de 1960, coincidiendo con la fundación de la Sociedad de Neurociencia en 1969.32 A pesar de su reciente aparición, o quizá a causa de ella, el campo de la neurociencia ha tratado de construirse una historia más larga, y algunos incluso se han atrevido a situar sus orígenes el Antiguo Egipto, en el año 4000 a. C.33 Estos esfuerzos por consolidarse han tenido un enorme éxito. En un breve lapso de cincuenta años, el campo cuenta ahora con unas ciento cincuenta revistas internacionales agrupadas bajo este epígrafe,34 un multimillonario proyecto federal con homólogos internacionales, cursos de bachillerato y una carrera universitaria. Además, como ha dicho un analista, se ha convertido en «una fijación de la cultura pop».35 El giro neuronal, como lo denomina el historiador Stephen T. Casper, ha calado en la conciencia pública, generando nuevas subdisciplinas —neurohistoria, neuroeconomía, neurocriminología, neuroética, neuroteología, etc.— en una sucesión llamativa.

¿Cómo dio lugar la anquilosada Sociedad Americana de Fisiología a esta novedad —las neurociencias— en la década de 1960 y cómo explicamos su rápido ascenso como tropo cultural? La respuesta está en la profunda simbiosis entre los proyectos científicos y sus contextos culturales. Esta simbiosis es compleja. En las tres partes siguientes, ofrecemos un resumen de sus componentes y el relato de cómo nuestras propias preguntas de investigación nos llevaron a descubrir un complejo y oculto nexo de interacciones.

Comenzamos nuestro estudio con una cuestión: ¿Cómo se concibe la moralidad en las neurociencias? Enseguida, nos topamos con una complicación: los trabajos publicados en revistas científicas se cuidan mucho de parecer moralmente neutrales. A excepción de los pensadores visionarios que pronostican una mejora moral, rara vez los estudios neurocientíficos se atreven a definir la moralidad.36 Al contrario, la mayoría de los investigadores neurocientíficos se cuidan mucho de emplear un lenguaje cargado de moralidad en un intento de ser —o parecer— imparciales en sus observaciones y conclusiones. En lugar de términos tenidos por arcaicos, como moralidad e inmoralidad, o incluso virtud y vicio, este subcampo utiliza términos que suenan más científicos, como empatía o sociopatía o actitudes y comportamientos prosociales o antisociales.

Sin embargo, a pesar de este revestimiento científico, estos términos a menudo sirven como sustitutos de conceptos y atributos que antes se englobaban en la teoría moral. Gran parte de ellos recogen el contenido de la teoría moral tradicional, a menudo sin reconocerlo, al tiempo que lo combinan con otras ideas sociales. A continuación, estos conceptos sociales se operacionalizan para que se puedan evaluar. Así, aunque en apariencia sean más clínicos u objetivos que el lenguaje moral tradicional, los constructos que la neurociencia trata de estudiar están profundamente influidos por nuestro contexto cultural y, como demostraremos, tienen un poderoso valor moral, político y económico.37 Además, como resultado de sus descubrimientos científicos, los neurocientíficos de la moralidad adoptan determinadas concepciones de la moralidad y las promueven sin reconocer que son producto de una historia y un contexto social determinados, de una economía política específica y de una supuesta antropología filosófica.

Posteriormente, como veíamos al principio de este capítulo, estos conceptos se traducen con frecuencia al lenguaje moral comúnmente aceptado por la comunidad social más amplia, en especial a través de versiones populares de la neurociencia. Así, el trasvase de estos términos neurocientíficos comienza en la comunidad de pensamiento más amplia de una cultura con un supuesto imaginario social (en nuestro caso, la cultura del Occidente moderno tardío); la disciplina de la neurociencia los reconceptualiza y operacionaliza con el fin de estandarizarlos y estudiarlos; a continuación, se devuelven a la comunidad transmutados en el lenguaje de la neurociencia, portadores de un nuevo valor social, político y moral.

Para nosotros, esto despierta dos inquietudes. En primer lugar, nos preocupa que este paso de la neurociencia a los conceptos colectivos de moralidad se haga de una manera simple en exceso. Con demasiada frecuencia, quienes hablan en representación de la comunidad de pensamiento neurocientífica a la sociedad en general lo hacen como si el lenguaje neurocientífico fuera claro, directo y no plantease ningún problema, porque, al fin y al cabo, es moralmente neutral (en teoría), es ciencia. Sin embargo, en segundo lugar, las nuevas explicaciones neurocientíficas de la moralidad llevan implícita una antropología moral, una visión de la persona como una nueva clase de ser moral. Pero no se trata de una antropología moral que se acabe de descubrir, sino, más bien, de la que lleva impulsando la economía política de Occidente más de tres siglos. Dicho de otro modo, la articulación científica de los hechos neurocientíficos sobre la moralidad sitúa ahora en el cerebro la economía política y la antropología imperante del Occidente moderno tardío.

