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La ciencia ya no es sólo un atributo ventajoso de nuestra especie, sino que se ha constituido en un elemento indispensable de la supervivencia. Si la ciencia desapareciera hoy, nosotros, los descendientes de aquellas criaturas que no habían necesitado de ciencia moderna, podríamos perecer, porque ahora sí nos es indispensable. En nuestros días somos demasiado numerosos como para poder sobrevivir en las naciones modernas sin energía, abrigo, alimentos, medicina y tecnología derivados de la ciencia. Si tocáramos el planeta con una varita mágica que hiciera desaparecer la ciencia y todo lo producido por la ciencia y la tecnología, en pocos días moriría por lo menos un 80% de la humanidad. Hoy la distribución desigual de la ciencia moderna entre los pueblos de la Tierra nos ha colocado al borde de la extinción. Este desastre puede ocurrir a causa de un aumento creciente del oscurantismo habitual que menoscaba esa ciencia de la cual ahora dependemos, o porque el competidor pone en juego estrategias que arruinan el modelo que manejamos nosotros y nos fuerza a desempeñarnos en situaciones en las que nuestra manera de interpretar resulta poco menos que inservible. Con el estilo claro que caracteriza sus ensayos Cereijido nos sugiere una serie de tareas que debemos emprender para mejorar y tratar de salir vivos de este trance.
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Seitenzahl: 422
Veröffentlichungsjahr: 2012
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Marcelino Cereijido
__________________
Cromañón
De cómo la edad de hielo dio paso a los humanos modernos
Brian Fagan
La corriente de El Niño y el destino de las civilizaciones
Inundaciones, hambrunas y emperadores
Brian Fagan
El gran calentamiento
Cómo influyó el cambio climático en el apogeo y caída de las civilizaciones
Brian Fagan
La Pequeña Edad de Hielo
Cómo el clima afectó a la historia de Europa (1300-1850)
Brian Fagan
El largo verano
De la Era Glacial a nuestros días
Brian Fagan
Magos, gurús y sabios
Una explicación sencilla de lo inexplicable
Henri Broch
El cielo en una botella
Historia de la pesquisa sobre el azul del firmamento
Peter Pesic
Sobrenatural
John Downer
Los planetas
David McNab y James Younger
El universo de Stephen Hawking
David Filkin
Un ensayo sobre el analfabetismo científico y sus efectos
Marcelino Cereijido
Textos traducidos del inglés por M. A. P.
Diseño de portada: Sergio Manela
2ª edición, Mayo de 2012
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© by Editorial Gedisa S. A.
Avenida del Tibidabo, 12, 3º
Tel. 34 93 253 09 04
Fax 34 93 253 09 05
08022 - Barcelona, España
www.gedisa.com
ISBN 978-84-9784-392-8
D.L. B-10555-2012
IBIC: PDZ
Impreso en Romanyà Valls, S.A.
Impreso en España
Printed in Spain
Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.
A Rolando V. García y José Carlos Beyer, con quienes desde hace años, domingo a domingo, discrepamos a gusto sobre estas cosas.
Introducción
Capítulo 1: Cómo se forjó y qué es hoy la ciencia
Capítulo 2: Los modelos interpretativos basados en la religión son, por supuesto, los usados por la casi totalidad de la población humana
Capítulo 3: La ciencia vista por el analfabeto científico
Capítulo 4: El analfabetismo científico del Primer Mundo
Capítulo 5: El analfabetismo científico del Tercer Mundo
Capítulo 6: La ciencia moderna como calamidad
Capítulo 7: De Jan Amos Comenius a Silvina Gvirtz
Epílogo
Bibliografía
La ciencia es quizás el punto más alto del desarrollo humano, pues nos permite entender qué es el Universo y hasta tomar fotos actuales de sus inicios, a pesar de que ocurrió hace 13.700 millones de años, dar una idea de por qué en un lugar así aparecimos los humanos y evolucionamos hasta ser capaz de explicarlo, mejorar nuestro cuerpo y manera de funcionar y con ello posponer nuestra muerte por 60 años, y vivir en forma sana un total de 85. La ciencia es, si se la quiere ver así, un superamplificador que aumenta nuestros sentidos (vista, oído, tacto, olfato) millones y millones de veces. Sin ella no sabríamos qué es la luz, tampoco que hay organismos más pequeños que un virus que así y todo nos pueden enfermar y aun matar, que si encendemos el televisor veremos a un compatriota jugar al fútbol del otro lado del planeta. ¿Como es que entonces me atrevo a designarla como “calamidad”? Y voy a abundar: una calamidad tan grande que ante ella palidecen la lepra, la peste, el cáncer y el Alzheimer puestos juntos. ¿Tan bajo he caído que recurro a tremendismos y estridentismos para atraer la atención sobre mi libro?
Así es, creo que a pesar de sus impresionantes méritos, hoy la ciencia se ha erigido en una descomunal calamidad que incrementa minuto a minuto, de ello trata este ensayo. Pero tampoco soy como el papa Pío IX que en 1864 proclamó la encíclica Quanta Cura, con un Syllabus que condena la ciencia y las tecnologías derivadas de ella, sin llegar a imaginar que gracias a esa ciencia que denostaba, un siglo más tarde sus colegas iban a poder dirigir un discurso por televisión a colores a toda su grey esparcida por el Planeta, sus cardenales volarían a 1.000 Km/h, a 10 Km del piso, o iban a salvar su vida con una oportuna operación de próstata o un cateterismo cardíaco que les destaparía una coronaria a punto de obstruirse del todo y matarlos. Amo a la ciencia, la admiro y me gano la vida cultivándola. De modo que si en esta Introducción no logro aclarar semejante palabrerío, convencerlo de que hay razones para alarmarse en serio, y convocarlo a participar en un problema que le incumbe, mi libro va a quedar como un festival de paparruchadas. Más me vale poner manos a la obra.
