La chica en la torre - Katherine Arden - E-Book

La chica en la torre E-Book

Katherine Arden

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Beschreibung

Segunda parte de "El oso y el ruiseñor": magia, monstruos y enormes palacios en la Rusia medieval En la gélida estepa rusa, los cuentos de hadas han demostrado ser mucho más que meras historias. Y allí, acusada de cometer brujería por recibir el apoyo del rey del invierno, Vasia se enfrenta a una elección imposible: contraer matrimonio o ingresar en un convento. Para evitar ambos destinos, la joven se viste de hombre y huye a lomos de su fiel semental Solovéi. Pero por el camino un incidente la conduce al palacio real de Moscú, donde se verá envuelta en las intrigas de la corte mientras intenta desentrañar una extraña amenaza y ocultar al príncipe su verdadera identidad. Y entretanto, el rey del invierno continúa brindándole sus consejos, tan útiles como quizá traicioneros... Pues todo el mundo sabe que la ayuda de los inmortales tiene un precio, y el demonio de las heladas no es una excepción. "La chica en la torre" es la esperada segunda parte de la trilogía de "El oso y el ruiseñor", una preciosa serie ambientada en la Rusia medieval que ha hechizado a la crítica y a los lectores en más de veinte idiomas. Cita de reseña crítica: «Una historia magistralmente contada sobre folclore, historia y magia con una heroína fascinante». Booklist. «Arden ofrece una vez más una cautivadora novela fantástica que mezcla el folclore ruso y la historia con una ambientación deliciosa y personajes rebosantes de vida». Library Journal. «Arden ha dado forma a un mundo que abarca lo visible y lo invisible». Kirkus. «Una mágica historia ambientada en una Rusia llena de encanto». Paste. «El oso y el ruiseñor es una novela maravillosamente polifacética sobre la familia y los prodigios hostiles de la magia en medio de un invierno crudo». Robin Hobb, autora de Aprendiz de asesino. «Una preciosa historia enmarcada en un invierno duro, llena de magia y de monstruos». Naomi Novik, autora de Un cuento oscuro

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Título original: The Girl in the Tower

Copyright © 2018 by Katherine Arden

All rights reserved including the rights of reproduction in whole or in part in any form

© de la traducción: Maia Figueroa, 2022

© de los detalles y las guardas: KittyVector, antuanetto (Shutterstock)

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: abril de 2022

ISBN: 978-84-18440-51-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A mi padre y a Beth,

con amor y gratitud

La tormenta enturbia el cielo,

levanta remolinos de nieve.

Aúlla como una bestia,

llora como un niño.

Sacude, de pronto, el brezo

del tejado destartalado.

Como un viajero golpetea,

tarde, en la ventana.

A. S. PUSHKIN

LA CHICA EN LA TORRE

PRÓLOGO

Era noche cerrada y una joven montaba a lomos de un caballo alazán por el bosque. El bosque no tenía nombre; estaba lejos de Moscú, lejos de todo, y el único sonido que se oía era el silencio de la nieve y la sonaja de los árboles helados.

Era casi medianoche, una hora mágica y malvada a la que amenazaban hielo y tormenta y el abismo de un cielo uniforme. Y, sin embargo, la joven y su caballo atravesaban el bosque, incansables.

El caballo tenía una capa de hielo en el pelaje fino de la quijada y la nieve se le acumulaba en los costados. Pero debajo del copete nevado su mirada era amable y movía las orejas con alegría, atrás y adelante.

Las huellas que iban dejando salían de la profundidad del bosque y la nieve nueva ya las había desdibujado.

De pronto, el caballo se detuvo y alzó la cabeza. Entre el repiqueteo de los árboles que tenían al frente había un abetal: las ramas plumosas de los abetos se entrelazaban; sus troncos, torcidos como ancianos.

La nieve cayó con más fuerza y le cuajó a la joven entre las pestañas y en el pelaje gris de la capucha. No se oía nada más que el viento.

Entonces:

—No la veo —le dijo al caballo.

El caballo ladeó una oreja y se sacudió la nieve.

—Quizá no esté en casa —comentó la joven, dubitativa.

Bajo esos abetos, la oscuridad parecía colmada de susurros que rayaban el habla.

Y como si sus palabras hubiesen sido una invocación, se abrió una puerta entre los abetos, una puerta que no había visto, y se oyó el crujido que hace el hielo al agrietarse. La luz que arrojaba el fuego tiñó la nieve virgen de sangre. Entre los abetos de pronto se alzaba una casa visible a simple vista; los aleros largos y curvos remataban las paredes de madera y, a la luz de las llamas salpicadas de nieve, la casa parecía respirar, agazapada entre los matorrales.

La silueta de un hombre apareció en el vano de la puerta. El caballo movió las orejas hacia delante y la joven tensó el cuerpo.

—Entra, Vasia —la invitó el hombre—. Hace frío.

UNO

LA MUERTE DE LA DONCELLA DE NIEVE

Moscú justo después del solsticio de invierno y el humo de mil fogatas se elevaba danzando hacia un cielo asfixiante. En el oeste aún quedaba algo de luz, pero en el este se amontonaban sobre el atardecer rojizo unas nubes del color de las magulladuras, entorpecidas por la nieve que cargaban.

Dos ríos como dos brechas en la piel del bosque ruso, y Moscú situado en la intersección, en la cima de una colina cubierta de pinos. Las murallas bajas y blancas cercaban un batiburrillo de casuchas e iglesias, y las torres heladas de los palacios se alzaban hacia el cielo como los dedos de una mano desesperada. A medida que el día se apagaba, se encendían luces en las ventanas altas de las torres.

Una mujer de atuendo magnífico observaba junto a una de esas ventanas cómo se mezclaba la luz rojiza con el atardecer tormentoso. A su espalda, dos mujeres más se habían sentado a coser junto a un horno.

—Es la tercera vez en una hora que Olga se acerca a la ventana —susurró una de ellas.

Los anillos que llevaba en la mano reflejaron la luz tenue del fuego; su deslumbrante tocado hacía que los forúnculos de su nariz no llamasen tanto la atención.

Un grupo de mujeres de su séquito asentían con la cabeza a su lado como si fueran capullos de flores. Las esclavas aguardaban cerca de las frías paredes con su cabellera larga y lacia envuelta en un pañuelo.

—¡Cómo no, Darinka! —repuso la otra mujer—. Espera a su hermano, el monje temerario. ¿Cuánto ha pasado desde que el hermano Aleksandr partió hacia Sarái? Mi marido lo espera desde las primeras nieves. Y ahora la pobre Olga lo añora junto a la ventana. Espero por ella que no sea así, pero lo más probable es que el hermano Aleksandr esté muerto en un banco de nieve.

La que hablaba era Eudoxia Dmitrieva, gran princesa de Moscú. Llevaba piedras preciosas cosidas al vestido, pero sus labios de rosa ocultaban los restos carcomidos de tres dientes ennegrecidos. Hablaba con voz estridente.

—Al final te morirás si sigues exponiéndote a ese viento, Olia. Si el hermano Aleksandr fuese a venir, ya habría llegado.

—Como tú digas —respondió Olga con frialdad desde la ventana—. Me alegro de que estés aquí para enseñarme paciencia. Quizá mi hija aprenda de ti cómo se comportan las princesas.

Eudoxia apretó los labios. No tenía hijos, mientras que Olga tenía dos y esperaba un tercero para antes de la Pascua.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Darinka de pronto—. He oído un ruido. ¿Lo habéis oído?

Fuera se desataba una tormenta.

—Ha sido el viento —respondió Eudoxia—. El viento, nada más. Eres muy necia, Darinka. —Sin embargo, se estremeció—. Olga, manda traer más vino; hace frío con tanta corriente.

En realidad, en el salón de costura hacía calor: no había más ventanas que una abertura estrecha como una saetera, y la estancia se calentaba con una estufa y muchos cuerpos. No obstante:

—De acuerdo —accedió Olga.

