La bolsa y la vida - Jacques Le Goff - E-Book

La bolsa y la vida E-Book

Jacques Le Goff

0,0

Beschreibung

El autor ofrece con una prosa ágil un verdadero tratado sobre la usura en la Edad Media cristiana, demostrando desde una nueva perspectiva la vinculación entre los campos de la economía y la religión, verdaderos pilares sobre los que descansaban las estructuras de la época. El usurero, tan odiado como imprescindible, está asociado con uno de los siete pecados capitales: la codicia. Aun durmiendo, su dinero le hace más rico, manifestándose así como un ladrón de tiempo. El usurero está irremediablemente condenado al infierno. Sin embargo, en vísperas del auge de los grandes movimientos económicos del capitalismo moderno, la teología medieval salva al usurero del infierno e inventa para él una morada algo menos funesta: el purgatorio. Así alcanza su doble objetivo: conservar la bolsa sin perder la vida eterna.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 168

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Otros títulos de Gedisa_cult·

Pero yo vivo solamente de los intersticios

Peter Handke

Las formas del olvido

Marc Augé

Cultura y compromiso

Margaret Mead

Antígonas

George Steiner

Lenguaje y silencio

George Steiner

En el castillo de Barba Azul

George Steiner

Dos ensayos sobre Goethe

Walter Benjamin

Tiempos presentes

Hannah Arendt

Pensar / Clasificar

George Perec

LA BOLSA Y LA VIDA

Economía y religión en la Edad Media

Jacques Le Goff

Título del original en francés:

La bourse et la vie

(Publicado en la colección «Textes du xxe siècle»,

dirigida por Maurice Ollender).

© by Hachette, París, 1986

Traducción: Alberto L. Bixio

Diseño de cubierta: Imagen adaptada de Gli usurai, de Marinus van Reymerswaele

Primera edición, colección Hombre y Sociedad, 1987

Segunda edición, colección cladema, 2013

Tercera edición, Gedisa_cult·, 2021

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

www.gedisa.com

Preimpresión: Moelmo S.C.P.

www.moelmo.com

eISBN: 978-84-9784-437-6

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

Índice

Prólogo

1. Entre el dinero y el infierno: la usura y el usurero

2. La bolsa: la usura

3. El ladrón de tiempo

4. El usurero y la muerte

5. La bolsa y la vida: el purgatorio

6. «El corazón también tiene sus lágrimas»

Apéndices

Bibliografía

A la memoria de

Robert S. López

Prólogo

Hay otra forma de afrontar la historia económica: Jacques Le Goff la desarrolla con dignidad en el libro que el lector tiene entre sus manos. Convencido, tras leer al injustamente olvidado antropólogo húngaro Karl Polanyi, de que la economía medieval estaba «encastrada» en la sociedad, optó por analizar la usura desde el espacio de la moral de la Iglesia. Aquí está la sustancia de una innovadora concepción de la Edad Media, a través de la distinción entre el dinero y el capital realizada por los escritores que redactaron los exempla para insertarlos en los sermones que orientaban la conciencia moral de los laicos. La economía se asocia, por consiguiente, a realidades situadas por encima del transporte de mercancías, las redes comerciales o el intercambio monetario: unas realidades vinculadas al territorio del imaginario medieval y que permiten conocer las maneras, a menudo veladas por el secreto de confesión, de valorar el dinero.

Treinta años antes de publicar La bolsa y la vida, en 1956, Le Goff había abordado, para el número 699 de la colección creada por PUF Que sais-je?, la descripción de los mercaderes y los banqueros de la Edad Media, donde puso de manifiesto que el comportamiento religioso de esos grupos sociales respondía a una moral capaz de percibir el dinero como el primer impulso de la modernidad. Una observación que destacó Michel Mollat en la reseña de este libro. Cuando la leo de nuevo, reconozco que Mollat atinó al situar aquí el perspicaz diseño del método de faire de l’histoire que caracteriza la obra de Le Goff a la hora de situar el origen del capitalismo en la sociedad medieval, apoyándose en los grandes maestros Gino Luzzatto, Armando Sapori, Raymond de Roover, Federico Melis y Franco Borlandi. Es la sugerente lectura de un historiador forjado bajo la tutela de Charles-Edmond Perrin y de Maurice Lombard, capaz de describir a los treinta y dos años (Le Goff había nacido en Toulon el 1 de enero de 1924) el perfil de los mercaderes y banqueros de una época que había sido olvidada por Max Weber en su interpretación del capitalismo como resultado de la ética protestante. El texto de ese Que sais-je? de 1956 se teje con resúmenes de decenas de trabajos, como exigía la editorial, donde todo está por descifrar, donde se puede seguir la trama de sus argumentos, se la puede rastrear en todas sus puntadas y en todos sus niveles.

