La ciencia en cuestión - Antonio Diéguez - E-Book

La ciencia en cuestión E-Book

Antonio Diéguez

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Beschreibung

En los últimos años, debido a la gran influencia de las redes sociales y empujados por la crisis del COVID-19, los movimientos negacionistas, las pseudociencias y diversas actitudes anticientíficas han cobrado una visibilidad insólita. Para contrarrestar las críticas que provienen desde estos sectores, Antonio Diéguez se propone una defensa de la ciencia alejada de los tópicos habituales, que se han consolidado en una imagen poco acorde con el modo en que hoy se practica la investigación y que suele provenir de ideas filosóficas que, aunque hayan sido útiles en el pasado, conviene revisar. Partiendo de la idea de que no existe un método científico como tal, Diéguez traza un recorrido que pone en valor tanto el objeto como el alcance de la ciencia e insiste en la importancia del naturalismo metodológico, en el papel de la búsqueda de la verdad, en la inevitable incertidumbre de muchos contextos y en la dificultad de cualquier caracterización que quiera dar cuenta de los aspectos fundamentales de la investigación científica actual.

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ANTONIO DIÉGUEZ

LA CIENCIA EN CUESTIÓN

DISENSO, NEGACIÓN Y OBJETIVIDAD

Diseño de la cubierta: Toni Cabré

Edición digital: José Toribio Barba

© 2023, Antonio Diéguez

© 2024, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-5077-8

1.ª edición digital, 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Índice

INTRODUCCIÓN

1. ¿QUÉ ES LA CIENCIA EN REALIDAD (Y NO EN LA IMAGEN IDEALIZADA), SI NO HAY TAL COSA COMO EL MÉTODO CIENTÍFICO?

Definición tentativa de la ciencia

El método científico no es el método de las ciencias

La actitud naturalista

La actitud crítica

2. EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO ES FIABLE Y APROXIMADAMENTE VERDADERO, AUNQUE SEA UN PRODUCTO SOCIAL

Ciencia y verdad

La inevitable incertidumbre

¿Podemos confiar en la ciencia? La objetividad y sus problemas

3. PESE A TODO, EL IRRACIONALISMO TIENE ADEPTOS

Negacionismo, anticiencia y pseudociencia

Cómo defender a la ciencia

El problema de la demarcación

4. ¿TIENE LÍMITES LA CIENCIA?

¿Debería haber un conocimiento prohibido?

¿Tendrá la ciencia un final?

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

Información adicional

Para Elena, Ana y Elenita,que me dan fuerzas

Introducción

La forma en que se lleva a cabo la investigación científica ha experimentado transformaciones que la alejan de la imagen tradicional que todavía predomina en la mente de muchas personas. Algunos de estos cambios se han producido a raíz de que una gran parte de la investigación científica se transformara en tecnociencia a partir de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia ha establecido una estrecha unión con una tecnología sofisticada, que se convierte en su producto cada vez más explícitamente buscado, y también en su condición misma de posibilidad, puesto que sin ella no sería posible avanzar en la investigación en casi ningún ámbito relevante. La mencionada noción de tecnociencia pretende, justamente, recoger este hecho que ha cambiado la forma en que se desarrolla y practica profesionalmente la ciencia. La sociología y la filosofía de la ciencia llevan tiempo analizándolo (Echeverría, 2003). Pero no es solo eso lo que importa.

En décadas recientes hemos sido testigos de cambios sustanciales que afectaban a la propia imagen pública de la ciencia y que todavía no han podido recibir análisis suficientemente detallados. Entre ellos, ha sido muy preocupante la manifestación pública, sobre todo a través de las redes sociales, de un aparente debilitamiento de la confianza en la ciencia por parte de ciertos sectores de la población. Manifestación que iba acompañada de un auge de discursos anticientíficos emitidos por líderes políticos y de opinión, que han comenzado a tener una influencia completamente inmerecida. A veces, estos discursos expresaban un claro sentimiento anticiencia que, por su radicalidad, centraba la atención del público, dando la impresión de que la ciencia estaba perdiendo a pasos agigantados el prestigio y la aceptación de la que ha gozado hasta ahora. Durante la pandemia de COVID-19 pudieron verse con total claridad estas tendencias irracionalistas que antes parecían menos arraigadas. La ciencia, en efecto, ha padecido también sus propias dolencias durante la larga y recurrente enfermedad. Se dijo que todo iba a salir transformado, incluso mejorado. Era obviamente una exageración. Todo no, pero sí hay cosas que han aparecido a una nueva luz, dejando ver que lo que pensábamos de ellas necesitaba de una seria reconsideración, y la ciencia parece haber sido una de esas cosas.

