La canción del lobo - T. J. Klune - E-Book

La canción del lobo E-Book

T. J. Klune

0,0

Beschreibung

Ox era solo un niño cuando su padre le enseñó que nunca sería nadie. Hasta que un día Joe se cruzó en su camino, y no solo lo aceptó como a uno más de la familia, sino que también le confesó su mayor secreto, el cual cambiaría la vida de Ox para siempre. Sin embargo, cuando la muerte tiñe Green Creek de rojo, Joe emprende un viaje empujado por la furia y la venganza. Por su parte, Ox deberá demostrar su verdadero valor para proteger todo aquello que le importa. Cuando vuelvan a encontrarse, ¿serán capaces de resistirse a la canción que aúlla con fuerza entre los dos?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 775

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



    

 

    

 

    

 

    

 

    

 

Lectura recomendada a partir de 16 años

Título original: Wolfsong

Traducción del inglés: Ana María Pérez

Revisión y adaptación: Judit Abelló Huguet

Primera edición: junio de 2021

© TJ Klune, 2019

© VR Europa, un sello de Editorial Entremares, S.L., 2021

C/ Vergós, 26, 08017 Barcelona - www.vreuropa.es

Todos los derechos reservados.

ISBN: 978-84-124074-1-9

Depósito legal: B-3.596-2021

Diseño de cubierta: Reese Dante — Adaptacion de cubierta: Julián Balangero

Maquetación: Tomás Caramella

Impreso por Estugraf Impresores

Impreso en España / Printed in Spain

Este libro se ha impreso en papel procedente de bosques gestionados de forma sostenible y que ha seguido un proceso de fabricación totalmente libre de cloro.

Para Ely, por todos esos links de Tumblr.Tú sabes cuáles.La sed es real.

¡Por favor, no te vayas! ¡Te comeremos, te queremos tanto!

Maurice Sendak, Donde viven los monstruos

MOTAS DE POLVO/ FRÍO Y METAL

enía doce años cuando papá colocó una maleta junto a la puerta.

—¿Para qué es eso? —le pregunté desde la cocina.

Suspiró en tono bajo y ronco, y tardó un poco en girarse hacia mí.

—¿Cuándo has llegado a casa?

—Hace un rato. —Me dio un mal presentimiento.

Papá echó un vistazo al viejo reloj de pared. El plástico que cubría la esfera estaba agrietado.

—Es más tarde de lo que pensaba —negó con la cabeza—. Mira, Ox...

Parecía nervioso. Confundido. Mi padre era muchas cosas. Alcohólico. Irascible, enseguida atacaba con palabras o puños. Un demonio encantador cuya risa retumbaba como la antigua Harley-Davidson que habíamos reparado el verano anterior. Pero nunca estaba nervioso, y mucho menos confundido. No como en ese momento.

Presentía que algo terrible iba a pasar.

—Sé que no eres el chico más listo del mundo —me dijo, y miró brevemente la maleta.

Era cierto. La vida no me había dotado de una gran inteligencia. Mamá aseguraba que yo era normal. Papá pensaba que era lento, a lo que mamá respondió que no se trataba de una carrera. Como papá había bebido mucho whisky aquel día, comenzó a gritar y a romper cosas. No le pegó, al menos no esa noche. Mamá lloró mucho, pero él no le pegó, me aseguré de ello. Cuando comenzó a roncar en su vieja silla, me escabullí hacia mi habitación y me escondí bajo las sábanas.

—Lo sé, señor —repliqué.

Me miró otra vez, y juraré hasta el día que me muera que había amor en esa mirada.

—Más tonto que una piedra —dijo. No es que fuese a malas, es que lo era.

Me encogí de hombros. No era la primera vez que me lo decía, aunque mamá le había pedido que dejara de hacerlo. No pasaba nada, era mi padre, sabía más que cualquier otra persona.

—La gente hará que tu vida sea una mierda.

—Soy más grande que la mayoría —afirmé, como si eso significara algo. Era verdad. Asustaba a las personas aunque no quisiera hacerlo. Había salido a mi padre: un hombre corpulento con un temperamento inestable por culpa de la bebida.

—La gente no te comprenderá.

—¿Eh?

—No te entenderán.

—No necesito que lo hagan. —En realidad quería que lo hicieran, pero quería saber por qué decía que no lo harían.

—Debo irme.

—¿Adónde?

—Lejos. Mira...

—¿Lo sabe mamá?

—Claro... Tal vez. Sabía que acabaría pasando, seguro que hace tiempo que lo espera —se rio, pero no parecía que le hubiese hecho gracia de verdad.

—¿Cuándo volverás? —Me acerqué un poco.

—Ox, la gente te tratará mal, así que será mejor que los ignores y mantengas la cabeza gacha.

—La gente no siempre es mala. —No conocía a demasiada gente. De hecho, no tenía amigos. Pero la gente que conocía no siempre era mala. El problema era que la mayoría no sabía qué hacer conmigo. Pero eso no estaba mal, yo tampoco sabía qué hacer conmigo.

—Estaré fuera un tiempo —agregó—. Quizá mucho...

—¿Qué pasará con el taller? —le pregunté.

Papá trabajaba en el taller de Gordo. Siempre volvía a casa oliendo a metal y grasa, y con los dedos negros. Llevaba el nombre bordado en la camisa con puntadas rojas, azules y blan­cas: Curtis. Siempre me maravilló. Pensaba que tener el nombre bordado en la camisa indicaba que eras un gran hombre.

A veces dejaba que lo acompañase. Me enseñó cómo cambiar el aceite cuando solo tenía tres años, cómo cambiar un neumático cuando solo tenía cuatro y cómo reconstruir el motor de un Chevy Bel Air Coupe de 1957 cuando cumplí nueve. Esos días llegaba a casa oliendo a grasa, aceite y metal, y soñaba que tenía una camisa con mi nombre bordado. Diría: Oxnard. O quizá solo Ox.

—A Gordo no le importará —dijo mi padre.

Estaba mintiendo. A Gordo le importaba todo. Era un poco gruñón, pero alguna vez me había dicho que cuando fuera lo suficientemente mayor, podría trabajar para él. «La gente como nosotros tiene que cubrirse las espaldas», me dijo. En ese momento no supe a qué se refería, pero me alegraba que se preocupara por mí.

—Oh. —No fui capaz de decirle nada más.

—No me arrepiento de haberte tenido —dijo—. Pero me arrepiento de todo lo demás.

—¿Esto se trata de...?

No sabía de qué se trataba.

—Me arrepiento de estar aquí —continuó—. No puedo soportarlo.

—No pasa nada —respondí—. Podemos solucionarlo.

Quizá podríamos irnos a otro sitio.

—No hay solución, Ox.

—¿Has cargado el teléfono? —Se lo pregunté porque siempre se olvidaba—. Deberías hacerlo o no podré llamarte. El álgebra aún me cuesta y la señora Howse dijo que podía pedirte ayuda.

Sabía que mi padre no entendería los problemas numéricos. De hecho, era preálgebra. Eso me asustaba porque si ya era difícil siendo pre, ¿qué pasaría cuando solo fuera álgebra, sin el pre incluido?

—Maldita sea, ¿es que no lo entiendes? —gritó. Conocía esa expresión: estaba enfadado, estaba colérico.

—No —le respondí, porque no lo entendía. Intenté no encogerme por el miedo.

—Ox, no te voy a ayudar con los problemas de álgebra, ni te voy a llamar por teléfono. No hagas que también me arrepienta de ti.

—Oh...

—Tienes que comportarte como un hombre, por eso intento explicarte todo esto. La vida te va a llenar de mierda, tienes que sacudírtela y seguir adelante. —Tenía los puños apretados a ambos lados. No sabía por qué.

—Puedo ser un hombre —le aseguré con la esperanza de que se sintiera mejor.

—Lo sé —respondió.

Sonreí, pero apartó la mirada.

—Debo irme —concluyó.

—¿Cuándo volverás? —pregunté.

Avanzó vacilante hacia la puerta y respiró hondo. Cogió la maleta y se marchó. Pude oír como arrancaba la camioneta, el motor tardó en encenderse. Parecía que le hacía falta una nueva correa de distribución. Ya se lo recordaría más tarde.

