La Casa de las Terrazas - Federico Sanna Baroli - E-Book

La Casa de las Terrazas E-Book

Federico Sanna Baroli

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Beschreibung

La historia de los últimos 70 años de la Argentina pasa por la casa de la Familia Pelloti. Humberto y Rita se mudan en pleno apogeo del peronismo, por allí desfilarán golpes de Estado, desaparecidos, la vorágine de los 90 y la llegada del nuevo siglo. Oscar es un inglés que viene en búsqueda de nuevas oportunidades. Persigue el sueño de montar un pueblo en los Andes Centrales. El valle del río de las ánimas lo recordará por siempre. Pedro, un reconocido periodista, es el único heredero de una casa habitada por almas errantes que se niegan a abandonarla. En esta obra desaparecen los límites entre las categorías vida-muerte, razón-locura. La muerte nos une en una existencia atemporal, donde cada cual elige en qué estado conservarse y con qué ropas presentarse. Bienvenidos a la casa de las terrazas.

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Seitenzahl: 163

Veröffentlichungsjahr: 2023

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FEDERICO SANNA BAROLI

La Casa de las Terrazas

Sanna Baroli, Federico La casa de las terrazas / Federico Sanna Baroli. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3460-6

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenido

Advertencia al lector

Capítulo I

Capítulo II A

Capítulo III A

Capítulo II B

Capítulo II C

Capítulo III B

Capítulo IV A

Capítulo III C

Capítulo IV B

Capítulo IV C

Capítulo V A

Capítulo V C

Capítulo VI A

Capítulo V B

Capítulo VI C

Capítulo VII A

Capítulo VI B

Capítulo VII C

Capítulo VIII A

Capítulo VII B

Capítulo VIII C

Capítulo IX A

Capítulo VIII B

Capítulo XXIV

Advertencia al lector

Esta obra contiene tres relatos que construyen la historia de una Familia. Los mismos han sido diferenciados con las letras A, B, C. Todas comienzan en el capítulo I y finalizan en el capítulo XXIV. El lector puede leer cada una de las historias en forma independiente o leer el libro como si se tratara de una novela tradicional.

¡Bienvenidos a la entropía temporal!

A quienes somos, en cada rincón del tiempo.

Capítulo I

Miró la planta, la notó más interesante que de costumbre. Detuvo su mirada unos cuantos minutos, apreció sus hojas, la textura, el tallo. Se preguntó en qué momento había ocurrido todo. Quedo inmóvil, pensó que la planta estaba más linda que antes, sus hojas habían crecido, el color verde se encendía. La primavera estaba a la vuelta de la esquina. No pudo despegarse de la maceta, estaba atrapado recorriendo las texturas de cada hoja, como si hubiese encontrado algo de sentido y paz en esa vida que había elegido. No sabía muy bien cuándo ni cómo la eligió, pero se negaba a creer en los destinos divinos, se asumía como responsable último y primero de su porvenir. El cuento de Dios era para los débiles.

Levantó la vista, la fijó unos segundos en el techo, giró la cabeza y recorrió la habitación. Se miró a sí mismo, se preguntó ¿en qué momento se había transformado en eso? Por un momento pensó en ella, pero se dio cuenta que era en vano, habían pasado veinte años desde la última vez. Dejó la copa en la mesa, se dirigió hacia el baño, encendió la luz y se miró al espejo. Ese espejo horrible que no sabía bien porque seguía conservando. Se tocó la cara, fue recorriendo una por una las arrugas que no eran nada más ni nada menos que el testimonio de casi cincuenta años de vida.

Levantó su mano izquierda, la dirigió hacia el ojo derecho, notó una mancha rara debajo del parpado, no le dio importancia, pensó que era una señal más de que la juventud se estaba yendo sin siquiera despedirse. Salió del baño y fue en dirección a la biblioteca, atravesó pasillos oscuros y sintió todas las presencias.