Veamos solo un ejemplo. Frente a la concepción tradicional de persona, una de las afirmaciones más controvertidas basadas en la neurociencia se refiere a la supresión de la racionalidad y la agencia humanas en el comportamiento moral. En noviembre de 2011, The New York Times publicó un artículo de opinión del filósofo Eddy Nahmias titulado «Is Neuroscience the Death of Free Will?» («¿Es la neurociencia la muerte del libre albedrío?»).38 Según importantes representantes de las neurociencias, la respuesta era sí. En una extraña mezcla de ciencia y periodismo, líderes de opinión como Sam Harris,39 Daniel Wegner40 y Jerry Coyne,41 junto con voces influyentes como los periodistas Jeffrey Rosen42 y Tom Chivers,43 informaron sobre el terreno inestable sobre el que se mueve el libre albedrío, poniendo en tela de juicio conceptos fundamentales de responsabilidad moral y legal. Sugirieron que nuestra experiencia subjetiva de percepción consciente del mundo y de nosotros mismos es poco más que una ilusión, procesos neurológicos que solo pueden verse o entenderse de forma objetiva y precisa desde la perspectiva de alguien externo al individuo moral, alguien en la posición del científico; en otras palabras, la agencia subjetiva no es una fuerza causal en el comportamiento humano. Desde el punto de vista de los que saben —los expertos en neurociencias—, no existe el libre albedrío.

Nuestra vida jurídica y moral se basa en el supuesto de que tenemos control sobre nuestro comportamiento y, por tanto, somos responsables de él. Por consiguiente, si lo que defienden Harris, Wegner, Coyne, Rosen y Chivers es cierto, no sirven los argumentos racionales para actuar de acuerdo con las normas legales y morales. ¿Cómo vamos a responsabilizar a las personas de un comportamiento que no han elegido? ¿Cómo vamos a exhortar a otros —nuestros hijos— a que actúen y vivan moralmente si la capacidad de elegir tales actos la determina su neurobiología, y no está en su mano? Y, lo que es más importante, ¿podemos evitar una sociedad mecanizada que intervenga en el cerebro de los individuos considerados antisociales para promover el bien de todos?

Si esto no fuesen más que bromas privadas entre filósofos, no habría tanto en juego. Sin embargo, estas afirmaciones entran en el discurso popular con sorprendente facilidad. No es casualidad que el ensayo de Rosen apareciera en The New York Times Magazine. Como ponen de manifiesto los títulos citados al principio de este capítulo, los medios de comunicación de masas —desde periódicos y medios informativos hasta revistas culturales y blogs— publican un flujo constante de artículos que traducen los últimos descubrimientos de las neurociencias a términos profanos. Estos textos pasan rápidamente de la ciencia a sus posibles implicaciones, tejiendo escenarios o bien peligrosos, o bien prometedores. Con el respaldo de una intachable neurociencia y de imágenes de cerebros con diferentes regiones aclarándose cuando se realiza una tarea o se piensa en una idea, estos productos mediáticos ejercen sutilmente un poder transformador sobre un imaginario colectivo dispuesto a creer que quizá no tengamos control sobre el deseo de satisfacer nuestros impulsos. Al fin y al cabo, ¿para qué luchar contra la naturaleza y los impulsos naturales cuando la agencia —la capacidad de elegir las propias acciones— es una ilusión? Con independencia de si los neurocientíficos comprenden en realidad la neurociencia de la moralidad, el discurso popular en torno a estos descubrimientos ya está afectando al comportamiento. Investigaciones recientes señalan, por ejemplo, que los sujetos de investigación a los que simplemente se expone a las afirmaciones científicas de que el libre albedrío es una ilusión toman con más frecuencia la decisión de hacer trampas,44 lo que apunta a que hay algo sutil pero poderosamente influyente en el discurso científico público.

¿Cómo y por qué surgió esta antropología? ¿Qué intereses podrían impulsar la supresión de una característica esencial tan antigua de la identidad humana? Para ello, pasamos a una segunda pregunta.

LA CONCEPCIÓN DE LA ECONOMÍA: ¿A QUIÉN PERTENECE LA VIRTUD? ¿A QUÉ CIENCIA?

Cuando nos embarcamos en este proyecto, no solo nos interesaba el modo en que las neurociencias conceptualizan la moralidad. También nos llamó la atención un tropo recurrente en el discurso popular que vincula pobreza y vicio:45

No puedo decirlo con demasiada frecuencia ni demasiadas veces. Nada de lo que hizo FDR en los años 30 detuvo o alivió la Gran Depresión […]. Nada de lo que hizo LBJ en el 64, 65 y 66 ayudó a la difícil situación de los afroamericanos; de hecho, los perjudicó. Casi todas sus acciones propiciaron la ley de las consecuencias imprevistas. El objetivo de las ciudades modelo, las viviendas de la Sección 8 y los cupones de comida era dar dinero a los pobres, sin entender que los pobres no eran ni son pobres porque les falte dinero. Son pobres porque carecen de valores, ética y moral. Todo lo que se hizo a mediados de los años 60 y 70 con la comunidad negra fue pagar dinero a los padres negros con la condición de que no se involucraran en la vida de sus hijos y que a las madres negras se les dijera que, si se casaban, habría dolorosas consecuencias. Si, por el contrario, actuabas de forma irresponsable engendrando hijos fuera del matrimonio, habría consecuencias positivas, porque el Gobierno financiaba el mal comportamiento.46

La diatriba racista de Cunningham se inscribe en una tradición que sitúa el origen del fracaso económico en el fracaso moral individual. A los pobres les falta moral, no dinero. La definición implícita de Cunningham de «valores, ética y moral» es sin duda económica, racial y sexual. La virtud, implícitamente, equivale a la contención sexual y a la reproducción responsable, que posibilita la producción económica. El sueldo de tal pecado es no tener sueldo, o al menos no tener ingresos insuficientes como para mantenerse a uno mismo ni a los numerosos hijos que uno ha engendrado. Es importante destacar que Cunningham hace referencia a «los pobres» y «los afroamericanos», ocultando convenientemente el hecho de que la mayoría de los pobres en Estados Unidos son caucásicos o hispanos.47 Esta racialización de la relación entre pobreza y vicio ha sido una variable constante en el discurso público en Estados Unidos desde la década de 1960.

