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La casa grande es el testimonio novelado de un doloroso episodio de la historia colombiana: la masacre de las bananeras, ocurrida en 1928. Cuando, en la conocida huelga bananera, los trabajadores de la United Fruit Company se levantaron, fueron desacreditados y tachados de "cuadrilla de malhechores, incendiarios y asesinos". Cumplida la deslegitimación, vino la matanza a manos de las fuerzas del Ejército de Colombia. Las cifras de las víctimas que sufrieron la brutalidad del Estado colombiano nunca fueron esclarecidas del todo. La casa grande, aparecida en 1962, ambienta de manera magistral algunos de los hechos relacionados con esta tragedia.
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Seitenzahl: 130
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Contenido
Los soldados
La hermana
El padre
El pueblo
El decreto
Jueves
Viernes
Sábado
El hermano
Los hijos
Para Alejandro Obregón
Los soldados
—¿Estás despierto?
—Sí.
—Yo tampoco he podido dormir: la lluvia me empapó la manta.
—Por qué llueve tanto si no es época.¿Por qué crees tú que llueva tanto?
—No sé. No es época.
—¿Quieres un tabaco?
—Bueno.
—Qué vaina: se me mojaron todos.
—No importa.
—¿Cómo vamos a fumarlos así?
—No importa.
—A ti nunca te importa nada. Apuesto a que tampoco te importa que la lluvia no nos haya dejado dormir.
—La lluvia no me molesta.
—¿Entonces por qué no has dormido?
—He estado pensando.
—¿En que?
—En mañana.
—¿Tienes miedo? El teniente dijo que tienen armas, pero yo no creo.
—He estado pensando por qué nos mandaron.
—No oíste lo que dijo el teniente: no quieren trabajar, se fueron de las fincas y están saqueando los pueblos.
—Es una huelga.
—Sí, pero no tienen derecho. También quieren que les aumenten los jornales.
—Están en huelga.
—Claro: y por eso nos mandaron: para acabar con la huelga.
—Eso es lo que no me gusta. Nosotros no estamos para eso.
—¿No estamos para qué?
—Para acabar las huelgas.
—Nosotros estamos para todo. A mí me gusta haber venido. Yo no conozco La Zona. Y estar en comisión es mejor que estar en el cuartel: no te pasan revista, no te llaman a relación, no te pueden meter al calabozo.
—Sí pueden.
—¿Cómo pueden si estamos en comisión?
—No sé, pero sí pueden.
—De todas maneras es mejor que estar en el cuartel.
—Sí, pero no está bien.
—Qué importa que esté bien o no, la cosa es que estamos en comisión y no en el cuartel.
—Sí importa.
—Ahora sí importa: lo que pasa es que tienes miedo.
—Qué voy a tener miedo.
—¿Entonces por qué te preocupas?
—Porque si es una huelga tenemos que respetarla y no meternos.
—Ellos son los que tienen que respetar.
—¿A quién?
—A las autoridades, a nosotros.
—Nosotros no somos autoridades: nosotros somos soldados: autoridades son los policías.
—Está bien, pero los policías no sirven. Por eso nos mandan a nosotros.
—Lo que pasa es que los policías no han podido con ellos.
—Tú tienes miedo.
—¡Qué vaina! Que no tengo miedo, lo que pasa es que no me gusta esto de ir a acabar con una huelga. Quién sabe si los huelguistas son los que tienen razón.
—No tienen derecho.
—¿Derecho a qué?
—A la huelga.
—Tú qué sabes.
—El teniente dijo.
—El teniente no sabe nada.
—Eso sí es verdad.
—Él repite lo que dice el comandante.
—Esta mañana, cuando estábamos amarrando los morrales, dijo: las bayetas y las esteras nada más. Y ya cuando veníamos para el barco nos hizo desbaratar los morrales, sacar las bayetas y las esteras y nos mandó al almacén por las mantas gruesas. Ya no van en cubierta sino en los planchones, dijo. No sabe nada.
—¿Quién dijo que estaban armados?
—El teniente, cuando nos formaron para instrucción. ¿No oíste?
—No.
—¿De dónde crees tú que han sacado las armas?
—No tienen armas; nada más los machetes.
—¿Cómo lo sabes?
—Son jornaleros.
—¿Y por eso no van a tener armas?
—Sí, por eso.
—Ayúdame a exprimir la manta porque cuando entremos a los caños viene el mosquito. Coge tú la otra punta. ¿Y tu manta? ¿No te tapaste con la manta?
—No.
—Te empapaste íntegro.
—No importa.
—¿Qué hiciste con la manta?
—Envolví el fusil para que no se mojara.
.
