La conexión gallega - Perfecto Conde - E-Book

La conexión gallega E-Book

Perfecto Conde

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""Perfecto es esa clase de tipo que tiene aspecto de periodista romántico y que resulta ser un romántico periodista. Es un pura sangre. Sucede que, igual que Philip Marlowe, lleva con heterodoxia su condición de detective." El escritor Manuel Rivas presentó con estas palabras la entrevista que le hizo al autor de este libro hace casi 20 años. El pintor y ensayista Luis Seoane dejó escrito y publicado que Perfecto Conde "sabe ver la situación de los problemas de hoy de modo realista y no tiene nada que ver con ese periodista, que también lo hay, indiferente, marginado a propósito, como si lo que le ocurre a su pueblo no tuviese relación con él". José Luis Alvite retrató más recientemente a nuestro autor del siguiente modo: "Desde luego ya no quedan muchos como él, que fue siempre eso que se llama un periodista de raza, es decir, un tipo eficaz en el trabajo y caótico en su biografía, uno de aquellos viejos reporteros acostumbrados a la ácida magia de volver a casa con las llaves de otra puerta y pillar dormido al reloj despertador. Y como mandaban los cánones de los viejos tiempos, Perfecto Conde estuvo arriba y abajo, jamás en medio –que es donde están siempre los estorbos–, en lo más alto y en el sótano, y todo ello sin darle importancia ni a una cosa ni a la otra". En lo más alto y en el sótano es precisamente por donde ha tenido que andar el autor para investigar la conflictiva materia con la que ha sido compuesto este libro, auténtico corpus explicativo de lo que ha sido el paso del contrabando de tabaco al tráfico internacional de drogas y verdadero who is who del narcotráfico. La conexión gallega, del tabaco a la cocaína es un libro verdaderamente pionero. Publicada su primera edición a finales de 1991, su contenido ha inspirado investigaciones e interpretaciones posteriores que no siempre han seguido los cánones del rigor mínimamente exigibles y que a veces incluso han rozado los límites de la apropiación indebida y del plagio, pero el autor está muy contento de que su obra haya servido para valorar y poner al día un fenómeno tan importante y controvertido como es el del narcotráfico gallego, objeto hoy de series de televisión y de todo tipo de exposiciones mediáticas."

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Foca / Investigación / 164

Perfecto Conde

La conexión gallega

Del tabaco a la cocaína

«Perfecto es esa clase de tipo que tiene aspecto de periodista romántico y que resulta ser un romántico periodista. Es un pura sangre. Sucede que, igual que Philip Marlowe, lleva con heterodoxia su condición de detective.» El escritor Manuel Rivas presentó con estas palabras la entrevista que le hizo al autor de este libro hace casi 20 años.

José Luis Alvite retrató más recientemente a nuestro autor del siguiente modo: «Desde luego ya no quedan muchos como él, que fue siempre eso que se llama un periodista de raza, es decir, un tipo eficaz en el trabajo y caótico en su biografía, uno de aquellos viejos reporteros acostumbrados a la ácida magia de volver a casa con las llaves de otra puerta y pillar dormido al reloj despertador. Y como mandaban los cánones de los viejos tiempos, Perfecto Conde estuvo arriba y abajo, jamás en medio –que es donde están siempre los estorbos–, en lo más alto y en el sótano, y todo ello sin darle importancia ni a una cosa ni a la otra».

En lo más alto y en el sótano es precisamente por donde ha tenido que andar el autor para investigar la conflictiva materia con la que ha sido compuesto este libro, auténtico corpus explicativo de lo que ha sido el paso del contrabando de tabaco al tráfico internacional de drogas y verdadero who is who del narcotráfico.

La conexión gallega. Del tabaco a la cocaína es un libro verdaderamente pionero. Publicada su primera edición a finales de 1991, su contenido ha inspirado investigaciones e interpretaciones posteriores que no siempre han seguido los cánones del rigor mínimamente exigibles y que a veces incluso han rozado los límites de la apropiación indebida y del plagio, pero el autor está muy contento de que su obra haya servido para valorar y poner al día un fenómeno tan importante y controvertido como es el del narcotráfico gallego, objeto hoy de series de televisión y de todo tipo de exposiciones mediáticas.

Perfecto Conde nació en Xinzo (A Pontenova, Lugo) el 13 de abril de 1943. Estudió Filosofía y Letras en Santiago de Compostela y Periodismo en la Escuela de Periodismo de la Iglesia de Madrid. Dio sus primeros pasos profesionales en el desaparecido Diario SP de Madrid. Fue secretario de redacción de la revista Chan, que dirigía el histórico Borobó, y trabajó para TVE, la BBC, la Television Française 1, la Radiodifuçao Portuguesa, los semanarios Triunfo, Cambio 16, Gaceta Universitaria, Teima, Qué y Tiempo, y para los diarios La Región, El Progreso, Avui, El Periódico de Cataluña, entre otros. Dirigió la primera etapa de la Gran Enciclopedia Gallega, editada por el asturiano Silverio Cañada.

Fue el primer corresponsal del diario El País en Galicia, hasta 1982, delegado del Grupo Zeta en Galicia hasta 1984, y redactor del semanario Interviú, publicación en la que ejerció los cargos de jefe de Investigación y redactor jefe de sucesos hasta 1995. Ya de vuelta a su tierra natal, fue director de la revista Gam y jefe de Comunicación del Ayuntamiento de Ferrol, antes de incorporarse al semanario A Nosa Terra, en el que puso término a su vida laboral activa.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Perfecto Conde

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-16842-32-2

NOTA EDITORIAL

La presente edición reproduce tal cual la original publicada en 1991. Se ha optado por respetarla (con la salvedad de la conversión de algunos topónimos al gallego), dada la importancia del texto como documento histórico, que ha sido y sigue siendo la base de los numerosos textos que desde entonces han abordado el asunto del narcotráfico gallego. No se recogen, por tanto, las posteriores vicisitudes de sus protagonistas, algunos de ellos ya fallecidos, y las referencias que en él se encuentran a la actualidad, se refieren, obviamente, a la época de su publicación, no a la nuestra.

No más tertulias de salón para comentarios divertidos sobre quien acaba de hacerse rico con el tráfico de monedas manchadas de sangre.

Belisario Betancur

Las gracias

Es de justicia que el autor agradezca a un buen número de personas que le ayudaron enormemente a caminar por el pantanoso terreno que atraviesa este libro (algunos contrabandistas, unos cuantos narcotraficantes, policías, guardias civiles y funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera), aunque por razones obvias tenga que dejar sus nombres en el tintero. Muchos de ellos no podrán siquiera compartir un solo aspecto del enfoque que se da en las páginas siguientes a la cuestión, pero su generosidad les permitió prescindir de la coincidencia de criterios para hablar conmigo de un tema que nos era común de alguna manera. Para ellos, una consideracion muy especial.

De forma igualmente anónima, tengo que referirme a muchos periodistas, políticos, funcionarios, militares y hombres de negocios de España y de algunos países de Latinoamerica –particularmente de Colombia– sin cuyas herramientas, consejos e informaciones no hubiera podido desbrozar la selva de datos que hube de sortear para dar forma a los primeros capítulos del volumen. El recuerdo max callido es para los periodistas del diario bogotano El Espectador, quienes, pocos dias despues de que perdieran a su director y maestro Guillermo Cano, tuvieron la amabilidad de orientarme y de facilitarme la enorme riqueza de sus archivos.

En el mismo país, merece mi memoria el coronel Augusto García Plata, que, siendo jefe de Antinarcóticos de la Policía Nacional, supo ayudarme en momentos difíciles para él y para sus hombres. En México, mi agradecimiento va dirigido al ministro de Interior, Fernando Gutiérrez, quien tuvo a bien perder su tiempo conmigo durante muchas horas cuando se hallaba enfrascado en el peliagudo asunto interno del sindicalista La Quina.