Esa noche, mamá llegó tarde porque le había tocado doble turno en el restaurante. Me encontró en la cocina, de pie en el sitio en que me había dejado papá al salir por la puerta. Todo había cambiado.

—¿Ox? —preguntó. Parecía cansada—. ¿Estás bien?

—Hola, mamá.

—¿Por qué lloras?

—No estoy llorando. —Y no lo hacía, porque ahora era un hombre.

—¿Qué ha pasado? —Me acarició la cara. Mientras me secaba las mejillas con los pulgares, pude comprobar que las manos le olían a sal, patatas fritas y café.

Bajé la cabeza para mirarla. Siempre había sido pequeña y yo, en algún momento del año pasado, había crecido mucho. Ojalá fuera capaz de recordar el día que pasó, debió ser monumental.

—Cuidaré de ti —le prometí—. No te preocupes.

—Siempre lo haces. —Me miró con ternura. Se le formaron arrugas alrededor de los ojos y tensó la mandíbula—. Pero... —Se paró un segundo para coger aire—. ¿Se ha ido? —preguntó con un hilo de voz.

—Creo que sí. —Le enrosqué un mechón de pelo con el dedo. Era oscuro como el mío y el de papá. Todos teníamos el pelo oscuro.

—¿Te ha dicho algo? —me preguntó.

—Que ahora soy un hombre —repetí. Eso era todo lo que necesitaba oír.

Mamá se rio hasta que se derrumbó.

Cuando mi padre nos dejó, no se llevó el dinero que teníamos ahorrado, o al menos no todo. Aunque, si soy sincero, tampoco teníamos mucho.

Tampoco se llevó ninguna fotografía. Solo un poco de ropa, la cuchilla de afeitar, la camioneta y algunas herramientas.

Si no hubiera sabido la verdad, habría jurado que nunca había vivido en esta casa.

Cuatro días después, por la noche, le llamé.

Sonó un par de veces hasta que un mensaje automático me informó de que ese número ya no estaba operativo.

Al día siguiente tuve que pedirle perdón a mamá porque había colgado con tanta fuerza que rompí la base del teléfono. Me dijo que no pasaba nada y no volvimos a mencionarlo.

Solo tenía seis años cuando mi padre me compró mi propio set de herramientas. No me refiero a las de plástico y colores para niños, sino a las de metal que usaban los adultos.

—Debes limpiarlas a menudo y, si alguna vez descubro que las has dejado tiradas fuera, ya puedes empezar a correr. Si se oxidan, te daré una paliza. No son ningún juguete, ¿lo has entendido? —me dijo.

—Sí —respondí mientras las tocaba con reverencia porque eran un regalo. No podía encontrar las palabras para describir lo que significaba para mí.

Un par de semanas después de que se fuera, fui a la habitación de ambos (de ella). Mamá volvía a estar trabajando. Llegaría a casa con los tobillos doloridos.

La luz del sol entraba por una ventana en la pared del fondo, recortando pequeñas motas de polvo que flotaban.

Aún olía a él. A ella. A una mezcla de los dos. Pasaría mucho tiempo hasta que se desvaneciera, pero lo acabaría haciendo. Abrí la puerta del armario. Un lado estaba casi vacío, aunque quedaban algunas cosas: pequeñas partes de una vida que ya no existía.

Se había dejado la ropa de trabajo, cuatro camisas que colgaban al final del armario. El taller de Gordo, en cursiva.

Todas decían lo mismo: Curtis. Curtis, Curtis, Curtis.

Las toqué todas con la punta de los dedos.

Cogí la última y me la puse. Era pesada y olía a hombre, a sudory a trabajo.

—Muy bien, Ox —me dije—. Puedes hacerlo.

Empecé a abrocharmela con dificultad porque los botones eran demasiado grandes y duros. Y yo era torpe e ingenuo, solo manos y piernas, sin encanto y soso. Era demasiado grande.

Abroché el último botón y cerré los ojos mientras respiraba hondo. Entonces recordé el aspecto que tenía mamá por la mañana: las ojeras pronunciadas y los hombros caídos.

—Sé bueno, Ox, no te metas en líos—me había dicho, como si no supiera hacer otra cosa. Como si me metiera en líos cada dos por tres.

Abrí los ojos y me enfrenté al espejo que colgaba en la puerta del armario.

O la camisa era demasiado grande o yo demasiado pequeño. No estaba seguro de cuál era la respuesta correcta. Parecía que me hubiese disfrazado, que estuviese fingiendo ser alguien que no era.

—Soy un hombre —dije con un hilo de voz después de fruncir el ceño ante mi reflejo—. Soy un hombre. —No me creía ni una sola palabra—. Soy un hombre —repetí con una mueca de dolor.

Al final me quité la camisa de mi padre, la volví a meter en el armario y cerré las puertas. A mi espalda, las motas de polvo siguieron flotando contra la luz del atardecer.

CONVERTOR CATALÍTICO / SOÑANDO DESPIERTO

lamé al taller de Gordo.

—Hola, Gordo.

—¿Sí? —gruñó—. ¿Quién eres? —preguntó como si no lo supiera.

—Ox.

—¡Oxnard Matheson! Justamente estaba pensando en ti.

—¿De verdad?

—No. ¿Qué demonios quieres?

Sonreí porque sabía que diría eso, aunque se me hizo raro hacerlo.

—Yo también me alegro de oírte.

—Sí, sí. Hace mucho que no te veo, muchacho —parecía que mi ausencia le molestaba.

—Lo sé, tenía que... —No sabía qué tenía que hacer.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que el donante de esperma se fue a la mierda?

—Un par de meses, creo.

Cincuenta y siete días, diez horas y cuarenta y dos minutos.

—Que se vaya a tomar viento, ¿lo entiendes?

Claro que lo hacía, pero seguía siendo mi padre, así que no quería aceptarlo.

—Claro —repliqué.

—¿Tu madre está bien?

—Sí.

No creía que lo estuviera.

—Ox...

—No, no lo sé.

Respiró hondo y soltó un suspiro.

—¿Descanso para fumar? —le pregunté, aunque me dolió porque eso me resultaba familiar. Casi podía oler el humo, me quemaba los pulmones. Si me esforzaba mucho, era capaz de verlo sentado en la parte trasera del taller, fumando con el ceño fruncido, las piernas estiradas y los tobillos cruzados. Tenía aceite de motor debajo de las uñas, y tatuajes brillantes y coloridos que le cubrían ambos brazos: cuervos, flores y formas que no sabía qué significaban.

—Sí. El tabaco acabará conmigo.

—Siempre puedes dejarlo.

—Nunca dejo nada, Ox.

—Los perros viejos también pueden aprender trucos nuevos.

—Tengo veinticuatro años. —Soltó una carcajada.

—Viejo.

—Ox...

Lo sabía.

—Las cosas no van bien —confesé.

—¿Problemas con el banco?

—Ella cree que no veo las cartas.

—¿Cuánto dinero debéis?

—No lo sé. —Estaba muy avergonzado. No debería haberlo llamado—. Tengo que colgar.

—Ox —ladró—. ¿Cuánto? —Claro y conciso.

—Siete meses.

—Ese hijo de perra. —Parecía enfadado.

—Él no...

—No, Ox. Por favor, no.

—He pensado...

—Ay, madre.

—Que quizá podría... —Tenía la boca pastosa.

—Suéltalo ya.

—¿Podría trabajar para ti? —pregunté precipitadamente—. Necesitamos dinero y no soportaría perder la casa, es lo único que nos queda. Lo haré bien, Gordo. Te juro que lo haré bien y que no te dejaré tirado.

»Los dos sabemos que tarde o temprano iba a pasar así que, ¿podemos adelantarnos? ¿Podemos hacerlo ya? Lo siento. Es que necesito empezar lo antes posible porque debo ser un hombre.

Me dolía la garganta. No podía ir a buscar nada para beber porque me temblaban las piernas.

—Creo que nunca te había oído hablar tanto —dijo después de una pausa.

—No hablo mucho.

—Exacto. —Parecía que la situación le divertía—. Esto es lo que haremos...