Todo organismo sobrevive a condición de interpretar satisfactoriamente la realidad que habita
Me refiero tanto a la bacteria cuya vida depende de que identifique y absorba ciertas moléculas de nutrientes, como a un girasol que necesita interpretar dónde está el Sol en cada momento, o un zorro que debe superar las estrategias de fuga de un conejo. Por supuesto, esas interpretaciones son inconscientes, pues hasta donde sabemos, la consciencia sólo le empezó a brotar al Homo sapiens hace apenas cincuenta mil años (“nada” en un contexto evolutivo que viene durando miles de millones de años). Pero esto de interpretar la realidad para sobrevivir es tan crucial, que en cuanto tuvo consciencia el ser humano la sumó a las interpretaciones inconscientes que ya tenía, y que eran similares a las que tienen bacterias, girasoles y zorros. Nuestras interpretaciones inconscientes de la realidad son entonces las más ancestrales, pues las compartimos con unicelulares y organismos muy simples, cuyas estirpes están en el planeta desde hace millones de años, y tuvieron tiempo de perfeccionarlas y pulirlas. En cambio lo que los Homo sapiens captamos e interpretamos conscientemente de la realidad es más claramente modificable por la Evolución, la crianza, la educación, el trato social.
El Universo no es una “cosa” sino un “proceso”
Las pistas que llevaron a los sabios a demostrar e interpretar el desarrollo de la vida y la emergencia de los Homo sapiens, fueron dientes y huesos encontrados en los diversos estratos geológicos. Duraron ahí porque están hechos de materiales muy duros, que resisten las infiltraciones y ataques de substancias químicas del suelo, calores extremos, arideces que deshidratan y presiones descomunales. En cambio de los músculos, vasos, glándulas, cerebro no queda ni rastro, y no digamos de la mente: nada, absolutamente nada. Por eso podemos deducir cómo caminaba y cazaba un homínido, pero sólo tenemos conjeturas de sobre cómo pensaba. Pero eso no constituye una dificultad demasiado grande para el presente ensayo, pues nos basta con las maneras de concebir la realidad que viene teniendo el Homo sapiens de los últimos milenios y aun últimos siglos, cuando ya pintaba cavernas, decoraba cacharros, construía templos que permiten hacernos una idea de cómo veía la realidad y se veía a sí mismo sobreviviendo en ella. Por otra parte, todavía hay sociedades, con gente de carne y hueso que podemos visitar, ver, oír y estudiar, que concibe su realidad de una manera parecida a como la concebía un ser humano de hace diez o veinte mil años.
Evolución de los modelos mentales para interpretar la realidad
Entre los modelos mentales conscientes más antiguos de la realidad están los animistas, que el ser humano usaba en tiempos en que daba por sentado que el volcán tiene un espíritu que lo gobierna, como también lo tiene el árbol, el oso, y si uno sabe cómo son, qué les gusta, qué prefieren y qué aborrecen esos espíritus se lleva mejor con los volcanes, árboles y osos, asunto crucial para sobrevivir. De manera análoga aceptamos que más adelante surgieron los politeísmos, donde cada dominio de la realidad está a cargo de una deidad distinta: Urano rige los sucesos celestiales, Poseidón los marítimos, Silvanus señorea en los bosques, Ceres está a cargo de las cosechas, Eolo del viento. El paso de un animismo a un politeísmo constituye un progreso intelectual formidable, porque tácita o explícitamente las “preferencias” de una deidad equivalen a las futuras leyes científicas que rigen los fenómenos de la realidad a su cargo. En un politeísmo cada deidad tiene preferencias particulares que no entran en conflicto con las de otros dioses, como cuando digo que me gustan los helados de chocolate mientras mi compañero afirma que los aborrece; pero el paso a un monoteísmo implica una verdadera hazaña intelectual, pues un mismo dios no podría declarar “Me gustan los helados de chocolate, me dan asco”, condición que forzó al ser humano a inventar nada menos que la coherencia de Dios. A su vez esta coherencia fue un peldaño decisivo hacia la siguiente manera evolutiva de interpretar la realidad, la ciencia moderna, donde los conocimientos no están simplemente amontonados caóticamente, sino que mantienen una coherencia muy grande y no conflictúan entre sí. Lo que los historiadores afirmen sobre los años en que reinó cierto faraón, los físicos digan sobre el decaimiento del carbono 14 de sus huesos, que es radiactivo, los patólogos demuestren las causas de su muerte, y los biólogos moleculares encuentren acerca de su parentesco con el faraón que lo precedió con base en la secuenciación de su DNA, y así las conclusiones de quienes analicen el tipo de inscripciones en las paredes de su tumba, la identificación de los dioses representados, los restos de semillas encontrados en las vasijas, la textura de las telas con que se ha embalsamado su momia, y una infinidad de hallazgos más, cada uno hecho por una disciplina científica distinta, tienden a concordar hasta que no quede discrepancia alguna. Así tomada, la ciencia moderna no es más que una manera muy particular de interpretar la realidad, consiste en hacerlo sin invocar milagros, revelaciones, dogmas ni al Principio de Autoridad, por el cual algo es verdad o mentira de acuerdo con quién lo diga: la Biblia, el papa, el rey, el poderoso.
Toda especie desarrolla “exageradamente” algún atributo, lo perfecciona, y lo va transformando en su herramienta y arma en la lucha por la vida: el picaflor especializó su diminuto cuerpecillo y su peculiar forma de volar, de modo que pueda quedarse suspendido en el aire frente a la flor mientras se alimenta, y evita así ser devorado por depredadores ocultos en el follaje. El oso hormiguero adaptó sus patas para desbaratar hormigueros en segundos, saca una lengua pegajosa de sesenta centímetros, que barre y pegotea hormigas y las traga hacia un estómago que, por supuesto, se ha hecho capaz de tolerar medio kilo de bichitos con cutículas y ácido fórmico, dieta que nos perforaría el estómago si tratáramos de imitarlo. En esa guisa el Homo sapiens se ha especializado en interpretar la realidad mejor que los demás organismos, de modo que en uno de sus pasos forjó algo que todavía no entendemos y que llamamos sentido temporal, gracias al cual es capaz de interpretar la realidad dinámicamente (en función del tiempo) y que le permite entender realidades ocurridas hace 13.700 millones de años cuando apareció el universo, predecir que cierto cometa volverá a pasar dentro de 75 años, y que dentro de miles de millones de años el Sol se transformará en una estrella roja gigante que abrasará la Tierra.
Si el ser humano estaba haciendo su herramienta con base en el conocer, resultó casi inevitable que se propiciara la selección del creyente, pues confiere una enorme ventaja que uno sepa no solamente lo que observó y descubrió personalmente, sino también lo todo lo que aprendieron los seres humanos de las generaciones pasadas, y que él adquiere a través de la crianza, la educación formal y el intercambio con los demás miembros de su sociedad. Yo por ejemplo no conocí a Cervantes ni estuve presente en la Revolución Francesa, ni inventé el idioma castellano, pero se los creí a mis padres y maestros, y ahora los tengo incorporado a mi patrimonio cognitivo. Pascal opinó que la ciencia moderna es tan sistemática, que asemeja a un solo hombre que aprendiera continua e indefinidamente, y agregamos nosotros: solo si los millones de seres humanos que forman a ese único hombre son creyentes: el médico me dice que conviene que me interne para que me abra el abdomen con un bisturí, y yo no sólo le creo y me someto, sino que le pagaré honorarios.
