La canción del cuervo - T. J. Klune - E-Book

La canción del cuervo E-Book

T. J. Klune

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Beschreibung

La vida de Gordo está tan marcada por el dolor como su piel por la magia. Endurecido por la traición de una manada que lo dejó atrás, juró no volver a involucrarse nunca en asuntos de lobos... o eso decía, hasta que volvieron y con ellos Mark Bennet. Ahora deben enfrentarse de nuevo a una amenaza que pondrá sus vidas en peligro. Pero el tiempo se está acabando. Y algunos lazos están hechos para romperse.

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Lectura recomendada a partir de 16 años

Título original: Ravensong

Traducción del inglés: María Victoria Boano

Edición revisada y adaptada.

Primera edición: enero de 2022

© TJ Klune, 2018

© VR Europa, un sello de Editorial Entremares, S.L., 2022

Gran Vía de Les Corts Catalanes 283, 08014 Barcelona - www.vreuropa.es

Todos los derechos reservados.

ISBN: 978-84-124770-9-2

Depósito legal: B-19.386-2021

Diseño de cubierta: Reese Dante — Adaptacion de cubierta: Julián Balangero

Maquetación: Valeria Miguel Villar (Olifant)

A todos aquellos que oís las canciones de los lobos, prestad atención:

la manada os está llamando a casa.

«¡Profeta!» dije, «ser maligno,

pájaro o demonio, siempre profeta,

si el Tentador te ha enviado, o la tempestad

te ha empujado a estas costas,

a esta desértica tierra encantada,

a esta casa rondada por el Horror!

Profeta, dime la verdad, te lo imploro.

¿Hay, dime, hay bálsamo en Galaad?

¡Dime, dime, te lo ruego!»

Y el cuervo dijo: «Nunca más».

El cuervo, EDGAR ALLAN POE

PROMESAS

Nos vamos —dijo el Alfa.

Ox estaba de pie junto a la puerta, nunca lo había visto tan pequeño. Tenía la piel de debajo de los ojos morada.

Esto no iba a acabar bien. Las emboscadas nunca acaban bien.

—¿Qué? —preguntó Ox, entrecerrando levemente los ojos—. ¿Cuándo?

—Mañana.

—Sabes que aún no puedo irme —dijo. Me toqué el cuervo del antebrazo y sentí el aleteo, el latido de la magia. Ardía—. Tengo cita con el abogado dentro de dos semanas por el tema del testamento. Además, está la casa y...

—Tú no vienes con nosotros, Ox —lo interrumpió Joe Bennett, sentado en el escritorio de su padre. De Thomas Bennett solo quedaban cenizas.

Vi el instante en el que las palabras le calaron. Fue salvaje y brutal, la traición a un corazón ya roto.

—Mamá y Mark tampoco. —Carter y Kelly se movieron, incómodos, a ambos lados de Joe. Hacía mucho, mucho tiempo que ya no formaba parte de la manada, pero hasta yo podía sentir cómo la vibración grave de la furia los recorría por dentro. No iba dirigida a Joe. Ni a Ox. Ni siquiera a nadie que se encontrase en esa habitación. La venganza les latía en la sangre, la necesidad de desgarrar con los colmillos y las garras. Ya se habían perdido en ella.

Y yo también. Pero Ox aún no lo sabía.

—Entonces te vas con Carter y Kelly.

—Y Gordo.

Y ahora lo sabía. Ox no me miró. Era como si solo estuvieran ellos dos en la habitación.

—Y Gordo. ¿A dónde?

—A hacer lo correcto.

—Nada de esto está bien —replicó Ox—. ¿Por qué no me lo has dicho?

—Te lo estoy diciendo ahora —respondió Joe y... Ay, Joe. Tendría que saber que esa no era la…

—Porque te ves obligado a hacerlo… ¿A dónde iréis?

—A buscar a Richard.

Cuando Ox aún era un niño, el pedazo de mierda de su padre se marchó con rumbo desconocido sin siquiera mirar atrás. Ox tardó semanas en llamarme, pero lo hizo. Habló lentamente, pero percibí el dolor en cada palabra cuando me dijo «no estamos bien», que el banco iba a quitarles la casa en la que vivían en el viejo y familiar camino de tierra.

«¿Podría trabajar para ti? Es que necesitamos el dinero y no puedo dejar que perdamos la casa, es todo lo que nos queda. Lo haré bien, Gordo. Haré bien mi trabajo y trabajaré para ti toda la vida. Iba a pasar de todas formas, así que, ¿podemos adelantarlo? ¿Podemos hacerlo ahora? Lo siento. Es que necesito empezar ahora porque debo ser un hombre».

Solo era un niño perdido.

Y en ese instante, el niño perdido había vuelto. Ah, claro, ahora era más grande, pero su madre estaba bajo tierra, su Alfa se había convertido en cenizas y su compañero, maldita sea, le clavaba las garras en el pecho y las retorcía sin parar.

No hice nada para detenerlo. Era demasiado tarde. Para todos nosotros.

—¿Por qué? —Quiso saber Ox. La voz se le rompió a medio camino.

Por qué, por qué, por qué.

Porque Thomas estaba muerto.

Porque nos lo habían quitado.

Porque Richard Collins y sus Omegas habían venido a Green Creek, con sus ojos violetas brillando en la oscuridad, para enfrentarse al Rey Caído.

Yo hice lo que pude.

No fue suficiente.

Y aquí estaba su hijo, un niño pequeño que no tenía ni dieciocho años, cargando con el peso del legado de su padre, con el monstruo de su infancia hecho carne. Los ojos le ardían de color rojo porque solo podía pensar en la venganza. Vibraba a través de sus hermanos en un círculo interminable que alimentaba la furia del otro. Era un príncipe convertido en rey furioso, y necesitaba mi ayuda.

Elizabeth Bennett estaba callada, permitiendo que todo transcurriera delante de sus ojos. Siempre la reina silenciosa, con un chal sobre los hombros, contemplando el desarrollo de esta maldita tragedia. Ni siquiera podría afirmar que estuviera allí de verdad.

Y Mark, él…

No. Él no. No ahora.

El pasado era el pasado, era el pasado.

Empezaron a discutir, enseñándose los dientes y gruñendo. Ida y vuelta, cada uno hiriendo al otro hasta que sangrara delante de los demás. Yo entendía a Ox: el miedo a perder a tus seres queridos, a una responsabilidad que nunca pediste. A que te digan algo que nunca quisiste escuchar.

Entendía a Joe. No quería hacerlo, pero lo entendía.

«Creemos que fue tu padre, Gordo», declaró Osmond. «Creemos que Robert Livingstone encontró otro camino hacia la magia y rompió las guardas que contenían a Richard Collins».

Sí. Creo que entendía a Joe mejor que nadie.

—No puedes dividir la manada —dijo Ox y, Jesús, estaba suplicando—. No ahora. Joe, eres el maldito Alfa, te necesitan aquí. Todos ellos. Debemos estar juntos. ¿En serio crees que los demás van a acceder a...?

—Lo saben desde hace días —lo interrumpió Joe, y luego se encogió en una mueca de dolor—. Mierda.

Cerré los ojos.

Ocurrió esto:

—Es una mierda, Gordo.

—Lo es.

—Y vas a seguirle el juego.

—Alguien debe asegurarse de que no se mata a sí mismo.

—Y ese alguien eres tú. Porque eres de la manada.

—Eso parece.

—¿Por decisión propia?

—Eso creo.

Pero, por supuesto, no era así de fácil. Nunca lo era.

Y:

—Quieres decir que lo vais a matar. ¿Te parece bien?

—Nada de todo esto está bien, Ox. Pero Joe tiene razón. No podemos dejar que se lo haga a nadie más. Richard quería a Thomas, pero ¿cuánto tardará en dar con otra manada y convertirse en su Alfa? ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que reúna a más seguidores? Estamos perdiéndole el rastro. Tenemos que acabar con esto mientras podamos, por todos. Se trata de venganza, simple y pura, pero parte de una buena base.

