La ignorancia debida - Marcelino Cereijido - E-Book

La ignorancia debida E-Book

Marcelino Cereijido

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"Un gobierno latinoamericano puede lanzar a su maquinaria diplomática al rescate de un militar acusado de torturador o genocida, que de pronto es atrapado en una visita cándida a Europa, o fletar un avión para regresarlo a su patria, pero no hace absolutamente nada para repatriar (y emplear) a miles de sus científicos exiliados en el Primer Mundo. Por supuesto, esto se debe al simple hecho de que esos gobiernos saben muy bien para qué sirven los torturadores y los genocidas, y tienen un papel social para ellos, pero no tienen la menor idea de qué es un científico, ni cómo ensamblarlo a los engranajes de su sociedad. Estos países pueden tener a lo sumo un poco de investigación como tienen tigres de Bengala en su zoológico, pero de ninguna manera tienen ciencia." Los autores hacen una crítica al estado de investigación que se realiza en Argentina, indican que hacer ciencia no es acumular información sino una forma de interpretar la realidad.

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Marcelino Cereijido . Laura Reinking

La ignorancia debida

Cereijido, Marcelino

Ignorancia debida, La / Marcelino Cereijido y Laura Reinking. - 2a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012. - (Mirada atenta; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-223-8

1. Ensayo Argentino. I. Reinking, Laura

CDD A864

Diseño: Ixgal

© Libros del Zorzal, 2003

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de “La ignorancia debida”, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

Introducción | 6

Capítulo 1

Qué es la ciencia | 13

Capítulo 2

Qué no es ciencia | 42

Capítulo 3

Gente sin ciencia | 62

Capítulo 4

¡Basta de patria oscurantista y bolichera! | 87

Capítulo 5

¿Y entonces, qué? | 110

Fuentes y referencias | 147

Vos que fuiste de todos el más púa

Batí con qué ganzúa

Piantaron tus hazañas

No es que quiera tomarla tan a pecho

Pero es que no hay derecho

Que taye tanto otario

“No aflojés”, tango.M. Battistella, P. Maffia y S. Piana

Introducción

John Kenneth Galbraith, uno de los más grandes economistas del siglo XX, opinaba: “Antiguamente, lo que distinguía al rico del pobre era la cantidad de dinero que tenían en el bolsillo; hoy los diferencia el tipo de ideas que tienen en la cabeza”. En la actualidad, lo que establece esa disparidad sideral es una ciencia moderna que ha partido a la humanidad en un Primer Mundo que investiga, crea, produce, vende, decide, define, dicta, impone, censura, invade, y en un Tercero que viaja, se comunica, viste, cura y mata con vehículos, ropas, medicamentos y armas que han inventado los del primero. Y, por supuesto, al hacerlo se anega en deudas impagables, desocupación, miserias, hambre e ignorancia.

Pero la ciencia moderna plantea una situación tristemente insólita: si a un país le faltan alimentos, combustible o caminos, no duda un instante en señalar correctamente cuál es el déficit. En cambio, si le falta ciencia no está capacitado para advertirlo. Por eso los países del Tercer Mundo se atrapan en la situación del menesteroso que no manda a sus hijos a la escuela y con eso los condena a la miseria.

