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¿Cómo interactúan la información y la materia? ¿Qué mecanismos celulares permiten el flujo de energía a través de los seres vivos? ¿Cuál es la herramienta-y- arma evolutiva más característica de la Persona Sapiens? ¿Dónde reside la diferencia crucial entre las religiones y las ciencias? ¿Cómo puede construirse una cultura compatible con el saber empírico? Estas y muchas otras interrogantes son abordadas en este libro ameno e interdisciplinario sobre la evolución de las maneras de interpretar la realidad por parte de las células, los organismos, las sociedades y las civilizaciones. Con erudición y desenfado, y de la mano de pensadores célebres como Jorge Luis Borges y Erwin Schrödinger, así como innovadores menos conocidos como Raymond Vahan Damadian y Harold J. Morowitz, los autores nos conducen por la fascinante escalera selectiva de la interpretación, fenómeno constituido por las estrategias que los seres vivos implementamos para comprender nuestro entorno e interactuar con él de forma exitosa. A partir de una amplia cultura y una larga trayectoria como investigadores en fisiología celular, Marcelino Cereijido y Jacqueline Martínez Rendón revelan los estrechos vínculos que existen entre los mecanismos celulares que sostienen la vida y las ideas filosóficas que han hecho posible el desarrollo de la ciencia moderna. Interpretar la realidad es una obra polifacética, producto del encuentro fecundo entre las ciencias y las humanidades en la actualidad.
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Seitenzahl: 256
Veröffentlichungsjahr: 2023
Índice
Introducción
1.La realidad y sus evoluciones
La evolución de la vida
Del creacionismo a la evolución
Desgraciadamente, soy Borges
Selección natural
Logros culturales muy anteriores a la conciencia
Precauciones adicionales
2.Evoluciones particulares
3.Selectividad
George Eisenman
Agua
Panspermia
Iones
Resinas de intercambio iónico
Odiar el H+ y el pH
Por qué el H+ y pH son tan importantes
El efecto inductivo
Las famosas proteínas
Las proteínas en la hipótesis de Gilbert N. Ling
Interpretación de la realidad al más bajo nivel de la vida
Otras fuerzas y efectos moleculares
Preparándonos para enfocar la multicelularidad
Presentemos al enorme Raymond Vahan Damadian
4.Conciencia
¿Dónde está almacenada tantísima información y qué cualidades debe tener la materia que la contiene?
La conciencia y el inconsciente interpretan la realidad
5.Religión
Las deidades como proyecciones humanas
Retornemos a la noción de autoengaño
6.Filosofía
7.Ciencia
El conocimiento legendario
Temas que dejaron de tener sentido en la ciencia
La ciencia puntualiza las condiciones dentro de las cuales sus soluciones son válidas
La ciencia no tiene verdades
Pasos en la elaboración de la ciencia moderna
Alquimia
Magia
Las visiones del mundo colisionan
¿La verdad siempre ha sido una sola?
Los ordenamientos jerárquicos de los sistemas biológicos
Tanto las moléculas de un organismo como la mente humana dependen de la selectividad
Cultura científica vs. cultura compatible con la ciencia
8.Interpretación: Un paso en el complejo proceso del conocer
El inevitable encontronazo con la probabilidad
Erwin Schrödinger y la segunda ley de la termodinámica
Lars Onsager al rescate
Nuevas formas de no hacer nada
9.Harold J. Morowitz
¿Acaso los seres humanos estamos atravesados por un flujo constante de energía como requiere Morowitz?
Restricciones
Propiedades emergentes
10.Perturbaciones
No linealidad y crisis
Por qué los sistemas tienden a equilibrarse espontáneamente
Economía de la termodinámica
11.De protozoos a metazoos
Células aisladas
Bombeando iones
De protozoos a metazoos
12.Vida y muerte
Extrañas relaciones con la muerte que la ciencia ha propiciado
13.Resumen que nos permitirá dar el salto
Opiniones encontradas
La “civilización” de los multicelulares
Perspectivas de lo que podríamos llamar Persona sapiens millonémicas
ciencia que ladra
Cereijido, Marcelino y Jacqueline Martínez Rendón
Interpretar la realidad : cómo células, organismos y personas han comprendido su entorno para sobrevivir / Marcelino Cereijido, Jacqueline Martínez Rendón. – México : Siglo XXI Editores, 2023
174 p. ; 13.5 × 21 cm – (Colec. Ciencia que ladra)
ISBN: 978-607-03-1367-7
1. Ciencia y civilización 2. Evolución 3. Biología I. Ser. II. t.
LC Q175.5 C4718I
Dewey 306.4 C414i
© 2023, siglo xxi editores, s. a. de c. v.