Los habían hecho marchar del cuartel al puerto esa tarde. La distancia era corta, pero las botas eran nuevas y grandes y el cuero nuevo de las cartucheras y de los morrales no había sido ablandado todavía por el sudor.
En el puerto los hicieron esperar varias horas. Eran muchos y hubo que amarrar los botes antes de embarcarlos. El embarque fue lento. Hubo que hacerlo por la popa y los clavos de las botas resbalaban continuamente sobre las planchas lisas. Mientras esperaban les habían ordenado ponerse los fusiles en bandolera, pero los travesaños bajos tropezaban con los cañones y como con las cantimploras y los morrales puestos no podían atravesar los pasadizos a los lados de la caldera, tuvieron que quitárselos y recorrer el buque hasta los botes con el equipo en las manos. El embarque fue confuso y lento. Cuando les tocó el turno a los últimos, ya llevaban varias horas de estar esperando. Se acomodaron sobre las estibas de los botes con los fusiles entre las rodillas.
Algunos tuvieron miedo durante la travesía del río: había viento fuerte, de diciembre, y los botes se movían pesados, en desacuerdo con los buques, templando y distendiendo los cables que molían limpiamente las astillas de leña contra las bordas. Los que iban en la proa de los buques se mojaron.
Antes de entrar al caño pudieron ver al otro lado, completa, iluminada, la ciudad. No la habían visto nunca.
Cada uno creyó reconocer las luces de los sitios familiares. El primer asombro los agrupó: los amigos se buscaron por sobre las otras cabezas que se estiraban buscando sus amigos. Cada uno dijo: allá está el cuartel: y señalaron con los brazos en todas direcciones.
Entraron al caño como a un túnel. Los botes demasiado anchos, y los buques con los planchones demasiado largos, tropezaban contra las orillas forradas de mangle tirándolos unos sobre otros, teniendo que esquivar constantemente los fusiles verticales para no golpearse.
Todo lo que era nuevo: el chorro incendiado e increíble de las chimeneas, los movimientos torpes de los barcos perfectamente obedientes a los sonidos volubles de la campana, las laderas que se abrían de pronto para dejar descubierto un rancho, un fuego pequeño y el ladrido de un perro: todo lo que era nuevo se hizo igual, repetido, conocido. Entonces el sueño comenzó a doblarlos sobre los fusiles, contra los listones de las estibas, contra los hombros y las espaldas y las caderas de todos.
De pronto, inesperadamente, principió a llover.
.
—Tengo hambre. ¿Ya llegamos?
—Sí.
—¿Hace mucho?
—No. Hace poco.
—Yo me dormí apenas entramos a los caños, no he sentido nada.
—¿Tú dormiste?
—No.
—¿Mucho mosquito en los caños?
—No.
—Es mentira que había olas de mosquitos en los caños. Yo sabía que era mentira.
—No era mentira.
—¿Siguió lloviendo toda la noche?
—Sí.
—¿Por qué estamos aquí parados?
—Están soltando el bote.
—¿Dónde vamos a tomar el café? Yo tengo hambre.
—No sé, tal vez en la estación.
—¿Por qué en la estación? ¿Acaso aquí no hay cuartel? Además tenemos que poner a secar las mantas si es que sale el sol hoy. Tienes que poner a secar tus caquis.
—No creo que nos den tiempo para secar nada.
—¿Los otros desembarcaron ya?
—No, somos los primeros.
—Levántate: ya comenzaron a bajar. Estoy entumido. Maldita lluvia.
—Todavía demora la bajada.
—Pero los de la punta están bajando. Deberíamos esperar a que aclare: no se ve nada.
—Tienen prisa.
—¿Para qué? Ah, para acabar con la huelga.
—A lo mejor no podemos acabar con la huelga.
—Claro que acabamos.
—A lo mejor no.
—¿Entonces tú también crees que están armados?
—No, no tienen armas.
—La vaina va a ser fácil.
—Quién sabe.
—Levántate que ahora nos toca bajar a nosotros.
—También tienes prisa.
—No, a mí no me importa un carajo la huelga: es que estoy entumido y tengo hambre.
—Camina pues.
—No, espera: voy a mearme aquí para acabar de mojar todo esto.
.
Cuando los botes tropezaron contra la ladera enchumbada y se quedaron quietos, los que estaban dormidos comenzaron a despertarse. No había amanecido todavía. Despertaron lentamente: primero los brazos y las piernas y los cuerpos recordaron la vecindad de otros brazos, otras piernas y otros cuerpos: luego las manos soltaron y apretaron nuevamente los fusiles para reconocer su forma y su peso: por último los ojos comenzaron a distinguir puntos de referencia en la oscuridad.
