El Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas - Marcelino Cereijido - E-Book

El Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas E-Book

Marcelino Cereijido

0,0

Beschreibung

Si usted disfrutó en La Nuca de Houssay de cómo hacía, qué pensaba y qué temía un Marcelino Cereijido veinteañero que se iba atreviendo a incursionar en el mundo de la ciencia profesional, entérese ahora en El Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas de cómo siguió aquella saga y de qué está sucediendo en estos momentos. Como investigador científico, Cereijido debe publicar regularmente artículos especializados. Pero siempre se ha preocupado por producir libros de ensayo (Ciencia Sin Seso Locura Doble, Por Qué No Tenemos Ciencia y La Ignorancia Debida) en los que su estilo siempre claro y jamás aburrido nos fue mostrando las poleas, engranajes y manivelas del aparato científico. Pero jamás como ahora en El Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas, se había atrevido a publicar las triquiñuelas y matufias típicas de su profesión. Lo hace –nos dice– por dos razones. En primer lugar porque en el tiempo transcurrido ha prescripto el derecho de terceros de demandarlo, y en segundo porque, como demuestra en el pequeño ensayo que cierra este libro, el humor no es ya un mero intermezzo piacevole, sino un ingrediente fundamental de la creación científica.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 181

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Marcelino Cereijido

El Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas

Cereijido, Marcelino

Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas, El. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014. - (Entretiempo)

E-Book.

ISBN 978-987-599-380-8

1. Literatura.

CDD

Ilustración De Tapa: Nazario Vergara López

Edición: Ixgal

Corrección: Redactamos.com

Diseño: Verónica Feinmann

© Libros del Zorzal, 2004

Buenos Aires, Argentina

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de El Doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

Prólogo | 5

Ficciones | 10

Un científico brillante, famoso | 18

El día que la ciencia me salvó la vida | 29

Quiera Dios que usted me tome en serio | 37

Virgultum | 48

Los virus achicadores de cabezas | 59

Argumentos estadísticos para abandonar de una vez por todas el despilfarro en hesicásticas ciencias básicas y recurrir en cambio a las aplicadas | 68

La investigación aplicada que hacen los fisiólogos del Cinvestav pone en duda nuestro estatuto ético | 73

Serie De Douglas Fermoso

De arañas, escorpiones e investigadores profesionales | 83

Marcelino Cereijido y sus patrañas | 89

Reivindicando a Marcelino Cereijido: Acabemos de una vez por todas con Douglas Handsome | 99

Reivindicando a Marcelino Cereijido II: ¡Cómo pueden vilipendiar así a un mártir de la ciencia! | 109

Apéndice: El humor y la ciencia | 118

Prólogo

En este libro compilo artículos que si bien tuvieron su origen en hechos reales, han acabado en la distorsión, la mentira y el escándalo. Mal que me pese debo admitir que, mientras mis esforzados artículos sobre mi campo de trabajo (fisiología celular y molecular) con los que me atengo al implacable “publica o muere” que rige mi profesión, son leídos por un número exiguo de especialistas, los artículos aquí agrupados han llegado a agotar ediciones de revistas y circulado luego en forma de fotocopias. Jamás me ha parado un colega en los pasillos de mi Centro de investigación para comentarme la lectura de algún artículo mío en el American Journal of Physiology, el Journal of Membrane Biology o alguno de mis libros sobre el analfabetismo científico que está hundiendo a nuestros países. En cambio, los artículos que agrupo en este libro han tenido la virtud de dividir a mis lectores en aquellos que estaban abiertamente en mi contra, y el resto, que estaba airadamente contra mi mamá. Es que la idea que el ciudadano común tiene sobre los investigadores científicos es casi tan falsa como la que tiene sobre la ciencia

(a la que generalmente confunde con la investigación). Lo malo es que una sociedad que se mueve con esos conceptos está condenada a la miseria y la dependencia en el mundo moderno.