Le dio dinero a mamá para poder pagar la hipoteca y le dijo que me pagaría en negro hasta que pudiera contratarme de forma legal.

Mamá lloró. Se negó a aceptarlo, pero se dio cuenta de que no podía rechazarlo. Entonces lloró y le dijo que sí. Gordo le hizo prometer que le avisaría si las cosas volvían a ponerse feas. Creo que pensó que Gordo era un héroe, así que le sonrió un poco más, incluso se rio con picardía mientras contoneaba las caderas.

No creía que Gordo estuviera interesado en mi madre. Ella ignoraba que, una vez, cuando tenía seis años, lo había visto entrando en el cine del brazo de otro hombre. Gordo se reía a carcajadas y le brillaban los ojos. Nunca volví a ver al hombre que iba con él, ni a Gordo con nadie más. Siempre había querido preguntarle, pero la actitud osca que tuvo desde ese momento me lo impidió. A nadie le gusta recordar las cosas tristes.

Las cartas amenazantes y las llamadas telefónicas del banco cesaron.

En seis meses ya le habíamos devuelto todo el dinero a Gordo, o al menos eso dijo. No entendía bien cómo funcionaba el dinero, pero estaba seguro de que mentía. Sin embargo, nos aseguró que la deuda ya estaba saldada, así que lo dejamos correr.

Nunca llegué a ver dinero alguno. Gordo me abrió una cuenta bancaria, la cual dijo que me generaría intereses. No sabía qué quería decir eso, pero confiaba en Gordo.

—Para cuando lleguen vacas flacas —dijo.

No me gustaban las vacas flacas.

Una vez tuve un amigo. Se llamaba Jeremy, llevaba gafas y todo le provocaba una sonrisa nerviosa. Teníamos nueve años, le gustaban los cómics y dibujar. Un día me dibujó como si fuera un superhéroe, me puso una capa y todo. Nunca había visto nada más bonito. Tiempo después Jeremy se mudó a Florida y, cuando mamá y yo lo buscamos en el mapa, vimos que quedaba muy lejos de Oregón, donde vivíamos.

—La gente no se queda en Green Creek. Aquí no hay nada.

Recorí las calles del mapa con los dedos.

—Nosotros nos quedamos —respondí.

Ella desvió la mirada.

Se equivocaba, la gente sí se quedaba. No todos, pero sí algunos. Como ella, Gordo y yo. Mis compañeros del colegio, aunque seguramente acabarían yéndose. Green Creek se moría, pero aún no estaba muerto. Teníamos un supermercado, el restaurante donde ella trabajaba, un McDonald’s, un cine que proyectaba películas de los setenta, una licorería con barras en las ventanas y cortinas rojas, negras y amarillas, el taller de Gordo, una gasolinera, dos semáforos y un colegio. Todo situado en medio de un bosque en el centro de la cordillera de la Cascada.

No entendía por qué la gente quería marcharse. Para mí, era mi hogar.

Vivíamos rodeados de árboles cerca del final de un camino de tierra, en una casa azul con molduras blancas. La pintura se había desprendido, pero no importaba. En verano olía a hierba, lilas, tomillo y piñas. En otoño, las hojas crujían bajo los pies. En invierno, el humo escalaba por la chimenea, mezclándose con la nieve. En primavera, los pájaros cantaban en los árboles y, por las noches, un búho ululaba hasta que salía el sol.

Había otra casa cerca de la nuestra, también al final del camino, y podía verla a través de los árboles. Mamá decía que estaba vacía, pero a veces se podía ver un coche o una furgoneta aparcada en la puerta, así como luces en el interior cuando se hacía de noche. La casa era enorme y tenía muchas ventanas. Más de una vez había intentado ver qué había dentro, pero las cortinas siempre estaban cerradas.

Podían pasar meses antes de ver otro coche aparcado en la puerta.

—¿Quién vive ahí? —le pregunté a mi padre cuando tenía diez años.

Gruñó y abrió otra cerveza.

—¿Quién vive ahí? —volví a intentarlo con mi madre cuando llegó a casa de trabajar.

—No lo sé —respondió mientras me tocaba la oreja—. Ya estaba vacía cuando nos mudamos.

Jamás volví a preguntárselo a nadie, me convencí de que el misterio era mejor que la realidad.

Nunca pregunté por qué nos habíamos mudado a Green Creek cuando tenía tres años. Tampoco si tenía primos o abuelos. Siempre fuimos los tres, hasta que fuimos solo dos.

—¿Crees que algún día volverá? —le pregunté a Gordo cuando tenía catorce años.

—Malditos ordenadores —murmuró él por lo bajo mientras apretaba otro botón de la Nexiq del coche—. ¿Por qué todo tiene que hacerse con ordenadores? —Presionó otro botón y la máquina le respondió con un bip furioso—. Podría calcularlo yo mismo, pero no, tengo que usar los códigos de diagnóstico porque todo se ha automatizado. Mi abuelo era capaz de descubrir cuál era el problema con solo oír el ralentí.

Le cogí el Nexiq de las manos y presioné la pantalla correcta, extraje el código y se lo devolví.

—Se ha roto el conversor catalítico.

—Ya lo sabía —dijo con el ceño fruncido.

—Eso va a salir caro.

—Lo sé.

—El señor Fordham no podrá pagarlo.

—Lo sé.

—No vas a cobrárselo todo, ¿verdad?

Gordo era esa clase de persona: siempre cuidaba a los demás, incluso cuando no quería que nadie lo supiera.

—No, Ox, no va a volver. Ponlo en el elevador, ¿vale?

Mamá se sentó en la mesa de la cocina con un montón de papeles enfrente. Estaba triste.

—¿Más cartas del banco? —pregunté, nervioso.

—No —negó con la cabeza.

—Entonces... ¿qué es?

—Ox, yo... —Cogió un bolígrafo y firmó con su nombre. Paró incluso antes de acabar con la primera—. Solo intento hacer lo mejor para ti. —Completó la frase después de levantar la cabeza para mirarme.

—Lo sé —contesté. Sabía que era verdad.

Volvió a coger el bolígrafo y firmó todos los papeles.

En algunos incluso puso sus iniciales.

—Y eso es todo —dijo cuando acabó de firmar. Se rio y se levantó mientras me tendía una mano, bailamos juntos una canción que ninguno de los dos podía escuchar, aunque enseguida se fue.

Ya era de noche cuando miré los papeles que había dejado sobre la mesa.

Eran los papeles del divorcio.

Empezó a usar su apellido de soltera otra vez: Callaway.

Me preguntó si yo también me lo quería cambiar, pero le dije que no, que haría que el apellido Matheson volviera a ser respetable.

Intentó disimular que se le habían llenado los ojos de lágrimas, pero lo vi.

Me senté en el comedor del instituto. Había mucho ruido, no podía concentrarme y me dolía la cabeza. Clint, un chico que conocía, pasó cerca de mi mesa con sus amigos.

Yo estaba solo.

—Maldito retrasado —dijo, a lo que sus amigos se rieron.

Me levanté y pude verle el miedo en los ojos. Era más grande que él.

Di media vuelta y me marché, porque mi madre siempre me decía que no me metiese en líos. Clint murmuró algo a mis espaldas y sus amigos se volvieron a reír.

Me dije a mí mismo que el día que tuviera amigos no seríamos malos como ellos.

Nadie me molestó cuando me senté fuera, así que me comí el sándwich tranquilamente.

A veces caminaba por el bosque, ahí pensaba con más claridad. Los árboles se mecían con la brisa y los pájaros me contaban historias. Nadie me juzgaba.

Un día cogí una rama y fingí que era una espada. Intenté saltar un arroyo, pero era tan ancho que me mojé los pies. Me tumbé en el suelo y observé el cielo a través de las copas de los árboles mientras esperaba que se me secaran los calcetines. Enterré los pies en la tierra.

Una libélula aterrizó en una roca cerca de mi cabeza. Era azul y verde con venas de color añil en las alas, tenía los ojos negros y brillantes. Retomó el vuelo y me pregunté cuánto tiempo viviría.