En un principio, habíamos planteado la hipótesis de que, dados los nuevos estudios que correlacionan la pobreza y la desigualdad económica con repercusiones fisiológicas —niveles más altos de cortisol, respuestas traumáticas incluidas y la creciente literatura sobre los determinantes sociales de la salud—, las neurociencias aportarían datos para esclarecer los relatos tanto populares como académicos de la ética de la virtud y completarlos.48

No obstante, no fue así. Más bien, nos encontramos con un panorama inesperado. Haciéndose eco de Cunningham, la economía se interrelacionaba en todas partes con las neurociencias de formas tanto evidentes como sutiles. Además de vincular explícitamente y sin reparo alguno los avances neurocientíficos con el auge económico en la IB, tres ejemplos rápidos muestran la tendencia. En primer lugar, descubrimos que la economía establece la posición social de muchos neuroexpertos, condiciona el diseño de los estudios y da forma a las preguntas de investigación. Como se detalla en el capítulo 3, los principales divulgadores de la neurociencia tienen su sede profesional en escuelas de negocios o reivindican su experiencia en campos de nueva creación, como la neuroeconomía. En estudios neurocientíficos recientes sobre la moralidad, las transacciones económicas sirven de modelo para estudiar conceptos morales, como la confianza. Y algunos neurocientíficos se atreven a reivindicar a Adam Smith como su antepasado intelectual; sin embargo, mientras que la teoría de la moralidad de Adam Smith influyó en el desarrollo de su pensamiento económico, ahora son ciertas teorías de la economía —muy alejadas de Adam Smith— las que determinan la forma en que los neurocientíficos conceptualizan la moralidad. La creación de riqueza, como veremos, se plantea como ejemplo de comportamiento prosocial, mientras que el acto moral se ha reconfigurado como equivalente a una transacción económica, proporcionando una base circular que equipara la moralidad con la economía capitalista.49

En segundo lugar, las ideas económicas sirven como marcadores para hacer un diagnóstico psiquiátrico. Veamos la definición de trastorno de personalidad antisocial de la personalidad del DSM-5 (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales 5). Al definir este trastorno mental, el DSM enumera los siguientes criterios clínicos objetivos:50

A) Un patrón generalizado de desprecio por los derechos de los demás desde los quince años de edad, indicado por tres (o más) de los siguientes factores:

1. No ajustarse a las normas sociales con respecto a comportamientos lícitos, como indica la realización repetida de actos que son motivo de arresto;

2. el engaño, manifestado por la mentira reiterada, el uso de alias o la estafa a otros para obtener beneficios o placeres personales;

3. impulsividad o falta de planificación;

4. irritabilidad y agresividad, indicadas por peleas o agresiones físicas repetidas;

5. desprecio temerario por la seguridad propia o ajena;

6. irresponsabilidad constante, indicada por la incapacidad reiterada de mantener un comportamiento laboral constante o de cumplir sus obligaciones económicas;

7. falta de remordimiento, indicada por la indiferencia o la racionalización de haber herido, maltratado o robado a otra persona.

Evidentemente, los criterios clínicos de esta enfermedad psicológica son en gran medida faltas morales: mentira, codicia, imprudencia, intemperancia, robo. Lo que quizá pase desapercibido es la forma en que el DSM-5 introduce sutilmente en esta definición ciertas formas de comportamiento económico —«estafar a otros para obtener beneficios», «incapacidad repetida para mantener un comportamiento laboral coherente o para cumplir con las obligaciones económicas», robar— como marcadores clave de este trastorno. Resulta curioso que aquí, en un único espacio, la neurociencia, la moral y la economía aparezcan inextricablemente entrelazadas.

Es más, este nexo trasciende esta única definición del trastorno de la personalidad antisocial (TPA). En toda la literatura sobre psicopatología, una variable clave que los neurocientíficos tratan de correlacionar con el comportamiento antisocial es el estatus socioeconómico. En estudios sucesivos, los investigadores se preguntan una y otra vez ¿cuál es el efecto del entorno en la expresividad genética o las firmas neuronales o los comportamientos correlacionados? El sustituto terminológico científico para entorno es estatus socioeconómico. En otras palabras, en muchos diseños de estudios neurocientíficos se da por supuesta la relación entre el estatus socioeconómico, es decir, la clase social, y el comportamiento o la moralidad. En este sentido, las neurociencias se hacen eco de una controversia actual entre la comunidad cultural e histórica más amplia de Estados Unidos: ¿es el estatus socioeconómico (la pobreza) lo que conforma las vías nerviosas de modo que den lugar a un comportamiento antisocial?, ¿o es la genética la que moldea las vías nerviosas de manera que estas dan lugar a comportamientos (vicios) que conducen a un estatus socioeconómico bajo (pobreza)? El debate no es nuevo.