Humberto Pelloti había adquirido la vivienda en la década del 40, orgulloso porque sus hijos podrían crecer en la ciudad y quizás hasta asistir a la universidad, como él mismo lo había logrado gracias al esfuerzo de sus padres. Setenta años más tarde, su nieto era el único habitante del lugar.

Pedro había nacido en el 73, fue criado por sus abuelos, sus padres desaparecieron en abril del 76, sin que él tuviese demasiados recuerdos. Aunque, a veces, soñaba con la voz de su madre. Su madre, Paula, se presentaba en el comedor de la casa, lo alzaba y le cantaba al oído. El rostro no era claro, tampoco el cuerpo, pero era su madre, su voz era inconfundible, pese a llevar más de cuarenta y cinco años sin escucharla.

Pedro llegó al escritorio, tomó asiento en el único sillón original que la casa conservaba. Levantó la vista buscando algo de compasión entre las repisas, repletas de libros que había heredado de tres generaciones. No encontró más que polvo y una cucaracha que intentaba pasar desapercibida entre la colección de El Capital.

Se dio cuenta de que necesitaba el vino, se paró de un salto y fue a buscarlo al comedor, volvió al escritorio y tomó asiento mientras escuchaba una lista de los grandes éxitos de Louis Armstrong, lamentó no haber aprendido a tocar ningún instrumento, pensó que ya era demasiado viejo para empezar, aunque demasiado joven para negarse a intentarlo. ¡Qué edad de mierda! Desbloqueó el celular y vio 69 mensajes del grupo del trabajo ¡La puta madre! Estas viejas de mierda lo único que hacen es mandar cadenas de oración y bendiciones. No era muy amigo de la religión. Aunque le caía mucho peor que se banalizare el ambiente laboral. Nunca había querido trabajar en el Estado, pero la calle se había puesto complicada, ser un periodista independiente en tiempos de crisis económica no era sencillo. Se puso a ver la réplica de La Vida de Picasso, comprada en una subasta por el Dr. Pelloti, pensó que debió haber optado por la carrera de arte, ahí estaba la raíz de todos sus problemas. Tomó un trago largo y terminó el vino, necesitaba más. Las voces se hacían cada vez más ensordecedoras. Fue a la despensa, abrió un Malbec estacionado en Barricas, Reserva de la Bodega de Santa Isabel, lo guardaba para esos días. Lavó la copa, cambió de varietal, volvió al escritorio a contar libros mientras degustaba el vino.

Abrió el segundo cajón del mueble, sacó un cigarrillo de marihuana; se lo había regalado uno de sus compañeros de trabajo. Por un momento sintió culpa, la misma que lo invadía cada vez que fumaba o tomaba en exceso, después pensó en la hipocresía social y el teatro del absurdo que era la sociedad a esa altura del siglo XXI. Se convenció de que el propio Presidente de la Nación debía fumar más que él. Prendió el faso y le dio dos pitadas, su mirada se perdió, volvió a pensar en el momento exacto en que su vida se había transformado en esa cárcel llena de soledad. Intentó identificar el instante preciso, hurgó entre sus recuerdos la última vez que había amado. Se dio cuenta que estaba muy lejos, es más, empezó a dudar si recordaba cómo era. Volvió a ver el celular, no lo toleró más, dejó el grupo de wtp cuando llegó una imagen de Jesús reprochando la legalización de la Marihuana. Era demasiada hipocresía, la imagen la enviaba Nancy, todos sabían que su marido consumía cocaína, pero Nancy debía mantener las formas, tan acartonadas como su peinado que no se actualizaba desde la década de los 90.

Miró el reloj y se dio cuenta que había pasado la hora de tomar su pastilla para la presión, intentó pararse pero tropezó con la pata del escritorio, se pegó justo en el dedo chico del pie y lanzó un insulto: “Nancy y la puta que te parió”. No podía asumir que él cometía errores y torpezas, la culpa siempre era ajena. Fue hasta la cocina, buscó algo para picar en la heladera pero no encontró mucho, vio unas fetas de salame y le sacaron una sonrisa.