No se me entienda mal, no estoy afirmando que haya aumentado la desconfianza hacia la ciencia en general. Hay indicios de que en realidad lo que ha aumentado ha sido más bien la confianza en ella debido a los éxitos obtenidos en la lucha contra el coronavirus. Así ha sucedido claramente en algunos países, como ha mostrado un estudio del Wellcome Global Monitor de 2020. La extensión y la duración de este aumento de la confianza solo podrán determinarse mediante estudios empíricos más amplios, bien articulados y con cierta continuidad temporal. El problema que señalo no es ese, sino el de la fuerza con la que ha sonado el discurso mal informado sobre lo que es la ciencia, sobre su funcionamiento y la validez de sus resultados, cuando paradójicamente los que más desinformaban eran los que más se quejaban de estar siendo silenciados y censurados. Ha sido muy preocupante el eco que este discurso ha encontrado en algunos medios de comunicación. Pero más preocupante aún es que este discurso está lejos de haber emprendido la retirada. Sigue ahí, insistiendo en sus extrañas ideas, que continúan reclamando respuestas adecuadas. Si estas respuestas no son suficientes, o no llegan a las personas a las que debería llegar, entonces, según creo, sí que se corre el peligro de que las actitudes anticientíficas, pseudocientíficas y negacionistas, ancladas ahora con frecuencia en posiciones políticas extremas, vayan en aumento en el futuro.

La razón principal de este libro ha de buscarse en esta preocupación, que a mí —he de admitirlo— me perturba con fuerza. Como alguien dedicado a la filosofía de la ciencia desde hace ya más de tres décadas, me pareció que no debía permanecer ajeno a la polémica, que podía hacer una pequeña contribución en este debate, intentando explicar qué es realmente la ciencia desde la perspectiva de esta disciplina, qué es lo que cabe esperar de ella y por qué algunas de las críticas que se han hecho contra ella y las supuestas alternativas que se vienen sugiriendo están desencaminadas, cuando no francamente equivocadas. Es lo que he pretendido hacer en las páginas que siguen. Ofrezco una versión personal de estas cuestiones, pero creo que no demasiado alejada de la que aceptarían la mayoría de mis colegas en este campo.

En este libro hago una defensa de varias tesis y una crítica de otras. Defiendo el naturalismo, el falibilismo débil, el realismo y el objetivismo. Critico el negacionismo, la anticiencia y las pseudociencias. Defiendo, en última instancia, a la ciencia, pero evitando o desmintiendo algunos tópicos habituales. El lector dirá si lo he hecho de forma convincente, o, al menos, de forma que pueda constituir una buena base para el debate.

1. ¿Qué es la ciencia en realidad (y no en la imagen idealizada), si no hay tal cosa como el método científico?

Leyendo la historia de la ciencia desde 1700, podríamos llegar a la conclusión de que [la ciencia] cambió porque los científicos extendieron el alcance de sus temas, reaplicando continuamente a nuevos fenómenos un «método científico» común. La verdad es más interesante. Cuando los científicos se trasladaron a la geología histórica, la química o la biología sistemática, y más tarde a la fisiología y la neurología, el electromagnetismo y la relatividad, la evolución y la ecología, no emplearon un repertorio único de «métodos» o formas de explicación. Cuando acometieron cada nuevo campo de estudio, lo primero que tuvieron que averiguar fue cómo estudiarlo. S. TOULMIN, Cosmopolis. The Hidden Agenda of Modernity¿Qué conclusión podemos extraer acerca del método científico? Puedo encontrar poca coincidencia acerca de lo que podría ser realmente, y la razón es, por lo que concluyo, que no existe tal cosa. Si el método científico es para generar conocimiento científico, entonces no hay nada que pueda ser a la vez un método y tener la suficiente generalidad como para ser llamado el método científico. Sugiero que en su lugar hay un espectro de métodos, reglas prácticas, principios metodológicos generales y preceptos heurísticos, todos los cuales desempeñan algún papel en la generación del conocimiento científico. […] Una razón por la que algunos aspectos de la actividad científica no pueden ser vistos como sujetos al método científico es que pertenecen al ámbito del genio, de la imaginación y de la invención.A. BIRD, Philosophy of Science

Definición tentativa de la ciencia

Sería solo una leve exageración afirmar que la tarea de definir la ciencia es casi tan difícil como la de hacerla. Si unos años atrás me hubieran preguntado por el concepto de ciencia, me habría centrado en los aspectos epistemológicos, que son los que trataron de defender los criterios de demarcación entre ciencia y no ciencia propuestos por los filósofos, como la archiconocida falsabilidad de Popper. Habría sugerido algo cercano a la caracterización de la ciencia que le doy a mis alumnos en la asignatura de Filosofía de la Ciencia al comienzo de cada curso académico, para, a continuación, explicarles que no se aten a ella porque durante el curso veremos todos los motivos por los que no funciona. Habría dicho que la ciencia es una forma de conocimiento estructurado sistemáticamente, no una mera recopilación de observaciones o datos, que busca ante todo la explicación y la predicción de los fenómenos (pero también la comprensión) y para ello su recurso fundamental es el establecimiento de leyes universales bajo las cuales encuadrar esos fenómenos. Habría dicho que ese conocimiento se consigue gracias al cumplimiento de las normas de un método crítico basado en la contrastación empírica de las hipótesis formuladas, a ser posible en lenguaje matemático, que garantiza la objetividad y la corrección rápida de los errores. Gracias al seguimiento de estas normas se consigue el amplio acuerdo de la comunidad científica en cuestiones centrales, lo que a su vez posibilita el rápido progreso en los conocimientos (Diéguez, 2020, pp. 114-115).