Como veremos en la segunda parte del libro, esta interrelación entre moral y economía se remonta un extenso periodo que comienza a mediados del siglo XVIII y finales con la distinción entre los pobres que son merecedores y los que son indignos. Este contexto configuró la trayectoria tanto de la teoría moral como del pensamiento científico a lo largo del siglo XIX y el siglo XX. Alasdair MacIntyre, en su obra de referencia Tras la virtud, señala perspicazmente que «toda filosofía moral presupone característicamente una sociología».51 Su trabajo de los últimos cuarenta años ha puesto de manifiesto que la comprensión angloamericana de la ética es producto de un fenómeno sociológico del siglo XIX: la reformulación de la ética ya no como praxis, sino como una ciencia aplicada conocida como teoría moral. Con el auge del empirismo y el desarrollo del escepticismo humeano, la reflexión sobre la ética dejó de ser principalmente una teoría de la razón y se reconfiguró en torno a dos corrientes con base científica: la racionalista (deontología kantiana) y la empirista (utilitarismo). En Tras la virtud, MacIntyre considera acertada la crítica de Nietzsche tanto a Kant como a los psicólogos ingleses (término que Nietzsche reserva para todo el pensamiento inglés sobre la moral). Y coincide en que toda la teoría moral posterior al siglo XVIII no es más que una máscara del afán de poder. Sin embargo, a diferencia de Nietzsche, MacIntyre no culpa a Sócrates y a la filosofía griega, sino a este giro pseudocientífico. Así, a principios del siglo XX, los filósofos describen los comportamientos morales como si fueran gustos, de los que no se puede dar cuenta ni razón. MacIntyre denomina a esta evolución emotivismo.52

Aunque su discurso nos parece convincente, resulta extraño que en Tras la virtud no ahonde en las raíces sociológicas del emotivismo. Comienza a vislumbrarlas en Ética en los conflictos de la modernidad: Sobre el deseo, el razonamiento práctico y la narrativa. Frente a la pretensión de universalidad empirista de Hume, MacIntyre encuentra en el escocés y sus herederos falta de honradez sobre el papel regulador que ha tenido la cultura británica en su pensamiento. Como señala, «los sentimientos que Smith y Hume catalogan y describen con tanto detalle e ingenio no son compartidos por toda la humanidad en su conjunto, sino sentimientos elogiados y cultivados por la humanidad comercial y mercantil del siglo dieciocho, y bastante a menudo por sus herederos actuales».53 De igual modo, las virtudes que ensalzan se derivan de este mismo contexto y no forman parte del núcleo del ser humano. En este libro, llevamos más lejos el planteamiento de MacIntyre, porque no se trata solo de que Hume refleje su época; lo que es más sorprendente, descubrimos que la riqueza —ya sea heredada u obtenida a través de la actividad comercial— ocupa un lugar singular en la ética de Hume, un lugar que, sorprendentemente, no ocupa para Smith. Además, descubrimos que los herederos de Hume están profundamente influidos por una polémica que duró un siglo sobre las Leyes de Pobres inglesas y los pobres. Las Leyes de Pobres, que concretaron la noción de pobres merecedores y no merecedores, junto con la valorización de la riqueza por parte de Hume a través de la centralización de la utilidad, influyen en una transformación crítica de la antropología moral.

En otras palabras, la diatriba de Cunningham retoma las raíces económicas ocultas de la teoría moral moderna, influidas por dos de los imaginarios sociales más poderosos de Estados Unidos: el neoliberalismo y la raza.54 David Stedman Jones define sucintamente el neoliberalismo como «la ideología del libre mercado basada en la libertad individual y el control limitado del Gobierno que vincula la libertad humana a las acciones de un individuo racional con intereses propios en el mercado competitivo».55 La economía neoliberal se asocia en mayor medida con un conjunto de políticas implantadas en torno a 1980 por los Gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que suelen conocerse como Consenso de Washington, supuestamente en respuesta a una serie de amenazas de impago de préstamos por parte de los Gobiernos de los países en desarrollo.56 Estas políticas, que a menudo se conocen como los pilares del ajuste estructural —desregulación, liberalización y privatización—, pretendían eliminar o limitar la regulación gubernamental sobre las empresas y la actividad económica de los individuos; liberalizar o liberar los mercados internacionales de cualquier barrera que impidiera el flujo libre y eficiente de capital y comercio mediante la eliminación de aranceles, cambios en las leyes laborales locales y requisitos de salario mínimo, etc., y privatizar los servicios de propiedad y gestión gubernamentales (por ejemplo, servicios públicos, sanidad, educación, etc.), dejando esos bienes en manos de empresarios privados o de particulares. A medida que el neoliberalismo evolucionó a lo largo de la década de 1990 y en el siglo XXI, surgieron otras cuestiones: la financiarización, así como la evidente —o tal vez necesaria— desigualdad económica.57