Nacimiento, adultez y muerte de cada manera de interpretar la realidad
Una manera de interpretar la realidad es tanto más exitosa, cuanto más concuerda lo que afirma, predice y aun posdice, con lo que se observa en la realidad ahora, sucede en el futuro o sucedió en el pasado (acabamos de mencionar que diversas disciplinas de pronto se conjuntan para hacer interpretaciones sobre un faraón que reinó hace tres milenios). Comparemos esa correspondencia absoluta entre ese modelo mental científico y a realidad a que se refiere, con la manera de interpretar y predecir de un modelo religioso: de acuerdo con el Evangelio según Mateo (Mt 26, 26-29) durante la misa la hostia y el vino se transforman en cuerpo y sangre de Jesucristo. Si los católicos creyeran en lo que enuncian ¿permitirían que los científicos tomemos unos mililitros del contenido del cáliz para constatar qué grupo sanguíneo tenía Jesús, o para secuenciar su genoma?
Las teorías científicas que son superadas por concepciones mejores, así como las viejas creencias religiosas no suelen morir en el escarnio. Georg Ernest Stahl (1660-1734) es admirado a pesar de que Antoine Lavoisier (1743-1794) demostró que el flogisto propuesto por Stahl no existe, pues se lo reconoce como lo mejor que se podía suponer en los tiempos de Stahl. Análogamente, los árboles de navidad, los huevos de Pascua, las roscas de reyes siguen ligados a nuestros más caros afectos. Papá Noel, sus renos y su trineo siguen surcando los cielos de nuestro folklore. La catedral de Notre Dame, la de Reims, la Sainte Chapelle, son muchísimo más visitadas por turistas ateos, agnósticos o creyentes en otras religiones, que por devotos de las deidades que ahí se veneran. La Pasión Según San Mateo de Bach, el Deutsches Requiem de Brahms y el Stabat Mater de Penderecki, rara vez, si alguna, son interpretados en un verdadero servicio religioso. Es que esa cultura católica que generó nada más y nada menos que la ciencia moderna, hoy es un conjunto de antiguallas rituales, fantasmagorías teológicas y chatarra cognitiva.
Patologías de la evolución de las maneras de interpretar la realidad
¡Acabáramos! ¿El libro se ocupa entonces de la evolución de la mente humana y su manera de interpretar la realidad? ¡Para nada! El propósito del libro es justamente el opuesto: ver qué les sucede hoy a los pueblos que han detenido su evolución cognitiva, han embotado sus facultades mentales, y aún involucionaron hasta el bochorno sacerdotal. Veremos que se han convertido en monstruosidades, análogas a las que producían los chinos cuando vendaban los pies de las nenas para evitar que se desarrollaran normalmente, y los convertían en perversos muñones, o como los que nos describe la medicina cuando a una persona de 45 años se le detuvo el crecimiento óseo cuando tenía 4 y hoy mide 70 cm de estatura, o una encefalitis le congeló sus facultades mentales cuando tenía cinco años. Y así, ya casi hemos entrado en tema, puesto que hoy la humanidad tiene poblaciones, países enteros que quedaron estancadas en la manera de pensar que tenían los egipcios y los babilónicos, y viven descalzos, tienen las tripas agusanadas, padecen avitaminosis, discriminan y abusan física y mentalmente de sus mujeres; con base en lo que creen de la sexualidad, de sus deidades, y de su respetabilidad, les arrancan el clítoris a sus niñas, y cuando un macho de la comunidad sospecha que su mujer ha cometido adulterio, puede decidir quemarle la cara con queroseno, o pedir que se le aten las muñecas, se la entierre en el piso hasta la cintura así él y sus amigotes pueden asesinarlas a cascotazos más fácilmente. Es que si bien dedicamos este libro a aspectos cognitivos, no podemos disecarlos con tanta nitidez de los aspectos éticos aparejados, pero de éstos nos ocupamos en otro libro1.
Entre las patologías y desgracias de la evolución, señalemos que uno de los accidentes más terribles que pueden ocurrirle a una especie es haber sido seleccionada “para” sobrevivir en una realidad y tener que vivir y luchar por su vida en otra distinta. Si el oso hormiguero que mencionamos hace algunos párrafos, seleccionado “para”2 atrapar y nutrirse de hormigas, es trasladado al Polo Norte donde, entre otras diferencias drásticas, la realidad carece de hormigas, se muere. Análogamente, el primer drama del analfabeto científico es carecer de ciencia y tecnología en un Siglo 21 en el que ya no van quedando cosas importante por hacer que no dependan de ciencia avanzada y tecnología moderna: comunicación, transporte, salud, educación, seguridad. Pero el segundo drama es que la ciencia es invisible para él. Al revés de lo que sucede con otras desgracias (carecer de alimentos, agua, medicinas, energía) en las que el afectado es el primero en señalar correctamente su déficit, cuando lo que falta es conocimiento científico el analfabeto científico no solo no lo puede detectar, sino que tampoco es capaz de entenderlo.
El tercer drama del analfabeto científico, es que para él los únicos problemas reales son económicos, pues considera que la realidad tiene una única variable: el dinero. Por ejemplo, para él la ciencia no es más que ignorancia financiada, pues da por sentado que si el Estado incrementara la fracción del producto interno bruto que dedica a la ciencia, los cancerosos se curarían espontáneamente, los ríos se descontaminarían, el aire se tornaría respirable. Pero no es que analfabeto científico sea necesariamente transportado a otra realidad como el oso hormiguero llevado al polo, sino que esa ciencia moderna y esa tecnología avanzada que es producto de ella, le van cambiando la realidad natural por otra artificial producida por ellas: ya no queda nada natural en un quirófano, un avión que nos lleva a Múnich, ni en la sala de computación de una planta industrial. Un agricultor analfabeto científico a quien la cultura sólo adiestró para vivir del cultivo del café, que de pronto se transforma en obrero de un establecimiento farmacéutico, peón de limpieza de un observatorio astronómico, o es conchabado en el cuerpo de seguridad de una planta atómica, es tan incapaz de interpretar esas realidades generadas por la ciencia, como el oso hormiguero que venimos mencionando. El cuarto drama del analfabetismo científico es que tras muchos milenios de interpretar la realidad apelando a deidades y milagros, es muy poca la gente que puede adaptarse a prescindir de ellos3. Esto destruye el magro laicismo que con muchas penurias se logra conseguir, y se recae una y otra vez en un obscurantismo con todas sus lacras cognitivas y morales.