A mis amigos de Portugal (Manolo Bello, José Luis Manso, Pinto Amaral, Gonçalo Nuno, Diana Andringa, Fátima Apolinaria, Celestino Amaral, José Cavaco Silva...) les pido disculpas por haberles dado la murga muchas veces indagando cerca de ellos tal o cual cosa. Y, ya en mi tierra, he de reconocer la paciencia que tuvieron conmigo Jorge Parada, gobernador civil de Pontevedra, y Ceferino Trillo, secretario general del Sindicato Español de Vigilantes Aduaneros (SESVA).

Eficaz ayuda tambien, y amistad generosa, fue lo que me brindaron Luis Baltar, en Cádiz, del Servicio de Vigilancia Aduanera (SVA), y Sito Vázquez, exalcalde de Vilanova de Arou-sa(Pontevedra), o el eurodiputado del PSOE José Vázquez Fouz. Los dos últimos fueron pioneros en la denuncia política de los problemas del contrabando y del narcotráfico y recibieron, a cambio, las amenazas anónimas de los que se ocultan tras el humo del tabaco o la blanca nieve de la cocaína. Mi recuerdo también para el exdiputado del Centro Democratico y Social (CDS) Francisco Javier Moldes Fontán y para el parlamentario regional socialista José Giráldez Maneiro, así como para la dipu-tada nacional del Partido Popular Teófila Martínez.

Entre los nombres que el olvido y la limitación de espacio me imponen obviar no quiero que esten periodistas gallegos como Anxel Vence, Manolo Rivas, Gustavo Luca de Tena, Xulio Lorenzo o Pilar Fariña. Ellos también me ayudaron de manera apreciable. Finalmente, quiero dedicar un entrañable recuerdo a la única persona que vio crecer, lentamente, este libro hasta el punto de que alguna vez acabó padeciendo ella misma el estrés sufrido por el autor. A María Gil Villanueva quiero decirle que sigo estando aquí, y que muchas gracias por su colaboración.

Madrid, octubre de 1991

A Guillermo Cano,

periodista de Colombia,

cuyo pundonor le costó la vida

por culpa de los narcotraficantes

de su país.

A Luis Vidal,

funcionario de Vigilancia Aduanera,

que también pagó con la vida,

en aguas de Arousa.

Y a todos los que murieron,

en cualquier frente de esta guerra,

estando o no al lado de la ley,

porque todos fueron víctimas.

Introducción

En la primera edición de este libro (Barcelona, Ediciones B, 1991), cuento una anécdota personal que me relaciona con un famoso abogado gallego, fallecido hace más de 30 años, que me contó historias que podían parecer inverosímiles sobre el contrabando de tabaco, café, penicilina y otros productos con los que se nutría el estraperlo transfronterizo que caracterizó la vida gallego-portuguesa durante muchas décadas. Como en las novelas de Silvio Santiago, este mundo traspasaba casi siempre los límites de lo real y se sumía a veces en toda una fantasmagoría digna de la mejor literatura popular.

Confieso que me apasionaban aquellas historias de burros que no podían ornear porque los contrabandistas les colgaban pesadas piedras para que no pudiesen levantar el rabo y alertar así a los guardias civiles que no estaban comprados y vigilaban por el monte. Siempre pensé que el mundo del contrabando, primero, y el del subsiguiente narcotráfico acabarían inspirando alguna gran novela, una buena película o alguna importante serie de televisión que lo reflejara en todas sus profundidades y complejos desarrollos a lo largo del tiempo.

Mientras tanto, el tema me fue apasionando cada vez más, hasta el punto de que dediqué una buena parte de mis esfuerzos, como periodista de investigación que trabajó para varios medios de referencia (Interviú, El País, etc.), a desentrañar las tramas del estraperlo y del tráfico de drogas. Siempre tuve claro que mi tierra, Galicia, estaba llamada –quizá condenada incluso– a ser la plataforma natural del desembarco europeo de la cocaína colombiana y del hachís africano. Las rías gallegas –esas huellas que dicen que la mano de Dios dejó impresas en la tierra cuando el séptimo día de la Creación apoyó su mano para descansar– constituyen una geografía verdaderamente adecuada para acoger las trayectorias marítimas, los escondites y las infraestructuras que el narcotráfico andaba buscando extender a Europa en inmenso mercado ilegal de sus lucrativos negocios.

Durante todo ese tiempo publiqué docenas –quizás incluso centenares– de reportajes y de artículos sobre esta materia y acabé escribiendo un libro que ganó el segundo premio internacional Reporter de investigación en el año 1991. El primer premio lo ganó Francisco Umbral con su libro El socialfelipismo. La democracia detenida (Barcelona, Ediciones B1991). Es el libro que ahora el lector vuelve a tener en sus manos y por el que pasaron 27 años sin que perdiera frescura ni actualidad. Por mis lecturas, me consta que incluso le ha prestado abundantísimos datos y no poca inspiración a los investigadores del tema que me sucedieron en este campo. Algunos ni siquiera han dudado en entrar a saco en sus páginas de manera claramente heterodoxa, y a veces hasta desvergonzada, pero soy el primero en comprender que todo esto son gajes del oficio y ni siquiera le doy la más mínima importancia.

Es casi seguro que no se me hubiera ocurrido buscar la reedición de mi libro si no fuese porque empecé a darme cuenta de que era tout à fait idiot no reaccionar ante un fenómeno que estaba empezando a tocarme las narices. Me di cuenta, por ejemplo, al observar que Amazon está ofreciendo ejemplares de segunda mano de mi libro a precios que van desde 352,36 a 11.279,04 euros, vendidos desde Estados Unidos.

También animó esta decisión el darme cuenta de que las cosas no cambiaron tanto desde que se publicó La conexión gallega por primera vez. En el prólogo de entonces escribía yo lo siguiente:

Por razones profesionales, me tocó vivir de cerca la evolución del asunto no sólo en mi tierra sino en muchos lugares, y acabé convencido de que algo que no había pasado apenas de una lucha casi necesaria para la supervivencia, durante los años del hambre primero y de la autarquía después, acabó integrándose en el preocupante universo del insaciable negocio internacional de la especulación carente de cualquier escrúpulo, con todas las secuelas de corrupción, mafia, etc. Tuve la suerte de hablar con protagonistas de primera línea, tanto en España como en otras partes del mundo (Colombia, Brasil, Argentina, México, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Cuba, Portugal, Suiza, Francia, Bélgica, Italia, Holanda y Marruecos), y en todas saqué la conclusión de que son sólo unos pocos, y casi siempre los mismos, los que manejan los hilos de la gran internacional contrabandística, hoy centrada en el imparable desarrollo de la narcoeconomía.

Una narcoeconomía –seguía diciendo– que mueve anualmente valores comparables a los de los grandes Estados europeos y que genera plusvalías tan extraordinarias que le permiten controlar, en la práctica, países enteros como Colombia, Bolivia, Perú o Panamá. Todo en manos de una veintena de zares prepotentes que no representan precisamente la quintaesencia de la civilización occidental o de los valores humanos.

Entonces también decía que

la cadena interminable de asesinatos, secuestros, intervencionismo político y económico, dependencia y sumisión que conllevan los dineros calientes e incontrolados del narcotráfico debería ser suficiente, por si sola, para despejar cualquier duda acerca de la necesidad de que el mundo intente una salida a través de la legalización y del control de los estupefacientes, ya que el prohibicionismo no ha hecho sino aumentar y agravar, hasta ahora, este problema. Debería preferirse un drogadicto que consume, bajo control sanitario y social, productos que no se promueven exclusivamente bajo el prisma de la especulación salvaje a condenados irremisiblemente a la esclavitud impuesta por los narcotraficantes sin escrúpulos, y siempre sería mejor un sistema nacional de dispensa de estupefacientes –que, entre otras cosas, recaudaría impuestos– que la actual máquina sumergida de acumulación de capital en manos de la mafia internacional que sufraga golpes de estado y amedrenta naciones enteras con el crimen organizado.