No estaría mal del todo para hacerse una idea general de la ciencia si no fuera porque muchas disciplinas científicas no encajan en esta caracterización. Para empezar, leyes universales en sentido estricto, es decir, generalizaciones universales no accidentales, solo las hay en la física y en la química (y aun esto es objeto de controversia). En filosofía de la biología sigue siendo un asunto en discusión si hay genuinas leyes biológicas, no reductibles a leyes químicas, y algo similar sucede con la economía y las demás ciencias sociales. La biología y la economía son «ciencias basadas en modelos», y en ellas, más que buscar leyes como recursos explicativos y predictivos, lo que se busca son modelos de diverso tipo, pero fundamentalmente modelos teóricos formulados matemáticamente. Las características y el modo de funcionamiento de los modelos en la ciencia son muy diferentes de los que tradicionalmente se ha atribuido a las leyes científicas y en estos momentos el estudio de estas peculiaridades es uno de los campos más activos de la filosofía de la ciencia. En cuanto al Método Científico (con mayúsculas), como procedimiento estandarizado usado por igual en todas las ciencias, sencillamente no existe. Esta afirmación puede sonar controvertida, pero la justificaremos a continuación. Lo que existe es una diversidad de métodos usados en las distintas ciencias, que además cambian con el tiempo. Finalmente, el acuerdo o el consenso no es la norma en las áreas punteras de investigación, en las que suele predominar el disenso y la disputa sobre hipótesis rivales, a veces incluso sobre cuestiones fundamentales. Por lo demás, esta definición se centra en lo que es la ciencia como cuerpo de conocimiento, pero no nos dice nada acerca de la ciencia como actividad, como institución social, como elemento de la cultura. Así que, si partimos de ella, es solo para comprobar que es en sus limitaciones donde pueden rastrearse los rasgos de la ciencia tal como se practica y no tal como nos la presentan las simplificaciones al uso.

Aclaremos que lo que vamos a decir en este libro se refiere fundamentalmente a las ciencias empíricas, no a las ciencias formales, como son la lógica, la matemática, y en cierta medida también la lingüística formal o las facetas teóricas, lógicas y matemáticas de las ciencias de la computación. Las ciencias empíricas versan sobre cuestiones de hecho y, por tanto, la validez de sus teorías o hipótesis ha de ser comprobada a través de la experiencia (observación o experimentación). Las ciencias formales, en cambio, versan sobre entidades abstractas o estructuras formales y establecen teoremas o relaciones lógicas entre enunciados que no son puestos a prueba empíricamente (o, al menos, no por lo habitual, aunque los ordenadores estén cambiando esto), sino mediante procedimientos formales basados en reglas preestablecidas y en el uso fundamental de inferencias deductivas. Las ciencias empíricas, a su vez, son de dos tipos. Por un lado, las ciencias naturales, que versan sobre fenómenos naturales, como la física, la química, la biología y otras muchas disciplinas que mezclan aspectos de ellas o que se construyen teóricamente sobre ellas (biofísica, bioquímica, astrofísica, ciencias de la Tierra, geografía física, paleontología, neurofisiología, etc.). Por otro lado, las ciencias sociales, que versan sobre fenómenos sociales y humanos, como la sociología, la economía, la psicología, la antropología social, la ciencia política, la geografía humana, la arqueología, etc. En la figura 1 podemos ver el esquema de esta clasificación.

Esta gran diversidad de disciplinas no impide, sin embargo, establer una serie de objetivos que, al menos de forma ideal, son centrales para todas las ciencias, aunque en algunos casos se pueda dar preeminencia a alguno de ellos frente a los otros. Sin ánimo de ser exhaustivos, estos objetivos o fines de la ciencia en su forma actual serían los siguientes:

Explicar, comprender y predecir fenómenos.Determinar qué tipo de entidades y procesos explican el funcionamiento del universo.Crear conceptos y herramientas matemáticas de utilidad en dichas explicaciones.Encontrar regularidades en los fenómenos (en forma de leyes matemáticas, a ser posible).Buscar teorías crecientemente comprehensivas y coherentes.Servir de base al desarrollo tecnológico.