primera edición, 2023
isbn 978-607-03-1367-7
isbn-e 978-607-03-1368-4
Introducción
Desde el siglo XIX, llamado “Siglo de la dinámica”, se considera que el Universo y todo lo que contiene no son cosas, sino procesos forzados a evolucionar. La idea central de este ensayo es que las maneras de interpretar la realidad también evolucionan y que gracias a esta evolución hemos llegado a construir lo que hoy conocemos como ciencia.
Una de las grandes enseñanzas del siglo XIX es que la realidad presente, la que tenemos en este momento frente a nuestra nariz, es resultado de su proceso evolutivo en el pasado del que se deriva. Aunque las conclusiones se desarrollarán a lo largo de los ejes narrativos, resaltaremos algunas que implican cierto grado de conflicto y de alejamiento respecto de las opiniones ortodoxas habituales. Señalamos honestamente nuestras propias discrepancias con el propósito de ayudar al lector a afilar su capacidad crítica. Veamos algunos ejemplos:
1.Se suele dar por sentado que sólo los seres humanos interpretamos la realidad. En cambio, en este ensayo intentamos demostrar que todo organismo necesita interpretar su realidad satisfactoriamente. Más aún, si por alguna anomalía o artilugio experimental no pudiera hacerlo, moriría ipso facto.
2.Históricamente, los primeros que se ocuparon del atributo humano del conocer fueron los filósofos, quienes captaron y caracterizaron los grandes ejes cognitivos de la especie humana. Pasaron milenios desde entonces, sobre todo si recordamos que quienes destilaron y nos legaron estos ejes cognitivos fueron los griegos. Por su parte, los antropólogos suelen reservar la palabra interpretar únicamente para los procesos en los que interviene la conciencia humana. Es evidente entonces que cada especialista limita el concepto a los requerimientos de su área de estudio. En cambio, para los estudios que discutiremos en este ensayo, limitar la interpretación al ámbito de la conciencia humana constituye una discriminación arbitraria, errónea y antropocéntrica; lo único que faltaría para hacerla más intolerable es que se afirmara que sólo los blancos del sexo masculino interpretan y que, en cambio, mujeres, negros e indios simplemente se manejan con pálpitos (latidos) que no involucran al cerebro sino al corazón.
3.Todo ser vivo interpreta la realidad a la perfección, puesto que le va la vida en ello. Dado que, hasta donde sabemos, los organismos no humanos carecen de una conciencia —al menos de una comparable con la nuestra—, las interpretaciones que hacen de la realidad en que viven son inconscientes.
4. Hace unos 50 mil años, a la Persona sapiens1 le brotó una conciencia. Es tan importante interpretar la realidad eficazmente, que la aplicó precisamente a la interpretación consciente de la realidad. Al discutir las maneras conscientes de interpretar la realidad, no olvidaremos señalar que dicho fenómeno es tan antiguo que no puede ser interpretado “a la científica”, pues la ciencia moderna tiene apenas un puñadito de siglos y dicha interpretación consciente ha tenido diversos tipos de manifestaciones, entre las que destacan las religiosas. Esta aclaración provoca otro engorro interpretativo, porque siempre enfrentamos un problema al tratar de entender la religión, que habitualmente ha sido descrita por autores religiosos y desde el punto de vista religioso. Lo que nosotros proponemos es interpretar la realidad “a la científica”, es decir, sin apelar a milagros, revelaciones, dogmas, ni al principio de autoridad. Por eso, en este texto, al describir en qué consistió el “paso religioso” en la evolución de las maneras de interpretar la realidad, trataremos de hacerlo a la manera científica: el conflicto está asegurado, pero indudablemente valdrá la pena, pues nos habrá de dejar una enseñanza importante.
5. Las interpretaciones hechas por organismos humanos y no humanos se cumplen en todo nivel: subatómico, atómico, molecular y celular, con la ingenua salvedad “siempre que la tengan”, pues no se ve que una bacteria o una planta de berenjena puedan tener conciencia y nivel mental.
