La chica salvaje - Delia Owens - E-Book

La chica salvaje E-Book

Delia Owens

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Beschreibung

El libro más vendido de 2019: más de 3 millones de ejemplares vendidos en Estados Unidos y traducido a 40 idiomas Durante años, los rumores de la existencia de La chica salvaje han perturbado la vida de la pequeña localidad de Barkley Cove, en Carolina del Norte. Sin embargo, Kya no es como la describen, sino una joven sensible e inteligente que ha sobrevivido en soledad en las marismas, con la naturaleza como única acompañante y amiga.   Pero, ahora, algo en Kya ha cambiado: ansía amar y ser amada, ver qué hay más allá de sus conocidas ciénagas. Con la llegada de dos jóvenes del pueblo a las marismas, La chica salvaje experimentará una nueva libertad, hasta que un terrible e inesperado suceso hará que sus secretos salgan a la luz.   "Un libro bellísimo […]. Un misterioso asesinato, una historia de madurez y una oda a la naturaleza." The New York Times Book Review "Esta maravillosa novela tiene un poco de todo: misterio, amor y personajes fascinantes." Nicholas Sparks, autor best seller del New York Times "Una novela evocadora […]. Kya es una heroína inolvidable". Publishers Weekly "A través de la historia de Kya, Owens explora el efecto de la soledad en el ser humano." Vanity Fair "La desgarradora historia de Kya, una joven que debe aprender a conectar y confiar en los humanos, se entreteje con un misterioso asesinato que revela violentos secretos. Un debut maravilloso". People Magazine "Conmovedora. Una exploración original del aislamiento y la naturaleza desde la perspectiva de una mujer, y una apasionante historia de amor." Entertainment Weekly "La nueva gran novela americana […]. Un debut lírico". Southern Living "Es la historia de una vida extraordinaria, de un misterio terrible y fascinante, de un homicidio y de un juicio. Y también es la denuncia de los abusos que sufren las mujeres". La Lettura - Corriere della Sera "Un debut magnífico. Owens presenta una historia de misterio contada con una bella prosa lírica. Un logro espléndido, ambicioso, verosímil y muy adecuado para los tiempos que corren." Alexandra Fuller, autora best seller "La preciosa novela de Owens es tanto un cuento sobre la madurez como una cautivadora novela de misterio". Real Simple "La obra perfecta para los amantes de Barbara Kingsolver". Bustle "Una novela con el ritmo de una vieja balada. Es evidente que Owens conoce los paisajes que retrata íntimamente, desde el barro negro en los porches al sabor del agua salada y el graznido de las gaviotas." David Joy, autor de The Line That Held Us "Una obra llena de lirismo. La profunda conexión de Kya con el lugar que llama hogar y las criaturas que lo habitan atrapará al lector." Booklist "Cautivadora y original. Una novela con misterio, dramatismo, amor y madurez. Los lectores recordarán a Kya durante mucho tiempo." ShelfAwareness

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LA CHICA SALVAJE

Delia Owens

Traducción de Lorenzo F. Díaz

LA CHICA SALVAJE

V.1: octubre de 2019

Título original: Where The Crawdads Sing

© Delia Owens, 2018

© de la traducción, Lorenzo F. Díaz, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.

Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con G.P. Putnam’s Sons, un sello de Penguin Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: John & Lisa Merrill - Getty Images | AnnaTamila - Shutterstock | CribbVisuals - Istockphoto

Corrección: Francisco Solano e Isabel Mestre

Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-17743-38-3

IBIC: FA

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

CONTENIDOS

Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Mapa

Primera parte: La marisma

Prólogo

Capítulo 1: Mamá

Capítulo 2: Jodie

Capítulo 3: Chase

Capítulo 4: La escuela

Capítulo 5: La investigación

Capítulo 6: Un barco y un chico

Capítulo 7: Temporada de pesca

Capítulo 8: Datos negativos

Capítulo 9: Jumpin'

Capítulo 10: Solo es hierba al viento

Capítulo 11: Bolsas de arpillera llenas

Capítulo 12: Peniques y gachas

Capítulo 13: Plumas

Capítulo 14: Fibras rojas

Capítulo 15: El juego

Capítulo 16: La lectura

Capítulo 17: Cruzando el umbral

Capítulo 18: La canoa blanca

Capítulo 19: Alguna cosa

Capítulo 20: Cuatro de Julio

Capítulo 21: Coop

Segunda parte: El pantano

Capítulo 22: La misma marea

Capítulo 23: La concha

Capítulo 24: La torre de vigilancia

Capítulo 25: Una visita de Patti Love

Capítulo 26: La barca en la orilla

Capítulo 27: En Hog Mountain Road

Capítulo 28: El camaronero

Capítulo 29: Algas

Capítulo 30: Las corrientes

Capítulo 31: Un libro

Capítulo 32: Coartada

Capítulo 33: La cicatriz

Capítulo 34: El registro de la cabaña

Capítulo 35: La brújula

Capítulo 36: Para atrapar un zorro

Capítulo 37: Tiburones grises

Capítulo 38: Justicia dominical

Capítulo 39: Chase por casualidad

Capítulo 40: Cypress Cove

Capítulo 41: Un pequeño rebaño

Capítulo 42: Una celda

Capítulo 43: Un microscopio

Capítulo 44: Compañero de celda

Capítulo 45: Gorro rojo

Capítulo 46: Rey del mundo

Capítulo 47: El experto

Capítulo 48: Un viaje

Capítulo 49: Disfraces

Capítulo 50: El diario

Capítulo 51: Luna menguante

Capítulo 52: El motel Tres Montañas

Capítulo 53: Eslabón perdido

Capítulo 54: Viceversa

Capítulo 55: Flores de hierba

Capítulo 56: La garza nocturna

Capítulo 57: La luciérnaga

Agradecimientos

Sobre la autora

La chica salvaje

Una novela exquisita, una oda a la naturaleza y a lo salvaje

Durante años, los rumores de la existencia de la Chica Salvaje han perturbado la vida de la pequeña localidad de Barkley Cove, un tranquilo pueblo de pescadores en Carolina del Norte. Abandonada a los seis años, Kya es una joven sensible, inteligente y de una belleza insólita que ha sobrevivido en soledad en las marismas, con la naturaleza como única amiga. Es una superviviente nata. Su solitaria vida se complica cuando un hombre aparece asesinado en el pantano y la acusan del crimen. Entonces, todos sus misterios saldrán a la luz.

Una magistral novela que nos habla de los secretos del ser humano, las pulsiones que nos mueven y la verdadera naturaleza del amor y del odio.

El fenómeno literario del año: más de 3 millones de ejemplares vendidos en Estados Unidos y traducida a más de 40 idiomas

«En esta obra, Owens explora las desoladas marismas de la costa de Carolina del Norte a través de la mirada de un joven abandonada. Y, en su desolación, esta chica nos abre los ojos a las maravillas secretas, y los peligros, de su mundo privado […]. Un libro bellísimo […]. Un misterioso asesinato, una historia de madurez y una oda a la naturaleza.»

The New York Times Book Review

«Una novela evocadora […]. Kya es una heroína inolvidable».

Publishers Weekly

«Esta maravillosa novela tiene un poco de todo: misterio, amor y personajes fascinantes.»

Nicholas Sparks, autor best seller

«Un debut magnífico. Owens presenta una historia de misterio contada con una bella prosa lírica. Un logro espléndido, ambicioso, verosímil y muy adecuado para los tiempos que corren.»

Alexandra Fuller, autora best seller

«A través de la historia de Kya, Owens explora el efecto de la soledad en el ser humano.»

Vanity Fair

«Es la historia de una vida extraordinaria, de un misterio terrible y fascinante, de un homicidio y de un juicio. Y también es la denuncia de los abusos que sufren las mujeres».