Figura 1. Clasificación de las principales ciencias

Obsérvese que, a diferencia de algunas ramas de la filosofía, como la epistemología o la ética, la ciencia carece de fines normativos, es decir, no pretende establecer lo que debe ser la realidad, sino solo cómo es de hecho y por qué es así. Eso no quita, claro está, que el conocimiento de ciertos hechos pueda ser relevante a la hora de sustentar o modificar nuestras normas epistémicas, sociales, morales o de otro tipo. Desde una perspectiva naturalista, como la que aquí defenderemos, hay siempre alguna conexión relevante entre hechos y valores, pese a que la tendencia haya sido casi siempre separarlos de forma tajante. Además, como aclararemos después, la ciencia está impregnada de valores que marcaron su origen histórico y que son ineludibles en su propio funcionamiento cotidiano. De hecho, muchas personas llegan a pensar que los valores de la ciencia —e incluso los resultados científicos concretos— pueden chocar con sus propios valores. Por ejemplo, hay quien considera (otra cuestión es si acertadamente o no) que la teoría de la evolución, aplicada al ser humano, va en contra de sus valores religiosos o que la tesis de que hay un cambio climático de origen antropogénico es ideológica y contraria a sus preferencias políticas. No se trata de negar que esas cosas suceden. Lo que queremos decir es que el discurso científico no es un discurso prescriptivo en sí mismo. No dicta normas absolutas ni mandatos categóricos. No nos dice «haz A» o «lo que debes hacer es A», sino que, a lo sumo, nos proporciona buenas razones para mantener normas hipotéticas del tipo «Si tu objetivo es X, haz A» (o, mejor, «el medio más eficaz para lograr X es A»). La ciencia no nos dice, pues, qué fines conseguir, o cuáles deben ser nuestras prioridades. Nuestros fines dependen de valores previos sobre los que la ciencia, en principio, no tiene mucho que decir. Durante una pandemia, por ejemplo, la ciencia no puede proporcionarnos orientación sobre las prioridades en la gestión, que no solo incluirán factores relacionados con la salud y la vida de las personas, sino también factores económicos, sociales, políticos, etc. Ahora bien, una vez establecidos esos objetivos y prioridades, algo que en las sociedades democráticas corresponde hacer a los gobernantes y legisladores legítimamente elegidos, la ciencia puede decirnos en muchos casos cómo alcanzarlos con mayor rapidez, acierto y seguridad.

Además de este carácter no normativo, cabe señalar otras diferencias claras entre la ciencia y la filosofía. Por ejemplo, la mayor radicalidad (raíz) de la filosofía. Pero no debe entenderse esto en el sentido de que la ciencia no haga preguntas fundamentales, puesto que sí las hace, como cuando trata de averiguar cómo fueron los primeros instantes del universo o el origen de la vida, sino únicamente en el sentido de que la ciencia no analiza sus presupuestos como forma de conocimiento, mientras que la filosofía sí lo hace, hasta llegar a los cimientos de sus propias pretensiones de validez. También es bastante evidente que en la metodología hay diferencias importantes. En la ciencia solemos encontrar, aunque no en todos los casos, un alto grado de matematización y de experimentación, cosa que no es habitual en filosofía. No se trata de una diferencia absoluta. Algunas partes de la filosofía recurren de forma habitual al lenguaje formal de la lógica y la matemática y, de forma mucho más indirecta y pausada, también las ideas filosóficas se confrontan con la realidad a través de la experiencia y con los resultados establecidos por la ciencia. Puede decirse que hay tesis metafísicas, como el mecanicismo, el dualismo o la negación del pensamiento animal, que han terminado siendo abandonadas porque se habían tornado insostenibles o muy implausibles a la luz de lo que conocemos gracias al desarrollo de las ciencias. No obstante, hay que admitir que la contrastabilidad empírica no es un requisito exigible en la filosofía, como sí suele serlo en la ciencia.

Dentro de las disciplinas filosóficas, el contenido de este libro puede encuadrarse en la filosofía de la ciencia. La filosofía de la ciencia es la reflexión sobre los aspectos lógicos, epistemológicos, metodológicos, axiológicos, ontológicos, institucionales y prácticos de la ciencia. Reflexiona sobre la ciencia en tanto que actividad humana y también sobre su producto, que es el conocimiento científico. Para deshacer un malentendido común, hay que subrayar que la filosofía de la ciencia no pretende, al menos de forma directa, ser de utilidad a los científicos, y mucho menos pretende mejorar su trabajo. Si consigue hacerlo será sin duda un resultado bienvenido, pero no es su objetivo fundamental. Nada de lo que la filosofía de la ciencia hace tiene por qué interesarle necesariamente al científico para desarrollar su labor y, por otro lado, los científicos ya saben muy bien hacer ciencia sin necesidad de recurrir a la filosofía de la ciencia.