Si la ciencia confiere tantas ventajas ¿por qué no se globalizó?
A fines del Siglo 16, en cuanto los europeos se dan cuenta del enorme poder que confiere el saber científico, es como si se lanzaran a completara la famosa frase “Knowledge is power” de Francis Bacon que de ahí en más pasó a decir: “El conocimiento que tengo me brinda poder a mi, pero, si el “Otro” ignora, yo resulto ser más poderoso aún”. Explicita o tácitamente al Primer Mundo le conviene que todo lo que requiera conocimiento científico lo atesoren ellos, y que el 90% restante de la humanidad sea su ganado, o si queremos ser menos ofensivos llamémoslo “clientes”, o “colonias-de-facto”, o “estados libres asociados”, o “zonas de influencia”. Es que en cierto modo se está acabando La Era de Marx, cuando la variable principal era el capital, y ahora el que juega dicho papel es el conocimiento científico. De hecho, este cambio ya tuvo lugar durante la Guerra Fría, cuando las superpotencias no se mandaban mutuamente ladrones a robar bancos, sino espías que arriesgaban su vida para hurtar saberes.
Pero el Primer Mundo no es el único a quien le conviene que el Tercero se mantenga mentalmente embotado, es decir, que la evolución de nuestra manera de interpretar la realidad se mantenga en alguna de las maneras religiosas de hacerlo, y no evolucionemos hasta forjar la manera científica de interpretar. Como se trata de un asunto medular, recurriré a una analogía: si yo me ganara la vida sacando conejos de una galera, deberé escoger audiencias infantiles, que realmente crean en mi capacidad de mago de teatro. Si queremos que las masas acepten que el mundo fue creado por Dios en seis días, que si no cumplimos sus normas y ritos iremos a parar al Infierno por toda la eternidad, donde un diablo habrá de torturarnos per secula seculorum, que somos ovejas en el rebaño del Señor, que el sexo es un asunto diabólico, que la mujer es un bicho inferior e infamante, al punto que es obsceno permitir que participe en discusiones en un templo como lo señaló Pablo de Tarso, que debemos amar una deidad que se ofendió porque le comieron una manzana, y su ira sólo se aplacó cuando nos mandó a su hijo para que lo torturáramos y asesináramos en una cruz; si como digo, la jerarquía religiosa desea que un adulto del Siglo 21 interprete la realidad de ese modo, deberá desplegar una estrategia muy especial, consistente en tratar de apoderarse del aparato educativo. Por eso apela a poner de rodillas a niñitos de cinco años y obligarlos a que se den golpes de puño en el pecho hasta que acepten ser culpables de que un antepasado suyo cometió una transgresión mientras que, en todo momento, tiene en cuenta de que a pesar de vivir en un país moderno, donde no se permite que se torture a los condenados, el Dios filicida que está adorando goza de nuestro beneplácito y admiración para cometer dichas truculencias.
Es habitual que el alto Clero se presente como un mediático líder que llena de estadios enteros con devotos que se dicen católicos. No lo niego, así es: se dicen católicos y llenan estadios. Pero también se dicen católicas el 95% de las mujeres que asisten a los servicios de salud para que les receten anticonceptivos y practiquen abortos. La enorme mayoría de las novias que van de vestido blanco al altar para que las casen, tienen relaciones sexuales prematrimoniales, viven en pareja y con gran frecuencia ya son madres. O sea: están ignorando las enseñanzas de sus autoproclamados líderes de la fe. Tampoco imagino a un delegado obrero saliendo de una reunión con la patronal y enunciar “Los patrones nos han vuelto a negar el aumento, seguiremos en el hambre y la miseria; pero recuerden: de nosotros será el Reino de los Cielos”. Sinceramente, creo que lo matarían a patadas. Cuando se acerca Semana Santa los periódicos y televisores se inundan de ofertas turísticas: “Viaje a Acapulco y disfrute la Semana Santa”. O sea que el “rebaño” no parece escuchar ni seguir a sus pastores, pues le importan un bledo los preceptos que apenas si tienen un resabio tradicionalista.
Curiosamente, a los devotos católicos ni siquiera parecen interesarles las consideraciones doctrinarias de su religión, pues siguen mandando sus hijos a escuelas religiosas donde los frailes, torturados por una abstinencia sexual que se atiene a los morbos vertidos por Agustín de Hipona al comienzo de la Edad Media, se desfogan de pronto con escolares y es habitual que lleguen a romperles el mito.
De modo que la respuesta a “si la ciencia confiere tantas ventajas ¿porque no se globalizó?” es doble: (1) Porque al Primer Mundo no le conviene, y (2) Porque hay dentro de las sociedades del Tercer Mundo entidades, entre las que destacan las cúpulas de las grandes religiones, a quienes les conviene que nos mantengamos embotados en una etapa cognitiva anterior a la ciencia moderna.
La ciencia moderna confiere tanto poder, que en pocos siglos consiguió partir a la humanidad en un Primer Mundo (10-15% de la humanidad) que sabe, crea, produce, impone, vende, presta, invade, y llega a torturar al prójimo para obligarlo a respetar los derechos humanos4, y un 85-90% restante (Tercer Mundo) al que sólo se le permite saber lo imprescindible para extraer minerales, cosechar café, cacao, frutas, y administrar colonias en su tierra (“analfabetismo científico”). De ese modo, la ciencia proporciona al Primer Mundo la capacidad de transformar al Otro en “ganado”.
Adviértase que estoy tomando aquí la definición más habitual de “ganado”5, y la generalizo desenfadadamente para incluir por ejemplo desde el proveedor de minerales y materias primas, hasta el rapto de niños para extirparles órganos (riñones, hígado, corazón, córneas, glándulas de secreción interna) y enviarlos al Primer Mundo para salvar a los niñitos que necesiten trasplantes; comprar niñas de 6 años en Indonesia, para ser usadas como prostitutas durante dos o tres años, pues de ahí en más se las considera viejas y gastadas y hay que mandar a buscar más nenas de 6 para remplazarlas, con una lógica parecida a que se usa cuando mandamos una res al matadero; y hasta se llega a casos desopilantes pero horribles, como es el de los “piratas” somalíes6.