Pero con el analfabetismo científico sucede como con las neurosis: la gente lo padece, enuncia su deseo de curarse, pero se resiste a tratarlo en serio y acaba cultivándolo. De pronto caí en la cuenta de que el público y los colegas académicos tomaban más en serio los artículos de este libro en que, si bien no había mentido, había exagerado, interpretado fuera de contexto, y confesado transgresiones. En un primer momento me propuse ser más cuidadoso pero, así y todo, mis narraciones se fueron deslizando hacia una suerte de judo literario. Me explico: allá en mi adolescencia, un profesor de judo me mostró que cuando dos contrincantes se empujan con el 100% de sus fuerzas, la acción es poco eficaz; en cambio si de repente uno de ellos, lejos de empujar, jala al oponente hacia sí, éste pierde equilibrio y se viene con una fuerza igual a la suma de ambos. De modo que en lugar de acallar rumores sobre mi conducta científica, los confirmé, exageré y transformé en patraña. La patraña se fue transformando en un estilo que atrae la atención hacia el mundillo de la investigación y la ciencia, y en cierto modo resquebraja la coraza de ignorancia de la gente sin ciencia1. Después de todo, si de distorsionar se trata, estas patrañas no resultan más falsas que la descripciones que uno escucha en los homenajes a científicos o en los discursos en que un funcionario declara su propósito de apoyar a la ciencia. Las patrañas son casi tan inanes pero muchísimo más amenas.

Las narraciones agrupadas en este libro fueron apareciendo a lo largo de veinticinco años en Avance y Perspectiva, revista mensual del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav), donde tengo mi laboratorio. Esa circunstancia les dio varias connotaciones que creo conveniente señalar, porque no emanarán de la lectura.

Avance y Perspectiva no se vende y, como se solventa con dinero de la propia institución, no caben en ella debates ni críticas, pues no se concibe que algo normado por la autoridad pudiera no ser perfecto. No se trata de una aberración, por el contrario, tanto por su nivel profesional como por su ambiente de trabajo, el Cinvestav es un excelente instituto de investigación, sólo que, como toda sociedad precientífica, tiene al Principio de Autoridad entre sus ingredientes constitutivos más fundamentales2. Dichas sociedades dan por sentado que los científicos somos infalibles, austeros, solemnes, aburridos y conscientes de que Platón, Galileo y Pasteur nos escudriñan desde el pasado, y que la Humanidad sufriente nos observa desde el futuro, esperando que nuestro talento arrebate a sus hijos de las garras del dolor. En reciprocidad, los autores de Avance y Perspectiva cuidamos de no defraudar, adoptando las poses correspondientes y publicando anécdotas personales solamente cuando aparecemos como sabios abnegados y recubrimos al mundo científico con el oropel de la gloria.

Afortunadamente, el Dr. Miguel Ángel Pérez Angón, editor de Avance y Perspectiva, además de mis artículos de divulgación “seria” sobre células y moléculas, fue aceptando también mis contribuciones con anecdotarios mentirosos, hechos fraguados, personajes inexistentes y denuncias falaces, a pesar de que llegaban a provocar desde sonrisas indulgentes a enojos de sabios ultrajados, suscitaban artículos de réplica, creaban conflictos con otras instituciones y hasta provocaban comentarios en periódicos de gran tirada. Nunca me avine a llamarlos “cuentos” porque están basados en hechos verídicos, apenas alterados para no humillar a los colegas llamándolos por su nombre. Pero, como se verá, por momentos este camuflaje pueril de llamar “Douglas Fermoso” a un personaje que correspondía a un Douglas Handsome de carne y hueso llegó a provocar la denuncia airada de investigadores que se sintieron aludidos, requirió intervenciones apaciguadoras de autoridades nacionales, y más de una madrugada me despertó con el temor de que mi osadía me trajera consecuencias. Justamente, la “Serie de Douglas Fermoso” consiste en un grupo de cuatro artículos que me animé a incluir en el presente libro a pesar del zipizape que provocó en su momento. Dado que las narraciones dependen de la realidad y los momentos en que ocurrieron, las ordeno en secuencia cronológica, arrancando de los años en que costeaba mi carrera trabajando como corrector en una editorial, hasta los momentos actuales en los que protesto por la bochornosa ética de ciertas investigaciones con sujetos humanos.

