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«La bolsa de huesos» se trata de una novela policiaca de Eduardo Ladislao Holmberg y se considera la novela fundadora del género policial en Argentina. Un médico regresa de un viaje y a través de dos amigos de profesión descubre que alguien ha abandonado esqueletos a los que les falta la cuarta costilla. Entonces, comienza una investigación para descubrir la verdad.
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Seitenzahl: 102
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Eduardo Ladislao Holmberg
Saga
La bolsa de huesos
Copyright © 1896, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726681031
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Señor D. Belisario Otamendi
Estimado amigo:
Cometería un acto de insolente modestia si no consignara aquí que usted escuchó la lectura de este juguete policial con toda la atención que corresponde á una persona bien educada, y que me felicitó con las expresiones de la mayor cordialidad en el momento en que, dejándose llevar el escritor por la lógica inflexible de los sucesos, llama el pesquisante por su nombre á la persona misteriosa que motiva la indagacion.
No olvidaré tampoco sus palabras al terminar la lectura:«No soy juez en materia literaria; pero no obstante, me gusta más La bolsa de huesos que La casa endiablada; policialmente, si fuese yo el autor, terminaría la obra con el capítulo VI. Hasta aquí no tengo pero que ponerle.»—«Amigo mio»—le dije—«usted olvida que soy yo, yo mismo, quien hace la pesquisa»—«Nada... esa persona criminal tiene que ir á manos del Juez de instruccion y luego á las del Juez del crimen.»
He consignado esto porque envuelve para mí el mayor elogio: ¡insistir con enfado el Jefe de la Oficina de pesquisas de la Policía de Buenos Ayres en llevar á la cárcel un fantasma de novela! Nunca soñé un éxito semejante.
Uno de mis mejores amigos, que durante tres años ha desempeñado fuera de aquí las más altas funciones policiales, está de acuerdo con usted en que los capítulos VII y VIII no debieron escribirse. Está furioso conmigo. No hay razon que le convenza.—«Usted es un decadente, un romántico; usted merecería que fuera cierto lo que ha escrito para que lo llevaran á la cárcel, no tanto por la parte que se adjudica en el segundo desenlace, sinó por haber redactado los dos capítulos finales» — «Pero amigo, soy yo, Doctor en Medicina de la Facultad de Buenos Ayres, quien hace la pesquisa; son el derecho y el deber del secreto médico que abren ante mi curiosidad un corazon al que aplico el remedio.» — «Bonito remedio; me quedo con La casa endiablada.»
He leído tambien la obra á otro amigo que es un excelente médico, altruista sério y poeta galano. —«Qué quiere?»-me ha dicho—«seré mal juez; pero ésta me gusta más que Nelly. Es más humana, más suya, más propia de un médico.»—¿Y los dos capítulos finales?» — «Usted no es empleado de Policía; usted tiene el derecho de no llevar sus personages á la cárcel.»
Pero, ¿cómo habría de llevarlos, si salen del tintero?
Si le citara todas las opiniones, podría usted creer que estoy perplejo. Nada de semejante cosa: respeto mucho las ajenas, y tambien respeto las mías.
Y precisamente por eso, y porque «on m'a loué comme j'aime à l'être, segun exclamó cierto dia Napoleon I, permítame ofrecerle en estas líneas dededicatoria "La bolsa de huesos", con sus dos capitulos finales, y con la idea de que la muerte no es en todos los casos un castigo para el criminal, mientras que puede ser un cielo para la conciencia.
Con un apreton de manos, le saluda afectuosamente
Eduardo Ladislao Holmberg
Regresaba de un viaje largo y penoso, y en la confusion del primer momento, los abrazos de la familia, las atenciones del equipaje y el estallido de felicidad al encontrarme de pronto en el hogar, sentí renacer muchas alegrias que me vedara la contemplacion de las llanuras y montañas, los bosques y los ríos de mi tierra, tan rica y tan hermosa, pero tan absorbente y dominatriz por el influjo de esa misma belleza y que me habría transformado ya en una especie de vagabundo como un beduino, si no hubiera sido por los imanes del corazon y el vértigoavaasallador de una ciudad en la que se respira una atmósfera intelectual y necesaria.