—Lo crees de verdad.

—Quizá. Es lo que cree Joe, y a mí me basta con eso.

Me pregunté si me había creído mis propias mentiras.

Y finalmente:

—Debes hablar con él. Antes de iros.

—¿Con Joe?

—Con Mark.

—Ox…

—¿Qué pasa si no vuelves? ¿Realmente quieres que piense que no te importa? Porque estarías siendo muy egoísta, amigo. Me conoces, pero a veces creo que te olvidas de que te conozco igual de bien. Incluso un poco más.

Maldito sea.

Ella estaba de pie en la cocina de la casa de los Bennett, mirando por la ventana. Tenía los puños sobre la encimera. La tensión le recorría los hombros y la envolvía la pena como un velo. Aunque llevaba años sin querer saber nada de los lobos, no me había olvidado del respeto que imponía. Formaba parte de la realeza, lo quisiera o no.

—Gordo —dijo Elizabeth sin girarse. Me pregunté si, en ese momento, oía como los lobos cantaban canciones que hacía mucho que yo no podía oír—. ¿Cómo está?

—Enfadado.

—Es lógico.

—¿Lo es?

—Supongo que sí —señaló en voz baja—. Pero tú y yo somos mayores. Quizá no más sabios, pero sí mayores. Todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos visto, esto es… algo más. Ox es un niño. Lo hemos protegido todo lo posible. Nosotros…

—Lo habéis involucrado en esto —dije sin poder contenerme. Las palabras salieron disparadas cual granada y le explotaron en los pies—. Si os hubierais mantenido alejados, si no lo hubierais metido en esto, él podría seguir…

—Lamento lo que te hicimos —dijo, y me invadió la emoción—. Lo que tu padre hizo. Él era… No fue justo. O correcto. Ningún niño debería pasar por lo que tú pasaste.

—Y, sin embargo, no hicisteis nada para detenerlo —le reproché—. Tú, Thomas y Abel. Mi madre. Ninguno de vosotros. Solo os importaba lo que yo podría ser para vosotros, no lo que implicaría para mí. Lo que mi padre me hizo no significaba nada para vosotros. Y cuando os fuisteis…

—Rompiste los lazos con la manada.

—La decisión más sencilla que he tomado en la vida.

—Noto cuando mientes, Gordo. Tu magia no puede ocultar el latido de tu corazón. No siempre. No cuando más importa.

—Malditos lobos. —Y continué—: Tenía doce años cuando me convertisteis en el brujo de la manada Bennett. Mi madre había muerto. Mi padre se había ido. Pero, a pesar de eso, Abel me tendió la mano, y la única razón por la que dije que sí fue porque no conocía otra cosa. Porque no quería quedarme solo. Tenía miedo y…

—No lo hiciste por Abel.

—¿De qué demonios estás hablando? —exclamé, entrecerrando los ojos.

Por fin se giró y me miró. Aún llevaba el chal sobre los hombros. En algún momento se había recogido el pelo rubio en una coleta y algunos mechones le caían alrededor de la cara. Los ojos le pasaban del azul al naranja y de vuelta al azul, aunque brillaban sin fuerza. Cualquiera que la mirase pensaría que, en ese momento, Elizabeth Bennett era débil y frágil, pero yo sabía que no. La habían acorralado, y ahí era cuando un depredador era más peligroso.

—No fue por Abel.

Ah. Ya veía por donde iban los tiros.

—Era mi deber.

—Tu padre…

—Mi padre perdió el control cuando le quitaron su lazo. Mi padre se alió con…

—Todos teníamos un rol que cumplir —dijo Elizabeth—. Cada uno de nosotros. Cometimos errores. Éramos jóvenes y tontos, y estábamos llenos de una furia enorme y terrible por todo lo que nos habían quitado. Abel hizo lo que pensó que era lo correcto en su momento. Al igual que Thomas. Ahora, yo estoy haciendo lo mismo.

—Y, sin embargo, no te has enfrentado a tus hijos. No has hecho nada para impedirles cometer los mismos errores que cometimos nosotros. Te has puesto boca arriba como un perro.

—¿Y tú no? —preguntó, sin morder el anzuelo.

Mierda.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué, Gordo? Tendrás que ser más específico.

—¿Por qué les permites ir?

—Porque nosotros fuimos jóvenes e imprudentes alguna vez, y llenos de una rabia enorme y terrible. Y ahora les ha pasado a ellos. —Suspiró—. Tú lo has vivido antes. Ya has pasado por esto. Pasó una vez. Y está pasando de nuevo. Confío en que evitarás que cometan los mismos errores que nosotros.

—No soy parte de la manada.

—No —confirmó, y no debería haberme dolido como me dolió—, pero esa es tu decisión. Estamos aquí por las decisiones que tomamos. Quizá tengas razón. Quizá, si no hubiéramos venido, Ox sería...

—¿Humano?

Un destello le atravesó la mirada.

—¿Thomas…?

Resoplé.

—No me contó absolutamente nada. Pero no es difícil darse cuenta. ¿Qué pasa con él?

—No lo sé —admitió—. Ni siquiera sé si Thomas lo sabía. No exactamente. Pero Ox es… especial. Distinto. Aún no se ha dado cuenta. Y quizá le lleve mucho tiempo hacerlo. No sé si es magia o algo más. No es como nosotros. No es como tú. Pero no es humano. No del todo. Es más que eso, creo. Que todos nosotros.

—Tienes que protegerlo. He fortalecido las guardas todo lo posible, pero tienes que…

—Es parte de la manada, Gordo. Haría lo que fuera por la manada. Me imagino que no te has olvidado de eso.

—Lo hice por Abel. Y luego por Thomas.

—Mentira —dijo, ladeando la cabeza—. Pero casi te lo crees.

—Tengo que… —murmuré, dando un paso atrás.

—¿Por qué no puedes decirlo?

—No hay nada que decir.

—Él te quería —dijo. Nunca la había odiado tanto como en ese momento—. Con todo su ser. Así somos los lobos. Cantamos y cantamos y cantamos hasta que alguien oye nuestra canción. Y tú la oíste. La oíste. No lo hiciste por Abel o Thomas, Gordo. Ni siquiera entonces. Tenías doce años, pero lo sabías. Eras parte de la manada.

—Maldita seas —dije con la voz ronca.

—Sé que a veces… —replicó, no sin amabilidad—, las cosas que más necesitamos escuchar son las que menos queremos oír. Quise a mi marido, Gordo. Lo querré toda la vida. Y él lo sabía. Incluso al final, incluso cuando Richard… —Se quedó sin aliento. Negó con la cabeza—. Incluso entonces. Él lo sabía. Y lo echaré de menos cada día hasta que pueda volver a estar a su lado, hasta que pueda mirarlo a la cara, esa cara preciosa, y decirle lo enfadada que estoy. Lo estúpido que es. Lo magnífico que es verlo de nuevo y que, por favor, diga mi nombre. —Tenía lágrimas en los ojos, pero no las derramó—. Me duele, Gordo. No sé si este dolor me dejará en algún momento. Pero él lo sabía.

—No es lo mismo.

—Solo porque tú no lo permites. Él te quería. Te dio su lobo. Y tú se lo devolviste.

—Tomó su decisión. Y yo tomé la mía. No lo quería. No quería tener nada que ver con vosotros. Con él.

—Mientes.

—¿Qué quieres de mí? —pregunté, la voz impregnada de furia—. ¿Qué demonios quieres?

—Thomas lo sabía —repitió—. Incluso a punto de morir. Porque yo se lo dije. Porque yo se lo demostré una y otra vez. Me arrepiento de muchas cosas, pero nunca me arrepentiré de Thomas Bennett.

Se movió hacia mí, con pasos lentos pero seguros. Me mantuve firme, incluso cuando me puso la mano en el hombro y me lo apretó con fuerza.

—Te irás por la mañana. No te arrepientas de esto, Gordo. Porque si dejas palabras sin decir, te perseguirán hasta el fin de tus días.

Me rozó al pasar.