6. Así tomadas las maneras de interpretar la realidad, resaltan las atrocidades que se llegan a cometer, sobre todo con los derechos del niño y de la mujer. Los niños eran considerados hasta comienzos del siglo XX como “locos bajitos” —así los llamó Miguel Gila Cuesta (1919-2001), actor, humorista y dibujante de historietas español—. Tenían un estatus semejante a una comida a medio cocer, que hasta puede resultar nociva, y no se le reconocía sentido alguno a lo que una criatura expresaba. Por eso los antiguos decían que “los niños deben ser vistos, pero no escuchados”: vistos para cuidarlos, pero no escuchados para no perder el tiempo, pues se daba por sentado que sólo decían estupideces. Esas consideraciones se aplicaban también a las mujeres. Era habitual ver en las sobremesas que los señores se agruparan en los sillones para hablar de política, economía, guerra y chistes picarescos, mientras las mujeres proseguían alrededor de la mesa para conversar de las tareas del hogar, el perro, el gato y las recetas de cocina. Luego, si hay un proverbio imbécil, es el que aconseja: “Si del mundo quieres gozar: oír, ver y callar”. Recalquémoslo: dicho refrán excluye el pensamiento y la ciencia, a la que se aconseja que ni se moleste en señalar tonterías y falsedades. Recomendar ese tipo de ignorancia nos resultaría simplemente bochornoso; nos abstendremos de hacerlo.
7. Otras anomalías personales y sociales de la interpretación de la realidad son formuladas por líderes culturales atrasados (valga el oxímoron) y perduran por la escasez de especialistas en desintoxicación cognitiva.
8. No es insólito que las patologías a las que aludimos en estos puntos emanen de actividades inconfesables —o confesables, pero en locutorios eclesiásticos—.
9. Nuestro enfoque culmina con un llamado, una exhortación, a que por medio del uso de la razón eliminemos estas patologías. No resultará fácil, pero lo intentaremos.
1 En nuestros escritos no llamamos a nuestra especie Homo sapiens, como indicó Carlos Linneo, pues la mujer vendría a ser un “hombre que piensa”, lo que nos parece machista y tonto. En cambio, Persona sapiens no tiene género y vale para mujeres y varones.
1. La realidad y sus evoluciones
Realidad (del latín realitas y ésta de res, “cosa”) es el término lingüístico que expresa el concepto abstracto de lo real. Es aquello que realmente existe y se desarrolla, contiene en sí mismo su propia esencia y sus propias leyes, así como los resultados de su propia acción y desarrollo. A tal realidad se la llama objetiva y se distingue de todo lo aparente, imaginario y fantástico, aunque estos momentos todavía no existan. Si se está construyendo un robot capaz de entrar en un edificio que se está incendiando para revisar si hay seres vivos atrapados, ese robot aún no existe, pero ya le hacemos un lugar en la realidad que intentamos adoptar en nuestros considerandos. Justamente decimos que es una realidad que adoptaremos, pero preferimos no ponerla a prueba, para ver si además de interesarnos a nosotros también importa a otros especialistas con quienes trataremos de no inmiscuirnos.
Esa realidad, que ahí estaba, tranquila, y sólo hacía de escenario para que en ella sucediera lo que sucediera, tuvo de pronto un descomunal respingo en el siglo XIX. Dicho siglo fue tan pródigo en acontecimientos, experiencias, ideas importantes y originales, que el historiador Eric Hobsbawm (1917-2012) tuvo que agrandarlo en ambos extremos para que le cupieran asuntos que, en verdad, ya habían comenzado en el XVIII o habían excedido al XIX y llegado a impactar al XX. Lo hizo tomando once años del XVIII y apropiándose además de 14 años del XX. A ese total de 125 años comprendidos entre 1789 y 1914 lo llamó “siglo XIX largo”. Por ejemplo, la Revolución Francesa (1789-1799) ocurrió formalmente en el siglo XVIII, pero sus profundas consecuencias estallaron durante el XIX y sus ideas cayeron como anillo al dedo en América, donde se tradujeron, entre otras cosas, en las guerras de independencia de Hispanoamérica.