Si bien consideré imprudente usar nombres verdaderos, no pude resistir la tentación de asegurarme que al lector le quedara claro a qué me estaba refiriendo. Al parecer logré mi objetivo porque mis narraciones resultaron ser muchísimo más leídas, comentadas, analizadas y recordadas que los sesudos artículos sobre “La desertificación del sur del Bajío en la década de 1920-1930”, o sobre “La importancia de la relación intercultural como etiología de las dislexias entre los 6 y los 9 años de edad” que eran más aburridos que bailar con la hermana. La intrascendencia de este tipo de artículos se refleja en el hecho de que en un cuarto de siglo no hemos sido capaces de detectar un solo lector, aunque más no fuera para poner una placa recordatoria de suceso tan insólito. Por el contrario, la avidez de los investigadores por el humor, la patraña y el escándalo es tan sugestiva, que juzgué pertinente analizarla en el Apéndice.

Por último, las publicaciones que componen este libro fueron toleradas a manera de fino esparcimiento, y es aquí donde tengo una discrepancia frontal, pues funcionen o no como intermezzo piacevole en nuestra hierática profesión, sostengo que el humor no es un mero condimento, sino un componente esencial del hacer ciencia (investigar), circunstancia que también discuto en el Apéndice.

Elizabeth Del Oso3recopiló estas narraciones desperdigadas a lo largo de un cuarto de siglo de Avance y Perspectiva, y Fanny Blanck-Cereijido, Néstor Braunstein, Vera Brudny, Ana Rosa Pérez Ransanz, Noé Jitrik, Laura

Reinking e Ignacio Xurxo aportaron sensibles, sesudos, fértiles y compasivos comentarios, que en su momento me fueron ayudando a enmendar los textos. Me complace expresarles aquí mi agradecimiento. Asímismo vaya mi reconocimiento al ya mencionado Miguel Ángel Pérez Angón, editor de la revista, por los conflíngulis en que lo metí al enviarle mis manuscritos4, y que en casi todos los casos resolvió por la afirmativa.

Marcelino Cereijido

Ficciones

A Laura Reinking

El señor Fernando Klein González y yo caminábamos por la vereda norte de la calle Alsina al dos mil, esos pocos metros que separaban Emecé Editores, S.A., de Emecé Distribuidores, S.A. Él iba bombeando el pecho hacia el frente, mentón fuertemente retraído y codos abiertos; yo reconocía que esa actitud ocupaba un lugar muy alto en la idiosincrasia de los elegantes porteños. Él sofrenaba sus pasos como queriendo no llegar; yo moderaba los míos para no ponérmele a la par. Él iba tensando las alas de su nariz como si quisiera elegir por el olfato las palabras con que explicaría al gerente de Emecé Distribuidores, S.A. –quien, dicho sea de paso, es primo suyo– el berenjenal en que yo los había metido; yo fruncía el ceño para infundirme coraje y demostrar que me hacía responsable de mis actos. Él contraía las comisuras de la boca en gesto desafiante, indicando que si bien no tenía la menor idea de cómo enmendar el desaguisado, Emecé tomaría una decisión drástica; yo, en cambio, continuaba atrapado en la implacable predicción de Verónica: “Te van a colgar del gañote”.

Alsina 2049. Llegamos.

Codos también hacia afuera, Pereda Casadó se dispuso a hacer cordial el ambiente, pero leyó en la cara de su primo Fernando que cualquier apertura afable estaría fuera de contexto. Se limitó a un saludo neutro, “pasen”, cerró la puerta con la hermética convicción con que se cierra un congelador y en ese clima comenzó la entrevista.

– Te presento al señor Jorge Luis Borges –sorprendió Fernando Klein González, abanicando su brazo derecho hacia donde me encontraba. Fue su primera andanada.

– ¡Hombre...! –sonrió Pereda Casadó sinceramente sorprendido–. Rabindranath Tagore, a sus órdenes.