Bajo esta óptica fue haciéndose el libro que vuelve a estar en las librerías, «concebido y escrito –como apuntaba en 1991– con el único propósito de desentrañar unas cuantas claves del fenómeno sobrecogedor del negocio clandestino que abrió las puertas de Europa, a través de España, y que se apoderó en interés propio de la vieja tradición estraperlística de Galicia».

En su momento, este libro sólo fue objeto de una querella presentada por un periodista gallego, debido a una confusión de sus apellidos con los de su padre. El resultado fue que un tribunal de justicia de Barcelona falló a favor de la editorial y del autor del libro absolviéndolos de toda culpa. Por otra parte, varias demandas presentadas contra mí y contra la revista Interviú por algunos reportajes –por Laureano Oubiña, por ejemplo– también corrieron la misma suerte.

Quiero expresar, para terminar, el mismo deseo que mostraba en la introducción de la primera edición: «Ojalá que la lectura de este libro ayude un poco a despejar el futuro de esta palpitante cuestión».

O Instrumento, mayo de 2018

PRIMERA PARTE

De dónde vienen los tiros

Los narcomafiosos, después de matar a un ministro, quisieron que España fuerasu puente aéreo

CAPÍTULO I

El perro de los Matta

Los últimos días del otoño de 1988 transcurrían sin pena ni gloria en A Coruña. Los herculinos habían olvidado ya la polémica moción de censura que descabalgó del poder, en la Xunta de Galicia, al conservador Xerardo Fernández Albor para darle vez al socialista Fernando González Laxe, y ni siquiera se ocupaban de comentar el inefable empeño del alcalde de la ciudad, Francisco Vázquez, por sostener a toda costa el estado de obra permanente con el que estaba empeñado en emular a quien fue uno de sus más genuinos antecesores en el cargo: el franquista y controvertido Alfonso Molina, que ya antes había tenido otros émulos famosos, como aquel arzobispo de París que sincopó su vida en una casa de mala nota.

A la sazón, sólo los pocos críticos que padecía el regidor coruñés se tomaban la molestia de poner en solfa la transformación urbanística que se estaba operando, o por lo menos se proyectaba, en la ciudad que quiso ser capital de Galicia y a la que los padres del actual Estatuto de Autonomía hicieron perder la partida, a favor de Santiago de Compostela. ¿Qué importaba ya que se hubiera ido al traste la ciclópea remodelación de la zona marítima que le había diseñado a Paco Vázquez el arquitecto catalán Ricardo Bofill,o que pudiera parecer que las empresas constructoras estuviesen buscando petróleo afanosamente en todas las plazas, cuando lo que de verdad hacían era algo tan prosaico como cavar a toda pastilla aparcamientos subterráneos?

En A Coruña todo era venal por aquellas fechas, insoportablemente municipal y espeso, y, a pesar de que el invierno norteño estaba empezando a llamar a las puertas del Cantábrico, puesto que se cumplían los últimos días de noviembre, en algunos momentos lucía un sol esplendoroso que incitaba a los cascarilleiros a pegar la hebra por el paseo marítimo que bordea la playa de Riazor que, en otros tiempos menos contaminadores de la ciudad de la torre de Hércules, fue lo que aún es hoy La Concha para San Sebastián.

Como uno más de aquellos ciudadanos aparentemente felices, el hondureño José Nelson Matta Ballesteros salió del cuarto piso del número 32 de la avenida Pedro Barrié de la Maza, lugar de su residencia, para que su elegante yorkshire gris-negro que acababa de peinar su mujer, la colombiana Rosa Esther Martínez Fernández, hiciera la gimnasia cotidiana que el perro solía metódicamente iniciar haciendo las necesidades sobre la tierra removida con la que, por entonces, se estaba rellenando una parte de la playa.

Casi sin darse cuenta, Matta fue tirando de la correa del chucho hacia la plaza de Pontevedra, a escasos cien metros de su casa, dejándose llevar probablemente por el instinto de observar por enésima vez cómo marchaban las obras de los aparcamientos subterráneos que allí estaba construyendo su socio Jesús Louzao. Aquélla fue una de las peores ideas que tuvo en A Coruña el hermano y testaferro de uno de los mayores narcotraficantes del mundo, porque en la plaza de Pontevedra le estaba esperando la Nikon que manejaba un muchacho de cara lánguida y aspecto desaliñado que arrojó al hondureño a las cavernas de la historia gráfica de una España que le había dado acogida cuatro años antes.

De un simple pero eficaz clip disparado a corta distancia, Bernardo Pérez, fotógrafo del diario madrileño El País, acabó con la tranquilidad provinciana de uno de los principales componentes de la familia narcotraficante más famosa de Honduras, marcándole el comienzo del fin de un refugio dorado. Nelson Matta nunca se arrepentirá lo suficiente de no haber ordenado, aquel día, que fuese la sirvienta quien sacase el perro a mear.

Días más tarde, el 29 de noviembre de 1988, el periódico para el que trabajaba Bernardo Pérez publicó, en la página diecisiete, la fotografía de Matta con el can formando parte de una larga información elaborada por los periodistas Félix Monteira y Peru Egurbide que abría la primera, a tres columnas, con un título en el que se leía que «la familia de un “barón” de la cocaína realiza grandes inversiones en España».

En medios periodísticos españoles se especuló, entonces, acerca de cómo pudo haber descubierto El País la presencia de Matta Ballesteros en A Coruña, y no faltó quien atribuyese el importante scoop a algún lazarillo proveniente de la Drug Enforcement Administration (DEA) o a cierto europarlamentario que pudo haber hablado del asunto en Bruselas. El caso real era que el hondureño figuraba en la guía telefónica de la ciudad gallega apenas disfrazado su nombre con una inocente inversión del orden de sus apellidos, ya que constaba como Ballesteros Matta, J. N., titular del número 255.229. Los listines telefónicos suelen ser un manantial de buena información.

Sin embargo, en los círculos de la oposición al socialismo y en la izquierda del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fueron muchos los que se resistieron a creer que el diario de Jesús de Polanco y de Juan Luis Cebrián hubiera lanzado, sin alguna suerte de luz verde, sobre la ciudad de María Pita la piedra –en realidad fue un cantazo– que removió lodos que acabaron lamiendo los pies del propio alcalde socialista de A Coruña, amigo y protegido del entonces vicepresidente del Gobierno español, Alfonso Guerra, el siempre inefable Francisco Vázquez, que se apresuró a anunciar de palabra una querella contra el rotativo madrileño por haberlo incluido en el entourage de los socios de Matta Ballesteros. De aquella querella, nunca más se supo.

De quien se supo bastante fue del hombre que sacaba perros de lujo a pasear. Se ignora el origen de su tierno amor por los canes con pedigrí, pero es de suponer que no se remonte mucho en el tiempo por la sencilla razón de que José Nelson Matta Ballesteros nació en el seno de una familia modesta, el 13 de agosto de 1950, en Comayagua (Honduras), y se crió con más necesidad de atender su propia supervivencia que recursos para aficionarse a los perros oriundos de los condados británicos que les dieron marca.

No presenta muchas dudas, por otra parte, el hecho de que José Nelson nunca hubiera alcanzado el estrellato de la letra impresa si no fuera por méritos familiares, es decir, por ser hermano de José Ramón Matta Ballesteros, uno de los principales capos americanos del tráfico internacional de las drogas, lo que equivale a decir que se trata de uno de los mayores narcotraficantes del mundo. En México, por ejemplo, se hizo acreedor del título más mobiliario que nobiliario de «Zar de la Cocaína». José Ramón Matta Ballesteros vino al mundo, en el año 1946, en Tegucigalpa y se dedicó desde niño al contrabando de licores y de maíz. Siendo todavía muy joven, emigró a México y trabajó de obrero en un taller de reparación de automóviles, pero tardó poco en introducirse en las tramas del negocio ilegal de las drogas, en el que escaló fulgurantemente hasta la categoría de narcotraficante internacional, que compaginó con el contrabando de piedras preciosas y con oscuros negocios de bienes raíces.

