La causa de la libertad - Jimena Tcherbbis Testa - E-Book

La causa de la libertad E-Book

Jimena Tcherbbis Testa

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A primera vista, parece forzado o imposible asociar el liberalismo con la Inquisición, institución de origen medieval. Si la cultura política liberal se configura en el siglo XIX abrazada a la defensa de los derechos y libertades individuales, la lucha contra el autoritarismo, la confianza en la sociedad civil y la opinión pública, la Inquisición remite, en las antípodas, a la obediencia absoluta y la persecución y castigo de la herejía. A contrapelo de esos supuestos, Jimena Tcherbbis Testa muestra cómo, repensadas a la luz de la Inquisición española, las revoluciones hispanoamericanas y el surgimiento mismo de la política moderna revelan aristas y tensiones poco analizadas hasta ahora. La causa de la libertad cuenta una historia en múltiples tiempos y espacios. Un viaje transatlántico nos transporta ida y vuelta desde Cádiz hacia Lima y Buenos Aires, a partir de 1808, cuando la Revolución Francesa golpea a las puertas de la monarquía católica. Entonces, tanto en España como en territorio americano, el rechazo de las élites liberales a la Inquisición fue clave en el proceso de imaginar un nuevo orden basado en la soberanía popular, capaz de subvertir los principios de la monarquía para crear nuevas comunidades políticas. Los actores de esta reconstrucción fascinante –realistas, inquisidores, clérigos, revolucionarios, patriotas, liberales, monárquicos, republicanos y románticos– encarnan identidades que abren preguntas y matices inesperados. ¿Acaso no había liberales católicos y católicos que abogaban por la libertad? En esos tiempos turbulentos, ¿hasta qué punto las instituciones religiosas no eran un agente civilizatorio y un principio de orden incluso para los liberales? ¿Cómo pensar la libertad de cultos y la tolerancia religiosa, o la neutralidad del Estado en la materia? ¿Qué relación existe entre gobernar y hacer creer? ¿Qué es realmente ser liberal? Este libro es un aporte valioso tanto al estudio del final de la Inquisición española como a la comprensión de la cultura política liberal y sus complejos vínculos con la religión, pero sobre todo plantea interrogantes que siguen interpelándonos y nos recuerdan que la construcción de la política moderna es un proceso inacabado.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Dedicatoria

Introducción. El tiempo en altamar

Parte I. El ocaso de la Inquisición y la aurora del liberalismo (1808-1821)

1. Imaginar un nuevo orden político

La jurisdicción de la fe

La comezón de hablar y escribir

La política juega con el tiempo

2. La causa de la libertad

Asustar a la imaginación

América es el país de la imaginación

Apóstoles de la insurrección

Celebrar un nuevo orden

Parte II. La Inquisición ante las reformas liberales: pasado presente (1820-1830)

3. Dominar la imaginación

La Inquisición como símbolo de poder

La política en el espejo de la Inquisición

Cristianizar la revolución, ¿revolucionar la religión?

La Inquisición en la imaginación de un legislador

4. Las prisiones de nuestra alma

Hablar el idioma de la libertad

La Inquisición en escena

La religión como gramática del poder

Parte III. Católicos y liberales piensan la religión en la nación (1830-1864)

5. Una inquisición sobre el alma de la nación española

El pretendiente de la Inquisición

La Inquisición de ogaño y de antaño

Entre la guillotina, la hoguera y la dictadura

La Inquisición de una ausencia

De lo posible y lo conveniente

El caso Mortara entre el Cielo y la Tierra

6. La Inquisición en la Roma del Nuevo Mundo

Los hijos de Voltaire marchan hacia Lima

El sueño de un papa liberal

El clamor de Mortara

La Bastilla católica

7. La Inquisición en la república imaginaria de Buenos Aires

La Santa Federación: el reto de la creencia

El espíritu del terror y la provincia flotante

Catolicismo y liberalismo en la bruma atlántica

La hija predilecta del papado

Epílogo. En la orilla del tiempo

Jimena Tcherbbis Testa

La causa de la libertad

Cómo nace la política moderna en tensión con el poder de la Iglesia

   

Tcherbbis Testa, Jimena

La causa de la libertad / Jimena Tcherbbis Testa.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2023.

Libro digital, EPUB.- (Hacer Historia)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-801-259-9

1. Historia Argentina. 2. Historia Política Argentina. 3. Sistemas Políticos I. Título.

CDD 320.0982

© 2023, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de portada: Ariana Jenik

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: junio de 2023

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-259-9

Esta obra obtuvo el Primer Premio de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (Asaih) a la mejor tesis de doctorado en historia, cuarta edición. El jurado del premio estuvo compuesto por Susana Bandieri, Marcela Ternavasio, Marcela Ferrari, Gustavo Paz y Roberto Di Stefano.

Asaih

<www.asaih.org.ar>

A mi familia a través del tiempo

Introducción

El tiempo en altamar

“Frente al Rey y a la Inquisición… ¡chitón!” era una expresión que se escuchaba a diario entre los habitantes de los pueblos y ciudades gobernados por la monarquía católica. Podía decirse a viva voz con un dejo de arrogancia para levantar sospechas, o bien con voz trémula y cómplice para conjurar un posible peligro. De un modo u otro, expresaba algo que los súbditos sentían cotidianamente: aquello que se podía pensar, decir o hacer estaba sujeto al control del poder. En aquel reino, la política y la religión se experimentaban al unísono. La religión ofrecía el mecanismo de legitimidad política a través del principio del derecho divino de los reyes y era, también, el fundamento del lazo social entre los hombres. Bajo aquella conjunción, la Inquisición se percibía como una institución que se proponía construir obediencia entre unos fieles que debían comportarse como súbditos. El orden existente se (re)presentaba como sagrado y, a la vez, inmutable. Pero cuando a principios del siglo XIX las tropas napoleónicas de la Francia revolucionaria marchan sobre la península, la monarquía católica comienza a tambalear. Una incertidumbre se pronuncia, al principio cual susurro y luego con la fuerza que le imprime la tinta de la prensa: “¿Habrá inquisición, o no habrá inquisición?”.[1] La pregunta se piensa, se dice, se escribe y cruza el Atlántico, ocasionando un intenso debate a propósito del Tribunal de la Fe. Las aguas de la monarquía católica se inquietan.