Al rumor de los torrentes, reemplazaba el tumulto de los grandes centros urbanos; al aroma de los bosques, el humo de 40 000 cocinas; al poncho el sobretodo; á la montaña de cima nevada el frontispicio corintio; al asador la parrilla, al cuchillo de monte el cubierto, y al rebenque la lapicera.
A las primeras preguntas, responden las promesas de próximas narraciones de lo que no se escribe. La correspondencia está ahí, toda íntegra. Al través de las leguas, el itinerario se ha seguido por el telégrafo y sobre el mapa, y las interrupciones y espectativas que motivó el desierto se compulsarán mas tarde con los apuntes de la cartera de viaje.
Procedamos con órden. Coloquemos las colecciones bajo techo, no sea que una llúvia inesperada penetre en los cajones y las dañe. Ya está. Y despues de una policía personal tan minuciosa como sea posible, que comienza en la peluquería y continúa en el baño, vamos á la mesa, y demos rienda floja á las curiosidades respectivas.
En la série de preguntas y respuestas se perfila el deseo de conocer los tesoros recogidos en lejanas comarcas. Los cajones se abren. Al aparecer una mariposa de espléndidas alas, brotan en coro las exclamaciones, y al brillar el plumaje rutilante de un picaflor de fuego, se oyen blasfemias femeninas que lo elogian como adorno del tocado.
Aquí están las piedras; allí los herbarios.
—«No vayan á romper esos frascos!»
—«¿Es esta la víbora de cascabel?»
—«¡Qué linda rana!»
—«¿Qué pescadito es este?»
—«Aquí hay huesos humanos.»
—»¿Y estos cacharros?»
Los amigos y parientes acaban de leer la noticia de la llegada y aumentan la rueda. Los compañeros transfigurados, ya sin barba, y en posesion de sus actitudes urbanas, asisten á la supresion del mantel, pieza que no figuraba en las cenas de los bosques.
Todos hablan, todos preguntan, todos responden, y la animacion del cuadro parece no debiera concluir.
Una mano infantil y traviesa levanta un cráneo y lo muestra á los circumstantes. Los competentes se apoderan de él, lo miran, lo examinan, y declaran que pertenece á una raza indígena y sin mezcla.
—«A propósito» — dice Alberto— «tengo algo que te puede ser útil.»
—«¿De qué se trata?
—«En casa de una familia de mi relacion, vivía, hace algun tiempo, un estudiante de Medicina, que ha dejado allí una bolsa de huesos, y no saben qué hacer con ella despues de haberse retirado él; ¿los quieres?»
—«Mándamelos; no faltará algun estudiante á quien le puedan servir.»
—«Mañana los tendrás aquí.»
—«¿Dónde es la casa?»
—«Calle Tucuman, número tantos.»
—«¿Y estás seguro de que son huesos de estudio?»
—«¡Ya lo creo!»
—«¿Has conocido al estudiante?»
—«Yo no; pero la familia sí.»
—«¿Y no podrían ser huesos con los que tuviera algo que hacer la Policía?»
—«¡No embromes!»
—«Nó; pero es bueno que te lo avise.»
Hasta este momento, el lector no ha tenido motivo para interesarse con el desordenado prólogo que precede á esta línea, y casi se siente inclinado á abandonar una lectura que, desde el principio, le ha ofrecido un despliegue de asuntos personales, y muy poca materia de curiosidad.
Pero está en un error, y es verosímil que, juzgando con imparcialidad y sano criterio, reconozca en el autor algun motivo para ofrecerle una madeja enredada en vez de una copa transparente y rebozante de capitoso licor.
Si tiene la bondad de acompañarme en lo sucesivo, abrigo la esperanza de que cambiará de opinion y, si me disculpa ciertas referencias á actos propios, quizá llegue a apasionarse, como me sucedió á mí, al adquirir conocimiento de una historia tan extraña como la que voy á referirle. Desde este instante,reconoce con facilidad que las mariposas y los picaflores no tienen ninguna intervencion en ella, y que, si alguna vez se nombran, se debe á las exigencias de una ornamentacion que no daña, como sucede con ciertos lunares traviesos, junto á ciertas bocas del género confite.
Regresaba, pues, de un viaje.