Suele atribuirse al físico y premio Nobel Richard Feynman, aunque nadie cita nunca el origen concreto de la frase, haber dicho que la filosofía de la ciencia es aproximadamente tan útil para los científicos como la ornitología lo es para los pájaros. Quizás sea excesivo el dictamen, pero no le falta algo de razón. Solo que nadie juzga el interés de la ornitología por la utilidad que pueda tener para los pájaros (pese a que la tiene, sin que los pájaros lo sepan, por ejemplo, como ayuda en la conservación de especies en peligro de extinción), por lo que tampoco parece muy atinado juzgar el interés de la filosofía de la ciencia solo por su utilidad para los científicos. El filósofo de la ciencia pretende que sus análisis sean de interés para la sociedad. Con todo, la filosofía de la ciencia ha sido útil en ocasiones para tratar algunos problemas científicos. En filosofía de la biología, pongamos por caso, los análisis de los filósofos han sido importantes para aclarar la noción de eficacia biológica (fitness), o para plantear en términos adecuados el problema de los niveles sobre los que actúa la selección natural, o para determinar en qué consiste la selección de grupo. En ocasiones ha habido investigaciones conjuntas entre biólogos y filósofos sobre estos temas.

Desde que se consolidó como disciplina autónoma a partir de la década de 1930, gracias a los trabajos de los miembros del Círculo de Viena, la filosofía de la ciencia ha desarrollado análisis sobre asuntos muy diversos. Entre ellos, algunos han sido ampliamente discutidos y divulgados: qué es la ciencia y cómo se produce en ella el avance del conocimiento; cuál es la base de su autoridad epistémica; cómo son, en sus aspectos globales y comunes, los procesos de cambio teórico y si son de carácter gradual o más bien revolucionario; cómo se confirman las teorías; cuál es el valor de la evidencia empírica en la aceptación de teorías y cuál el de otros factores de tipo social, cultural, histórico o axiológico; en qué consiste el progreso científico; y, por citar otro que me interesa particularmente, la filosofía de la ciencia pretende también dilucidar si las teorías científicas deben ser interpretadas como representaciones aproximadamente verdaderas de la realidad o más bien como herramientas conceptuales para hacer predicciones, manejar esa realidad y hacer tecnología.

No podemos aquí tratar todas estas cuestiones, puesto que este no es un libro de introducción a la filosofía de la ciencia, pero sí es importante que dediquemos nuestra atención a la cuestión del método científico, tan controvertida para algunos, pero sobre la que se puede obtener bastante luz atendiendo a los especialistas que la llevan estudiado desde hace mucho tiempo.

El método científico no es el método de las ciencias

Hay quien todavía se sorprende de que la mayoría de los filósofos de la ciencia rechacen hoy la idea de un método científico, entendido como un conjunto único de reglas comunes a todas las ciencias que no solo sirve para realizar descubrimientos, sino también para justificarlos una vez realizados. Sin embargo, la razón de este rechazo es simple: si atendemos a los métodos que emplean realmente los científicos en sus investigaciones cotidianas, veremos una gran variedad de procedimientos entre los que es difícil, por no decir imposible, entresacar un mínimo común múltiplo que sintetice esa supuesta estrategia de investigación compartida por todas las ciencias. Si, no obstante, alguien se empeña en hacer algo así, como es a menudo el caso en algunos capítulos introductorios en libros de texto de diversas disciplinas, sobre todo de ciencias sociales, lo que sale, lo que se suele señalar como tal método, o bien son reglas demasiado triviales y generales que no sirven para nada a la hora de entrar en un laboratorio, o se incluyen preceptos que no toda ciencia puede cumplir, al menos de una forma relevante. Esos supuestos procedimientos metodológicos científicos generales que se mencionan con persistencia (observación, planteamiento de un problema, formulación de hipótesis que puedan dar solución a dicho problema, contrastación empírica de esas hipótesis por medio de predicciones que de ellas se deriven, revisión de las hipótesis a la luz de la evidencia empírica, eliminando las que fallen y elaborando otras nuevas que conduzcan a experimentos renovados etc.), no serían exclusivos de la ciencia. Son las mismas reglas que se emplean en la vida cotidiana para resolver numerosos problemas. Maarten Boudry lo ha explicado con acierto:

Desde un punto de vista epistémico hay gran cantidad de cosas comunes entre lo que hace un biólogo en el laboratorio y lo que hace un fontanero cuando trata de localizar una filtración en las tuberías. El fontanero hace observaciones, pone a prueba diferentes hipótesis, realiza inferencias lógicas, etc. La principal diferencia es que trabaja sobre un problema relativamente mundano y aislado (mi fregadero), que es lo suficientemente simple como para que pueda confiar razonablemente en resolverlo, y lo suficientemente local como para no interesar a nadie más que a mí, por lo que no hace falta que asista a ningún congreso ni que envíe un artículo sobre mi cocina a una revista con revisión por pares. (Boudry, 2017, p. 37)