Por razones análogas, al discutir la evolución de las maneras de interpretar la realidad utilizaremos un “siglo XIX largo”, siguiendo el ejemplo de Hobsbawm. ¿Qué vemos en esos 125 años como para considerarlos tan importantes? En primer lugar, todo lo que los sabios habían aprendido hasta entonces, es decir, el patrimonio cognitivo de la ciencia, ya no cabía en la cabeza de un solo científico; cada uno se había visto forzado a especializarse en astronomía, geología, biología, química, sociología, economía, historia, etcétera. De ahí en más, todos los científicos estamos compelidos a ser profesionales especialistas en alguna disciplina, o a resignarnos a ser diletantes superficiales en el conjunto. En segundo lugar, casi ignorando que otras disciplinas estaban a punto de proponer lo mismo, todas coincidieron en que el Universo no es una “cosa” ni que contiene “cosa” alguna, sino que se trata de un conjunto de “procesos”. Para adecuarse a esta realidad tuvieron que incorporar a sus ecuaciones el tiempo (la variable t) y agregarle un segundo apodo a aquel siglo XIX tan singular: el “Siglo de la dinámica”. En tercer lugar, cuando cada especialista se concentró en su disciplina, advirtió que el contenido había venido evolucionando desde el pasado y la situación que veía en el presente era una consecuencia inescapable de aquel pasado que había cambiado de manera muy peculiar, pero, eso sí, muy ordenadamente. Si querían entender el ahora tendrían que seguir estudiándolo como siempre, pero si querían entender por qué ese ahora era así como lo veían, tenían que agregarle el segmento de pasado que contenía su evolución y venía a desembocar justo en el presente que eso mismo estaba provocando. Hay entonces un ramillete de teorías evolutivas, una para cada disciplina, y la que causó la revuelta más escandalosa fue la de la evolución de la vida.
Al pensar en aquellas evoluciones, nos encontraremos de buenas a primeras hurgando en una evolución novedosa, o al menos poco trabajada, que de ahora en adelante llamaremos evolución de las maneras de interpretar la realidad y que discutiremos en este ensayo.
La evolución de la vida
Cuando en los párrafos anteriores señalamos que la evolución de la vida causó una revuelta escandalosa, nos referíamos a que confrontó algunas creencias religiosas, ofendió e indignó a marqueses, reyes y clases sociales altas, que seguían con el tupé de basar su pretendida nobleza en el pueril infundio de que Dios los había privilegiado haciéndolos anóxicos (dotándolos de sangre azul). La evolución de la vida es independiente del color de la sangre y es mucho más que una disciplina para fechar huesos fósiles en los museos. Esta evolución no siempre fue un enfoque conveniente y benefactor, sino que llegó a usarse para justificar canalladas, como el llamado darwinismo social (postulado por el filósofo y sociólogo Herbert Spencer, quien se valió de un análisis científico extremadamente deficiente —cuando no erróneo— y concibió que los grupos sociales humanos tienen diferente capacidad para dominar la naturaleza y la sociedad; así, según él, las clases pudientes son constitutiva y genéticamente más capaces y aptas que las clases bajas), y tremendas atrocidades, como la de esclavizar a todo pueblo que no pudiera evitarlo.
Los europeos, por ejemplo, se esforzaron en convencer al mundo de que los africanos estaban en un nivel por debajo de la Persona sapiens; entre otras cosas sostenían que carecían de alma e intentaron quitarles así todo lo que tienen de humanos, como lo menciona Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de África.
Se trata de una burda treta muy habitual, que también usamos para cometer todo tipo de crueldad con los animales, desde lidiar toros hasta confinar a algunos especímenes en parques zoológicos o diseñar perversas fábricas de pollos, cuyo desmedido hacinamiento en jaulas individuales, en las que no se pueden ni mover, asegura que comeremos bichos dolosa y dolorosamente estresados y lisiados.
Por razones meramente didácticas, utilizaremos entonces la evolución de la vida para refrescar algunos de los aspectos medulares de las evoluciones; no pretendemos condensar en pocas páginas un cursillo de evolución, sino limitarnos a aquellos puntos que tengan relación con los cambios en las maneras de interpretar la realidad.