La Lettura - Corriere della Sera

«La desgarradora historia de Kya, una joven que debe aprender a conectar y confiar en los humanos, se entreteje con un misterioso asesinato que revela violentos secretos. Un debut maravilloso».

People Magazine

«La nueva gran novela americana […]. Un debut lírico».

Southern Living

«La preciosa novela de Owens es tanto un cuento sobre la madurez como una cautivadora novela de misterio».

Real Simple

«La lectura perfecta para los amantes de Barbara Kingsolver».

Bustle

«Una novela con el ritmo de una vieja balada. Es evidente que Owens conoce los paisajes que retrata íntimamente, desde el barro negro en los porches al sabor del agua salada y el graznido de las gaviotas.»

David Joy, autor de The Line That Held Us

«Una obra llena de lirismo. La profunda conexión de Kya con el lugar que llama hogar y las criaturas que lo habitan atrapará al lector.»

Booklist

«Conmovedora. Una exploración original del aislamiento y la naturaleza desde la perspectiva de una mujer, y una apasionante historia de amor.»

Entertainment Weekly

Para Amanda, Margaret y Barbara:

aquí os digo que,

si nunca os hubiera visto,

nunca os habría conocido.

Os vi,

os conocí,

os quise,

siempre.

Primera parte

La marisma

Prólogo

1969

Una marisma no es un pantano. Una marisma es un espacio luminoso donde la hierba crece en el agua y el agua fluye hasta el cielo. Donde deambulan lentos arroyos que llevan al astro sol hasta el mar y donde aves de largas patas se elevan con gracia inesperada —como si no estuvieran hechas para volar— contra el graznido de un millar de níveos gansos.

Entonces, en la marisma, aquí y allá, el pantano se desliza hasta profundos lodazales, oculto en pegajosos bosques. El agua de pantano es estanca y oscura al tragar la luz en su cenagosa garganta. En esos cubiles, hasta las lombrices nocturnas son diurnas. Se oyen ruidos, claro, pero, comparado con la marisma, el pantano es silencioso, pues su descomposición es celular. Allí la vida se descompone y apesta y vuelve al mantillo podrido; un regodeo turbador de muerte que engendra vida.

La mañana del 30 de octubre de 1969, el cuerpo de Chase Andrews yacía en el pantano, que lo habría absorbido de forma silenciosa, rutinaria. Que lo habría ocultado para siempre. Un pantano lo sabe todo de la muerte, y no por ello la considera una tragedia, y menos un pecado. Esa mañana, dos muchachos del pueblo fueron en bicicleta a la vieja torre de bomberos y vieron su cazadora vaquera en el tercer tramo de la escalera.

Capítulo 1

Mamá

1952

La mañana de agosto ardía con tal calor que el húmedo aliento de la marisma envolvía de niebla los robles y los pinos. Los grupos de palmitos estaban extrañamente silenciosos, excepto por el lento aleteo de las garzas al elevarse desde la laguna. Kya, que entonces tenía seis años, oyó cerrarse de golpe la puerta mosquitera. Desde lo alto del taburete dejó de frotar la suciedad del cazo y lo bajó a la palangana con espuma usada. No se oía nada, aparte de su respiración. ¿Quién había salido de la cabaña? Mamá no. Nunca dejaba que la puerta diera un portazo.

Cuando Kya corrió al porche, vio a su madre con una falda marrón, con los bordes golpeándole los tobillos, que se alejaba con zapatos de tacón por el arenoso camino. Los zapatos de punta cuadrada eran de falsa piel de cocodrilo. Era el único par que tenía para salir. Kya quiso gritarle, pero sabía que no debía despertar a papá; abrió la puerta y se detuvo en los escalones de ladrillo y madera. Desde allí vio la maleta azul que llevaba. Normalmente sabía, con la seguridad de un perrito, que su madre volvería con carne envuelta en grasiento papel marrón o con un pollo con la cabeza colgando. Pero para ello no se ponía los zapatos de cocodrilo ni cogía una maleta.

Mamá siempre miraba atrás desde el camino al cruzar la carretera, y alzaba un brazo para saludar con la mano; luego se metía por el sendero que serpenteaba entre bosques de ciénagas y lagunas con espadañas, y por allí —si la marea lo permitía— llegaba a la ciudad. Pero ese día siguió andando, tambaleándose por los baches. Su alta figura emergía de vez en cuando por las brechas del bosque hasta que, entre las hojas, solo se veían de vez en cuando retazos de su bufanda blanca. Kya corrió hasta el lugar desde donde se veía la carretera; seguro que mamá saludaría allí, pero solo llegó a atisbar la maleta azul —un color inapropiado en un bosque— cuando desaparecía. Una pesadez tupida como el algodón le oprimía el pecho mientras volvía a los escalones para esperarla.

Kya era la menor de cinco hermanos; los demás eran mucho mayores, aunque no sabía sus edades. Vivían con mamá y papá, apretujados como conejos en una jaula, en la tosca cabaña cuyo porche con mosquitera miraba con grandes ojos por debajo de los robles.

Jodie, el hermano más cercano a Kya, pero siete años mayor, salió de la casa y se paró detrás de ella. Tenía sus mismos ojos oscuros y el mismo pelo negro; le había enseñado el canto de los pájaros, el nombre de las estrellas y a manejar la barca entre los juncos.

—Mamá volverá —dijo.

—No sé. Llevaba los zapatos de cocodrilo.

—Las madres no dejan a sus hijos. No es propio de ellas.

—Dijiste que una zorra dejó a sus crías.

—Sí, porque se destrozó la pata. Habría muerto de hambre si hubiera intentado alimentarse ella y alimentar a sus crías. Lo mejor que podía hacer era dejarlos, curarse y, así, luego poder criarlos. Mamá no se muere de hambre, volverá.

Jodie no estaba tan seguro como parecía, pero lo decía por Kya.

—Mamá llevaba la maleta azul, como si fuera muy lejos —susurró ella con un nudo en la garganta.

* * *

La cabaña estaba apartada de las palmeras, que se extendían por llanuras de arena hasta un collar de verdes lagunas, con la marisma en la distancia. Kilómetros de hierba tan resistente que crecía en agua salada, interrumpidos por árboles tan torcidos que adoptaban la forma del viento. Bosques de robles se agolpaban en los costados de la cabaña y protegían la cercana laguna, cuya superficie bullía de la rica vida que albergaba. El aire salado y el graznido de las gaviotas llegaban desde el mar, entre los árboles.

La concesión territorial no había cambiado mucho desde la década de 1500. Las parcelas dispersas de la marisma no estaban delimitadas legalmente, sino dispuestas de modo natural —un arroyo fronterizo aquí, un roble muerto allí— por renegados. Un hombre no construye una cabaña contra una palmera en una ciénaga a no ser que venga huyendo o haya llegado al final de su camino.

La marisma estaba protegida por una costa desgarrada, bautizada por los primeros exploradores como «Cementerio del Atlántico» porque la resaca, los enfurecidos vientos y los bajíos destrozaban los barcos como si fueran forros de papel en lo que acabaría siendo la costa de Carolina del Norte. El diario de un marinero decía: «Bordeamos la costa…, pero no se puede discernir ninguna entrada… Una violenta tormenta nos arrastró…, nos vimos forzados a volver mar adentro para proteger el barco y nuestras vidas y fuimos empujados a gran velocidad por una fuerte corriente… La costa…, al ser cenagosa y de pantanos, nos volvimos a la nave… El desánimo invade a quienes vienen a establecerse en estos lugares».