Abrió la ventana del escritorio y observó la terraza. Se puso melancólico, esa terraza donde habían pasado tantos momentos en familia, recordó a sus abuelos, cuando venía su tío, las tardes jugando con la pelota. Se acordó de ella.

Golpearon la puerta de la terraza.

Capítulo II A

Los aeropuertos siempre le habían generado una sensación ambigua, Carolina no toleraba las esperas interminables, su madre decía que había salido ansiosa como la tía Antonia. Ella prefería decir que odiaba perder el tiempo. El vuelo a La Habana estaba programado para las dos de la mañana, hizo migraciones y se sentó en el único café que permanecía abierto pasada la medianoche. Miraba la pantalla esperando que anuncien la puerta de embarque, hacía varios años que no viajaba al exterior. La pandemia la había tenido muy encerrada, era diabética, temía mucho pasar un mal momento si se contagiaba, por fin estaba viendo la luz al final del túnel. Su marido la había apoyado para poder viajar al Congreso Internacional de Comunicación e inteligencia artificial. A ella le parecía un poco delirante la temática, pero no negaba que era un estudio necesario para su investigación.

Desbloqueó el celular y se puso a buscar artículos sobre el tema, aún faltaba un largo rato para poder subir al avión. La pantalla por fin anunció el vuelo, puerta de embarque número treinta y dos, por suerte estaba cerca del café. Se puso a ver fotos viejas en el celular, encontró algunas de las vacaciones en Mar del Plata en el 2018. Se dio cuenta que en aquel entonces todavía sentía algo de atracción por Julián. No quiso pensar demasiado, trató de distraerse leyendo los últimos trabajos académicos que iban a ser expuestos en el Congreso. Pero no pudo. La invadió una sensación de insatisfacción y culpa que no la dejaba concentrarse. Hacía varios años que no sentía deseos de estar con su marido, al menos no sentía ganas de compartir la vida marital. No recordaba la última vez que habían tenido sexo. En un momento pensó que era fruto de la edad, pero descubrió que aún se sentía atraída por muchos hombres, e incluso algunas mujeres. Reprimía ese sentimiento en forma constante, sentía culpa de no desear al hombre que la había acompañado durante sus últimos diez años. No le parecía justo que Julián mereciera su rechazo, era servicial, atento, bastante simpático y hasta se mantenía en buen estado físico ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no deseaba a ese hombre? Sus amigas le decían que envidiaban a su marido.

Tenía un sueño que la perturbaba.

Capítulo III A

Lunes otra vez sobre la ciudad, Pedro un eterno melancólico se levanta escuchando temas que habían pasado de moda hacía varias décadas. El reloj marcó las siete, en menos de quince minutos debía estar en la oficina. Sabía que, una vez más, no llegaría a tiempo. No le importó. Hacía tiempo que poco le importaba, la vida profesional no fue lo que esperaba.

Hacía dos años que trabajaba en la oficina de Violencia de Género. Toda su vida se había dedicado a laburos en diarios privados y radios comunitarias, hasta que un día se dio cuenta que los números no cerraban. Su convicción política se había ido desdibujando. Peronista desde la juventud, combativo del menemismo, había vuelto al partido cerca del 2010, pero estaba cada día más desorientado.

Aquel día salió apurado de la casa y no desayunó, intentaba convencerse de que era un tipo pancho y relajado, pero sabía que no podía dejar de lado el haberse auto concebido como una máquina. No quería llegar al trabajo, menos aún ese día, ese lugar lo hacía sentir que su vida había fracasado en forma estrepitosa, además le provocaba las más diversas contradicciones.