La naturaleza sabe producir una notable diversidad de organismos vivientes: cotorras y elefantes, claveles, cicuta y piojos. Antes de Darwin (1809-1882) y Wallace (1823-1913), el problema era descubrir cómo hace la naturaleza para lograrlo. Ambos científicos habían observado el método que utilizaban criadores, ganaderos y agricultores: la selección artificial, pero para podérselo adjudicar a la naturaleza tuvieron que llamarla “selección natural”. Claro, la selección artificial es realizada por los seres humanos en pocos años, cruzando ejemplares cuyos atributos aprecian y castrando o mandando al matadero a los que no desean. La selección natural, en cambio, venía operando desde hacía millones de años, mucho antes de que apareciera la Persona sapiens, y tuvo que apelar a la lucha contra otras especies y a la competencia entre los individuos de la misma especie porque, tal como había señalado Thomas Malthus (1766-1834), la vida tiene la capacidad de entregar al mundo un número mucho más grande de ejemplares de los que podrían sobrevivir con los nutrientes y el espacio disponibles, y esto los obliga a “luchar por la vida” para dirimir cuáles habrán de sobrevivir, por lo menos hasta reproducirse.
Hubo algunas causas insólitas. Por ejemplo, originalmente el continente americano estaba dividido en una parte norte y otra sur, separadas por el mar, pero cuando surgió el istmo de Panamá, hace unos 15 millones de años, algunas faunas del norte y del sur pudieron cruzarlo y migrar a la América complementaria. Se produjeron entonces encontronazos de serias consecuencias. Por ejemplo, en casi toda América del Sur y en Australia existían pajarracos de gran tamaño como los dodos, algunos con más de dos metros de altura (avestruces, pájaros del terror), los cuales nunca se habían topado con grandes carnívoros y mucho menos visto hombres con escopetas. Cuando por fin llegaron los cazadores, estos pájaros los miraban aproximarse con curiosidad, sin mostrar la menor alarma… hasta que era demasiado tarde, pues morían abatidos a balazos. Hoy en día las focas patagónicas tampoco se inmutan cuando de pronto ven hombres con garrotes que se allegan a matarlas a estacazos en esas cabezas tan enarboladas, indefensas y cándidas. Algo parecido le ocurrió a los seres humanos autóctonos del continente americano con la conquista española. Nunca habían visto caballos ni jinetes montándolos, cubiertos con paños con cordones y flecos. ¿Era —pensaban los nativos— un solo animal o eran dos, uno sobre el otro? ¿Hablaban por bocas distintas, o una hablaba y la otra relinchaba? Los visitantes traían un palo que de pronto tronaba y a veinte metros caía un maya, un inca o un azteca instantáneamente muerto. Por su parte, los españoles se impresionaron al ver a los xoloitzcuintles, que eran perros sin pelo, muy diferentes a los que ellos conocían.
Hay especies que no se alimentan en cautiverio (algunas ranas o sapos), otras que no se reproducen si no tienen libertad total (el insecto palo): las hembras rechazan a los machos tras dar batalla si es preciso y prefieren reproducirse por partenogénesis (reproducción asexual a partir de una sola célula germinal que llega a formar un nuevo individuo, sin que se produzca fecundación). Las mariposas monarca (Danaus plexippus) tardan media docena de generaciones en migrar entre Canadá y México, y todo para tener acceso a cierto alimento producido por árboles que ahora los seres humanos de Mesoamérica están talando en forma furtiva y criminal. Estos insectos evitan ser atacados durante tan extenso viaje ingiriendo abundante cantidad de ouabaína, hormona indispensable para la regulación iónica en las células, mejor conocida por su efecto cardiotónico. De modo que cada mariposa es una suerte de pastilla de ouabaína volante: si un pájaro come una monarca muere de un ataque cardiaco. Las aves reconocen a las mariposas, que por sus alas de un colorido amarillo y negro inconfundible parecen advertirles: “me vestí así para que recuerden que si me comen, mueren”; pájaro que las ve y no las devora, sobrevive, y ellas mismas fueron seleccionadas por ser resistentes a la ouabaína, es decir, pueden contener esta hormona en su organismo sin intoxicarse. La dieta de los pandas (Ailuropoda melanoleuca) que habitan en China central es 99% bambú, pero a la Persona sapiens se le fue la mano talando dichas plantas, poniendo a los pandas al borde de la extinción. Más tarde se generaron programas especiales para protegerlos y por suerte hoy han conseguido que el número de estos animales haya aumentado notablemente.