Le inclinó la cabeza a su sirvienta y la mujer salió y bajó la escalera hacia la noche gélida.

—Odio las noches como esta —se quejó Darinka, que se arropó con las vestiduras y se rascó una costra de la nariz. Miró la vela y las sombras con nerviosismo—. Siempre viene en noches así.

—¿Quién? —preguntó Eudoxia con tono desagradable—. ¿Quién viene?

—¿Quién viene? —repitió Darinka—. No me digas que no lo sabes. —Darinka la miró con superioridad—. El fantasma de esa mujer.

Los dos hijos de Olga, que habían estado peleándose junto al horno, dejaron de chillarse. Eudoxia sorbió aire por la nariz. Olga frunció el ceño desde la ventana.

—No hay ningún fantasma —afirmó Eudoxia.

Cogió una ciruela confitada con miel, le dio un mordisco refinado, masticó y después se lamió la miel dulce de los dedos. Su tono de voz daba a entender que ese palacio no merecía la presencia de un fantasma.

—¡Pues yo la he visto! —protestó Darinka ofendida—. La última vez que dormí aquí la vi.

Las mujeres de alta alcurnia, que tenían la obligación de vivir y morir dentro de una torre, eran muy dadas a hacer visitas a otras mujeres. De vez en cuando, pasaban también la noche para tener compañía cuando sus maridos se ausentaban. El palacio de Olga (limpio, organizado, próspero) era uno de los favoritos, y más teniendo en cuenta que ella estaba embarazada de ocho meses y no salía de allí.

Al oír eso, Olga frunció el ceño; pero Darinka, ansiosa por recibir atención, se apresuró con el relato:

—Era poco después de medianoche, hace unos días. Un poco antes del solsticio de invierno. —Se echó hacia delante y el tocado se le inclinó de manera precaria—. Algo me despertó, no recuerdo qué fue. Algún ruido…

Olga emitió un sonido burlón apenas perceptible. Darinka la miró ceñuda.

—No me acuerdo —repitió—. Me desperté y todo estaba tranquilo. La luz fría de la luna se colaba entre los postigos. Creí oír algo en un rincón; una rata, quizá, escarbando —dijo, y continuó en voz más baja—: Me quedé quieta, tapada con las mantas. Pero no me dormía. Entonces oí un lloriqueo. Abrí los ojos y le di una sacudida a Nastka, que dormía a mi lado. «Nastka —le dije—. Nastka, enciende una lámpara. Alguien llora». Pero ella no se despertó.

Darinka hizo una pausa. En el salón no hablaba nadie.

—Luego —continuó— vi un pequeño resplandor. Era una luz impía, más fría que la de la luna, nada que ver con el fuego de la chimenea. El resplandor se acercaba cada vez más…

Darinka hizo otra pausa.

—Entonces la vi —terminó entre susurros.

—¿A ella? ¿A quién? ¿Qué aspecto tenía? —dijeron a coro una docena de voces.

—Era blanca como el hielo —susurró Darinka—. Tenía la boca hundida hacia dentro, los ojos como un par de fosas oscuras que podrían haberse tragado el mundo. Me miró con esa cara sin labios y yo intenté chillar, pero no pude.

Una de las que escuchaban soltó un grito; otras se cogieron las manos.

—Ya basta —le espetó Olga, que se volvió hacia ella junto a la ventana.

Sus palabras partieron en dos esa histeria medio seria, y las mujeres se sumieron en un silencio incómodo. Entonces añadió:

—Asustas a mis hijos.

Eso no era del todo cierto. La mayor, que se llamaba María, tenía la espalda erguida en su asiento y la mirada encendida. Pero el chico, Danil, se aferraba a su hermana tembloroso.

—Y desapareció —concluyó Darinka, que intentaba afectar indiferencia, pero en vano—. Recé unas oraciones y me volví a dormir.

Se acercó la copa de vino a los labios. Los niños la contemplaron.

—Es una buena historia —dijo Olga con un tono cortante en la voz—. Pero ahora ya está; contemos otras distintas.

Fue hasta su sitio junto al horno y se sentó. La luz del fuego danzaba en sus dos trenzas. Fuera, la nieve caía deprisa. Olga no volvió a mirar hacia la ventana, a pesar de que tensó los hombros cuando las esclavas cerraron los postigos.

Echaron más leña al fuego. La estancia se calentó y se llenó de un resplandor suave.

—Cuéntanos tú una, madre —pidió a voces María, la hija de Olga—. ¿Nos cuentas una de magia?

Por toda la habitación se extendió un rumor aprobador. Eudoxia la miró con rabia. Olga sonrió. A pesar de ser la princesa de Sérpujov, Olga se había criado muy lejos de Moscú, en los confines de la naturaleza deshabitada. Las extrañas historias que contaba eran las del norte, y las mujeres de alta cuna, cuyas vidas transcurrían entre la capilla y la tahona y su torre, valoraban muchísimo esa novedad.

La princesa observó a su público. Su expresión se había vaciado de cualquier pena que pudiera haber sentido cuando estaba sola de pie junto a la ventana. Las mujeres del séquito dejaron las agujas de la labor y se acurrucaron gustosas en sus cojines.

Fuera, el silbido del viento se mezclaba con la quietud de la tormenta de nieve, que es en sí misma un sonido. Abajo, rodeadas de un remolino de voces, llevaban a las últimas cabezas de ganado a los establos para resguardarlas de la helada. Desde los callejones nevados, los mendigos pasaban con sigilo a las naves de las iglesias a rezar para seguir vivos por la mañana. Los hombres apostados sobre la muralla del kremlin se agrupaban alrededor de los braseros y se calaban la gorra hasta las orejas. Pero en la torre de la princesa, en lugar de frío, había un silencio expectante.

—En ese caso, escuchad —dijo Olga, tanteando las palabras—. En cierto principado vivían un leñador y su esposa, en un pueblo pequeño rodeado de un gran bosque. El marido se llamaba Misha, la mujer Alena, y ambos estaban muy tristes. A pesar de que se esmeraban con las oraciones y besaban los iconos y rogaban, Dios no había visto oportuno bendecirlos con una criatura. Eran tiempos difíciles y no tenían un buen hijo que los ayudase a pasar el invierno gélido.

Olga se puso la mano en el vientre. Su tercer bebé, una criatura desconocida sin nombre, le daba patadas en el útero.

—Una mañana, tras una nevada intensa, el esposo y la esposa fueron al bosque a cortar leña. Mientras cortaban y apilaban la madera, fueron amontonando la nieve y Alena, distraída, se puso a darle la forma de una doncella pálida.

—¿Era tan guapa como yo? —interrumpió María.

Eudoxia soltó un resoplido.

—Era una doncella de nieve, tonta. Toda fría y rígida y blanca. Y aun así —dijo Eudoxia mirando a la niña—, era más guapa que tú.

María se sonrojó y abrió la boca.

—Bueno —se apresuró Olga a continuar—, la chica de nieve era blanca, eso es cierto; y estaba rígida. Pero también era alta y esbelta. Tenía la boca bonita y una trenza larga, porque Alena la había esculpido con todo el amor que le habría dado a los hijos que no podía tener.

»“¿Lo ves, esposa? —le preguntó Misha mientras observaba a la pequeña doncella de nieve—. A pesar de todo, tú nos has hecho una hija. Esta es Snegurochka, la doncella de nieve”.

»Alena sonrió, pero se le llenaron los ojos de lágrimas.

»Justo entonces, una brisa gélida agitó las ramas desnudas, porque Morozko, el demonio de las heladas, estaba allí, vigilando a la pareja con su hija de nieve.

»Algunos dicen que Morozko se apiadó de la mujer. Otros, que sus lágrimas eran mágicas y que las vertió sobre la doncella cuando su marido no miraba. Sea como fuere, justo cuando Misha y Alena se disponían a regresar a su casa, el rostro de la doncella de nieve se volvió sonrosado; sus ojos, oscuros e intensos, y de pronto, en medio de la nieve había una chica, desnuda como si acabase de nacer, que sonreía a la pareja de ancianos.