Algo se movió a mi derecha, miré en esa dirección y oí un gruñido. Pensé en correr, pero no fui capaz de moverme ni un milímetro. No quería perder los calcetines.

—Hola —dije.

Nadie contestó, pero sabía que ahí había algo.

—Soy Ox. No pasa nada.

Un resoplido de aire, como un suspiro.

Le dije que me gustaba el bosque.

Hubo un destello negro, pero luego desapareció.

Cuando llegué a casa, tenía el pelo lleno de hojas y había un coche aparcado delante de la casa vacía que se encontraba al final del camino.

Se fue al día siguiente.

Un día de ese invierno, salí del instituto y me dirigí al restaurante. Habían llegado las vacaciones de Navidad, así que me esperaban tres semanas en las que no saldría del taller, cosa que me hacía muy feliz.

Cuando abrí la puerta de Oasis, empezó a nevar. Hice sonar la campana, había una palmera inflable cerca de la entrada y un sol de papel maché colgaba del techo. Había cuatro personas en la barra, todas con un café en las manos. El restaurante olía a grasa, y eso me encantaba.

Una camarera llamada Jenny estalló la pompa que había hecho con el chicle y me sonrió. Era dos años mayor que yo, a veces también me sonreía en el instituto.

—Ey, Ox —me saludó.

—Hola.

—¿Hace frío? —Me encogí de hombros—. Tienes la nariz roja —dijo.

—Oh.

—¿Tienes hambre? —preguntó después de reírse.

—Sí.

—Siéntate, te traeré una taza de café y le diré a tu madre que estás aquí.

Me senté en mi sitio, cerca de la parte trasera del restaurante. En realidad no era mío, pero siempre me sentaba ahí.

—¡Maggie! —llamó Jenny en dirección a la cocina—. Ox está aquí. —Me guiñó un ojo mientras le llevaba un plato con huevos y pan tostado al señor Marsh, quien siempre le dedicaba una pequeña sonrisa pícara, y eso que tenía ochenta y cuatro. Jenny se rio y él bañó los huevos en kétchup antes de comérse­los, lo cual me pareció muy extraño.

—Ey —me saludó mi madre mientras me daba una taza de café.

—Hola.

—¿Los exámenes han ido bien? —preguntó mientras me quitaba los copos de nieve que se me habían quedado enganchados en el pelo.

—Eso creo.

—¿Estudiaste suficiente?

—Creo que sí, pero olvidé quién fue Stonewall Jackson.

—Ox... —suspiró.

—No pasa nada —le aseguré—, contesté todas las demás.

—¿Me lo juras?

—Sí.

Y me creyó porque yo nunca mentía.

—¿Tienes hambre?

—Sí, podrías traerme... —La campana volvió a sonar cuando entró un hombre. Me pareció vagamente familiar, pero no sabía decir dónde lo había visto antes. Tenía la misma edad que Gordo, era fuerte y grande y llevaba barba de varios días. Se frotó la cabeza rapada con una mano, cerró los ojos y cogió aire con fuerza que, posteriormente, dejó ir con lentitud. Abrió los ojos y juraría que distinguí un destello, pero enseguida comprobé que eran azules.

—Espera un segundo, Ox —se excusó mi madre. Se dirigió hacia donde estaba el hombre mientras yo me esforzaba en mirar en otra dirección. Era un completo extraño, sí, pero había algo más. Le di vueltas mientras daba un sorbo al café.

Se sentó en la mesa de al lado y, cuando quedamos cara a cara, me dedicó una sonrisa fugaz: agradable, brillante y llena de dientes. Mi madre le dio un menú y le dijo que enseguida volvía. Pude ver como Jenny se asomaba desde la cocina para observar al hombre. Se desabrochó un botón del escote, se arregló el cabello y cogió una jarra de café.

—Yo me encargo —murmuró. Mi madre puso los ojos en blanco.

Era encantadora, el hombre le sonrió con amabilidad. Ella le tocó las manos, solo un pequeño roce con las uñas, el hombre pidió sopa. Ella se rio, él pidió un café con espuma y azúcar. Ella le dijo que se llamaba Jenny y él que quería otra servilleta. Jenny se marchó un poco decepcionada.

—Comida y espectáculo —murmuré. El hombre sonrió como si me hubiera oído.

—¿Ya sabes qué vas a pedir, cariño? —me preguntó mi madre mientras se acercaba a la mesa donde estaba sentado.

—Una hamburguesa.

—Marchando, guapo. —Sonreí porque la adoraba.

El hombre la observó mientras se marchaba. Se le ensancharon las fosas nasales y miró en mi dirección. Ladeó la cabeza y sus orificios nasales volvieron a dilatarse, como si estuviera... ¿olfateando? ¿Oliendo?

Lo imité y olfateé el aire. No notaba nada raro, olía como siempre. El hombre se rio y negó con la cabeza.

—Todo huele muy bien —dijo. Tenía la voz muy profunda y amable. Los dientes le volvieron a destellar.

—Me alegro —respondí.

—Soy Mark.

—Yo me llamo Ox.

—¿En serio? —Arqueó una ceja.

—En realidad es Oxnard. —Me encogí de hombros—. Pero todo el mundo me llama Ox.

—Ox —repitió—. Es un nombre muy fuerte.

—¿Fuerte como un roble? —sugerí.

—¿Te lo dicen muy a menudo? —se rio.

—Supongo.

—Me gusta este lugar. —Miró a través de la ventana. Esa declaración escondía muchas cosas, pero ni siquiera podía llegar a imaginármelas.

—A mí también, aunque mi madre siempre dice que la gente nunca se queda.

—Tú estás aquí —dijo con aire profundo.

—Así es.

—¿Tu madre es esa de ahí? —Señaló la cocina con la cabeza.

—Sí.

—Ella también está aquí. Quizá no todo el mundo se queda, pero algunos sí lo hacen. —Se miró las manos—. Y los que se van, siempre pueden regresar.

—¿Te refieres a volver a casa? —pregunté.

—Sí, Ox. Me refiero a volver a casa. —Volvió a sonreír—. Eso es... Ya he descubierto a qué me recuerda este olor: a casa.

—Yo solo huelo a bacon —comenté con vergüenza.

—Claro que sí. —Mark se rio—. Hay una casa en el bosque, al sur de McCarthy, que ahora mismo está vacía.

—¡Conozco esa casa! Vivo muy cerca.

—Me lo imaginaba —asintió—. Eso explica por qué hueles a... —Jenny regresó con la sopa y él volvió a mostrarse amable, pero no como lo había sido conmigo. Abrí la boca para preguntarle algo (lo que fuera), pero en ese momento llegó mi madre.

—Es de mala educación molestar a alguien mientras come —me regañó mientras dejaba el plato sobre la mesa.

—Pero yo...

—Está bien —intervino Mark—. Es culpa mía.

—Si usted lo dice... —Mi madre no parecía muy convencida.

Mark asintió y empezó a comerse la sopa.

—Quédate aquí hasta que acabe mi turno —me dijo—. Son casi las seis, así que no quiero que vuelvas andando. ¿Qué te parece si vemos una película cuando lleguemos a casa?

—De acuerdo. Le prometí a Gordo que mañana iría pronto al taller.

—Nunca podemos descansar, ¿eh? —Me dio un beso en la frente y me dejó comer tranquilo.

Quería preguntarle más cosas a Mark, pero recordé mis buenos modales, así que me limité a comerme la hamburguesa. Estaba un poco quemada, como a mí me gustaba.

—¿Gordo? —quiso saber Mark. Parecía una pregunta, pero saboreó cada sílaba mientras lo decía. Ahora sonreía con tristeza.

—Mi jefe. Es el dueño del taller mecánico.

—No me digas —replicó—. ¿Quién lo habría pensado?

—¿A qué te refieres?

—Asegúrate de quedarte con ella —respondió Mark—. Con tu madre.

Lo miré fijamente, parecía triste.

—Solo somos nosotros dos —le dije con un hilo de voz, como si le estuviera confesando un secreto.

—Con más razón. Aunque creo que las cosas cambiarán. Para ti y para ella. Para todos nosotros. —Se limpió la boca y sacó la cartera para dejar un billete sobre la mesa. Se levantó, cogió su abrigo y se lo puso sobre los hombros. Antes de irse, me miró—: Te veremos pronto, Ox.