—Por favor, cuida de mis hijos —me dijo antes de salir de la cocina—. Los dejo en tus manos, Gordo. Si descubro que has traicionado mi confianza, o que te has desentendido mientras ellos se enfrentan a ese monstruo, no existe lugar en el que puedas esconderte, porque te encontraré. Te haré pedazos y el remordimiento que sentiré será mínimo.

Después se marchó.

Estaba de pie en el porche, contemplando la nada con las manos detrás de la espalda. Alguna vez había sido un niño con unos ojos azules preciosos como el hielo, el hermano de un futuro rey. Ahora era un hombre, endurecido por las asperezas del mundo. Su hermano ya no estaba. Su Alfa estaba a punto de irse. Había sangre en el aire, muerte en el viento.

—¿Ella está bien? —preguntó Mark Bennett.

Porque, por supuesto, sabía que yo estaba allí. Los lobos siempre lo saben. Especialmente cuando se trata de su…

—No.

—¿Y tú?

—No.

No se giró. La luz del porche brillaba débilmente sobre su cabeza afeitada. Respiró hondo y sus hombros anchos se levantaron y cayeron. Me picaba la piel de las palmas.

—Es raro, ¿no te parece?

El mismo imbécil misterioso de siempre.

—¿El qué?

—Te fuiste una vez. Y aquí estás, yéndote de nuevo.

—Tú me dejaste primero —apunté, molesto.

—Y volví todas las veces que pude.

—No fue suficiente.

Pero eso no era del todo cierto, ¿verdad? Ni de cerca. Aunque mi madre llevaba muerta mucho tiempo, su veneno seguía sonando en mis oídos: «Los lobos hicieron esto, los lobos se lo llevaron todo, lo hacen porque esa es su naturaleza». «Mintieron», me dijo. «Como siempre».

—Lo sé —respondió.

—Esto no es… No he venido a empezar nada.

—Nunca lo haces. —Podía oír la sonrisa en su voz.

—Mark.

—Gordo.

—Vete a la mierda.

Se giró, por fin, tan apuesto como el día en que lo conocí, aunque por aquel entonces yo era un niño y no había sabido lo que significaba. Era grande y fuerte, y sus ojos seguían siendo de ese azul helado, inteligentes y omniscientes. No tenía dudas de que podía sentir la furia y la pena que se agitaban en mi interior, por más que intentara bloquearlas. Los lazos entre nosotros llevaban mucho tiempo rotos, pero aún quedaba algo allí, por más que me esforzara en enterrarlo con todas mis fuerzas.

Se pasó una mano por la cara, enterrando los dedos en la barba. Recordaba cuando se la empezó a dejar a los diecisiete, le crecía de forma desigual y le hacía muchas bromas al respecto. Sentí una punzada en el pecho, pero ya estaba acostumbrado. No significaba nada. Ya no.

Casi me convencía de ello.

—Cuídate, ¿vale? —dijo, dejando caer la mano. Sonrió con frialdad y se dirigió hacia la puerta de la casa Bennett.

Y pensaba dejarlo ir. Iba a dejar que me pasara por el lado. Sería el fin. No volvería a verlo hasta… Se quedaría aquí y yo me iría, al revés de lo que había ocurrido aquel día.

Iba a dejarlo ir porque eso era lo más fácil. Para todos los días que vendrían.

Pero siempre había sido un estúpido en todo lo relacionado con Mark Bennett.

Estiré la mano y lo cogí del brazo antes de que pudiera dejarme.

Se detuvo.

Nos quedamos de pie, hombro con hombro. Yo me enfrentaba al camino que se extendía por delante. Él se enfrentaba a todo lo que dejaríamos atrás.

Esperó.

Respiramos.

—Esto no… No puedo…

—No —susurró—. Supongo que no puedes.

—Mark. —Logré escupir, luchando por encontrar algo, cualquier cosa que decirle—. Volverá… volveremos. ¿De acuerdo? Vamos a…

—¿Es una promesa?

—Sí.

—Ya no creo en tus promesas —declaró—. Hace mucho tiempo que no lo hago. Cuídate, Gordo. Cuida a mis sobrinos.

Y luego entró en la casa y la puerta se cerró tras él.

Bajé del porche sin mirar atrás.

Estaba sentado en el taller que llevaba mi nombre, con un pedazo de papel sobre el escritorio.

Ellos no lo entenderían. Los quería, pero podían comportarse como idiotas. Tenía que decirles algo.

Cogí un viejo bolígrafo barato y empecé a escribir.

Tengo que irme durante un tiempo. Tanner, te quedas a cargo del taller. Asegúrate de enviar las ganancias al contable. Él se ocupará de los impuestos. Ox tiene acceso a todas las cosas bancarias, personales y del taller.

Lo que necesites, se lo pides a él. Si necesitas contratar a alguien para ayudar con el trabajo, hazlo, pero no contrates a ningún imbécil. Hemos trabajado demasiado duro para llegar a donde estamos. Chris y Rico, ocupaos de las operaciones diarias. No sé cuánto tiempo estaré fuera, pero, por las dudas, cuidad los unos de los otros. Ox os necesitará.

No era suficiente.

Nunca sería suficiente.

Esperaba que pudieran perdonarme. Algún día.

Tenía los dedos manchados de tinta y dejé marcas en el papel.

Apagué las luces del taller.

Me quedé de pie en la oscuridad un rato largo.

Inhalé el olor a sudor, metal y aceite.

Aún no había amanecido cuando nos reunimos en el camino de tierra que llevaba a las casas que se encontraban al final del camino. Carter y Kelly estaban sentados en el todoterreno, observándome a través del parabrisas mientras caminaba hacia ellos con la mochila al hombro.

Joe estaba de pie en mitad del camino. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y las fosas nasales dilatadas. Thomas me había dicho una vez que, por ser un Alfa, estaba en sintonía con todo lo que estaba en su territorio. Las personas. Los árboles. Los ciervos que habitaban en el bosque, las plantas que se mecían con el viento. Lo era todo para un Alfa: una sensación de hogar profundamente arraigada que no se podía sentir en ningún otro sitio.

Yo no era un Alfa. Ni siquiera era un lobo. Nunca quise serlo.

Pero entendí lo que había querido decir. Mi magia estaba tan arraigada a este lugar como él. Era diferente, pero no tanto como para que importara. Él lo sentía todo. Yo sentía el latido del corazón, el pulso del territorio que se extendía a nuestro alrededor.

Green Creek estaba conectado a sus sentidos.

Y estaba grabado en mi piel.

Irse era muy doloroso, y no solamente por aquellos que dejábamos atrás. Existía una tensión física que el Alfa y el brujo sentían. Nos llamaba y nos decía «aquí aquí aquí estás aquí aquí aquí quédate porque este es tu hogar este es tu hogar este es...».

—¿Siempre fue así? —me preguntó Joe—. ¿Para papá?

Miré el todoterreno de reojo. Carter y Kelly nos observaban con atención. Sabía que nos estaban escuchando. Volví la vista hacia Joe y su cara alzada.

—Creo que sí.

—Pero nos fuimos. Mucho tiempo.

—Él era el Alfa. No solo el tuyo. No solo el de tu manada. Sino el de todos. Y, entonces, Richard…

—Me secuestró.

—Sí.

Joe abrió los ojos. No brillaban.

—No soy mi padre.

—Lo sé. Y no debes serlo.

—¿Estás conmigo?

Vacilé.

Sabía lo que me estaba preguntando. No era formal, para nada, pero era un Alfa, y yo era un brujo sin manada.

«Cuida a mis sobrinos».

Le di la única respuesta posible:

—Sí.

Se transformó rápidamente: se le alargó la cara, la piel se le cubrió de pelo blanco, las garras surgieron de las puntas de sus dedos. Y cuando los ojos le ardieron en llamas, echó la cabeza hacia atrás y cantó la canción del lobo.

TRES AÑOS UN MES VEINTISÉIS DÍAS

DESTROZADO / TIERRA, HOJAS Y LLUVIA

Tenía seis años cuando vi por primera vez transformarse en lobo a un niño mayor.