Las maneras de interpretar la realidad han experimentado procesos análogos. La evolución fue dejando morir organismos y especies enteras que hacían interpretaciones torpes (“no creo que este hongo sea venenoso, de modo que como tengo hambre me lo voy a comer”, “aquellos leones adormilados parecen mansitos… iré a acariciarlos”) y optó por las que hacían interpretaciones provechosas (“sobreviví la hambruna comiendo un trozo de carne que había quedado cerca del fuego; ¿acaso el fuego impide que la carne se pudra y se vuelva tóxica?”). Sucede lo mismo con las papas: uno come papas crudas y enferma o muere. En cambio, si la papa estuvo expuesta a altas temperaturas se torna comestible. Por eso no hay cultura que coma papas crudas y abundan las que las ingieren cocidas.
Muchos científicos opinan que la publicación de El origen de las especies de Darwin fue el parteaguas más impresionante del pensamiento humano a lo largo de la historia, porque en ese libro se describe que toda especie maximiza alguno de sus atributos hasta convertirlo en su herramienta-y-arma para luchar por la vida. Subrayemos que no hay rasgo biológico alguno que se pueda elegir de antemano para conseguir un resultado determinado: se seleccionan los organismos que ya tienen dicho atributo. Sin embargo, estimado lector, durante el desarrollo de este ensayo usaremos la palabra para como una licencia didáctica. Como ejemplo, las águilas incrementaron la agudeza visual, que les permite ver un conejo o un corderito en la profundidad del valle, a unos cinco kilómetros de distancia, y maximizaron su capacidad de volar y la fuerza de sus garras, con las que pueden atraparlo en vuelo rasante. La herramienta-y-arma del león es su fuerza, colmillos, zarpas, velocidad en trechos cortos. Ninguna especie puede decidir de antemano cuál habrá de ser esa herramienta-y-arma, pero el observador las puede identificar por sí mismo cuando ya han sido estabilizadas. La herramienta-y-arma humana es la capacidad de conocer.
Del creacionismo a la evolución
En la antigüedad, cuando la gente no encontraba explicación para determinado hecho, mecanismo, fenómeno u objeto, era reacia a adjudicarlo lisa y llanamente a su propia ignorancia, porque ello implicaba aceptar que su herramienta-y-arma específica (su habilidad para conocer) fallaba y la dejaba indefensa. Para paliar la angustia que causaba dicho fracaso, salía a relucir la palabra milagro, que introducía la creencia de que, si bien nosotros los seres humanos no conocíamos la explicación, el dios que nuestros antepasados habían imaginado y ahora nos legaban a través de nuestra cultura sí la sabía, y si él quería podía revelárnosla.
Con el tiempo, muchos de estos “milagros” se fueron descifrando, entendiendo, y pasaron de denominarse milagros a secretos. Fue un paso cultural importantísimo porque, para resolverlos, nuestros antepasados ya no necesitaron ganarse el favor de un dios, sino aprender a utilizar su propia cabeza. De ahí en más, una de las maneras de evaluar una disciplina es el número y el calibre de los milagros que desmitifica y resuelve. Baste recordar que el desarrollo de los conceptos evolutivos desmitificó y resolvió el creacionismo y sacó de la jugada al mismísimo Dios judeocristiano. Han sido muchos los observadores que encontraron una suerte de correlación entre el nivel civilizatorio de un pueblo (¿tenían escritura?, ¿esa escritura era pictográfica o simbólica?, ¿conocían el fuego, la rueda, el cero?) y el grado de elaboración de sus creencias religiosas. Esto ocurre porque, como veremos, el paso de un tipo de religión a otro no parece obedecer a un capricho, como si se escogiera en un catálogo, sino que depende de saltos intelectuales inmensos, que reflejan una elaboración cognitiva notable, en los que participa toda la sociedad y, por regla general, en los que intervienen muchas generaciones, como analizaremos en los siguientes capítulos.