Sin embargo, el neoliberalismo no es una mera teoría económica. Como señala el consejero espiritual y teólogo Bruce Rogers-Vaughn en su importante libro Caring for Souls in a Neoliberal Age (Preocuparse por el alma en la era neoliberal), se ha convertido en un proceso cultural más conocido como neoliberalización. Este término no solo capta el modo en que el neoliberalismo cambia constantemente, pues adopta «formas híbridas y cambiantes a medida que recorre el mundo»,58 sino que también pone de relieve que el neoliberalismo, en palabras de la teórica política Wendy Brown, se ha transformado en lo siguiente:

Un orden normativo de la razón desarrollado a lo largo de tres décadas en una racionalidad gobernante amplia y profundamente difundida [que] transmuta todos los ámbitos y empeños humanos, junto con los propios seres humanos, de acuerdo con una imagen específica de lo económico. […] [Es un modo característico] de producción de sujetos, una conducta de conducta y un sistema de valoración. Denomina una reacción económica y política específica en la historia contra el keynesianismo y el socialismo democrático, así como una práctica más generalizada de economizar esferas y actividades hasta entonces sujetas a otras tablas de valor.59

Brown y otros autores exponen que, desde principios de la década de 1970, los componentes de la lógica neoliberal han transformado los espacios sociales, políticos, culturales, morales, interpersonales y psicológicos de nuestra vida y cultura. Rogers-Vaughn analiza cómo se traducen los principios neoliberales en principios científicos, académicos y profesionales. La privatización, por ejemplo, subyace a un nuevo enfoque del individualismo metodológico, que busca las causas, y por tanto las soluciones, de todos los comportamientos en los individuos, y no en las estructuras sociales. Del mismo modo, la liberalización fundamenta el creciente interés de la sociedad en la eficiencia económica, por lo que se privilegian las intervenciones tecnológicas basadas en productos rentables que generan beneficios para las empresas en lugar de para los profesionales. La privatización, unida al individualismo radical, también impulsa el desmantelamiento de las instituciones sociales; David Harvey cita la ya famosa frase de Margaret Thatcher: «Todas las formas de solidaridad social debían desaparecer en favor del individualismo, la propiedad privada, la responsabilidad personal y los valores familiares».60

La sociedad no existe, solo los individuos. El mercado parece ser la única comunidad posible. Más allá de imbuir sus principios en todos los aspectos de la cultura contemporánea, la neoliberalización va un paso más allá. Como dice sucintamente Brown, ahora «toda conducta es económica; todas las esferas de la existencia están delimitadas y valoradas en términos y medidas económicos, incluso cuando esas esferas no están directamente monetizadas». Esta omnipresente economización de las esferas de la vida, para Brown, es lo que sigue:

Un proceso de reelaboración del conocimiento, la forma, el contenido y la conducta apropiados para estas áreas y prácticas […]. Es decir, podemos (y el neoliberalismo nos considera sujetos que lo hacen) pensar y actuar como sujetos de mercado contemporáneos en los que la generación de riqueza dineraria no es la cuestión inmediata, por ejemplo, a la hora de abordar la propia educación, la salud, la forma física, la vida familiar o la vecindad. Hablar de la implacable y omnipresente economización de todos los aspectos de la vida por parte del neoliberalismo no significa afirmar que el neoliberalismo mercantiliza literalmente todas las esferas, aunque dicha mercantilización sea sin duda un efecto importante del neoliberalismo. Se trata más bien de que la racionalidad neoliberal difunde el modelo del mercado a todos los ámbitos y actividades, incluso cuando no se habla de dinero.61

Todos los ámbitos de la vida y el comportamiento humanos pueden examinarse a través de la lente de la economía neoliberal, incluidos —según exponemos en este libro— los descubrimientos de las neurociencias. Lo que se encuentra en las neurociencias de la moralidad es este sujeto neoliberalizado: una antropología abstracta de un ser a merced de sus deseos y emociones, que son dirigidos por una omnipresente mano invisible a través de genes y cerebro, y se desarrolla en un entorno concebido en términos económicos. Ya sea que este cóctel conduzca a la persona a un comportamiento antisocial (antieconómico) o prosocial (proeconómico), en cualquier caso, lo que se ha perdido es la libertad.

ENCARNAR LA POLÍTICA, EXAMINAR LA MORAL

Qué oportuno, podría pensarse, que, en el momento en que la economía descubre que el libre albedrío es una ilusión, también lo hagan las neurociencias. ¿Podría ser una coincidencia? Creemos que no. De hecho, no es solo que tanto las neurociencias como la moral se hayan sometido a la economía; las neurociencias han asumido dos papeles clave en el fomento del proyecto neoliberal. El primero es el proyecto de naturalización. Como señala David Harvey, desde la década de 1970, el neoliberalismo se percibe cada vez más «como una forma necesaria, incluso plenamente “natural”, de regular el orden social».62 Se ha convertido en «el aire que respiramos […], una parte necesaria del mundo natural».63 La neurociencia naturaliza el neoliberalismo en el más firme de los fundamentos: el cuerpo humano, el cerebro. Como deja claro el DSM, la caracterización del trastorno de la personalidad antisocial —al igual que otros diagnósticos psicológicos— aúna faltas morales (mentir, robar), economía (no trabajar ni cumplir con las obligaciones financieras) y política (violar los derechos de los demás, no respetar las leyes, no ajustarse a las normas sociales). A continuación, mediante imágenes cerebrales, genética y estudios relativos a la interacción entre genes y medioambiente, los neurocientíficos tratan de localizar en el cuerpo humano el locus de causalidad del incumplimiento de estas normas socioeconómicas. Ya sea por esta vía negativa o mediante estudios de psicología positiva, se descubre que el sujeto neoliberal (al que denominamos Homo capitalus) ya estaba ahí, en el nexo biológico de las vías nerviosas. Una vez encontrado,64 solo queda un pequeño paso para proclamar que el libre albedrío es un mito; más bien, no tendremos más remedio que estar de acuerdo en que el comportamiento humano como Homo capitalus —cumpla la persona con este telos natural o no— está completamente determinado por leyes económicas basadas en la biología del cerebro humano.