Y bien ¿Por qué la ciencia moderna constituye una calamidad?
Algo anduvo mal en los cálculos del Primer Mundo para promover y transformar al analfabeta científico en ganado, y en los del Clero para impedir la evolución de la mente humana, y transformarla en un muñón semejante a los tullidos pies de las niñas chinas. El encerrar al Tercer Mundo entre dos murallas: la que impone el Primero con su estrategia de reservar la ciencia moderna para sí, y la que imponen las jerarquías religiosas con su Welstanschauung atestado de disonancias cognitivas y atrocidades morales, no ha producido un ganado dócil y sumiso como, digamos, la peonada campesina de ranchos y estancias. Antes bien, esas interferencias de la evolución de la mente humana causan las calamidades que anuncia el título de este libro. Por empezar, el “ganado humano” lejos de perecer, se ha puesto a proliferar desaforadamente, hoy millones de tercermundistas que ya talaron las selvas húmedas y los bosques de sus patrias, que contaminaron o desecaron lagos y ríos, que extinguieron faunas y floras, tratan de penetrar en el Primer Mundo a como dé lugar: flotando en balsas precarias, escondidos en sofocantes contenedores, atravesando desiertos y mares, exponiéndose a viciosos mastines y despiadadas guardias fronterizas. Hoy las ciudades del Viejo Mundo están pasando a tener mayorías tercermundistas de primera generación que así y todo lograron penetrar, quedarse, generar prole a lo loco y van en vías de superar numéricamente a los ciudadanos locales. Y esa gente vota. Los políticos saben que para resultar electos tienen que hacerles concesiones de todo tipo... y ya las están haciendo... y así les va. No sé si el lector comienza a captar por qué he llamado a mi libro La Ciencia Como Calamidad.
En resumen
La ciencia ha multiplicado la velocidad de los viajes de 60 Km/h (la velocidad a caballo por corto trecho) a 40.000 Km/hora del viaje a la Luna; ha megaplicado la potencia de una bomba a 50.000.000 toneladas de dinamita; ha remplazado a los obreros que cargaban bolsas a hombros en el puerto por grúas que levantan todo un vagón de ferrocarril con su carga completa; ha llevado la velocidad de cómputo a 1.5 petaflops, puede captar señales que vienen volando a la velocidad de la luz desde hace 13.700.000.000 años; nos permite ver todo un partido de futbol que se juega en la China sentados cómodamente en la sala de nuestra casa. Si vamos en vías de multiplicar los años de vida de una persona desde los 20-24 años que vivía un romano a los 80 que vive un japonés (y aquí conviene recordar que la ciencia no solamente añade años a la vida, sino también vida a los años, pues hoy abundan los maratonistas octogenarios que corren de un tirón 42 Km). O sea: la ciencia no nos hace ni bien ni mal, sino que potencia por miles y millones de veces lo que nosotros podemos hacer sin ella.
Y llegamos así a la tesis central de este libro: hoy el analfabetismo científico está causado por fuentes internacionales externas y fuentes domésticas internas que la erigen en poderoso motor de un desastre tanto en el Primero como en el Tercer Mundo, que ya está tan avanzado, que muchos dudan de que a estas alturas la humanidad sea capaz de revertirlo. Pero, independientemente de que me parezca a mi, si es que todavía estamos a tiempo de hacer algo, no nos queda de otra que desarrollar el laicismo en serio tan velozmente como podamos, y ponernos a alfabetizar científicamente a toda la humanidad con toda convicción y premura. En ese sentido, este libro no es más que una vehemente argumentación, en la que voy documentando las aseveraciones que hago en este Prefacio.
Agradecimiento: Lo que digo sobre la ciencia moderna y el desastre que está causando su falta me parece tan obvio, que fui perdiendo la capacidad de argumentar sin ponerme vehemente. Eso suele dividir mis auditorios en aquellos que se ponen frenéticamente en contra de mí y el resto que, invariablemente, se pone en forma iracunda en contra de mi madre. Con todo, debo agradecer a ambas mitades, porque me han permitido captar más claro los derroteros argumentales del analfabetismo científico, al punto que acabé haciendo una selección de los equívocos más comunes y salirles al cruce en el Capítulo 3. Como se trata de un tema que vengo rumiando desde hace décadas, la cantidad de gente a la que tendría que agradecer es demasiado grande, pero aun así quiero resaltar la labor de Elizabeth del Oso y Yazmin De Lorenz, por su eficiente labor editorial, búsqueda de bibliografía, rastreo de fuentes dispersas por bibliotecas y archivos.
1 Cereijido, M. “Hacia Una Teoría General Sobre Los Hijos de Puta”. Tusquets, Barcelona, 2011.
2 La Evolución no selecciona “para”, sino “porque”, pues las causas no pueden venir volando en contra del tiempo, desde el futuro al presente para causar efectos ahora. Pero se disculpa esta manera errónea de hablar por una excusa didáctica. Decimos entonces que a un bicho lo seleccionan “para” comer hormigas “porque” en ese terreno ya hay hormigas y la especie que mejor se especialice en nutrirse de ellas acabará siendo seleccionada.
3 Irónicamente, pero hay que decirlo, uno de los personajes que más hizo por eliminar a las deidades de las explicaciones fue el monje franciscano William de Ockham (1280?-1349) a través de su figurativamente llamada “Navaja de Ockham”.
4 En Guantánamo, Abu Ghraib, etc.
5 Moliner, M. Gredos, Madrid, 1990: “Conjunto de animales de cierta especie de las que se crían parala explotación”.
6 “Pacíficos” barcos europeos fueron abordados por precarias fragatitas y bergantines de Somalia, allá en la punta este del continente africano, y liberados en pocas horas sin maltratarlos ni robarles absolutamente nada. Se trataba de grandes embarcaciones de carga que transportaban contenedores con desechos radiactivos que producen regularmente los reactores atómicos que suministran energía a toda Europa, y que sólo se proponían descargarlos frente a la costa de Somalia. Alternativamente, esos cargueros europeos transportaban billones de baterías agotadas de linternas, teléfonos celulares y selectores de televisión que contienen níquel, cadmio, litio, plomo. Es que los hostiles somalíes sólo buscaban convencerlos de que no los tomaran de basurero, pues esos desechos les queman y contaminan sus aguas por muchos años, y con eso se matara o mutilaran sus floras y faunas, aparte, claro, de la gente que los ingiriera con sus alimentos.