Esa trama es el emocionante desarrollo de la histoirenouvelle impulsada desde los Annales de Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel: la nueva escritura del pasado había llegado para quedarse. Pero, para que una generación interesada en esa renovación aceptara los argumentos adelantados en este libro, era necesario dar paso al manifiesto. Las viejas síntesis sobre la Edad Media en Francia (la de Louis Halphen o la de Édouard Perroy) estaban superadas, y su lugar fue ocupado por una nueva síntesis nacida a la vez que los cambios que identificamos con los años sesenta en filosofía, música o moda en el vestir, y carente de una existencia real anterior: la nueva síntesis fue La civilización del Occidente medieval, publicada en 1965 por la editorial Arthaud. Su autor, naturalmente, era Jacques Le Goff, que para el medievalismo de aquel entonces era lo que Roland Barthes para la crítica literaria.

Como genuino miembro de la escuela de los Annales, y de su corolario educativo afincado en la École Pratique des Hautes Études, Le Goff no quiso atenerse en este libro a la sucesión de acontecimientos y personajes sino a ese territorio de la historia llamado estructura, pues en su opinión la vida humana no hace otra cosa que «encajarse» en la estructura de la civilización y es a ella a la que dedica su atención, como puede verse en estas palabras de su introducción:

La Edad Media de los últimos descubrimientos no es la misma que la Edad Media de los nobles aspectos revelada por la historiografía tradicional, de la cual ha partido la leyenda dorada de la época medieval. Es una Edad Media de las profundidades, de los fundamentos, de las estructuras.

Este cambio de perspectiva, postulado abiertamente por Le Goff, es uno de los elementos centrales de las batallas culturales de los años sesenta, que tuvieron como marco de referencia los sucesos de mayo del 68, y en los que él era una de las figuras más destacadas en el campo del medievalismo francés (la otra figura, su gran amigo Georges Duby, hacía la culture war por su cuenta y riesgo desde su silente refugio en la universidad de Aix-en-Provence hasta su llegada al Collège de France en 1970). Como resultado de todo ello, el estudio de la historia no se realiza mediante las ilusiones positivistas ni las abstracciones marxistas, sino por medio de construcciones que apelan a la antropología para ajustar la longue durée braudeliana, con lo que se refuerza la tendencia a investigar lo cotidiano, lo ordinario. La forma que adoptan esas construcciones varía: descripción de una aldea cátara en el caso de Emmanuel Le Roy Ladurie en Montaillou, diagnóstico del proceso religioso con Michel de Certeau, y otras muchas. Todas ellas representan intentos de formular el modo en que una sociedad entiende el universo cultural.

Como otros muchos historiadores de mi generación, quedé fascinado con esa forma de abordar el estudio del pasado específicamente francesa, a pesar de que las figuras más relevantes procedían de la filosofía con Michel Foucault y Jacques Derrida, de la crítica literaria con Roland Barthes y Julia Kristeva, de la antropología cultural con Lévi-­Strauss y Maurice Godelier, del psicoanálisis con Gilles Deleuze y Félix Guattari o de la epistemología con Paul Veyne y Serge Moscovici. Por mi cuenta, leía con entusiasmo, y a veces con precipitación, todo lo que se publicaba en esos años, viendo una suerte de guía para perplejos en ese brillante conglomerado de ideas de creativa renovación del estudio de los comportamientos humanos. Le Goff era mi favorito, así me lo había hecho ver Roberto S. López durante un paseo por las Ramblas de Barcelona, camino de las Atarazanas, en el otoño de 1969.