—Es el hijo de Abel —susurró mi padre—. Se llama Thomas, y un día será el Alfa de la manada Bennett. Tú le pertenecerás.

Thomas.

Thomas.

Thomas.

Me tenía fascinado.

Tenía ocho años cuando mi padre cogió una aguja y me quemó la piel con tinta y magia.

—Te dolerá —me dijo con una expresión sombría en el rostro—. No te voy a mentir. Te dolerá como nada te ha dolido antes. Sentirás que te estoy destrozando y, en cierto modo, tendrás razón. Hay magia en ti, niño, pero aún no se ha manifestado. Estas marcas te centrarán y te darán las herramientas necesarias para empezar a controlarla. Sentirás dolor, pero es necesario para convertirte en quien debes ser. El dolor es una lección. Te enseña las formas de este mundo. Es necesario lastimar a las personas que queremos para hacerlas más fuertes. Para hacerlas mejores. Un día me entenderás. Un día serás como yo.

—Por favor, padre —supliqué, luchando contra las ataduras que me sujetaban—. Por favor, no hagas esto. Por favor, no me hagas daño.

Mi madre quiso decir algo, pero mi padre sacudió la cabeza.

Ahogó un sollozo mientras la acompañaban fuera de la habitación. No miró atrás.

Abel Bennett se sentó junto a mí. Era un hombre fornido. Un hombre amable. Era fuerte y poderoso, de pelo y ojos oscuros. Podría partirme en dos solo con las manos. Había visto cómo surgían garras de ellas, garras que habían destrozado la carne de aquellos que se habían atrevido a quitarle cosas.

Pero también podían ser suaves y cálidas. Me cogió la cabeza y con los pulgares me secó las lágrimas de las mejillas. Alcé la vista hacia él y sonrió en silencio.

—Serás especial, Gordo —dijo—. Lo sé.

Y mientras se le ponían los ojos rojos, respiré y respiré y respiré.

Después, sentí la aguja contra la piel y me rompí en mil pedazos.

Grité.

Apareció en forma de lobo. Era grande y blanco, con manchas negras en el pecho, las patas y el lomo. Era mucho más grande de lo que yo llegaría a ser nunca, y tenía que echar la cabeza hacia atrás para verlo entero.

Las estrellas centelleaban en el cielo, la luna brillaba llena, y sentí que algo me latía en las venas. Era una canción que no llegaba a comprender del todo. Me ardían muchísimo los brazos. Por momentos, me parecía que las marcas empezaban a resplandecer, pero podía ser un efecto de la luz de la luna.

—Estoy nervioso —dije, porque era la primera vez que me permitían salir con la manada mientras había luna llena. Antes habría sido muy peligroso. No por lo que los lobos podían hacerme, sino por lo que yo podría haberles hecho.

Ladeó la cabeza, los ojos le ardían de color naranja, con algunos destellos de rojo. Era mucho más de lo que pensé que alguien podía llegar a ser. Me dije que no le tenía miedo, que podía ser valiente, como mi padre.

Me sentí un mentiroso.

Otros lobos corrieron detrás de él hacia un claro en medio del bosque. Gemían y aullaban, y mi padre se reía y tiraba de mi madre de la mano. Ella se giró para mirarme y me sonrió en silencio, pero luego se distrajo.

No me importó, porque yo también lo hice.

Thomas Bennett estaba frente a mí, el hombre lobo que se convertiría en rey. Resopló ruidosamente, moviendo un poco la cola y haciéndome una pregunta para la cual yo no tenía respuesta.

—Estoy nervioso —le dije otra vez—. Pero no tengo miedo.

Era importante que lo entendiera. Se tiró al suelo y se recostó sobre el estómago, las patas por delante, y me contempló. Como si quisiera hacerse más pequeño. Menos intimidante. Que alguien de su posición bajara de ese modo era algo que no comprendí hasta que fue demasiado tarde.

Gimió levemente desde lo profundo de su garganta. Esperó y volvió a hacerlo.

—Mi padre me ha dicho que serás el Alfa —dije.

Avanzó, arrastrando el estómago por la hierba.

—Y que yo seré tu brujo —continué.

Se acercó un poco más.

—Prometo que lo haré lo mejor que pueda —añadí—. Aprenderé todo lo que pueda y haré un buen trabajo. Ya lo verás. Seré el mejor brujo que haya existido. —Puse unos ojos como platos—. Pero no le digas a mi padre que he dicho eso.

El lobo blanco estornudó.

Me reí.

Por último, me estiré y apoyé la mano sobre el hocico de Thomas y, por un momento, me pareció oír un susurro en mi mente:

«ManadaManadaManada».

—¿Es esto lo que quieres? —me preguntó mi madre cuando nos quedamos solos. Me había alejado de los lobos, de mi padre, con la excusa de que quería pasar tiempo con su hijo. Estábamos sentados en un restaurante del pueblo que olía a grasa, humo y café.

Estaba confundido e intenté hablar con la boca llena de hamburguesa.

Mi madre frunció el ceño.

—Modales —me regañó. Hice una mueca y tragué rápido.

—Lo sé. ¿A qué te refieres?

Miró a través de la ventana en dirección a la calle. Un viento cortante sacudía los árboles y los hacía sonar como huesos viejos. El aire era frío y las personas se cerraban bien los abrigos mientras caminaban por la acera. Me pareció ver a Marty, con los dedos manchados de aceite, de camino a su taller, el único de Green Creek. Me pregunté cómo sería tener marcas en la piel que se pudieran lavar.

—A esto —dijo, mirándome otra vez. Su voz era suave—. A todo.

Eché un vistazo alrededor para asegurarme de que nadie nos estuviera escuchando porque mi padre había dicho que nuestro mundo era un secreto. No creo que mamá lo entendiera, porque no sabía que estas cosas existían hasta que lo conoció a él.

—¿A las cosas de brujo?

—A las cosas de brujo —repitió, aunque no parecía contenta al decirlo.

—Pero es lo que se supone que debo hacer. Es quien se supone que debo ser. Algún día, seré muy importante y haré grandes cosas. Padre dijo…

—Sé lo que dijo —replicó cortante. Hizo una mueca antes de bajar la vista hacia la mesa, las manos juntas frente a ella—. Gordo, yo… Escúchame, ¿de acuerdo? La vida… se basa en las decisiones que tomamos. No las decisiones que toman por nosotros. Tienes derecho a forjar tu propio camino. A ser quien quieras ser. Nadie debería decidir eso por ti.

No lo entendí.

—Pero se supone que debo ser el brujo del Alfa.

—No se supone que tengas que ser nada. Solo eres un niño. No pueden ponerte este peso sobre los hombros. No ahora. No cuando no puedes decidir por ti mismo. No tendrías que…

—Soy valiente —le dije y, de pronto, necesitaba que me creyera más que nada en el mundo. Esto era importante. Ella era importante—. Y haré el bien. Ayudaré a mucha gente. Padre lo dijo.

—Lo sé, cariño —respondió con lágrimas en los ojos—. Sé que lo eres. Y estoy muy orgullosa de ti. Pero no tienes que hacerlo. Necesito que me escuches, ¿vale? Esto no… no es lo que yo quería para ti. No pensé que llegaría a ser así.

—¿Así cómo?

Negó con la cabeza.

—Podemos… podemos ir a dónde quieras. Tú y yo. Podemos irnos de Green Creek, ¿de acuerdo? Irnos a cualquier parte del mundo. Lejos de esto. Lejos de la magia, los lobos y las manadas. Lejos de todo esto. No tiene por qué ser así. Podríamos ser solo nosotros dos, Gordo. Solo nosotros dos. ¿De acuerdo?

Sentí frío.

—¿Por qué estás…?

De pronto, alargó la mano y cogió la mía. Pero lo hizo con cuidado, como siempre, para no subirme las mangas del abrigo. Estábamos en público.

