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¿No era el despiadado empresario que ella creía o todo su ardor era pura fachada? Christos, abogado matrimonialista, no se detendría ante nada para conseguir heredar la isla de la familia, ni siquiera ante una boda de conveniencia con Alexis, su imperturbable secretaria. Había llegado el momento de ir a Grecia a realizar una convincente actuación en público. Alexis había salido escarmentada de una relación anterior y no quería repetir el mismo error, ni siquiera con Christos, totalmente reacio al compromiso. Pero, al fingir ser la pareja perfecta ante el abuelo de él, la química entre ambos se volvió abrumadora.
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Seitenzahl: 190
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Maya Blake
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La boda secreta del griego, n.º 2897 - diciembre 2021
Título original: The Greek’s Hidden Vows
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-215-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
NO SE decía que quienes escuchaban conversaciones a escondidas nunca oían nada bueno sobre sí mismos? Christos Drakakis apretó los dientes al recordarlo. Estaba en una de las dos salas de reuniones, adyacentes, pero no se hallaba fisgoneando, ya que la sala se había vaciado cinco minutos antes de que entrara.
Estaba decepcionado y frustrado, algo que, en los último tiempos, solía ocurrir con demasiada frecuencia.
–Creo que podemos asegurar que estamos en estado de alerta.
–Eso me parecía hasta que le vi el rostro. Entonces supe que era mucho mas grave. Parece que hacía tres años que no perdía un caso. Yo no estaba aquí, pero sé que rodaron cabezas.
Gay Willis, uno de sus socios, hablaba con aprensión. Tenía derecho a sentir el mismo malestar que Christos. Por eso había bajado a la sala de reuniones, en vez de seguir en su despacho, doce pisos más arriba.
La mayoría de los abogados, con independencia de su reputación, aceptaban cierto grado de fracaso en el curso de su carrera. La mayor parte de los abogados matrimonialistas aceptaban determinados casos sabiendo que tendrían que llegar a un compromiso.
Pero no Christos.
No aceptaba un caso si no había pensado cómo ganarlo. El primero que había perdido lo afectó de tal modo que decidió estar siempre alerta. El segundo se debió a que su cliente era un mentiroso compulsivo, incapaz de decir la verdad ni siquiera para beneficiarse en su divorcio.
La pérdida actual… se le había escapado de las manos. Había debatido todas las posibilidades, investigado toda la información y estudiado los puntos flacos del contrario. Sin embargo, allí estaba, incrédulo y con el recuerdo de que el pasado siempre acechaba para sacar la cabeza.
La lección de ese día iba dirigida a Kyrios, su cliente y amigo, pero era él quien debía atenerse a las consecuencias de haber perdido su tercer caso en cinco años.
–¿Estás seguro de que solo es ese caso lo que perturba a nuestro querido líder? Lo aceptamos hace solo tres semanas y él lleva casi dos meses comportándose como un ogro.
Era cierto. Llevaba así desde aquel incidente. Y la creciente presión por parte de su abuelo había hecho que se diera cuenta de que las cosas no estaban como debieran en su vida.
Detestaba que sus subordinados buscaran excusas. Hacerlo él era anatema; de ahí que su incapacidad para solucionar aquella situación satisfactoriamente lo irritara tanto.
–¿Ha pasado algo? –preguntó Ben Smith, otro de sus socios.
–Ni idea –contestó Willis.
Sí, había pasado algo. Un momento de debilidad con su secretaria, fácilmente olvidable, se le había instalado en la memoria y se negaba a desaparecer.
Una cena con su secretaria, acompañados de un simpático matrimonio que había decidido hacer lo correcto y divorciarse amistosamente. Después habían ido a tomar una copa al club privado de él.
Aparentemente, nada fuera de lo normal.
Pero, al final de la velada, había incumplido una norma fundamental. Había traspasado una línea que ambos habían acordado no traspasar.
Su cabello espeso y sedoso entre los dedos…
Sus labios carnosos y anhelantes contra los suyos…
Las manos de él explorando las colinas y los valles del cuerpo de ella…
Gemidos lujuriosos que seguía oyendo en sueños…
Christos intentó apartar aquellos pensamientos de la mente. Pero los dioses no estaban de su parte ese día, porque, justo en ese momento, el objeto de sus pensamientos entró en la conversación.