La moderna Inquisición española había sido fundada en 1478 mediante la bula Exigit sincerae devotionis affectus de Sixto IV, que concedía a los Reyes Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón el privilegio perpetuo de nombrar, con el aval papal, inquisidores en sus reinos para vigilar la pureza de la fe de los judeoconversos, aquellos judíos que se vieron obligados a renunciar a su religión.[2] Pero, antes que una institución, la Inquisición es un procedimiento cuyo origen nos remonta al Medioevo. Fue en tiempos de Gregorio IX, hacia 1231, cuando se creó la figura del inquisidor como juez delegado del papa, lo que implicaba sustituir el procedimiento acusatorio romano por el procedimiento inquisitivo en el cual el juez puede dar curso al proceso. El inquisidor competía así con la antigua jurisdicción de los obispos en materia de represión religiosa. La persecución de la herejía habrá de exigirle al poder temporal el auxilio en la ejecución de las sentencias dictaminadas por los inquisidores. Pero fue tras la fundación de la Inquisición moderna cuando la monarquía se basó en la convicción de que gobernar es hacer creer.

El objetivo de unanimidad religiosa, reforzada apenas catorce años más tarde por la expulsión de los judíos y la derrota del último reino musulmán en Granada, se perseguía a través de la implementación de una “pedagogía del miedo”.[3] La cultura de la delación, el secreto del proceso, el recurso a la confesión forzosa y a la tortura como mecanismo para obtener la “Verdad” se acompañaban de la confiscación de bienes y la puesta en escena del Auto de Fe como espectáculo del poder. La condena por herejía era un pecado y, a la vez, un delito que no estaba permitido olvidar pues la infamia recaía no solo sobre los procesados, sino también sobre sus familias como, por cierto, lo demostraban los sambenitos y los nombres de los condenados inscriptos en los muros de las iglesias.

La extensión del poder de la Inquisición a lo largo del territorio de la monarquía se acompañó de la creación de la figura del inquisidor general, cargo asumido por primera vez por el temido Tomás de Torquemada. El inquisidor general se convierte en juez de apelaciones y limita así el control que Roma detentaba sobre el tribunal español, lo que pone en evidencia la superioridad de los inquisidores ante los obispos comprometidos desde antaño con la persecución de la herejía. Además del poder delegado por el papa, los reyes católicos le otorgarán a la Inquisición la facultad de actuar en la jurisdicción civil y burlar los fueros de los reinos controlados por la Corona. Sus miembros gozan, además, del prestigio garantizado por la “limpieza de sangre” (que los excluye de la sospecha de tener antepasados judíos) y ostentan el privilegio de ser juzgados únicamente por el tribunal al que pertenecen. La monarquía rápidamente habrá de intentar reforzar el control sobre el Santo Oficio a través de la creación del Consejo de la Inquisición, institución preocupada sobre todo por los recursos económicos del tribunal que, por cierto, no será reconocida jurídicamente por el papa. La reunión del inquisidor general y el Consejo de la Inquisición se popularizarán con el nombre de “la Suprema”.

Carlos V, el nieto de los reyes católicos que supo ejercer el poder a ambos lados del Atlántico forjando un imperio en el que nunca se ponía el sol, no dudó, conmovido ante la Reforma Protestante, en confesarle, acaso con desesperación, a su hijo Felipe:

Nunca permitáis que herejías entren en vuestros Reinos. Favoreced la Santa Inquisición y tened cuidado de mandar a los oficiales de ella que usen bien y rectamente sus oficios y administren buena justicia. Y, en fin, por cosa del mundo no hagáis cosa, ni por cosa que os pueda acontecer, que sea en su ofensa.[4]

Por entonces la Inquisición española lograba tener jurisdicción ya no solo en los reinos de Castilla y Aragón, en la región de Sicilia y Cerdeña y en el que supo ser el reino musulmán de Granada, sino también en Navarra. La preocupación por la pureza de la fe no era exclusiva de España. El reino vecino de Portugal ya contaba desde 1531 con su propia Inquisición destinada a la vigilancia de los judíos conversos. Por su parte, Roma, temerosa ante la herejía protestante, fundó hacia mediados del siglo XVI su propia Inquisición, imitando el modelo español y, junto con ella, la Congregación del Índice destinada al control y prohibición de libros. Fue por ese entonces, precisamente bajo el reinado de Felipe II cuando, tras la celebración del Concilio de Trento (1545-1563), se crean nuevos tribunales de la fe en el orbe hispano. Así, al original tribunal de Sevilla, se suman los tribunales de Galicia, Calahorra, Canarias, la Inquisición del Mar, Lima, Nueva España y, bajo el reinado siguiente, Cartagena de Indias.[5] La moderna Inquisición española inaugura entonces su actividad en la península con el tribunal de Sevilla que tendrá jurisdicción sobre la ciudad de Cádiz, mientras que la acción inquisitorial en el Nuevo Mundo se inicia con el tribunal de Lima que enviará sus comisarios hasta la meridional Buenos Aires, emplazada en las orillas del Río de la Plata.[6]

De modo que, por entonces y hasta entrado el siglo XIX, Iglesia, monarquía e Inquisición estaban fuertemente entrelazadas. La Iglesia reclamaba el monopolio de la mediación entre Dios y el hombre erigiéndose, como advierte Gauchet, en una “policía de las almas” que detentaba la autoridad y la potestad para resguardar lo que definía como “Verdad”.[7] La monarquía hispánica, legitimada en el derecho divino de los reyes, preservaba la concepción medieval de la Cristianitas, según la cual todos aquellos que tienen fe en Cristo y obedecen a la Iglesia forman una única comunidad que debe estar sujeta a un mismo gobierno.[8] La comunidad política era, a la vez, comunidad religiosa. La construcción en clave absolutista de la monarquía pretendía superar la tensión latente entre el papado (monarquía absoluta que reivindicaba el derecho a la potestad plena sobre las sociedades cristianas) y el imperio (que aspiraba a la universalidad de su poder), al reducir a la unidad del soberano civil la dualidad del poder político y religioso, y lo que significaba reunir, en palabras de Thomas Hobbes, “las dos cabezas del águila”. La religión conservó así su poder político gracias a la protección que el absolutismo estaba dispuesto a otorgarle. Pues, como advierte Manent, “el soberano de la era absolutista da prueba de su soberanía dando mandatos religiosos, pero subordinándose más y más a la religión debilita el resorte de su soberanía”.[9]

En aquella sociedad, pecado y delito no se distinguían. Toda actividad de interpretación de la revelación divina al margen de la autoridad de la Iglesia corría el riesgo de considerarse una herejía capaz de exponer la tensión entre la interioridad de la fe y el poder del dogma. Después de todo, el origen griego de la palabra “herejía” remite a la posibilidad de elegir. La preocupación por detectar la herejía se acompañaba de la aplicación de la censura previa a la publicación de las ideas. La vigilancia pesaba sobre las conciencias. Pues, como advertía Francisco Quevedo, “el ánimo que piensa en lo que puede temer, empieza a temer en lo que empieza a pensar”.[10]

