El invierno de la bruja - Katherine Arden - E-Book

El invierno de la bruja E-Book

Katherine Arden

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Beschreibung

Última parte de la trilogía de El oso y el ruiseñor: magia, monstruos y enormes palacios en la Rusia medieval El fuego ha arrasado Moscú y una turba furiosa busca culpables. Vasia, acusada de brujería, es la candidata perfecta. El gran príncipe forma alianzas con quienes tal vez lo conduzcan a la guerra y la ruina, mientras que el rey del invierno ve cómo su poder va debilitándose a medida que se acerca el verano. Y entretanto, sobre todos ellos se cierne la sombra de un antiguo demonio. Para proteger a los suyos y el mundo mágico que tanto atesora, Vasia tendrá que recurrir a la ayuda tanto de amigos como de viejos enemigos. Pero es posible que no pueda salvarlos a todos, ni siquiera a sí misma. Porque, como es bien sabido, la magia enloquece a la gente. Y al cambiar la realidad siempre puedes acabar olvidándote de lo que es real. El invierno de la bruja es el final de la trilogía de El oso y el ruiseñor, una fascinante serie ambientada en la Rusia medieval que ha entusiasmado a los lectores en más de veinte idiomas. «El invierno de la bruja nos sumerge en el Moscú del siglo XIV, donde los viejos dioses y los nuevos compiten por el alma de Rusia y el destino descansa sobre los frágiles hombros de una joven bruja. Prepárate para que te roben el corazón, te lo devuelvan rebosante de nieve y de magia, y te lo roben de nuevo». Laini Taylor «Esta novela brilla con magia de todo tipo. No te la pierdas». Sunday Express «Una historia cautivadora, rebosante de fantasía y folclore, que te transportará al corazón de la Rusia medieval». The Sun «Si te gustan los cuentos de hadas y aún no conoces la trilogía de El oso y el ruiseñor, te espera un verdadero placer. Es mágica». The Pool «El invierno de la bruja crea un mundo polifacético, lleno de leyendas rusas». Emerald Street

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Título original: The Winter of the Witch

Copyright © 2019 by Katherine Arden

All rights reserved including the rights of reproduction in whole or in part in any form

©de la traducción: Maia Figueroa, 2023

© de los detalles y las guardas: KittyVector, antuanetto (Shutterstock)

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: febrero de 2023

ISBN:978-84-18440-97-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A mis hermanos de nacimiento y adopción:

Sterling, R. J., Garrett.

Os quiero.

El mar es bello en la oscura tempestad.

El cielo es glorioso, privado de su azul.

Pero créeme: la joven, en la roca,

supera a la ola, al cielo y a la tormenta.

A. S. PUSHKIN

EL INVIERNO DE LA BRUJA

UNO

MARÍA MOREVNA

Era el ocaso de un día de finales del invierno y dos hombres atravesaban el patio de un palacio maltrecho por el fuego. El patio era una extensión de tierra mojada y pisoteada donde se había derretido la nieve. Se les hundían los pies en el barro hasta los tobillos; sin embargo, hablaban con decisión, con las cabezas juntas, y no hacían caso de la humedad. A su espalda había un palacio lleno de muebles rotos y manchas de humo; las pantallas de madera calada de las escaleras se habían hecho pedazos. Ante ellos se hallaban las ruinas chamuscadas de un establo.

—Chelubéi ha desaparecido en mitad del caos —se lamentó el primer hombre—. Estábamos ocupados intentando salvar el pellejo.

Una mancha de hollín le ennegrecía la mejilla y se le habían secado las salpicaduras de sangre en la barba. Un par de surcos de cansancio que parecían las huellas de un pulgar azul le afeaban la tez bajo los ojos grises. Era joven, tenía el pecho ancho y musculoso y la energía mística de los hombres que han sobrepasado la frontera del agotamiento y han entrado en un insomnio absurdo y persistente. Todas las miradas lo seguían por el patio. Era el gran príncipe de Moscú.

—El pellejo y un poco más —dijo el otro, el monje, con humor funesto.

Lo cierto era que, contra todo pronóstico, la ciudad seguía casi intacta y bajo su control. La noche anterior, un complot había pretendido deponer y asesinar al gran príncipe, aunque eran muy pocos los que lo sabían. La ciudad entera había estado a punto de quedar reducida a cenizas, pero una milagrosa tormenta de nieve los había salvado. Eso sí lo sabía todo el mundo. Un enorme tajo negro partía en dos el corazón de la ciudad, como si por la noche la mano de Dios hubiera caído sobre ella envuelta en llamas ardientes.

—No ha sido suficiente —replicó el gran príncipe—. Aunque nos hayamos salvado, no hemos respondido ante la traición.

A lo largo de ese día tan amargo, el príncipe había tenido palabras de aliento para todos los hombres con los que se había cruzado y órdenes serenas para los que habían reunido a los caballos que habían sobrevivido y retirado las vigas calcinadas del establo. No obstante, el monje, que lo conocía bien, le adivinaba el agotamiento y la rabia que le afloraba bajo la superficie.

—Yo mismo partiré mañana con todo aquello de lo que podamos prescindir —dijo el príncipe—. Encontraremos a los tártaros y los mataremos.

—¿Quieres irte ahora de Moscú, Dmitri Ivánovich? —le preguntó el monje con una pizca de inquietud.

Una noche y un día sin dormir no habían hecho mella en el temperamento de Dmitri.

—¿Piensas recomendar lo contrario, hermano Aleksandr? —le soltó con un tono que sobresaltó a sus sirvientes.

—La ciudad no puede estar sin ti —respondió el monje—. Hay muertos que llorar; hemos perdido graneros y animales y almacenes. Los niños no comen venganza, Dmitri Ivánovich.

El monje había dormido tan poco como el gran príncipe y no era capaz de disimular lo que sentía. Llevaba el brazo izquierdo vendado con lino, puesto que una flecha le había penetrado la carne por debajo del hombro y había salido por el otro lado.

—Los tártaros me han atacado en mi propio palacio después de que yo los acogiera de buena fe —repuso Dmitri sin molestarse en ocultar su ira—. Han conspirado con un usurpador y le han prendido fuego a mi ciudad. ¿Va a quedar todo eso sin vengar, hermano?

En realidad, los tártaros no habían incendiado Moscú. Pero el hermano Aleksandr no se lo dijo. Era mejor olvidar ese error, pues ya no tenía remedio.

El gran príncipe añadió con frialdad:

—¿No es cierto que, en mitad del caos, tu hermana ha dado a luz a un bebé muerto? Un infante real no ha sobrevivido a su alumbramiento, parte de la ciudad ha estado en llamas: la gente clamará justicia si no lo hacemos nosotros.

—Por mucha sangre que derramemos, el bebé de mi hermana no volverá a la vida —dijo Sasha con un tono más brusco del que pretendía. Tenía muy fresca la pena sin lágrimas de su hermana, mucho peor que los lloros.

Dmitri agarró el puño de su espada.

—¿Ahora pretendes darme lecciones, monje?

Sasha identificó en el tono del príncipe la brecha que se había abierto entre ellos, que había cicatrizado, pero no estaba curada.

—No —contestó Sasha.

Con mucho esfuerzo, Dmitri soltó las serpientes enroscadas de la empuñadura de la espada.

—¿Cómo piensas encontrar a los tártaros de Chelubéi? —le preguntó Sasha, que intentaba razonar con él—. Ya los perseguimos en una ocasión y cabalgamos dos semanas sin verlos ni una sola vez, a pesar de que era pleno invierno, cuando es imposible no dejar rastro en la nieve.

—Y al final dimos con ellos —dijo Dmitri, y entornó sus ojos grises—. ¿Ha sobrevivido tu hermana pequeña a la noche pasada?

—Sí —asintió Sasha con cautela—. Tiene quemaduras en la cara y una costilla rota, según dice Olga. Pero está viva.

Dmitri se mostró consternado. A su espalda, a uno de los hombres que retiraban los escombros se le cayó al suelo un trozo de viga del techo y soltó un reniego.