Los que buscaban tierras siguieron su camino, y esta famosa marisma se convirtió en una trampa que recogía una mezcolanza de marineros amotinados, náufragos, morosos y fugitivos que huían de la guerra, de los impuestos o de leyes que no aceptaban. Los que no mató la malaria o no se tragó el pantano engendraron una estirpe de leñadores de distintas razas y diversas culturas; cada uno podía talar un bosque con un hacha y cargar kilómetros con un ciervo. Eran ratas del río, cada uno con su territorio; vivían al margen de todo, hasta que desaparecían un día en el pantano. Doscientos años después, se les unieron esclavos fugados que huían a la marisma, llamados maroons, esclavos liberados, atribulados, sin dinero, que se dispersaron por las marismas con pocas alternativas.

Sería una tierra cruenta, pero en absoluto yerma. En la tierra o en el agua se acumulaban capas de oscilantes cangrejos, langostas en el cieno, aves acuáticas, peces, camarones, ostras, gordos ciervos y rollizos gansos. Un hombre al que no le importara luchar para comer no moriría de hambre.

En 1952, algunas concesiones llevaban cuatro siglos en poder de una ristra de personas inconexas de las que no había constancia. La mayoría desde antes de la Guerra Civil. Otros habían ocupado las tierras en tiempos recientes, tras las guerras mundiales, cuando los hombres volvían rotos y arruinados. La marisma no los confinaba, sino que los definía y, como cualquier terreno sagrado, guardó sus secretos. A nadie le importaba que se apropiaran de las tierras; nadie más las quería. Después de todo, era un páramo de fango.

Los moradores de la marisma establecían las leyes como destilaban el whisky; no las tenían grabadas a fuego en tablas de piedra o escritas en documentos, sino profundamente estampadas en los genes. Genes antiguos y naturales, como los que se incuban en halcones y palomas. Cuando el hombre se ve acorralado, desesperado o aislado, recurre al instinto de supervivencia. Rápidos y justos, los genes triunfantes se transmiten de una generación a otra con más frecuencia que los genes amables. No es cuestión de moral, sino de matemáticas. Las palomas luchan entre ellas tan a menudo como los halcones.

* * *

Mamá no volvió aquel día. Nadie habló de ello. Y todavía menos papá. Levantaba las tapas de las cazuelas, y apestaba a pescado y licor de barril.

—¿Qué hay de comer?

Los hermanos y hermanas se encogieron de hombros y bajaron la mirada. Papá maldijo y salió cojeando hacia el bosque. Antes ya se habían peleado; mamá se había ido una o dos veces, pero siempre volvía y abrazaba a todos los que la necesitaban.

Las dos hermanas mayores prepararon una comida a base de judías pintas y pan de maíz, pero nadie se sentó en la mesa, como habrían hecho con mamá. Se sirvieron judías de la cazuela, pusieron encima el pan de maíz y se lo llevaron para tomarlo en sus colchones o en el gastado sofá.

Kya no podía comer. Se sentó en los escalones del porche mirando la carretera. Era alta para su edad, flaca y huesuda, de piel muy morena y pelo liso, negro y espeso como las alas de un cuervo.

La oscuridad interrumpió su vigilancia. El croar de las ranas ahogaba el sonido de las pisadas, pero aun así se tumbó a escuchar en su colchón del porche. Esa mañana la había despertado el chisporroteo del tocino en la sartén de hierro y el olor de los bizcochos mientras se doraban en el horno de leña. Se subió la pechera del mono y corrió a la cocina a sacar platos y tenedores. A aplastar granos de sémola. Muchas mañanas mamá la abrazaba con una gran sonrisa —«Buenos días, mi niña preferida»— y las dos hacían las tareas como si bailaran. A veces, mamá cantaba canciones populares o recitaba rimas infantiles: «Este cerdito fue al mercado». O bailaba un jitterbug con Kya y golpeaba con los pies el suelo de madera hasta que se apagaba la música de la radio de pilas y sonaba como si cantara desde el fondo de un barril. Otras mañanas mamá hablaba de cosas de adultos que Kya no entendía, pero pensaba que las palabras de mamá necesitaban llegar a alguna parte, así que las absorbía por la piel mientras echaba más leña en el horno. Y asentía, como si la entendiera.

Entonces venía el jaleo de levantar a todo el mundo y dar de comer. Papá no acudía. Tenía dos estados: callado o gritando. Así que no pasaba nada cuando se dormía o no volvía a casa.

Pero esa mañana mamá había estado callada, con la sonrisa perdida y los ojos rojos. Se había envuelto la cabeza con un pañuelo blanco al estilo pirata y se había tapado la frente, pero asomaba el borde amarillo de un moratón. Justo después del desayuno, antes de lavar los platos, mamá puso algunas cosas en la maleta y se fue por el camino.

La mañana siguiente, Kya volvió a apostarse en los escalones y taladró el camino con sus ojos negros como un túnel que espera un tren. La marisma que había más allá estaba velada por una niebla tan baja que la esponjosa parte inferior descansaba en el barro. Tamborileaba con los dedos de los pies desnudos, pinchaba a los escarabajos con tallos de hierba, pero una niña de seis años no puede pasar mucho tiempo sentada y no tardó en pasearse por las planicies de la marea, con sonidos de succión que tiraban de sus pies. Acuclillada al borde del agua clara, miró cómo los foxinos nadaban entre las manchas de sol y las sombras. Jodie le gritó desde las palmeras. Y ella lo miró fijamente, tal vez tenía noticias. Pero cuando se acercó entre las puntiagudas hojas de palmito comprendió, por su forma casual de moverse, que mamá no había vuelto.

—¿Quieres que juguemos a los exploradores? —preguntó.

—Dijiste que eras muy mayor para jugar a los exploradores.

—Bah, acabo de decirlo. Nunca se es muy mayor. ¡Te echo una carrera!

Cruzaron corriendo las planicies, luego el bosque hacia la playa. Ella chilló cuando él la alcanzó y se rio hasta que llegaron al gran roble que proyectaba sobre la arena sus enormes ramas. Jodie y su hermano mayor, Murph, habían clavado unos maderos en sus ramas para que hicieran de atalaya y fuerte en el árbol. Buena parte ya se estaban cayendo y colgaban de clavos oxidados.

Normalmente, cuando la dejaban participar, hacía de esclava, llevaba a sus hermanos bizcochos calientes robados de la sartén de mamá. Pero hoy Jodie dijo:

—Puedes ser capitán.

Kya alzó el brazo derecho para liderar la carga.

—¡Echemos a los españoles!

Empuñaron espadas de madera y atravesaron arbustos mientras gritaban y apuñalaban enemigos.

Y, como las fantasías vienen y van con facilidad, luego ella caminó hasta un tronco cubierto de musgo y se sentó. Él se unió en silencio. Quiso decir algo para que dejase de pensar en mamá, pero no encontró las palabras, y miraron en silencio la navegante sombra de los zapateros.

Kya regresó a los escalones del porche y esperó un largo rato, pero no lloró al contemplar el final del camino. Su rostro permaneció inmóvil, sus labios eran una fina línea bajo unos ojos escrutadores. Mamá no volvió ese día.

Capítulo 2

Jodie

1952

Las semanas siguientes a que se fuera mamá, también se fueron el hermano mayor de Kya y dos de sus hermanas, siguiendo su ejemplo. Habían soportado las rabietas de papá, que empezaban con gritos y acababan con puñetazos o reveses, hasta desaparecer, uno a uno. De todos modos, ya eran casi adultos. Y luego, a medida que olvidaba sus edades, dejó de acordarse de sus verdaderos nombres, solo de que los llamaban Missy, Murph y Mandy. En su colchón del porche, Kya encontró un montoncito de calcetines que le habían dejado sus hermanas.