En ese entramado, la Inquisición española condensaba tensiones teológico-políticas ya que, a pesar de ser una autoridad delegada por el papa, se caracterizaba por poseer un fuerte matiz monárquico en lo que a nombramientos y renta respecta. Pronto habrán de surgir tensiones entre el soberano y los inquisidores. Hacia el siglo XVII, los representantes de los consejos de la monarquía se quejaban de que los inquisidores “están ya tan acostumbrados a gozar de la soberanía que se les ha olvidado la obediencia”.[11] En el Siglo de las Luces, los ilustrados consejeros de la dinastía borbónica buscan, con insistencia, delimitar la jurisdicción del tribunal para fortalecer al poder real. Ocurre que, en palabras de Pedro Rodríguez de Campomanes, los inquisidores españoles son más temibles que la Curia romana porque “saben valerse del Papa, para desobedecer al Rey, y empeñar la autoridad Soberana, para desconocer a Roma en lo que es justo”.[12]

Por cierto, el Santo Oficio español supo sobrevivir por más de tres siglos identificando nuevas herejías. En palabras de una víctima del tribunal, “mientras hubiese palomar, habría palomas”.[13] La Inquisición jugaba una partida contra el tiempo. Así, entre los delitos procesados desde antaño, como los judaizantes, el luteranismo, la blasfemia, la hechicería, la bigamia, la sodomía y las solicitaciones de los confesores, al calor del fenómeno revolucionario del siglo XVIII comienzan a identificarse otros de carácter ideológico, asociados a la lectura de libros prohibidos y a las nuevas formas de sociabilidad en logias, que García Cárcel caracteriza como “la tentación del pensar”.[14]

Por entonces, como se leía en las páginas de un periódico peruano, “la Revolución Francesa bamboleó el espíritu de los hombres, y dio un extraordinario impulso a su curiosidad”.[15] Pero la Revolución Francesa hace temblar también a la misma monarquía hispánica que, tras los pasos de la invasión napoleónica, sufre hacia 1808 una crisis inédita que abre el juego a experimentos políticos de signo liberal a ambos lados del Atlántico. Cuando la revolución recorre ya el océano, un defensor de la monarquía absoluta española, Fray Rafael Vélez, no duda en caracterizar la Inquisición como “el muro seguro y firme baluarte del trono y del altar”.[16] Desde entonces, Cádiz se transformará en un bastión de la resistencia al invasor francés y a la vez en protagonista de una cultura política liberal. En la ciudad gaditana, se producirá el primer experimento constitucional junto con la primera abolición española de la Inquisición. Desde su puerto embarcan, ida y vuelta, mercancías, hombres e ideas hacia América. Allí, en el extremo sur, en Lima y Buenos Aires, se experimenta la tensión entre el fidelismo y la insurgencia transitando derroteros divergentes pero compartidos. Estas tres ciudades costeras conforman las coordenadas geográficas que recorreremos a lo largo de un viaje transatlántico que, imaginariamente, emprenderemos con nuestro lector.

* * *

Este libro se propone contar una historia en múltiples tiempos y espacios. La historia de la crítica liberal a la Inquisición española ante el desafío que supuso imaginar un nuevo orden político capaz de subvertir la propia noción de tiempo y espacio de la monarquía católica. Aun cuando la oposición liberal hacia la Inquisición no distingue, inmediatamente, al ciudadano del creyente, habilita un espacio de renovación de las condiciones de la creencia, y, por tanto, también de las representaciones y prácticas políticas.[17] Un viaje transatlántico nos transportará ida y vuelta desde Cádiz hacia Lima y Buenos Aires, durante los convulsionados años de 1808 a 1864, cuando, ya definitivamente suprimida hacía treinta años la Inquisición en España, el papa Pío IX promulga el Syllabus errorum para condenar al liberalismo como “una de las pestilentes doctrinas” de su época por defender la libertad de conciencia y la separación de la Iglesia y el Estado.[18] En la tormenta del siglo, el papado continúa aferrado al ideal de unanimidad religiosa del cual la Inquisición española supo ser una firme defensora. En efecto, la Santa Sede se resiste a perder su Santo Oficio renombrándolo, casi un siglo después del Syllabus, en 1965, como Congregación para la Doctrina de la Fe.

Los actores, a menudo escurridizos, son también múltiples: realistas, inquisidores, clérigos, absolutistas, revolucionarios, patriotas, liberales, monárquicos, republicanos, románticos, católicos, cristianos, españoles, hispanoamericanos y extranjeros dan vida a esta historia y encarnan la posibilidad de las identidades yuxtapuestas en tiempos de incertidumbres. El relato le propone al lector habitar el pasado para restituirle a aquellos años su contingencia y, tras emprender el viaje, ofrecerle la posibilidad de repensar la singularidad de su presente. La trama de la historia nos muestra que la crítica liberal a la Inquisición española contribuye a la invención de una moderna concepción de lo político cimentada, como argumenta Rosanvallon, en una reflexión de la sociedad sobre sí misma capaz de redefinir sus prácticas y representaciones políticas al margen de la estructuración religiosa de las sociedades.[19] La construcción de la política moderna implica así reemplazar el antiguo principio del derecho divino de los reyes por un nuevo origen del poder fundamentado en la soberanía popular. El poder transmuta su carácter trascendente por uno inmanente despojándose del ropaje sacro para vestirse con hilos del propio tejido social. Se trata, pues, de embarcarnos en una historia política de la religión y, a la vez, en una historia religiosa de la política moderna.[20]

Advertimos, sin embargo, que el destino final de nuestra embarcación es incierto. La persistencia en la actualidad de tensiones político-religiosas en torno a la definición de las libertades individuales nos recuerda que la construcción de la política moderna es un proceso inacabado que, por cierto, no se resuelve de manera unívoca y del cual tampoco sabemos si es, acaso, irreversible. Aquello que los estudiosos han definido como “mentalidad inquisitorial” continúa presente en nuestros tiempos, atravesados por la emergencia de nuevos fundamentalismos religiosos y amenazados por las concepciones totalitarias del poder que, a modo de religiones seculares, buscan arrogarse la Verdad procurando nuevos silencios. Como afirmó Benassar:

La historia de la Inquisición española es la fascinante ilustración del drama que amenaza a los hombres cada vez que se establece una relación orgánica entre el Estado y la Iglesia. No es necesario decir que la palabra Iglesia debe ser entendida en un amplio sentido, y que puede ser fácilmente reemplazada por ideología. La coincidencia exacta entre el Estado y una ideología única es el viejo sueño, siempre amenazador, del Leviatán.[21]

Redescubrir aquel “viejo sueño” como una pesadilla constituye un persistente desafío. Precisamente allí, en aquel reto, se encuentra, creemos, la significatividad de la historia que el lector tiene entre sus manos.