—De no ser por ella, yo no habría acudido a ayudarte a tiempo —le dijo Sasha al perfil ceñudo de su primo—. Con su sangre se ha salvado el trono.

—El trono se ha salvado con la sangre de muchos hombres —contestó Dmitri sin mirarlo—. Es una mentirosa y te ha convertido a ti en mentiroso, el más recto de entre los hombres.

Sasha no dijo nada.

—Pregúntale —dijo Dmitri al volverse hacia él—. Pregúntale cómo lo hizo, cómo encontró a los tártaros. No puede ser solo cuestión de buena vista; tengo muchísimos hombres con la vista igual de aguda. Pregúntale cómo lo hizo y haré que le den una recompensa. Creo que ningún hombre de Moscú se casaría con ella, pero quizá podamos convencer a algún boyardo del campo. O podríamos sobornar a un convento con el suficiente oro para que la aceptasen. —Dmitri hablaba cada vez más deprisa, con expresión incómoda; se le escapaban las palabras—. O podríamos enviarla a casa, donde estará a salvo, o podría quedarse en el terem de su hermana. Me ocuparé de que tenga suficiente oro para vivir con comodidad. Pregúntale cómo lo consiguió y lo arreglaré todo.

Sasha lo miró lleno de ideas a las que no podía dar voz. «Ayer te salvó la vida, mató a un hechicero malvado, incendió Moscú y después la rescató, todo en una noche. ¿Crees que accederá a desaparecer a cambio de una dote, a cambio de cualquier cosa? ¿No conoces a mi hermana?».

Por supuesto que Dmitri no la conocía. Solo había tratado con Vasili Petróvich, el chico que ella había fingido ser. «Son una sola persona». A pesar de su arrogancia, debía de ser consciente de ello: la inquietud lo delataba.

Un grito de los hombres del establo libró a Sasha de contestar. Dmitri se dio la vuelta, aliviado.

—Esperad —dijo mientras se acercaba.

Sasha siguió sus pasos con expresión adusta. En ese momento se formaba un corro alrededor de dos vigas calcinadas que yacían cruzadas.

—Apartad. Por amor de Dios, ¿qué sois? ¿Ovejas pastando en primavera? ¿De qué se trata?

El grupo retrocedió ante el filo de su voz.

—¿Y bien? —insistió Dmitri.

Uno de los hombres consiguió hablar:

—Aquí, gosudar —musitó.

Le señaló un hueco entre los dos postes caídos, y otro sirviente lanzó una antorcha encendida. Alguna cosa brillante les devolvió un leve resplandor de las llamas. El gran príncipe y su primo aguardaron confundidos, vacilantes.

—¿Oro? —dijo Dmitri—. ¿Aquí?

—No puede ser —objetó Sasha—. Se habría fundido.

Tres hombres habían empezado a mover los maderos que habían caído encima. Otro lo recogió de la tierra y se lo entregó al gran príncipe.

Era oro: oro puro que no se había fundido. Estaba forjado en forma de eslabones gruesos y barras rígidas, con juntas extrañas. El metal tenía una película oleosa que arrojaba un resplandor blanco y escarlata sobre el corro de rostros que observaban; Sasha se inquietó.

Dmitri lo cogió de un lado y de otro, al final dijo: «Ah», y lo sostuvo por la testera, con las riendas sobre la muñeca. Era una cabezada de caballo.

—Ya lo había visto —dijo Dmitri con la mirada encendida.

Esa cantidad de oro era un tesoro para un príncipe cuyas arcas habían vaciado los bandidos y un incendio.

—Ayer lo llevaba la yegua de Kasian Lutovich —comentó Sasha. Ese recordatorio del día anterior le disgustó. Contempló las puntas serradas del bocado con desagrado—. De haberlo desensillado, yo no se lo habría tenido en cuenta al animal.

—Pues esto nos lo quedamos en prenda —declaró Dmitri—. Ojalá esa buena yegua no hubiera desaparecido, malditos tártaros ladrones de caballos. Comida caliente y vino para todos vosotros, buen trabajo.

Los hombres lo vitorearon casi sin aliento. Dmitri le entregó la cabezada a su mayordomo.

—Límpiala —ordenó el gran príncipe—. Muéstrasela a mi esposa, quizá eso la anime. Y después ponla a buen recaudo.

—¿No te parece extraño —dijo Sasha con cautela cuando el mayordomo reverente se hubo marchado con el objeto dorado en los brazos— que la cabezada estuviera en el suelo del establo mientras este ardía y, sin embargo, no haya sufrido ningún daño?

—No —respondió Dmitri, y le lanzó una mirada cortante a su primo—. No me parece extraño, sino un milagro justo después del anterior: la tormenta de nieve que nos ha salvado. A quien te lo pregunte debes decirle eso: que Dios ha salvado este objeto dorado a sabiendas de nuestra gran necesidad.

Lo que convertía un suceso insólito en algo benévolo o malévolo no era más que los rumores, y Dmitri lo sabía.

—El oro es oro. Veamos, hermano…

Sin embargo, se quedó callado. Sasha estaba inmóvil, con la cabeza erguida.

—¿Qué es ese ruido?

Un murmullo confuso venía del exterior, de la ciudad: un rugido y un chasquido como de las olas al romper contra las rocas. Dmitri frunció el ceño.

—Suena a…

Los gritos de los guardianes lo interrumpieron.

Un poco más abajo del kremlin anochecía antes y las sombras caían como un manto grueso y frío sobre otro palacio más pequeño y tranquilo. El fuego no lo había afectado, salvo por el roce de las chispas que habían salido volando.

Todo Moscú bullía con los rumores, el llanto, las maldiciones, las disputas, las preguntas, y, sin embargo, allí reinaba un orden frágil. Las lámparas estaban encendidas, los sirvientes reunían todo aquello que se podía dar para reconfortar a los empobrecidos. Los caballos dormitaban en el establo; de las chimeneas de la tahona y la cocina y la cervecería, del mismo palacio, salían pulcras columnas de humo.

La artífice de ese orden era una sola mujer. Estaba sentada en su salón de costura con la espalda erguida, impecable, pálida como la luna. Alrededor de la boca tenía líneas tersas, a pesar de que aún no había cumplido los treinta. La noche anterior había entrado en los baños y había dado a luz a su tercera criatura, aunque había nacido muerta. Al mismo tiempo le habían robado a su primogénita, que había estado a punto de desaparecer en el horror de la noche.

A pesar de todo eso, Olga Vladimírova se negaba a descansar. Había demasiado que hacer. Un flujo constante de personas acudía a ella, sentada junto al horno del salón de costura: el mayordomo, la cocinera, el carpintero, el panadero y la lavandera. A todos los despachaba con las órdenes que les correspondían y palabras de agradecimiento.

Hubo una pausa entre peticionarios y Olga se arrellanó en la silla, abrazada al vientre donde había gestado un bebé. Había despedido al resto de las mujeres horas antes; estaban en las plantas más altas del terem, reponiéndose de las sorpresas de la noche gracias al sueño. Pero había una persona que no se marchaba.

—Deberías irte a la cama, Olia. Los sirvientes se las arreglarán sin ti hasta la mañana.

Quien hablaba era una joven que se había sentado rígida y vigilante en el banco que había junto al horno. Ella y la orgullosa princesa de Sérpujov tenían el pelo largo y negro, trenzas gruesas como sus muñecas y un parecido algo elusivo. Sin embargo, la princesa era delicada, mientras que la joven era alta y de dedos largos, y sus ojos grandes llamaban la atención, enmarcados por los rasgos rudos de su rostro.

—Y que lo digas —respondió otra mujer que en ese momento entraba de espaldas a la habitación, cargada con pan y col estofada.

Era la Cuaresma, no podían comer carne grasa. Esa mujer parecía tan agotada como las otras dos. Su trenza era amarilla con toques plateados, y tenía los ojos grandes, luminosos e inteligentes.