»“He venido a ser vuestra hija —les dijo—. Si me aceptáis, os cuidaré como padre y madre”.

»El matrimonio la contempló primero sin dar crédito, pero después con alegría. Alena se apresuró llorosa, le cogió la fría mano a la doncella y la condujo a la isba.

»Los días transcurrían con tranquilidad. Snegurochka barría el suelo y les preparaba las comidas y les cantaba. A veces las canciones eran extrañas e inquietaban a sus padres, pero ella era amable y hábil con las tareas. Cuando sonreía, siempre parecía que lucía el sol. Misha y Alena no se creían la suerte que tenían.

»La luna creció y menguó, y llegó el solsticio de invierno. El pueblo cobró vida con los aromas y los sonidos: las campanillas de los trineos y las tortas planas y doradas.

»De vez en cuando, alguien pasaba por delante de la isba de Misha y de Alena, de camino al pueblo o al volver. La doncella de nieve los observaba escondida detrás de la pila de leña.

»Un día, una chica pasó por delante del escondrijo de Snegurochka de la mano de un chico alto. Se sonrieron, y a la doncella de nieve le desconcertó la llama de felicidad que mostraban sus rostros.

»Cuanto más lo pensaba, menos entendía y, sin embargo, Snegurochka no dejaba de pensar en esa mirada. A pesar de que antes estaba contenta, cada vez se inquietaba más. Daba vueltas por la isba y dejaba un rastro frío en la nieve, bajo los árboles.

»No faltaba mucho para la primavera el día que Snegurochka oyó una música bella en el bosque. Un joven pastor tocaba la flauta.

»Snegurochka se acercó sigilosa y el pastor la vio: una chica pálida. Cuando ella le sonrió, al joven se le salió el corazón caliente del pecho y se unió con el corazón frío de la doncella.

»Pasaron las semanas y el pastor se enamoró. La nieve se reblandeció. El cielo era de un azul claro y limpio. Pero la doncella de nieve seguía inquieta.

»“Estás hecha de nieve —le advertía Morozko, el demonio de las heladas, cuando se encontraban en el bosque—. No puedes amar y ser inmortal a la vez”. A medida que el invierno aflojaba, el demonio de las heladas se volvía cada vez más tenue, hasta que al final solo se lo veía en los tonos más oscuros de las cortezas. Los hombres pensaban que no era más que una brisa en los arbustos de acebo. “Naciste del invierno y vivirás para siempre. Pero si tocas el fuego, morirás”.

»Pero el amor del pastor había vuelto un poco desdeñosa a la doncella de nieve. “¿Por qué tengo que estar siempre fría? —replicó—. Tú eres viejo y frío, pero ahora yo soy una chica mortal; quiero aprender sobre esta cosa nueva que es el fuego”.

»“Es mejor que permanezcas a la sombra”, fue la respuesta.

»La primavera se acercaba. La gente salía de casa más a menudo para recoger plantas verdes de lugares recónditos. Una y otra vez, el pastor acudía a la isba de Snegurochka. “Ven al bosque”, le decía.

»Ella salía de entre la penumbra junto al horno para ir a bailar a la sombra de los árboles. Pero por mucho que bailase, en el fondo su corazón seguía estando frío.

»El deshielo empezó de veras; la doncella de nieve se quedó pálida y débil. Se adentró llorando en lo más oscuro del bosque. “Por favor —pidió—, quiero sentir como sienten los hombres y las mujeres. Te ruego que me concedas esto”.

»“Pídeselo a la primavera”, respondió a regañadientes el demonio de las heladas. Con los días más largos se había desvanecido casi por completo: era más brisa que voz. El viento le rozó la mejilla a la hija de la nieve con un dedo apenado.

»La primavera es como una doncella, vieja y joven para toda la eternidad. Tenía flores trenzadas en sus fuertes brazos y piernas. “Yo puedo concederte lo que buscas —le dijo la primavera—. Pero morirás seguro”.

»Snegurochka no dijo nada y se marchó a casa llorando. Durante semanas no salió de la isba, escondida entre las sombras.

»Sin embargo, el joven pastor fue a llamar a su puerta. “Por favor, mi amor —decía—, sal conmigo. Te quiero con todo mi corazón”.

»Snegurochka sabía que podía escoger vivir para siempre como una chica de nieve en una pequeña isba de campesinos. Pero… en el mundo había música. Y los ojos de su amado.

»Así que sonrió y se vistió de azul y blanco. Corrió afuera. Allí donde la tocaba el sol, las gotas de agua se deslizaban por su pelo rubio.

»Ella y el pastor fueron al borde del bosque de abedules.

»“Toca la flauta para mí”, le pidió ella.

»El agua empezó a caerle más deprisa por los brazos y las manos, por el pelo. Aunque tenía la cara pálida, mantenía la sangre y el corazón calientes. El joven tocó la flauta y Snegurochka lo amó y lloró.

»La canción terminó. El pastor fue a abrazarla, pero justo cuando él le tendía los brazos, a ella se le derritieron los pies. Se desplomó sobre la tierra húmeda y desapareció. Una neblina helada flotó al calor del cielo azul, y el chico se quedó solo.

»Cuando la doncella de la nieve desapareció, la primavera echó su manto sobre la tierra y las pequeñas florecillas empezaron a brotar. Pero el pastor esperó en la penumbra del bosque, llorando porque había perdido a su amada.

»Misha y Alena también lloraron. “Era solo magia —le dijo Misha a su esposa para consolarla—. No podía durar, estaba hecha de nieve”.

Olga hizo una pausa, y las mujeres murmuraron entre sí. Danil se había quedado dormido en brazos de su madre. María apoyaba todo el peso en sus rodillas.

—Algunos dicen que el espíritu de Snegurochka permaneció en el bosque —continuó Olga—. Que cuando empezaron las nevadas volvió a la vida para amar a su pastor durante las largas noches.

Hizo otra pausa.

—Pero otros dicen que murió —dijo con tristeza—. Porque ese es el precio del amor.

Deberían haberse sumido en el silencio, tal como procede al final de una historia bien contada. Pero esa vez no fue así. En cuanto se apagó la voz de Olga, su hija Masha se incorporó de golpe y gritó.

—¡Mira! —exclamó—. ¡Mira, madre! Es ella, ¡está ahí! ¡Mira! ¡No! ¡No! ¡Vete!

La niña se levantó como pudo con la mirada empañada de terror.

Olga volvió la cabeza de golpe hacia el lugar que contemplaba su hija: un rincón sumido en la penumbra. Hubo una centella blanca. No, había sido el fuego de la chimenea. La estancia se alborotó. Danil, que se había despertado, se aferró al sarafán de su madre.

—¿Qué pasa?

—¡Callad a la niña!

—¡Os lo he dicho! —voceó Darinka triunfal—. ¡Os he dicho que el fantasma era real!

—¡Ya basta! —le espetó Olga.

Su voz sobrepasó a todas las demás. Los gritos y el parloteo se acabaron. La respiración llorosa de María resonaba en el silencio.

—Creo que es muy tarde —dijo Olga fríamente— y estamos todas cansadas. Será mejor que ayudéis a vuestra ama a acostarse. —Eso se lo había dicho a las mujeres de Eudoxia, ya que la gran princesa era propensa a la histeria—. No es más que una pesadilla de niños —afirmó con seguridad.

—No —gruñó Eudoxia, que disfrutaba con la situación—. No, ¡es el fantasma! Pasemos miedo.

Olga le lanzó una mirada significativa a Varvara, su ayuda de cámara, la de melena clara y edad indeterminada.

—Encárgate de que la gran princesa de Moscú se acueste sin que le pase nada —le dijo Olga.

Varvara miraba el mismo el rincón ensombrecido que María, pero al oír las órdenes de la princesa, se volvió al instante, con brío y calma. Era la luz del fuego, pensó Olga, lo que había hecho que su expresión pareciese triste durante un instante.