Su primer cuartel general lo estableció en el país azteca, desde donde extendió las actividades ilícitas a su tierra natal, Colombia, Panamá, Costa Rica, Perú, Bolivia, Estados Unidos y España. A Europa llegó huyendo de las autoridades mexicanas, en la primera quincena de febrero de 1985, después de que agentes de la DEA alertaran a la policía federal azteca sobre sus actividades. La salida de José Ramón Matta de México fue posible porque el propio jefe de la policía que tenía que detenerlo, el comandante Manuel Ibarra, retrasó su arresto para que le diera tiempo a subirse al avión que lo condujo a Madrid.

En la capital española, organizó por teléfono numerosos envíos de cocaína a California y movió millones de dólares. Según consta en la información recogida por la policía a través de intervenciones telefónicas, realizó por lo menos veinte llamadas, entre el 9 de marzo y el 25 de abril de 1984, para tratar cuestiones de narcotráfico. En algunos casos, eran conversaciones sostenidas con interlocutores de Medellín (Colombia), para proveer las remesas de cocaína, y, en otros, hablaba con sus distribuidores de la droga en Nueva York y California.

Desde Madrid, viajó también a Guadalajara (México), entre 1983 y 1985, para tratar asuntos de narcotráfico con su socio azteca Miguel Angel Félix Gallardo. Ambos dirigían una organización que se encargaba de transportar cocaína colombiana a Estados Unidos cargándola en Guadalajara en avionetas que aterrizaban normalmente en una pista clandestina de Young (Arizona), donde la recogía un norteamericano llamado John Drummond.

Según documentación que obra en uno de los tres procesos que se siguen contra él en Estados Unidos, José Ramón Matta utilizó el nombre falso de Jairo Ríos Vallejo para comprar avionetas en México y realizar algunos negocios en España. La policía de este país tiene constancia de que el narcotraficante hondureño residió esporádicamente en Madrid desde 1979, año en que su esposa compró un chalet en la urbanización Las Lomas, de Boadilla del Monte. Tres años más tarde, ese inmueble fue adquirido por la empresa Celuisma y pasó a ser residencia privada de Celso Luis Fernández Espina.

Por aquel tiempo, su hermano José Nelson se estableció en A Coruña y, aunque no se tiene constancia exacta de que José Ramón haya visitado la ciudad gallega, parece seguro que ambos familiares aprovecharon la ocasión para diseñar y ejecutar la estrategia de sus intereses económicos en España. En cualquier caso, los socios coruñeses de los Matta Ballesteros, y en particular Jesús Louzao, mostraron siempre mucho interés en negar cualquier contacto personal con José Ramón Matta y se pronunciaron desconocedores de sus antecedentes narcotraficantes, difundidos profusamente por la prensa de varios países europeos y americanos. De todos modos, este punto no resulta fácilmente creíble, y los empresarios y las autoridades coruñeses tenían que saber con quién estaban jugando la partida, sin duda.

José Ramón Matta no demoró mucho su estancia en España, sino que pronto voló a Colombia para ocuparse de las propiedades que tenía allí y seguir traficando en cocaína. Un tiempo antes, se había casado con Nancy Maden Vásquez Martínez, una colombiana bien dotada de inteligencia natural y de agallas para navegar sobre aguas procelosas y encargarse de los asuntos de su marido cuando éste se hallaba excedente de su ocupación más habitual, que era la de fugado de alguna cárcel. Desde Colombia, Matta intensificó sus actividades de narcotráfico y se relacionó con todos los cárteles del negocio, fundamentalmente con el de Medellín y con el cerebro del clan de los Ochoa, Jorge Luis Ochoa Vásquez.

Mientras tanto, la DEA y policías de diversos países le iban siguiendo los pasos. Desde hacía años, Estados Unidos estaba al acecho para solicitar su extradición a cualquier país que pusiera grilletes en sus muñecas, y esa oportunidad pareció que había llegado cuando, en abril de 1985, José Ramón Matta Ballesteros fue detenido en un hotel de Cartagena de Indias, en el preciso momento en que el presidente Belisario Betancur encabezaba, en Bogotá, la ceremonia conmemorativa del primer aniversario de la muerte de uno de sus ministros de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, asesinado el 30 de abril de 1984 por sicarios que actuaron a sueldo y cumpliendo órdenes de los narcotraficantes.

Sobre el arrestado pesaban órdenes de captura emitidas en Honduras, Estados Unidos y México. En el primero, su país de origen, lo buscaban bajo sospecha de que había dado muerte a uno de los primeros socios que tuvo, Mario Ferreri, y a su esposa. Doce meses después de ese doble asesinato, ocurrido en Tegucigalpa en 1977, la policía colombiana le decomisó ochocientos kilos de cocaína y más de un millón de dólares en efectivo, asunto que le llevó a esconderse en México buscando la protección del narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo, uno de los mayores exponentes de la narcomafia mexicana, contra el que ninguna autoridad de su país se atrevió en serio hasta que llegó a la presidencia de la república azteca Carlos Salinas de Gortari y nombró ministro de Interior a Fernando Gutiérrez.

Gallardo poseía importantes propiedades en tierras, empresas y bancos, extendidas por los estados de Sinaloa, Jalisco, Chihuahua, Baja California y México DF, y ejercía el cargo de consejero de los bancos Somex y Banpacífico, entre otros. El 18 de marzo de 1985 la fiscalía de Texas (Estados Unidos) quiso confiscarle casi ocho millones de dólares que guardaba a nombre de un testaferro, Mardoqueo Alfaro Hargarino, en el Banco Nacional de El Paso, bajo sospecha fundada de que se trataba de ganancias obtenidas con el narcotráfico. A Gallardo y a su socio, Tomás Valle Corral, los protegían altos cargos de la banca, la empresa y la política mexicanas, como los hermanos Beteta, uno de los cuales llegó a ser director general de la petrolera estatal Pemex.

Miguel Ángel Félix Gallardo le buscó al fugitivo José Ramón Matta Ballesteros el oportuno padrinazgo del jefe de Narcóticos de la Policía Judicial Federal de México, Francisco Sahagún Baca, siniestro personaje que también tuvo luego que buscar refugio en Madrid cuando cayó en desgracia su cuate y todopoderoso jefe de la Dirección General de Policía y Tránsito Arturo Durazo Moreno, tristemente célebre en su país con el apodo de Negro Durazo, torturador inmisericorde y narcotraficante él mismo. Los norteamericanos acusaban a Matta de haber infringido las leyes USA antidroga en múltiples ocasiones –acusación que recaía sobre él también en México, Colombia y Honduras– y le atribuían la autoría intelectual del secuestro, seguido de asesinato, del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar y de su piloto y ayudante Alfredo Zavala Avelar.

El primero, aunque nacido en México, se había nacionalizado norteamericano y entrado a trabajar en la agencia antidroga más conocida del mundo en 1974, después de haber sido infante de marina. En 1980 fue enviado a la ciudad mexicana de Guadalajara como jefe de las investigaciones locales de la DEA y, poco más tarde, puesto al frente de una operación especial denominada «Padrino», que se inició, basada en dicha ciudad, en octubre de 1984. Ayudado por su piloto, Camarena recorría frecuentemente el norte y el centro de México y, en poco más de tres meses, sus informaciones sirvieron para decomisar más de ocho toneladas de cocaína. Aquello era razón suficiente para que los narcotraficantes se la jurasen y uno de los juramentados contra él era José Ramón Matta Ballesteros.