—Por esta noche, la casa está a salvo. Comeos esto —dijo, y se puso a servir la sopa con brío—. Después os acostáis.

Olga, lenta por culpa del agotamiento, murmuró:

—Esta casa está a salvo. Pero ¿qué pasa con la ciudad? ¿Crees que Dmitri Ivánovich o la pobre boba con la que se casó estarán mandando a los sirvientes a repartir pan para los niños que esta noche han quedado huérfanos?

La joven del banco se quedó pálida y se clavó los dientes en el labio inferior.

Dijo:

—Estoy segura de que Dmitri Ivánovich ya urde un plan astuto para vengarse de los tártaros, y los pobres tendrán que esperar. Pero eso no significa que…

La interrumpió un chillido que venía de arriba y el sonido de pasos apresurados. Las tres mujeres fijaron la vista en la puerta con expresiones idénticas. ¿Qué más podía pasar?

El aya irrumpió temblorosa en el salón.

—Masha —farfulló sin aliento—. Masha ha desaparecido.

Olga se levantó de inmediato. Masha, María, era su única hija, la niña que habían secuestrado de su cama la noche anterior.

—Avisa a los hombres —ordenó Olga.

Pero la joven ladeó la cabeza como si escuchase.

—No —dijo. Todas las presentes la miraron de golpe. La sirvienta y el aya se contemplaron con aire funesto—. Se ha ido afuera.

—Entonces… —empezó a decir Olga.

Pero la otra la interrumpió:

—Ya sé dónde está. Voy a buscarla.

Olga le clavó una mirada a la joven y esta se la devolvió sin flaquear. El día anterior, Olga habría dicho que jamás le confiaría uno de sus hijos a su hermana loca.

—¿Adónde vas? —preguntó Olga.

—Al establo.

—De acuerdo —respondió Olga—. Pero, Vasia, trae a Masha antes de que enciendan el alumbrado. Y si no está, avísame de inmediato.

La joven asintió con la cabeza y expresión arrepentida, y se levantó. Al moverse, se notaba que le dolía un costado. Tenía una costilla rota.

Vasilisa Petrovna encontró a María donde esperaba: durmiendo acurrucada en la paja de la cuadra de un semental alazán. La puerta de la cuadra se hallaba abierta, a pesar de que el semental no estaba atado. Vasia entró y no despertó a la niña, sino que se apoyó en el hombro del enorme caballo y pegó la mejilla a su sedoso pelaje.

El semental alazán movió la cabeza y no pudo evitar hurgarle los bolsillos con el hocico. Ella esbozó la primera sonrisa de verdad de todo ese largo día, se sacó de la manga un mendrugo de pan y se lo dio.

—Olga se niega a descansar —dijo—. Nos deja a los demás en evidencia.

—Tú tampoco has descansado —repuso el caballo, y le sopló el cálido aliento en la cara.

Vasia se estremeció y lo apartó; el aire caliente hacía que le dolieran las quemaduras del cuero cabelludo y la mejilla.

—No me merezco el descanso —contestó—. Yo he provocado el incendio; debo enmendar todo lo que pueda.

—No —dijo Solovéi, y dio un pisotón—. El incendio lo provocó Zhar Ptitsa, aunque deberías haberme hecho caso en vez de liberarla. Con el cautiverio había enloquecido.

—¿De dónde salió? —preguntó Vasia—. ¿Cómo puede ser que Kasian, de entre todas las personas, consiguiera embridar a semejante criatura?

Solovéi parecía preocupado. Inclinaba las orejas atrás y adelante y se daba latigazos con la cola en los costados.

—No sé cómo fue. Recuerdo que alguien gritaba y también lloros. Recuerdo alas y sangre en el agua azul. —Dio otro pisotón y agitó las crines—. Nada más.

Se mostraba tan alterado que Vasia le rascó la cruz y dijo:

—No importa. Kasian ha muerto y su caballo ha desaparecido. —Entonces cambió de tema—: El domovói me ha dicho que Masha estaba aquí.

—Claro que está aquí —confirmó el caballo con superioridad—. Aunque todavía no sabe hablar conmigo, sabe que le soltaré una coz a cualquiera que intente hacerle daño.

Aquella amenaza, viniendo de un semental de diecisiete manos de altura, no era vana.

—No me extraña que acuda a ti —dijo Vasia. Le rascó la cruz de nuevo, y el semental bajó las orejas con placer—. Cuando yo era pequeña, echaba a correr hacia el establo en cuanto me olía algún peligro. Pero no estamos en Lesnaya Zemliá. Olia se ha asustado cuando le han dicho que no la encontraban. Debo llevarla a casa.

La niña se revolvió en el jergón de paja y gimió. Vasia se arrodilló con mucho cuidado, intentando no lastimarse el costado dolorido; justo en ese momento, María despertó dando sacudidas. Le golpeó las costillas con la cabeza y Vasia consiguió a duras penas no chillar, pero se le nubló un poco la vista.

—Tranquila, Masha —le dijo cuando pudo volver a hablar—. Tranquila. Soy yo. No pasa nada. Estás bien, estás a salvo.

La niña se quedó quieta y rígida en brazos de la joven. El gran caballo agachó la cabeza y le hocicó el pelo. Ella levantó la mirada. Él le acarició la nariz con el morro con mucho cuidado, y María soltó una risita diminuta. Entonces enterró la cara en el hombro de la joven y se echó a llorar.

—Vásochka, Vásochka, no me acuerdo de nada —susurró entre sollozos—. Solo me acuerdo de que tenía miedo.

Vasia también recordaba tener miedo. Al oírla, las imágenes de la noche anterior le pasaron por la cabeza como dardos veloces. Un caballo en llamas, encabritado. El hechicero, que se marchitó y se desplomó. María hechizada, con el rostro vacío, obediente.

Y la voz del rey del invierno: «Te quise, de la manera que pude».

Vasia negó con la cabeza, como si ese gesto pudiera disipar el recuerdo.

—No tienes que acordarte; todavía no —le dijo a la niña con afecto—. Ahora estás a salvo, ya se acabó.

—No me parece que se haya acabado —susurró Masha—. ¡No me acuerdo! ¿Cómo voy a saber si se ha acabado o no?

Vasia respondió:

—Confía en mí; y, si en mí no quieres, confía en tu madre o en tu tío. No te pasará nada más. Venga, vamos; debemos regresar a casa. Tu madre está preocupada.

María se soltó de inmediato de Vasia, que apenas tenía fuerzas para impedírselo, y se aferró con las piernas y los brazos a una pata delantera de Solovéi.

—¡No! —gritó con la cara pegada al pelaje del caballo—. ¡No puedes obligarme!

Cualquier caballo normal se habría encabritado ante semejante comportamiento o se habría apartado; como mínimo, María se habría llevado un rodillazo en la cara. Pero Solovéi permaneció quieto, dudando. Con mucha cautela, bajó la cabeza hacia ella.

—Puedes quedarte aquí si quieres —le dijo.

Pero la niña no lo entendió. Lloraba de nuevo: el llanto agudo y agotado de una criatura al límite de su aguante.

Vasia, muerta de lástima y de rabia por su sobrina, comprendía el motivo por el que no quería volver a casa: era el lugar de donde se la habían llevado y después la habían sometido a horrores que solo recordaba a medias. La enorme presencia confiada de Solovéi la tranquilizaba.

—He tenido sueños —farfulló María con la cara pegada a la pata del semental—. No me acuerdo de nada, solo de los sueños. Había un esqueleto que se reía de mí y yo no paraba de comer dulces; más dulces y más dulces, aunque me sentaban mal. No quiero soñar más. Y no pienso entrar en casa. Voy a vivir en el establo con Solovéi. —Lo aferró aún más fuerte.

Vasia era consciente de que, a menos que escogiera soltarla a la fuerza y llevársela a rastras (un ejercicio que su costilla rota no soportaría y que no contaría con la aprobación de Solovéi), su sobrina no pensaba moverse de allí.