Darinka no callaba:

—¡Era ella! —insistía—. ¿Mentiría una niña? ¡El fantasma de la chica! Un demonio en persona…

—Y asegúrate de que le den un tónico a Darinka y llamen al sacerdote —le indicó Olga.

Sacaron a Darinka de la habitación mientras lloriqueaba. A Eudoxia se la llevaron con más cuidado y el alboroto se terminó.

Olga se acercó de nuevo al horno, donde estaban sus hijos con la cara pálida.

—¿Es verdad, mátushka? —le preguntó Danil a su madre, y se sorbió los mocos—. ¿Hay un fantasma?

María no dijo nada mientras se aferraba las manos. Aún tenía lágrimas en los ojos.

—No importa —contestó Olga con calma—. Tranquilos, hijos míos, no tengáis miedo. Dios nos protege. Venga, ya es hora de acostarse.

DOS

DOS HOMBRES SANTOS

Durante la noche, María despertó dos veces a su aya con sus gritos. La segunda vez, el aya cometió el error de darle una bofetada y la niña saltó de la cama, voló como un halcón por las estancias del terem de su madre y entró en su dormitorio como una exhalación antes de que el aya pudiera impedírselo. Trepó por encima de las ayudas de cámara que dormían con su madre y se acurrucó temblorosa junto a ella.

Olga aún no había dormido. Había oído los pasos de su hija y notó cómo temblaba cuando se acercó. Varvara, vigilante, miró a Olga a los ojos en la penumbra y sin decir nada fue a la puerta a decirle a su aya que se marchase. El ruido de la respiración estertórea de la mujer indignada se alejó por el pasillo, y Olga suspiró y le acarició el pelo a María hasta que esta se calmó.

—Cuéntame, Masha —le dijo cuando a la niña le pesaban los párpados.

—He soñado con una mujer —le explicó María a su madre en voz muy baja—. Tenía un caballo gris. Estaba muy triste. Venía a Moscú y ya no se marchaba nunca. Intentaba decirme algo, pero yo no le hacía caso. ¡Me daba miedo! —María se echó a llorar de nuevo—. Entonces me he despertado y estaba ahí, igual que en el sueño. Solo que ahora es un fantasma…

—No es más que un sueño —murmuró Olga—. Un sueño.

Unas voces en el patio las despertaron justo antes del alba.

En ese instante pesado entre el sueño y la vigilia, Olga trató de recuperar un sueño que había tenido: agujas de pino al viento, ella descalza sobre la tierra, riéndose con sus hermanos. Sin embargo, el ruido aumentó, y María se despertó con una sacudida. Y en un abrir y cerrar de ojos, la doncella rural que había sido Olga volvió a quedar en el olvido.

Olga apartó la ropa de cama. María se sentó de golpe. Olga se alegró de ver que la niña tenía las mejillas un poco sonrosadas y que los terrores de la noche habían desaparecido con la luz del día. Entre las voces que llegaban desde el patio había una que reconoció.

—¡Sasha! —susurró Olga casi sin creérselo—. ¡Arriba! —les gritó a sus mujeres—. Tenemos un huésped en el patio. Preparad vino caliente y calentad el baño.

Varvara entró en la habitación con nieve en el pelo. Se había levantado cuando aún era de noche y había ido a por leña y agua.

—Ha regresado vuestro hermano —anunció sin ceremonias.

Tenía la cara pálida y cansada; Olga pensó que no se había vuelto a dormir después de que María las despertase con sus pesadillas.

En cambio, Olga se sentía al menos diez años más joven.

—Sabía que ninguna tormenta lo mataría —dijo, y se levantó—. Es un hombre de Dios.

Varvara no contestó; se agachó y preparó el fuego en la chimenea.

—Deja eso —le dijo Olga—. Ve a las cocinas y ocúpate de que los hornos estén bien vivos. Que haya comida lista. Tendrá hambre.

Las sirvientas de Olga se apresuraron a vestirla a ella y a sus hijos, pero antes de que estuviera preparada del todo o se hubiera tomado el vino, antes de que Danil y María se hubieran comido las gachas de avena cubiertas de miel, se oyeron pasos en la escalera.

María se puso en pie de un salto. Olga frunció el ceño: la niña demostraba una dicha exagerada que se contradecía con su palidez. Quizá no hubiera olvidado la noche tanto como parecía.

—¡El tío Sasha ha vuelto! —gritó María—. ¡Tío Sasha!

—Hacedlo pasar —ordenó Olga—. Masha…

Al cabo de un instante, una figura oscura apareció en la puerta con la cara oculta bajo la capucha.

—¡Tío Sasha! —volvió a gritar María.

—No, Masha, ¡no debes dirigirte así a un hombre santo! —le advirtió a voces su aya.

Sin embargo, María ya había derribado tres taburetes y una copa de vino y corría hacia su tío.

—Dios sea contigo —dijo una voz cálida y seca—. No te acerques, niña, estoy cubierto de nieve.

Al quitarse la capa y la capucha, esparció nieve por todas partes; después hizo la señal de la cruz sobre la cabeza de María y la abrazó.

—Dios sea contigo, hermano —dijo Olga desde el horno.

Hablaba con voz calmada, pero la luz de su rostro le quitaba muchos inviernos. No pudo evitar añadir:

—Me tenías asustada, desdichado.

—Dios sea contigo, hermana —repuso el monje—. No temas. Voy adonde me manda el Padre. —Hablaba muy serio, pero enseguida sonrió—. Me alegro de verte, Olia.

Llevaba una capa de piel encima del hábito de monje y al quitarse la capucha dejó ver su pelo negro, la tonsura y una barba negra que tintineaba con el peso de los carámbanos. A su propio padre le habría costado reconocerlo: el chico orgulloso había crecido y era tranquilo, de hombros anchos y paso ligero como el de un lobo. Sus ojos claros, heredados de su madre, eran lo único que no había cambiado desde el día que, diez años atrás, había partido a caballo desde Lesnaya Zemliá.

Las mujeres de Olga observaban con disimulo. Nadie más que los monjes, los sacerdotes, los maridos, los esclavos y los hijos tenía permiso para pisar los terem de Moscú. Los primeros tendían a ser viejos; no acostumbraban a ser altos y de ojos grises ni a traer el olor de tierras lejanas en la piel.

Una de las sirvientas, desgarbada y dada al romanticismo, fue lo suficientemente incauta como para decirle a su vecina:

—Es el hermano Aleksandr Peresvet, Aleksandr el Iluminador. Ya sabes, el que…

Varvara le propinó una bofetada a la chica, que se mordió la lengua. Olga contempló a su público y dijo:

—Vamos a la capilla, Sasha. Daremos las gracias por tu regreso.

—Dentro de un momento, Olia —respondió Sasha, e hizo una pausa—. Traigo conmigo a un viajero que encontré en el bosque y está muy enfermo. Lo he dejado tumbado en el salón de costura.

Olga frunció el ceño.

—¿A un viajero? ¿Aquí? Bueno, vamos a verlo. No, Masha. Tú acábate las gachas antes de ponerte a dar vueltas por ahí como un bicho dentro de una botella.

El hombre yacía en una alfombra de pelo y a su alrededor había restos de nieve derretida.

—¿Quién es, hermano?

Olga no podía arrodillarse de lo grande que tenía el vientre, pero se dio unos golpecitos en los dientes con el dedo índice y evaluó a ese pobre ejemplo de humanidad.

—Es un sacerdote —contestó Sasha mientas se sacudía el agua de la barba—. No sé cómo se llama. Lo encontré caminando sin rumbo por la carretera, enfermo y delirando, a dos días de Moscú. Encendí una fogata, lo calenté un poco y me lo traje conmigo. Ayer tuve que construir un refugio de nieve cuando llegó la tormenta. Hoy me habría quedado allí, pero se ha puesto peor y pensaba que se me moriría en los brazos. He creído que merecía la pena hacer el viaje para que él no tuviera que soportar el mal tiempo.