Nuestra propuesta analítica, que navega entre la historia política y la historia intelectual y de las ideas, procura contribuir tanto al estudio de la Inquisición española en el siglo XIX como a la comprensión de la cultura política liberal y su compleja relación con el catolicismo. Nuestro viaje, tan extenso en tiempo y espacio, no sería posible sin ciertas precauciones que a modo de brújulas nos orienten en la travesía.

La primera de nuestras precauciones será la de estar atentos a las conexiones de nuestro viaje, a sus escalas y a sus múltiples tiempos, reconociendo que no hay partidas ni vueltas unívocas o unidireccionales. Nuestro desafío es evitar adentrarnos exclusivamente en el espacio peninsular para abordar el problema del debate suscitado en torno a la abolición de la Inquisición española.[22] La reconstrucción de la relación entre política y religión en el mundo hispánico del turbulento siglo XIX nos exige surcar el pasado en clave transatlántica. Nuestros protagonistas conforman sus identidades y proyectos en un escenario que se reconfigura por el desplome imperial y la creciente aspiración de Roma de gobernar el orbe católico. En el último tiempo la historiografía ha señalado la relevancia de pensar en clave conectada, transatlántica, transnacional o global. Se trata, pues, de ir más allá de las comparaciones para navegar en el pasado de un modo atento a las conexiones, los impactos mutuos y las interrelaciones.[23]

Nuestra segunda precaución será la de evitar la tentación de sumergirnos en anacronismos y teleologías. Nos enfrentamos así al desafío de pensar un pasado abierto con diversas alternativas de futuro aun cuando el espejo de la historia parece devolvernos la apariencia de un reflejo unívoco. Debemos pues no perder de vista los contornos sutiles de lo que Manent ha denominado “el problema teológico-político” derivado de la ambivalencia de la doctrina católica basada en que si, por un lado, habilita a los hombres a organizarse en lo temporal de acuerdo con sus preferencias, por el otro, aspira a vigilarlos.[24] Es que la convicción de que la salvación de las almas se alcanza por la fe y las obras y de que la sociedad solo es viable en la unanimidad de conciencia impulsó a la Iglesia a ejercer un control sobre lo temporal. Este problema fue particularmente intenso en el orbe hispano dado que la Corona, además de poseer injerencia sobre la Inquisición, detenta el privilegio del Patronato, es decir, el poder de influenciar en el nombramiento de las autoridades eclesiásticas. Se trata pues de embarcarse en una historia de la invención de la política moderna considerando que la secularización del principio de la legitimidad del poder no supone, necesariamente, un abandono del uso político de la religión ni tampoco el agotamiento del poder político de la Iglesia en las nuevas comunidades políticas que se crean en el antiguo espacio de la monarquía.[25]

La tercera precaución será la de evitar marearnos con los vaivenes del tiempo que experimenta nuestro viaje. El tiempo, lo sabe cualquier navegante, puede hacernos cambiar de espacio. Sucede que el proceso revolucionario dificulta cualquier pronóstico al reinventar, como nos recuerda Arendt, un nuevo punto de origen.[26] La revolución trae vientos de libertad que reclaman la participación de los hombres en los asuntos públicos. En el proceso revolucionario, es el hombre quien aparece como el demiurgo de un nuevo orden y ya no la divinidad. La definición de la libertad supondrá entonces enfrentarse al problema del lugar de la religión en el cuerpo político. Y es que la consagración de la libertad como valor político está íntimamente relacionada con la legitimidad de la disidencia. Pero las revoluciones que conmueven al mundo hispano son, como advierte Serrano, singulares, pues transitan de una legitimidad religiosa a una política sin expulsar, en sus comienzos, la religión del Estado.[27] El problema no resultará menor, pues en ellas está presente el dilema de qué lugar debe ocupar Dios en la ciudad de los hombres.

La cuarta precaución será la de atreverse a conocer sin prejuicios a la tripulación de nuestra embarcación. Para ello, nuestro relato propone reconstruir la forma en que los protagonistas, liberales y católicos, construyeron su propia identidad de modos que quizás hoy nos parezcan contradictorios. La historia conceptual nos advierte acerca de los peligros de definir a priori al liberalismo como un conjunto estructurado de ideas capaz de justificar la adopción, por parte del historiador, de una escala valorativa a propósito de quienes pueden definirse como más o menos liberales. En efecto, si bien el uso del adjetivo “liberal” para describir ciertas ideas y opiniones se encontraba presente en el inglés y francés antes que en el español, es en el mundo hispánico del siglo XIX cuando el calificativo liberal comienza a utilizarse para designar una posición política. Como señala Fernández Sebastián, el primer liberalismo hispano es “producto del febril laboratorio político abierto en el mundo iberoamericano a partir de 1808”.[28] Desde entonces, el término “liberal”/“liberalismo” será utilizado con un sentido que se desplazará de lo moral (asociado a la cualidad de una persona “desprendida” dispuesta a ofrecer al otro algo que se percibe como valioso) a lo político (relacionado con la facultad de liberar al otro en pos de su libertad). De hecho, los propios actores disputarán su significado.

Es por ello que nuestro relato parte de una concepción del liberalismo en sentido amplio en tanto cultura de la libertad que, como señala Di Stefano, tuvo como principal preocupación la emancipación del hombre de las ataduras del despotismo.[29] Desde la filosofía política podemos caracterizarlo como una respuesta al problema teológico-político, al buscar crear nuevas condiciones para la acción humana. El pensamiento liberal, cuyo origen podríamos retrotraer al siglo XVII, desplaza el dogma por el libre examen, al buscar la verdad en la libertad de discusión bajo la convicción de que la voluntad humana es perfectible. Siguiendo a Manent, el liberalismo se forja como una revolución de los derechos humanos en tanto aspira a la protección de los derechos del individuo.[30] A lo largo del siglo XIX, se convertirá en un concepto legitimador de nuevas prácticas y valores: el rechazo al gobierno arbitrario, la defensa de los derechos y libertades individuales, el reconocimiento del consentimiento como fundamento de la legitimidad política, la reivindicación del gobierno representativo, la división de poderes, el constitucionalismo, la confianza en la sociedad civil y la opinión pública junto con un impulso secularizador. El liberalismo puede pues definirse, como sugiere Roldán, como el lenguaje de la política moderna en la medida en que nombra los problemas de la sociedad nacida del proceso revolucionario.[31]

Pero si el XIX es el siglo de la secularización liberal, es también el de la centralización del poder de Roma sobre sus iglesias. El anticlericalismo cobra entonces relevancia como una cuestión que no refiere solo a la historia eclesiástica, sino a la historia política, económica y social.[32] Los liberales intentarán, en palabras de Walzer, practicar “el arte de la separación”.[33] Pero el liberalismo hispano tiene una singularidad que el atento lector habrá ya advertido: surge en un contexto de unanimidad religiosa. El significado de lo que es ser católico y liberal será así puesto en debate.