La mañana en que solo quedó Jodie, Kya se despertó con el ruido metálico y la grasa caliente del desayuno. Corrió a la cocina, pues pensaba que mamá estaba en casa friendo buñuelos y tortitas. Pero era Jodie, que removía las gachas en la estufa de madera. Sonrió para ocultar la decepción, y él le dio una palmada en la coronilla, y la calló cariñosamente con un gesto: si no despertaban a papá, podrían comer solos. Jodie no sabía hacer bizcochos, y no había beicon, así que hizo gachas y huevos revueltos con tocino y se sentaron juntos, e intercambiaron en silencio miradas y sonrisas.

Lavaron rápidamente los platos y cruzaron corriendo la puerta camino de la marisma, con él en cabeza. Entonces, papá gritó y cojeó hacia ellos. Era increíblemente flaco y su cuerpo parecía a punto de desplomarse por la escasa gravedad. Tenía los molares amarillos como los dientes de un perro viejo.

Kya miró a Jodie.

—Podemos huir y escondernos donde el musgo.

—No pasa nada. Estaré bien —dijo él.

* * *

Más tarde, casi al anochecer, Jodie encontró a Kya en la playa mirando el mar. Cuando se paró a su lado, ella no lo miró y mantuvo la mirada fija en las enturbiadas olas. Aun así, por la forma en que habló, supo que papá le había pegado en la cara.

—Tengo que irme, Kya. No puedo seguir viviendo aquí.

Ella estuvo a punto de volverse para mirarlo, pero no lo hizo. Quería suplicarle que no la dejara sola con papá, pero se le atascaron las palabras.

—Lo entenderás cuando seas mayor —añadió.

Kya quiso gritar que podía ser joven, pero no idiota. Sabía que el motivo por el que se iban todos era papá, y se preguntaba por qué nadie se la llevaba. También había pensado en irse, pero no tenía adónde ir ni dinero para el autobús.

—Ten cuidado, Kya, ¿me oyes? Si alguien viene a por ti, no huyas a la casa. Podrían cogerte allí. Corre a la marisma, escóndete en los arbustos. Borra siempre tus huellas; ya te he enseñado cómo hacerlo. Y también debes esconderte de papá.

Como ella seguía sin hablar, le dijo adiós y cruzó la playa a zancadas hasta el bosque. Justo antes de desaparecer entre los árboles, ella se volvió y miró cómo se alejaba.

—Este cerdito se quedó en casa —dijo a las olas.

Rompió su inmovilidad y corrió a la cabaña. Gritó su nombre al entrar, pero las cosas de Jodie ya no estaban y su cama no tenía sábanas.

Se tiró en el colchón y contempló cómo se deslizaba por la pared lo que quedaba del día. Como suele suceder, la luz persistía después de ponerse el sol; algo de ella se remansó en la habitación y, por un breve instante, las abultadas camas y los montones de ropa vieja tuvieron más forma y color que los árboles de fuera.

La sorprendió algo tan mundano como un hambre feroz. Fue a la cocina y se paró en la puerta. Esa habitación se había calentado toda la vida con el pan mientras se horneaba, el hervir de garrafones o el burbujeante guiso de pescado. Ahora estaba rancia, silenciosa y oscura.

—¿Quién va a cocinar? —preguntó en voz alta.

«¿Quién va a bailar?», podría haber preguntado también.

Encendió una vela y azuzó las cenizas calientes del horno de madera, al que añadió leña. Usó los fuelles hasta prender una llama y puso más madera. El frigorífico hacía las veces de alacena porque la electricidad no llegaba a la cabaña. Para que no se formara moho, mantenían la puerta abierta con un matamoscas. Aun así, en todos los resquicios crecían venas de rocío negro y verdoso.

—Ahogaré los gorgojos en el tocino y lo calentaré —dijo mientras sacaba las sobras.

Así lo hizo, y comió directamente del cazo mientras miraba por la ventana por si llegaba papá. Pero no apareció.

Cuando la luz del cuarto de luna tocó la cabaña, se tumbó en su colchón del porche —un colchón abultado con sábanas de verdad, con estampado de rositas azules que mamá había comprado en un baratillo— para pasar la noche sola por primera vez en la vida.

Al principio se sentaba, de cuando en cuando, a mirar por la mosquitera. Por si oía pisadas en el bosque. Conocía la forma de todos los árboles, pero algunos parecían agitarse aquí y allí, moviéndose con la luna. Durante un rato estuvo tan tensa que no podía ni tragar, pero, entonces, la noche se llenó del canto familiar de las ranas arborícolas y las cigarras periódicas. Más consoladores que tres ratones ciegos con un cuchillo de carnicero. La oscuridad tenía un olor dulzón, el aliento terroso de ranas y salamandras que habían conseguido llegar al final de otro día de apestoso calor. La marisma se acurrucaba en ella misma con la neblina, y se durmió.

* * *

Papá no volvió a casa en tres días y Kya hirvió grelos del huerto de mamá para desayunar, almorzar y cenar. Fue al gallinero a coger huevos, pero lo encontró vacío. No había ni gallinas ni huevos.

—¡Cagadas! ¡Sois todas unas cagadas!

Había tenido intención de ocuparse de ellas desde que mamá se había ido, pero no lo había hecho. Y ahora se habían escapado y dispersado, y se las oía cloquear a lo lejos, entre los árboles. Tendría que echar grano para atraerlas.

Papá apareció con una botella la tarde del cuarto día y se tumbó en su cama.

La mañana siguiente entró en la cocina y bramó:

—¿Dónde se han metido todos?

—No lo sé —dijo sin mirarlo.

—Sabes menos que un chucho callejero. Y eres tan inútil como las tetas en un verraco.

Kya salió en silencio por el porche; cuando estaba en la playa buscando mejillones olió a humo y alzó la mirada para ver una columna de humo en la dirección de la cabaña. Corrió todo lo deprisa que pudo, salió de entre los árboles y vio una hoguera encendida en el patio. Papá tiraba a las llamas los cuadros, los vestidos y los libros de mamá.

—¡No! —gritó Kya.

Él ni la miró, y arrojó al fuego la vieja radio de pilas. La cara y los brazos de Kya ardían cuando se lanzó a recoger los cuadros, pero el calor la echó atrás.

Corrió a la cabaña para impedir que papá cogiera más cosas y lo retó con la mirada. Papá alzó la mano y ella no se movió. De pronto, se volvió y cojeó hasta su barca.

Kya se desplomó en los escalones y miró cómo las acuarelas de mamá se volvían cenizas. Se quedó allí sentada hasta que se puso el sol, hasta que todos los botones brillaron como rescoldos y los recuerdos del jitterbug con mamá se fundieron en las llamas.

En los días siguientes, Kya aprendió de los errores de los demás, y quizá incluso más de los piscardos, cómo vivir con él. No te pongas en medio, no dejes que te vea, huye de las manchas de sol a las sombras. Despertaba y salía de la casa antes de que él se levantara, vivía en el bosque y en el agua y volvía a la casa sin hacer ruido para dormir en su colchón del porche, lo más cerca posible de la marisma.

* * *

Papá había luchado contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial; la metralla le había alcanzado el fémur izquierdo y le había quitado su último motivo de orgullo. Los cheques semanales por discapacidad eran su única fuente de ingresos. Una semana después de que Jodie se fuera, el frigorífico estaba vacío y apenas quedaba algún nabo. Cuando Kya entró en la cocina ese lunes por la mañana, papá señaló un dólar arrugado y unas monedas en la mesa de la cocina.

—Con esto comprarás comida para la semana. Las limosnas no existen —dijo—. Todo cuesta algo, y con ese dinero podrás mantener la casa, recoger leña para el horno y hacer la colada.

Por primera vez en su vida, Kya fue sola al pueblo de Barkley Cove a hacer la compra. Este cerdito se fue al mercado. Caminó trabajosamente por arenas profundas y barro negro a lo largo de seis kilómetros hasta que la bahía relució ante ella con la aldea en su costa.