Sasha se agachó con destreza sobre el enfermo y le apartó la ropa de la cara. Los ojos del sacerdote, de un azul intenso y sorprendente, quedaron fijos con aire ausente en las vigas. Le sobresalían los huesos de la piel y las mejillas le quemaban de la fiebre.

—¿Puedes hacer algo por él, Olia? —le preguntó el monje—. En el monasterio no le darán más que una celda y un poco de pan.

—Aquí tendrá más que eso —repuso Olga, y se volvió enseguida a dar una serie de órdenes—. Pero su vida está en manos de Dios y no puedo prometer que vaya a salvarlo. Está muy enfermo. Los hombres lo llevarán a los baños —dijo, y estudió a su hermano—. Tú también deberías ir.

—¿Te parece que estoy tan helado como él? —preguntó el monje.

En efecto, con la nieve y el hielo de la barba derretidos, la imagen de las mejillas y las sienes hundidas era alarmante. Se sacudió los últimos restos de nieve del pelo.

—Todavía no, Olia —continuó, y se puso en pie—. Recemos y comamos algo caliente. Después debo ir a ver al gran príncipe. Se enfadará cuando sepa que no he acudido a él primero.

El camino entre la capilla y el palacio estaba solado y techado para que Olga y sus mujeres pudieran asistir a la liturgia con comodidad. La capilla estaba tallada como un pequeño joyero: los iconos tenían cada uno su cubierta de pan de oro; la luz de las velas hacía relucir el oro y las perlas. La voz clara de Sasha hacía vibrar las llamas mientras rezaba. Olga se arrodilló ante la Madre de Dios y derramó unas lágrimas de dicha dolorosa sin que nadie la viese.

Después se retiraron a unas sillas junto al horno de su cámara. Se habían llevado a los niños y Varvara había mandado a las mujeres de su séquito a otra parte. Les sirvió sopa humeante. Sasha la engulló y pidió más.

—¿Qué noticias me traes? —exigió saber Olga mientras él comía—. ¿Por qué has estado tanto tiempo de viaje? No me des largas con cuentos sobre la obra de Dios, hermano. No acostumbras a llegar tarde.

A pesar de que la habitación estaba vacía, hablaba en voz baja. Los terem siempre estaban concurridos y hablar en privado era casi imposible.

—He hecho un viaje de ida y vuelta a Sarái a caballo —respondió Sasha como si nada—. Eso no se hace en un día.

Olga lo miró seria.

Él suspiró.

Ella esperó.

—El invierno llegó pronto a la estepa del sur —cedió al final—. Perdí un caballo en Kazán y tuve que viajar a pie toda una semana. Cuando estaba a cinco días de Moscú, o un poco más, topé con un pueblo quemado.

Olga se santiguó.

—¿Un accidente?

Él negó despacio con la cabeza.

—Bandidos. Tártaros. Se habían llevado a las niñas para venderlas en los mercados de esclavos del sur y al resto los habían masacrado. Tardé días en bendecir y enterrar a los muertos.

Olga volvió a santiguarse, esta vez despacio.

—Cuando ya no podía hacer más, seguí mi camino —continuó Sasha—. Pero encontré otro pueblo en la misma situación. Y otro más.

Las líneas que le surcaban las mejillas y la mandíbula se le marcaban más cuando hablaba.

—Que Dios les dé paz —susurró Olga.

—Están organizados, los bandidos —prosiguió Sasha—. Tienen un fuerte, de otro modo no podrían saquear pueblos en enero. También tienen mejores caballos de lo que es habitual, porque son capaces de atacar deprisa y marcharse.

Sasha sostenía el cuenco entre las manos con tanta fuerza que agitó la sopa sin querer.

—Estuve buscando. Pero no encontré ningún rastro, aparte de los restos calcinados y las historias que contaban los campesinos, cada una peor que la anterior.

Olga no dijo nada. En la época de su abuelo, la Horda se había unido a las órdenes de un kan. Que los tártaros atacasen Moscú habría sido un hecho inaudito, pues siempre había sido un estado de fiel vasallaje. Sin embargo, la ciudad de Moscú había dejado de ser tan dócil y tan cauta y tan fiel y, sobre todo, la Horda no estaba tan unida. Los kanes ascendían y caían, y había muchos pretendientes al trono. Los generales se peleaban entre sí. Los tiempos como aquellos criaban hombres que no obedecían a nadie y eso afectaba a todos los que estaban al alcance de la Horda.

—Ven, hermana —añadió Sasha, que había malinterpretado la mirada de Olga—. No temas. Moscú es un hueso demasiado difícil de roer para los bandidos y la hacienda de nuestro padre en Lesnaya Zemliá está demasiado alejada. No obstante, hay que erradicar a los bandidos. En cuanto me sea posible, partiré de nuevo.

Olga se quedó quieta, se compuso y preguntó:

—¿Partirás de nuevo? ¿Cuándo?

—En cuanto consiga reunir suficientes hombres. —Vio la expresión de su hermana y suspiró—. Perdóname. En cualquier otro momento me quedaría. Pero durante las últimas semanas he visto demasiada gente llorando.

Un hombre extraño, cansado y amable, con un alma de acero forjado.

Olga lo miró a los ojos.

—Sin duda, debes marchar, hermano —le dijo sin mostrar sus emociones, aunque un oído atento habría detectado un matiz amargo en su voz—. Ve adonde te mande Dios.

TRES

LOS NIETOS DE IVÁN KALITÁ

El salón de banquetes del gran príncipe era largo y oscuro, y tenía los techos bajos. Los boyardos se sentaban a las mesas extensas o se tumbaban como perros, y Dmitri Ivánovich, gran príncipe de Moscú, era el centro de atención en uno de los extremos, resplandeciente con su ropa de lana de color azafrán y de marta cibelina.

Dmitri era un hombre con un buen humor bárbaro, energético, de pecho amplio, impaciente y egoísta, caprichoso y amable. A su padre lo habían apodado Iván el Justo y él había heredado los rasgos apuestos y pálidos de su padre: pelo de color crema, piel tierna y ojos grises.

El gran príncipe se levantó de golpe en cuanto Sasha entró en el largo salón.

—¡Primo! —rugió con el rostro encendido bajo el gorro con pedrería.

Se acercó a zancadas y empujó sin querer a un sirviente antes de detenerse y acordarse de portarse con dignidad. Se limpió la boca con la mano y se santiguó. La copa de vino que llevaba en la otra mano estropeó el gesto. Se apresuró a posar el vino, besó a Sasha en ambas mejillas y dijo:

—Nos temíamos lo peor.

—Que el Señor te bendiga, Dmitri Ivánovich —respondió Sasha sonriendo.

De muy jóvenes, habían vivido juntos en el monasterio de Sasha, la Lavra de la Santísima Trinidad, antes de que Dmitri alcanzase la mayoría de edad.

El salón de banquetes estaba lleno de humo y se oyó un alboroto de voces masculinas. Dmitri presidía la mesa ante los restos de un jabalí. Habían sacado de allí a las mujeres rápidamente, pero Sasha olía su recuerdo junto con el vino y los restos grasientos de la carne.

También sentía las miradas de los boyardos, que se preguntaban qué presagiaba su regreso.

Sasha siempre se había preguntado qué hacía que la gente quisiera apiñarse en salones mugrientos donde no se dejaba entrar el aire limpio.

Dmitri debió de adivinar el desagrado que sentía su primo.

—¡Baños! —gritó al instante en voz alta—. Que calienten los baños. Mi primo está cansado y quiero hablar con él en privado. —Cogió a Sasha del brazo con aire confidencial—. Yo también me harto de tanto jaleo —le dijo.

Sin embargo, Sasha lo dudaba. Las ruidosas tramas e intrigas de Moscú alimentaban a Dmitri, mientras que la Lavra siempre había sido demasiado pequeña y tranquila para él.

—¡Oye! —le gritó el gran príncipe a su mayordomo—. Ocúpate de que estos hombres tengan todo lo que necesiten.