– Tito, ¿has leído las Obras Completas de Borges que nosotros editamos y que ustedes distribuyen? –preguntó entonces Klein González.

– Por... supuesto –mintió extrañado Pereda Casadó, en la seguridad de que tanto daba haberlas leído como no haberlas leído.

– Has leído, ahá. Has leído con detenimiento y cuidado, ¿verdad? Seguro, ¿no es así? Bien, permíteme

– Klein González fue hacia la biblioteca donde su primo acumula prolija y únicamente las obras distribuidas por su empresa. Cogió el volumen verde satinado, Obras Completas de Jorge Luis Borges, en tres dedazos fue a la página 1013, giró el libro hacia su primo y, señalándome infamantemente con el mentón, declaró–: Este cuento es del caballero –Pereda Casadó no tuvo más remedio que hacerse cargo del tomo y leer en voz alta:

Leyenda:

Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban...

Su boca no pudo ya hablar a la velocidad a la que sus ojos leían, de modo que su voz fue rebotando en una que otra sílaba salteada, en dos líneas más se redujo a un murmullo y luego a un susurro que se extinguía pero que, a la altura del renglón decimosexto y último, reflotó:

... Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

– ¡Ahá! No está nada mal, ¿eh? Escribe usted muy bien. Lo felicito, señor... Borges.

– ¡Gracias! –sonreí enderezando por fin mi espalda. Pero instantáneamente me incineró el vistazo furioso de Klein González.

– Este mozo –martilló con su índice más por vilipendiarme que por señalar mi ubicación en el despacho–... este mozo fue hasta hace treinta minutos uno de nuestros correctores –tomé nota de mi flamante cesantía–. El señor tiene veleidades literarias. Escribe. Y a no ser por ese opúsculo que acabas de leer, es un autor irremisiblemente inédito.

Dicho lo cual, la pose mayestática del señor Fernando Klein González pareció fugazmente a punto de colapsarse; pero se rehizo y puntualizó:

– Tito... Tito: en momentos en que este caballero ponía indicaciones para la imprenta en los originales de las Obras Completas ni más ni menos que de Jorge-Luis-Borges, tuvo el tupé de intercalarle ese cuento, “Leyenda”, que es de su factura, no de Borges.

– ¿Cómo? –quiso cerciorarse Pereda Casadó–. No me vas a decir...

– ¿No te voy a decir? ¡Sí, te voy a decir! Claro que te voy a decir. ¡Cómo no que te voy a decir! Le hemos atribuido a Jorge Luis Borges un cuento del señor aquí presente –volvió a señalarme guarangamente sin ninguna necesidad– y hemos impreso treinta y nueve mil ejemplares, incluyendo los dos mil de la tirada especial que enviamos a España.

– Pero no. Noesposible. No.

Pereda Casadó me imploraba con la mirada que me aliara a su empeño por restablecer la cordura. Su gesto me cedía la palabra pero, como no hubiera sabido qué hacer con ella, rehusé tomarla, hasta que Klein González me conminó a que diera una explicación. Me ayudé abordando el asunto tangencialmente:

– Vea, señor Pereda Casadó, yo soy un escritor humillado. Humillado, sí: humillado. A mí nadie me publica nada. No hay editor, revista, suplemento dominical, ¡nadie!, que me acepte jamás una miserable línea. Mi musa nunca tuvo el gusto de verse en letras de molde. Yo renuncié a un puesto en el banco por un sueldo de hambre en esta editorial, nada más que por acercarme a la cosa literaria, estar, relacionarme, pertenecer, lograr que con el tiempo me leyeran un cuento, un poema, ¡algo!

– No se ande con rodeos –apuró Klein González mientras marchaba a sentarse. A pesar de su orden de ir al grano, me pareció prudente esperar a que acabara de sacar de un bolsillo interno un paquete casi exhausto de Gitanes. Tampoco pude comenzar mientras se concentraba en una aparatosa búsqueda del encendedor, en proteger exageradamente la llamita con ambas manos como si en la sala soplara un huracán y en procurarse por fin un cenicero. Entonces sí, me animé a continuar.