La “versión ortodoxa de la ciencia” no resulta adecuada, porque es creacionista
Quienes comenzaron a forjar la ciencia a lo largo de los cuatro o cinco últimos siglos desconocían olímpicamente que había habido 3.500 millones de años de evolución biológica y un total de 13.700 millones de evolución cósmica, porque estas cosas se llegaron a conocer gracias a que ellos echaron a andar la ciencia. No podían habernos legado otra concepción de la ciencia más que la versión creacionista, por el simple hecho de que ellos mismos eran creacionistas: un Galileo, un Newton, daban por sentado que el universo se había creado en seis días, hacía unos seis mil y pico de años, tal y como afirma la Biblia. Luego, dado que la regla del juego científico es el razonamiento, tenían que asignarle un papel protagónico a la razón. Como, por el contrario, el inconsciente y las emociones eran para aquellos sabios fuentes de fantasías y locuras, no podían haberles asignado función alguna en la capacidad de conocer (con todo, daban mucha importancia a los sueños). De modo que es comprensible que el “modelo ortodoxo”, que así llamaré al que ofrece una enciclopedia común, tenga dos defectos demasiado graves como para servirnos en este libro: el primero es dar por sentado que la realidad es producto de una creación que supuestamente ocurrió en seis días hace seis mil años, y no de una evolución que comenzó hace 13.700 millones de años con una tremenda gran explosión (“big bang”). El segundo defecto es presentar la ciencia como una aventura de la razón, siendo que la vida comenzó en la Tierra hace unos 3.500 millones de años con una marsopa, el homínido surgió hace apenas unos dos a cuatro millones de años, la razón hace escasos 0,05 millones de años y nuestro cerebro funciona casi exclusivamente en forma inconsciente.
Conocer no depende sólo de la mente
La mente es muy difícil de comprender, aunque la tengamos funcionando en personas vivas que incluso se prestan a cooperar en las investigaciones. Podemos imaginar entonces las enormes dificultades que presenta querer entender su arqueología y antropología, es decir, averiguar cómo funcionaba la cabeza de un pez, una iguana, un homínido de hace millones de años, un cavernícola de hace treinta mil o de un pueblo animista de hace tres mil años, que de pronto adoptó modelos politeístas, pues todo lo que queda de un humano, después de miles de años de muerto, son fragmentos de huesos. De la mente no queda absolutamente nada. Así y todo, la comparación del cerebro de un ser humano de hace 150 mil años (mejor dicho, de un fragmento del cráneo que lo contenía), con el de bichos no humanos aún existentes, y cuanta marca hayan dejado en asentamientos y tumbas, tallas y deformaciones de dientes y huesos, junto con el estudio de poblaciones humanas actuales que mantienen culturas relativamente poco desarrolladas, y pacientes que muestran una lesión en cierto lugar del cerebro asociada con cierta chifladura, es aprovechado por la ciencia para hacerse un modelo dinámico de la evolución de la mente.
En la versión ortodoxa, la ciencia es presentada como una suerte de Don Fulgencio y de Adán y Eva, que no tuvieron infancia, pues da por sentado que surgió de pronto en babilonios, egipcios y griegos adultos, blancos y del sexo masculino que de un siglo para otro se pusieron a filosofar. Pero sabemos muy bien que dichos pueblos no podrían haber hecho ciencia sin cerebro, que a la evolución le tomó millones y millones de años producir dicha masa encefálica a través de una serie de accesos, el último de los cuales parece haber ocurrido hace apenas 100.000 años, o sea, que el cerebro precientífico de los últimos milenios (el de Zenón, Anaxágoras, Confucio) tiene que haber sido exactamente igual al de los científicos modernos que luego se hicieron laicos y agnósticos; al nuestro para el caso.
El creacionista consideraba que la mente infantil era el reino del despropósito donde casi no funcionaba la razón y ese criterio, sumado a que los dogmas que se les inculcaba no requerían que se entendiera nada, sólo repetir, acatar y callar, lo llevaba a someter a los niños a una docencia preponderantemente catequista: no importaba que entendieran, sino que repitieran de memoria lo que se les enseñaba. “¡Ya se volverá adulto y, como un fenómeno natural, comparable a la emergencia de los dientes, brote de vello pubiano y transformaciones de la voz, comprendería lo que había ido asimilando!” Para el creacionista, la letra entra con sangre, no con argumentos. Ahora en cambio, tras los estudios impulsados por epistemólogos como Jean Piaget (1896-1980), sabemos que el niño va adquiriendo la noción de espacio, cantidad, masa, número, tiempo, de una manera gradual, ordenada y relacionada íntimamente con la crianza y la educación. Todo lo que intento decir es que también la vida generó una mente evolutiva que fue teniendo diversas maneras de interpretar la realidad.
El escenario creacionista era más o menos así: la razón era sublime y virtuosa, por eso el feligrés comprendía que debía “portarse bien”; en cambio, “la carne era débil” y sus emociones y apetitos inducían a pecar, brindaban un resquicio por donde Satán metía su cola. Para mantener a raya ese cuerpo vil y pecador los padres de la Iglesia acabaron con el deporte que habían practicado griegos y romanos. Recién hace siglo y medio los comenzó a rescatar gente como Pierre de Coubertin (1863-1937) cuando inició las Olimpíadas de la era moderna. Los baños públicos habían alcanzado gran refinamiento, los romanos desplegaban una intensa vida social en los caldarium, frigidarium e instalaciones dedicadas a la salud y al placer corporal, pero en la Edad Media reyes y princesas se jactaban de su virtud declarando que jamás se habían bañado. Se consideraba que una persona “moría en olor de santidad” cuando apestaba a rayos. Luis Ix de Francia (1214-1270) (san Luis) que estaba rodeado de santos por los cuatro costados, era primo hermano de Fernando III de Castilla (llamado “El Santo”), pariente de Domingo de Guzmán (el santo Domingo de la orden que creó la Santa Inquisición y él mismo fue santificado en 1297), se hacía flagelar las espaldas “con cadenillas de hierro” todos los viernes, lavaba los pies a los mendigos, sentaba a su mesa a los leprosos; cuando murió, su cadáver era un hervidero de piojos y tenía un cilicio incrustado en sus carnes. Caterina da Siena (1347-1380) (santa Catalina) se daba tres azotes diarios con un látigo. No podrá alegarse que ésos eran casos de escopeta, pues todos los católicos medievales rezaban de rodillas (los actuales también), los monjes solían dormir sobre guijarros, usaban cilicios, ayunaban y se hacían azotar. Y ni así lograban reprimir su inconsciente pues, volviendo a Luis Ix, recordemos que por más que quisiera alejarse de la carne tuvo once hijos vivos, que dada la mortalidad infantil de la época significa que habrá engendrado unos cincuenta bebés..., cosa biológicamente casi imposible de lograr con su única esposa (Margarita de Provenza).