Los reflectores de los barcos transitaron minuciosamente la cubierta de los botes. Casi como una afrenta. La luz les golpeó los ojos con un manotazo plano y ardiente. Algunos se protegieron la cara con el brazo libre, otros apenas se volvieron y la luz se deslizó sobre sus gorras y sus nucas mojadas. Ya todos estaban despiertos.
El desembarco fue menos lento y menos confuso. Tenían ganas de moverse y de llegar. No les importó que tuvieron que tirarse al agua espesa que separaba la proa de los botes de la orilla. Tenían ganas de moverse. Se tiraron al agua y el fondo cedió bajo el doble peso de los cuerpos y el equipo. Las piernas se hundían en el barro en un chapoteo hediondo. Pero desembarcaron con rapidez, casi con prisa atravesaron el trecho que les separaba de la orilla y subieron al barranco apoyándose en las culatas de los fusiles.
.
—Lo único que tenía seco eran las botas: ahora sí quedé todo mojado. Me las voy a quitar.
—Todavía tenemos que caminar hasta la estación.
—Solamente para vaciarlas: las tengo llenas de agua.
—La estación queda lejos.
—¿Muy lejos?
—Como una legua.
—¿Y dónde carajo vamos a tomar el café?
—En la estación.
—Deberíamos acampar aquí y tomar el café, después podemos ir donde quieran.
—Tenemos que estar en la estación cuando llegue el tren.
—¿El tren? ¿Cuál tren?
—El que nos va a llevar a La Zona.
—Sí, ya sé. Me lo explicaste anoche pero lo había olvidado: con esta hambre no puede uno estar pendiente de nada.
—¿A qué hora sale el tren?
—Hoy no creo que tenga hora. El personal está en huelga.
—¿También? ¿Y esos qué tienen que ver con los jornaleros?
—Nada.
—Están de sapos entonces.
—No. Ellos tampoco tienen garantías. Dejaron los trenes parados para ayudar a los huelguistas.
—¿Quién va a manejar el tren entonces?
—No sé. Mandarán un pelotón a buscarlos y los obligarán a trabajar.
—Bien hecho.
—¿Por qué bien hecho?
—Porque de otro modo cómo vamos a ir a los pueblos a acabar con la huelga.
—Sería mejor no poder ir a los pueblos. Sería mejor no tener que matar a nadie.
—Lo que es mejor es no estar en el cuartel, como ahora. Mira cómo se me pusieron de blandas las botas con el agua, casi no las siento. Lo malo es que cuando caliente el sol se vuelven a poner como un palo.
—Los maquinistas deberían esconderse.
—¿Qué?
—Nada.
—Toca esta bota: ves cómo está de blanda. Moja las tuyas para que se ablanden también.
—Están mojadas.
—Quítatelas y lávalas como hice yo: las hundes en el agua y las sacas, las hundes y las sacas, las hundes y las sacas: se ablandan y quedan limpias. Hazlo y verás.
—Ya no hay tiempo: ahí viene el sargento dando la orden de formar.
—¿Para qué vamos a formar?
—Para numerarnos.
—Qué, tienen miedo de que algún recluta se haya caído al agua. No han debido mandar reclutas.
—No: de que se haya caído al agua no: de que se haya volado.
—¿Volado? Para qué va a volarse uno estando afuera del cuartel: no tiene gracia: uno se vuela cuando está adentro.
—De que alguno haya desertado, digo yo.
—Desertor, que haya desertor quieres decir.
—Sí, como quieras.
—Pero no hay desertor cuando uno está en comisión. Desertor es cuando hay guerra y ahora no estamos en guerra: estamos en comisión.
—Está bien: que haya huido entonces, que se haya huido porque no quiera tomar parte en esto.
—cientochenticuatro.
—cientochenticinco.
.
—¿Quieres más café?
—No tengo hambre.
—Después de hacernos esperar tanto no nos dan sino café. Yo sigo con hambre.
—Tómate el mío.
—En serio, no lo quieres.
—No. Dame un tabaco.
—No importa, dámelo así.
—¿Qué gusto le encuentras masticándolo?
—Me distraigo.
—A las tripas mías no las distrae nada: me suenan del hambre. ¿Masticando tabaco se te quita el hambre?
—Sí.
—Voy a masticar un poco para ver. ¿Dónde aprendiste eso?
—Hace tiempo, en el pueblo.
—¿También para quitarte el hambre?
—Sí. Nunca había suficiente comida.
—La misma vaina que en el cuartel.
—Aquí no hay suficiente comida porque los sargentos se roban la plata. En mi casa era porque no había plata.