Observemos que, a pesar de que existió un Jean Piaget (1896-1980) y nos dejó un esquema fácilmente constatable sobre la manera en que los niños van aprendiendo a interpretar la realidad, en general los pensadores de campos filosóficos y humanísticos tienden a ignorar que esas etapas por las que atraviesan los niñitos corresponden objetivamente a un claro progreso biológico durante el cual mielinizan ciertas neuronas, desensamblan ciertos circuitos neuronales que sólo les habían servido en la vida intrauterina y arman otros que les resultan imprescindibles para mantener el equilibrio, caminar, andar en bicicleta, etcétera. Estos pensadores se siguen refiriendo a un organismo humano, adulto, de buen nivel intelectual, cuya conducta es exclusivamente consciente. De ahí que los filósofos rara vez tengan en cuenta la evolución. Por el contrario, cuando en este ensayo decimos “organismo” nos referimos a un ser biológico —humano o no— al que por lo tanto se le debe enfocar con la óptica aconsejada por Theodosius Dobzhansky (1900-1975), cuya profundidad y contundencia la han vuelto un axioma biológico: “En biología nada tiene sentido, salvo en el contexto de la evolución”. De lo contrario, difícilmente llegaremos a entender por qué un tucán tiene un pico tan exagerado, un topo es casi ciego y los tiburones son animales acuáticos, a menos que lo pongamos en el contexto de su historia biológica.
Desgraciadamente, soy Borges
El griego Parménides de Elea (c. 540-470 a. C.) basó su pensamiento en un principio tajante: “El ser es, el no ser no es”. Sin embargo, dos milenios y medio después, el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) concibió una teoría que parecía contradecir al presocrático, pues sostenía que algo podía ser y no ser. La aparente contradicción se resuelve al notar que el sí y el no ocurren en diferentes momentos. Lo que opera ese cambio es el tiempo (t ). Como se suele decir coloquialmente, ésa es la buena noticia. La mala es que no se sabe a ciencia cierta qué es el tiempo. Jorge Luis Borges (1899-1986) confiesa su propio estado subjetivo de manera lúcida y encantadora, cuando asegura:
El tiempo es la sustancia de que estoy hecho.El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río;es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.El mundo, desgraciadamente, es real;yo, desgraciadamente, soy Borges.
Así lo expresa el maestro y lo citamos con respeto, aunque nosotros, irónicamente, no encontremos asidero en la realidad para su poesía. Pero seremos cautelosos, puesto que sabemos que el argentino tiene el don de decir cosas eternas: pasa el tiempo y quien sigue recordándolas reconoce nuevas enseñanzas en su obra a medida que surgen nuevos contextos.
En el siglo XIX la ciencia moderna era relativamente nueva, pero los sabios ya conocían muchas propiedades de la realidad, siempre y cuando ésta se quedara quieta, inactiva. Pero en cuanto la realidad se activaba, se movía y efectuaba algún trabajo, las ecuaciones ya no servían, por lo que fue necesario desarrollar otro juego de ecuaciones, en las cuales la principal variable era el tiempo t. Por eso hemos llamado al XIX “Siglo de la dinámica”. Aquellos sabios, entre los que destacan Lamarck, Cuvier, Hegel, Lyell, Darwin, Bernard, Marx, Clausius, Freud y tantos otros, comprendían que la realidad presente era producto de lo que había sucedido en el pasado. La pregunta entonces era: ¿qué ha venido sucediendo desde el pasado para dotar a la realidad de las propiedades que estoy viendo ahora, en el presente?
Así, Karl Marx (1818-1883) ya sabía que había ricos y pobres, pero él quería encontrar un proceso dinámico que explicara por qué la evolución de la realidad produce ricos y pobres. Geólogos como James Hutton (1726-1797), Pierre-Simon Laplace (1749-1827) y Charles Lyell (1797-1875) ya sabían que en el planeta siguen activándose y entrando en erupción volcanes, elevándose escarpadas montañas, formándose lagos helados, ríos y áridos desiertos, y se esforzaron por conocer los procesos geológicos que explicaran las peculiaridades de la geografía presente. En aquel mismo siglo, Sigmund Freud (1856-1939) estaba al tanto de que algunos hombres prefieren masturbarse contemplando un corpiño tendido a secar en el baño que atender a la dueña de dicha prenda, pero él quería diseñar un modelo dinámico de la personalidad que produjera preferidores-de-corpiños-en-la-intimidad-de-un-baño que se autosatisfacen. Charles Darwin y Alfred Russel Wallace sabían muy bien que la vida incluye una riquísima diversidad de especies (loros, perros, ballenas, claveles, pepinos, guacamayas, hongos, etcétera), pero quisieron saber qué procesos planetarios habían producido esa fascinante diversidad biológica.