La civilización del Occidente medieval, que me apresuré a comprar en la edición que la editorial Juventud sacaba a finales de ese mismo año, en la traducción de Josep de C. Serra Ràfols, estuvo presente en mi mesa de trabajo para orientar mis pasos en la docencia universitaria y mis preguntas a los documentos que iba transcribiendo con lenta pulcritud en la sala de lectura del Archivo de la Corona de Aragón. Sin duda, eso significaba que era necesario buscar su especificidad, de modo que debía atender también a los estudios de Georges Duby, como me sugirió mi amigo Charles-Emmanuel Dufourcq. Me atraía la propuesta de analizar las estructuras de parentesco buscando fuentes genealógicas, o sencillamente de perfilar el mundo de los jóvenes como testigos de una rebeldía generacional en el último tercio del siglo xii, ante el imparable avance de la cultura gótica y lo que ello conllevaba. Busqué esa narrativa que pudiera orientar mis preocupaciones y ejemplificar mis deseos de entrar en contacto directo con esas formas de abordar el pasado, tan distantes de las que se llevaban a cabo en mi universidad, donde el dilema residía en aceptar un marxismo de recetas o un positivismo caído en desgracia.

Le Goff fue la prueba definitiva, con sus fiables trabajos, con su inversión de los objetivos de investigación, con el estilo referencial que envidiaban incluso los que no le entendían. Lo comprobé en Spoleto, el mes de abril de 1975, tras hablar con él en un breve aparte una vez que había acabado su magnífica lección. En los argumentos que esgrimió sobre los gestos del vasallaje y la inevitable relación del homenaje con las estructuras de parentesco de la nobleza feudal estaban los indicadores de la investigación que tenía en curso en aquellos años. Y así se lo hice ver. Tras la confidencia, me emplazó a que hablara con Georges Duby: en él encontraría la ayuda necesaria para orientar mis investigaciones sobre el parentesco en la sociedad feudal. Y así lo hice de inmediato. Desde ese momento, entré a forma parte del círculo de historiadores que fuimos en búsqueda de esa «Otra Edad Media» que, al modo de un moderno Grial, se levantaba ante nosotros como el mejor de los desafíos. Nunca dejé de leer a Le Goff, que, en definitiva, era el teórico de ese cambio de actitud que él mismo fue definiendo en artículos, libros y conferencias. La unidad de sus criterios (su realidad más verdadera) residía en un espíritu creativo pocas veces visto. Por consiguiente, no fue una sorpresa, pero sí una agradable alegría, la lectura que hice de un artículo publicado en el número 325 de la revista Critique, en junio de 1974, en colaboración con Pierre Vidal-­Naquet, y titulado «Lévi- Strauss en Brocéliande. Esquisse pour une analyse d’un roman courtois». El texto me hizo cambiar la orientación de mis investigaciones en el difícil otoño español de ese año: la clave estaba en la novela de Bretaña de Chrétien de Troyes, y allí me dediqué durante años a investigar y a dictar seminarios (entre 1976 y 1983) que dieron lugar a mi libro más extenso de entonces, que en buena parte respondía a la sentida admiración por este brillante ejercicio de análisis estructural.

El estudio de la Edad Media significaba un inmenso campo de posibilidades interpretativas mediante el recurso a la lectura densa de los textos. Estaba metido en este mundo cuando, en un viaje a Italia a finales de la primavera de 1987 para participar en unas jornadas en homenaje a Roberto S. López, vi en un escaparate de la librería Tombolini de Roma el libro La bolsa y la vida en la bella colección de Textes du XXe siècle, de la editorial Hachette. Al final, el círculo se cerraba al comprobar que la dedicatoria era a Roberto S. López. Y me dispuse a leerlo como una etapa clave en el peregrinar iniciado con Mercaderes y banqueros en la Edad Media. Le Goff, una vez más, iluminaba el camino del medievalismo. De los meses previos a su publicación me vienen a la memoria algunas imágenes. En una de ellas veo a Le Goff con su pipa (como casi siempre) en una sesión de trabajo en la École des Hautes Études, junto a su discípulo, y hoy maestro, Jean-Claude Schmitt, a quien yo había invitado en la primavera de 1985 a Barcelona para participar en un curso organizado por la Caixa sobre el mundo imaginario y el mundo maravilloso en la Edad Media. Le veo también en otros momentos, en otros lugares, incluso en televisión. Son pequeños fragmentos de unos recuerdos de aquel tiempo en el que, a veces, me sentía en medio del équipe escuchando al maestro sobre la necesidad de estudiar los exempla medievales como fuente clave para el estudio de los comportamientos y los valores religiosos de la Edad Media. Eran reuniones muy llamativas, de sabios, en las que sin duda era un intruso, pues en esos años había apostado por el estudio de la memoria de los feudales (que al final había adoptado la forma de un libro que prologó Georges Duby). Pero, en los pocos ratos que acudía al seminario de la École, descubría que allí se esbozaba el método de análisis que Le Goff proponía para el estudio de esos sermones que constituyen las fuentes que dieron vida a su libro sobre la bolsa y la vida. Se aprendía mucho en aquellas reuniones.