Los responsables orgánicos de Camarena estaban pensando en promoverlo profesionalmente haciendo que regresara a Estados Unidos cuando, el 7 de febrero de 1985, se inició para el agente de la DEA un largo calvario de torturas que lo condujo a la muerte. Ese día, Enrique Camarena había acudido al consulado norteamericano en Guadalajara, sede de su oficina, de donde salió a las dos de la tarde para encontrarse con su mujer y comer juntos en casa. Cuando apenas había bajado a la calle y caminado unos metros, tres agentes de la policía judicial de Jalisco (René y Samuel Ramírez Razo y Ramón Torres Lepe) le cortaron el paso diciéndole que debían conducirlo ante su jefe porque quería verlo inmediatamente. El agente de la DEA obedeció, llevado más sin duda por el efecto que producían las metralletas portadas por quienes luego resultaron ser sus secuestradores que por la creencia en lo que le acababan de decir acerca de que quería verlo el jefe de la policía judicial. Desde el cruce de las calles Libertad y Progreso, curiosa coincidencia, los cuatro hombres se dirigieron a un Atlantic estacionado en las cercanías y el automóvil se perdió en la endemoniada barahúnda que forma casi siempre el tráfico en la ciudad que goza de la fama de ser cuna de las mujeres más hermosas de México.

No lejos de allí, en el aeropuerto local, otros dos individuos armados secuestraron el mismo día al piloto Alfredo Zavala cuando regresaba de realizar un vuelo para el Ministerio de Agricultura y Recursos Humanos, organismo en el que tenía su empleo oficial.

Tal vez por los condicionantes internos de la agencia para la que trabajaba su marido, la esposa de Camarena tardó un día entero en denunciar la desaparición y la DEA esperó todavía veinticuatro horas más antes de informar a las autoridades mexicanas sobre lo ocurrido. De tal manera que sólo el 9 de febrero Manuel Ibarra, jefe de la Policía Judicial Federal, el mismo que luego ayudó a Matta Ballesteros en su huida a España, pudo montar la búsqueda de los desaparecidos y la captura de los secuestradores.

Una semana más tarde, en la sede diplomática de Estados Unidos en México, el embajador John Gavin (un mediocre actor que había interpretado, a las órdenes del director gallego Carlos Velo, la versión cinematográfica de la novela PedroPáramo, de Juan Rulfo) y el entonces director central de la DEA, Francis Mullen, sorprendieron a los periodistas locales y extranjeros que comenzaban a llegar en manada, para cubrir el episodio de Camarena, contándoles algunas cosas que las autoridades mexicanas trataban concienzudamente de ocultar. Por ejemplo, que setenta y cinco grandes capos mexicanos, cuyos nombres podrían hacerse públicos, controlaban el tráfico de drogas a través de dieciocho bandas organizadas que contaban con la complicidad o con la colaboración de muchos miembros de las fuerzas policiales y el ejército aztecas.

En los días que siguieron a esta sensacional declaración norteamericana, llegaron a México numerosos agentes del Federal Bureau of Investigation (FBI) para ayudar a la DEA en la búsqueda de su agente, y entre la Policía Judicial Federal, la Policía Judicial de Jalisco y el ejército mexicano movilizaron un millar de hombres en las tareas de localizar a los dos desaparecidos. La prensa estadounidense desencadenó una campaña dirigida al desánimo de los «gringos» que estuvieran pensando en hacer turismo en México, y el Gobierno de Washington puso en marcha una llamada «Operación Intercepción» en la que participaron agentes federales, de la DEA y de Aduanas, cerrando la práctica totalidad de los pasos a lo largo de los 3.326 kilómetros de línea fronteriza. Sincronizadamente, una «Operación Tortuga» efectuó engorrosos registros en las personas y vehículos que se dirigían al país del norte, y, en sólo una semana, México sufrió pérdidas valoradas en doscientos millones de dólares.

El Gobierno azteca repondió sumisamente aplicando, por su parte, una denominada «Operación Respeto», que consistió en suprimir todos los trámites aduaneros a los viajeros estadounidenses que cruzasen hacia el sur, y el presidente Miguel de Lamadrid se apresuró a bajar la oreja llamando por teléfono a Ronald Reagan. Los puestos fronterizos se reabrieron el 25 de febrero, pero en la rayana población de San Isidro (California) apareció una organización, de marcado carácter racista, que afiló cuchillos contra los mexicanos que tradicionalmente entran en Estados Unidos de manera ilegal para prestar su mano de obra barata en los campos de cultivo. Los chicanos se vieron entonces injuriados como «gente leprosa» y «enfermos venéreos», y fueron tratados, más que nunca, como mercancía por esta organización, que anunció el propósito de recaudar fondos para adquirir armas con las que combatir a los espaldamojadas.

El día 1 de marzo, la presión contra México volvió a intensificarse al paralizar Aduanas de Estados Unidos los transportes de carga mexicanos a través de la frontera, y a los automovilistas que provenían del sur se les obligó a disponer de pólizas de seguro de hasta cinco millones de dólares para circular por USA. En ese mismo mes, el fiscal general de la República de México, Sergio García Ramírez, dejó que la cadena de televisión norteamericana CBS le hiciera una larga entrevista en la que habló de «una guerra sucia que libran los narcotraficantes contra la ley de este país y de todos los países». Su poderoso vecino del norte le estaba dejando bien claro a México que la guerra no había hecho más que empezar contra los «barones», «zares» o «reyes» de la droga y que éstos tenían nombres y apellidos: José Ramón Matta Ballesteros, Miguel Ángel Félix Gallardo, Jaime Herrera, Juan José Esparragoza Moreno, Juan Carlos Labastida, Jorge Fabela Escobosa, Rafael Caro Quintero...

El Tío Sam podría llegar incluso a desestabilizar aquellos gobiernos de su área que no pusieran empeño en la lucha contra el narcotráfico. En los despachos políticos, administrativos y militares de México empezó a correr prisa por la obtención de algún resultado y, el 2 de marzo, fuerzas de la Dirección Federal de Seguridad y de la Policía Judicial Federal, en un operativo conjunto mandado por el comandante Armando Pavón Reyes, se dirigieron al rancho El Mareño, en el estado de Michoacán, siguiendo pistas que dijeron haber obtenido de un chivatazo. Los policías fueron recibidos con ráfagas de ametralladora, según su propia versión, en un tiroteo que duró hora y media y que tuvo resultado de muerte para el agente José Manuel Esquivel Jiménez y para el exdiputado federal Manuel Bravo Cervantes, su esposa y sus dos hijos. Bravo Cervantes era dueño de la finca y en aquel momento dirigía la Compañía de Semillas de Apatzingán, y mantenía conexiones con el narcotráfico, según la policía. Las dos nueras del exdiputado, Cecilia y Eleuteria, sobrevivieron a la masacre, pero no se libraron de ser torturadas durante los interrogatorios a que fueron sometidas en Guadalajara. Al final, fueron puestas en libertad sin cargos y algunos policías que participaron en el operativo manifestaron posteriormente que se habían equivocado con El Mareño y que Bravo Cervantes probablemente no tuviera nada que ver con el narcotráfico.

Poco después de esta tragedia, el 6 de marzo, el campesino Antonio Navarro Rodríguez segaba alfalfa, a un kilómetro escaso del rancho asaltado por la policía, cuando empezó a sentir un olor fuertemente nauseabundo que se tornó insoportable. Dejándose guiar por el olfato, realizó un macabro hallazgo: casi a flor de tierra, había dos cadáveres en avanzado estado de descomposición. Los cuerpos estaban metidos en sacos de plástico, con las manos atadas a la espalda. Ojos y bocas, tapados con cinta adhesiva. El segador de alfalfa acababa de encontrar los restos mortales del agente de la DEA Enrique Camarena y de su colaborador Alfredo Zavala. Curiosamente, cuatro días antes, el lugar había sido rastreado palmo a palmo por la Policía Judicial Federal sin que nada fuese hallado. Alguien había andado con los muertos en procesión de un lado para otro.