Un segundo papel asumido por una neurociencia neoliberalizada es el de la gubernamentalidad. La gubernamentalidad, término acuñado por Michel Foucault, se refiere a «las mil maneras, modalidades y posibilidades que existen de guiar a los hombres, dirigir su conducta, constreñir sus acciones y reacciones, etc.» que trascienden el control político directo.65 Aquí Foucault se refiere a la infinidad de formas sutiles, a menudo invisibles, mediante las cuales la sociedad controla el comportamiento de las personas o, lo que es más grave, crea mecanismos mediante los cuales lo hacen los propios individuos. Cuando estas prácticas intervienen en el cuerpo humano para ejercer su función policial, Foucault se refiere a ellas como técnicas de biopolítica. Son una forma de hegemonía que no parece tal, una hegemonía que a menudo se presenta envuelta en el discurso de la libertad y la liberación, «aunque encadenen el alma humana».66

Una vez más, estas funciones para una rama aparentemente apolítica de la ciencia no son nuevas. Desde el advenimiento de la genética a principios del siglo XX, la mentalidad occidental está firmemente convencida de que la ciencia proporcionará una visión clara del comportamiento humano, una visión real en la que se conocerán todos los factores del comportamiento humano y, a consecuencia, podrán utilizarse para ayudar al estado humano. Si sabemos en qué parte del cuerpo —o, ahora, del cerebro— se sitúan nuestros fallos morales y cómo funciona el cerebro para generar un comportamiento moral erróneo, habremos encontrado el elemento clave para convertir la conducta humana en el comportamiento moral que la sociedad necesita. Si comprendemos la «molécula moral», como la denomina un investigador,67 no solo podremos entender la moral, sino también los mercados morales y ese desconcertante comportamiento conocido como altruismo. Si ayudamos a quienes tienen rasgos antisociales, somos bastante optimistas al creer que podremos construir sociedades mejores y más fuertes, más estables económica y políticamente. Si conocemos el origen de los problemas económicos, morales y políticos, sabremos dónde actuar para lograr un mejor diálogo político o una sociedad más moral o para saber tomar mejores decisiones de inversión o económicas: las principales preocupaciones morales en las sociedades occidentales, educadas, industrializadas, ricas y democráticas (WEIRD).*

Los neurocientíficos de la moral pueden objetar que no se trata de controlar el comportamiento, sino de aliviar el sufrimiento, en particular de quienes presentan rasgos de personalidad antisocial, cuya enfermedad se pretende tratar. Sin duda, la mayoría de los investigadores quieren ayudar a la gente. Sin duda, la justificación de esta investigación es aliviar el sufrimiento de los pacientes o mitigar los males sociales que surgen del comportamiento antisocial e inmoral.68 La aspiración de la comunidad científica es, mediante la identificación de los factores ambientales y neurobiológicos determinantes de los rasgos antisociales, que la sociedad sea capaz de intervenir con el fin de prevenir el comportamiento antisocial o detenerlo, el proxy del vicio, o promover el comportamiento prosocial, el proxy de la virtud.69

En otras palabras, existe un imperativo político o moral de intervenir para que las personas con rasgos antisociales sean más morales o políticamente seguras.70 A medida que desgranemos estos estudios y los analicemos, dilucidaremos no solo la comprensión del comportamiento antisocial o prosocial que tienen estos investigadores, sino también el valor moral y político de tales empeños. La investigación neurocientífica no solo está motivada por la búsqueda del conocimiento en sí mismo, sino que también busca resultados prácticos. Este telos pragmático e inmanente busca la intervención, normalmente dirigida a nivel de cuerpo o cerebro de aquellos que se han vuelto patológicos —o, quizás mejor, que han sido convertidos en patológicos— para encajar en la sociedad. Del mismo modo, el estudio del sustrato neuronal de la virtud —es decir, las actitudes y comportamientos prosociales— pretende descubrir los neurotransmisores y áreas cerebrales relevantes para intervenir y promover la virtud.71 Si la moralidad —que ha evolucionado a lo largo de la historia humana como un mecanismo natural y biológico— es impulsada por neuromoduladores dentro del sustrato neuronal, entonces los neurocientíficos pueden desentrañar la anatomía funcional subyacente al comportamiento antisocial o prosocial para poner al descubierto la naturaleza de la moralidad humana; o al menos eso es lo que se dice.72

Así pues, los neurocientíficos de la moral persiguen la virtud y el vicio. Su búsqueda consiste en controlar la moralidad, en particular a los viciosos —los antisociales—, que no encajan fácilmente en la polis moderna construida por la economía biopolítica. Algunos imaginan impedir que nazcan viciosos mediante programas de virtud genética; otros se plantean intervenciones médicas y tecnológicas para frenar a los antisociales y, con suerte, dominarlos o para excluirlos de la protección habitual de la polis. Este deseo surge de un tipo concreto de cultura nacida en un momento sociohistórico determinado en una gran isla del Atlántico norte, que fue trasladada a través del océano y encontró su apogeo en Norteamérica, donde ha transformado el mundo.