La quinta y última precaución en esta odisea consistirá en no rendirnos ante los cantos de sirena. La palabra libertad estará en boca de los más diversos protagonistas guiados por distintas convicciones y conveniencias. Además, cabe recordar que el lenguaje liberal puede servir a una causa monárquica o bien republicana,[34] y que la definición liberal y la republicana de la libertad no necesariamente coinciden en la medida en que la primera tiende a enfatizar los derechos individuales, y la segunda, a priorizar aquello que se define como el bien común.[35] De modo que la defensa de lo que se concibe como el “bien común” puede no implicar, necesariamente, un respeto de los derechos individuales. De ahí el valor de la opinión pública que, en tanto esfera de debate sobre cuestiones que hacen al bien común, se constituye en un espacio de mediación entre la sociedad y el Estado, para convertirse no solo en un novedoso mecanismo de legitimación del poder sino, sobre todo, en una garantía de la razón contra el poder mismo. Una opinión pública que, por cierto, se erige en árbitro político, a tal punto que las personas de la época comienzan a referirse a ella como el nuevo “tribunal soberano”.[36]

Habiendo tomado, pues, todas estas precauciones, podemos embarcarnos en nuestro viaje transatlántico sabiendo que el destino final es incierto, pero que el recorrido, en última instancia, nos promete reflexionar sobre los distintos modos de concebir la soberanía, la ciudadanía y la nación en su relación con la religión.

* * *

Escribir esta historia fue toda una aventura. Antes de convertirse en relato, debimos emprender una intensa exploración. Pensar el problema e identificar las posibles fuentes donde rastrear los indicios del pasado fue un desafío. Los estudios precedentes acerca de la historia de la Inquisición española y los procesos políticos desplegados a lo largo de la primera mitad del siglo XIX son abundantes y nos han ofrecido muchas veces guías o atajos. Sin embargo, no han abordado el problema desde la perspectiva aquí propuesta. La combinación de las escalas espaciales y temporales que delimitamos procura superar las perspectivas nacionalistas que han caracterizado a la historiografía especializada en los debates sobre la Inquisición española. Superación que, por cierto, creemos necesaria no solo porque el tribunal tuvo jurisdicción a ambos lados del Atlántico, sino también porque no podemos pensar América sin España ni España sin América, en la medida en que se trata de una historia compartida.

Para reconstruir aquella historia, fue necesario reparar en escritos de circulación atlántica variados. Iniciamos nuestra búsqueda en los archivos que resguardan documentación de la Inquisición española. Consultamos el Archivo Histórico Nacional de España (Fondo de la Inquisición), el Archivo General de Palacio (Fondo Papeles Reservados de Fernando VII), el Archivo Nacional de Chile (sección Tribunal de la Inquisición de Lima 1518-1822) y el repositorio del Arzobispado de Córdoba en la Argentina, donde, en tiempos coloniales, funcionaba una comisaría del tribunal. La documentación inquisitorial referida a los casos estudiados es desigual debido al propio proceso de conservación de las fuentes históricas. A su vez, la búsqueda de escritos públicos vinculados a la crítica liberal contra el Santo Oficio nos condujo a distintos repositorios y bibliotecas de Madrid, Lima, Santiago de Chile y Buenos Aires. Prensa periódica, cartas constitucionales, sesiones legislativas, sermones, memorias de los protagonistas y piezas literarias nos han permitido recuperar una variedad de relatos. La reproducción facsimilar de documentos, en obras como la Colección Documental Para la Independencia del Perú (publicada por la Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú), y la disponibilidad de hemerotecas digitales han sido sin duda de gran ayuda. Por cierto, hemos optado por modernizar la ortografía de las fuentes para tornarlas más accesibles al lector. Este podrá entrever cómo aquellos relatos, escritos en un presente incierto, se disputaban no solo el pasado, al evocar distintas representaciones sobre la Inquisición, sino también el futuro, al imaginar nuevas identidades y proyectos políticos.

Este libro cuenta aquella historia, pero, debemos confesar, calla, inevitablemente, algunos de sus detalles. Se ha privilegiado la trama seleccionando las fuentes más relevantes y la bibliografía que ha dejado huellas profundas en nuestra investigación. Resultaría imposible citarlas a todas. La estrategia narrativa ha sido pues pensada para un lector variado cuyo único requisito es interesarse en el pasado para comprender, acaso un poco mejor, su presente.

Un itinerario, a modo de hoja de ruta, oficia de guía. La narración adopta una organización cronológica y a la vez temática, dividida en tres partes. Cada una de las partes se identifica con un momento histórico particular en el que se despliega la crítica liberal a la Inquisición española y su relación con el catolicismo. Los capítulos de cada una de las partes tienen, a su vez, su propio ritmo histórico y delimitación espacial.

La primera parte aborda el problema del “ocaso” de la Inquisición española y la “aurora” del liberalismo en el contexto de la crisis atlántica de la monarquía católica entre 1808 y 1821. Los capítulos que la componen recorren los espacios del imperio de modo conjunto. El primer capítulo reconstruye la crítica a la Inquisición en Lima y Buenos Aires durante el experimento liberal de Cádiz (1808-1814). El segundo capítulo analiza el problema de la vigencia de la Inquisición en la encrucijada de la restauración, la revolución y la independencia (1814-1821).

La segunda parte abarca el período posterior a las independencias y está destinada a abordar el lugar de la Inquisición, en tanto pasado presente, ante las reformas liberales en Lima y Buenos Aires durante la década de 1820. Los capítulos que la integran se dedican a estudiar cada espacio americano en particular, sin perder de vista las conexiones entre sí y con la península. Los capítulos tres y cuatro analizan la reflexión a propósito de la herencia inquisitorial en Lima y Buenos Aires de manera comparada y conectada con los sucesos españoles.

La tercera parte nos transporta al período 1830-1864 cuando, ya suprimida de manera definitiva la Inquisición en España, nuestros protagonistas se enfrentan al desafío de pensar la religión en la nación profundizándose las tensiones entre católicos y liberales. Durante aquel tiempo, la Santa Sede aparece como un actor recurrente en la trama del poder. Si bien la Inquisición española ha sido abolida, aún persiste el Santo Oficio de Roma. Tres capítulos se dedican a historiar cada espacio en particular y, a la vez, reconstruir las conexiones transatlánticas entre los actores y sus ideas. El capítulo quinto analiza el caso español y recupera las continuidades y rupturas respecto de la herencia liberal de Cádiz y los nuevos contornos del debate sobre la Inquisición al momento de definir la identidad nacional, los derechos constitucionales e imaginar las Españas posibles. El capítulo seis se dedica a pensar el problema de la religión y la nación en Lima, la ciudad que supo ser sede de un tribunal inquisitorial y donde por entonces nuevos proyectos buscan repensar el catolicismo heredado. El capítulo siete se destina al análisis de aquel problema en Buenos Aires, donde la cuestión inquisitorial reaparece al momento de conjurar los abusos del poder y proteger las libertades individuales. En todos los casos, la imaginación de los proyectos nacionales supone el trazado de nuevas fronteras no solo en el terreno de la geografía del poder, sino también entre política y religión.