La amarga situación económica latinoamericana es perfectamente coherente con la respuesta que dan sus gobernantes cada vez que los universitarios proponen desarrollar la ciencia moderna: “Ahora tenemos problemas graves y urgentes, pero prometemos que, en cuanto los resolvamos, apoyaremos a los investigadores”. Para que los despropósitos que contiene dicho tipo de respuesta no continúen pasando inadvertidos, comentemos algunas de sus implicaciones. En primer lugar, posponer el desarrollo de la ciencia “hasta que resolvamos nuestros problemas” suena a “ahora tengo que lidiar con todas estas ecuaciones diferenciales pero, en cuanto las resuelva, voy a estudiar matemáticas”. Optar por la ignorancia es una garantía de que no se resolverá problema alguno. Así es: nuestros gobiernos ignoran que una de las funciones de la ciencia en el mundo moderno es, justamente, resolver problemas. Más aun, la enorme mayoría de los problemas del mundo moderno, si es que admiten solución, invariablemente requieren que se recurra a la ciencia moderna. En segundo lugar, la promesa de “apoyar a los investigadores” es una pueril maniobra que sólo intenta consolarlos o quitárselos de en medio, como si nadie necesitara pan ni supiera para qué sirven los tornillos, pero así y todo los comprara para “apoyar” a panaderos y ferreteros, o se hiciera extirpar la vesícula biliar con el único propósito de apoyar a su médico. Pero así es: mientras el Primer Mundo se apoya en la ciencia, el Tercero habla de apoyar a la ciencia. En tercer lugar, el subdesarrollado cree que el producto de la ciencia es “el invento”, sobre todo el invento inmediatamente aplicable, patentable y vendible en el mercado, no es fácil hacerle entender que es un ser humano que sabe y puede, y que por eso la mayoría de nuestros gobiernos no saben y rara vez pueden.

Por cierto, cuando se llega a la situación que los países latinoamericanos padecen actualmente, la falta más obvia y acuciante es la de dinero. Eso explica que de pronto la atención se concentre casi exclusivamente en la economía y se traten de usar técnicas económicas para tratar de manejar desde la salud hasta la minería, y desde la seguridad social hasta la educación. Es como si a un congreso sobre tuberculosis enviaran a los administradores y tenedores de libros de los hospitales a discutir el gasto en sueldos, quirófanos, medicamentos, electricidad, vehículos, pero a nadie que hubiera oído hablar del bacilo de Koch. Se entronizan funcionarios que a veces no son más que una interfase descarada con las instituciones financieras internacionales, y los graves daños que causan no son reconocidos como una prueba flagrante de que los enfoques exclusivamente economicistas son un despropósito.

En los raros casos en que las propuestas económicas traen a colación el conocimiento, se tiende a imaginar que la diferencia entre el saber y la ignorancia es una cuestión de grado, que se refleja fielmente en variables insólitas como número de investigadores por habitante, número de artículos científicos por año, relaciones que los gastos para equipos deben guardar con los gastos para operación, duración de las diversas etapas de un proyecto1, y que por lo tanto el conocimiento de un país puede ser controlado por un secretario de Economía a través del presupuesto que las agencias internacionales le autorizan a dedicar a la investigación. Parece como si se basaran en una epistemología absurda, en virtud de la cual el conocimiento no es más que ignorancia financiada. Por el contrario, en este libro insistiremos en que el iluminismo y el oscurantismo no pertenecen a una misma escala homogénea, cuya única variable sea la cantidad de luz, sino que se trata de dos maneras diametralmente opuestas de interpretar la realidad.

Cuando un pueblo es subdesarrollado no es él quien sabe más sobre sí mismo, sino que hay otros que lo conocen y entienden mejor, que tienen más libertad para estudiarlo, discutirlo, exigirle cuentas y, principalmente, para decidir sobre él. Si por falta de conocimiento o de libertad un pueblo no puede analizar mejor que nadie sus propios mecanismos sociales, las bases éticas de sus instituciones, sus creencias y su historia siempre será un pueblo sojuzgado. Mientras un país reciba órdenes de cómo debe organizar su economía, su industria, sus escuelas, sus universidades, y se le señale cuáles mandatarios le está permitido elegir, quiénes deben ser sus enemigos; se beque a sus militares para enseñarles cómo torturar a sus compatriotas, o se le diga con qué excusa debe hambrear a sus jubilados y usar los fondos así desfalcados para pagar los intereses del dinero dilapidado, ese país siempre será una nación subdesarrollada, aun cuando por una circunstancia fortuita atraviese un efímero veranito de bonanza económica. En este sentido, los tercermundistas no se encuentran económicamente arruinados porque deben dinero, sino que deben dinero porque no saben, no pueden y porque tienen una visión del mundo incompatible con una sociedad moderna del tipo de las que hay en el Primer Mundo.

