La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid - Ángel Ganivet - E-Book

La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid E-Book

Angel Ganivet

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La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid es una novela de Ángel Ganivet en la que el autor pone como protagonista a un reflejo idealizado de sí mismo en la figura del explorador Pío Cid. Publicada con carácter satírico, la obra narra la conquista de un reino imaginario por parte de dicho explorador, y las modificaciones que hace en la estructura social una vez nombrado sumo sacerdote. Todas estas modificaciones tendrán resultados tan catastróficos como grotescos.

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Seitenzahl: 461

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Ángel Ganivet

La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid

 

Saga

La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid

 

Copyright © 1897, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726551372

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo primero

Donde hablo de mí mismo, de mis ideas y de mis aficiones, y comienzo el relato de mis descubrimientos y conquistas.-Primeros viajes desde la costa oriental de África a la región de los grandes lagos.

 

Me llamo Pío García del Cid, y nací en una gran ciudad de Andalucía, de la unión de una señora de timbres nobiliarios, con un rico vinicultor. Nada recuerdo de mi niñez, aunque, si he de dar crédito a lo que de mí dicen los que me conocieron, fui sumamente travieso y pícaro; y es casi seguro que lo que dicen sea verdad, porque mi falta de memoria proviene justamente de una travesura que estuvo a pique de cortar el hilo de mi existencia entre los nueve y diez años. Era yo aficionadísimo a pelear en las guerrillas que sostenían los chicos de mi barrio contra los de los otros barrios de la ciudad, y en una de estas batallas campales, luchando como hondero en las avanzadas de mi bando, recibí tan terrible pedrada en la cabeza, que a poco más me deja en el sitio. De tan funesto accidente me sobrevino la pérdida de la memoria de todos los hechos de mi corta vida pasada, y como feliz compensación un despabilamiento tan notable de todos mis sentidos, que mis padres, que hasta entonces habían tenido grandes disensiones con motivo de la carrera que había de dárseme, llegaron a ponerse de acuerdo. Mi madre había adivinado en mí un gran orador forense, y mi padre quería dedicarme a los negocios de la casa: triunfó mi madre, y seguí la carrera de leyes hasta recibirme de doctor cuando aún no tenía veinte años. Entonces mi padre creyó conveniente enviarme al extranjero a perfeccionar mi educación. El estudio de las lenguas vivas comenzaba a estar muy de moda, y poseer varios idiomas era punto menos que indispensable para hablar en todas partes y sobre todas materias con visos de autoridad. Aparte de esto, mi padre oía decir que nuestra patria estaba en un lamentable atraso, y creía firmemente que el medio más seguro para salir de él eran los viajes y los estudios en el extranjero. Para armonizar mis gustos con los de mi padre, y mis intereses con los de nuestra hacienda, se decidió enviarme a las principales ciudades comerciales de Europa, donde a un mismo tiempo podría hacer estudios científicos y adquirir conocimientos prácticos, y entablar, si llegaba el caso, relaciones comerciales muy necesarias para el porvenir de nuestra nación. A estos estudios y prácticas debía dedicar cinco años, el tiempo preciso para cumplir la edad que se exige para ser diputado, pues mi padre tenía gran prestigio en nuestro distrito natural, y daba por segura mi elección, y con ella y mis excelentes dotes, el comienzo de una rápida carrera política.

Residí por breve tiempo en Ruán para inteligenciarme en el negocio de vinos y ver el medio de aumentar la exportación y los precios de los caldos, que mi casa había comenzado a enviar a Francia desde algunos años atrás. De Ruán pasé al Havre, empleado en el escritorio de un naviero representante de una línea directa de vapores entre los puertos del Norte de Francia y los puertos españoles y franceses del Mediterráneo. Por lo mismo que no los solicité, ni los necesitaba, me salieron al paso éste y otros buenos empleos, que me fueron útiles, no sólo para adquirir los apetecidos conocimientos prácticos, sino también para vivir casi independiente del bolsillo paterno, en lo que se complacía mucho mi carácter presumido y orgulloso.

Para aprender el inglés me trasladé a Liverpool, donde me ofrecieron su representación algunas casas españolas exportadoras de frutas; pero este negocio no me dio buen resultado, y me agregué, como encargado de la sección española, a una �Sociedad de exportación de productos químicos para abonos�, establecida en Londres. Aquí ensayé también la venta, en comisión, de cigarros habanos, y aunque la empresa no fracasó, tampoco pudo tomar vuelo. Sea que mi deseo de ir demasiado deprisa me impidiera dar a los negocios el tiempo necesario para madurar, sea que, distraído con otros proyectos fantásticos, que siempre andaba revolviendo en mi magín, no les concediera toda atención que exigían, lo cierto es que la mala fortuna me acompañó constantemente en cuanto emprendí por cuenta propia. A la inversa, mis trabajos por cuenta ajena eran siempre acertados, y en todas las casas en que presté mis servicios merecí la confianza de mis jefes, y se me encomendaban las cuestiones más difíciles. Esto me ocurrió en Marsella, en el Havre, donde residí por segunda vez, y en Hamburgo, donde por fin senté la cabeza, aceptando una excelente colocación en la Compañía intercontinental dedicada al transporte marítimo y propietaria de dos líneas de vapores.