Que le explicase otra a ese semental irascible las razones por las que María no podía quedarse donde estaba. Mientras tanto:

—Muy bien —dijo Vasia, forzando un tono alegre—, no hace falta volver a casa si no quieres. ¿Te cuento un cuento?

María aflojó el abrazo un poco.

—¿Qué tipo de cuento?

—El que tú quieras. ¿Ivanushka y Alenushka?

Pero enseguida se le llenó el corazón de dudas: «“Hermana, querida hermana Alenushka —dijo el cabritillo—. Ven nadando hacia mí. Ya prenden la hoguera, hierven el agua, afilan los cuchillos, y voy a morir”. Sin embargo, su hermana no podía ayudarlo, puesto que ya la habían ahogado».

—No, ese mejor que no —se apresuró a decir, y pensó un momento—. ¿El de Iván el tonto?

La niña lo meditó, como si escoger un cuento fuera una decisión crucial capaz de cambiar la historia de ese día amargo. Vasia deseó que así fuera, por su bien.

—Creo —dijo María— que me gustaría oír el cuento de María Morevna.

Vasia vaciló. De niña le encantaba la historia de Vasilisa la Bella, su tocaya de cuento. En cambio, la de María Morevna podía herirla, quizá demasiado, después de la noche que habían pasado. Pero María no había terminado de hablar.

—Cuéntame lo de Iván —dijo—. Esa parte de la historia, la de los caballos.

Entonces Vasia comprendió. Sonrió y ni siquiera le importó que la sonrisa le tirase de la piel quemada de la cara.

—Muy bien. Te cuento esa parte si tú le sueltas la pata a Solovéi. Que no es un poste.

María soltó a Solovéi a regañadientes y el semental se tumbó sobre la paja, de modo que las dos pudieron acurrucarse calentitas junto a él. Vasia las abrigó a ambas con la capa y empezó mientras le acariciaba el pelo a María:

—El príncipe Iván intentó tres veces rescatar a su esposa María Morevna de las garras de Kaschei, el hechicero malvado —dijo—. Pero todas las veces fracasó, ya que Kaschei cabalgaba a lomos del caballo más rápido del mundo, que, además, entendía el habla de los hombres. Por muy bien que empezasen, el caballo de Kaschei siempre escapaba del de Iván.

Solovéi soltó un resoplido de satisfacción que olía a heno.

—A mí no me ganaría ese caballo —declaró.

—Al final, Iván le pidió a su esposa María que le preguntase a Kaschei cómo había conseguido ese caballo sin igual. «Hay una cabaña sobre unas patas de gallina —le contestó Kaschei—, en la orilla del mar. Allí vive una bruja que se llama Baba Yaga y cría los mejores caballos del mundo. Para llegar hay que cruzar un río de fuego, pero yo tengo un pañuelo mágico que separa las llamas. Cuando llegas a la casa, debes pedir servir a Baba Yaga durante tres días. Si lo haces bien, te da un caballo. Pero si fracasas, te come».

Solovéi inclinó una oreja con aire pensativo.

—Así que María, que era una chica muy valiente —le tiró a su sobrina de la trenza negra y la niña se rio—, le robó el pañuelo mágico a Kaschei y se lo dio a Iván en secreto. Y él fue a ver a Baba Yaga para ganarse el mejor caballo del mundo.

»El río de fuego era ancho y terrible. Pero Iván agitó el pañuelo de Kaschei mientras galopaba entre las llamas. Al otro lado, encontró una casita junto a la orilla del mar. Allí vivían Baba Yaga y los mejores caballos del mundo.

María la interrumpió:

—¿Sabían hablar? Me refiero a hablar como tú hablas con Solovéi. Porque ¿Solovéi habla de verdad? ¿Habla con las personas como los caballos de Baba Yaga?

—Habla —contestó Vasia, y alzó la mano para detener el torrente de preguntas—. Si sabes escuchar. Y ahora calla y déjame terminar.

No obstante, María ya tenía preparada la siguiente pregunta.

—¿Cómo aprendiste a escuchar?

—Me enseñó el hombre del establo —dijo Vasia—. El vazila. Cuando era pequeña.

—¿Y yo podría aprender? —quiso saber María—. El hombre del establo no me habla.

—Eso es porque el vuestro está débil —explicó Vasia—. En Moscú no tienen fuerzas. Pero creo que podrías aprender. Dicen que tu abuela, que era mi madre, sabía un poco de magia. Y he oído contar que tu bisabuela llegó a Moscú a lomos de un caballo magnífico, gris como el alba. A lo mejor ella veía a los cherti igual que los vemos tú y yo. Quizá en alguna parte haya más caballos como Solovéi. A lo mejor todas…

La interrumpió el sonido de pisadas decididas en el pasillo de las cuadras.

—A lo mejor —dijo la voz seca de Varvara— todas necesitamos cenar algo. Vuestra hermana confiaba en que volveríais con su hija, y ahora os encuentro retozando en la paja como un par de niños campesinos.

María se levantó deprisa; Vasia hizo lo mismo, pero dolorida, intentando no hacerse más daño. Solovéi se puso en pie de golpe, con las orejas señalando a Varvara. La mujer lo miró con una expresión extraña. Durante un momento, se le vio una especie de anhelo remoto en la mirada, igual que las mujeres miran algo que habían deseado mucho tiempo atrás. Entonces, sin hacer caso del semental, añadió:

—Venga, Masha. Ya acabará luego de contarte el cuento. Que la sopa ya estará fría.

El establo se había llenado de sombras mientras Vasia y María hablaban. Solovéi estaba quieto, con las orejas tiesas.

—¿Qué pasa? —le preguntó Vasia al caballo.

—¿Lo oyes?

—¿Oír el qué? —intervino Varvara.

Vasia la miró extrañada. No podía haberlo… ¿Verdad que no?

De pronto, María parecía muy asustada.

—¿Solovéi ha oído que viene alguien? ¿Alguien malo?

Vasia le cogió la mano.

—Te he dicho que estabas a salvo y hablaba en serio. Si hay algún peligro, Solovéi nos alejará de él al galope.

—De acuerdo —contestó María casi sin voz.

Pero no le soltó la mano a Vasia.

Salieron y, fuera, el anochecer se había vuelto azulado. Solovéi las siguió mientras resoplaba inquieto, con el hocico pegado al hombro de Vasia. La puesta de sol sangrienta se había convertido en una mancha tenue en el oeste y el aire se notaba tranquilo y extraño. Al otro lado de las gruesas paredes del establo, Vasia oyó lo que había percibido Solovéi: el ajetreo y la pesadez de muchos pies y el alboroto de muchas voces ensordecidas.

—Tienes razón, pasa algo —le dijo Vasia a su caballo en un susurro—. Maldita sea, Sasha no está aquí. —En voz alta, añadió—: No te preocupes, Masha, dentro de la muralla estamos a salvo.

—Vamos —las apremió Varvara.

Se dirigió hacia la puerta exterior, hacia la antesala y la escalera que las conduciría al terem.

DOS

EL AJUSTE DE CUENTAS

En el patio reinaba un silencio extraño; el trajín del día había dado paso a una calma intensa. Varvara atravesó la puerta exterior del terem con María bien cogida de la mano. Vasia se detuvo al pie de la escalera, se volvió hacia Solovéi y apoyó la frente en su cuello sedoso. La calma del patio le pareció algo extraña. Muchos de los guardias de Olga habían muerto o habían resultado heridos en la contienda que había estallado en el dvor del gran príncipe, pero ¿dónde estaban los mozos y los esclavos? Al otro lado de la muralla se oían gritos.

—Espérame —le pidió al caballo—. Voy a ver a mi hermana, pero vuelvo enseguida.

—Date prisa, Vasia —dijo el semental con una inquietud perceptible en cada contorno del cuerpo.