Si bien todos los países del Tercer Mundo comparten un analfabetismo científico triplemente grave (no tener ciencia, no advertirlo y no saber qué harían con la ciencia en el caso de que la tuvieran), las situaciones de Uruguay, Sierra Leona, Irán o Burma son tan distintas que los enfoques abarcativos naufragan en generalidades rayanas en lo trivial. Por eso nos concentraremos en Latinoamérica y, más específicamente, en Argentina, pues nuestra experiencia es más directa y los ejemplos más concretos.

Argentina desestimó las consecuencias de que las huestes nazicatólicas rompieran las universidades a palos en 1966. Tuvo ministros de economía como Domingo Cavallo quien, en un rapto de ofuscada honestidad, mandó a los investigadores a lavar platos, y lo tomó como una injusticia o una falta de cortesía, no como una dolorosa evidencia de que el país está en manos de funcionarios cuya mentalidad les permite saber para qué sirve lavar platos, pero que no tienen la menor idea de cuál es el papel de la ciencia en un Estado moderno. Nombró director del CONICET a un personaje que, en el mismísimo año en que confesó no disponer de un centavo para apoyar proyecto alguno, compró 80 crucifijos para las instalaciones a su cargo. También impuso como decano de la Facultad de Ciencias Exactas a un delirante que exorcizó las aulas de dicha casa de estudios y construyó un templete –que todavía está en pie– para protegerla de los demonios. Cuando los gobiernos argentinos entronizan a trogloditas que aniquilan su aparato educativo, no hay un solo sindicato, una sola cámara industrial, una sola entidad empresarial que alce su voz. Por ello, luego se torna tristemente habitual que las empresas se colapsen ante la competencia internacional y las masas de obreros rueguen por trabajo a San Cayetano, a la Virgen de Luján o al cantante Rodrigo. Quien cree sinceramente que un santo, una virgen o un cantante muerto pueden generar empleo, no tiene una visión del mundo compatible con la ciencia moderna, y un país sin ciencia moderna está inevitablemente condenado a la miseria y la desesperanza.

Pero no osaríamos analizar estos asuntos si todo se redujera a mostrar una nueva faceta negativa de la amarga situación. Si nos atrevemos a este nuevo ejercicio, es porque estamos convencidos de que hay un camino, una “salida” como se suele decir, y la queremos proponer. Después de todo, la ciencia utiliza instrumentos complejísimos y de un costo superior al producto bruto de muchos países, pero todos ellos resultan irrisorios comparados con el único instrumento imprescindible para toda tarea científica: el cerebro humano. Claro que, hoy se constata, el cerebro es un órgano que nace inmaduro, incompleto, y sólo se va integrando en la medida en que la crianza y la educación actúan sobre él. Por otra parte, un organismo no es una “cosa”, sino la configuración que adopta un proceso, y este proceso tiene una economía estricta y despiadada. Basta que nos enyesen una pierna por cuarenta días, para que los músculos y huesos sufran un claro proceso de atrofia. El torso de un levantador de pesas retirado involuciona en poco tiempo hasta adquirir la estructura de una persona común. Un astronauta cuyo esqueleto es mantenido varios meses en el espacio en ausencia de gravedad, durante los cuales no fue necesario para mantener sus 70-80 kilogramos de peso, regresa a la tierra hecho un flácido calamar. Estructura, desarrollo y uso son facetas de un mismo proceso. En este sentido los aparatos educativos de los países latinoamericanos están en plena decadencia y se impone una rápida e intensa tarea de rescate. Por eso sugerimos una reconstrucción educativa que cambie esta visión del mundo que nos sume en la miseria, por otra que sea compatible con la ciencia y la tecnología avanzada.