—Se roban la plata y la comida: yo he comprado comida al proveedor y dicen que la mujer del sargento tiene una tienda para vender lo que se saca del almacén.
—El que contrató este café debió robarse bastante: ni siquiera dieron bollo.
—Les voy a preguntar a las mujeres que trajeron las ollas.
—¿¡Para qué!? Si el sargento se da cuenta de que andas averiguando, te mete en el calabozo.
—Aquí no me pueden meter al calabozo. No estamos en el cuartel.
—Te pone un castigo entonces.
—Deben decírselo al comandante.
—El comandante también roba.
—No creo.
—Es el que más roba.
—Bueno, todos roban. Pero el sargento es el peor porque nos roba a nosotros: se roba la plata de la comida de nosotros y nos hace pasar hambre. Si el comandante roba, le robaría al gobierno y eso no importa.
—Importa más porque le roba a la patria.
—La patria no es el gobierno: la patria es la bandera. Robarle al gobierno no es robar, eso lo sabe cualquiera. Vamos a caminar hasta donde están aquellos, ¿quieres?
—No, tengo que limpiar el fusil: se me llenó de barro cuando desembarcamos.
—El mío también se me hundió en el barro, pero no lo voy a limpiar ahora.
—Yo sí: no voy a andar con un fusil oxidado.
.
—Sabes: en este pueblo hay mujeres.
—¿Quién te lo dijo?
—Nadie: yo las vi.
—¿Dónde?
—En esa casa de la esquina, frente a la que dice hotel. Fui a buscar a las que hicieron el café para ver si había algo más que comer: y la ventana estaba abierta: y vi a las mujeres.
—A lo mejor no son.
—Sí son: tienen trajes largos y las caras todas pintadas. Además la sala está adornada con papel crespón, como para un baile. Claro que son. ¿Tú crees que tendremos tiempo de echar una pasada?
—No sé.
—Lo único es que no parecen francesas: parecen de aquí.
—Entonces no son.
.
—Ese tren no va a venir nunca.
—Es mejor que no venga.
—¿Por qué?
—Así no tendríamos que ir.
—Y si nos hacen marchar. Es mejor que venga.
—No nos harán marchar.
—¿Cómo sabes?
—Los pueblos quedan muy lejos.
—¿Tú has estado en los pueblos?
—No.
—¿A qué pueblo vamos?
—No sé. A todos será.
—¿Todos están en huelga?
—La Zona está en huelga.
—¿Y La Zona son todos los pueblos?
—Sí.
—¿Cuántos pueblos hay?
—No sé.
—¿Bastantes?
—Sí, bastantes. Tú sí preguntas.
—¿No te gusta que te pregunte?
—Me da lo mismo.
—Mejor que haya bastantes pueblos; así nos demoramos más acabando con la huelga y no tenemos que volver al cuartel. Me aburro aquí esperando; por qué no vendrá ese tren.
—No habrán encontrado a los maquinistas. Tal vez no los han podido obligar a venir.
—Nosotros los hubiéramos traído a culatazos. Seguro mandaron a unos pendejos. Nosotros los hubiéramos traído hace rato.
—Crees tú.
—Yo sí creo: a culatazos los hubiera traído yo. No creo que esos estén armados.
—No tienen derecho a pegarles. No pueden obligarlos a venir si ellos no quieren.
—Claro que tenemos derecho: para eso estamos aquí.
—Están en huelga.
—Ya sé, pero eso no importa.
—Sí importa.
—Está bien. Qué vaina ese tren que no viene.
.
—¿Tú crees que nos den tiempo de echar una pasada para ver las mujeres?
—No sé, creo que no.
—Pero si el tren no viene. Tienen que llevarnos a alguna parte, no vamos a pasarnos todo el día aquí en la estación.
—Si el tren no viene hoy nos hacen pasar la noche en el cuartel.
—¿En este pueblo hay cuartel?
—Sí.
—Pero no hay soldados.
—Muy pocos.
—¿Dónde está el cuartel?
—En la plaza, frente a la iglesia.
—¿Tú conoces este pueblo?
—No.
—¿Cómo sabes entonces?
—Los cuarteles y las iglesias siempre están juntos, siempre están en las plazas.
—Si pasamos la noche aquí yo me vuelo: tengo ganas de echar una pasada por donde las mujeres.
.
—Yo no he montado nunca en tren. ¿Y tú?
—Yo sí.
—¿Muchas veces?
—Sí.
—¿Te gusta montar en tren?
—Me gusta más verlo pasar.
—Yo sí los he visto pasar pero no he montado nunca.
—Vivimos un tiempo cerca a una parada.
—¿Como esta?