Subió la escalera hasta el salón de costura de Olga. A cada peldaño, la costilla rota le rastrillaba el costado con fuego. En el gran salón de techos bajos había un horno que daba calor y una ventana estrecha por donde entraba el aire. Estaba atestado, puesto que las sirvientas de Olga se habían despertado con el ruido. El aya se había acercado al horno, con Danil, el hijo de Olga, en brazos. El niño comía pan; era una criatura sosegada, pero estaba un poco desconcertado. Las mujeres susurraban como si temiesen que alguien las oyera. Cierto aire de desasosiego había invadido el palacio de Sérpujov. Vasia vio que le sudaban las palmas de las manos a pesar de las ampollas.

Olga, de pie junto a la estrecha ventana, miraba hacia el patio. María corrió hacia su madre. La princesa la rodeó con un brazo.

Las lámparas colgantes arrojaban sombras siniestras que temblaron con la brisa que levantó Vasia al entrar. Varias cabezas se volvieron hacia ella, pero ella solo tenía ojos para su hermana, que estaba inmóvil junto a la ventana.

—¿Olia? —le preguntó Vasia.

Las voces del salón se acallaron para oírla.

—¿Qué pasa?

—Hombres. Con antorchas —contestó Olga sin volverse.

Vasia vio que las mujeres se miraban asustadas. Pero ella seguía sin entenderlo.

—¿Qué hacen?

—Míralo tú misma.

Olga hablaba con tranquilidad. Sin embargo, las cadenas que le colgaban del tocado le descansaban sobre el pecho; el oro resplandecía con destellos cegadores a la luz de las lámparas y delataba lo rápido que respiraba.

—Mandaría llamar a los guardias —añadió Olga—, pero anoche perdimos muchos en el incendio y luchando contra los tártaros. A los que quedan los han mandado a las puertas de la ciudad; los esclavos están ayudando a la gente por caridad. Son todos los hombres de los que podíamos prescindir y no han vuelto. Quizá a algunos se lo hayan impedido, puede que otros hayan oído algo que nosotras no.

El aya de Danil lo abrazó tan fuerte que el niño gimió. María contemplaba a Vasia con esperanza y confianza ciega: la tía que tenía un caballo mágico. Vasia intentó no cojear de camino a la ventana. Cuando pasó por delante, algunas de las mujeres apartaron la vista y se santiguaron.

La calle desde donde se accedía al palacio de Sérpujov estaba abarrotada de gente. Muchos llevaban antorchas y todos chillaban. Cerca de la ventana abierta, Vasia por fin oyó las voces con claridad.

—¡Bruja! —gritaban—. ¡Dadnos a la bruja! ¡El fuego! ¡Ella ha provocado el incendio!

Varvara le comentó a Vasia como si nada:

—Vienen a por vos.

Y María dijo:

—Vásochka… Vásochka, ¿se refieren a ti?

Olga tenía el brazo tieso de abrazar a su hija.

—Sí, Masha —respondió Vasia con la boca seca—. Hablan de mí.

La muchedumbre que había a las puertas se esparcía como un río contra las rocas.

—Hay que atrancar la entrada del palacio —dijo Olga—. Podrían romper los portones de la muralla. Varvara…

—¿Has hecho llamar a Sasha? —la interrumpió Vasia—. ¿A los hombres del gran príncipe?

—¿A quién va a mandar a por ellos? —replicó Varvara—. Cuando esto empezó, todos los hombres estaban en la ciudad. Maldita sea. Yo misma podría haberme enterado antes de no ser porque me he pasado todo el día encerrada en el terem y muy cansada.

—Puedo ir yo —dijo Vasia.

—No seáis necia —le soltó Varvara—. ¿Creéis que no os reconocerán? ¿Pensáis ir con ese gran semental que todos los hombres, mujeres y niños de esta ciudad reconocerán nada más verlo? Si alguien tiene que hacerlo, seré yo.

—De aquí no se va nadie —dijo Olga con calma—. Estamos rodeadas.

Vasia y Varvara volvieron a mirar por la ventana. Era cierto. El manto de antorchas se había extendido.

Los susurros de las mujeres se habían teñido de temor.

La muchedumbre crecía; la gente iba llegando desde las callejas. Se pusieron a dar golpes en los portones de la entrada. Vasia no distinguía rostros individuales entre el gentío, las antorchas le entorpecían la vista. Abajo, el patio estaba frío y en silencio.

—Guarda la calma, Vasia —dijo Olga con el rostro rígido y sereno—. No te asustes, Masha, ve a sentarte junto al fuego con tu hermano. —A Varvara—: Llévate a algunas mujeres para que te ayuden, poned todo lo que encontréis contra la puerta. Con eso ganaremos algo de tiempo si consiguen franquearla. La torre está hecha a prueba de tártaros: estaremos a salvo. Sasha y el gran príncipe se enterarán de los disturbios y los hombres llegarán a tiempo.

El centelleo de las cadenas de Olga delataba su inquietud.

—Si me quieren a mí… —empezó a decir Vasia.

Pero Olga la interrumpió:

—¿Piensas entregarte? ¿Crees que se puede razonar con eso de ahí fuera?

Con un gesto brusco abarcó la multitud enfurecida. Varvara ya mandaba a las mujeres levantarse de los bancos. La madera era robusta, les proporcionaría algo de tiempo. Pero ¿cuánto?

Entonces habló una voz:

—Muerte —susurró.

Vasia volvió la cabeza. La voz era la del domovói de Olga, que hablaba desde la puerta del horno. Su voz era el susurro de las cenizas al posarse cuando el fuego se ha extinguido.

A Vasia se le puso de punta todo el vello del cuerpo. Los domovói tienen el don de saber qué le sucederá a su familia. Con dos pasos renqueantes, Vasia se acercó al horno. Las mujeres la miraban. María la observó horrorizada: ella también lo había oído.

—¿Qué va a pasar? —voceó María.

Agarró el trozo de pan de Danil, que se echó a llorar, y se arrodilló ante el horno, junto a Vasia.

—Oye, Masha… —empezó a decir el aya.

Sin embargo, Vasia le mandó dejarla tranquila con un tono que provocó que todas las presentes retrocedieran asustadas. Incluso a Olga se la oyó respirar entre dientes con tensión.

María le ofreció el pan al tenue domovói.

—No digas eso —le riñó—. No digas muerte, que mi hermano se asusta.

Su hermano ni oía ni veía al domovói, pero María era orgullosa y no pensaba admitir que tenía miedo.

—¿No puedes proteger esta casa? —le preguntó Vasia al espíritu del hogar.

—No. —El domovói era poco más que una voz muy débil y una silueta recortada a la luz de las brasas—. El hechicero ha muerto; la anciana vaga en la oscuridad. Los hombres adoran a otros dioses. No queda nada que me sustente. Que nos sustente a ninguno.

—Estamos nosotras —dijo Vasia con un miedo feroz—. Te vemos. Ayúdanos.

—Te vemos —repitió María en un susurro.

Vasia le cogió la mano y se la apretó. Ya se había abierto uno de los muchos cortes que tenía de la noche anterior. Frotó la mano ensangrentada en los ladrillos calientes de la puerta del horno.

El domovói se estremeció y de pronto parecía más una criatura viviente que una sombra parlante.

—Puedo conseguiros algo de tiempo —ofreció con un hilo de voz—. Un poco de tiempo, nada más.

¿Un poco de tiempo? Vasia aún sostenía la mano de su sobrina. Las mujeres se agolpaban detrás de ellas con diversas expresiones de miedo y condena.

—Magia negra —murmuró una de ellas—. Olga Vladimírova, debéis de estar viendo…

—Esta noche nuestro sino está lleno de muerte —le dijo Vasia a su hermana sin hacer caso de las demás.

El rostro de Olga se volvió adusto.

—No si yo puedo evitarlo. Vasia, coge un extremo del banco; ayuda a Varvara a atrancar la puerta.

Vasia tenía una letanía latiendo a ritmo veloz: «Me quieren a mí».

En el patio, Solovéi relinchó. Los portones de la muralla temblaron. Varvara estaba al lado de la puerta del salón, en silencio. Parecía transmitir algo con la mirada. Vasia pensó que sabía lo que era.