Mi padre había dicho que la gente no entendería que alguien tan joven tuviera tatuajes. Harían preguntas que no merecían respuestas. Eran humanos, y los humanos eran débiles. Mamá era humana, pero a mí no me parecía que fuera débil. Se lo había dicho, pero él no había respondido.

—Lo único que me importa es mantenerte a salvo.

—Lo haces —le aseguré, haciendo un esfuerzo para no apartar la mano. Me estaba haciendo daño—. Tú, padre y la manada.

—La manada. —Se rio, pero no sonó como si algo le hubiera parecido gracioso—. Eres un niño. No deberían pedirte esto. No deberían hacer nada de esto…

—Catherine —dijo una voz. Ella cerró los ojos.

Mi padre estaba de pie junto a la mesa.

Le puso la mano en el hombro a mi madre.

Después de eso, nunca más hablamos al respecto.

Esa noche, les oí pelear.

Yo me cubrí con las sábanas e intenté bloquear los gritos.

—¿Tu hijo te importa aunque sea un poco? —dijo ella—. ¿O solo tu legado? ¿Tu maldita manada?

—Sabías que esto ocurriría —le respondió él—. Desde el principio, lo sabías. Sabías qué se suponía que debía ser.

—Es nuestro hijo. ¿Cómo te atreves a usarlo así? ¿Cómo te atreves a intentar…?

—Es importante. Para mí. Para la manada. Hará cosas que no puedes ni imaginarte. Eres humana, Catherine. Jamás podrías entenderlo de la misma manera que nosotros. No es tu culpa. Es quien eres. No se te puede culpar por cosas que escapan a tu control.

—Te vi. Con ella. Cómo sonreías. Cómo te reías. Cómo le tocaste la mano cuando pensabas que nadie os estaba mirando. Lo vi, Robert. Lo vi. Ella también es humana. ¿Qué es lo que la hace tan diferente?

Mi padre nunca respondió.

Vivíamos en el pueblo, en una casa pequeña que se sentía como un hogar. Estaba en una calle rodeada de abetos. No entendía por qué los lobos pensaban que el bosque era un lugar mágico, pero, a veces, cuando era verano y dejaba la ventana abierta mientras intentaba dormir, juraría que oía voces saliendo de los árboles, susurrando cosas que no llegaban a ser palabras.

La casa estaba construida con ladrillos. Una vez, mi madre preguntó riendo si vendría un lobo a echarla abajo de un soplido. Reía, pero cuando la risa se apagó parecía triste. Le pregunté por qué tenía los ojos húmedos. Me dijo que tenía que ir a preparar la cena y me dejó en el jardín delantero, preguntándome qué había hecho mal.

Tenía una habitación con todas mis cosas. Libros en un estante. Una hoja con forma de dragón que había encontrado, la cual tenía los bordes curvados por el tiempo. Un dibujo donde aparecíamos Thomas y yo que me había dado un niño de la manada. Dijo que lo había hecho porque yo era importante. Luego me sonrió, le faltaban los dos dientes delanteros.

Cuando los cazadores llegaron, él fue uno de los primeros en morir.

Yo también la vi.

No debería haberla visto. Rico me estaba gritando «date prisa, papi, ¿por qué eres tan lento?». Tanner y Chris se giraron para mirarme mientras pedaleaban lentamente en círculos a su alrededor, esperándome.

Pero yo no podía moverme porque mi padre estaba en un coche que no conocía, aparcado en un vecindario que no era el nuestro. Había una mujer de pelo oscuro en el asiento del conductor, que le sonreía como si él fuera lo único que existiera en el mundo.

Nunca la había visto. Observé a mi padre inclinarse hacia delante y…

—Amigo —dijo Tanner. Me sobresalté cuando pedaleó junto a mí—. ¿Qué estás mirando?

—Nada —respondí—. No es nada. Vamos.

Nos fuimos, las cartas que habíamos sujetado con pinzas de la ropa a los rayos de las bicicletas hacían mucho ruido mientras nos imaginábamos que eran motos.

Los quería por lo que no eran.

No eran una manada. No eran lobos. No eran brujos.

Eran normales y sencillos, aburridos y maravillosos.

Se burlaban de mí por llevar manga larga incluso en pleno verano. Yo sabía que no lo hacían por crueldad. Era su manera de ser.

—¿Te pegan o algo? —me había preguntado Rico.

—Si es así, puedes venir a vivir conmigo —agregó Tanner—. Dormirás en mi habitación. Solo tienes que esconderte debajo de la cama para que mi mamá no te vea.

—Nosotros te protegeremos —dijo Chris—. ¡O mejor: nos escapamos todos y nos vamos a vivir al bosque!

—¡Sí, en los árboles y esa mierda! —apuntó Rico.

Nos reímos porque éramos niños y decir groserías era lo más gracioso del mundo.

No podía decirles que el bosque no era el lugar más seguro para ellos. Que criaturas con ojos brillantes y dientes afilados vivían en él. Así que les conté una versión de la verdad:

—No me pegan. No es nada de eso.

—¿Tienes brazos raros de chico blanco? —me preguntó Rico—. Mi papá dice que debes tener brazos raros de chico blanco. Que por eso llevas sudaderas todo el tiempo.

—¿Cómo son los brazos raros de chico blanco? —Quiso saber Tanner, frunciendo el ceño.

—Ni idea —respondió Rico—. Pero mi papá lo dijo y él lo sabe todo.

—¿Tengo brazos raros de chico blanco? —preguntó Chris, extendiendo los brazos. Los observó con los ojos entrecerrados y los sacudió de arriba abajo. Eran delgados y pálidos, y a mí no me parecieron raros. Me dieron envidia, con sus pelos suaves y pecas, sin marcas de tinta.

—Probablemente —dijo Rico—. Pero eso es mi culpa por ser amigo de un montón de yanquis.

Tanner y Chris lo persiguieron mientras le gritaban cuando se alejó pedaleando, riéndose como un loco.

Los quería más de lo que podía expresar. Me enlazaban de una manera que los lobos no podían.

—La magia proviene de la tierra —me explicó mi padre—. Del suelo. De los árboles. De las flores y del sustrato. Este lugar es… antiguo. Mucho más antiguo de lo que te puedes imaginar. Es una especie de… faro. Nos llama. Vibra en nuestra sangre. Los lobos también la oyen, pero no como nosotros. A ellos les canta. Ellos son… animales. No somos como ellos. Somos más. Ellos están conectados con la tierra. El Alfa más que ningún otro. Pero nosotros la utilizamos. La doblegamos a nuestra voluntad. Ellos son sus esclavos, y de la luna cuando se alza llena y blanca. Nosotros la controlamos. Nunca lo olvides.

Thomas tenía un hermano más pequeño.

Se llamaba Mark.

Y era tres años mayor que yo.

Él tenía nueve y yo seis cuando me habló por primera vez.

—Hueles raro —me dijo.

—No es cierto —respondí, con el ceño fruncido.

Hizo una mueca y bajó la vista al suelo.

—Un poco sí. Como a… tierra. A tierra, hojas y lluvia…

Lo odié más que a nada en el mundo.

—Nos está siguiendo otra vez —informó Rico, divertido. Íbamos de camino al videoclub. Rico dijo que conocía al hombre que trabajaba allí y que nos dejaría alquilar una película no apta para menores sin contárselo a nadie.

Rico nos dijo que, si encontrábamos la película correcta, podríamos ver tetas. No sabía muy bien cómo me sentía al respecto.

Suspiré y miré por encima del hombro. Tenía once años, y se suponía que era un brujo, pero no tenía tiempo para lobos en ese momento. Necesitaba saber si las tetas eran algo que me interesara.

Mark estaba al otro lado de la calle, de pie cerca del taller de Marty. Fingía que no nos observaba, pero no se le daba muy bien.

—¿Por qué hace eso? —inquirió Chris—. ¿No se da cuenta de que es raro?

—Gordo es raro —le recordó Tanner—. Toda su familia es rara.

—Idos al infierno —murmuré—. Solo… esperad aquí. Yo me ocuparé de esto.