La casa era una herencia de dos generaciones anteriores. Su abuelo, Humberto había sido un hombre muy estricto. Pedro siempre recordaba que cuando llegaban visitas, Rita, su abuela, solo se dedicaba a servir el café. Durante muchísimos años consideró que eso era natural, hasta que Carolina le hizo notar, allá por la década de los 90 que su abuela había vivido para servirlos a ellos.

Las horas en el trabajo pasaban desapercibidas, posiblemente hacer la comunicación de la Oficina Violencia de Género no era una tarea demasiado grata en tiempos de femicidios. Pedro lo sabía. No le inquietaba, también sentía cierto alivio de saber qué tan mala era la situación, que nadie podía ser tan necio de echarle la culpa de las medidas insuficientes al profesional que armaba los comunicados. Aunque, a decir verdad, descubrir un romance entre la encargada de la Oficina y el Jefe de la Policía fue algo que ni el más apático de los trabajadores hubiera podido pasar por alto. Pedro nunca había sido un tipo cerrado, es más, nada le hubiera impactado ese amor entre dos personas tan distintas, si no fuera porque el propio Jefe de Policía era parte de un movimiento que dos años atrás, había condenado públicamente los manuales de educación sexual que según él “promovían la pérdida de las masculinidad y las desviaciones”.

Pedro había visto ese suceso hacía dos meses, no lograba superarlo. Ese día le tocó, otra vez, ver una escena del absurdo en que esa Oficina estaba subsumida. Juliana, su secretario y el Comisario, todos desnudos. La mujer se masturbaba, mientras ellos mantenían relaciones sobre la mesa de la sala de atención a las víctimas. Pero esta vez, hubo una diferencia ¡Lo vieron! El Comisario notó la presencia de ese hombre de hombros caídos y mirada cabizbaja que ingresaba a la oficina. A diferencia del hecho anterior, donde nadie había notado que Pedro ingresó a la sala, esta vez, el Comisario le fichó la cara, lo reconoció de inmediato. Pedro dio dos pasos hacia atrás y salió de manera sigilosa, como quien no ha visto nada. Sin embargo, tenía muy claro que había existido un cruce de miradas con el Jefe policial.

No había muchos empleados que se quedasen hasta las tres de la tarde, la mayoría solía retirarse al mediodía. Las posibilidades de ser identificado eran enormes, aunque guardaba la esperanza que el Comisario no supiera exactamente quién era, y por supuesto, que las cámaras de la sala se encontrasen desactivadas para evitar filmar las escenas de placer.

Llegó a su casa alrededor de las cuatro de la tarde. Se dio cuenta que no tenía nada de comida en la heladera, abrió las alacenas y no vio más que algunas crías de cucarachas que aún eran demasiado pequeñas para asustarlo. ¡Qué miseria! Se acercaba fin de mes y nada quedaba en sus provisiones, seguía creyendo que más temprano que tarde, lograrían encontrarle un rumbo a ese golpeado país.

Puso agua para el mate, se dirigió a su habitación para cambiarse, cuando se desvistió, notó que el calzoncillo tenía un agujero y que por la punta de las medidas se asomaba el dedo gordo. Miró el techo, agrietado por las manchas de humedad. Pensó que era ridículo que viviera solo en esa casa de dos plantas, que había sido pensada para albergar a varias generaciones de la familia. Se acordó de su abuela, de los ñoquis que preparaba y de los meses que pasó internada en terapia antes de partir. Pensó en Humberto, le generó una sensación extraña, sintió respeto, acto seguido recordó sus desplantes y ese tono soberbio que le oprimía hasta los sueños. Se dijo a si mismo que nadie es perfecto, prefirió quedarse con esas tardes en que el viejo pateaba la pelota con él y le hacían puntería al arco que había dibujado con tiza en la pared de la terraza.