Al dia siguiente recibí una cartita de Alberto en la que me anunciaba el envío de la bolsa de huesos, y como la carta y la bolsa se acompañaban, vinieron ambas á mi poder al mismo tiempo.
Tratándose de huesos humanos, de propiedad de un estudiante, y más aún, en el momento en que organizaba las colecciones y manuscritos de viaje, para entregarme á las tareas de gabinete, poco era el interés que me inspiraban, así es que coloqué la bolsa, sin abrirla, en un rincon del escritorio, y la carta en un cajon de la mesa de escribir.
Durante algunas semanas estudié y escribí con entusiasmo. La mayor parte del material se había distribuido en buenas manos de especialistas, yo determinaba lo que me correspondía en la division del trabajo, y los manuscritos avanzaban.
Algunas veces, á causa de las manipulaciones microscópicas, ó por necesidad de cambiar de postura, despues de dos ó tres horas de estar escribiendo, levantaba la cabeza y veía la bolsa en el rincon; pero lo hacía con indiferencia, y sin que despertara en mí otra cosa que el recuerdo de su orígen.
No soy supersticioso; aunque á veces, por dar gusto á los homeópatas, cuando como rabanillos, ó alguna otra legumbre que contiene azufre, se despierta en mi cerebro una idealidad extraña que se parece por algo al misticismo, y me salta en la memoria, como una liebre forforescente, aquella estrofa de Echeverría:
Las armonías del viento
dicen más al pensamiento
que todo cuanto á porfia
la vana filosofía
pretende altiva enseñar.
Nunca he aprendido nada en el rumor del viento; pero la fantasía goza sin duda al modelar imágenes sutiles y graciosas, despertadas por una música tan vaga como intraducible.
De todas maneras, aquel misticismo no tiene nada de hostil.
Si se apodera del ánimo cuando estoy escribiendo, mayor es el placer que experimento al pensar en Castellano, leo en voz alta lo que va naciendo en el papel, y me parece más dulce, se me ocurre que las figuras son más blandas, y que la imaginacion se pasea como entre una nube de criaturas etéreas, hadas ó silfos, que se bañaran en un ambiente de transparencias irizadas.
Gemía, pues, el viento en la ventana, y su canto gratísimo acompañaba, por decirlo así, la descripcionque estaba haciendo de una gruta, en la que sólo debía intervenir la severidad del geólogo, y no los fantaseos de un poeta. Pero no podía escribir con la gravedad que deseaba, y, de tiempo en tiempo, una frase lujosa, involuntaria, descomponía el conjunto de las rocas rígidas. Establecióse una lucha entre las acciones de la razon, de la voluntad y del lirismo, y comprendí que el númen científico me abandonaba.
Solté la pluma y encendí un cigarrillo.
Mientras las nubecillas azuladas jugueteaban en torno mio, cerré los ojos, y escuché «las armonías del viento».
De pronto se dejó oir el grito estridente de una lechuza, tan inesperado como siempre, lo que me obligo á abrir los ojos, y ví, sobre la bolsa de huesos, una imágen fugitiva de lechuza, simple coincidencia, sin duda, de la interposicion de una nubecilla de humo, y de la proyeccion exteriorizada de la forma mental del ave nocturna, evocada repentinamente por el grito.
No podía ser de otro modo, porque, sobre la bolsa, no había tal lechuza.
Quise continuar escribiendo; mas no pude.
No encontraba los giros naturales, ni las palabras propias, y á cada momento miraba la bolsa.
Recogí entónces los papeles, y procuré dejar la mesa tan desocupada cuanto fuera posible, y acercándome al rincon, tomé la bolsa y la desaté, colocando uno por uno los huesos sobre aquella. Cuando ya no quedó ninguno, les dí sus relaciones naturales, y empecé á examinarlos metódicamente.
Era el esqueleto de un hombre jóven, como de 23 á 24 años, de estructura fina, de 1.75 próximamente de alto, sano, dientes magníficos, cráneo armónico, y en el que un frenólogo habría reconocido, además de las exteriorizaciones óseas de una inteligencia equilibrada y superior, las eminencias de la veneracion, de la benevolencia, de la destructividad y de la prudencia.