–Alexis Sutton merece que la beatifiquen por su forma de tratarlo. Siempre reacciona ante él con una calma absoluta
Salvo aquella noche de hacía dos meses. Sus secretaria perdió la calma en esa ocasión. Y de forma tan deliciosa que aún lo perseguía el recuerdo.
En los momentos más implacables, echaba la culpa a sus clientes, que habían decidido divorciarse amistosamente en vez de con acritud. Alexis había manifestado su admiración por ellos, durante la cena, afirmando que era lo que a ella le gustaría hacer en una situación similar.
Eso hizo que él pasara de lo profesional a lo personal.
Y así sucumbió a la tentación.
Y aunque le satisfacía que el acuerdo entre ambos siguiera vigente y que fuera improbable que volviera a caer en la tentación, lo indignaba no poder olvidarlo. Cuando ella estaba cerca, volvía a notar su sabor en la boca y la suave y sedosa textura de su piel en los dedos.
Christos sabía que su incapacidad de olvidar esos breves minutos había contribuido a su malhumor y descontento posteriores. Pero se negaba a aceptar que fuera el motivo de haber perdido el caso.
No, parte de la culpa la tenían las exigencias de su abuelo durante los dos años anteriores.
–Para mayor seguridad, he llamado a mi esposa para decirle que no llegaré antes de la medianoche.
Las palabras de Willis interrumpieron los pensamientos de Christos y lo devolvieron al presente.
–No seas absurdo. Mañana será otro día. He quedado a tomar una copa con una hermosa socia en el bar de enfrente. Mi secretaria ha tenido que llamar seis veces para conseguir una mesa. No voy a anular la reserva.
–Si me hallara en tu situación, haría lo mismo.
«Basta», se dijo Christos.
Abrió las puertas y entró en la sala de reuniones adyacente a aquella en que se encontraba. Miró a sus socios de forma desapasionada, mientras estos, al verlo entrar, se pusieron rojos como un tomate.
–Willis, ofrécele mis disculpas a tu mujer y mándale un ramo de sus flores preferidas, a cuenta de la empresa, porque no va a verte hasta dentro de una semana.
Se volvió hacia el otro hombre, que temblaba visiblemente.
–Smith, pide disculpas a la mujer con la que has quedado, porque tampoco verás la luz del día hasta la semana que viene. Entre los dos quiero que dejéis un informe preliminar en mi escritorio, a primera hora de la mañana, sobre por qué un caso que parecía seguro hace dos días nos ha estallado en pleno rostro. Quiero saber cómo se nos escapó la existencia de un hijo ilegítimo. ¿Entendido? –preguntó con fingida calma.
–Desde luego –dijo Smith.
–Nos pondremos a ello inmediatamente –añadió Willis.
Christos se dirigió a la puerta.
–¿Señor Drakakis?
Se detuvo y se volvió hacia Smith.
–Sobre lo que decíamos…
–Teníais razón: no me gusta perder y esta vez también rodarán cabezas. Tenéis la oportunidad de evitar que sea la vuestra. Y os aconsejo que, en el futuro, os aseguréis de que estáis solos, antes de dedicaros a hablar como si estuvierais en el patio del recreo.
Christos no hizo caso del teléfono, que le sonaba en el bolsillo, mientras salía maldiciéndose por no haber reprimido su reacción ante el veredicto hasta llegar al despacho.
Ante la noticia de que había perdido el caso, nadie lo saludaría con comprensión y simpatía. De todos modos, él era una isla y quienes trataban de acercarse a ella no eran bien recibidos. No lamentaba semejante reputación, ya que lo había ayudado a ser socio de un bufete a los veintiséis años y, poco después, a fundar uno de los bufetes con más éxito del mundo.
La idea de que estaba en baja forma por haber estado a punto de acostarse con su secretaria lo sacaba de quicio.
Se abrieron las puertas del ascensor.
Al final, en vez de dirigirse al despacho, apretó el botón de su ático. Solo entonces se sacó el móvil del bolsillo, pero no para contestar a los mensajes de su cliente, cosa que haría más adelante, cuando tuviera un respuesta definitiva sobre el error cometido.