El año 1986 fue clave en muchos sentidos. Le Goff, orgulloso de tener un genio tan especial, encontró sus interpretaciones de los siglos xii y xiii en el nacimiento del purgatorio y en la vida de san Luis, que dieron origen a dos magistrales libros suyos. Con ellos quería demostrar que se negaba a rendirse ante la presión de lo que se llamó el giro lingüístico que en París protagonizaba la cuarta generación de los Annales. Era el medievalista que aún iluminaba el camino. Y, con estos recuerdos, me precipité en la lectura de La bolsa y la vida en el tren que me conducía de Roma a Génova en junio de 1987.

¡Qué momento más admirable! En este libro está todo lo que la historia nouvelle se ha propuesto hacer, en apretado resumen, perfectamente fusionado, con un estilo ágil, donde la erudición se inserta con un aire ligero en un texto preciso, cargado de intenciones, que hace pensar al lector. Al argumentar sobre la usura en la formación del capitalismo, Le Goff coquetea con algunas ideas de Marx y cuesta encajar eso con un medievalista dedicado a analizar a Cesáreo de Heisterbach, con su encendida loa a la fuerza de la contrición en general y a la devoción interior en general. Allí donde Marx ve el peso del capital como el principio activo de la injusticia social, Le Goff ve casi lo mismo, pero atiende al gran cambio en la historia de la conducta moral, la historia de un sistema de valores. Y escribe al respecto:

Veamos pues cómo en el siglo xiii, y más allá del purgatorio, el usurero entra en esa marcha de la devoción cristiana hacia la vida interior. La salvación de un usurero exige fatigas y hay que confiar en Dios para salvar (con purgatorio o sin él) a los usureros sobre los cuales Él solamente sabe (faltando la confesión y la restitución) si experimentaron una auténtica contrición. Pero la contrición no es una cuestión de algunas palabras dichas a flor de labios. Si el usurero tiene un corazón, es el corazón el que debe hablar.

Le Goff, a lo largo de su dilatada vida, ha evitado siempre una lectura economicista del origen del capital comercial, pues nunca se avino con los planteamientos que minimizan el efecto de la moral y el imaginario individual, incluidos los modelos religiosos. En un sentido profundo, tomó cierta distancia con el marxismo imperante en determinada historiografía de esos años en Francia, que relegaba este territorio de la historia a ser una superestructura ideológica. Una postura que explica la manera como se planteó el nacimiento del purgatorio en la obra publicada por Gallimard en 1981. Baste leer una conclusión que anotó en el libro que ahora prologo:

El purgatorio es decididamente sólo uno de los guiños que el cristianismo hace al usurero en el siglo xiii, pues el purgatorio es lo único que le asegura el paraíso sin restricción. El purgatorio, como dice Cesáreo de Heisterbach hacia 1220 —al referirse, no a un usurero, sino a una joven monja que fornicó con un monje y a la que Dios la hizo morir en el parto junto con el fruto de su pecado—, el purgatorio, aun en este caso, representa la esperanza; y en el caso del usurero dispuesto a la contrición final, la casi certeza de que se salvará, de que podrá obtener a la vez la bolsa aquí abajo y la vida, la vida eterna en el más allá.