Oí cómo se reían de mí mientras me alejaba, Rico hacía ruido de besos. Los detesté, pero no se equivocaban. Cualquiera que no nos conociera pensaría que mi familia era rara. No éramos los Bennett, pero era como si lo fuéramos. Siempre nos ponían en el mismo saco a la hora de cuchichear. Los Bennett eran ricos, aunque nadie sabía cómo. Tenían un par de casas en medio del bosque y casi siempre recibían visitas de forasteros. Algunos decían que eran una secta. Otros decían que eran la mafia. Nadie sabía nada acerca de los lobos que se ocultaban bajo la superficie.

Mark puso los ojos como platos al ver que me acercaba. Miró a su alrededor como si quisiera escaparse.

—Te quedas donde estás —gruñí.

Y me hizo caso. Era más grande que yo y tenía catorce insoportables años. No se parecía a su hermano ni a su padre. Ellos eran musculosos e imponentes, con pelo negro y ojos oscuros. Mark tenía el pelo castaño claro y cejas pobladas. Era alto y delgado, y parecía nervioso siempre que me acercaba. Sus ojos eran como hielo y, a veces, cuando no podía dormir, pensaba en ellos. No sabía por qué.

—Puedo estar aquí si quiero —dijo con el ceño fruncido. Miró hacia la izquierda antes de volver a centrarse en mí. Las comisuras de sus labios bajaron aún más—. No estoy haciendo nada malo.

—Me estás siguiendo —repliqué—. De nuevo. Mis amigos piensan que eres raro.

—Soy raro. Soy un hombre lobo.

—Bueno. —Fruncí el ceño—. Sí. Pero eso no es… Arrrg. Mira, ¿qué es lo que quieres?

—¿A dónde vas?

—¿Por qué?

—Por saberlo.

—Al videoclub. Vamos a ver tetas.

Se sonrojó con furia. Sentí una extraña satisfacción al darme cuenta.

—No puedes contárselo a nadie —añadí.

—No lo haré. Pero ¿para qué quieres…? No importa. No te estoy siguiendo.

Esperé, porque mi padre me había dicho que los lobos no son tan inteligentes como nosotros y, a veces, necesitan un poco más de tiempo para resolver las cosas.

Suspiró.

—Bueno. Quizá sí, pero solo un poquito.

—¿Cómo se sigue a alguien solo un poquito…?

—Me estoy asegurando de que estás a salvo.

—¿De qué? —exclamé, dando un paso atrás.

Se encogió de hombros, nunca antes lo había visto tan incómodo.

—De... ya sabes. Tipos malos. Y cosas por el estilo.

—Tipos malos —repetí.

—Y cosas por el estilo.

—Ay, por todos los santos, eres tan raro.

—Sí, lo sé. Es lo que acabo de decir.

—No hay tipos malos por aquí.

—No lo sabes. Podría haber asesinos. O lo que sea. Ladrones.

Jamás entendería a los hombres lobo.

—No hace falta que me protejas.

—Sí que lo hace —dijo bajito, mirándose los pies, que no paraba de mover.

Pero antes de que pudiera preguntarle qué demonios quería decir con eso, escuché el insulto más creativo que se haya pronunciado jamás salir de la puerta abierta del taller.

—Maldito jodido hijo de una perra callejera. Eres un bastardo hijo de perra, ¿verdad? Eso eres, un bastardo hijo de perra.

Mi abuelo me permitía darle las herramientas mientras él trabajaba en su Pontiac Streamliner de 1942. Tenía aceite debajo de las uñas y un pañuelo le colgaba del bolsillo trasero del mono. Hablaba mucho entre dientes mientras trabajaba, y decía cosas que probablemente yo no debía escuchar. El Pontiac era una chica boba que a veces no se encendía por más que la lubricara. O eso decía él.

Yo no entendía lo que significaba.

Y me parecía maravilloso.

—Llave de torsión —decía.

—Llave de torsión —repetía yo, y se la entregaba. Me movía con cierta dificultad, solo habían pasado unos días desde la última sesión de agujas con mi padre.

El abuelo lo sabía. No era mágico, pero lo sabía.

Mi padre había heredado sus poderes de su madre, una mujer que no conocí. Murió antes de que yo naciera.

Más maldiciones.

—Martillo antirrebote.

—Martillo antirrebote —anunciaba yo y le clavaba el martillo en la mano.

La mayoría de las veces, el Pontiac ronroneaba antes de que se terminara el día. El abuelo, de pie junto a mí, me ponía la mano ennegrecida sobre el hombro.

—Escúchala. ¿Oyes eso? Eso, mi niño, es el sonido que emite una mujer feliz. Tienes que escuchar, ¿entiendes? Así es como te enteras de lo que está mal. Escucha y te lo contarán. —Resopló y sacudió la cabeza—. Es algo que probablemente debas saber, además, acerca del sexo opuesto. Escúchalas y hablarán.

Yo lo adoraba.

Murió antes de verme convertido en el brujo de lo que quedaba de la manada Bennett.

Ella lo mató, al final. Su chica.

Giró bruscamente para evitar algo en un camino oscuro. Chocó contra un árbol. Mi padre dijo que fue un accidente. Un ciervo, probablemente.

No sabía que yo había oído al abuelo y a mamá susurrando acerca de llevarme lejos justo el día anterior.

—La luna dio a luz a los lobos. ¿Lo sabías? —me dijo Abel Bennett.

Caminábamos entre los árboles. Thomas estaba a mi lado, mi padre junto a Abel.

—No —respondí.

Las personas temían a Abel. Se quedaban de pie frente a él, balbuceando con nerviosismo. Él hacía brillar sus ojos y se calmaban casi de inmediato, como si el rojo les diera paz.

Yo nunca le tuve miedo. Ni siquiera cuando me sujetó para mi padre.

La mano de Thomas me rozó el hombro. Mi padre decía que los lobos eran territoriales, que necesitaban marcar a la manada con su olor, por eso siempre nos tocaban. No parecía muy contento cuando me lo dijo. Yo no sabía por qué.

—Es una vieja historia —continuó Abel—. La luna se sentía sola. El sol, a quien quería, estaba siempre al otro lado del cielo, y nunca podían encontrarse, por más que se esforzara. Ella se hundía y él se alzaba. Ella estaba a oscuras y él era el día. El mundo dormía cuando ella brillaba. Crecía y menguaba y a veces desaparecía por completo.

—La luna nueva —me susurró Thomas al oído—. Es una tontería, si lo piensas.

Me reí hasta que Abel carraspeó enfáticamente.

Quizá sí le tenía un poquito de miedo.

—Se sentía sola —dijo el Alfa de nuevo—. Y, por eso, creó a los lobos, criaturas que le cantarían cada vez que apareciera. Y cuando estuviera llena, la adorarían poniendo las cuatro patas sobre el suelo y echando las cabezas hacia atrás. Los lobos eran iguales y sin jerarquías.

Thomas me guiñó un ojo antes de ponerlos en blanco.

Me caía muy bien.

—No era el sol, pero le bastaba —continuó Abel—. Ella iluminaba a los lobos y ellos la llamaban. Pero el sol oía sus canciones mientras intentaba dormir, así que se puso celoso. Quiso eliminar con fuego a los lobos del mundo. Pero antes de que pudiera hacerlo, la luna se alzó frente a él y lo cubrió por completo, dejando visible solamente un anillo de fuego rojo. Los lobos cambiaron a partir de eso. Se convirtieron en Alfas, Betas y Omegas. Y con esta transformación llegó la magia, marcada con fuego sobre la tierra.

»Los lobos se transformaron en hombres con ojos rojos, naranjas y violetas. Al debilitarse, la luna vio el horror que acababa de crear, bestias con una sed de sangre imposible de saciar. Con sus últimas fuerzas, modeló la magia y la metió en un humano. Se convirtió en brujo y los lobos se calmaron.

—¿Los brujos siempre han estado con los lobos? —pregunté, fascinado.