Recorrió nuevamente el pasillo que lo conducía a la cocina, en el camino prendió la radio. La voz del locutor lo deprimió, no le gustó, lo llevó a momentos confusos. La apagó. Prendió el televisor y busco en YouTube el concierto de Mercedes Sosa en Suiza. Se dio cuenta de que el agua iba a hervir, corrió a apagar la hornalla, cuando entró a la cocina, notó, luego de meses, la mugre en la que se había convertido ese lugar. Desde la muerte de Humberto no había vuelto a limpiar las hornallas ni la alacena. Del basurero colgaba una cascara de banana, recordó sus épocas de obsesión por el orden y la limpieza. Se rio de sí mismo, de sus desdicha, de ese destino lleno de ausencias y de ese futuro errante.

Preparó el mate, amargo, como siempre. Tomó asiento en la mesa de algarrobo que aún conservaba como herencia de su bisabuelo. Prendió otra vez la radio, de nuevo se deprimió, pero esta vez le llamó la atención una noticia: ¡Escándalo en la Oficina de Violencia de Género!

Capítulo II B

Humberto abrió la puerta, vio el piso de parquet, la estufa a leña, el olor a pintura y sintió ese frío de casa a estrenar. Los obreros de la mudanza comenzaron a descargar los muebles, la mesa, heredada de su padre, hecha con Algarrobos de la zona, fue la única herencia que Don Evaristo le había dejado. Una mesa y el mandato de jamás bajar la mirada, con eso bastaría para que su hijo fuese un hombre de bien en ese siglo XX, que como decía el tango, había mezclado la biblia con el calefón en la vidriera irrespetuosa de la vida. El Tano Pisutti se acercó a la puerta, siempre intruso cuando se ocupaba una casa nueva, hacia diez meses que le habían entregado la suya, decía que el propio General cortó la cinta del barrio en la puerta de su morada. Hablaba una mezcla de español e italiano, llevaba diez años en la Argentina, llegó huyendo de Mussolini. Al comienzo del Gobierno de Perón fue un acérrimo enemigo, pero terminó por aceptar con cierta simpatía la imagen de ese militar acompañado con la señora de los pobres, aunque sus lecturas influenciadas por el marxismo, no le permitían confiarle todas sus esperanzas al gobierno.

Humberto lo vio parado en la puerta y se acercó a saludarlo, se quitó el sombrero y con un ademán se inclinó servicialmente:

—Humberto Pelloti a su órdenes, ¿con quién tengo el gusto?

—Pisutti, Fabio Pisutti, el Tano para usted ¿Vecino nuevo en el barrio?

—No, si la mudanza la hacemos por diversión, mañana mandamos los muebles a otra casa, y así cada semana.

—Disculpe, no comprendo.

—Nada, hombre. Por supuesto que vecinos nuevos, ¿no ve la mudanza?

—Sí, sí, por eso decía...

—Bueno, ¿a usted lo manda Perón?— Interrumpió bruscamente Humberto.

—Disculpe, no comprendo.

—Lo que ha escuchado, hombre. No se me venga con rodeos, conteste, ¿a usted lo manda Perón?

—Yo soy vecino del barrio, nada más.

—Ya veo, bueno mire, le voy a dejar las cosas en claro. En esta casa no hacemos culto a la personalidad, así que ni se le ocurra que voy a conservar ese cuadro sobre la chimenea. Mucho menos venga a pedirme el voto, yo no voto bonapartistas que adormecen a la clase obrera con migajas. Tampoco actrices que usan sus habilidades para escalar al poder. Así que tenga bien claro, que esta no es ni será una casa peronista.

—Emmm, pero, Humberto, si me permite— Alcanzó a expresar tímidamente el Tano.

—No le permito— Interrumpió Humberto en forma contundente.

—Pero, es que deseo explicarme, yo solo soy un vecino, venía a darle la bienvenida.

—No me tome de pelotudo, que a usted lo manda Perón.

—No, le juro que no, es más, ni siquiera estoy afiliado al partido.