Con todo, resulta de mínima justicia recordar que hace tres milenios los griegos ya intuían esa manera de ver las cosas; como carecían de herramientas historiográficas para estudiar ese pasado precursor, inventaban mitologías ad hoc con la misma función de darle sentido al presente. Por ejemplo, ante una bella tela hilada por una araña, generaron el mito de que había en la región de Lidia una joven llamada Aracne, tan famosa por su habilidad con el telar que llegó a jactarse con arrogancia de que ella superaba a los dioses. Esto ofendió a Minerva, patrona de las tejedoras, quien la castigó transformándola en araña.
Tanto interés en los procesos —en el hacer, producir, construir— llevó al diseño de máquinas que multiplicaban y remplazaban el trabajo humano y, por supuesto, se disparó una carrera para encontrar quién producía las más versátiles y eficientes. Pero, ¿cómo se podían comparar dos procesos que, si bien hacen el mismo trabajo, son completamente diferentes? Se inventó entonces una nueva disciplina, a la que se bautizó como termodinámica, una suerte de finanzas que en lugar de registrar las transacciones monetarias maneja la producción y transferencia de calor causadas por una diferencia de temperatura.
Como siempre sucede cuando nace una nueva disciplina científica, la termodinámica se ocupó de dos cosas: por un lado, de las máquinas y las aplicaciones para las que había sido concebida, y por otro, del entramado de su estructura teórica. De pronto, en pleno siglo XIX, el físico matemático Rudolf Julius Emmanuel Clausius (1822-1888) introdujo nada menos que el concepto de “entropía”, magnitud física que mide el número de microestados compatibles con el macroestado de equilibrio de un sistema termodinámico; también se puede decir que refleja el grado de organización del sistema y la evaluación del orden/desorden de un arreglo molecular, por lo que se la ha identificado con el inevitable “ruido” que se introduce en la transferencia de mensajes, etcétera. La entropía es tan versátil que puede aplicarse a una máquina que impulsa telares, a una locomotora que arrastra vagones, a un atleta que nada cierta distancia o a una solución de moléculas de glucosa que se polimerizan formando glucógeno. Y, del mismo modo, la entropía y sus cambios se pueden aplicar al Universo entero, puesto que en él siempre están ocurriendo procesos y cambios que hacen aumentar la cantidad de entropía que el mundo ya tiene. Más aún: un momento en que el Universo tenga más entropía será entonces posterior a otro en el que tenga menos, dándole así una dirección al tiempo. La entropía fue la primera variable no-conservativa.
Cuando se tiene una ecuación dinámica es posible hacerla andar al revés y es fácil darse cuenta de que esas evoluciones imaginadas de presente a pasado constituyen una suerte de telescopio mágico que permite estudiar lo pretérito, porque hemos pasado de la posibilidad de conocer un sistema tal como es (equilibrio) a cómo será (dinámica) y cómo ha sido en el pasado (aplicando la ecuación adecuadamente). Sin duda nuestra capacidad de conocer ha aumentado en concordancia con el hecho evolutivo —ya explicado— de que la capacidad de conocer es la herramienta-y-arma de la especie Persona sapiens.
Selección natural
Pero basta de distribución de estrellas lejanas y entropías universales: acerquémonos a la Tierra y así podremos enfocarnos en la evolución de la vida. Los modelos dinámicos que imaginaron Darwin y Wallace, por cierto muy semejantes entre sí, se basaban en la selección natural, que es el mecanismo fundamental de la evolución y actúa del siguiente modo: ni bien nacen, los organismos de una especie se adaptan a su medio ambiente tanto como pueden. Si esta adaptación es muy pobre, el desastre está asegurado; basta imaginar que se nos agota el oxígeno y, al no poder adaptarnos a la anoxia, morimos asfixiados.
Cuando el tamaño de los organismos de una especie se incrementa, sólo aquellos que presentan ciertos cambios de forma y función (cuello más corto y poderoso para poder sostener erguida una enorme cabezota, patas más gruesas para soportar el peso, como el elefante y el hipopótamo) pueden adaptarse y sobrevivir. En esas situaciones, algunas especies terrestres llegaron a ser descomunales y se extinguieron (como los mamuts), otras regresaron al mar, donde su peso no fue limitante, flotaron y pudieron seguir creciendo (como las ballenas).