Se arrodilló como pudo y miro a su sobrina a la cara.

—Debes cuidar siempre del domovói —le dijo a María—. Aquí o allá donde estés, debes hacer lo que puedas por mantenerlo fuerte, y él protegerá la casa.

María asintió con solemnidad.

—Pero Vásochka, ¿y tú? Yo no sé suficiente…

Vasia le dio un beso y se levantó.

—Aprenderás —le aseguró—. Te quiero, Masha. —Se giró hacia Olga—. Olia, María… Muy pronto debes mandarla con Aliosha, a Lesnaya Zemliá. Él comprenderá; me conocía, crecimos juntos. Masha no puede quedarse en esta torre, no para siempre.

—Vasia… —empezó Olga.

María, confundida, se aferró a la mano de Vasia.

—Por todo esto —dijo Vasia—, te pido perdón.

Se soltó de María y salió por la puerta, que Varvara ya le había abierto. Durante un instante, se miraron con comprensión y aire funesto.

Solovéi esperaba a Vasia junto a la entrada del palacio; a primera vista estaba tranquilo, pero tenía los ojos muy abiertos. En el patio no había ninguna luz. Los gritos eran cada vez más escandalosos. Se oyó un golpe y después madera rota, venía desde los portones de la muralla. A Vasia le iba la cabeza a toda velocidad. ¿Qué podía hacer? Solovéi, que era inconfundible, estaba en peligro. Todos lo estaban: ella, el caballo, su familia.

¿Podía esconderse en el establo con Solovéi si atrancaban la puerta? No. La masa enfurecida iría directa al terem, cuya entrada era mucho más vulnerable; directa a los niños que protegía.

¿Podría entregarse? ¿Ir hasta ellos y rendirse? Quizá con eso quedaran satisfechos, quizá así no irrumpirían en el palacio por la fuerza.

Pero ¿qué le harían a Solovéi? Su caballo, fuerte e incondicional, no la abandonaría por voluntad propia.

—Vamos —dijo—, nos esconderemos en el establo.

—Es mejor huir —protestó el caballo—. Es mejor abrir la puerta y correr.

—No voy a abrirle la muralla a esa multitud —espetó Vasia, y le habló con tono persuasivo—: Debemos ganar todo el tiempo que podamos hasta que llegue mi hermano con los hombres del gran príncipe. Las murallas aguantarán. Vamos, debemos escondernos.

El caballo la siguió sin convencerse mientras los gritos iban aumentando a su alrededor.

La gran puerta de doble hoja del establo estaba hecha de madera gruesa. Vasia la abrió. El caballo entró tras ella y resopló inquieto en la penumbra.

—Solovéi —le dijo Vasia mientras entornaba la puerta—, te quiero.

Él le acarició el pelo con el hocico, cuidándose de evitar las heridas, y contestó:

—No tengas miedo. Si rompen los tablones de madera y entran, huiremos. Nadie nos encontrará.

—Cuida de Masha —le pidió Vasia—. Tal vez algún día aprenda a hablar contigo.

—Vasia —dijo Solovéi, y levantó la cabeza con un sobresalto repentino.

Sin embargo, ella ya había retrocedido, se había escurrido por el hueco de la puerta y lo había encerrado dentro.

Vasia oyó que el semental relinchaba furioso; oyó también la madera al astillarse, que apenas se oía entre tanto grito, el choque de los cascos contra los tablones robustos. Ni siquiera Solovéi era capaz de romper esa puerta inmensa.

Echó a caminar con dificultad hacia la muralla; tenía frío y estaba aterrorizada.

Las grietas de los portones se ensancharon. Una sola voz se alzó en mitad de la noche, instando a la muchedumbre. La gente respondió gritando aún más alto.

Se oyó la misma voz por segunda vez, una voz sedosa, casi cantarina, cuyo tono puro atravesaba el ruido. Las punzadas lentas de dolor que Vasia sentía en el costado empeoraron. En el terem habían apagado las lámparas.

Detrás de Vasia, Solovéi relinchó de nuevo.

—¡Bruja! —gritó aquella voz poderosa por tercera vez.

Era una llamada, una amenaza. La puerta se astillaba por momentos.

Entonces reconoció la voz. De pronto sintió que se quedaba sin aliento. Sin embargo, cuando respondió, no le tembló la voz:

—Estoy aquí. ¿Qué queréis?

En ese momento ocurrieron dos cosas: la puerta cedió y llovieron astillas de madera; a su espalda, Solovéi reventó la puerta del establo y salió de él al galope.

TRES

RUISEÑOR

Estaban más cerca de Vasia que Solovéi, pero no había nada más rápido que el semental alazán. Iba hacia ella a pleno galope. Vasia vio una última oportunidad: hacer que la marabunta la siguiese, alejarlos de la puerta de su hermana. Así que, justo cuando Solovéi pasaba a su lado como una exhalación, calculó bien las zancadas, echó a correr y le saltó al lomo.

El dolor y la debilidad desaparecieron con la urgencia del momento. Solovéi iba directo hacia la puerta desvencijada. Vasia gritaba por el camino para que la muchedumbre la mirase a ella y no hacia la torre. Solovéi cargó contra ellos con la ferocidad de un semental de guerra y partió la marabunta en dos. La gente intentaba agarrarlos, pero acababan saliendo despedidos.

Ya se acercaban a la salida. Todo su ser estaba empeñado en escapar. Una vez a campo abierto, nada rebasaría al semental alazán. Podía alejarlos de allí, conseguir algo de tiempo y volver con Sasha y con la guardia de Dmitri.

Nada corría más que Solovéi.

Nada.

No llegó a ver lo que arremetió contra ellos. Quizá fuese un leño que alguien tenía para la chimenea. Lo único que oyó fue un siseo mientras surcaba el aire y después sintió el golpe vibrando a través de la carne del semental cuando impactó contra él. A Solovéi se le dobló la pata hacia un lado. Cayó una zancada antes de llegar al portón de la muralla.

El gentío chilló. Vasia sintió el crac como si la hubieran herido. El instinto hizo se echara a rodar y de pronto estaba arrodillada junto a la cabeza del caballo.

—Solovéi —susurró—. Solovéi, levanta.

La gente se acercaba cada vez más; alguien la agarró del pelo. Vasia se volvió y le mordió la mano; la persona renegó y se retiró. El semental agitaba las patas delanteras, pero tenía una de las traseras floja y le colgaba en un ángulo espantoso.

—Solovéi —susurró Vasia—. Solovéi, por favor.

El semental le echó el aliento suave y con olor a heno en la cara. Se estremeció, y Vasia notó que las crines donde tenía enredadas las manos se volvían rígidas como las plumas. Como si la otra criatura aún más extraña, el pájaro que jamás había visto, fuese a liberarse por fin y a echar a volar.

Entonces alguien le atizó un espadazo.

La hoja penetró la carne del caballo justo donde la cabeza se unía al cuerpo. Se oyó un aullido.

Vasia notó el filo mientras atravesaba al semental igual que si le hubieran cortado el cuello a ella y, cuando se giró como una loba protegiendo a su cachorro, ni siquiera sabía que gritaba.

—¡Matadla! —gritó alguien de entre la muchedumbre—. Esa es, la perra antinatural. Matadla.

Vasia arremetió contra ellos sin hacer caso a nada, sin cuidar de su propia vida. Entonces le cayó un puñetazo y otro, hasta que dejó de sentirlos.

Estaba arrodillada en un bosque iluminado por las estrellas. El mundo era blanco y negro y muy tranquilo. Un pájaro marrón se agitaba en la nieve, fuera de su alcance. Una figura de pelo negro, pálida como la luna se arrodillaba a su lado y extendía la mano ahuecada hacia la criatura.

Conocía esa mano; conocía el lugar. Pensó que incluso veía sentimientos tras la indiferencia ancestral de los ojos del dios de la muerte. Pero no la miraba a ella, sino al pájaro, y por eso no estaba segura. Sintió a esa figura, que le prestaba toda su atención al ruiseñor de la nieve, más extraña y lejana que nunca.