Podría replicarse que, aunque estos procedimientos se empleen en la vida diaria, en la ciencia se usan con mucha mayor sistematicidad y rigor, y ciertamente habría que estar de acuerdo en eso. ¿Diremos entonces que lo que caracteriza a la ciencia es la sistematicidad y el rigor en el uso de procedimientos que también son empleados fuera de la ciencia? Podríamos decirlo, ¿por qué no? De hecho, es así. Pero entonces ya no estaríamos hablando de un método científico, sino de un uso especial de procedimientos comunes, y habría en tal caso que precisar un poco más qué es lo realmente propio de la ciencia, porque no hay que olvidar que sistematicidad y rigor también puede haber fuera de ella (por ejemplo, en algunas partes de la filosofía o en la jurisprudencia), y que la sistematicidad y el rigor por sí solos no hacen que algo sea científico. Mario Bunge elaboró de forma esquemática, al final del capítulo 8 de su libro La investigación científica, una pequeña teoría axiomática sobre los fantasmas que nos enseña que se puede dar rigor matemático y, con ello, cierta apariencia de cientificidad a casi cualquier cosa, sin que realmente eso sea ciencia.

En la ciencia se emplean razonamientos inductivos, deductivos, abductivos, hipotético-deductivos, analógicos y todas las formas de inferencia que a lo largo de la historia se han considerado como modos válidos de razonar. Por mucho que se intentara reducir el método científico a una sola de ellas, como se hizo desde Bacon hasta los neopositivistas, con la inducción, o como hizo Popper con las inferencias hipotético-deductivas, hoy está bien establecido que ninguna de estas formas de inferencia puede arrogarse el papel protagonista en exclusiva, así como que también son formas de inferencia habituales fuera de la ciencia.

Lo que se presenta en los manuales y en algunos artículos de divulgación como el método científico proviene de una reconstrucción filosófica idealizada hecha sobre la diversidad de procedimientos científicos empleados en la realidad. En la forma que suele dársele, al modo de un algoritmo para resolver problemas compuesto por diversos pasos sucesivos y necesarios, tiene un origen muy concreto. Es formulado por primera vez en el capítulo 6 de la obra Cómo pensamos, del filósofo John Dewey, publicada en 1910 (Rudolph, 2005). Y como herramienta interpretativa para desentrañar las bases epistémicas de la ciencia quizás no carece de sentido. El problema es que esa idealización luego ha sido hipostasiada y fijada como un hecho evidente, como una verdad inmediata que surge del conocimiento de primera mano que los científicos tienen de su propio trabajo.

Paul Feyerabend (un filósofo que tiene más cosas que enseñar de lo que generalmente se cree), fue uno de los primeros en insistir en que las ciencias son tan dispares que no tiene demasiado sentido hablar de un método para la ciencia en general. La filosofía de la ciencia posterior le ha dado la razón en esto, y desde principios de la década de 1990, en especial desde el libro de Philip Kitcher El avance de la ciencia, publicado en 1993, no ha vuelto a aparecer una gran obra que ofrezca una nueva visión metodológica de la ciencia en general o una narrativa global sobre el cambio de teorías y el progreso científico. Lo que ha ocurrido es que han proliferado las filosofías de ciencias particulares (filosofía de la física, de la biología, de la economía, de la psicología, etc.) y estudios sobre aspectos metodológicos, epistemológicos o axiológicos que pueden afectar a varias ciencias (diseño experimental, procedimientos estadísticos, aspectos sociales e imagen pública de la ciencia, etc.). Sin embargo, como también nos dice Feyerabend, eso no significa que en la ciencia no haya métodos, sino que hay muchos, dependiendo de cada disciplina, y que son revisables y cambian con el tiempo y con el contexto. El dadaísmo epistemológico que él promovió no es más que un pluralismo metodológico.

El desarrollo histórico de la idea de un método científico puede rastrearse fácilmente en la bibliografía filosófica. Encontramos reflexiones al respecto en Aristóteles, Grosseteste, Bacon, Descartes, Galileo, Newton, Hume, Comte, Hershel, Mill, Whewell, Bernard, Duhem, Poincaré, Mach, Peirce, solo por citar algunos de los más importantes a lo largo de la historia (los cuatro últimos mueren en la segunda década del XX). No es de extrañar que la lista sea extensa y que se pueda prolongar aún más. La cuestión del método científico, o, si se quiere, del método para conseguir conocimiento firme y garantizado, preocupó a la filosofía desde sus inicios. En la antigüedad, la expresión más acabada de esa preocupación fue el Organon aristotélico. Si nos vamos a la aparición de la ciencia moderna, podríamos decir que los primeros metodólogos fueron Bacon, Descartes y Galileo. Este último, por cierto, seguía preso del ideal demostrativo de ciencia que preconizó Aristóteles y que Bacon quería superar. Lo que hizo Galileo fue, fundamentalmente, insistir en que las demostraciones científicas debían ser matemáticas. Descartes también creía en ese ideal demostrativo, pero centrado en las acciones causales y mecánicas entre los distintos cuerpos materiales. Podemos decir, pues, que el gran innovador fue Bacon, que, sin abandonar el ideal demostrativo por completo, sostuvo que los procedimientos inductivos podían conseguir mucho mejor ese objetivo.