De modo que para cuando aparecieron las grandes civilizaciones del amanecer de la Historia, el cerebro humano ya era capaz de hacer las siguientes monerías:
a) Sabía generar modelos dinámicos de la realidad (también los generaban los animales que solemos llamar superiores).
b) Tenía una memoria formidable, con capas inconscientes de distinta accesibilidad.
c) Era sabiamente olvidadizo. La capacidad de olvidar, tal como lo hace el cerebro, es uno de los más grandes misterios de la mente: el cerebro sólo parece guardar lo que le conviene. En lugar de una larga digresión aconsejo leer a Jorge Luis Borges quien, en su “Funes el Memorioso” crea el personaje de Ireneo Funes, un muchacho con una memoria tan formidable que podía recordarlo todo: las volutas del agua agitada por un remo, la posición y color de las hojas de todas las plantas que había visto. Le tomaba un día recordar un día. Elocuentemente, Borges no hace de su Funes un genio, sino una persona más bien mediocre. Por cierto, una memoria perfecta nos serviría muy poco: si un africano le avisara a los gritos a un amigo que se ponga a salvo porque se aproxima un león y éste, luego de mirar al animal, dijera: “No, éste no es el que devoró a mi hermano; jamás he visto a este animal”, estaría frito. Gracias a estos “recuerdos incompletos” Pitágoras “olvidaba” a voluntad la diferencia entre los diversos triángulos rectángulos, y pudo formular su famoso teorema. Pero he aquí el profundo misterio que todavía la ciencia no logra descifrar: ¿Cómo hace el cerebro para retener en su memoria solamente lo significativo? ¿Cómo decide que lo no significativo es irrelevante? Volveré a este tema cuando más adelante hable del Doppelgänger.
d) El cerebro precientífico ya captaba duraciones con una flecha temporal de pasado a futuro, y ni siquiera hoy sabemos bien a bien qué es el tiempo ni cómo hace el cerebro para generar dicha flecha.
e) Transformaba el tiempo real en tiempo mental: podía resumir su vida a una narración de pocos minutos o pasarse el resto de sus días describiendo y volviendo a describir un rayo que sólo había durado nanosegundos pero había matado a su camarada situado a medio metro.
f) Venía preparado para generar un lenguaje, hablar, tener una gramática, comunicarse, descifrarlo con un metalenguaje.
g) Tenía emociones y esas emociones, hoy lo empezamos a entender, no eran engendros diabólicos. La clínica muestra que una persona sin emociones no es normal. No me estoy refiriendo al individuo abúlico, apático o indolente a quien no le importa el dolor ajeno, sino a una persona profundamente enferma, que no tiene la sustancia o la argamasa, el lubricante o vaya a saber qué (pues la ignorancia científica de esta propiedad es todavía demasiado profunda), que no le permite funcionar cognitivamente o, peor aun, que no le permite subsistir siquiera como persona biológicamente sana.
h) Así como las plantas son seleccionadas por su capacidad de fotosintetizar y las vacas, digerir celulosa y dar cornadas, el ser humano precientífico había hecho del conocer su herramienta evolutiva, y era seleccionado sobre la base de lo bien que era capaz de hacerlo.
i) Se había ido seleccionando un ser humano creyente, pues otorga una enorme ventaja que no sólo incorporemos lo que nosotros mismos hemos visto y oído, sino lo que nos narraron nuestros padres, maestros y la sociedad entera. En realidad, la mayor parte de lo que sabemos ha sido incorporado como creencia, sin mayor filtro racional. Lo que uno conoce a través de sus propios descubrimientos y demostraciones es comparativamente insignificante.
j) Como recalcaba el psicoanalista argentino Luis Chiozza, si algo es fidedigno despierta mi confianza, aunque todavía no me haya convencido. Chiozza cita a Sigmund Freud quien, en su Psicopatología de la vida cotidiana, dice que un acontecimiento posee sentido cuando puede ser ubicado dentro de una secuencia, una serie de sucesos que marchan en alguna dirección, que obedecen a un propósito, que poseen una intención, que conducen a un fin y que, además, son “sentidos” como algo que nos complace o nos importa. Cuando todavía el ser humano no sabía leer y escribir ni vivía en ciudades, su organismo ¡ya estaba biológicamente preparado para dejarse convencer (o no) si de alguna manera detectaba que algo tenía (o no) sentido! ¿Pero ni aun hoy entendemos qué es ese “sentido” que nuestro inconsciente sí puede captar. Los investigadores no tenemos el menor empacho en desdeñar “esos resultados no me satisfacen”, “esa explicación no me convence”.
k) Para el momento en que surgieron babilonios, egipcios y griegos también había ido evolucionando la manera de transmitir el patrimonio cognitivo a través de la crianza y la docencia, tareas que después han seguido evolucionando y perfeccionándose.
l) El concepto de prejuicio no goza de buena prensa. Naturalmente, se refiere a circunstancias en que se atribuye al Otro una naturaleza inferior, costumbres repugnantes, prácticas hostiles. Como no se me escapa que mi defensa del prejuicio puede indignar, diré que la propiedad de ser prejuiciosos ha transformado a toda la humanidad en un descomunal embudo de sapiencia, gracias al cual me llega todo lo aprendido por las generaciones que me precedieron y todo lo que siguen aprendiendo chinos, árabes, noruegos y canadienses. Pero como acabo de tocar este punto en el inciso “i”, no abundaré. El prejuicio equivale a ir a la notaría acompañado de un abogado amigo de modo que cuando nos presentan un contrato o una escritura de 30 páginas, que invoca leyes y cláusulas de las que no entendemos ni jota, pueda decirnos: “Ya lo revisé; puedes firmar con toda confianza” o “¡Ni loco vayas a firmar!, te quieren timar”. Si no fuéramos prejuiciosos y tuviéramos que decidir cada cosa, a cada paso, simplemente no podríamos vivir.