Lo que hizo fue mandar un breve mensaje a su secretaria. La respuesta de Alexis Sutton fue igualmente breve. Y subió cinco minutos después en el ático.
–¿Un café o dos dedos de whisky? –preguntó mientras le ofrecía ambas cosas, cuando él le abrió la puerta.
Christos se sacó las manos de los bolsillos y se le acercó.
–Si quiero beber algo, me lo serviré yo mismo. ¿Has traído la lista que te he pedido? –gruñó.
Ella no se inmutó.
Christos sabía que no era fácil trabajar para él. La capacidad de no alterarse de Alexis era el motivo de que llevara tanto tiempo siendo su secretaria. Por eso le había hecho aquella propuesta, hacía un año, cuando las indirectas de su abuelo se convirtieron en amenazas.
«No viviré eternamente, Christos».
«Demuéstrame que eres el heredero legítimo de Drakonisos o tomaré otra decisión».
Costas Drakakis lo había obligado a actuar y Christos había puesto en práctica un plan que llevaba diez meses desarrollándose sin problemas, hasta que aquella agradable cena con sus clientes y la última copa con su secretaria desdibujaron la línea que se había jurado no cruzar.
–Sí –respondió Alexis con su voz ronca, que últimamente despertaba en él la necesidad de oírla gimiendo su nombre. De nuevo–. Pero sigo creyendo que deberías beber algo. Llevas desde esta mañana sin tomarte tu dosis de cafeína, y el whisky te relajará. Después, te daré cinco minutos exactamente para que te enfades y, luego, seguiremos trabajando.
Christos dio otro paso hacia ella apretando los dientes. Aquello rozaba la insubordinación.
–¿Con quién te crees que estás hablando?
Ella alzó la cabeza, lo miró sin pestañear con sus ojos castaños con reflejos dorados que a él siempre lo hacían pensar que le lanzarían fuego. No contestó inmediatamente, lo que a él le permitió observar su sedoso cabello castaño, el brillo de sus labios, el cinturón de cuero que le ceñía la estrecha cintura y aspirar el aroma floral de su perfume.
Él había sostenido aquella cintura en sus manos y sabía que podía hacerla girar con facilidad, como lo había hecho aquella noche.
–Con Christos Drakakis, el extraordinario abogado que asusta tanto a sus adversarios como a los jueces.
–Entonces sabrás que no estoy de humor para andarme con bobadas.
–Sí, sé que quieres que alguien pague por lo sucedido y que por eso me has pedido la lista. Pero sí estas de humor para otros de tus juegos de ponerme a prueba. No voy a jugar. Así que, ¿qué va a ser? –levantó la taza de café y el vaso de whisky–. El uno se está enfriando y el hielo se está derritiendo en el otro.
–No quiero ninguno de los dos. Dame la lista, por favor.
Ella bajó los brazos y lo miró con resignación.
–Te la he mandado al móvil antes de subir. Tengo que prepararte varios informes. Dime en qué vas a trabajar para tenerlo listo –dio media vuelta y echó a andar.
Ella dominaba el arte de marcharse antes de que él hubiera acabado. Lo había hecho cada vez más durante las semanas anteriores. Aquel día le resultó especialmente molesto.
–Alexis –el tono de advertencia de su voz fue suficiente para que ella vacilara. Se dirigió a la mesita que había en el centro del salón y se inclinó para dejar el whisky y el café–. Para.
Ella se enderezó, aún con las bebidas en la mano. Se miraron a los ojos y, al cabo de unos segundos, él observó un destello de aprensión en los de ella, lo que le agradó, ya que no quería ser el único inquieto antes del mediodía de un lunes que debería haber sido rutinario.
Se le acercó lentamente recordando la conversación telefónica con su abuelo la noche anterior.
«Tu primo también tiene posibilidades».
–Te lo voy a decir claramente –dijo Alexis interrumpiendo sus recuerdos–. Si fueras otro, pensaría que habías subido para regodearte en la derrota. Pero eres Christos Drakakis.
–Lo soy. Y también sabes que detesto a los aduladores.
Le quitó la taza de las manos y se bebió el café de un trago. Después hizo lo mismo con el vaso de whisky.