—¿Quiénes?

—Mi familia.

—¿En la casa?

—Creo que pronto llegará la hora de volver a casa —dijo mientras asentía.

—Podríamos... —No me atreví a acabar la frase porque solo era un chico.

—¿Qué me quieres decir, Ox? —Parecía curioso.

—¿Podríamos ser amigos cuando vuelvas? No tengo muchos... —En realidad no tenía ninguno, a excepción de Gordo y mi madre, pero no quería que se asustara.

—¿De verdad? —preguntó y cerró las manos en forma de puño a los costados.

—Hablo muy lento. —Me miré las manos—. O simplemente no lo hago. A la gente no le gusta.

O quizá solo era yo quien no les gustaba, pero ya había hablado demasiado.

—Tu forma de hablar no tiene nada malo.

—Tal vez. —Mucha gente me lo decía, así que debía ser cierto.

—Ox, te diré un secreto. ¿De acuerdo?

—Claro. —Eso me emocionó porque los amigos compartían secretos, y quizá significaba que lo éramos.

—La gente que habla poco es la más interesante. Y, sí, creo que seremos amigos.

Entonces se marchó.

No volví a ver a mi nuevo amigo hasta diecisiete meses después.

Esa noche, tumbado en la cama, escuché un aullido dentro del bosque. Se elevó como una canción hasta que me convencí de que era lo único que quería cantar en la vida. Siguió sonando, y yo solo pude pensar en que me hacía sentir en casa. Al final se desvaneció, y yo también.

A la mañana siguiente me convencí de que lo había soñado.

—Para ti —me dijo Gordo el día que cumplí quince años. Me dio un paquete mal envuelto, el papel de regalo tenía muñecos de nieve. Algunos de los chicos que trabajaban en el taller también estaban allí: Rico, Tanner y Chris. Todos jóvenes, perspicaces y llenos de vida. Eran amigos de Gordo, se habían criado juntos en Green Creek. Todos me sonreían, expectantes, como si fueran a contarme un secreto.

—Estamos en mayo. —Señalé el papel de regalo.

—Abre la maldita caja —dijo Gordo mientras ponía los ojos en blanco. Se reclinó en su sillón raído, que se encontraba en la parte posterior del taller, y dio una larga calada a su cigarrillo. Los tatuajes parecían mucho más brillantes de lo normal. Me preguntaba si se los habría retocado recientemente.

Destrocé el envoltorio, hacía ruido. Quería saborear el momento porque casi nunca me daban regalos, pero no podía esperar. Solo tardé unos segundos en desenvolverlo, pero me pareció una eternidad.

—Esto... —titubeé cuando vi lo que era—. Esto es... —Fue reverencia, gracia, belleza. Me pregunté si esto significaba que por fin podría respirar. Como si hubiera encontrado mi lugar en este mundo que no comprendía.

Dos letras bordadas en rojo, blanco y azul. Ponía: Ox.

Como si yo pintase algo. Como si significara algo. Como si fuera realmente importante.

Mi padre me había enseñado que los hombres nunca lloran. Los hombres nunca lloran porque no tienen tiempo para hacerlo.

Supongo que aún no era un hombre, porque lloré. Agaché la cabeza y lloré.

Rico me agarró el hombro, Tanner me acarició el pelo y Chris chocó sus botas de trabajo con las mías.

Se juntaron a mi alrededor para esconderme en caso de que viniera alguien.

—Ahora nos perteneces —dijo Gordo mientras apoyaba su frente contra la mía.

Algo floreció en mi interior y sentí calidez. Era como si el sol me hubiera estallado dentro del pecho: me sentía más vivo de lo que me había sentido en mucho tiempo.

Cuando acabé de llorar, me ayudaron a ponerme la camisa. Me quedaba como un guante.

Ese invierno, Gordo y yo decidimos descansar un rato para fumar.

—¿Puedo probar uno?

—No se lo cuentes a tu madre —me advirtió mientras se encogía de hombros. Abrió la cajetilla y me dio uno. Sacó un mechero y protegió la llama del viento con la mano, me puse el cigarrillo entre los labios y me acerqué al fuego. Inhalé y se encendió. Tosí, se me llenaron los ojos de lágrimas y el humo me salió por la nariz.

La segunda calada resultó más fácil.

Los otros chicos se rieron. Pensé que quizá éramos amigos.

A veces pensaba que estaba soñando, pero en realidad estaba despierto.

Despertar cada vez se volvía más difícil.

Gordo me obligó a dejar de fumar después de solo cuatro meses. Me dijo que era por mi propio bien. Le respondí que era porque no quería que le robase más cigarrillos.

Me dio una colleja y me mandó a trabajar.

No volví a fumar nunca más.

Todos seguíamos siendo amigos.

Una vez le pregunté por sus tatuajes.

Las formas..., los patrones... era como si todo estuviera diseñado en conjunto. No podía evitar que me resultaran familiares, como si tuviera la respuesta en la punta de la lengua. Sabía que le subían por el brazo, pero no sabía hasta donde llegaban.

—Todos tenemos un pasado, Ox.

—¿Ese es el tuyo?

—Algo así —respondió mientras desviaba la mirada.

Me pregunté si algún día decidiría tatuarme el pasado con diversas formas y colores.

Cuando cumplí dieciséis años, pasaron dos cosas.

Gordo me contrató oficialmente en el taller, incluso me dio una tarjeta de presentación. Me ayudó con los formularios de impuestos, porque no los entendía. No lloré. Los muchachos me dieron palmadas en la espalda y bromearon sobre que ya no eran cómplices de explotación infantil. Gordo me dio un juego de llaves del taller y me llenó la cara de grasa. Lo único que pude hacer fue sonreír. Creo que nunca le había visto tan feliz.

Al llegar a casa ese día, me dije que ya era un hombre.

Entonces pasó la segunda cosa.

La casa al final de la calle ya no estaba vacía, y había un chico en el camino de tierra que llevaba hasta el bosque.

TORBELLINO / POMPAS DE JABÓN

aminaba calle abajo hacia casa. Tenía calor, así que me quité la camisa de trabajo. Me dejé la camiseta blanca que llevaba debajo y la brisa me refrescó la piel.

Notaba las llaves del taller en el bolsillo. Las saqué y las observé, jamás había tenido tantas llaves. Por algun motivo, me sentía responsable.

Las volví a meter en el bolsillo. No quería perderlas.

—¡Ey! ¡Ey, el de ahí! ¡Tú! ¡Ey, chico!

Levanté la vista.

Había un niño parado en medio del camino de tierra, mirándome. Olfateaba el aire y tenía los ojos muy abiertos. Eran azules y brillantes, tenía el pelo corto y rubio, y la piel casi tan bronceada como yo. Era joven y pequeño, y me pregunté si estaría soñando otra vez.

—Hola.

—¿Quién eres? —me preguntó.

—Soy Ox.

—¿Ox? ¡Ox! ¿Hueles eso?

—Huelo los árboles —respondí tras olisquear el aire. No era capaz de oler nada más.

—No, no, no. Es algo más grande—dijo negando con la cabeza. Avanzó hacia mí, empezó a correr a medida que abría aún más los ojos.

No era muy corpulento y juraría que no tenía más de nueve o diez años. Chocó con mis piernas, y apenas pude dar un paso hacia atrás cuando comenzó a treparme por el cuerpo, enroscando las piernas en mis pantorrillas e impulsándose hacia arriba, hasta que me rodeó el cuello con los brazos y quedamos cara a cara.

—¡Eres tú!

—¿A qué te refieres? —No entendía nada de lo que estaba pasando.

Lo rodeé con los brazos, no quería que se cayera.

—¿Por qué hueles así? —Quiso saber mientras me cogía la cara y me apretaba las mejillas—. ¿De dónde vienes? ¿Vives en el bosque? ¿Qué eres? Acabamos de llegar aquí. Por fin. ¿Dónde vives? —Apoyó la frente en la mía e inhaló profundamente—. No lo entiendo —exclamó—. ¿Qué es? —Y comenzó a arrastrarse hacia arriba y sobre mis hombros, con sus pies presionando mi pecho hasta que trepó mi espalda, con sus brazos en mi cuello y su barbilla enterrada en mi hombro—. Tenemos que ir a buscar a mamá y a papá —dijo—. Ellos sabrán lo que es. Ellos lo saben todo.