EL FIN DE LA MORALIDAD

¿Es esta la historia que queremos vivir? Si esta es la historia que nos cuenta la neurociencia contemporánea, ¿hemos llegado al final de la moralidad? Si nuestro análisis está en lo cierto, tal vez así sea, quizá hayamos llegado al fin de la teoría moral derivada de Hume.73 Sin embargo, llegar al final de la teoría moral así interpretada no significa que hayamos llegado al final de la ética. Más bien, reconocer que hemos llegado al final nos anima a reconsiderar nuevas formas de pensar en quiénes somos como personas y qué significa vivir rectamente en comunidades de florecimiento humano. Esperamos que este libro sea un catalizador para ello.

A tal fin, sin embargo, necesitamos comprender mejor cómo hemos llegado a este punto de la historia. Creemos que un análisis cuidadoso de la neurociencia de la moralidad contemporánea permite ver los factores, a menudo invisibles, que han contribuido a la comprensión actual de la ética. Presentamos esta crítica no solo para despertar inquietudes sobre la consideración social de las neurociencias y la economía política general a la que la investigación científica contemporánea está indisolublemente unida, sino como una lente a través de la cual todos nosotros —filósofos, teólogos, economistas, científicos, médicos, psicólogos, pastores, entre otros— deberíamos examinar críticamente nuestra propia vida, proyectos y marcos teóricos, así como el modo en que nuestro contexto influye en nuestro trabajo y le da forma.

El argumento general de este libro es bastante sencillo: no es que la neurociencia contemporánea de la moralidad descubra la moralidad o la naturaleza humanas, sino que imagina y representa lo que la comunidad más amplia de la sociedad ya considera cierto sobre la naturaleza y la moralidad humanas. Estas figuraciones y actos surgen del imaginario social más amplio, que Charles Taylor define como una concepción incipiente «del orden moral de la sociedad».74 Se trata de una especie de orden moral metafísico que establece los límites de lo que una comunidad puede imaginar y pensar, y por tanto llevar a cabo. La neurociencia de la moral surge de este imaginario social.

Si bien esto es aplicable a la labor de investigación neurocientífica en su conjunto, en este libro nos centramos en una parte de esta, lo que denominamos discurso neurocientífico de la moralidad. Sería imposible hacer un estudio exhaustivo y detallado de esta literatura, y tal estudio sin duda pondría a prueba la paciencia de nuestros lectores. Por lo tanto, en lo que sigue, somos deliberadamente selectivos en nuestro enfoque, pero creemos que hemos elegido estudios representativos y muy citados de la neurociencia de la moralidad. A través de estos ejemplos, demostraremos no solo la frágil sustentación de lo que a menudo se presenta como un hecho, sino que también trazaremos un hilo histórico que atraviesa toda la neurociencia, esto es, las formas en que este estilo de pensamiento científico se basa en órdenes sociales más amplios. En otras palabras, en este libro abordamos críticamente la neurociencia.

Para abordar críticamente una ciencia determinada, primero hay que preguntarse qué se considera ciencia. Esta pregunta es más complicada de lo que podría parecer. Ludwik Fleck, científico y filósofo de la ciencia, en su libro La génesis y el desarrollo de un hecho científico, describe cuatro tipos de ciencia: ciencia popular, ciencia de libro de texto, ciencia de revista y ciencia de vademécum. La ciencia popular es la ciencia de los no entendidos, es la ciencia tal y como existe en la cultura de los adultos generalmente bien formados.75 La ciencia de los libros de texto es para principiantes, elaborada como si no hubiera controversias, como si todo estuviera resuelto,76 y se deriva de una incalculable cantidad de descubrimientos científicos de revistas reunidos sin tener en cuenta cómo surgió tal conocimiento. Aunque Fleck no lo dice, nosotros pensamos que la ciencia de los libros de texto es un trabajo filosófico creativo, porque supone la síntesis de una visión del mundo del tema tratado en el libro. La ciencia de los libros de texto es justo lo que parece: aquella que se ha analizado y que aporta nuevos conocimientos. Estos conocimientos han de guardar una estrecha relación con el acervo de conocimiento previo, pero son otros científicos los que juzgan si esa relación es lo bastante fuerte, si confirma o cuestiona ese conjunto de conocimientos previos. La ciencia de las revistas es selecta, circunscrita y circunspecta; es restringida y se adentra en lo desconocido. La ciencia del vademécum es la ciencia desorganizada del cuaderno del científico. Es conocimiento personal, pero también incluye notas de lo que se sabe previamente sobre un tema, combinadas con reflexiones personales acerca de este. Puede enumerar las metodologías al alcance de los científicos. Registra los datos generados por el científico y los introduce en un caótico diálogo con la opinión asentada. En cierto sentido, representa la complicación de hacer ciencia.