– Vea, señor Pereda Casadó. ¿Me permite que le cuente una anécdota que pinta a las claras mi drama? Pues bien. Hace dos años yo había conseguido juntar unos pesitos y hecho imprimir un libro, bueno, “un libro”... un librejo. Un cuaderno con mis poemas. ¡Mis poemas! Voy con unos veinte ejemplares debajo del brazo a la librería Fausto, de la calle Corrientes, para ver si me los tomaban en consignación. Entro, a medida que avanzo por entre las mesas repletas de libros mi paso va perdiendo firmeza, y siento entonces el zarpazo de un oso polar aquí en el hombro. Era Lebrija, un gordo que trabaja ahí por las tardes, que le previene al otro vendedor: “Che, Mandel, ojo con éste”. “¿Qué? ¿Roba libros?” “No. Peor: viene y, en un descuido, te encaja los propios, los de él”. Y es cierto, señor Pereda Casadó. Mortificante pero cierto. ¡Yo voy a las librerías y, a la primera de cambio, ¡zas! pongo una pila sobre alguna mesa y desaparezco.

– Pero ¿qué pasó con este cuento, con “Leyenda”?

– me urgió Pereda Casadó, aún con el libro de Borges abierto en la página 1013.

– Nada. Que trabajaba yo en el original de esas obras completas cuando, no sé, me surgió una idea; ¿vio? Saco del bolsillo un cuento mío... ése, ese mismo, el de la página que tiene abierta, la 1013, “Leyenda”, que me había salido lindo, redondito, con estilo, profundidad, vuelo. Me pongo a releerlo, le corrijo un acento aquí, le corro una coma allá... y lo ubico sobre la pila de hojas por corregir. ¡Quedaba de bien! “¡Mirá cuando se publiquen tus obras completas!”, me dije. Y, para jugar un rato con la idea, marco los tipos del título, señalo indentaciones, pongo un punto y aparte, y... y así, ¿vio? Lo paso a la pila de las hojas ya corregidas y sigo trabajando. Fue una humorada. “Después lo quito”, bromeaba. Estaba chocho de la vida. Pero cuando llegó la hora de irme a casa me entró una idea supersticiosa: “Lo voy a dejar hasta último momento. Así, por cábala. El Maestro me va a traer suerte”. Todavía me quedaban por corregir del resto de sus obras

El Informe de Brodie y El Oro de los Tigres. Hasta había un epílogo cortito que también faltaba agregar.

El ceño de Pereda Casadó empezó a acusar su comprensión de mi barrabasada; un rictus en la boca trasuntó desagrado, pero cuando cruzó sus brazos autoritariamente y me clavó la vista me di cuenta de que aguardaba más detalles.

– Como me había tocado tomarme vacaciones en la primera tanda –proseguí– hice un esfuerzo y en cinco días más terminé casi sobre la hora. Bueno, ahí tiene: usted no lo va a creer: sucedió que me fui a veranear y, cuando regresé, el original ya no estaba sobre mi mesa. Pero no importaba, pues lo había dejado listo. ¡Treinta y siete mil ejemplares! ¿Se imagina qué enormidad? Cuando caí en la cuenta de que ya se estaban encuadernando treinta y siete mil ejemplares, sentí que el mundo se iba a partir en pedazos. Después se hicieron dos mil más para enviar a España. Si seré psicópata. Es al día de hoy que la culpa no me permite sostener ese tomo en mis manos. Desde hace un año, todas las semanas me prometo formalmente que le voy a explicar lo sucedido al señor Klein González. Pero uno es débil, ¿no? Cierta vez... y fíjese usted lo que son las cosas... junto valor y le pido audiencia. Me la concede, entro y... y me quedo callado. “¿Usted quería verme?”, apremia el señor Klein González, pero yo no logro otra cosa que abrir mis manos, mostrar las palmas y sonreír bobamente en un ataque de mudez repentina. “Vaya. Vaya nomás. Comprendo”, me despide el señor Klein González. Y... ¡me hizo aumentar el sueldo!