Los forenses de la ciudad de Zamora dejaron abierta la sospecha de que los dos cadáveres pudieron haber sido enterrados con vida, según se podía desprender del hecho de que hubiese tierra en sus pulmones. En una nueva autopsia, los médicos de Guadalajara dictaminaron que Camarena y Zavala llevaban muertos de veinte a veintiocho días antes de su hallazgo, a causa de disparos recibidos en la cabeza y de múltiples torturas físicas perpetradas por los secuestradores en los diez días, aproximadamente, que los mantuvieron con vida. El análisis de la tierra que contenían los cuerpos demostró que pudieron haber sido enterrados previamente en otro lugar.

El 7 de marzo de 1985, el cadáver de Enrique Camarena fue llevado a San Diego (California), en un avión de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y sepultado definitivamente con honores militares. En muchas ciudades norteamericanas ondeó la bandera a media asta en señal de luto por el agente de la DEA. En Guadalajara, México, Alfredo Zavala Avelar ocupó modestamente un rincón del camposanto acompañado apenas por algunos familiares. Varios huérfanos lloraron por él.

Siete días después, agentes de la Policía Judicial de Jalisco fueron detenidos en Guadalajara: Gerardo Ramón Torres Lepe, Benjamín Lochea Salazar, Víctor Manuel López Razcón, Héctor López Malo, José Guadalupe Muñoz Villarreal, Juan Rufo Oliva, Víctor Valenzuela y Gabriel González González.

El último citado falleció durante los interrogatorios celebrados en la capital federal, víctima de un suicidio, según la versión oficial, y a causa de las torturas recibidas, según otras fuentes. Aquellos policías que acabaron confesos dijeron que actuaron por encargo de los narcotraficantes, que «tenían coraje por la marihuana que les quemaron en Chihuahua», haciendo referencia a una devastadora operación policial que acababa de realizarse en dicho lugar siguiendo las pistas que había provisto Camarena.

Los hilos de ambos asesinatos los habían movido, según cree saber la DEA, José Ramón Matta Ballesteros (el narcotraficante con intereses económicos en A Coruña) y sus socios del negocio internacional de la droga Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca.

A raíz de aquellos acontecimientos, el entonces secretario de Estado norteamericano, George Shultz, declaró que lo ocurrido en México sobrepasaba «el nivel de tolerancia» de Estados Unidos. Las autoridades aztecas no pudieron, en consecuencia, evitar una intensificación coyuntural de la lucha contra el narcotráfico y esto obligó a que los capos emigrasen. Fue cuando José Ramón Matta Ballesteros huyó a España y Rafael Caro Quintero se refugió en Costa Rica, contando, en ambos casos, con la complicidad de agentes y oficiales de la Dirección Federal de Seguridad y de la Policía Judicial Federal de México.

Caro Quintero se permitió incluso el lujo amatorio de escapar de Guadalajara llevando consigo a Sara Cossío, sobrina del conocido político local Guillermo Cossío Vidaurre, presidente regional del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que ostentaba, sin interrupción, el poder ejecutivo mexicano desde que fue fundado, con el nombre inicial de Partido Nacional Revolucionario, el 4 de marzo de 1929.

Sara Cossío, una bellísima muchacha que tenía entonces diecisiete años, vivió con el narcotraficante una truculenta historia de amor y lujo que terminó cuando la policía asaltó la mansión que compartían en Costa Rica y Caro Quintero quiso burlar su verdadera identidad diciendo que se llamaba Antonio Ríos Velasco. Su joven odalisca le abortó el plan con la pronunciación de una sola frase delante de los policías: «No le crean, él es Rafael Caro Quintero». Los amores a veces traicionan y el Romeo narcotraficante fue llevado a México a toda prisa, donde se confesó autor intelectual de los asesinatos de Enrique Camarena y Alfredo Zavala, en los cuales gastó más de mil millones de pesos de su país sobornando a miembros de la Fiscalía General de la República y de los diversos cuerpos policiales, a varios de los cuales citó por sus nombres en las declaraciones.

Como consecuencia de las detenciones en cadena que siguieron a estos acontecimientos, Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto, compadre de Caro Quintero, también se fue de la lengua al ser detenido en Puerto Vallarta. El jefe de la policía local, Candelario Ramos, le había prestado una casa para que le sirviera de refugio mientras permanecía huido de la justicia, pero parece ser que sus guardaespaldas se aburrían soberanamente en aquella ciudad turística de la costa oeste de México. Un buen día decidieron tomar una copa por los chiringuitos de moda y, al poco rato, estaban borrachos como cabras. Tuvieron entonces la brillante idea de asaltar una compañía de transportes, cuyos empleados y algunos taxistas los persiguieron por las calles. Lo mejor que se les ocurrió fue refugiarse nuevamente en el escondrijo donde se hallaba su patrón, y en él desembocó una multicolor procesión de ladrones y policías que ocasionó la detención fortuita de Fonseca Carrillo. El local se asemejó de repente a una sala de banderas, porque todo el mundo en aquella casa tenía credencial de policía, perseguidos y persecutores. Resulta que, por aquel tiempo, no había en México un solo narcotraficante de importancia que careciese de una credencial de esa naturaleza, obtenida por la vía de la corrupción de los funcionarios públicos. El escándalo que luego se armó, con tal motivo, fue tan gordo que un diputado federal, Antonio Zorrilla Pérez, tuvo que renunciar al escaño cuando se descubrió que esta práctica fue corriente durante el tiempo en que él fue responsable de la Dirección Federal de Seguridad.

Atrapado, pues, a causa de que sus matones empinaran el codo cuando no debían, Don Neto cantó la gallina. Confesó que, él en persona, había visto a Enrique Camarena y a Alfredo Zavala, moribundos, cuando estaban siendo torturados en la casa de Rafael Caro Quintero. Según su testimonio, el 5 de febrero de 1985, un funcionario de la DEA identificó a Camarena en una fiesta de cumpleaños del comandante de la policía mexicana Manuel López Rascón, con el fin de que fuera reconocido por los narcotraficantes que, ese mismo día, planearon su secuestro y encargaron su ejecución a José Luis Gallardo, un contacto que tenían en la oficina de pasaportes del consulado de Estados Unidos en Guadalajara, y a los policías Samuel Ramírez, Sergio Torres Lepe y un tal Patón.

Los años pasaron desde aquel episodio trágico ocurrido en México, pero la DEA y sus agentes no se olvidaron nunca de José Ramón Matta Ballesteros, sino que le pisaron siempre los talones en todos los países por donde anduvo. Cuando regresó a Colombia, desde España, en 1985, no le dejaron en paz hasta que consiguieron que la policía nacional lo detuviera en Cartagena de Indias. Acto seguido, fue recluido en la Cárcel Modelo de Bogotá y su esposa, Nancy Marlen Velásquez, tomó el testigo de sus actividades mafiosas.

Algunos integrantes de la narcomafia autóctona (Frank Gutiérrez y los hermanos Javier y Rodolfo Ospina Baraya, descendientes los dos últimos de un expresidente de la nación y emparentados con políticos recientes y actuales) alertaron a Nancy Marlen acerca de los peligros de incautación que podrían correr algunos bienes de su marido en el caso de que las autoridades colombianas acabasen extraditándolo a Honduras, país que podía reclamarlo por el asesinato de dos personas. Le sugirieron que una buena medida precautoria podría ser que dichas propiedades cambiasen de dueño, y le propusieron comprárselas ellos mismos. La esposa de Matta, al verse presionada de este modo y temiendo perderlo todo, aceptó venderlas a precio de ganga.