La excitación que le produjo la cafeína, seguida de la calma del whisky le equilibró los sentidos. Se desabrochó el único botón del traje y se quitó la corbata. La lanzó al sofá.
Sin dejar de mirar a Alexis, se desabrochó los tres botones superiores de la camisa. No lo avergonzó disfrutar de la expresión del rostro de ella.
A pesar del muro que ella había levantado, tras la noche en el ático, no la dejaba indiferente. Él se deleitó al notar que se le aceleraba la respiración, le brillaban los ojos y daba un paso atrás con la excusa de colocar bien el libro que había en la mesita de café. Eran los mismos tics que había mostrado poco después de aceptar el puesto de secretaria, que él creyó que eran fingidos, pero que ella continuaba mostrando tres años después.
Al principio, Christos esperaba el inevitable momento en que Alexis, como las tres secretarias anteriores, aparentemente muy eficientes, le insinuara sutilmente que le encantaría que la relación entre ellos fuera más allá de lo profesional.
Ese momento no se produjo, lo cual lo puso nervioso, ya que ella era su mejor secretaria, la que se anticipaba a sus necesidades e incluso las satisfacía antes de que él se diera cuenta de su existencia.
Pero Christos no se fiaba de las apariencias, ya que los desgarradores acontecimientos de su infancia habían destruido su confianza en los demás. Así que, cada vez que se relacionaba con ella, la observaba detenidamente.
Hasta casi el final del primer año no percibió en Alexis una señal de que su presencia la afectaba. Pero ella la hizo desaparecer sin piedad.
Hasta aquella noche.
Ahora vio que ella le miraba el cuello y la parte superior del torso, antes de desviar la vista, y que había entreabierto los labios y respiraba más deprisa.
–Ya me he bebido el café y el whisky. ¿Estás lista para hacer lo que te ordene?
Ella sacó la punta de la lengua y se humedeció el labio inferior. Ese sencillo gesto bastó para que él se excitara, para confirmarle que de nuevo se adentraba en un terreno peligroso al disfrutar tanto de su forma de reaccionar ante él.
No quería perder a su secretaria ni poner en peligro el acuerdo al que había llegado con ella para asegurarse sus derechos de nacimiento. Llevaba tres años trabajando para él porque era la mejor. Pero, para satisfacer las crecientes exigencias de su abuelo, saber que ella no era la persona fría que fingía ser le venía muy bien.
–Si lo que vas a pedirme es que llame a Demitri, estoy lista. Ese pobre hombre se está volviendo loco, desde que se dictó la sentencia. Le diré que enseguida lo llamarás.
No le hizo gracia que ella le recordara de que más allá de aquellas paredes lo esperaba un desastre que había que solucionar. Pero no lo asustaban los problemas, sobre todo tratándose de Demitri Kyrios, que le había ocultado información crucial.
–¿Le digo que dentro de cinco minutos? –preguntó ella dirigiéndose a la puerta.
–Dentro de tres –ya lo había pospuesto demasiado tiempo. Se volvió a poner la corbata y a abrochar el traje–. Quiero la transcripción completa del juicio.
Ella volvió la cabeza.
–Es lo primero que he hecho al conocer la sentencia.
Él esbozó una leve sonrisa.
–Ten cuidado, Alexis, no vaya a ser que me crea que estás dispuesta a satisfacer todos mis deseos.
–Estoy aquí para satisfacer todas tus necesidades profesionales. Si no quieres que sea totalmente eficiente a ese respecto, tal vez deba buscarme a otro jefe. Estoy segura de que alguien sabrá apreciar mi dedicación.
–¿Es una amenaza?
Hacía un mes que él se había topado con un correo electrónico de una agencia de empleo que ofrecía a Alexis un sustancioso sueldo y una serie de beneficios, si se cambiaba de empresa. No estaba seguro de si ella había dejado el correo abierto a propósito, por lo malhumorado que se había mostrado ese día, pero, pidió discretamente que le subieran el sueldo un treinta por ciento.
No saber con certeza si ella aún pensaba marcharse lo corroía cada día más. Pero no podía hacer nada al respecto, ya que su ayuda era fundamental para conseguir Drakonisos, lo único que verdaderamente le importaba.
–No, señor, solo un recordatorio de que ambos podemos elegir.
–¿«Señor»?