Los Everglades rodeaban el pueblo y mezclaban su neblina salada con la del océano, en marea alta al final de la calle Mayor. Las marismas y el mar aislaban el pueblo del resto del mundo, y su única conexión era la carretera de un solo carril que renqueaba hacia el pueblo con el hormigón cuarteado y lleno de baches.

Tenía dos calles. La Principal recorría la costa con una hilera de tiendas, con el colmado Piggly Wiggly en un extremo y la tienda de repuestos Western Auto en el otro, y un restaurante en el centro. En la mezcolanza había un Kress Five and Dime, un Penney (solo venta por catálogo), la panadería Parker y una zapatería Buster Brown. Al lado del Piggly estaba la cervecería Dog-Gone Beer Hall, que ofrecía perritos calientes, chili picante y gambas fritas servidas en barquitos de papel. En ella no entraban mujeres ni niños por considerarse inapropiado, pero habían puesto una ventanilla en la pared para que pudieran pedir perritos calientes y cola Nehi desde la calle. La gente de color no podía comprar en el establecimiento, ni en el interior ni por la ventanilla.

La otra calle, la Mayor, iba desde la vieja carretera hasta el océano y se acababa al cruzarse con la Principal. Así que el único cruce del pueblo estaba entre la Principal, la Mayor y el océano Atlántico. Las tiendas y negocios no estaban pegados unos a otros como en la mayoría de los pueblos, sino separados por pequeños solares con maleza de palmitos y avena del mar, como si la marisma se hubiera extendido hasta allí de la noche a la mañana. A lo largo de más de doscientos años, el cortante viento salado había castigado los edificios cubiertos de cedro hasta volverlos del color del óxido, y los marcos de las ventanas, la mayoría pintados de azul o blanco, se habían descascarillado y cuarteado. En su mayoría, el pueblo parecía cansado de pelearse con los elementos y se había resignado a desplomarse.

El muelle, envuelto en cuerdas deshilachadas y con pelícanos viejos, sobresalía en la pequeña bahía, cuyas aguas, cuando estaban calmas, reflejaban el rojo y el amarillo de los barcos camaroneros. Caminos polvorientos, con pequeñas casas de cedro a ambos lados, daban vueltas entre los árboles, rodeaban lagunas y bordeaban el océano a ambos lados de las tiendas. Barkley Cove era prácticamente un pueblo olvidado, con partes dispersas aquí y allá entre estuarios y juncos, como el nido de una garza azotado por el viento.

Descalza y vestida con un mono con peto que le venía pequeño, Kya se paró donde la marisma daba a la carretera. Se mordió el labio; deseaba volver corriendo a casa. Ni se imaginaba lo que le diría a la gente, cómo se las arreglaría para saber pagar lo que comprase. Pero el hambre es acuciante; entró en la Principal y se dirigió, agachando la cabeza, hacia el Piggly Wiggly por una acera desmoronada que aparecía de vez en cuando entre matojos de hierbas. A medida que se acercaba al Five and Dime, oía un ruido detrás y saltó a un lado justo cuando tres chicos, unos años mayores que ella, pasaron en bicicleta. El que iba en cabeza miró hacia atrás y se rio porque casi la atropella, y estuvo a punto de chocar con una mujer que salía de la tienda.

—¡Chase Andrews, ven aquí ahora mismo! Los tres.

Pedalearon unos cuantos metros más, luego se lo pensaron mejor y volvieron al lado de la mujer, la señorita Pansy Price, vendedora de telas y lociones. Su familia había sido dueña de la mayor granja en los aledaños de la marisma y, aunque hacía mucho tiempo que se había visto obligada a vender, mantenía su papel de refinada terrateniente, cosa que no resultaba fácil viviendo en un pequeño apartamento sobre el restaurante. La señorita Pansy solía llevar sombreros con turbante de seda, y esa mañana su tocado era rosa, lo que hacía resaltar el rojo de los labios y las manchas de colorete.

—Estoy por contarle esto a vuestras madres —regañó a los chicos—. O, mejor aún, a vuestros padres. Ir a toda velocidad por la acera, a punto de atropellarme. ¿Qué tienes que decir a eso, Chase?

Su bicicleta era la más elegante, con el sillín rojo y el manillar cromado y levantado.

—Lo sentimos, señorita Pansy, no la vimos porque esa niña se puso en medio.

Chase, bronceado y con el pelo negro, señaló a Kya, que había retrocedido y estaba medio metida en un arrayán.

—Olvídate de ella. No puedes ir por ahí echando a los demás la culpa de tus pecados, aunque sean basura del pantano. Tendréis que hacer una buena obra para compensar esto. Por ahí va la señorita Arial con su compra; ayudadla a meterla en la camioneta. Y meteos dentro la camisa.

—Sí, señora —dijeron los chicos mientras pedaleaban hacia la señorita Arial, que les había dado clase a todos en segundo.

Kya sabía que los padres del chico de pelo negro eran los dueños de la tienda de la Western Auto, y por eso tenía la bici más molona. Lo había visto descargando grandes cajas de cartón del camión y llevándolas dentro, pero nunca le había dirigido la palabra ni a él ni a los demás.

Esperó unos minutos y volvió a agachar la cabeza para ir a la tienda. Una vez dentro del Piggly Wiggly, estudió la selección de grano y eligió una bolsa de medio kilo porque arriba había una etiqueta roja: «Oferta de la semana». Como le había enseñado mamá. Se demoró en el pasillo hasta que ya no hubo clientes ante la caja registradora y se acercó a la cajera, la señorita Singletary, que preguntó:

—¿Dónde está tu mamá?

La señorita Singletary tenía el pelo corto, rizado y de color púrpura como un lirio a la luz del sol.

—Con sus labores, señora.

—Pero tienes dinero para el grano, ¿verdad?

—Sí, señora.

Al no saber contar la cantidad exacta dejó el billete de dólar.

La señorita Singletary se preguntó si la niña sabría distinguir las monedas, así que contó despacio mientras ponía el cambio en la mano abierta de Kya.

—Veinticinco, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, ochenta y cinco y tres peniques. Porque el grano cuesta doce centavos.

A Kya se le revolvió el estómago. ¿Se suponía que ella también debía contarlo? Miró el enigma de monedas que tenía en la mano.

La señorita Singletary pareció ablandarse.

—Bueno, venga. Vete ya.

Kya salió de la tienda y caminó todo lo deprisa que pudo hacia el sendero de la marisma. Mamá le había dicho muchas veces: «No corras nunca en el pueblo o la gente pensará que has robado algo». Pero, en cuanto llegó al sendero de arena, echó a correr unos buenos setecientos metros. Y luego caminó el resto deprisa.

Una vez en casa, creyendo que sabía preparar las gachas, echó el grano en el agua hirviendo como había hecho mamá, pero se pegaron y formaron una gran bola que se quemó por fuera y quedó cruda por el centro. Tan correosa que solo pudo darle un par de bocados, así que volvió al huerto y encontró unos pocos grelos entre las varas doradas. Los coció y se los comió, y se bebió el caldo con el cazo.

En pocos días le pilló el tranquillo a preparar las gachas, aunque, por mucho que removiera, seguían formándosele grumos. La semana siguiente compró costillas —marcadas con una etiqueta roja— y las coció con gachas y grelos en un guiso que sabía bien.

Kya había hecho la colada con mamá muchas veces, así que sabía frotar la ropa con jabón de lejía en la tabla de lavar bajo la espita del patio. Los monos de papá pesaban tanto cuando estaban mojados que no podía escurrirlos con sus manitas, y no podía llegar a la cuerda para tenderlos, así que los tendía sobre las hojas de los palmitos de la linde del bosque.