Poco después, su marido consiguió fugarse una vez más sobornando con cuatrocientos millones de pesos colombianos a varios funcionarios de la cárcel bogotana, que le tendieron puente de plata, permitiendo que un helicóptero lo recogiera cerca de la prisión, según un plan que inicialmente contempló incluso la posibilidad «cinematográfica» de aterrizar en el propio patio de la Modelo. El guardia que se encargó de repartir el botín del soborno fue asesinado poco después y la esposa de otro funcionario implicado, secuestrada.

Lo primero que hizo Matta Ballesteros al recobrar la calle fue deshacer, a su manera, el entuerto de la venta de sus propiedades. Habló con Gutiérrez y con los hermanos Ospina emplazándolos a que le abonaran el dinero que todavía no habían pagado a su mujer y, en señal de que su propósito de cobrar iba en serio, mandó asesinar a los familiares de Frank Gutiérrez hasta que no dejó vivo más que a un muchacho de catorce años. No bastándole eso, mató también al propio Gutiérrez haciendo que dispararan sobre él pistoleros disfrazados de policías, en la clínica El Rosario de Medellín, cuando se reponía de un atentado anterior.

Como el asunto del cambio de propiedad de sus bienes colombianos no acababa de resolverse satisfactoriamente para él, en junio de 1987, José Ramón Matta Ballesteros hizo reunir a varios miembros de la familia Ospina, con los que estaba disgustado porque había descubierto que Rodolfo Ospina acababa de comprar una finca por importe de mil doscientos millones de pesos, de los que había pagado la mitad al contado y aplazado el resto con el aval de uno de sus hermanos. Por esta razón, Matta entendió que no era falta de liquidez lo que impedía a los Ospina saldarle las cuentas.

Al cónclave asistieron representantes de José Ramón Matta Ballesteros, Javier y Rodolfo Ospina Baraya, Bertha Hernández de Ospina Pérez, Fernando Ospina Hernández y Bertha Olga Ospina Duque. La última, en ese momento, desempeñaba el cargo de cónsul de Colombia en la ciudad norteamericana de Boston. Al conocer la única forma de solución que aceptaba Matta, Rodolfo Ospina empuñó una metralleta y disparó al aire, originándose una «balacera» a la que puso término el reclamante del dinero gritando: «Cumplan sus tratos, hijueputas». Los Ospina tardaron poco en abandonar Colombia.

El último capítulo, por ahora, del narcotraficante que cree en la economía de Galicia e invierte en sus empresas se inició el 5 de abril de 1988, en Tegucigalpa, al ser detenido nuevamente y, sólo un mes más tarde, extraditado a Estados Unidos aun a pesar de que la Constitución hondureña no permitía aplicar tal medida a los nacionales, y José Ramón Matta Ballesteros seguía conservando la ciudadanía de aquel país. Esta vez tuvo a su lado incluso a los estudiantes, que se manifestaron y quemaron parte de la embajada norteamericana en el transcurso de incidentes que causaron la muerte de cinco jóvenes. En Estados Unidos fue condenado primero a una pena menor, por haber huido en 1971 de una cárcel de Miami, y finalmente a cadena perpetua en diciembre de 1989.

José Nelson Matta Ballesteros, el día que sacó a pasear a su perro, en A Coruña. (Foto: El País.)

José Ramón Matta Ballesteros cumple cadena perpetua en Estados Unidos. (Foto: Archivo P. Conde.)

Miguel Ángel Félix Gallardo. (Foto: Archivo P. Conde.)

José Ramón Matta Ballesteros con su socio mexicano Miguel Ángel Félix Gallardo. (Foto: Archivo P. Conde.)

Pablo Escobar, capo di tutti capi, en Colombia. (Foto: Archivo P. Conde.)

Pablo Escobar, Ricardo Cuchilla y Gustavo de Jesús Gaviria, primo del primero, en los tiempos en que se dedicaban a las carreras de coches. (Foto: Archivo P. Conde.)

Gonzalo Rodríguez Gacha. (Foto: Archivo P. Conde.)

Carlos Lheder, preso en Estados Unidos. (Foto: Archivo P. Conde.)

Jorge Luis Ochoa Vásquez. (Foto: Interviú.)

Fabio Ochoa Vásquez. (Foto: Archivo P. Conde.)

Gilberto Rodriguez Orejuela. (Foto: Interviú.)

Fabio Ochoa Restrepo, patriarca del clan Ochoa. (Foto: Interviú.)

César Gaviria, presidente de Colombia. (Foto: Archivo P. Conde.)

Virgilio Barco, expresidente de Colombia. (Foto: Archivo P. Conde.)

Belisario Betancur, expresidente de Colombia. (Foto: Archivo P. Conde.)

Julio César Turbay Ayala, expresidente de Colombia. (Foto: Archivo P. Conde.)

Enrique Camarena, agente de la DEA, asesinado en México por los narcotraficantes. (Foto: Archivo P. Conde.)

John Lawn, director de la DEA. (Foto: Archivo P. Conde.)

Guillermo Cano, director del diario bogotano El Espectador, asesinado por los narcos. (Foto: Archivo P. Conde.)

Arturo Durazo Moreno, Negro Durazo.(Foto: Archivo P. Conde.)

En Sinahota, El Chapare boliviano, se comercia coca delante de los militares. (Foto: Archivo P. Conde.)

La vasta región boliviana de El Chapare produce gran parte de la materia prima con la que los colombianos elaboran cocaína. (Foto: Archivo P. Conde.)

CAPÍTULO II

El ministro que no tuvo miedo

La explicación pública que José Ramón Matta Ballesteros hizo de su última fuga fue la de que Dios le abrió las puertas de la prisión.

Hasta entonces, no se sabía que el de arriba estuviera del lado de los narcomafiosos y, menos aún, que dispusiera de llave maestra para abrir la Modelo de Bogotá, pero sí se conocía la existencia de un ministro colombiano de Justicia que había apostado con su propia vida para ganarles la partida a los narcotraficantes. Era Rodrigo Lara Bonilla, el primer político de Colombia que tuvo el valor de sacar al sol los trapos de la mafia, tal como publicó el semanario bogotano Semana cuando el aludido no podía ya leerlo porque lo acababan de asesinar aquellos que él había puesto en el tendedero.

Fue el segundo ministro de Justicia del presidente Belisario Betancur y le tocó inspirar e impulsar un largo y difícil combate contra el narcotráfico que sólo alcanzó algunas victorias después de su muerte. «La única manera que tengo de demostrarle al país que soy honrado es jugándome la vida contra la mafia y estoy dispuesto a hacerlo», solía decir Lara cuando le preguntaban por qué mostraba tanto empeño y temeridad siguiendo una estrategia política que ni siquiera era compartida por todos los demás integrantes del Gobierno, entre los que había algunos ministros que incluso veían con malos ojos lo que consideraban una manía personal de perseguir lo imposible.

Se acostumbra decir, en Colombia, que la mitad de la población guarda alguna relación, directa o indirecta, con el tráfico de drogas –antes marihuana y ahora cocaína– y que, de la otra mitad, la inmensa mayoría calla u otorga por miedo o por comodidad. No ha habido, de hecho, un solo presidente colombiano de los últimos tiempos al que no se le haya encontrado alguna relación con las tramas narcotraficantes, y un alto porcentaje de los políticos actuales o inmediatamente pasados de aquel país suelen tener mucho que ver con el tema. Casi todos ellos (Turbay Ayala, López Michelsen, Betancur, Barco) se beneficiaron alguna vez de los dineros calientes, que financiaron parte de sus campañas electorales, o tuvieron en sus propias familias miembros muy directamente comprometidos con la narcoeconomía. Un hermano de Virgilio Barco fue el último ejemplo escandaloso, y el propio Rodrigo Lara tenía varios cuñados metidos en el asunto. Hasta él mismo fue implicado una vez por el narcotraficante Evaristo Porras Ardile, que dijo que le había donado al ministro un cheque por valor de un millón de pesos colombianos.