Sin embargo, para exponer nuestro punto de vista enfrentamos una dificultad formidable: es muy difícil explicarle a alguien una cosa que cree que ya sabe, aunque este conocimiento se encuentre plagado de malos entendidos. La ciencia es, antes que nada, una manera de interpretar la realidad sin recurrir a milagros, revelaciones, dogmas ni al Principio de Autoridad. Pero así como nuestra gente confunde información con conocimiento, también hace de ciencia e investigación sinónimos exactos. Eso se debe a que ha pasado muchísimos años deglutiendo insensateces sobre una ciencia supuestamente hecha por genios estrambóticos, que se entregan a estudios estrafalarios sobre la inmortalidad del cangrejo o que meditan sobre la patencia de la nada tras años de pensar que el problema educativo se reduce al sueldo de los maestros, y de considerar que el tener investigadores es una especie de costoso diploma de país notanatrasadoquedigamos, análogo a comprar un tigre de Bengala para el zoológico, es comprensible que responda: “Nuestras industrias están colapsadas, nuestros hijos no tienen comida, nuestros padres no pueden comprar los medicamentos que les evitarían una muerte dolorosa e indigna, el país no tiene la menor posibilidad de pagar ni su deuda ni los intereses, los funcionarios se nos escapan con cuanto billete consigan desfalcar, y en dicho escenario ustedes tienen el tupé de plantearnos que estudiemos la extinción de los trilobitas, secuenciemos el genoma del diphilobotrium latum o analicemos cierta carta que el Virrey Cisneros le envió a una amante cordobesa...” Por eso, no tenemos otra alternativa que tratar de explicarle a ese latinoamericano dolorido qué es la ciencia moderna, por qué su carencia es el elemento central de su crisis actual, y por qué la salida, por remota que sea, debe pasar necesariamente por la reconstrucción del aparato educativo.

Así, en el primer capítulo introduciremos el cuadro de la ciencia que necesitaremos utilizar más adelante y en el segundo nos referiremos a qué no es ciencia, para evitar que algunas nociones falsas dificulten la comprensión de nuestro argumento. Diríamos que la ciencia moderna que discutiremos en este libro es algo contenido entre ambos extremos.

1

Qué es la ciencia

Este capítulo sería perfectamente prescindible, si no fuera porque la mayoría de la gente confunde información con conocimiento, conocimiento con ciencia, y a ésta con investigación, de una manera que impediría nuestro análisis. Hemos estado expuestos por demasiados años a explicaciones basadas en argumentos principalmente sociológicos o económicos. No discrepamos con ellas, pero si queremos que se entienda por qué algunos pueblos (los del Primer Mundo) saben y pueden, y en cambio los del Tercero no saben ni pueden, debemos traer a colación factores que consideramos mucho más relevantes: el conocimiento es la herramienta que permitió que los homínidos ancestrales sobrevivieran; la necesidad de dicha herramienta ha ido en aumento y establece hoy la diferencia abismal entre países del Primer y Tercer Mundo.

“El secreto de la victoria es saber de antemano”