Esa toma de conciencia moral, para Le Goff, tiene unas consecuencias que van mucho más allá del pequeño mundo de los mercaderes del dinero, de su innovadora concepción del tiempo (el tiempo del mercader) y de sus cuitas por salvar el alma; afecta al perfil de una sociedad. Y así escribe:

Un usurero en el purgatorio no hace el capitalismo. Un sistema económico reemplaza a otro sólo al cabo de una larga carrera de obstáculos de todas clases. La historia son los hombres. Los iniciadores del capitalismo son los usureros, mercaderes de futuro, mercaderes del tiempo que, en el siglo xv, León Bautista Alberti definirá como el dinero. Y esos hombres son cristianos. Lo que los retiene en los umbrales del capitalismo no son las consecuencias terrestres de las condenaciones de la usura por la Iglesia, sino el miedo, el miedo angustioso al infierno. En una sociedad en la que la conciencia es una conciencia religiosa, los obstáculos son en primer término —o en última instancia— religiosos. La esperanza de escapar al infierno gracias al purgatorio permite al usurero hacer progresar la economía y la sociedad del siglo xiii hacia el capitalismo.

Del mismo modo que debemos renunciar a creer que la génesis del sistema económico moderno se debe a un cambio en las fuerzas productivas, con la aparición de la manufactura, en la línea de Marx; debemos renunciar también a la convicción de que el lujo es el generador del capitalismo, como sostenía Werner Sombart. No se trata de descifrar la ecuación de cómo y por qué tuvo lugar un cambio profundo en el orden económico; hay que lograr saber cómo la economía se «desencajó» de ese social que se suele llamar la feudalidad. Se dejan a un lado los objetivos de la economía política marxista para captar el momento histórico en el que tiene lugar ese cambio. En la descripción ofrecida por Le Goff de la moral en los años que predicaba Francisco de Asís, está aún el rechazo del dinero identificado con la usura de los escritos de Jacques de Vitry, pero también el cambio de actitud que permite a las órdenes mendicantes, mediante colecta pública, subsistir y hacer frente a los gastos que le incumben en su labor pastoral. La necesidad de imponer un nuevo sistema económico acorde con la sociedad de los horizontes abiertos, que decía Roberto S. López, se convierte para Le Goff, y le cito, «en una lucha encarnizada, cotidiana, marcada por las repetidas prohibiciones, emprendida en la coyuntura de los valores y de las mentalidades forjadas para legitimar el beneficio lícito que hay que distinguir de la usura ilícita». Basta entrar en la tonalidad espiritual del siglo xiii para aproximarse a la realidad de la lucha cultural sobre el valor social del dinero. Y una vez precisada cuál es exactamente esa realidad en los sermones de los eclesiásticos, se explicarán mejor los gustos y modos de una época que fue capaz de transformar «la bolsa» en el capitalismo como un estilo de vida. Puede haber otras interpretaciones de esta historia, pero no con la calidad y el rigor de la aquí propuesta que, sin embargo, exige la complicidad del lector con el autor y con los personajes a los que cita en el interminable juicio de cómo asumir el dinero en la vida social sin socavar la creencia cristiana de que ningún rico entrará en el Reino de los Cielos.

Nadie piense que dejo de lado el espíritu crítico al seguir los hilos con los que Le Goff tejió este bello libro, La bolsa y la vida; más bien hago gala de él al revisitar una época gloriosa que convirtió París, como dijo el novelista Alain Robbe-Grillet, «en un campo de batalla y en una apuesta cultural». Es verdad que, cuando Le Goff lo redactó, era consciente de la gravedad del momento histórico en el que vivía (apenas tres años después se produjo la caída del Muro de Berlín), y llegó a la conclusión de que la nueva moral del dinero creada por los mendicantes en el siglo xiii era directamente proporcional al valor concedido al ser humano como sujeto de una historia donde crecía el relativismo al comprobar que el mundo era más grande, más complejo, más rico en ideas de lo que se pensaba en los círculos conservadores. Lo que es una forma de decir que, con La bolsa y la vida, Le Goff invitó a sus lectores a entender el cambio histórico, a punto de producirse en el mundo en el último tercio del siglo xx