Debido sobre todo al uso del Tratado de Extradición firmado con Estados Unidos y que Lara Bonilla quiso aplicar en varios casos, el ministro se convirtió en la bestia negra de los amos del «narcodólar», que lo empezaron a amenazar por todas partes. El 29 de septiembre de 1983, el jefe de la Unidad Antinarcóticos de la Policía Nacional, coronel Jaime Ramírez Gómez –que más tarde sería él también una víctima mortal del narcotráfico–, le puso al corriente de que había un plan para matarlo en Medellín. El ciudadano norteamericano Joseph Harold Rosenthal, que había huido de una cárcel de Atlanta (Estados Unidos) y circulaba por el mundo con los nombres falsos de John Burn y Roberto Samnas, fue espiado por la policía antinarcóticos colombiana y por la DEA mediante la intervención del teléfono de la habitación del hotel que ocupaba en la capital de Antioquia, y se averiguó que mantenía contactos con uno de los Ochoa y con el primo de Pablo Escobar, Gustavo de Jesús Gaviria Rivero, que años después cayó víctima de los disparos de la policía en Medellín al poco tiempo de descubrírsele en España importantes fondos en varios bancos y una relación de negocios con los asturianos Fernández Espina. Rosenthal habló con estos elementos de la conveniencia de ejecutar a Rodrigo Lara.

Cuatro meses después, el 20 de enero de 1984, en una central distribuidora de la Empresa de Teléfonos de Bogotá, se halló un puente realizado sobre las líneas que atendían a los números 2711732 y 2528339 y que correspondían a los teléfonos privados del ministro en su casa y en su despacho, respectivamente. Un confidente había advertido al coronel Ramírez que se andaba hablando, en los círculos narcotraficantes de la ciudad de Pereira, de que alguien controlaba las conversaciones secretas del titular de Justicia y aquello puso en marcha una investigación que culminó con el hallazgo de una central de escucha en la casa de Luis Alfredo Beltrán Moreno montada por él, su hijo Ricardo Beltrán Franco y Alirio Ramírez Guzmán, antiguos empleados de la Empresa de Teléfonos todos ellos.

Desde aquella madriguera, espiaban al ministro por cuenta de los narcotraficantes, que luego se permitían incluso el lujo de llamarlo para que oyese grabaciones en las que se escuchaba lo que él había hablado por teléfono a lo largo del día. No era sólo el ministro el escuchado, por otra parte, puesto que las mismas oficinas secretas de la DEA en Colombia llegaron a estar intervenidas por los narcotraficantes, que contaron y siguen contando con empleados de la compariía telefónica para realizar escuchas y para informarles si se intervienen sus líneas, dándoles inmediatamente números de repuesto.

El ministro se preocupó seriamente por primera vez y le pidió protección al presidente Betancur. Ambos acordaron que Lara partiría con destino a Checoslovaquia, en absoluto secreto, para hacerse cargo de la embajada de Colombia en Praga, pero sus enemigos fueron los primeros en saberlo a través de sus líneas de espionaje telefónico. Los capos hicieron entonces una cumbre en la que acordaron asesinar a Rodrigo Lara Bonilla y cada uno de ellos aportó diez millones de pesos destinados a la operación. De ejecutar el plan se encargó la gente de Pablo Escobar con sus sicarios de Medellín, y el líder del cártel de Pereira, Martín Elías Piedrahíta, quedó a cargo de formar un comando suplementario que actuaría en caso de que fallara el primero.

Pablo Escobar, aparte de ser uno de los diez hombres más ricos del mundo por las ganancias obtenidas en el narcotráfico, tenía sabiduría probada en las artes siniestras de matar él mismo o de mandar asesinar a su cuenta. Cuando tuvo que responder a una indagatoria policial que se realizaba sobre él, en 1976, firmó una declaración en la que decía que siempre había trabajado como independiente en el ramo de las «comisiones de negocios (compra-venta de automóviles) y me he dedicado a la ganadería y a la agricultura en general, en una finca de mi papi en Rionegro». También señaló que podrían responder de su conducta varios funcionarios gubernativos que citó por sus nombres. En aquella ocasión, declaró ingresos mensuales de ocho mil pesos colombianos.

Sin embargo y como en toda autobiografía manifestada en esas circunstancias, su declaración distaba mucho de lo que ya era su verdadero perfil profesional. Para entonces, el hoy preso de lujo en una cárcel de Medellín y amo de la mayor organización narcotraficante que se desarrolló en Colombia, era ya lo que en su país se denomina un «gatillero» o persona de dedo siempre propicio a descerrajar un tiro entre ceja y ceja y, aún más a menudo, en la nuca.

En los primeros años sesenta, Pablo Escobar ganó dos millones de pesos tomando parte en el secuestro del industrial Diego Echevarría Misas, dinero que invirtió en comprar la cocaína con que se inició en el business narcotraficante en el que ya figura fichado desde una investigación aduanera de su país realizada en 1975. Sus antiguos vecinos del barrio de El Envigado, en la periferia de Medellín, lo recuerdan como un hombre bien organizado y poseedor de algunas cualidades que no eran frecuentes en los de su calaña, como las de no despilfarrar dinero gratuitamente ni hacer ostentaciones innecesarias.

El 5 de septiembre de 1974 tuvo su primer disgusto con la justicia al verse implicado en los asesinatos de varias personas, llevados a cabo para ocultar el simple robo de un Renault-4. El abogado Guillermo García Salazar denunció la sustracción de un vehículo de esa marca y modelo en Medellín y poco después el vecino de la misma ciudad León Javier Duque Giraldo dejó estacionado delante de su casa un Renault-12 color naranja que no paró de vigilar, por la ventana, porque sabía que el suyo era entonces uno de los coches que más se robaban en Colombia por la facilidad que hallaban los ladrones para cambiar la placa identificatoria del motor. Observó que un Renault-4 color naranja daba vueltas a la manzana pasando siempre al lado de su vehículo y, sospechando que algo podía ocurrir, anotó la matrícula antes de que el merodeante se parase dejando bajar a un individuo que rápidamente puso en marcha el Renault-12 y desapareció con él a gran velocidad. Efectuada la pertinente denuncia, a los dos días el Renault-4 fue detenido cuando lo conducía Pablo Escobar, que alegó que se lo había prestado su amigo Francisco Hugo Pizarro Jiménez, el cual, según él, lo había adquirido en la subasta realizada por una casa de seguros.

Cuando fue llamado a declarar, Pizano manifestó que se había limitado a servir de intermediario actuando por cuenta de Pablo Escobar y, en el careo correspondiente, quedó claro que el segundo había montado simple y llanamente una coartada. El coche era el mismo que le habían robado al abogado García Salazar y el comprado en la subasta sirvió para disponer de las placas de matrícula con las que pusieron en circulación el sustraído. De este modo, una simple ratonería automovilística bautizó los antecedentes de uno de los hombres más famosos de esta década.

José Dolores Galeano Cadavid, dueño del taller donde fue guardado el coche de la subasta, declaró que la única relación que había tenido con Escobar era la que se derivaba de haberle arreglado algunos vehículos y ambos fueron también sometidos a careo. El mecánico se mantuvo en sus trece mientras que el narcotraficante cometió flagrantes contradicciones. El 30 de mayo de 1976, el dueño del taller apareció muerto por «laceración encefálica de arma de fuego» y, ese mismo día, le ocurrió igual al hombre que había servido de testaferro en la subasta, el cual presentaba «destrucción cerebral-fractura de cráneo». Dicho en lenguaje menos forense, el primero fue asesinado con un disparo a la cabeza y el otro, con un golpe en la misma parte del cuerpo.