Mucho tiempo antes, la primera vez que los mongoles arrasaron la Rus, Moscú era un mercado vulgar y pretencioso en el que la Horda conquistadora apenas había reparado, en comparación con las glorias de Vladímir y Súzdal y Kiev.

Con eso no había bastado para que la ciudad se mantuviese en pie cuando llegaron los tártaros, pero los príncipes de Moscú eran listos y, entre las cenizas humeantes de la conquista, los moscovitas se encargaron de inmediato de convertir a sus conquistadores en aliados.

Emplearon su lealtad a la Horda para perseguir sus propias ambiciones. Cuando los kanes exigieron tributos, los príncipes moscovitas los pagaron a fuerza de exprimir a sus boyardos. A cambio, los kanes, satisfechos, concedieron a Moscú más territorio y después aún más: la patente para Vladímir y el título de gran príncipe. Los gobernadores de Moscovia prosperaron y su pequeño reino creció.

Pero a medida que Moscovia crecía, la Horda de Oro menguaba. Las amargas contiendas entre los hijos del gran kan sacudían el trono y entre los boyardos de Moscú corrían los rumores: los tártaros ni siquiera son cristianos y son incapaces de mantener a un hombre en el trono seis meses sin que otro lo reclame para sí. ¿Por qué les rendimos tributo? ¿Por qué somos sus vasallos?

Dmitri, que era atrevido pero sensato, se había percatado de que la situación en Sarái era inestable, de que la contabilidad del kan debía de llevar un retraso de cinco años y, sin decir nada, había dejado de pagar. En lugar de eso, acumuló el dinero y mandó a su santo primo, el hermano Aleksandr, a las tierras de los paganos para espiarlos y averiguar su disposición. A su vez, Sasha había enviado a un amigo fiel, el hermano Rodión, a la hacienda de su padre en Lesnaya Zemliá para avisar de que se gestaba una guerra.

Y por fin Sasha había regresado de Sarái a pesar del frío invierno, y lo hacía con noticias que desearía no tener.

Apoyó la cabeza en la pared de madera de los baños y cerró los ojos. El vapor se llevó consigo parte de la mugre y del cansancio del viaje.

—Tienes un aspecto terrible, hermano —le dijo Dmitri alegre.

Comía pasteles y por la piel le corría el sudor de tanta carne y tanto vino.

Sasha abrió un párpado un ápice.

—Y tú estás cada vez más gordo —replicó—. Deberías ir al monasterio y hacer dos semanas de ayuno durante la Cuaresma.

Cuando Dmitri era un chico que vivía en la Lavra, a menudo se escapaba al bosque los días de ayuno a cazar conejos que después cocinaba. A juzgar por su aspecto, Sasha pensó que tal vez conservase la costumbre.

Dmitri se rio. Su encanto exuberante distraía a los incautos de sus miradas calculadoras. El padre del gran príncipe había muerto antes de que Dmitri cumpliese los diez años, en una tierra donde los niños príncipes casi nunca llegaban a la edad adulta. Así que Dmitri había aprendido muy pronto a juzgar con cuidado a los hombres y a no fiarse de ellos. Sin embargo, el hermano Aleksandr había sido primero maestro de Dmitri y luego su amigo mientras vivían en la Lavra antes de la mayoría de edad del príncipe. Así que Dmitri se limitó a sonreír y dijo:

—Una noche y un día con estas nevadas tan intensas, ¿qué se puede hacer aparte de comer? No me permiten siquiera una joven: el padre Andréi dice que no debo, al menos hasta que Eudoxia me dé un heredero.

El príncipe se recostó en el banco, frunció el ceño y añadió:

—Como si eso fuese a ocurrir con esa cerda infértil.

Durante un momento mantuvo una expresión funesta, pero enseguida se animó.

—Bueno, por fin te tenemos aquí. Habíamos perdido la esperanza. Cuéntame, ¿quién ocupa el trono en Sarái? ¿De qué humor están los generales? Cuéntamelo todo.

Sasha había comido y se había bañado y ahora lo único que quería era dormir en cualquier parte menos en el suelo. Pero abrió los ojos y contestó:

—No debe librarse ninguna guerra al llegar la primavera, primo.

El príncipe le lanzó una mirada rasa a Sasha.

—¿No?

Era la voz del príncipe, seguro de sí mismo e impaciente. Su expresión era la razón por la que no había perdido el trono al cabo de diez años y tres sitios.

—He estado en Sarái —dijo Sasha con cautela—. Y más allá. He cabalgado entre los campamentos nómadas, he hablado con muchos hombres. He arriesgado la vida en más de una ocasión.

Sasha hizo una pausa mientras volvía a ver el polvo caliente y el cielo blanco de la estepa y saboreaba las especias extrañas. Esa ciudad centelleante y pagana hacía que Moscú pareciese un castillo de barro construido por unos niños incompetentes en un solo día.

—Ahora los kanes van y vienen como las hojas con el viento, eso es cierto —prosiguió Sasha—. Uno accede al trono y al cabo de seis meses lo suplanta su tío, su primo o su hermano. El gran kan tuvo demasiados hijos. Pero yo creo que eso no importa. Los generales tienen sus ejércitos y ese poder se mantiene incluso cuando el trono se desploma.

Dmitri reflexionó un momento.

—Pero ¡piénsalo! Una victoria sería difícil, pero una victoria podría convertirme en el señor de toda la Rus. No pagaríamos más tributos a ningún infiel. ¿No crees que eso merece correr el riesgo, hacer un pequeño sacrificio?

—Sí —respondió Sasha—. Más adelante. Esas no son las únicas novedades que traigo. Esta primavera tendrás problemas más cerca de casa.

El hermano Aleksandr procedió a contarle con tristeza la historia de los pueblos quemados, de los forajidos y de las llamas en el horizonte al gran príncipe de Moscú.

Mientras el hermano Aleksandr aconsejaba a su real primo, las esclavas de Olga bañaron al enfermo. Sasha lo había llevado a Moscú. Vistieron al sacerdote con ropa nueva y lo instalaron en una celda destinada a un confesor. Olga se abrigó con una bata con un ribete de piel de conejo y bajó a verlo.

En un rincón de la habitación había una estufa baja con un fuego recién encendido. Las llamas aún no atravesaban la oscuridad, pero cuando las mujeres de Olga se aglomeraron en el interior con las lámparas de arcilla, las sombras se afanaron en escapar.

El hombre no estaba en la cama. Estaba doblado en el suelo, rezando ante los iconos. Tenía la melena larga esparcida a su alrededor y esta reflejaba la luz de la antorcha.

Detrás de Olga, las mujeres murmuraban y estiraban el cuello. El barullo que armaban habría distraído a un santo, pero ese hombre no se movió. ¿Estaba muerto? Olga se acercó rauda, pero antes de que llegase a tocarlo, él se incorporó, se santiguó y se levantó tembloroso.

Olga lo contempló. Darinka, que se había invitado a sí misma junto con un séquito de cómplices de ojos saltones, cogió aire de golpe y soltó una risita. Al sacerdote le caía la melena suelta sobre los hombros, dorada como la corona de un santo; debajo de unas cejas prominentes, sus ojos eran de un azul tempestuoso. Tenía el labio inferior rojo: la única suavidad entre los atractivos rasgos huesudos del rostro.

Las mujeres tartamudeaban. Olga fue la primera en recuperar el aliento y avanzó un paso.

—Bendito sea, padre —le dijo.

Los ojos azules del sacerdote brillaban con la fiebre; el sudor le apelmazaba la cabellera dorada.

—Que el Señor os bendiga —contestó él.

La voz le salía del pecho e hizo temblar las llamas de las velas. Sin embargo, no la miraba a los ojos, sino que contemplaba con los ojos vidriosos un lugar que quedaba algo más allá, entre las sombras que había cerca del techo.

—Admiro vuestra devoción, padre —dijo Olga—. Recordadme en vuestras oraciones. Sin embargo, ahora debéis acostaros. Este frío es letal.