– Si es cosa de no creer: cuando apareció el libro publicado, ningún crítico tocó el punto. Si es que alguien comparó esa edición con otros libros de Borges, por ahí atribuyó “Leyenda” a un retoque del Maestro. Qué sé yo. Si lo notó un tanto flojón, se habrá barruntado que por algo Borges no lo había querido publicar antes. Quizá a estas horas algún estudiante de Filosofía y Letras está haciendo una tesis sobre el asunto: “El Segundo Borges”, “El Borges Maduro es indulgente con el Joven Borges”, “Borges accede a publicar un pecado de juventud”. No sé...

– Pero... no entiendo. ¿No hubo pruebas de galera? ¿No vieron que ese cuento no figuraba en el original de Borges? –insistió Pereda Casadó.

– Las galeras –lamentó Klein González con desinflado hastío– se cotejan con el manuscrito ya indicado por el corrector. Pero ese manuscrito era, justamente, el que contenía el cuento de este... señor.

Pereda Casadó se dio una palmada en la frente y, sin quitar la mano de ahí, me estudió largamente con la mirada para ver cómo es una persona capaz de intercalar un texto intruso en la obra de un escritor ilustre. La clave no estaba en mi cara. Buscó entonces apoyarse en Klein González, pero al verlo fumar concentrado en el tamborileo de sus dedos sobre la mesita baja con el retrato de la familia Pereda, se dio cuenta de que su mujer y sus hijos, desde la foto, eran los únicos que sonreían en ese lugar.

–¿Y ahora? –preguntó Pereda Casadó.

– “Y ahora...”. Ahora es ahora y... y no sé, no sé qué decirte. Es absurdo, es monstruoso, es... es –Klein González tomó en sus brazos una buena porción del espacio delante de sí, como disponiéndose a sopesar el vasto desatino cometido, buscando una nueva comparación, pero de pronto desistió; bajó los brazos y eligió aferrarse los muslos, fantaseando tal vez con mi garganta–. Hay que joderse –bufó.

Me miraron, se miraron, movieron la cabeza, suspiraron. De pronto Pereda Casadó fue hacia la puerta, la abrió con el boato de un ujier británico y, cuidando de que me pesara su cortesía, me invitó:

–Hágame el obsequio: retírese un momento y espérenos ahí.

Y hace años que espero. Espero y no siempre he esperado las mismas cosas. Aquel día, por ejemplo, esperaba insultos y patadas. Error: Pereda Casadó y Klein González son caballeros demasiado finos para caer en esas vulgaridades. A la media hora Klein González se retiró pasando por encima de mi nariz, sin decir esta boca es mía. El primo no volvió a asomar. Me fui corriendo hacia la puerta, hasta que desaparecí. Regresé a mi oficina y me senté a fumar. También esperaba que Borges se diera cuenta. Error: sin ir más lejos, un día dijo claramente en televisión que jamás releía sus libros, y... no se estaba refiriendo a su ceguera. No, en serio, nunca leía ni se hacía leer sus escritos ya publicados. No ha pasado nada. Ni siquiera cumplieron la amenaza de cesantearme.

¿Y ahora qué espero? No sé. Por un lado, para mí, un cuento es como un hijo. Me parece que dejarlo en el libro de Borges es como si lo abandonara en una canastita en el portal de un palacio. Ya sé que de esa forma mi hijo, ¡qué digo!, mi cuento, tendrá el futuro asegurado. Pero el padre soy yo. Un cuento no se abandona. Claro que, irónicamente, cabe la posibilidad de que yo lo publique con mi nombre y, entonces sí, me demanden por plagio. ¡Quién va a creer ahora que “Leyenda” no es de Borges! Cuando uno lee y analiza la obra de un escritor, o la trayectoria de un pensador, no va a ir confrontando lo que dice el texto con el manuscrito original. Lo que uno lee en un libro de Cortázar es Cortázar. ¿A qué lector, en plena página 237 de Guía Para Perplejos