Era un torbellino de dedos, pies y palabras, y yo me había quedado atrapado en medio de la tormenta.

Enterró las manos en mi pelo, tirando de mi cabeza hacia atrás mientras me decía que vivía en la casa al final del camino, que acababan de llegar ese mismo día. Que se había mudado desde muy lejos. Estaba triste porque había dejado a sus amigos. Tenía diez años y algún día esperaba ser tan grande como yo.

¿Me gustaban los cómics? ¿Me gustaba el puré de patatas? ¿Qué era el taller de Gordo? ¿Había arreglado algún Ferrari? ¿Alguna vez me había explotado un coche?

Quería ser astronauta o arqueólogo, pero no podía ser ninguna de las dos porque estaba destinado a ser un líder algún día. Después de estas palabras se quedó en silencio.

Me apretaba los costados con las rodillas y me rodeaba el cuello con los brazos, cargándome con todo su peso.

Fuimos hacia mi casa. Hizo que me detuviera para poder observarla, pero no se bajó, sino que lo levanté aún más para que pudiera verla bien.

—¿Tienes tu propia habitación? —preguntó.

—Sí, solo estamos mi madre y yo.

—Lo siento —dijo tras un silencio.

—¿Por qué? —Nos acabábamos de conocer, no tenía que lamentarse por nada.

—Por lo que sea que te haya hecho sentir triste —contestó. Como si supiera lo que estaba pensando, como si supiera lo que sentía. Como si él estuviera aquí y fuera real.

—A veces tengo unos sueños —dije—, en los que parece que esté despierto, pero nunca lo estoy.

—Pero ahora estás despierto. Ox, Ox, Ox. ¿Lo ves?

—¿Qué tengo que ver?

—Vivimos muy cerca el uno del otro —me susurró, como si decirlo en voz alta pudiera convertirlo en una mentira.

Di media vuelta para ver la casa que se encontraba al final del camino.

Se estaba haciendo de noche y las sombras se hacían largas por momentos. Caminamos entre los árboles hasta que vislumbramos luces un poco más adelante. Luces brillantes, como un faro que marca el camino de vuelta a casa.

Había tres coches aparcados en la puerta: un todoterreno y dos camionetas. Todos tenían menos de un año y las matrículas indicaban que eran de Maine. También había dos camiones de mudanza.

Y había personas, todas de pie, observando, esperando. Como si supieran que estábamos llegando, como si nos hubieran oído desde lejos.

Dos de ellos eran jóvenes, uno tendría mi edad, el otro parecía un poco más pequeño. Eran rubios y más bajitos que yo, pero no por mucho. Tenían los ojos azules y se mostraban curiosos. Se parecían mucho al torbellino que tenía subido a la espalda.

Había una mujer mayor, con el cabello muy parecido a todos los demás, que se movía de forma majestuosa, y me pregunté si alguna vez había visto a alguien más atractivo. Me dirigía una mirada afectuosa pero cauta. Parecía tensa, como si estuviera preparada para saltar en cualquier momento.

Tenía un hombre al lado, era más moreno que el resto, más parecido a mí que a los demás. Tenía un porte feroz y amenazante y, aunque no lo había visto en la vida, solo me transmitía respeto. Tenía la mano apoyada en la espalda de la mujer.

Y a su lado estaba... Oh.

—¿Mark? —pregunté. Estaba exactamente igual.

—¡Ox! Me alegro de verte —dijo con una gran sonrisa—. Veo que has hecho un nuevo amigo. —Parecía complacido.

El chico que llevaba colgado a la espalda serpenteó hasta bajarse. Le solté las piernas y cayó al suelo, me tomó de la mano y comenzó a tirar de mí hacia esa gente tan guapa, como si tuviera derecho de estar ahí con ellos.

Empezó a girar como una tormenta, incapaz de controlar el volumen, las palabras le salían con fuerza y sin patrones de la boca.

—¡Mamá! ¡Mamá, tienes que olfatearlo! Es como... Como... ¡Ni siquiera sé a qué huele! Estaba andando por el bosque para ver los límites de nuestro territorio, para poder ser como papá, y al segundo estaba como... ¡Guau! Entonces lo vi ahí de pie, aunque él no me vio a mí, porque me estoy volviendo muy bueno a la hora de cazar. Empecé a hacer rawr y grr, pero entonces olfateé y era él, ¡y fue bum!¡Aún no lo sé! ¡Aún no lo sé! Tienes que olfatearlo y decirme por qué es todo bastones de caramelo y pino, y épicoy asombroso.

Todos le observaron como si se hubieran topado con algo inesperado. Mark se tapaba la boca con la mano para esconder que estaba sonriendo.

—¿Enserio? —dijo, por fin, la mujer. Su voz ondeó como si fuera algo frágil—. ¿Rawr y grr y bum?

—¡Y cómo huele! —gritó.

—No nos olvidamos de eso —replicó ligeramente el hombre que tenía al lado—. Bastones de caramelo y pino, y épico y asombroso.

—¿Qué os había dicho? —dijo Mark—. Ox es diferente.

No tenía ni idea de qué estaba pasando, pero tampoco era nada nuevo. Me preguntaba si había hecho algo malo. Me sentía mal.

Intenté soltarme, pero el pequeño no me dejó ir.

—Ey.

—Ox. —El niño me miró con los ojos muy abiertos—. ¡Ox, tengo tantas cosas que enseñarte!

—¿Qué cosas?

—Como... No lo sé... —balbuceó—. Todo.

—Acabas de llegar. —Empecé a dudar. Me sentía fuera de lugar—. ¿No deberías...? —No tenía ni idea de lo que intentaba decir. Las palabras me abandonaron. Por eso no hablaba, era más sencillo de esta forma.

—Joe —interrumpió el hombre—. No agobies a Ox, ¿de acuerdo?

—Pero, papá...

—¡Joseph! —La advertencia sonó casi como un gruñido.

El chico («Joe», pensé, «Joseph») suspiró y me soltó la mano.

—Lo siento. —Di un paso hacia atrás—. Simplemente me lo encontré, no era mi intención.

—No pasa nada, Ox —me dijo Mark mientras daba un paso fuera del porche—. Estas cosas pueden ser un poco... abrumadoras.

—¿Qué cosas? —quise saber.

—La vida. —Se encogió de hombros.

—Dijiste que podríamos ser amigos.

—Sí, lo dije. Hemos tardado más de lo que esperábamos. —La mujer que estaba detrás inclinó la cabeza y el hombre apartó la mirada. La mano de Joe se deslizó lentamente sobre la mía. En ese momento me di cuenta de que habían perdido algo, aunque no sabía qué. O por qué lo sabía.

—Ese es Joe. —Mark cambió de tema—. Pero creo que ya lo sabes.

—Podría ser —respondí—. No he llegado a preguntarle cómo se llama, habla demasiado rápido.

Todos me miraron fijamente.

—No hablo demasiado. Tú eres el que habla demasiado, aunque con tu cara —gruñó Joe, pero no se alejó. Pateó el suelo con las deportivas. Tenía los cordones a punto de desatarse. Había una mariquita sobre un diente de león: roja, negra y amarilla. Aprovechó la brisa para alzar el vuelo.

—Joe —dije, probando como se sentía el hecho de pronunciar su nombre.

—Hola, Ox. ¡Ox! —Sonrió de oreja a oreja—. Hay algo que... —Se detuvo mientras dirigía una mirada furtiva a su padre—. De acuerdo —suspiró. No sabía de qué estaba hablando.

—Ellos son sus hermanos —dijo Mark—. Carter. —Era el chico que tenía mi edad. Me sonrió y saludó con una mano—. Y Kelly. —El menor de los dos. Era el mediano, iba entre Carter y Joe. Asintió con la cabeza, parecía que todo esto le aburría.