Nuestro proyecto abordará tanto la ciencia de las revistas científicas como la ciencia popular. Sin embargo, en el trasfondo de estos cuatro tipos de ciencia no solo se encuentra la ciencia formal. Más allá del complejo ejercicio de la ciencia en sí misma y de los complejos intercambios entre estos tipos de ciencias, la propia neurociencia es un batiburrillo de diferentes ciencias que interactúan y se interrelacionan. A menudo nombrada en plural (neurociencias), la labor de la neurociencia es interdisciplinar. Intenta combinar y correlacionar los hallazgos de varias ciencias distintas, como la psicología, la psiquiatría, la neurología, la neuropsiquiatría, la sociología, la economía, el conductismo, la economía del comportamiento, la genética y la neurobiología. Cada ámbito de la ciencia —por ejemplo, la neurobiología y la sociología— tiene sus propias teorías, métodos, objetos y objetivos, y todos ellos se combinan para ofrecernos los resultados y conclusiones de una investigación científica concreta. Así pues, la neurociencia es una fusión de varias ciencias en un único ámbito científico, que se complica aún más al practicarse en forma de divulgación, libro de texto, revista y vademécum.

Como explicábamos en el preludio a la parte I basándonos en el trabajo de Fleck, estas subdisciplinas científicas que se han agrupado bajo la neurociencia también pueden considerarse diferentes comunidades de pensamiento científicas (por ejemplo, la neuroimagenología y la economía del comportamiento). Lo que vemos es un intento de forjar una nueva comunidad de pensamiento neurocientífica que correlacione los descubrimientos de la comunidad de pensamiento neurobiológica con los de las comunidades de pensamiento científico-sociales. Dentro de las ciencias sociales, incluimos la sociología, la psicología y la economía. Cuando estos dos ámbitos se agrupan bajo el paraguas de un único protocolo experimental, cada ciencia tiene puntos de contacto con la otra, pero también amplias áreas que no se solapan. Existe una gran distancia entre ambos campos.

La distancia es aún mayor cuando se intenta sacar conclusiones de estudios experimentales sobre el comportamiento social y moral. Esto se observa no solo en las conclusiones extraídas por neurocientíficos sobre el comportamiento social y la moralidad —por ejemplo, Peter Giarnos, Stephen Manuck, Essi Viding, Uta Frith y Andreas Meyer-Lindenberg (es decir, la ciencia de las revistas)—, sino sobre todo cuando se abordan múltiples estudios en los que se juntan dos o más ámbitos de la ciencia, especialmente en obras divulgativas como las de Jonathan Haidt, Sam Harris, Simon Barron Cohen, Paul Zak y David Eagleman (la ciencia popular). Estas obras tratan de convertir los descubrimientos de la ciencia en filosofías. Así pues, para abordar críticamente la neurociencia, no solo examinaremos artículos de revistas, mediante el planteamiento de preguntas sobre su propósito, lo cual consideramos importante para comprender los descubrimientos de los estudios científicos, sino que también analizaremos los trabajos de divulgadores de la ciencia, aquellos que se arrogan el título de científicos, pero que más bien se dedican a tareas filosóficas y que lo hacen con multitud de propósitos distintos.

En este libro, pues, nos movemos a través de las fronteras de las disciplinas y exploramos los intersticios de cada una de ellas y los ámbitos científicos que generan el conocimiento y lo sintetizan. Analizamos tanto la ciencia de las publicaciones y los científicos como la ciencia popular y los divulgadores. A medida que avanzamos en este estudio, señalamos los puntos de divergencia entre sus ámbitos de conocimiento, cada uno con sus propias teorías, métodos y propósitos, y por tanto con una interpretación filosófica única. A continuación, ampliamos la perspectiva para examinar críticamente los supuestos culturales, políticos y económicos, hasta la fecha no reconocidos, que vertebran el modo en que se conciben estos estudios neurocientíficos y se elaboran. Cada pregunta es ya una búsqueda en sí misma, pues emerge de una posición social y busca algo para sus propios intereses. Como veremos en el caso de la neurociencia, cada estudio científico y cada vínculo entre los diversos descubrimientos conlleva unos supuestos morales, políticos y económicos propios, que luego reifica en el cerebro, en el genoma o en la sociedad. Por las razones antes expuestas, nos llamaban especialmente la atención los supuestos implícitos de la teoría económica que dan forma a los conceptos de virtud y vicio que se manejan en estos estudios neurocientíficos. Mostramos que la relación entre economía y virtud en el discurso popular y neurocientífico contemporáneo presupone un cambio en el constructo relativamente reciente del Homo economicus. Para complicar aún más estos relatos neurobiológicos, hay postulados no aceptados sobre pobreza y riqueza, así como un relato mucho más complejo sobre la relación entre las teorías económicas y nuestros conceptos de virtud y vicio y de comportamientos prosociales y antisociales.

En la parte I de este libro, exploramos la teoría neurocientífica sobre la moralidad. Antes de emprender este viaje, ofrecemos más información sobre la obra de Fleck y su obra La génesis y el desarrollo de un hecho científico