Hacia 1864, al cabo de recorrer los nudos problemáticos de esta historia, la embarcación, que tanto ha ido y venido, deberá amarrar. Tras abandonar altamar, el epílogo busca hacer cómplice al lector del momento cúlmine de las reflexiones finales con la expectativa de que tras el viaje emprendido nuevas preguntas lo conduzcan a otras orillas.

* * *

Como no podría ser de otra manera, este libro tiene su propio pasado. Los años de estudio dedicados a la Historia, en las universidades de Buenos Aires y Torcuato Di Tella, cimentaron el camino para que hoy sea posible presentar este trabajo de la mano de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (Asaih). Agradezco a la Universidad Torcuato Di Tella la confianza que demostró en mí cuando me otorgaron la beca para realizar mis estudios de posgrado en Historia. Recuerdo como si fuera hoy la reunión que tuve con el profesor Pablo Gerchunoff, por entonces director del posgrado, quien me animó a incursionar en el doctorado. Gracias a él conocí al doctor Darío Roldán, mi director de tesis, quien desde las primeras reuniones me acompañó en la elaboración de un proyecto de investigación que fue cobrando forma y me apoyó para la postulación a la beca de doctorado del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Agradezco, pues, al Conicet haber financiado esta investigación, y a Darío por sus consejos en este camino a la vez apasionante y desafiante.

Quiero agradecer también a todos aquellos que fueron mis profesores, especialmente a Luis Alberto Romero, Pablo Gerchunoff, Francis Korn, Klaus Gallo, Fernando Rocchi, Ricardo Salvatore y Marcela Ternavasio, quien, a su vez, me animó a pensar sin miedos el desafío de convertir la tesis en libro. También a aquellos colegas que con generosidad se prestaron a compartir sus conocimientos, libros y experiencias, sobre todo a Pablo Ortemberg y a Henar Pizarro Llorente. Al mismo tiempo, la posibilidad de participar en las reuniones del seminario permanente “Política y sociedad en el siglo XIX” de la Universidad de Buenos Aires constituyó una invitación abierta a problematizar la Historia. Agradezco a Hilda Sabato, Laura Cucchi, Leonardo Hirsch, Flavia Macías, Julieta Mamud, María José Navajas, Inés Rojkind, Ana Romero, Juan José Santos, Nahuel Victorero e Ignacio Zubizarreta, por abrirse al diálogo. Asimismo, mi sincero agradecimiento a quienes integran el Centro de Investigación y Difusión de la Cultura Sefardí (Cidicsef), con quienes comparto no solo simposios, sino también enriquecedoras charlas de café.

La incursión en la investigación contó además con el financiamiento de distintas becas que permitieron embarcarme en los viajes necesarios para la consulta de archivos. Agradezco a la Fundación Slicher van Bath de Jong para la promoción del estudio y la investigación de la historia de América Latina, a la Casa de Velázquez y a la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA). Por cierto, no puedo dejar de agradecer el apoyo del colegio en el que trabajé durante el doctorado, el Instituto Magdalena Abrain, que me acompañó en el recorrido emprendido. Y también a mis alumnos que, acaso sin saberlo, me impulsaron a precisar mis preguntas y repensar mis respuestas. A los jurados de la tesis por sus comentarios (Roberto Di Stefano, Klaus Gallo y Pablo Ortemberg) y a los miembros del jurado de la cuarta edición del concurso de Asaih para tesis de doctorado 2018-2019 que, al premiar la investigación, me dieron la oportunidad de difundir esta historia: Susana Bandieri, Roberto Di Stefano, Marcela Ferrari, Gustavo Paz y Marcela Ternavasio, bajo la coordinación de Raquel Gil Montero.

Por último, quiero agradecer a quienes comprendieron mis ansiedades y las transmutaron en buenos momentos. A Lily, Eduardo, Elsa, a mis primos y amigos. Y especialmente a mi familia, que me enseñó que jamás debo renunciar a mis sueños. A mi mamá, Silvia, mi primera maestra e incondicional lectora; a mi papá, Sergio, con quien comparto la pasión por la historia política; a mis hermanas, Victoria y Jazmín, por apoyarme siempre entre risas y copas; a mi cuñado, Rolo, que desde que lo conocí tuvo una voz de aliento; a mis tías abuelas Herminia y Yolanda y a mi abuelo Aldo, que, a pesar de no estar hoy conmigo, alentaron el camino recorrido y sembraron mi interés por el pasado. La investigación que hoy se presenta tiene así su propio pasado. Espero que contribuya, a través del debate, al futuro.

[1]Duende Político, nº 4, 1811, Cádiz.

[2] Sobre la Inquisición española en su larga duración, véanse Henry Kamen, La Inquisición española, México, Grijalbo, 1985; Francisco Bethencourt, La Inquisición en la época moderna. España, Portugal, Italia, siglos XV-XIX, Madrid, Akal, 1997; Joaquín Pérez Villanueva y Bartolomé Escandell Bonet (dirs.), Historia de la Inquisición en España y América (3 vols.), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1984-2000; José Martínez Millán, La Inquisición española, Madrid, Alianza, 2007; Joseph Pérez, Breve historia de la inquisición en España, Barcelona, Crítica, 2009.

[3] Bartolomé Bennassar, Inquisición española. Poder político y control social, Barcelona, Crítica, 1984, pp. 94-125.

[4] Manuel Fernández Álvarez, Corpus documental de Carlos V, t. II, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1975, pp. 90-103.

[5] Véase Jean-Pierre Dedieu, “La Inquisición moderna en su contexto internacional. Fragmentos de Historia”, en Felipe Lorenzana de la Puente y Francisco J. Mateos Ascacíbar (coords.), Inquisición. XV Jornadas de Historia en Llerena,Sociedad Extremeña de Historia, 2015, pp. 11-30.

[6] Sobre el tribunal de Lima, véanse Charles Lea, The Inquisition in the Spanish Dependencies, Nueva York, Macmillan, 1908; Boleslao Lewin, La Inquisición en Hispanoamérica. Judíos, protestantes y patriotas, Buenos Aires, Paidós, 1937; José Toribio Medina, Historia del Tribunal de la Inquisición en Lima (1569-1820), Santiago de Chile, Fondo Histórico y Bibliográfica Medina, 1956; Teodoro Hampe Martínez, Santo Oficio e historia colonial. Aproximaciones al Tribunal de la Inquisición en Lima, 1570-1820, Lima, Ediciones del Congreso de Perú, 1998; René Millar Carvacho, La Inquisición de Lima (1697-1820), Madrid, Deimos, 1998.