Quedaban dos. No me daban miedo, aunque algo en mi interior me decía que debía tenerlo. Esperé a que Mark me los presentara, pero no dijo nada.

—Eres singular, Ox —concluyó la mujer.

—Sí, señora —respondí. Mi madre me había enseñado a ser respetuoso.

—Soy Elizabeth Bennett —se rio—. Él es mi marido, Thomas. Ya conoces a su hermano, Mark. Parece que seremos vecinos.

—Encantado de conocerla —respondí. Mi madre me había enseñado buenos modales.

—¿Qué hay de mí? —Quiso saber Joe mientras me cogía otra vez de la mano.

—También me alegro de conocerte —respondí mientras le miraba.

Volvió a sonreír.

—¿Te gustaría cenar con nosotros? —preguntó Thomas mientras me observaba cuidadosamente.

Pensé «sí» y «no» al mismo tiempo. El corazón se me cerró en un puño.

—Mi madre llegará pronto a casa. Esta noche vamos a cenar juntos porque es mi cumpleaños. —Hice una mueca de dolor. No quería decir eso.

—¿Qué? ¡¿Por qué no lo habías dicho antes?! ¡Mamá! ¡Hoy es su cumpleaños! —exclamó Joe, quedándose sin aliento.

—Estoy aquí, Joe. Ya lo he oído. —Parecía divertida—. Feliz cumpleaños, Ox. ¿Cuántos cumples?

—Dieciséis.

Todos me miraban fijamente. Podía notar como el sudor se me deslizaba por la nuca. El aire cada vez era más caliente.

—Genial, yo también —mencionó Carter.

—Yo le he visto primero. —Joe miraba ferozmente a Carter mientras le mostraba los dientes. Se me puso delante, como si quisiera protegerme de su hermano.

—¡Ya basta! —lo reprendió su padre, tenía la voz profunda.

—Pero... Pero...

—Ey —le dije a Joe, que me devolvió una mirada llena de frustración—. Está bien. Escucha a tu padre.

Joe suspiró y asintió con la cabeza mientras volvía a apretarme la mano. Se le deshicieron los cordones cuando le dio una patada al diente de león.

—Yo tengo diez —murmuró finalmente—. Y sé que eres mayor, pero te he visto primero, así que debes ser mi amigo y no el suyo. Lo siento, papá. —Y después agregó—: Me gustaría darte un regalo.

Así que respondí:

—Ya lo has hecho.

Juro que jamás había visto una sonrisa más grande que la de Joe en ese momento.

Me despedí de todos y sentí como me observaban durante todo el camino de vuelta a casa.

—¿Se acaban de mudar? —preguntó mi madre al llegar a casa.

—Sí, los Bennett.

—¿Los has conocido? —se sorprendió. Sabía que, si podía evitarlo, no hablaba con la gente.

—Sí.

—¿Y bien? —Esperó.

—¿Y bien? —Busqué mi libro de Historia. Quedaba solo una semana para los exámenes finales y aún me quedaba mucho por estudiar.

—¿Son agradables? —preguntó poniendo los ojos en blanco.

—Eso creo. Tienen... —Pensé en lo que tenían.

—¿Qué tienen?

—Hijos. Uno tiene mi edad y los otros dos son más pequeños.

—¿Por qué sonríes?

—Uno es todo un terremoto —dije sin querer.

—Creí que al crecer dirías cosas con más sentido. Feliz cumpleaños, Ox. —Me besó en la frente.

Esa noche cenamos pastel de carne, mi plato favorito, que mi madre hizo especialmente para la ocasión. Nos reímos juntos, algo que hacía mucho que no hacíamos.

Me dio un regalo envuelto con los cómics que salían en el diario del domingo. Era un manual que enseñaba a reparar el modelo Buick de 1940, viejo y gastado. Tenía la portada naranja, olía a humedad y era maravilloso. Mi madre dijo que lo había visto en una tienda de segunda mano y que pensó en mí.

También me dio unos pantalones de trabajo nuevos, porque los otros ya empezaban a estar hechos trizas, y una tarjeta con un lobo aullándole a la luna. En el interior se podía leer:

¿Cómo llamas a un lobo perdido en inglés?

¡WHERE-WOLF!

Debajo había escritas siete palabras:

ESTE AÑO SERÁ MEJOR.

TE QUIERO, MAMÁ.

Dibujó corazones alrededor de la palabra quiero, pequeñas cosas que podrían desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Lavamos los platos mientras su vieja radio emitía música desde la ventana abierta que había encima del fregadero. Ella cantaba tranquilamente mientras me salpicaba con el agua, y no pude evitar preguntarme por qué olía a bastones de caramelo y pino, y épico y asombroso.

Tenía una pompa de jabón sobre la nariz.

Señaló que yo tenía otra sobre la oreja.

La cogí de la mano y le hice dar vueltas al compás de la música.

—Algún día vas a hacer muy feliz a alguien, y me muero de ganas de verlo. —Los ojos le brillaban mientras lo decía.

Cuando me fui a la cama, pude ver que la casa que se encontraba al final del camino tenía las luces encendidas. Pensé en ellos, en los Bennett.

«Alguien», había dicho mi madre. «Hacer muy feliz a alguien». No dijo ella, sino alguien.

Cerré los ojos y me dormí. Soñé con tornados.

LOBO DE PIEDRA / DINAH SHORE

e ves bien, papi —fue lo primero que dijo Rico cuando entré al taller al día siguiente—. ¿Por qué vas por ahí dando saltitos?

Era domingo, el día del Señor, como me habían enseñado, pero pensé que no le importaría que fuera a trabajar y no a misa. En el taller de Gordo me habían enseñado todo lo que sabía sobre la fe.

—Debe haber conocido a alguna chica bonita —bromeó Tanner desde donde estaba, inclinado sobre un ridículo coche deportivo que se encendía solo con la voz—. Ahora es un hombre de verdad. ¿Entraste a los dieciséis por la puerta grande?

Ya estaba acostumbrado a sus groserías, no lo hacían con mala intención. Aunque eso no impidió que me pusiera rojo como un tomate.

—No. No ha pasado nada de eso —respondí.

—Oh —replicó mientras se deslizaba hacia mí, moviendo las caderas de manera obscena—. Fíjate en cómo se ha ruborizado. —Me pasó la mano por el pelo, situando el pulgar sobre mi oreja—. ¿Es bonita, papi?

—No hay ninguna chica.

—¿No? Entonces..., ¿un chico? No te preocupes, no vamos a juzgarte.

—¿Y Chris? —pregunté después de empujarlo, Rico empezó a reír sin parar.

—Se ha ido a ver a su madre —respondió Tanner—. Otra vez el estómago.

—¿Está bien?

—Quizá. Aún no lo sabemos. —Rico se encogió de hombros.

—¡Ox! ¡Mueve el culo hasta aquí! —gritó Gordo desde la oficina.

—Oye. Ten cuidado, papi, alguien se ha levantado con el pie izquierdo —dijo Rico con una pequeña sonrisa.

No hacía falta que lo jurara, la voz de Gordo había sonado tensa y áspera. Me preocupé, no por mí, sino por él.

—Solo está molesto porque Ox necesita una semana libre para hacer los exámenes. Sabes cómo se pone cuando él no anda por aquí —murmuró Tanner. Me sentí fatal.

—Quizá podría...

—Cierra la boca —dijo Rico presionando un dedo contra mis labios. Sabía a aceite de motor—. Necesitas centrarte en los estudios y Gordo puede soportarlo, tu educación es más importante que sus rabietas. ¿De acuerdo?

Asentí y apartó la mano.

—Estaremos bien. Aprueba todos los exámenes y tendremos todo el verano, ¿de acuerdo? —agregó Tanner.

—¡Ox!

Rico murmuró algo en español, creo que le llamó «maldito dictador imbécil». Había descubierto que era adepto a insultar en otros idiomas.

Caminé hacia el final del taller, donde encontré a Gordo sentado en la oficina. Tenía el ceño fruncido mientras tecleaba con un dedo. Tanner lo llamaba «busco, luego picoteo», aunque a Gordo no le hacía ninguna gracia.