Todos los seres vivos dependen de su habilidad para entender la realidad en la que viven. Hasta la vida de los organismos unicelulares se encuentra sujeta a interpretar la información que le suministran sus estructuras sensibles y “entender”, por ejemplo, que han contactado una bacteria y pueden organizar su conducta en el futuro inmediato para comérsela, o que la fuente de cierto azúcar está hacia la derecha y no hacia la izquierda, de modo que si se dirigen hacia la derecha podrán nutrirse. Si una abeja no captara cuál es la flor que tiene suficiente néctar, o un águila no entendiera que eso que se mueve en el fondo del valle es una matita de pasto agitada por el viento y no una liebre, se extinguirían. Los seres humanos también dependemos de entender la realidad, sólo que gracias a nuestro sentido temporal y a nuestra memoria percibimos que ciertas causas van seguidas de ciertos efectos y luego, reuniendo varias de estas cadenas causales, armamos modelos mentales con los cuales representamos e interpretamos la realidad. Hacemos funcionar estos modelos en nuestra cabeza para imaginar posibles contingencias y escoger la alternativa más adecuada. Una araña, un hornero, un castor construyen sus telas, nidos y represas de una manera tan característica que, dentro de una misma especie, cualquiera de los individuos construyen telas, nidos y diques idénticos, y no cambiaron la moda en los últimos millones de años. No sucede lo mismo con los seres humanos que, por ejemplo, pueden escoger el lugar, la orientación, el tamaño y los materiales de su vivienda después de tener en cuenta cambios de temperatura, lluvias y nevadas, lugar desde donde sopla el viento, número de personas que albergará, disponibilidad de maderas, rocas, pieles, tientos, materiales impermeabilizantes, ataques de depredadores, cercanía de nidos de víboras. El conocer permite al ser humano no estar obligado a repetir tercamente la misma pauta, ni arriesgarse al actuar directamente en la realidad, sino representar, evaluar, escoger y predecir a través de la experimentación con ideas en escenarios mentales. Si entre todo lo que tuvo en cuenta para escoger una solución figura lo que hicieron otras personas ante el mismo problema, pero descarta dichas soluciones porque advierte que existe una alternativa aun mejor, está inventando. Hay tanta gente enfrentando problemas e ideando nuevas alternativas que el cambio es inevitable. Cuando la suma de los cambios es satisfactoria, podemos hablar de progreso.

Un ser humano es tanto más exitoso cuanto mayor es el número de variables que puede manejar, cuanto más aptos son sus modelos teóricos, y cuanto más larga es su “flecha temporal”, porque la cantidad de futuro que puede tener en cuenta se incrementa2. Para captar esta relación entre futuro, modelos dinámicos y victoria imaginemos tres ajedrecistas. El primero es un principiante el cual cada vez que le toca jugar se pregunta: ¿Qué puedo mover? Su futuro es una jugada. El segundo es capaz de anticipar cuatro o cinco movimientos y, por ejemplo, saca el alfil y el caballo para poder enrocar, o bien se pregunta por qué su rival ha movido cierta pieza y cae en la cuenta de que le está tendiendo una celada. El tercero es un gran maestro que, en cuanto hacemos un movimiento menos que perfecto, sabe que nos derrotará en treinta jugadas. Por eso fueron seleccionados los organismos con flechas temporales cada vez más largas. También fueron seleccionados los seres con mayor capacidad de memoria, que podían recordar e incorporar más modelos, datos, cadenas causales y circunstancias. Asimismo, también se van seleccionando los organismos con mayor capacidad de aprendizaje, es decir, aquellos que pueden reconocer procedimientos exitosos o desafortunados de sus congéneres e incorporarlos o desecharlos, aunque ellos mismos no hayan experimentado dichas contingencias. Finalmente, el ser humano transforma el tiempo real en tiempo mental, y puede explicar en una hora de clase lo sucedido desde un Big Bang que tuvo lugar hace quince mil millones de años, o utilizar la misma hora para disertar sobre la fosforilación de una proteína que ocurre en millonésimas de millonésimas de millonésimas de segundo. Sin embargo, así como la facultad de evaluar un futuro cada vez más remoto otorga ventajas en la lucha por la supervivencia, y por ende se fueron seleccionando los individuos con flechas temporales cada vez más largas, llega el momento en que esta flecha temporal abarca tanto futuro que el ser humano comprende que llegará un momento en el cual habrá de morir. La muerte pone un límite final a la capacidad de conocer, puesto que nadie sabe lo que sucederá después, y así plantea una angustia existencial total y atroz. Cobran entonces especial importancia los modelos religiosos que apaciguan esta angustia, pues otra de las grandes ventajas de los seres humanos es que son capaces de incorporar la experiencia y el conocimiento ajenos a través de la crianza y la educación, y luego, a lo largo de toda la vida, siguen añadiendo soluciones que concibieron otros integrantes de la sociedad. Dicha transmisión cultural tiende a convencer al ser humano de que todo dependerá de su comportamiento, del grado en que cumpla ritos, de la habilidad de sus sacerdotes de encauzarlo hacia destinos menos aterrorizadores. Si el conocimiento da ventajas y seguridades la ignorancia es, por el contrario, una fuente de peligro y angustia, y hace que el ser humano se sienta desprotegido y vulnerable. Si la estrategia humana por excelencia es el conocer, la evolución ha de haber extinguido al homínido capaz de encogerse de hombros ante lo desconocido, ante lo que capta que no entiende.