Papá y ella bailaban así, viviendo separados en la misma cabaña, a veces sin verse durante el día. Sin hablarse casi nunca. Limpiaba lo que manchaba tanto ella como él, como una mujercita muy seria. Aún no sabía cocinar lo bastante para hacerle la comida y, de todos modos, no estaba nunca, pero hacía la comida, recogía lo que tiraba, barría y lavaba los platos la mayoría de las veces. No porque se lo hubieran mandado, sino porque era la única manera de mantener la cabaña decente para cuando volviera mamá.

* * *

Mamá siempre decía que la luna de otoño salía el cumpleaños de Kya. Así que, pese a no recordar su fecha de nacimiento, una noche de luna llena y dorada sobre la laguna Kya se dijo: «Creo que tengo siete años». Papá no lo mencionó y, desde luego, no hubo tarta. Tampoco dijo nada sobre ir a la escuela y ella, puesto que no sabía gran cosa del asunto, tenía miedo a sacar el tema.

Seguro que mamá volvería para su cumpleaños, así que la mañana siguiente a la última luna llena del verano se puso el vestido de percal y miró al camino. Deseaba ver a mamá caminando hacia la cabaña, con su falda larga y sus zapatos de cocodrilo. Como no apareció nadie, cogió el cazo con granos y atravesó el bosque hasta la costa. Se llevó las manos a la boca, echó la cabeza atrás y gritó: «Kii-ou, kii-ou, kii-ou». En el cielo aparecieron motas plateadas que bajaron a la playa desde las olas.

—Ya vienen. Hay tantas que no sé contar tan alto —dijo.

Las aves gritaban y chillaban mientras volaban en círculo y luego descendían, se detenían cerca de su cara y se posaban al lado de los granos que ella tiraba. Por fin se callaron y se pusieron a acicalarse y ella se sentó en la arena, con las piernas dobladas a un lado. Una gaviota grande se posó en la arena cerca de Kya.

—Es mi cumpleaños —le dijo al pájaro.

Capítulo 3

Chase

1969

Las patas podridas de la abandonada torre de vigilancia contra incendios se hundían a horcajadas en el cenagal, que creaba sus propios tentáculos de niebla. Descontando el graznido de los cuervos, el silencioso bosque parecía contener un ánimo expectante cuando los dos muchachos, Benji Mason y Steve Long, los dos de diez años, los dos rubios, subieron por la húmeda escalera la mañana del 30 de octubre de 1969.

—Se supone que en otoño no hace tanto calor —dijo Steve a Benji.

—Sí, y todo está silencioso, menos los cuervos.

—Uaaa. ¿Qué es eso? —preguntó Steve mientras miraba entre los escalones.

—¿Dónde?

—Allí. Tela azul, como si hubiera alguien tumbado en el barro.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí? —gritó Benji.

—Le veo la cara, pero no se mueve.

Bajaron al suelo moviendo los brazos y forcejearon por llegar al otro lado de la base de la torre, con el barro verdoso pegado a sus botas. Era un hombre tirado de espaldas con la pierna derecha grotescamente torcida hacia delante desde la rodilla. Tenía los ojos y la boca muy abiertos.

—¡Santo cielo! —dijo Benji.

—Dios mío, es Chase Andrews.

—Será mejor ir a buscar al sheriff.

—Pero se supone que no deberíamos estar aquí.

—Eso ahora no importa. Los cuervos bajarán en cualquier momento.

Alzaron la cabeza hacia los graznidos y Steve dijo:

—Puede que uno de los dos deba quedarse, para mantener alejados a los pájaros.

—Tú estás loco si crees que voy a quedarme aquí solo. Y te apuesto cinco centavos a que tú tampoco.

Con esto, cogieron las bicis, pedalearon con fuerza por el sendero de almibarada arena de vuelta a la calle principal, atravesaron todo el pueblo y entraron en el bajo edificio donde el sheriff Ed Jackson estaba sentado ante su mesa en la oficina iluminada con bombillas que colgaban de simples cables. Era ancho, de estatura mediana, con el pelo rojizo y el rostro y los brazos salpicados de pálidas pecas y hojeaba una revista de Sports Afield.

Los muchachos atravesaron la puerta abierta sin detenerse a llamar.

—Sheriff…

—Hola, Steve, Benji, ¿venís de un incendio?

—Hemos visto a Chase Andrews tirado en el pantano bajo la torre de vigilancia. Parecía muerto. No se movía un pelo.

Desde que Barkley Cove se había fundado, en 1751, ningún hombre de la ley había ampliado su jurisdicción más allá de los juncos. En las décadas de 1940 y 1950, algunos sheriffs habían utilizado sabuesos para buscar a convictos huidos a la marisma, y la comisaría seguía teniendo perros por si acaso. Pero Jackson solía ignorar cualquier crimen cometido en el pantano. ¿Por qué interrumpir a ratas que matan ratas?

Pero se trataba de Chase. El sheriff se levantó y cogió el sombrero del perchero.

—Llevadme.

Ramas de roble y acebo silvestre crujieron contra la camioneta de la policía cuando el sheriff bajó por el sendero de arena con el doctor Vern Murphy, delgado y en forma, con el pelo gris, el único médico del pueblo, sentado a su lado. Los hombres se bamboleaban con el ritmo de los profundos baches, la cabeza de Vern casi chocaba con el parabrisas. Viejos amigos de casi la misma edad, pescaban juntos y se ocupaban de los mismos casos. Los dos guardaban silencio ante la perspectiva de confirmar de quién era el cuerpo tumbado en el cenagal.

Steve y Benji iban sentados en la parte trasera con las bicis hasta que la camioneta se detuvo.

—Está por allí, señor Jackson. Detrás de los arbustos.

Ed bajó de la camioneta.

—Vosotros esperad aquí, chicos.

El doctor Murphy y él vadearon el barro hasta donde estaba Chase. Los cuervos habían huido con la llegada de la camioneta, pero en las alturas zumbaban otros pájaros e insectos. La insolente vida seguía adelante.

—Sí que es Chase. Sam y Patti Love no sobrevivirán a esto.

Los Andrews habían encargado cada enchufe, cuadrado cada cuenta, etiquetado cada precio de la Western Auto pensando en Chase, su único hijo.

Vern se acuclilló junto al cuerpo y buscó un latido con el estetoscopio, y lo declaró muerto.

—¿Cuánto tiempo crees? —preguntó Ed.

—Yo diría que al menos diez horas. El forense lo sabrá con seguridad.

—Debió de subir anoche y cayó desde lo alto.

Vern examinó a Chase sin moverse y se incorporó junto a Ed. Los dos hombres observaron los ojos de Chase, que todavía miraban al cielo desde su cara hinchada, y luego observaron la boca abierta.

—Cuántas veces habré dicho a la gente de este pueblo que acabaría pasando algo así —comentó el sheriff.

Conocían a Chase desde que nació. Habían visto cómo había pasado de ser un niño encantador a un guapo adolescente, de quarterback, estrella e ídolo del pueblo a trabajar con sus padres y, finalmente, a un hombre apuesto casado con la más guapa. Y ahora estaba allí tirado, solo, menos digno que el cieno. Como siempre, la grosera mano de la muerte era la estrella de la función.

Ed rompió el silencio.

—Lo que pasa es que no entiendo por qué los demás no pidieron ayuda. Siempre vienen aquí en grupo o en parejas a meterse mano. —El sheriff y el doctor intercambiaron un asentimiento breve, sabiendo que, pese a estar casado, Chase podría haber traído a otra mujer a la torre—. Vamos a retirarnos de aquí. Echemos un buen vistazo a los alrededores —dijo mientras alzaba el pie más de lo necesario—. Vosotros, chicos, no os mováis de ahí; no vayáis a dejar más huellas.

Señaló unas huellas que iban de la escalera al cenagal hasta tres metros de Chase.

—¿Esas huellas son vuestras de esta mañana? —preguntó.