[7] Marcel Gauchet, El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, Madrid, Trotta, 2005, p. 194.

[8] Véase Roberto Di Stefano, “De la cristiandad colonial a la Iglesia nacional. Perspectivas de investigación en historia religiosa de los siglos XVIII y XIX”, Revista Andes, nº 11, 2000.

[9] Pierre Manent, “Christianisme et démocratie: Quelques remarques sur l’histoire politique de la religion, ou, sur l’histoire religieuse de la politique moderne”, en Pierre Collin y otros (coords.), L’Individu, le citoyen, le croyant, Bruselas, Publications des Facultés Universitaires Saint-Louis, 1993, pp. 53-73.

[10] Francisco Quevedo, “Historia y vida de Marco Bruto”, en Obras de Don Francisco de Quevedo Villegas, Caballero de Hábito de Santiago, Secretario de S.M. y Señor de la Villa de la Torre de Juan Abad, t. I, Madrid, D. Joachín Ibarra, Impresor de Cámara de S.M., 1772, p. 343.

[11] José Martínez Millán, “Los problemas de jurisdicción del Santo Oficio. La Junta Magna de 1696”, Hispania Sacra, vol. 75, nº 37, 1985, p. 258.

[12] José María Vallejo García-Hevia, “Campomanes y la Inquisición. Historia del intento frustrado de empapelamiento de otro fiscal de la Monarquía en el siglo XVIII”, Revista de la Inquisición, nº 3, 1994, p. 145.

[13] Jaime Contreras, “La Inquisición”, Revista de libros, nº 28, 1999.

[14] Ricardo García Cárcel, “Veinte años sobre la historiografía de la Inquisición. Algunas reflexiones”, Anales de la Real Sociedad económica de amigos del país de Valencia, 1995-1996, p. 252.

[15]El Peruano, t. 1, nº 15, 25/10/1811, Lima, p. 127.

[16] Fr. Rafael Vélez, Preservativo contra la irreligión o los planes de la Filosofía, Cádiz, Imprenta de la Junta de Provincia, 1812, p. 9.

[17] Sobre el “concepto condiciones de la creencia”, véase Charles Taylor, A Secular Age, Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 2007.

[18] Ugo Bellochi (ed.), Papi. Atti. Tutte le encicliche e i principali documenti pontificii emanati dal 1740. 250 anni di storia visti dalla Santa Sede, 4.-Pio IX (1846-1878), Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 1995-2000.

[19] Pierre Rosanvallon, Por una historia conceptual de lo político, Buenos Aires, FCE, 2003.

[20] Véanse Pierre Manent, ob. cit.; Claude Lefort, “Permanence du théologico-politique?”, Essais sur le politique XIX-XX siècles, París, Seuil, 1986, pp. 275-329.

[21] Bartolomé Bennassar, ob. cit., p. 341.

[22] La historiografía tendió a estudiar el proceso de abolición desde una perspectiva peninsular. Véanse Luis Alonso Tejada, Ocaso de la Inquisición en los últimos años del reinado de Fernando VII. Juntas de Fe, Juntas Apostólicas, Conspiraciones Realistas, Madrid, Zero, 1969; Francisco Martí Gilabert, La abolición de la Inquisición en España, Pamplona, Universidad de Navarra, 1975; Emilio La Parra López y María Ángeles Casado, La Inquisición en España. Agonía y abolición, Madrid, Akal, 2013. Entre las excepciones que repararon en la abolición del tribunal de Lima, véanse Víctor Peralta Ruiz, En defensa de la autoridad. Política y cultura bajo el gobierno del Virrey Abascal. Perú (1806-1816), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2002, pp. 69-104; Boleslao Lewin, Supresión de la Inquisición y libertad de cultos en la Argentina, La Plata, Universidad Nacional de La Plata-Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 1956; Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia de la Iglesia argentina. Desde la Conquista hasta fines del siglo XX, Buenos Aires, Grijalbo, 2000, pp. 79-84. Recientemente se ensayó la perspectiva comparada, véase Gabriel Torres Puga (ed.), “Dosier: El final de la Inquisición en el mundo hispánico: paralelismos, discrepancias, convergencias”, Ayer. Revista de Historia Contemporánea, vol. 108, nº 4, 2017.

[23] Véanse Elisa Cárdenas, “Hacia una historia comparada de la secularización en América Latina”, en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, Siglo XIX, México, El Colegio de México, 2007, pp. 197-212; Vincent Viaene, “International history, religious history, catholic history: Perspectives for cross-fertilization (1830-1914)”, European History Quaterly, vol. 38, nº 4, 2008; Thimothy Verhoeven, Trans-Atlantic Anti-Catholicism. France and the United States in the Nineteenth Century, Nueva York, Palgrave Macmillan Transnational History Series, 2010; Abigail Green y Vincent Viaene (eds.), Religious Internationals in the Modern World. Globalization and Faith Communities since 1750, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2012; Romain Bertrand, “Historia global, historias conectadas: ¿un giro historiográfico?”, Prohistoria, vol. 24, 2015.

[24] Pierre Manent, Cours familier de philosophie politique, París, Fayard, 2001, pp. 39-54.

[25] Miranda Lida, “Secularización: doctrina, teoría y mito. Un debate desde la historia sobre un viejo tópico de la sociología”, Cuadernos de Historia. Serie de Economía y Sociedad, nº 9, FhyC, UNC, 2005.

[26] Hannah Arendt, Sobre la revolución, Buenos Aires, Alianza, 1992.

[27] Sol Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la República? Política y secularización en Chile (1845-1885), Santiago de Chile, FCE, 2008.

[28] Javier Fernández Sebastián, “Liberalismos nacientes en el Atlántico iberoamericano. ‘Liberal’ como concepto y como identidad política, 1750-1850”, en Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850,vol. 1, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009, p. 698.

[29] Roberto Di Stefano, “Liberalismo y religión en el siglo XIX hispanoamericano. Reflexiones a partir del caso argentino”, en Liberalism and Religion: Secularisation and the Public Sphere in the Americas, Senate House, Londres, 2012.

[30] Pierre Manent, “Grandeza y miseria del liberalismo”, Cuadernos de Pensamiento Político, nº 30, 2011.

[31] Darío Roldán, “La cuestión liberal en la Argentina en el siglo XIX. Política, sociedad, representación”, en Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (coords.), Un Nuevo Orden político. Provincias y Estado nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010, p. 286.

[32] Rene Rémond, “Anticlericalism: Some reflections by way of introduction”, European Studies Review, vol. 13, 1983.