—Cierra la puerta —ordenó sin mirarme. Obedecí y me senté en el asiento vacío que había al otro lado del escritorio. No dijo nada, así que supuse que sería mejor que lo hiciera yo. A veces se comportaba de este modo.

—¿Estás bien?

—Estoy bien. —Frunció el ceño mientras miraba la pantalla del ordenador.

—Pues pareces muy inquieto para estar bien.

—No eres gracioso, Ox.

Me encogí de hombros. Tenía razón.

—Lo lamento —murmuró después de suspirar y pasarse las manos por la cara.

—Bien.

—La semana que viene no quiero que vengas—dijo cuando por fin me miró.

—De acuerdo. —Intenté disimular lo mucho que me dolían esas palabras, aunque no lo logré.

—Oh, Dios mío, Ox, no me refiero a eso. La semana que viene tienes los exámenes finales. —Parecía afligido.

—Lo sé.

—Y sabes que tu madre me hizo jurar que el trabajo no afectaría a tus notas, o no podrías trabajar aquí.

—Lo sé. —Se notaba que estaba molesto.

—No quiero... Solo... —gruñó y se volvió a reclinar en la silla—. No se me dan nada bien estas cosas.

—¿Qué cosas?

—Todo esto. —Nos señaló a los dos.

—Lo haces bien —murmuré.

Esto. Hacer de hermano o de padre. No le habíamos puesto nombre, no teníamos que hacerlo, ambos sabíamos lo que era. Pero hablarlo nos habría puesto nerviosos, porque éramos hombres.

—¿Sí? —Entrecerró los ojos.

—Sí.

—¿Cómo van tus notas?

—Bien, aunque he suspendido una.

—¿Historia?

—Sí, maldito Stonewall Jackson.

—Que tu madre no te oiga decir esas cosas. —Se rio un buen rato. Gordo siempre se reía a lo grande, por raro que fuera.

—Jamás de los jamases.

—¿Este verano vas a trabajar a jornada completa?

—Sí, claro que sí, Gordo. —Sonreí con ganas. Ya tenía ganas de empezar.

—Te voy a hacer trabajar como una mula, Ox. —Relajó el ceño.

—¿Puedo..., puedo pasarme por aquí la semana que viene? —pregunté—. No voy a... Yo solo... —Las palabras. Las palabras eran mis enemigas. No sabía cómo explicarle que aquí me sentía a salvo, que para mí era un hogar y que nadie me juzgaba. No era un maldito retrasado, no era una pérdida de tiempo. Quería decir tantas cosas, demasiadas, y descubrí que no era capaz de decir nada en absoluto.

Pero se trataba de Gordo, así que no tenía que decir nada.

—Nada de trabajar en el taller, puedes venir aquí a estudiar. —Estaba más relajado—. Pero nada de perder el tiempo. Hablo enserio, Ox. Chris o Tanner podrán ayudarte con el maldito Stonewall Jackson, saben mucho más de esa mierda que yo. No le preguntes a Rico porque no conseguirías nada.

—Gracias, Gordo. —Me tranquilicé.

—Largo de aquí. Tienes trabajo que hacer. —Puso los ojos en blanco.

Me despedí con el típico saludo militar porque sabía que lo odiaba.

Y dado que estaba de buen humor, fingí que no lo había escuchado cuando me dijo que estaba orgulloso de mí.

Horas más tarde me di cuenta de que me había olvidado de hablarle de la llegada de los Bennett.

Fui a casa a pie. La luz del sol se filtraba a través de los árboles, proyectando pequeñas sombras en forma de hojas sobre mi piel. Me preguntaba cuántos años tendría ese bosque. Parecía antiguo.

Joe me espeaba en el camino de tierra, justo donde nos habíamos encontrado el día anterior. Tenía los ojos muy abiertos. Se movía con nerviosismo, con las manos ocultas detrás de la espalda.

—¡Sabía que eras tú! —exclamó con una voz aguda y triun­fante—. Estoy mejorando en esto de... —Se detuvo y tosió—. Eh, con... hacer cosas. Como... saber que estás... cerca.

—Eso es genial. Mejorar en algo siempre es bueno.

—Nunca paro de mejorar. Un día seré el líder. —Tenía una sonrisa resplandeciente.

—¿De qué?

—Oh, mierda. —Volvió a abrir mucho los ojos.

—¿Qué pasa?

—Oh, ¡regalos!

—¿Regalos? —Fruncí el ceño.

—Bueno, solo uno.

—¿Para quién?

—¿Para ti? —Entrecerró los ojos—. Para ti. —Se puso como un tomate. Tenía manchas rojas hasta el nacimiento del pelo—. Es por tu cumpleaños —murmuró mientras bajaba la mirada hacia el suelo.

Tanto los chicos del taller como mi madre me habían dado regalos, pero nadie más lo había hecho. Eso eran cosas que solo hacían los amigos o la familia.

—Oh, guau —dije asombrado.

—Sí, guau.

—¿Es eso lo que escondes a la espalda? —Se sonrojó aún más, incapaz de mirarme a los ojos. Asintió con la cabeza.

Pude oír a los pájaros en las copas de los árboles, coreaban con fuerza e insistencia.

Le di el tiempo que necesitaba, que no fue mucho. Pude ver el momento en el que se decidió, armándose de valor mientras erguía los hombros, levantando la cabeza con determinación. No sabía de qué sería líder algún día, pero sí que sería uno bueno. Solo esperaba que también recordara ser amable.

Extendió una mano. Tenía una caja negra envuelta con un lazo rojo.

—No tengo nada para ti —dije en voz baja. Por alguna razón, me había puesto nervioso.

—No es mi cumpleaños. —Se encogió de hombros.

—¿Cuándo es?

—En agosto. ¿Qué estás...? Cielos, ¡toma la caja!

Eso hice. Era más pesada de lo que había imaginado. Me puse la camisa de trabajo encima del hombro mientras él se quedaba de pie muy cerca. Respiró hondo y cerró los ojos.

Deshice el lazo y me acordé del vestido que mi madre había llevado al picnic de celebración de mis nueve. El vestido tenía pequeños lazos en los bordes, y ella se había reído mientras me pasaba un sándwich y un poco de ensalada de patata. Cuando nos tumbamos boca arriba e intentamos adivinar qué formas tenían las nubes, me dijo que los días como ese eran sus favoritos, y yo admití que pensaba igual que ella. Jamás volvió a ponerse ese vestido. Un día le pregunté por qué y me respondió que lo había roto accidentalmente.

—No fue su intención —confesó. Me envolvió una rabia enorme e incontrolable, pero con el tiempo se disolvió.

Y ahora este lazo... Lo sostuve entre las manos, estaba caliente.

—A veces las personas están tristes —dijo Joe mientras apoyaba la frente contra mi brazo. Se le escapó un pequeño gemido—. Y no sé qué hacer para consolarlos. Es lo único que siempre he querido hacer: consolarlos.

Abrí la caja. Había envuelto el regalo con un trozo de tela negra. Daba la sensación de que ocultaba un gran secreto debajo y quería desvelarlo con todas mis fuerzas.

Desdoblé la tela para dejar a la vista un lobo tallado en piedra.

Para ser tan pequeña, pesaba un montón y tenía unos detalles increíbles. La cola tupida enroscada alrededor del lobo, que estaba sentado sobre las patas traseras; las orejas triangulares, las cuales parecía que estar agitando; las patas con uñas afiladas y almohadillas negras; la cabeza inclinada, dejando el cuello expuesto; los ojos cerrados y el hocico apuntando hacia arriba mientras aullaba una canción que me resonaba en la mente. Habían usado una piedra muy oscura y, por un momento, me pregunté de qué color sería el animal en la vida real, si tendría manchas blancas en las patas o si tendría las orejas negras.

Los pájaros habían dejado de cantar y me pregunté si era posible que el mundo se quedara sin aliento. Me pregunté cuánto pesarían las expectativas. Me pregunté muchas cosas.

Cogí el lobo, me encajaba perfectamente en la palma.

—Joe. —La voz me salió ronca.

—¿Sí?

—Tú... ¿Esto es para mí?

—¿Sí? —respondió como si fuera una pregunta—. Sí —repitió con más seguridad.