Para dar cuenta de hechos y sucesos demasiado complejos para la mentalidad primitiva (origen del universo, origen de los humanos, noche/día, frío/calor, germinación de semilla, terremotos) fue inevitable imaginar dioses con capacidades superiores a las del ser humano. Por supuesto, las religiones son sistemas complejos (vide infra) y cumplen múltiples papeles sociales además del explicar y calmar angustias, pero estos no nos conciernen aquí. Lo que sí conviene señalar es que el haber dependido de modelos teológicos a lo largo de la prehistoria y de la historia ha hecho que el ser humano coevolucionara3 con dichos modelos: las religiones fueron y se transformaron como lo hicieron porque el ser humano dependió de ellas y las fue adaptando a medida que evolucionaba.

A lo largo de esta coevolución el ser humano fue advirtiendo que las predicciones sacerdotales y los personajes sagrados no resultaban tan eficaces y todopoderosos como parecían. Este descubrimiento lo ha hecho sobre todo al entrar en conflicto con otros pueblos que tenían modelos y deidades más eficaces, ante los cuales los dioses y esquemas propios no eran de gran ayuda. De hecho, no estamos comparando virtudes y posiciones éticas, sino las consecuencias del enfrentamiento entre un pueblo con ideas, interpretaciones y maneras de operar menos eficaces que las de otro. Parecerá muy descarnado ponerlo en estos términos, pero tanto en la evolución biológica como en el escenario internacional actual, con su despiadada competencia política, bélica, comercial, no cuentan tanto los principios morales como el sobrevivir. Esta poda de variables inoperantes o equivocadas ha ido eliminando milagros y deidades, ha ido desarrollando modelos nosagrados y los ha ido perfeccionando hasta desembocar en los modelos científicos actuales. Hoy los modelos científicos son tan eficientes que pueden decidir hacia dónde se tiene que disparar un cohete con una cámara para que dentro de siete años tome fotografías de los anillos de Saturno, o hacer un mapa del genoma humano. La eficacia de los modelos científicos ha llevado a poner bajo la lupa de la ciencia los comportamientos del mar, del clima, la economía, los procedimientos industriales, la conducta humana, el pasado, la sociedad, los dispositivos para extraer agua y levantar pesos, los procesos químicos, la vida, la guerra. La ciencia también se pone a sí misma bajo su propia lupa para entender cómo está hecha, cuál es su historia, su sociología, sus criterios para aceptar o rechazar datos e interpretaciones, y su relación con el resto de la cultura. Desde luego, también pone bajo dicha óptica a las creencias, religiones, instituciones y funcionarios religiosos, y por supuesto esto desata conflictos que sólo algunos pueblos están capacitados para enfrentar. El Tercer Mundo, hasta ahora, no ha podido hacerlo.