—Siempre —respondió Abel, pasando los dedos por la corteza de un árbol viejo—. Son importantes para la manada. Son una especie de lazo. El brujo ayuda a mantener a raya a la bestia.

Mi padre no había dicho ni una palabra desde que habíamos salido de casa de los Bennett. Parecía distante, perdido. Me pregunté si había escuchado lo que Abel acababa de decir. O si ya lo había escuchado innumerables veces.

—¿Has oído eso, enano? —dijo Thomas, pasándome la mano por el pelo—. Evitarás que me coma a todo el pueblo. Sin presiones.

Y, entonces, los ojos le brillaron de color naranja y me enseñó los dientes. Me reí y corrí hacia delante mientras oía cómo me perseguía. Yo era el sol y él era la luna, siempre persiguiéndome.

—No necesitamos a los lobos —comentó, más tarde, mi padre—. Ellos nos necesitan, sí, pero nosotros nunca los hemos necesitado. Usan nuestra magia como lazo. Mantiene a la manada unida. Sí, existen manadas sin brujos. De hecho, la mayoría. Pero las que tienen brujos son las que tienen el poder. Existe una razón para eso. Debes recordarlo, Gordo. Siempre te necesitarán más a ti que tú a ellos.

No lo puse en duda.

¿Por qué iba a hacerlo?

Era mi padre.

—Prometo que daré lo mejor de mí —afirmé—. Aprenderé todo lo que pueda y haré un buen trabajo. Ya lo verás. Seré el mejor que haya existido. —Puse unos ojos como platos—. Pero no le digas a mi padre que he dicho eso.

El lobo blanco estornudó.

Me reí.

Finalmente, me estiré y apoyé la mano sobre el hocico de Thomas y, por un momento, me pareció oír un susurro en mi mente.

«ManadaManadaManada».

Poco después, salió a correr con la luna.

Entonces vino mi padre. No le pregunté dónde estaba mi madre. No me pareció importante. No en ese momento.

—¿Quién es? —le pregunté. Señalé a un lobo color café que rondaba cerca de Thomas. Tenía garras grandes y los ojos entrecerrados. Pero Thomas no lo vio, estaba centrado en olfatearle la oreja a su compañera. El lobo color café saltó, enseñando los dientes. Pero Thomas era un Alfa en potencia. Atrapó al otro lobo por la garganta antes de que tocara el suelo. Le dobló la cabeza a la derecha y el lobo color café cayó a un lado, haciendo un ruido desagradable.

Me pregunté si Thomas le habría hecho daño.

Pero no lo hizo. Se acercó y puso el hocico sobre la cabeza del lobo. Gimió y el lobo color café se levantó. Se persiguieron el uno al otro. La compañera de Thomas se sentó y los observó con atención.

—Ah —explicó mi padre—. Será el segundo de Thomas cuando se convierta en el Alfa. Es su hermano en todos los aspectos menos en la sangre. Se llama Richard Collins, y espero grandes cosas de él.

EL PRIMER AÑO / TE SABES LA LETRA

El primer año nos dirigimos al norte. El rastro estaba frío, pero no helado.

Algunos días, me daban ganas de estrangular a los tres Bennett al oír a Carter y a Kelly gritarse, sumidos en la pena. Eran insensibles y crueles, y, en más de una ocasión, se enseñaron las garras y corrió sangre.

A veces, aparcábamos el todoterreno en un campo para dormir, con maquinaria agrícola oxidada y cubierta de maleza descansando a lo lejos, como monolitos descomunales.

En esas noches, los lobos se transformaban y corrían para quemar la energía casi maníaca que los consumía después de haberse pasado el día encerrados en un coche.

Yo me sentaba en el campo, las piernas cruzadas, los ojos cerrados, e inhalaba y exhalaba, inhalaba y exhalaba.

Si estábamos a una buena distancia del pueblo, aullaban. No era como en Green Creek. Eran canciones de pena y dolor, de ira y furia.

A veces eran tristes.

Pero, la mayor parte del tiempo, ardían.

Otras veces, nos quedábamos en un hotel de mala muerte lejos de las zonas más transitadas y compartíamos camas demasiado pequeñas. Carter roncaba. Kelly daba patadas.

Joe solía sentarse con la espalda contra el cabecero de la cama para mirar el móvil.

Una noche, un par de semanas después de nuestra partida, no podía dormir. Era plena noche y estaba agotado, pero mi mente no paraba, el corazón me latía muy rápido. Suspiré y me tumbé de espaldas. Kelly dormía junto a mí, hecho un ovillo y dándome la espalda mientras abrazaba una almohada.

—No imaginé que sería así.

Giré la cabeza. En la otra cama, Carter resopló en sueños. Los ojos de Joe me miraban, brillando en la oscuridad.

—¿El qué? —suspiré, mirando el techo.

—Esto —respondió Joe—. Ahora. Como estamos. No imaginé que sería así.

—No sé de qué estás hablando.

—¿Crees que…?

—Dilo de una vez, Joe.

Cielos, era tan joven, joder.

—Decidí hacer esto porque era lo correcto.

—Por supuesto, chico.

—Soy el Alfa.

—Así es.

—Tiene que pagar.

—¿A quién estás tratando de convencer? ¿A mí o a ti?

—Hice lo que tenía que hacer. Ellos… no lo entienden.

—¿Y tú?

No le gustó mucho eso.

—Mató a mi padre —respondió con un ligero gruñido en la voz.

Me daba pena. Esto no debería haber pasado. Thomas y yo no éramos exactamente mejores amigos (no podíamos serlo, no después de todo lo que había pasado), pero no deseaba esto. Estos chicos no deberían haber tenido que ver cómo su Alfa caía bajo el ataque de Omegas salvajes. No era justo.

—Lo sé.

—Ox no… no lo entiende.

—No lo sabes.

—Está enfadado conmigo.

Cielos.

—Joe, su madre ha muerto. Su Alfa ha muerto. Su compa… Tú le lanzaste una bomba y te fuiste. Por supuesto que está enfadado. Y si es contigo, es porque no sabe hacia dónde más dirigir su ira.

Joe no dijo nada.

—¿Te ha respondido al mensaje? —pregunté.

—¿Cómo…?

—Te pasas el día mirando el móvil.

—Ah. Eh... Sí. Me ha respondido.

—¿Y está todo bien?

Se rio, fue un sonido hueco y vacío.

—No, Gordo. No está todo bien. Pero nada ha vuelto a Green Creek.

Si fuera mejor persona, le hubiera dicho algo para reconfortarlo. Pero no lo soy.

—Para eso están las guardas.

—¿Gordo?

—¿Qué?

—¿Por qué… por qué estás aquí?

—Me lo ordenaste.

—Te lo pedí.

Me cago en mi madre.

—Duérmete, Joe. Nos iremos a primera hora.

Se sorbió la nariz en silencio.

Cerré los ojos.

No los conocía. No tan bien como debía. Durante mucho tiempo, no me importó. No quería tener nada que ver con manadas y lobos, y Alfas y magia.

Cuando a Ox se le escapó que los Bennett habían vuelto a Green Creek, mi primer pensamiento fue «Mark y Mark y Mark», pero lo ignoré porque era el pasado y no quería saber nada de eso.

Mi segundo pensamiento fue que debía mantener a Oxnard Matheson bien lejos de los lobos.

No lo logré.

Antes de que pudiera detenerlo, ya se había comprometido demasiado.

Los mantuve a una distancia prudencial. Incluso cuando Thomas vino a verme porque estaba preocupado por Joe. Incluso cuando, de pie frente a mí, me suplicó que lo ayudara. Incluso cuando se le pusieron los ojos rojos y me amenazó. Nunca me permití conocerlos, no como eran ahora. Thomas tenía la misma aura de poder de siempre, pero era más intensa. Más centrada. Nunca había tenido tanta fuerza, ni siquiera cuando se convirtió en el Alfa por primera vez. Me pregunté si habría tenido otro brujo en algún momento. Me sorprendió sentir el ardor de los celos al pensar en ello y me odié por sentirme así.