–Es la forma correcta de dirigirme a ti. No sé qué tienes en contra.
Solo lo había llamado así durante la entrevista inicial y no quería que volviera a hacerlo.
Se acercó a la puerta y se la abrió.
–No vas a irte a ningún sitio. Aún no puedo prescindir de ti.
Ella asintió mientras recorrían el pasillo hacia el ascensor.
–Me alegra saberlo. El chef ha mandado hoy el menú de otoño. Lamentaría verme privada de sus delicias culinarias.
–Seguro que se sentirá orgulloso al saber que es el único motivo por el que sigues trabajando para mí.
Oprimió el botón para llamar al ascensor. Le costaba reconocer que la presencia de ella lo había calmado, pero no podía negarlo.
–He intentado resistirme a sus platos, pero no puedo. He empezado a ir más días al gimnasio para contrarrestar el exceso de calorías.
Christos entrecerró los ojos mientras ella entraba primero en el ascensor.
–¿Por eso últimamente no estás entre las seis y las siete?
Ella presionó el botón para que se cerraran las puertas.
–Sí, pero no creí que lo notaras.
Él la recorrió con la mirada de arriba abajo.
–He notado tu ausencia, así como que tu esfuerzo es innecesario.
Sus ojos volvieron a encontrarse y él experimentó un instante de conexión en el que el tiempo se detuvo, antes de que ella enarcara una ceja.
–Tu corres en la cinta todas las noches. ¿Es necesario tanto esfuerzo?
Él sonrió.
–Touché.
Ella le miró la boca al tiempo que también sonreía.
Las puertas se abrieron y Christos se halló de vuelta en su verdadero terreno, en el reino que había construido piedra a piedra con un sencillo pero sólido objetivo: asegurarse de que gente como su padre no pudieran hacer daño a víctimas inocentes como él y su madre. Y si el cliente ya llegaba maltratado, asegurarse de que, sirviéndose de las leyes, el perpetrador pagara un precio lo más elevado posible.
Pero antes de enfrentarse a su reciente fracaso, debía salvaguardar los tres metros cuadrados de tierra en el Egeo que habían sido su salvación en la infancia; el único sitio donde se había sentido aceptado. ¿Incluso querido? Descartó la pregunta. Aunque no estaba ansioso de analizar los sentimientos que lo impulsaban a poseer Drakonisos, no iba a quedarse sentado y dejar que su abuelo se la entregara a su primo.
Para ello debía revisar el acuerdo previo con Alexis. En los momentos de calma, no dejaba de preguntarse si estaba en su sano juicio al habérselo propuesto.
–Alexis…
–¿Sí? ¿Quieres algo más?
–Sí, ha llegado la hora de que repitas tu otro papel.
Christos no supo por qué ella palidecía, se le agrandaban los ojos y daba un paso atrás, todas ellas reacciones negativas, cuando él se esperaba lo contrario, incluso que se mostrara entusiasmada.
–Pero estamos en junio. No íbamos a ir a Grecia hasta dentro de dos meses –su voz temblorosa indicaba cómo se sentía y que, probablemente, al igual que él, prefería no recordar el tema, salvo que fuera estrictamente necesario.
Pero el acuerdo no había sido unidireccional. Ella había negociado las condiciones y los beneficios.
Y, como siempre le había sucedido en los momentos claves de su vida, lo habían considerado un peón, un medio para lograr un fin.
Se negó a sentirse culpable por inclinar la balanza a su favor.
–Hay problemas con mi abuelo.
Ella lo miró con los ojos como platos.
–¿Y qué significa eso?
–Significa que ha llegado la hora de que vuelvas a ser mi esposa, Alexis.
EN EFECTO, ella estaba casada con su jefe, según un documento guardado en un rincón de un cajón, en el que figuraba como Alexis Drakakis, esposa de Christos Drakakis, abogado multimillonario y posible heredero del imperio de su abuelo.
Un documento que ella no había sido capaz de volver a mirar desde que lo había tenido en la mano, una sola vez, mientras se preguntaba si había tomada una decisión acertada o seguía presa del minuto de locura que le había hecho acceder a la absurda propuesta de su jefe. Un trato que duraría tres años y que ella creía que controlaría con la misma eficiencia que llevaba el despacho.