La relación entre los modelos teológicos y los científicos

Habitualmente la teología usa modelos creacionistas, es decir, interpreta la realidad como una entidad creada por Dios tal y como la vemos, con seres humanos, cocodrilos, montañas y ríos inmutables. Por el contrario, para la ciencia la realidad es siempre cambiante, y resulta de una disipación de energía comenzada con una formidable explosión (el Big Bang) hace unos 15.000 millones de años, la cual fue creando partículas, átomos, estrellas, galaxias4. En un momento dado, dicha disipación originó el sistema planetario solar, la Tierra, la Luna, y más tarde dio origen a una complejísima reacción química prebiótica que se fue agrumando aquí y allá en entidades efímeras que llamamos “organismos”, que a su vez fueron dando lugar a la evolución biológica. Un buen día ese proceso originó a nuestros antecesores quienes, en el curso de su evolución, hicieron herramientas, perfeccionaron lenguajes, desarrollaron formas de comunicar conocimientos, generaron religiones, aprendieron a cultivar, a escribir, a registrar su historia y a desarrollar su ciencia.

Ignorancia, pánico, sentimiento místico y religión

La humanidad ha dependido de los modelos teológicos desde hace por lo menos 50 mil años, ha coevolucionado con ellos, y toda su cultura refleja ese sentido místico, pues no hay gente que carezca totalmente de todo rasgo religioso, aun en el caso de que lo deteste. En cambio, a la ciencia y a su forma de describir la realidad apenas la entiende un número relativamente insignificante de personas. Las interpretaciones teológicas y las científicas tienen diferencias importantes. Así, puesto que la interpretación teológica de la realidad es tan antigua como la humanidad misma, ha tenido tiempo de darle sentido a todo. No hay aspecto de la realidad que no cobre sentido en la interpretación religiosa, aunque éste sea erróneo o incluso haya inducido a prácticas aborrecibles como los sacrificios humanos. En cambio, la ciencia sólo ha estudiado un número irrisorio de cosas y situaciones, muchas de las cuales caen incluso fuera del mundo cotidiano. Peor aun, la ciencia utiliza la razón como herramienta epistemológica y para el intercambio entre profesionales, pero nadie prepara un guiso trayendo a colación las leyes de la química, nadie hace el amor pensando en la hormona folículoestimulante, ni Maradona pateaba un tiro libre calculando en cada oportunidad la elasticidad de la pelota, la disipación de energía por frotación con el aire y la motricidad del arquero.

Por ello, en situaciones cruciales, particularmente cuando hay mucho en juego, nuestra vida por ejemplo, uno tiene la certeza de que hay cosas importantes que escapan a nuestra comprensión. Esta sensación es particularmente angustiante cuando debemos decidir, por ejemplo, si nos someteremos a una intervención quirúrgica para ponernos un marcapasos, o si seguiremos avanzando en un campo minado. Ninguna iguana, ningún león, ningún mono debe atravesar jamás por dichas situaciones. Si la evolución seleccionó al organismo con mejor estrategia para conocer, ha de haber extinguido a quienes se encogían de hombros ante lo desconocido, o les importara un comino que las cosas carecieran de sentido. Así, no nos aterrorizamos cuando el malvado de la película corre tras la heroína con un puñal; los desenlaces pueden ser potencialmente terribles, pero para todos tenemos un marco conceptual que le puede dar un sentido (aun en el caso de que luego se descubra que dicho sentido era erróneo). En cambio, cuando una viejecita se aventura en un tenebroso castillo a la luz de una vela en su temblorosa mano y, de repente, la música que había ido in crescendo se interrumpe totalmente y la cámara apunta súbitamente a una cortina que no tiene nada de particular, nos damos un susto de la gran flauta. El director ha logrado hacernos entrar en pánico con sólo interrumpir el flujo de significado, porque no entendemos qué es lo que tendríamos que entender. Janet Goodall refiere que cierta manada de gorilas estaba plácidamente entregada a sus asuntos, cuando de pronto estalló un gran trueno. Por un momento reinó el azoro, e inmediatamente los animales comenzaron a agredirse. Pico de la Mirándola opinaba que el trueno y los relámpagos fueron quizá el indicador más primitivo de que hay variables que el hombre no comprende ni controla.