—Llévanos a los dos —susurró ella. Él no la miró—. Déjame ir contigo —intentó de nuevo—. Permíteme que no pierda a mi caballo.

Muy lejos, notaba los golpes en el cuerpo.

El ruiseñor le saltó al dios de la muerte a la mano. Este la cerró a su alrededor con delicadeza y lo levantó. Con la otra mano recogió un puñado de nieve. La nieve se derritió, se convirtió en agua que vertió sobre el pájaro, y este se quedó quieto y rígido de inmediato.

Entonces, por fin, la miró.

—Vasia —dijo con la voz que ella conocía—. Vasia, escúchame…

Sin embargo, Vasia no podía responder.

En el mundo real, la muchedumbre se retiró obedeciendo a un hombre de voz atronadora y la devolvió a Moscú de noche. Sangraba sobre la nieve pisoteada, pero estaba viva.

Tal vez solo lo hubiera imaginado. No obstante, cuando abrió los ojos manchados de sangre, la silueta oscura del dios de la muerte continuaba a su lado, más tenue que las sombras a mediodía, la mirada insistente e impotente. En una mano sostenía con muchísima ternura el cuerpo rígido del ruiseñor.

Y entonces desapareció. Como si jamás hubiera existido. Ella estaba tendida sobre el cadáver de su caballo, empapada de su sangre. A su lado había un hombre de cabellera dorada y ojos azules como el solsticio de verano. Llevaba sotana de sacerdote y la miraba con expresión fría y triunfal.

Durante los largos caminos y las penas que le había deparado la vida, Konstantín Nikonóvich había contado con un don que jamás le había fallado. Cuando hablaba, las aglomeraciones obedecían ante el sonido de su voz.

Durante toda esa noche, mientras la tormenta de nieve de la medianoche azotaba, él les había dado la extremaunción a los moribundos y había reconfortado a los heridos.

Entonces, en la hora oscura que precedía al alba, se dirigió a los habitantes de Moscú:

—No puedo quedarme callado —les dijo. Al principio hablaba en voz baja y amable, y se dirigía a una persona y luego a otra. Pero a medida que se acumulaban a su alrededor, como agua en la palma de la mano, fue alzando la voz—: Habéis sufrido una gran injusticia.

—¿Una injusticia? —repitió la gente, asustada y cubierta de hollín—. ¿Qué injusticia nos han hecho?

—El incendio ha sido un castigo de Dios —declaró Konstantín—. Pero el pecado no lo habéis cometido vosotros.

—¿Un pecado? —preguntaron inquietos mientras aferraban a sus hijos.

—¿Por qué creéis que se ha quemado la ciudad? —exigió que le contestasen. Tenía la voz empapada de auténtico dolor. Había niños que se habían ahogado con el humo y habían muerto en brazos de sus madres. Aún podía lamentarse por algo así, no estaba tan desconectado de la realidad. Sus palabras se empañaban de emoción—. El incendio ha sido un castigo de Dios por dar cobijo a una bruja.

—¿Una bruja? —se hicieron eco—. ¿Hemos dado cobijo a una bruja?

Konstantín levantó la voz:

—Seguro que os acordáis, ¿verdad? La que pensabais que se llamaba Vasili Petróvich. El chico que en realidad era una chica. Acordaos de Aleksandr Peresvet, a quien todos los hombres consideraban santo; su propia hermana lo tentó y él acabó pecando. Acordaos de cómo engañó al gran príncipe. La misma noche que se incendió la ciudad.

Mientras hablaba, Konstantín notaba cómo les cambiaba el humor. La rabia y la pena y el miedo se vertían hacia el exterior. Él los alentaba con deliberación, con destreza, como un herrero forma el filo de una hoja.

Cuando estuvieran listos, él solo tendría que enarbolar el arma.

—Se hará justicia —afirmó Konstantín—. Pero yo no sé cómo. Quizá Dios lo sepa.

Estaba tumbada en el patio de su hermana con la sangre de su caballo muerto secándosele en las manos. Tenía el labio y la mejilla manchada de su propia sangre y los ojos llenos de lágrimas. Dio bocanadas desgarradoras de aire. Pero estaba viva. Se puso en pie sin elegancia alguna.

—Bátiushka —dijo. Solo con esa palabra se le abrió el labio de nuevo y le empezó a sangrar—. Haced que se retiren. —Respiraba rápido entre las palabras, con dolor—. Que se retiren. Habéis matado a mi caballo. Pero a mi hermana no. A sus hijos no.

La muchedumbre se extendió a su alrededor y los dejó atrás; su sed de sangre no había quedado satisfecha. Llamaban al portón del palacio de Sérpujov. La madera aguantaba, pero a duras penas. Konstantín vaciló.

En voz baja, Vasia añadió:

—Os he salvado la vida dos veces.

Casi no conseguía tenerse en pie.

Konstantín sabía que tenía mucho poder, que dominaba la furia del gentío como un jinete doma a un caballo. De pronto, cogió las riendas.

—¡Atrás! —les gritó a sus seguidores—. ¡Atrás! La bruja está aquí. La hemos apresado. Se hará justicia, Dios no tendrá que esperar.

Ella cerró los ojos con alivio. O tal vez porque no le quedaban fuerzas. No cayó a los pies de Konstantín, no le dio las gracias por su clemencia. Con veneno en la voz, el hombre añadió:

—Tú vienes conmigo a responder ante la justicia de Dios.

Ella abrió los ojos de nuevo y lo miró, pero no parecía estar viéndolo. Abrió la boca y movió los labios: una sola palabra. No era el nombre de Konstantín, no pidió clemencia.

—Solovéi…

De pronto se dobló, más por la pena que por el dolor, se dobló como si le hubieran clavado una flecha.

—El caballo está muerto —dijo él, y vio que ella recibía esas palabras como si fueran puñetazos—. Quizá así empieces a pensar en cosas apropiadas para una mujer. Durante el tiempo que te queda.

Ella no respondió, tenía la mirada perdida.

—Tu destino está decidido —aseveró Konstantín, que se inclinó hacia ella como si quisiera meterle las palabras en la cabeza—. La gente ha sufrido, quiere que se haga justicia.

—¿Qué destino? —balbució ella entre los labios magullados. Tenía la tez del color de la nieve.

—Te recomiendo —susurro él con cuidado— que reces.

Ella arremetió contra él como una criatura herida. Él estaba a punto de echarse a reír con dicha inesperada cuando el puño de otro hombre la derribó y la dejó aovillada a sus pies.

CUATRO

EL DESTINO DE CUALQUIER BRUJA

—¿Qué es ese ruido? —exigió saber Dmitri.

Muy pocos de los guardias de las puertas del palacio habían sobrevivido ilesos a esa noche y, de pronto, fue como si todos los que lo habían conseguido diesen gritos. Al otro lado de la muralla de su palacio se oía un tumulto de voces y el ruido de muchas pisadas en la nieve. La única luz que había en el patio era la de las antorchas. El ruido fue aumentando en la ciudad, se oyó un golpe, madera rota.

—Por Dios —masculló Dmitri—. ¿Acaso no hemos tenido ya suficientes problemas?

Volvió la cabeza para ladrar órdenes urgentes.

Al cabo de un momento, se abrió la puerta trasera en mitad de una ráfaga de gritos. Una sirviente de cabello pajizo se acercó sin timidez alguna al gran príncipe, seguida de una ristra de criados confusos.

—¿Qué pasa? —exigió saber Dmitri sin apartar la mirada de ella.

—Es la ayuda de cámara de mi hermana —respondió Sasha—. Varvara, ¿qué haces…?

Varvara tenía una magulladura en la mejilla y su expresión lo dejó helado hasta los huesos.

—Esa gente que oís —soltó Varvara— ha roto la puerta de entrada al palacio de Sérpujov. Han matado al semental alazán que Vasilisa amaba.

Sasha notó que perdía el color del rostro.

—A ella se la han llevado a rastras.