Por influencia de Bacon, durante los siglos XVII, XVIII y buena parte del XIX se consideró que el método científico debía ser el método inductivo. Ya se sabe en qué consiste: observación cuidadosa con el fin de encontrar propiedades comunes (o ausencia de ellas) en una serie representativa de casos y generalización a partir de lo observado para establecer regularidades universales o conexiones causales, en forma de leyes si se puede. Hay otras modalidades de inferencias inductivas, pero esta es la principal. En contraste con la deducción, la inducción es un tipo de razonamiento no demostrativo, es decir, las premisas de las que se parte solo prestan un cierto grado de apoyo a la conclusión, y esta finalmente podría ser una conclusión falsa incluso partiendo de premisas verdaderas. A cambio, es una inferencia ampliativa, lo que significa que en la conclusión hay más información que la contenida explícita o implícitamente en las premisas, cosa que no sucede con la deducción. De ahí la necesidad de realizar un «salto inductivo» desde las premisas a la conclusión, salto que puede llevar a veces al error. Hasta Newton y Darwin rindieron pleitesía a la creencia de que así operaba siempre la ciencia, repitiendo que sus trabajos científicos fueron escritos siguiendo escrupulosamente el método inductivo. Era una falsedad evidente, al menos desde nuestra óptica actual, porque ni las tres leyes del movimiento o la ley de la gravedad de Newton, ni la selección natural de Darwin surgen de inferencias inductivas. Más bien encajan en lo que Peirce llamó, en el siglo XIX, razonamiento abductivo. Cuando Darwin dice que su libro El origen de las especies era «un largo argumento», tenía razón, pero no era un largo argumento inductivo como él pretendía, sino abductivo. Y, por supuesto, pese a su famoso hipotheses non fingo, Newton inventó numerosas hipótesis, incluso sobre la causa de la gravedad, como hizo en su Óptica.

En el siglo XIX, William Whewell y John Stuart Mill introdujeron la idea del método hipotético-deductivo, o método hipotético, como ellos lo llamaron. Luego Popper sacaría mucho partido de esta idea, sin citar apenas estos antecedentes. Mill no era el inductivista extremo que a veces se dice, y sostuvo incluso que en las ciencias sociales el método más conveniente era el método deductivo. El método hipotético-deductivo es el procedimiento que hemos descrito antes y que se presenta frecuentemente como el método científico: la ciencia procede formulando hipótesis para solucionar problemas, contrastando empíricamente esas hipótesis mediante la deducción de predicciones que pueden o no cumplirse en la realidad, y modificando las hipótesis en función del resultado obtenido en ese proceso.

Poco después el filósofo pragmatista Charles S. Peirce comenzó a analizar y formalizar un nuevo tipo de inferencia, la abducción, que, pese a ser muy usada, había pasado desapercibida. Una inferencia abductiva parte de un hecho sorprendente que necesita una explicación; para explicar ese hecho se buscan y examinan varias hipótesis alternativas que podrían explicarlo satisfactoriamente y, por último, se concluye aceptando provisionalmente la hipótesis que mejor explica ese hecho. La abducción es, pues, la forma de inferencia que establece la mejor explicación de un fenómeno a partir del conjunto de hipótesis elaboradas que podrían explicarlo. Por eso también se la conoce como «inferencia de la mejor explicación». Al igual que la inducción, es una forma de razonamiento no demostrativo y ampliativo.

En realidad, tanto en la ciencia como fuera de ella se emplean todas estas formas de inferencia: la deducción, la inducción, las inferencias hipotético-deductivas y la abducción. Por tanto, ninguna por sí sola constituye el método científico. Eso no significa que no haya separación entre las ciencias y las pseudociencias o las formas respetables de conocimiento no científico. Lo que ocurre es que no es necesario postular una serie de reglas fijas y universales exclusivas de la ciencia para formar una idea clara de lo que singulariza a la ciencia como modo de conocimiento. Lo aclara con nitidez Samir Okasha en su breve introducción a la filosofía de la ciencia:

Ciertamente, conocemos algunos de los principales rasgos de la investigación científica: inducción, contrastación experimental, observación, construcción de teorías, inferencia de la mejor explicación, etc. Pero esta lista no proporciona una definición precisa del «método científico». Ni es obvio que se pueda proporcionar esa definición. La ciencia cambia grandemente con el tiempo, de modo que la suposición de que hay un «método científico» fijo, no cambiante, empleado por todas las disciplinas en todo tiempo, está lejos de ser inevitable. (Okasha, 2002, p. 125)

Coincide otro importante filósofo de la ciencia, Howard Sankey:

El punto de vista tradicional es monista; de acuerdo con este, hay un único método, históricamente invariante y su uso es la característica principal que distingue la ciencia de lo que no es ciencia. A diferencia de la perspectiva monista tradicional, adopto un pluralismo metodológico, según el cual hay un conjunto de reglas metodológicas que emplean los científicos en la evaluación de teorías alternativas y en la aceptación de los resultados. Estas reglas son susceptibles de variación en la historia de la ciencia, y pueden emplearse diferentes reglas en diferentes campos de la ciencia. Dada la pluralidad de reglas, los científicos pueden divergir en las reglas que emplean, con el resultado que puede haber desacuerdo racional entre los científicos sobre cuestiones de hecho y elección de teorías. En tal visión pluralista de la ciencia, en tanto ningún método único es característico de la misma, las ciencias se caracterizan generalmente por la posesión de un conjunto de reglas metodológicas que dan cuenta de las decisiones prácticas y teóricas de los científicos. (Sankey, 2015, p. 87)

Y podrían ponerse muchos más ejemplos de filósofos de la ciencia que coinciden en esta posición.

Así pues, el método científico entendido de este modo es solo una idealización poco realista de la diversidad de métodos verdaderamente empleados en las distintas ciencias. Ni siquiera la capacidad de eliminación de errores mediante refutación empírica es exclusiva de la ciencia. Lo que hace que su aplicación en la ciencia sea vista como diferente y distintiva es el mayor rigor con el que se aplica, sobre todo por la posibilidad de matematización de las hipótesis, que permite una contrastación experimental más fiable. Es curioso, sin embargo, que esa matematización no suela ser incluida como un rasgo central del método (Blachowicz, 2009). Ahora bien, tanto la experimentación como la matematización, aunque formen parte del modo en que han sido desarrolladas y aceptadas muchas teorías científicas, están ausentes en muchos otros casos, así que tampoco pueden ser tomadas como características ineludibles y definitorias de la ciencia. No en todas las disciplinas científicas es posible la experimentación, o lo es solo de forma muy indirecta, ni en todas encontramos una formulación matemática de las hipótesis; y eso no hace a estas disciplinas menos respetables.

La sistematicidad, en cambio, ha tenido recientemente mejor suerte que estas propuestas y ha sido convertida por un influyente filósofo, el alemán Paul Hoyningen-Huene (2015), en la cualidad que mejor serviría para caracterizar a la ciencia. Él destaca nueve dimensiones posibles en las que buscar esta sistematicidad: las descripciones, las explicaciones, las predicciones, la defensa del conocimiento, el discurso crítico, la conexión epistémica, el ideal de completitud, la generación de conocimiento y la representación del conocimiento. No obstante, también a esto pueden hacerse algunas objeciones. Nadie puede negar que la ciencia es sistemática, pero, como decíamos antes, también hay sistematicidad en otros ámbitos de conocimiento. ¿Es lo decisivo, entonces, el grado y la amplitud de la sistematicidad? ¿Cabría decir que la ciencia es sistemáticamente sistemática? Sin duda es más sistemática en la puesta a prueba de sus teorías que ningún otro modo de comprender la realidad. Y, aunque esta capacidad para la contrastación empírica no sea la misma en todas las disciplinas —no es la misma en física que en economía, e incluso en física tenemos teorías incontrastables, al menos por el momento, como la teoría de cuerdas— el proyecto general de la ciencia es conducirla con sistematicidad hasta sus últimas consecuencias. Se ha argumentado de forma plausible (Bird, 2019) que, por ejemplo, fue esa sistematicidad la que puso en el camino de la ciencia a la medicina clínica a lo largo del siglo XVIII, contribuyendo a eliminar los prejuicios y a darle fiabilidad a los conocimientos obtenidos. Aunque esta propuesta no está exenta de críticas, a buen seguro merece atención, pero tenga éxito o no, lo que aquí nos interesa es que ella también se aleja de la idea del método científico como rasgo definitorio de la ciencia.

La actitud naturalista

Desde una perspectiva epistemológica, una de las características principales de la ciencia, que nos será de utilidad en el análisis de las pseudociencias que haremos en el capítulo 3 y al que no se le presta siempre la debida atención, es la actitud naturalista.

En este apartado defenderé que el naturalismo, en su modalidad metodológica, ha sido un elemento central del éxito explicativo de la ciencia y que tal hecho debería tener también implicaciones para la filosofía. Empezaré delimitando las modalidades principales del naturalismo. Haré una valoración sucinta de cada una de ellas y dedicaré mayor espacio a la defensa del naturalismo metodológico. Explicaré cuál es su papel en la ciencia y argumentaré que debe considerarse como una característica definitoria de la propia ciencia. Finalmente, aclararé con brevedad por qué creo que es aconsejable también la adopción de este naturalismo metodológico en la discusión filosófica.

El naturalismo, tal como se viene entendiendo en los debates filosóficos de las últimas décadas, tiene varias modalidades, pero pueden señalarse principalmente tres: el naturalismo ontológico, el naturalismo metodológico y el naturalismo epistemológico