—Sí, señor, no pasamos de ahí —dijo Benji—. En cuanto vimos que era Chase, dimos marcha atrás. Puede ver dónde retrocedimos.

—Vale. —Ed volvió—. Vern, hay algo que no me cuadra. No hay huellas junto al cuerpo. De haber estado con un amigo o con alguien, cuando cayó habrían bajado y pisoteado todo esto, se habrían arrodillado junto a él, para ver si seguía vivo. Mira qué profundas son las huellas en este barro, pero no hay más huellas. Ninguna que proceda de las escaleras o que vaya a ellas, ni alrededor del cuerpo.

—Entonces puede que estuviera solo. Eso lo explicaría todo.

—Bueno, voy a decirte algo que no lo explica. ¿Dónde están sus huellas? ¿Cómo pudo Chase Andrews bajar por el sendero, cruzar este barrizal hasta las escaleras para subir a lo alto y no dejar ninguna huella?

Capítulo 4

La escuela

1952

Días después de su cumpleaños, Kya estaba sola, con los pies descalzos en el barro, agachada para ver cómo le salían las patas a un renacuajo. Se incorporó bruscamente. Un coche revolvía la profunda arena al final del camino de casa. Nadie acudía en coche hasta allí. Luego, de entre los árboles, llegó el murmullo de gente hablando, se trataba de un hombre y una mujer. Kya corrió a los arbustos, desde esa posición podría ver quiénes eran y huir de ellos. Tal como le había enseñado Jodie.

Del coche bajó una mujer alta que se movía insegura sobre altos tacones, como había hecho mamá por el camino de arena. Debían de ser los del orfanato, que iban a por ella.

«Seguro que puedo correr más que ella. Con esos tacones se caerá de morros». Kya esperó y vio a la mujer acercarse a la mosquitera del porche.

—Yuuju, ¿hay alguien en casa? Soy la inspectora escolar. He venido a llevar a Catherine Clark a la escuela.

Mira por dónde. Kya se quedó muda. Estaba segura de que debería haber ido al colegio a los seis años. Y ahí estaban, con un año de retraso.

No tenía ni idea de cómo hablar con otros niños, y menos con una profesora, pero quería aprender a leer y saber lo que venía después del veintinueve.

—Catherine, querida, si me oyes, sal, por favor. Es la ley, cariño; tienes que ir a la escuela. Además, seguro que te gusta, querida. Todos los días dan de comer gratis. Creo que hoy toca pastel de pollo con hojaldre.

Eso era otra cosa. Kya tenía mucha hambre. Para desayunar había cocido granos, a los que había echado galletas saladas porque no tenía sal. Si sabía alguna cosa de la vida era que no podías comer granos sin sal. En toda su vida, había comido pastel de pollo un par de veces, pero recordaba esa costra dorada, crujiente por fuera, blando por dentro. Sentía el sabor de la salsa, como si fuera sólida. Fue su estómago, que actuó por su cuenta, lo que hizo que Kya se levantara entre las hojas de los palmitos.

—Hola, querida, soy la señorita Culpepper. Ya eres mayor y estás lista para ir a la escuela, ¿verdad?

—Sí, señora —dijo Kya con la cabeza gacha.

—No pasa nada, puedes ir descalza, como hacen otros, pero debes llevar falda; eres una niña. ¿Tienes un vestido o una falda, cariño?

—Sí, señora.

—Muy bien, pues vamos a vestirte.

La señorita Culpepper siguió a Kya por la puerta del porche y pasó la pierna por encima de una hilera de nidos de pájaros que Kya había colocado a lo largo de los maderos del suelo. En el dormitorio, Kya se puso el único vestido que le venía bien, un suéter a cuadros con una manga sujeta con un imperdible.

—Bien, querida, te queda muy bien.

La señorita Culpepper alargó la mano. Kya se la quedó mirando. Hacía semanas que no tocaba a otra persona, y nunca había tocado a un desconocido. Pero puso su manita en la de la señorita Culpepper y ella la guio por el camino hasta el Ford Crestliner que conducía un hombre callado con un fedora gris. Kya se sentó en el asiento trasero sin sonreír y sin sentirse un polluelo refugiado bajo el ala de su madre.

Barkley Cove tenía una escuela para blancos. Los alumnos de los cursos primero a duodécimo iban a un edificio de ladrillo de dos pisos frente a la oficina del sheriff. Los niños negros tenían su propia escuela, un bloque de cemento de un piso junto al barrio de color.

La llevaron a las oficinas de la escuela, encontraron su nombre, pero no la fecha de nacimiento en los registros del condado, y la pusieron en segundo, aunque no había ido al colegio un solo día de su vida. De todos modos, el primer curso estaba lleno, dijeron, y qué más le da a la gente de la marisma, que quizá va unos meses a la escuela y luego no se la vuelve a ver. El sudor asomó a su frente cuando el director la condujo por un ancho pasillo con el eco de sus pasos. Abrió la puerta de un aula y le dio un empujoncito.

Camisas a cuadros, faldas largas, zapatos, muchos zapatos, algunos pies descalzos, y ojos, todos la miraban. Nunca había visto tanta gente. Puede que hubiera una docena. La maestra, la misma señorita Arial a la que habían ayudado aquellos niños, condujo a Kya hasta un pupitre cerca del fondo. Podía poner sus cosas en el casillero, le dijeron, pero no tenía cosas.

La maestra volvió al frente de la clase y dijo:

—Catherine, levántate, por favor, y di a la clase tu nombre completo.

Se le revolvió el estómago.

—Vamos, querida, no seas tímida.

Kya se levantó.

—Señorita Catherine Danielle Clark —contestó, porque mamá le había dicho una vez que ese era su nombre completo.

—¿Puedes deletrear perro para nosotros?

Kya guardó silencio y miró al suelo. Mamá y Jodie le habían enseñado algunas letras, pero nunca había deletreado una palabra en voz alta para nadie.

Los nervios se agitaron en su estómago. Aun así, lo intentó.

—P-e-d-d-o.

La risa recorrió de un lado a otro los pupitres.

—¡Chsss! ¡Silencio todos! —exclamó la señorita Arial—. No nos reímos, me oís, no nos reímos de los demás. Ya deberíais saberlo.

Kya se sentó de golpe en su asiento del fondo de la clase, e intentó desaparecer como un escarabajo se esconde en el agujereado tronco de un roble. Pero, por muy nerviosa que estuviera, con la maestra dando la clase, se inclinó hacia delante, pues quería aprender lo que venía después de veintinueve. De momento, de lo único que hablaba la señorita Arial era de una cosa llamada fonética, y los estudiantes, con la boca formando una O, repetían los sonidos de aa, o y u que ella hacía, y todos gemían como palomas.

A eso de las once, el olor a mantequilla caliente del pan y el hojaldre horneándose llenó los pasillos y entró en el aula. El estómago de Kya sintió un pinchazo y se tensó y, cuando la clase formó una fila y desfiló hacia la cafetería, tenía la boca llena de saliva. Imitó a los demás y cogió una bandeja, un plato de plástico verde y cubiertos planos. Había un gran ventanal con mostrador que daba a la cocina y, ante ella, una enorme bandeja esmaltada de pastel de pollo, entrecruzada de un grueso y crujiente hojaldre, y burbujeante salsa caliente. Una mujer negra y alta, que sonreía y llamaba a algunos niños por su nombre, depositó una gran ración de pastel en su plato, seguida de otra de alubias con mantequilla y un panecillo. Y le dio pudin de plátano y un cartón rojo y blanco de leche para que lo pusiera en la bandeja.

Se dirigió hacia la zona del comedor, donde la mayoría de las mesas estaban ocupadas por niños que hablaban y reían. Reconoció a Chase Andrews y a sus amigos, que casi la habían echado de la acera con sus bicis; apartó la mirada y se sentó en una mesa vacía. Sus ojos la traicionaron en varias ocasiones por mirar a los chicos, las únicas caras que conocía. Pero ellos la ignoraron, igual que los demás.