Acepté ayudarlo, ayudar a Joe, solo para impedir que Ox sufriera. Si Joe no podía controlar su transformación después de todo lo que había vivido, si poco a poco se había vuelto salvaje, Ox estaba en peligro.

Esa fue la única razón.

No tenía nada que ver con un sentido de responsabilidad.

No les debía nada.

No tenía nada que ver con Mark. Él había elegido. Yo también.

Había elegido a su manada en vez de a mí. Yo había decidido desligarme de todos ellos.

Pero nada de eso importaba. Ya no.

Ahora me veía obligado a conocerlos, lo quisiera o no. Perdí la cabeza por completo cuando acepté seguir a Joe y a sus hermanos.

Kelly era el silencioso, el observador. No era tan grande como Carter y probablemente nunca lo sería. No como Joe, que daba la sensación de que iba a crecer y crecer y crecer. Era extraño, pero cuando Kelly sonreía, podías comprobar que tenía una sonrisa pequeña y tranquila, apenas mostraba los dientes. Era más inteligente que todos nosotros juntos; siempre estaba calculando, observando y procesando antes que los demás. Cuando se transformaba en lobo, tenía el pelo gris, con manchas negras y blancas en la cara y en los hombros.

Carter era pura fuerza bruta: menos charla, más acción. Gritaba y respondía, y se quejaba por todo. Cuando no conducía, ponía las botas sobre el salpicadero, se hundía en el asiento y se subía el cuello de la chaqueta hasta que le rozaba las orejas. Usaba las palabras como armas para infligir la mayor cantidad de dolor posible. Pero también las usaba como una distracción, para eludirse. Quería aparentar ser frío y distante, pero era demasiado joven e inexperto para lograrlo. Su lobo se parecía al de su hermano, gris oscuro con negro y blanco en los cuartos traseros.

Joe era… un Alfa de diecisiete años. No era la mejor combinación. Tanto poder después de tanto trauma, siendo tan joven, era algo que no le deseaba a nadie. Lo entendía más que a los otros, solamente porque sabía lo que estaba viviendo.

Quizá no era lo mismo (la magia y la licantropía no están, ni de cerca, en la misma liga) pero había una afinidad que yo intentaba ignorar desesperadamente. Su lobo era blanco como la nieve.

Se movían juntos, Carter y Kelly daban vueltas alrededor de Joe, consciente o inconscientemente. Lo respetaban la mayor parte del tiempo, incluso cuando lo puteaban. Era su Alfa y lo necesitaban.

Eran tan diferentes entre sí, estos chicos perdidos.

Pero tenían una cosa en común.

Los tres eran unos imbéciles que no sabían cuándo cerrar la maldita boca. Y yo me veía obligado a aguantarlos.

—… y no sé por qué piensas que tenemos que seguir haciendo esto —dijo Carter una noche, un par de semanas después de que nos hubiéramos ido. Estábamos en Cut Bank, Montana, un pueblecito en medio de la nada, no muy lejos de la frontera canadiense. Nos dirigíamos hacia una manada pequeña que vivía cerca del Parque nacional de los Glaciares. En Lewiston, nos habíamos encontrado con un lobo que nos habló de un ataque de Omegas. El lobo había temblado ante los ojos de Alfa de Joe, con el miedo y la reverencia pintados en la cara. Cuando paramos esa noche, Carter enseguida arremetió con el tema.

—Déjalo ya —pidió Kelly agotado, frunciendo el ceño mientras intentaba encontrar un canal de televisión que no mostrara porno duro de los años ochenta.

Carter le enseñó los dientes sin decir ni una palabra.

Joe contemplaba la pared.

Cerré las manos y esperé.

—¿Qué pasará cuando encontremos la manada? ¿Os habéis parado a pensarlo? Nos confirmarán que vieron Omegas por allí, ¿y luego qué? ¡Joder! —exclamó Carter y miró con furia a Joe—. ¿Piensas que sabrán dónde está el bastardo de Richard? No lo saben. Nadie lo sabe. Es un fantasma y nos está acechando. Nos…

—Es el Alfa —replicó Kelly con los ojos centelleantes—. Si cree que esto es lo que tenemos que hacer, lo haremos.

Carter se rio con amargura mientras caminaba de un lado a otro de esa mierda de habitación.

—Un buen soldadito. Siempre dispuesto a luchar. Lo hacías con papá y ahora lo haces con Joe. ¿Qué coño sabréis vosotros? Papá está muerto y Joe es un niño. Solo porque es un maldito príncipe no tiene el derecho de apartarnos de…

—No es justo —afirmó Kelly—. Que estés celoso porque no eres el Alfa no te da derecho a que te desquites con los demás.

—¿Celoso? ¿Piensas que siento celos? Vete a la mierda, Kelly. ¿Qué coño sabes tú? Yo soy el mayor. Joe era el niñito de papá. ¿Y quién demonios eres tú? ¿Qué tienes para ofrecer?

Carter sabía dónde cortar. Sabía qué haría sangrar a Kelly. Qué cosas lo harían reaccionar. Antes de que pudiera moverme, Kelly ya se había lanzado sobre su hermano, las garras extendidas, los ojos naranjas y brillantes.

Carter se enfrentó a su hermano con colmillos y fuego, los dientes afilados y el pelo brotándole de la cara mientras se transformaba a medias. Kelly era rápido y descuidado, y cayó de cuclillas después de que su hermano le cruzara la cara de un bofetón. Me levanté, sintiendo el aleteo de las alas del cuervo, la necesidad de hacer algo antes de que llamaran a la maldita policía y…

—Basta.

Un estallido de rojo me golpeó el pecho. Decía «deteneos» y «ahora» y «Alfa soy el Alfa», y me tambaleé al sentir su fuerza. Carter y Kelly se quedaron quietos de la conmoción, con los ojos abiertos, gimiendo, heridos y en carne viva.

Joe estaba de pie junto a la cama. Le brillaban los ojos con la misma furia roja que a Thomas. No se había transformado, pero parecía que no le faltaba mucho. Tenía la boca retorcida, las manos cerradas en puños a los lados. Noté que un hilo de sangre caía sobre la alfombra sucia. Debía de haber sacado las garras, que se le estaban clavando en las palmas.

El poder puro que emanaba de él era devastador. Era salvaje y lo abarcaba todo, amenazaba con aplastarnos a todos. Carter y Kelly empezaron a temblar con los ojos abiertos y húmedos.

—Joe —dije en voz baja.

Me ignoró, le palpitaba el pecho.

—Joe.

Se giró para mirarme, enseñándome los dientes.

—Basta. Tienes que contenerte.

Durante un momento, pensé que me ignoraría. Que se giraría hacia sus hermanos para quitárselo todo y convertirlos en cáscaras vacías y dóciles. Ser un Alfa conlleva una responsabilidad extraordinaria y, si quisiera, podría hacer que sus hermanos satisficieran hasta el más mínimo de sus caprichos. Serían parásitos sin cerebro, su libre albedrío completamente destrozado.

Yo lo detendría. Llegado el caso.

No hizo falta.

El rojo de sus ojos se desvaneció y no dejó más que un chico de diecisiete años asustado, llorando y temblando.

—Estoy… —dijo con la voz ronca—. No lo sé… Oh, Dios mío, oh…

Kelly fue el primero en moverse. Apartó a Carter y se apretó contra Joe, le frotó la nariz cerca de la oreja y contra el pelo. Joe seguía teniendo las manos cerradas en puños cuando Kelly lo abrazó. Rígido e inconmovible, seguía mirándome fijamente.

En ese momento, Carter también se acercó. Abrazó a sus hermanos y les susurró palabras que no llegué a entender.

Joe nunca apartó la mirada.

Esa noche, durmieron en el suelo. Improvisaron una cama con el edredón de flores y las almohadas. Joe en medio, con un hermano a cada lado. La cabeza de Kelly descansaba sobre su pecho. La pierna de Carter extendida sobre los otros dos.

Se durmieron los primeros, agotados por el ataque mental.

Me quedé sentado en la cama, contemplándolos.