—Yo vivo o muero según la voluntad de Dios —contestó el sacerdote—. Es mejor…

Se tambaleó y Varvara, que era mucho más fuerte de lo que aparentaba, lo cogió antes de que cayese. Durante un instante, la sirvienta mostró una leve expresión de desagrado.

—Avivad el fuego —les ordenó Olga a las esclavas—. Calentad sopa. Traed vino caliente y mantas.

Varvara tumbó al sacerdote en la cama refunfuñando y después le acercó una silla a Olga. Ella se dejó caer en el asiento mientras las mujeres se apiñaban a su espalda y contemplaban embobadas. El sacerdote no se movía. ¿Quién era y de dónde venía?

—Aquí tenéis un poco de hidromiel —dijo Olga cuando él parpadeó—. Levantad la cabeza, bebed.

El hombre se incorporó y bebió casi sin aliento. Y sin dejar de mirarla desde el borde del tazón.

—Gracias, Olga Vladimírova —dijo cuando hubo terminado.

—¿Quién os ha dicho cómo me llamo, bátiushka? —le preguntó ella—. ¿Cómo habéis acabado deambulando enfermo por el bosque?

Se le movió un músculo en la mejilla.

—Vengo de la casa de vuestro padre en Lesnaya Zemliá. He recorrido caminos largos y helados en la oscuridad… —Se le apagó la voz, pero enseguida la recuperó—. Tenéis los rasgos de vuestra familia.

Lesnaya Zemliá… Olga se inclinó hacia delante.

—¿Traéis noticias? ¿Qué hay de mis hermanos y mi hermana? ¿Y de mi padre? Decidme, no sé nada desde el verano.

—Vuestro padre ha muerto.

Se hizo el silencio y todos oyeron el ruido que produjeron los leños al desmoronarse dentro de la estufa.

Olga se sobrecogió. ¿Su padre había muerto? Ni siquiera había conocido a sus nietos.

«¿Qué importa?». Ahora era feliz, estaba con la madre de Olga. Pero yacía para siempre en su querida tierra invernal y ella no volvería a verlo.

—Que Dios le dé paz —susurró, afligida.

—Lo siento —repuso el sacerdote.

Olga negó con la cabeza, se le había hecho un nudo en la garganta.

—Tened —dijo el sacerdote de manera inesperada, y le puso el tazón en la mano—. Bebed.

Olga se echó el hidromiel a la garganta y le devolvió la taza vacía a Varvara. Se pasó la manga por los ojos y consiguió preguntar sin que le temblase la voz:

—¿Cómo murió?

—Es una historia malvada.

—Pero quiero oírla —repuso Olga.

Un murmullo se extendió entre las mujeres.

—Muy bien —accedió el sacerdote, y su tono se empapó de un matiz acre—. Murió por culpa de vuestra hermana.

Hubo gritos ahogados de interés y regodeo por parte de las espectadoras. Olga se mordió el carrillo.

—Fuera —ordenó sin levantar la voz—. Vuelve arriba, Darinka, te lo ruego.

Las mujeres rezongaron, pero se marcharon. Solo se quedó Varvara, por decoro. Se ocultó entre las sombras y cruzó los brazos delante del pecho.

—¿Vasia? —preguntó Olga con la voz áspera—. ¿Mi hermana Vasilisa? ¿Qué culpa podría tener ella?

—Vasilisa Petrovna no obedecía a Dios ni a nadie —dijo el sacerdote—. Un demonio vivía en su alma. Intenté, y lo intenté durante mucho tiempo, instruirla en el camino recto. Pero fracasé.

—No veo… —empezó Olga.

Pero el sacerdote se había incorporado un poco más con las almohadas; se le acumulaba el sudor en el valle de la garganta.

—Veía cosas que no estaban allí —susurró—. Andaba por el bosque, pero no conocía el miedo. En el pueblo hablaban de ello por todas partes. Los más benévolos decían que estaba loca; en cambio, otros hablaban de brujería. Creció y se hizo mujer y, como una bruja, atraía las miradas de los hombres sin ser bella… —Se le quebró la voz, pero la recuperó—. Vuestro padre, Piotr Vladímirovich, se apresuró a concertar un matrimonio para que se casara antes de que le ocurriese lo peor. Pero ella lo desafió y ahuyentó al pretendiente. Entonces Piotr Vladímirovich hizo los preparativos para mandarla a un convento. Temía…, para entonces temía por su alma.

Olga intentó imaginar a su hermana de ojos verdes y sobrenaturales convertida en la chica que le describía el sacerdote y no le costó en absoluto. «¿Un convento? ¿Vasia?».

—La niña que yo conocía no soportaría el confinamiento —declaró.

—Se resistió —convino el sacerdote—. No, dijo. No una y otra vez. Escapó al bosque de noche en pleno invierno llorando y desafiante. Piotr Vladímirovich fue a buscar a su hija, igual que Anna Ivánovna, su pobre madrastra.

El sacerdote hizo una pausa.

—¿Y entonces? —susurró Olga.

—Una bestia dio con ellos —dijo él—. Creíamos… Dijeron que era un oso.

—¿En invierno?

—Vasilisa debió de entrar en su cueva. Las doncellas son muy necias. —El sacerdote levantó la voz—. Yo no lo sé, no lo vi. Piotr le salvó la vida a su hija. Pero él murió junto con su pobre esposa. Un día más tarde, Vasilisa, sin haber recuperado la cordura, huyó, y desde entonces nadie ha sabido nada de ella. Lo único que podemos hacer es dar por sentado que ella también ha muerto, Olga Petrovna. Ella y vuestro padre, los dos.

Olga se apretó los ojos con la base de la mano.

—Una vez le prometí a Vasia que podía venir a vivir conmigo. Podría haber hecho algo. Podría haber…

—No lloréis por ella —convino el sacerdote—. Vuestro padre está con Dios y vuestra hermana se merecía su destino.

Olga levantó la cabeza, sorprendida. Los ojos azules del sacerdote carecían de expresión, así que pensó que se había imaginado el veneno que había percibido en su voz.

Olga recobró la compostura.

—Os habéis expuesto a muchos peligros para traer la nueva —dijo—. ¿Qué aceptaréis a cambio? Perdonadme, padre. No sé cómo os llamáis.

—Me llamo Konstantín Nikonóvich —respondió el sacerdote—. Y no deseo nada. Me internaré en el monasterio y rezaré por este mundo malvado.

CUATRO

EL SEÑOR DE LA TORRE DE HUESOS

El metropolitano Alekséi había fundado el monasterio del Arcángel en Moscú, y el hegúmeno, el padre Andréi, era discípulo del santo Sergui, igual que Sasha. Andréi tenía la constitución de un champiñón: era redondo, esponjoso y bajo. Su rostro era el de un ángel alegre y disoluto, poseía un conocimiento de la política sorprendente por mundano y la provisión de su mesa habría sido la envidia de hasta tres monasterios cualesquiera. «El glotón no puede pensar en Dios —decía con desdén—, pero un hombre hambriento tampoco».

Tan pronto como el gran príncipe le permitió marcharse, Sasha fue directo al monasterio. Mientras Konstantín rezaba arropado por la calidez del palacio de Olga, Andréi y Sasha hablaron en el refectorio ante sendos platos de col y pescado en salazón (no en vano era la cena de un día de ayuno). Cuando Andréi hubo oído las historias del joven, le dijo aún masticando con aire pensativo:

—Siento mucho lo de las quemas. Pero los caminos de Dios son misteriosos y la noticia llega a tiempo.

Esa no era la reacción que Sasha esperaba; enarcó una ceja inquisitiva. Sus manos, algo agrietadas por el frío, permanecieron entrelazadas y quietas sobre la mesa de madera. Andréi prosiguió, impaciente:

—Debes sacar al gran príncipe de la ciudad. Llévatelo a matar bandidos. Deja que yazca con alguna joven guapa a quien no esté desesperado por hacerle un hijo.