m) William Stanley Jevons (1835-1882) decía que, si bien el progreso depende de incorporar nuevos conocimientos y nuevos esquemas conceptuales, también radica en ir eliminando errores, falsas concepciones y groseros autoritarismos. Justamente, la ciencia se ha venido forjando una epistemología ad hoc para cada uno de sus campos, una suerte de requisito de admisión y aparato de auto-corrección, con el cual, si un nuevo dato o nueva posición teórica discrepa con un saber que hasta ahora venía siendo aceptado, dispara un nuevo análisis, una nueva investigación que tiende a aclarar el conflicto. Pero sólo una pequeñísima parte de lo que sabe la humanidad ha pasado por los rigurosos filtros con que la ciencia admite un nuevo conocimiento. Pocas veces el resultado de esta labor epistemológica acaba detectando que alguien mintió hace diez, cincuenta o cien años, sino que se debió a una suposición que era válida en aquel entonces, una forma defectuosa de medirlo, una extrapolación incauta. Más aún, por regla general tampoco aborrecemos a quien introdujo dicho error, sino que lo seguimos venerando como a un pionero del tema, porque su aporte constituyó así y todo un peldaño valioso. A pesar de que creían en el flogisto, seguimos admirando a Becher y Lavoisier. Lo que sí hacemos es revisar por qué, en aquel entonces, se creía tal o cual cosa, y esto se incorpora a su vez a la Historia de la Ciencia.
Por eso la ciencia no tiene dogmas, pues todo lo que afirma, en un momento dado, es lo mejor que puede decir al respecto y todo permanece abierto a que dentro de cincuenta o cien años alguien lo refute o reinterprete. En cambio las religiones no tienen un aparato similar para ir haciendo correcciones y se transforman en un reservorio de contradicciones y sin sentidos. Un investigador entraría volando en el despacho de su jefe y le anunciaría haber detectado una violación de tal o cual principio porque, de ser cierto, su futuro profesional estaría asegurado. En cambio, a un sacerdote que irrumpiera en la oficina de un cardenal anunciando que ha detectado una falacia fundamental en el dogma de la Santísima Trinidad, de la virginidad de María o de cualquier otro dogma central de su religión, no le iría tan auspiciosamente que digamos.
n) Por último, volvemos a recordar que toda la evolución del ser humano o, al menos un largo tramo final que llegó a la actualidad, estuvo enhebrada por un sentimiento místico que, para el momento en que aparecieron babilonios, egipcios y griegos, ya les permitía ingresar en “la edad de la razón” con una parafernalia de deidades, esquemas, creencias, prácticas e instituciones religiosas.
En resumen, el cerebro no se puso a realizar portentos mentales de buenas a primeras con babilonios, egipcios y griegos porque, después de todo, ¿qué son los grandes logros racionales, como el teorema de Pitágoras, los axiomas de Peano y la teoría de la relatividad comparados con la habilidad de un cerebro de controlar el funcionamiento de nuestro organismo, permitirnos sobrevivir hasta el día siguiente, oler una madreselva y traer el recuerdo de la casa de la abuela, su voz, su sonrisa, sus budines, el patatús que se la llevó?
La evolución jamás hace “borrón y cuenta nueva”
Hasta donde entendemos, las “cosas” de la vida (una especie, un organismo, los pulmones, los ojos, la capacidad de toser) no surgen de la nada ni tampoco desaparecen de un día para otro. La evolución no puede darse el lujo de desaprovechar algo que ya está ahí ni puede decir abracadabra y dotar a una especie de algo cien por ciento novedoso. Pues bien, el cerebro actual con que venimos equipados los humanos, y nos permite cantar, caminar, hablar y hacer ciencia, se construyó sobre la base de porciones más antiguas que regulaban las actividades viscerales y las emotivas en animales que acaso se extinguieron antes de que apareciera nuestra especie, pero estas partes ancestrales hoy siguen ahí adentro de nuestro cráneo cumpliendo casi idénticas funciones.
En primer lugar, si la evolución fue generando un organismo, el humano, con un cerebro que actúa como una requete-super-computadora, una mente memoriosa que genera un sentido temporal con el que hacemos modelos dinámicos de la realidad y una sociología de prejuiciosos-creyentes-copiones-imitadores, es porque al seleccionar organismos que tienen dichas propiedades les otorga una gran ventaja. En segundo lugar, si para cuando comenzó el período histórico (babilonios, egipcios y griegos) el ser humano ya tenía los atributos que enumero, no podría haberlos cancelado de buenas a primeras, sino que todo lo que se lanzara a hacer en los últimos tres a cinco mil años de historia, tuvo que reflejar las cualidades de un homínido que ingresó en la historia con el cerebro, mente y sociología que estoy comentando. Y, por último, en tercer lugar, el sentimiento místico y la capacidad de ser creyentes (y las estructuras biológicas de las que dependen) se fueron seleccionado y vinieron sirviendo a lo largo de decenas de miles de años, vale decir, continúan operando en todos y cada uno de nosotros, así hayamos abrazado el laicismo y el agnosticismo, odiemos o amemos a los curas.
Un resumen de todo esto puede ser: como la “versión ortodoxa” de la ciencia no tiene en cuenta estas consideraciones, no nos resulta muy útil sino, por el contrario, es una fuente inagotable de equívocos. De hecho, a mi me obligó a imaginar una alternativa, que por mucho tiempo reservé para mi uso exclusivamente personal. Había que ser muy caradura para pasar a exponerla en público. Pero, bueno, por suerte cumplí al menos esta condición y aquí va:
El cerebro no cobró sus propiedades cuando pasó de los animales ancestrales al homínido, pues al estudiar su filogenia se constata que ellos tienen estructuras cerebrales (por ejemplo, el núcleo paraventricular del hipotálamo, el núcleo caudado, la substantia nigra, el locus coeruleus) y conductas análogas (olfacción, audición, visión, memoria, regulación de la postura) que fueron precursoras de las nuestras. Recordemos, además, que perros, delfines, monos, tienen emociones, recuerdan, olvidan, son cultos y hasta creyentes, pues hoy, cuando para repoblar bosques y selvas con especies al borde de la extinción se las cría en un zoológico y luego se las va a soltar en un hábitat natural, se constata que muchas no pueden sobrevivir, porque simplemente en las jaulas de la ciudad los padres no les pudieron transmitir la cultura necesaria para reconocer claves ambientales, señales y situaciones de la selva, presas y depredadores, comestibles aprovechables o dañinos, y estos bichos “de ciudad”, que no tuvieron qué cosas creerles a sus mayores, ahora carecen de las cualidades esenciales para sobrevivir.