—¿Adónde? —preguntó Sasha con voz distante y terrible.

A su lado, Dmitri ordenaba que le trajesen caballos y hombres armados.

—Sí, aunque estén heridos, los quiero a lomos de sus caballos. No puedo esperar.

—Abajo —dijo Varvara jadeante—. Abajo, hacia el río. Me temo que quieren matarla.

Vasia estaba casi inconsciente de tantos puñetazos, con la ropa hecha jirones y ensangrentada. La llevaban en volandas, medio a rastras, medio en brazos, y el mundo era todo ruido: gritos, una voz fría y hermosa que controlaba la muchedumbre, y los murmullos sin fin de los presentes: «Padre. Bátiushka».

Hacia abajo, iban cuesta abajo; ella tropezaba con el aguanieve de las calles, que se había vuelto a helar. Manos, muchas manos que le arañaban el cuerpo; le habían arrancado la capa y el létnik, y se había quedado con una camisola de manga larga; sin el pañuelo, la melena le tapaba la cara.

Casi no era consciente de nada de eso. Estaba atrapada en un único recuerdo: el impacto de un garrote, una hoja cortante, la sorpresa que le había recorrido el cuerpo. «Solovéi. Dios, Solovéi». Mientras a su alrededor la gente bramaba furiosa, ella solo veía al caballo tendido en la nieve: todo su amor y su elegancia y su fuerza hechos pedazos, embarrados, inmóviles.

Cada vez más personas le tiraban de la ropa; de un golpe apartó una mano que pretendía agarrarla, y un puño que hedía a pescado le atizó en la cara y le cerró la boca de una. Vio las estrellas. Se le rasgó el cuello de la camisola. La voz firme de Konstantín reprobó a la muchedumbre, aunque demasiado tarde. Esta se apartó tras la leve reprimenda.

Pero siguieron arrastrándola cuesta abajo. A su alrededor no había más que luz de antorchas que le llenaba la vista de chispas.

—¿Por fin tienes miedo? —le susurró Konstantín entre dientes y con la mirada encendida, como si la hubiese superado en alguna competición deportiva.

Ella arremetió contra él por segunda vez, envuelta en una oleada de rabia que se tragó el dolor.

Quizá con eso intentase que la mataran. Sirvió de muy poco; Konstantín dejaba que la marabunta la castigase. Una niebla furtiva y gris le cubrió la vista; aun con todo, ella no se moría y, cuando volvió en sí, se dio cuenta de que la habían llevado más allá de las puertas del kremlin. Habían llegado al posad, la parte de Moscú que estaba fuera de las murallas. Apresurados, iban hacia el río. Una pequeña iglesia apareció ante ellos y se detuvieron a mantener un debate breve. Hablaba Konstantín, pero ella solo alcanzó a oír alguna palabra suelta:

«Bruja».

«Santo padre».

«Traed madera».

No prestaba atención. Tenía los sentidos adormecidos. No le habían hecho ningún daño a su hermana, tampoco a María. Su caballo había muerto. Le daba igual lo que le hiciesen a ella. Todo le daba igual.

Notó un cambio en el aire cuando, tras un empujón, pasó de la insistente luz de las antorchas a la oscuridad de una iglesia iluminada con velas. Cayó en el suelo, cerca del iconostasio, y sin querer apretó la boca partida.

Se quedó allí tendida, respirando el olor de madera polvorienta, pasiva por el impacto de lo que había vivido. Entonces pensó que podría intentar levantarse, ponerse en pie con algo de valentía. Un poco de orgullo. Solovéi lo habría hecho. Solovéi…

Se alzó como pudo.

Y vio que estaba sola y cara a cara con Konstantín Nikonóvich. El sacerdote le daba la espalda a la puerta y entre ellos había media nave. Él la observaba.

—Has matado a mi caballo —le susurró.

Y él sonrió un poco.

Vasia tenía un corte en la nariz y un ojo tan hinchado que no lograba abrirlo. En la penumbra de la iglesia, su rostro magullado parecía más sobrenatural que nunca y también más vulnerable. A él se le despertaron el viejo deseo y el odio de sí mismo que siempre lo acompañaba.

Pero ¿por qué debía avergonzarse? A Dios no le importaban los hombres y las mujeres. Lo único que importaba era su propia voluntad, y tenía a Vasia en su poder. Solo de pensarlo se le calentaba la sangre tanto como se le calentaba con la adoración de la muchedumbre que esperaba fuera. Volvió a recorrerle el cuerpo con la mirada.

—Tu condena será la muerte —le dijo—. Por tus pecados. Te he concedido un momento para rezar. —A ella no le cambió la cara. Quizá no lo hubiera oído. Le habló más alto—: ¡Es el designio de Dios y la voluntad del pueblo al que has perjudicado!

A Vasia se le había quedado la tez blanca como la sal y todas las tenues pecas de la nariz destacaban como si fueran gotas de sangre.

—Pues mátame —repuso—. Ten el valor de hacerlo tú mismo en lugar de dejárselo a la turba y llamarlo justicia.

—¿Niegas que el fuego fuese culpa tuya?

Se acercó a ella a paso ligero. Libre, se dijo a sí mismo. Libre por fin del poder que ella ejercía sobre él.

La expresión de Vasia no cambió. No respondió. No se movió ni cuando él la agarró del mentón y le levantó la cabeza para que lo mirase a la cara.

—No puedes negarlo —dijo—. Porque es verdad.

Cuando él le clavó el pulgar en los cardenales que le florecían alrededor de la boca, ella no se inmutó. Ni siquiera parecía verlo a él.

Era fea de verdad. Huesuda, de ojos grandes y boca ancha. Sin embargo, él era incapaz de apartar la mirada. Jamás la apartaría, hasta que la muerte cerrase esos ojos. Y ella tal vez lo rondase incluso desde el más allá.

—Me has quitado todo lo que me importaba —espetó él—. Me condenaste a ver demonios. Mereces la muerte.

Vasia no respondió. Le corrían lágrimas por las mejillas, pero no les hacía caso.

Una rabia repentina hizo que Konstantín la agarrase por los hombros y la arrojase contra el iconostasio; todos los santos temblaron mientras la sostenía contra la madera. Ella se quedó sin aliento y sin ni un solo vestigio de color. La sujetó por el cuello, pálido y vulnerable, y se dio cuenta de lo deprisa que respiraba. «Mírame, maldita seas».

Poco a poco, Vasia enfocó la vista y lo miró.

—Ruega por tu vida —dijo él—. Ruega por ella y tal vez te la conceda.

Ella negó con la cabeza, despacio, con la mirada perdida y aturdida.

Él sintió una oleada de odio; le acercó los labios al oído y le susurró con un tono de voz que apenas reconocía:

—Morirás en el fuego, Vasilisa Petrovna. Y, antes de que llegue el final, chillarás mi nombre.

La besó una vez con la dureza de un golpe, mientras la sujetaba con fuerza por la mandíbula y saboreaba la sangre del labio partido.

Ella le mordió y lo hizo sangrar a su vez. Él se apartó, se contemplaron y sus miradas reflejaron el odio mutuo.

—Que Dios te acompañe —susurró ella a modo de burla amarga.

—Vete al diablo —respondió él, y se marchó.

Cuando Konstantín salió de la iglesia polvorienta, se hizo el silencio. Tal vez estuvieran construyendo una pira o tal vez preparasen algo peor. Quizá al final llegaría su hermano y la pesadilla se acabaría. A Vasia no le importaba. ¿Por qué tenía que temer a la muerte? Quizá después de la vida se reencontrase con su padre, con su madre, con su querida aya Dunia.

Con Solovéi.

Entonces pensó en el fuego, en látigos y cuchillos y puños. Aún no había muerto y sintió pánico. Tal vez podría, simplemente, alejarse; adentrarse en el bosque gris más allá de la vida y desaparecer. La muerte era alguien a quién ella conocía.

—Morozko —susurró Vasia, y después el otro nombre, el nombre del dios de la muerte—: Karachún.