El viejo monje dijo todo eso sin sonrojarse. Había sido boyardo antes de prometerle fidelidad a Dios y había engendrado siete hijos.

—Dmitri está inquieto. Su esposa no le da placer en la cama y no tiene hijos con los que gastar sus esperanzas. Si esto continúa mucho más tiempo, Dmitri les declarará la guerra a los tártaros o a quien sea como remedio descabellado contra el aburrimiento. Como tú dices, no es el momento indicado. Así que mejor llévalo a matar bandidos.

—Eso haré —respondió Sasha, que vació la copa y se levantó—. Gracias por la advertencia.

Habían mantenido la celda del hermano Aleksandr limpia para su regreso. Sobre el camastro estrecho había una buena piel de oso. En el rincón opuesto a la puerta había un icono de Jesucristo y de la Virgen, y Sasha rezó durante mucho tiempo mientras las campanas de Moscú tañían y la luna pagana se elevaba sobre los torreones nevados.

«Madre de Dios, acuérdate de mi padre, de mis hermanos y de mis hermanas. Recuerda a mi maestro en el monasterio del bosque y a mis hermanos de Jesucristo. Te ruego que no te enfades porque no batallemos todavía contra los tártaros, pues aún son demasiados y demasiado fuertes. Perdóname mis pecados. Perdóname».

La luz de la vela danzaba sobre el rostro fino de la Virgen, y el niño parecía vigilarlo desde la penumbra con ojos sobrehumanos.

Al día siguiente, Sasha fue con sus hermanos a outrenia, la liturgia de la mañana. Se inclinó en el suelo ante el iconostasio y, después de las oraciones, no esperó ni un momento antes de salir a la ciudad resplandeciente y medio enterrada en la nieve.

Dmitri Ivánovich tenía defectos, pero la indolencia no era uno de ellos. Sasha encontró al gran príncipe en el patio, alegre y con las mejillas sonrosadas; blandía una espada y lo atendían sus boyardos más jóvenes. Su fabricante de espadas favorito de Nóvgorod le había hecho un arma nueva con una empuñadura con forma de serpiente. Los dos primos, príncipe y monje, examinaron la espada con admiración y reservas.

—Les infundirá temor a mis enemigos —aseguró Dmitri.

—Hasta que intentes atizarle a alguien en la cara con la empuñadura y se te haga pedazos —contestó Sasha—. Mira esta parte más fina, aquí, donde la cabeza de la serpiente se une al cuerpo.

Dmitri estudió la empuñadura de nuevo.

—Bueno, pruébalo conmigo —le propuso.

—Que Dios te ayude —respondió Sasha de inmediato—. Pero si vas a romper esa empuñadura con alguien, que no sea conmigo.

Dmitri estaba a punto de volverse para llamar a uno de sus boyardos más irritantes cuando la voz de Sasha, que continuaba hablando, se lo impidió:

—Basta de jugar —ordenó este con impaciencia—. Ven, la tormenta ha pasado. Hay pueblos ardiendo. ¿Por qué no partes conmigo?

Unas voces y el alboroto que se formó en la entrada del palacio del gran príncipe se tragaron la respuesta de Dmitri. Ambos se detuvieron a escuchar.

—Una docena de caballos —dijo Sasha, y miró al príncipe con una ceja enarcada a modo de pregunta—. ¿Quién…?

Al cabo de un momento, el mayordomo de Dmitri se acercó corriendo.

—Ha venido un gran señor —anunció entre jadeos—. Dice que debe veros. Trae un regalo.

Entre las cejas de Dmitri se formaron líneas profundas.

—¿Un gran señor? ¿Quién es? Sé dónde están mis boyardos y no espero a ninguno de ellos. En fin, que pase, que no se muera de frío a las puertas de mi casa.

El mayordomo se marchó. Las bisagras chirriaron un poco con el frío cortante de la mañana y un desconocido entró a lomos de un espléndido caballo alazán, seguido de una hilera de sirvientes. El alazán hizo una corveta e intentó retroceder, pero el diestro jinete le hizo posar las cuatro patas y, al desmontar, levantó la nieve virgen mientras estudiaba la muchedumbre del patio.

—Bueno —dijo el gran príncipe con las manos en el cinto.

Los boyardos habían dejado de practicar con las espadas y se reunieron a su espalda, murmurando y sin quitarle el ojo al recién llegado.

El desconocido consideró el grupo de gente y atravesó la nieve para detenerse ante ellos. Le hizo una reverencia al gran príncipe.

Sasha miró al forastero de arriba abajo. No cabía duda de que era boyardo: de complexión ancha y buenas vestiduras, con ojos oscuros como las endrinas y pestañas largas. El pelo que se le veía era rojo como las manzanas de otoño. Sasha no había visto a ese hombre.

El boyardo se dirigió a Dmitri:

—¿Sois vos el gran príncipe de Moscú y de Vladímir?

—Tal como podéis ver —respondió Dmitri con frialdad, pues el tono del pelirrojo rayaba la insolencia—. ¿Quién sois?

La mirada líquida y de negrura sorprendente pasó del gran príncipe a su primo.

—Me llamo Kasian Lutovich, gosudar —dijo con tono neutro—. Tengo tierras por derecho propio a dos semanas de aquí, hacia el este.

Dmitri no se dejó impresionar.

—No recuerdo recibir tributos de… ¿Cómo se llaman vuestras tierras?

—Bashnia Kostei —respondió el hombre pelirrojo, y al ver que los otros enarcaban las cejas, explicó—: Mi padre tenía muy buen sentido del humor y, cuando yo era niño, al final del tercer invierno de hambruna, le puso nombre a la casa.

Sasha alcanzó a verle orgullo en la pose de los hombros anchos cuando Kasian añadió:

—Siempre hemos vivido en nuestro bosque sin pedirle nada a ningún hombre. Pero ahora vengo con presentes, gran príncipe, y una petición. Mi gente está muy necesitada.

Kasian reafirmó su discurso haciéndoles un gesto a sus sirvientes, que acercaron una yegua joven de color gris acerado y de sangre tan pura que hasta el gran príncipe se quedó mudo durante unos instantes.

—Un regalo —dijo Kasian—. Quizá vuestros guardias podrían ofrecerles hospitalidad a mis hombres.

El gran príncipe contempló la yegua y se limitó a decir:

—¿Estáis necesitados?

—Por culpa de unos hombres que no encontramos —respondió Kasian con tristeza—. Bandidos. Están quemando mis pueblos, Dmitri Ivánovich.

Cuando lo hubieron invitado a la sala de recepción del gran príncipe, les hubieron dado avena a los caballos y alojamiento a los hombres del forastero, el pelirrojo Kasian bebió cerveza bajo el cielo pintado del gran príncipe mientras este y Sasha aguardaban con cortesía e impaciencia. Kasian se limpió la boca y dijo:

—Empezó la estación anterior con susurros y también con rumores de tercera mano que llegaban desde las aldeas perdidas. Ladrones. Fuego. —Le dio la vuelta al vaso rozando la dura palma de su mano, con la mirada perdida—. No hice caso. Siempre hay hombres desesperados y los rumores se exageran. Me olvidé del asunto cuando cayeron las primeras nevadas.

Kasian hizo una pausa para beber.

—Ahora sé que cometí un error —continuó—. Ahora de todas partes me llegan noticias de incendios y los campesinos se presentan desesperados a diario, o casi, suplicando grano o protección.

Dmitri y Sasha se miraron. Los boyardos y los demás estiraban el cuello para oír mejor.

—Bien —le dijo Dmitri a su visitante, y se inclinó hacia delante en su asiento—. Vos sois su señor, ¿verdad? ¿Les habéis ofrecido ayuda?

Kasian apretó los labios en un gesto adusto.

—Hemos salido a la caza de esos malvados no una vez, sino muchas desde que empezó a nevar. En mi hacienda cuento con personas inteligentes, buenos perros y cazadores diestros.