Kya miró el pastel lleno de pollo, zanahorias, patatas y guisantes. Con el dorado hojaldre marrón encima. Se le acercaron varias chicas, vestidas con faldas largas abultadas con varias capas de miriñaques. Una era alta, delgada y rubia, otra redonda con mofletes. Kya se preguntó cómo podrían trepar a un árbol o subirse a una barca con esas faldas tan grandes. Desde luego, no podrían vadear un río para coger ranas; no podrían ni verse los pies.

Kya miró el plato a medida que se acercaban. ¿Qué les diría si se sentaban con ella? Pero las chicas pasaron de largo mientras gorjeaban como pájaros y se unieron a sus amigas en otra mesa. Descubrió que, pese al hambre que le atenazaba el estómago, tenía la boca seca y le costaba tragar. Así que, tras tomar unos bocados, se bebió toda la leche, llenó el cartón con todo el pollo que pudo, procurando no ser vista, y lo envolvió en la servilleta con el panecillo.

No abrió la boca en todo lo que quedaba de día. Y estuvo callada hasta cuando la maestra le hizo una pregunta. Pensó que se suponía que ella debía aprender de ellos, no ellos de ella. «¿Por qué voy a arriesgarme a que se rían de mí?», pensó.

Al sonar el último timbre, le dijeron que el autobús la dejaría a cinco kilómetros de su casa; el camino era demasiado arenoso, y todas las mañanas tendría que ir andando hasta el autobús. En el regreso, mientras el autobús oscilaba por los profundos baches y pasaba ante tramos de espartizales, de la parte delantera brotó una cancioncilla: «¡Señorita Catherine Danielle Clark! —gritaron la Altaflacarrubia y la Gorditamofletuda, las chicas del almuerzo—, ¿en qué parte de la marisma vives? ¿Dónde tienes el sombrero, rata de pantano?».

El autobús acabó parándose en un cruce sin señales de retorcidos senderos que se perdían en el bosque. El conductor abrió la puerta y Kya bajó disparada y corrió casi medio kilómetro, jadeó buscando aire y anduvo deprisa hasta llegar a su camino. No se paró en la cabaña, sino que corrió y atravesó los palmitos hasta llegar a la laguna y bajar por la vereda que atravesaba los densos y protectores robles, hasta el océano. Salió a la playa desierta y, cuando se detuvo en la línea de la marea, el mar le abría los brazos y el viento le tiraba del pelo y le deshacía las trenzas. Estaba a punto de llorar; lo había estado todo el día.

Kya llamó a los pájaros haciéndose oír por encima del rugir de las olas. El canto del océano era de voz de bajo, las gaviotas, de soprano. Volaron en círculo sobre las marismas y la arena, chillaron y graznaron mientras ella tiraba a la playa la corteza del pastel y los panecillos. Se posaron con las patas extendidas y movieron la cabeza.

Algunas aves le picotearon suavemente entre los dedos de los pies, y ella se rio por las cosquillas, hasta que las lágrimas surcaron sus mejillas y, por fin, grandes y roncos sollozos brotaron de ese lugar congestionado bajo su garganta. Cuando vació el cartón, tuvo tanto miedo de que, como los demás, las gaviotas la abandonaran que pensó que no podría soportar el dolor. Pero se quedaron en la playa, a su alrededor, concentradas en acicalarse las extendidas alas grises. Así que se sentó y deseó poder llevárselas a dormir con ella al porche. Se las imaginaba amontonadas en su colchón, como un esponjoso montón de cuerpos cálidos y emplumados, todos juntos bajo las sábanas.

Dos días después, oyó al Ford Crestliner batir la arena y fue corriendo a la marisma, pisó con fuerza los tramos de arena, dejó huellas claras como el día y luego entró de puntillas en el agua sin dejar huellas, dio media vuelta y siguió otra dirección. Cuando encontraba barro, corría en círculo para crear un rastro confuso. Y, cuando llegaba a suelo firme, apenas lo rozaba, saltaba de una mata de hierba a otra sin dejar huella.

Fueron cada dos o tres días durante unas semanas más, el hombre del fedora se encargaba de buscarla y darle caza, sin llegar nunca ni a acercarse. Y una semana ya no fue nadie. Solo se oía el graznar de los cuervos. Dejó caer las manos a los costados y miró el camino desierto.

Kya no volvió a la escuela ninguna vez en su vida. Cuando suponía que podía aprender algo, observaba a las garzas y recogía conchas. «Ya sé arrullar como una paloma —se decía—. Y mucho mejor que ellas, con sus bonitos zapatos».

* * *

Una mañana, semanas después del día que fue a la escuela, el sol brillaba con fuerza cuando Kya se subió al fuerte en el árbol de sus hermanos para buscar barcos veleros que enarbolaran la bandera del cráneo y las tibias. Demostrando que la imaginación crece hasta en los terrenos más solitarios, gritó: «¡Ho! ¡Piratas ho!». Enarboló su espada y saltó del árbol para lanzarse al ataque. Una punzada de dolor le atravesó de repente el pie derecho y ascendió como fuego por la pierna. Las rodillas cedieron, cayó de costado y chilló. Vio un clavo largo y oxidado clavado en la planta del pie.

—¡Papá! —gritó. Intentaba recordar si había vuelto a casa la noche anterior—. Ayúdame, papá —gritó, pero no obtuvo respuesta.

Alargó la mano con un gesto rápido y se arrancó el clavo mientras gritaba para cubrir el dolor.

Hundió y movió los brazos por la arena de forma inconsciente, gimoteando. Finalmente, se sentó y examinó la planta del pie. Apenas había sangre, solo la pequeña abertura de una herida pequeña y profunda. Entonces se acordó del tétanos. Se le hizo un nudo en el estómago y sintió frío. Jodie le había contado que un niño había pisado un clavo oxidado sin estar vacunado. Las mandíbulas se le habían agarrotado tanto que no podía abrir la boca. Luego, la columna vertebral se le contrajo hacia atrás como un arco y nadie pudo hacer nada, salvo ver cómo se moría por las contracciones.

Jodie había sido muy claro en un detalle: hay que vacunarse a los dos días de pisar un clavo o estabas perdido. Kya no tenía ni idea de cómo conseguir esa vacuna.

—Tengo que hacer algo. Seguro que me muero si espero a papá.

El sudor le corría profusamente por la cara mientras cojeaba por la playa hasta llegar a los robles más frescos que rodeaban la cabaña.

Mamá limpiaba las heridas con agua salada y las envolvía con barro mezclado con todo tipo de pociones. No había sal en la cocina, así que cojeó hasta el bosque en busca de un arroyo salobre, tan salado con la marea baja que sus orillas relucían por los brillantes cristales blancos. Se sentó en el suelo y empapó el pie en la salmuera de la marisma sin dejar de mover la boca: la abría, la cerraba, la abría, la cerraba, imitaba bostezos, la movía como si masticara, cualquier cosa para impedir que se le encajara. Al cabo de casi una hora, la marea había retrocedido lo suficiente para poder cavar con los dedos un agujero en el negro barro, y metió el pie con cuidado en la sedosa tierra. Allí el aire era fresco y los gritos de las águilas le dieron ánimos.

Al caer la tarde, estaba hambrienta y volvió a la cabaña. El cuarto de papá seguía vacío, y probablemente no volvería hasta dentro de varias horas. Jugar al póker y beber whisky mantiene a un hombre ocupado la mayor parte de la noche. No había granos, pero, tras rebuscar, encontró una vieja y grasienta lata de manteca Crisco, cogió un poco de grasa blanca y la extendió en una galleta salada. La mordisqueó y luego se comió cinco más.