Enfrentadas a la falta de sentido, las personas suelen tragarse cualquier cuento por exótico que sea, basta que venga disfrazado de explicación, porque la capacidad de transmitirse explicaciones es otro de los recursos humanos por excelencia. Un campesino le transmite a su hijo técnicas agrarias depuradas a lo largo de diez mil años, un muchacho asimila en una carrera de cinco años un paquete con lo esencial de los conocimientos médicos atesorados y puestos a prueba a lo largo de miles de años por miles de curanderos y médicos en millones de pacientes. Así como hay placebos farmacológicos, que sólo ejercen su efecto porque creemos que son activos, también hay placebos intelectuales y emocionales5. Nuestras culturas pueden venir al rescate y, para el momento en que nacemos, ya contamos con una religión con respuestas para apaciguarnos. El mundo moderno nos enfrenta a un número cada vez mayor de situaciones que son también cruciales, pero que no se le presentaban al ser humano en el pasado (globalización, redes informativas, patentes, potencias capaces de hacer una guerra por control remoto, financistas que hunden la economía de un país de un solo teclazo, desempleo instantáneo debido a que un grupo financiero de otro país compró cierta compañía entre cuyas pertenencias esparcidas por el planeta se encontraba la filial donde nos ganábamos la vida). Estas encrucijadas son nuevas y, si acaso son superables, sólo las puede resolver la ciencia moderna, pues las fórmulas ancestrales no sirven, las religiones no contienen receta alguna para ayudarnos en una instancia concretamente técnica y aunque puedan aportar un apoyo espiritual, suelen hacerlo a costa de introducir prejuicios (Dios es argentino), modelos inoperantes (rezarle a San Cayetano para conseguir trabajo), o aun hacerse cómplices de quienes cometen crímenes contra la humanidad. Los cerebros no fueron seleccionados por su habilidad para hacer ciencia, no han coevolucionado con ella; la hacen como un epifenómeno, algo así como usar un destornillador para abrir la tapa atascada del frasco de jalea. No es fácil usar el cerebro para entender “El Más Allá”, porque sólo fue seleccionado para sobrevivir de este lado.

Saltemos ahora muchos milenios, hasta el momento en que el ser humano comienza a generar lo que hoy llamamos ciencia. Una manera de simplificar nuestra tarea es partir de la frase de Thomas H. Huxley: “La historia de la ciencia es una larga lucha contra el Principio de Autoridad”. De acuerdo con este principio, algo es verdad o mentira dependiendo de quién lo diga: la Biblia, el Papa, el rey, el padre, el líder. En ciencia, dicho principio no tiene validez. En su vejez, Einstein podría haber sufrido la enfermedad de Alzheimer y renegado de su Teoría de la Relatividad. Eso nos hubiera causado un profundo dolor, porque Einstein ha sido un genio admirado y querido; pero a la Teoría de la Relatividad no le hubiera sucedido nada, pues se sostiene porque puede argumentarse en su favor, y no porque la apoye o denigre una autoridad.

La ciencia moderna es un producto de la Civilización Occidental

Sólo la Civilización Occidental ha desarrollado el tipo de ciencia moderna a la cual nos referimos en este libro. Para simplificar, digamos que tiene dos raíces principales: la griega y la judía.

La griega se debe a que en la Grecia Antigua la sociedad estaba organizada en estratos jerárquicos en cuya cima reinaba un arconte. Si uno pertenecía a cierto estrato social debía obedecer al de arriba y era obedecido por los de abajo, y se regía con normas que no necesitaban justificación ni estaban abiertas a debate. Pero con la caída de aquel sistema cobran importancia las ciudades y los habitantes, llamados de ahí en más ciudadanos, enfrentan el problema de gobernarse entre iguales. En pocas palabras, deben inventar las reglas del tener razón