[33] Michael Walzer, Pensar políticamente, Barcelona, Paidós, 2010, pp. 93-111.

[34] Sobre la experiencia republicana, véanse José Antonio Aguilar y Rafael Rojas (coords.), El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política, México, Centro de Investigación y Docencia Económicas, 2002; Hilda Sabato, Republics of the New World. The Revolutionary Political Experiment in Nineteenth-Century Latin America, Princeton, Princeton University Press, 2018.

[35] Isaiah Berlin, Two Concepts of Liberty, Oxford, Oxford University Press, 1958.

[36] Jürgen Habermas, Historia y crítica de la Opinión Pública, la transformación estructural de la vida pública, México, Gili, 1994.

Parte I

El ocaso de la Inquisición y la aurora del liberalismo (1808-1821)

1. Imaginar un nuevo orden político

La jurisdicción de la fe

Cádiz, conocida como la Sirena del Océano, es desde hace tiempo una importante ciudad portuaria en estrecha conexión con buques extranjeros. El traqueteo de personas que van y vienen inunda su espacio. Desde allí, en los umbrales del siglo XIX, vemos partir el mayor tráfico mercantil hacia América. Entre sus mercancías, escondidos, suelen destacarse los libros prohibidos, especialmente los que incursionan en el arte del gobierno y los derechos naturales.[37] En aquella ciudad insular, la Inquisición actúa mediante el envío de comisarios que deben reportarse al tribunal de Sevilla. El viaje de sus embarcaciones llega hasta Lima y Buenos Aires. Lima, distinguida como la Ciudad de los Reyes, es desde 1542 capital del Virreinato del Perú. A partir de 1569, la ciudad alberga su propio tribunal inquisitorial cuya jurisdicción alcanza a la meridional Buenos Aires, que en 1776 goza también del privilegio de ser capital de un nuevo virreinato, el del Río de la Plata. Pero Lima no solo es una antigua capital, sino sede de una universidad y un pujante centro editorial. Por su parte, Buenos Aires, conocida por su intenso contrabando, logra la habilitación de su puerto recién en 1778 y es a partir de entonces que compite en la distribución de libros. Pese a que han existido propuestas por erigir allí un palacio inquisitorial, el Virreinato del Río de la Plata no tendrá su propia corte.[38]

La acción inquisitorial en tierras sudamericanas no resulta tan efectiva como en la península. La lejanía con el Consejo de la Suprema Inquisición y la extensión de los espacios jurisdiccionales facilita allí una mayor autonomía en materia procesal. A su vez, las exigencias económicas que debe enfrentar el tribunal de Lima dificultan el traslado de la documentación y los presos hasta la sede de la corte. De modo que no todas las denuncias derivan en procesos. Además, el tribunal no posee jurisdicción sobre los indígenas, que constituyen una parte significativa de la población, y se enfrenta a mayor resistencia por parte de los obispos que procuran perseguir la herejía. Por cierto, en el Río de la Plata la justicia civil suele también juzgar los delitos religiosos.

El rostro que ofrece la Inquisición española es, por entonces, distinto al de los siglos anteriores. Lejos está del vigor de antaño, pero no por ello su influencia en la sociedad es menor. El Santo Oficio ha resistido los intentos de reforma propuestos por los ilustrados y se esfuerza por preservar su poder ante las pretensiones regalistas de la Corona, que busca sujetarla aún más a sus dictámenes. Desde el estallido de la Revolución Francesa, los inquisidores, ansiosos, procuran impedir con mayor celo la circulación de los escritos de los filósofos a quienes acusan de ser “maestros del error”.[39] A pesar de ello, no solo la difusión sino también la producción de nuevas ideas tiene lugar en suelo hispanoamericano. La circulación de libros prohibidos se vuelve entonces preocupante. Así, en 1789, en ocasión de la muerte del rey Carlos III, Gregorio Funes, religioso del Río de la Plata, advierte, inquieto, que:

a pesar de la vigilancia de un severo tribunal encomendado del campo de nuestra fe asoma la cizaña entre el buen grano y se descubre la obra de las tinieblas. ¡Qué escándalo! La Inquisición truena: llama a su auxilio el Soberano y acude Carlos a salvar a su Pueblo con toda la firmeza que inspira Religión: de mi persona abajo le dice al Señor Inquisidor General, todo está sujeto a la jurisdicción de la fe.[40]

Si bien la bigamia y la hechicería son los delitos más denunciados ante la Inquisición de Lima entre 1796 y 1818, el tribunal se esfuerza en consolidar sus prerrogativas de control. En efecto, los libros prohibidos circulan entre quienes no cuentan con la licencia de lectura que solo puede otorgar el Santo Oficio.[41] El mayor de los peligros es, entonces, el de compartir los libros multiplicando lectores y debates. Se genera así un acoso entre la élite lectora que crea, como nos advierte Peralta Ruiz, “una sensación de angustia ante la posibilidad de desprestigio social”.[42] Entre quienes sufren la censura inquisitorial y la cultura de la delación, se encuentran personajes que, sin saberlo, apenas unos años más tarde, resultarán claves en el experimento de inventar un nuevo orden político.

La inquietud se acrecienta cuando hacia el año 1808 la Revolución Francesa golpea las puertas de la Corona española.[43] Por entonces, la monarquía de Carlos IV se encuentra aliada con el gobierno de Napoleón Bonaparte para facilitarle la invasión a Portugal. La monarquía católica abandona así su vieja alianza con Inglaterra. Pero el paso de las tropas napoleónicas se produce en un escenario de crisis dinástica. En mayo de 1808, al otro lado de los Pirineos, tienen lugar las abdicaciones de Bayona. El rey Carlos IV renuncia al trono en beneficio de su hijo Fernando VII. Pero pronto aquella renuncia se anula en beneficio del propio Napoleón, quien le concede la corona a su hermano José. Fernando VII se convierte entonces en prisionero de Bonaparte. La crisis dinástica se transforma rápidamente en una crisis monárquica. Mientras una parte de los españoles, los llamados “afrancesados”, apoya al régimen napoleónico, otra se prepara para iniciar la resistencia contra el invasor francés dando los primeros pasos en la guerra por la independencia española. La vacancia real genera rápidamente un problema de matriz constitucional: ante la ausencia del rey cautivo se apela a la retroversión de la soberanía en los pueblos. Los patriotas buscan en el pensamiento escolástico argumentos para reclamar el depósito de la soberanía. El movimiento de formación de juntas en nombre de Fernando VII comienza a germinar a ambos lados del Atlántico amenazando con una crisis imperial.[44]

Desde entonces, la monarquía experimenta el problema de la revolución. En tiempos de incertidumbre, la religión católica aparece como una de las pocas certezas.[45]