En los seis años que transcurrieron en este género de vida, fui adquiriendo un inmenso caudal de experiencia y una dosis mayor aún de patriotismo; porque es un hecho probado que el amor a la patria, en los individuos que son capaces de sentirlo, se acrecienta viviendo fuera de ella, y más cuando se la abandona imbuido en ciertos rutinarios prejuicios exageradamente favorables a los países extranjeros. A tal punto llegó mi patriotismo, que, reconociéndome incapaz para desempeñar en mi patria ciertos papeles que antes me seducían, desistí de emprender la carrera política, a la que mi padre, como dije, me destinaba, por parecerme censurable desplegar mis esfuerzos para desempeñar una función que otros antes que yo desempeñaban satisfactoriamente. Bien que, vista desde muy lejos la organización interior de mi patria, me parecía tan perfecta que no necesitaba de piezas tan inútiles como mi persona para seguir funcionando con regularidad: una monarquía constitucional con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia política; ministros responsables oportunamente sustituidos en cuanto se nota que se hallan bastante desgastados; dos Cámaras siempre ocupadas en renovar la legislación, acomodándola a la naturaleza humana y a las exigencias diarias de la opinión, y ocho grandes focos administrativos irradiando sus efluvios luminosos sobre toda la faz del país. Sólo notaba yo algunas deficiencias en el cultivo de la tierra y en las industrias, y de buena gana me dedicara a remediarlas; mas como también el comercio ofrecía ocasión para desplegar grandes iniciativas, y yo tenía hecho ya mi penoso aprendizaje, me sentí poco a poco inclinado a dedicarme a él y a permanecer fuera de España, continuando el camino emprendido. Mi única tristeza era tener que vivir alejado de la patria; pero esta tristeza se compensaba con el placer de conservar incólume mi patriotismo, que acaso se debilitase al volver a ella y percibir ciertos lunares borrados por la distancia. Escribí, pues, a mis padres exponiéndoles claramente mis nuevas aspiraciones y solicitando sus consejos; y aunque éstos fueron desfavorables, no bastaron a convencerme, antes me llevaron más lejos en la nueva vía que trataba de seguir. La Intercontinental tenía importantes relaciones con las colonias europeas del África oriental, y decidió enviar un representante a Zanzíbar para darles mayor impulso, aprovechando las ventajas del protectorado alemán; la comisión me fue ofrecida, y yo la acepté deseoso de cortar por algún tiempo los lazos que me ligaban a mi familia y a las naciones de Europa. Mi primer acto, pues, de hombre libre fue, como el de muchos hombres de genio (y no se eche esto a presunción), un acto de rebeldía contra la autoridad familiar.

En dos años de residencia en la isla de Zanzíbar y en Bagamoyo, un cambio radical se fue operando en mis ideas. El trato con los exploradores que tienen aquí el punto de partida para emprender sus viajes al interior del Continente, y la lectura de libros de viajes, a la que me aficioné poco a poco, me hicieron variar de rumbo; el comercio me pareció ahora un fin demasiado prosaico, y la levadura científica y artística que me había quedado de mis años de estudiante reapareció con gran fuerza, y me hizo pensar que el hombre no debe seguir ciegamente un derrotero fijo, con rigor mecánico más propio del instinto de los animales que de la inteligencia libre. Así como después de estudiar jurisprudencia me había dedicado al comercio, y no lo había hecho mal, muy bien podría dejar ahora el comercio por las exploraciones, y quizás lo haría mejor. La historia parece demostrarnos que casi siempre los hombres, por lo menos en España, desempeñan mejor aquello para lo que no se han preparado previamente: los que se dedican a las armas suelen distinguirse como legisladores, y los jurisconsultos como guerreros, los literatos como hacendistas, y los hacendistas como poetas; los comerciantes como políticos, y los políticos como comerciantes.

Aparte de estas razones, contaba con algunos elementos de mayor solidez: había aprendido el árabe, el ki-suahili, idioma muy extendido por las comarcas del interior, y algunos rudimentos del bantú, término general, y por cierto bastante impropio, por el que se designa varios dialectos indígenas; conocía prácticamente todos los detalles de la organización de las caravanas, y poseía apuntes muy minuciosos, con los que pensaba poder aventurarme sin grandes riesgos a recorrer el África central. Mis primeros ensayos los hice agregado a las caravanas árabes en el Usagara y en el Ugogo; residí algún tiempo en Mpúa-púa, donde los alemanes tienen una estación, y, por último, determiné establecerme en la colonia árabe de Tabora, dejando como corresponsal en Zanzíbar a un rico negociante zanzibarita, de origen portugués, llamado Souza. Nuestro plan consistía en abrir en Tabora un bazar europeo y arrancar de manos de los árabes el monopolio comercial que allí ejercen, puesto que sin gran esfuerzo podíamos ofrecer a los indígenas un mercado más ventajoso que el árabe para la compra de tejidos y de quincalla, y para la venta de sus riquezas naturales, especialmente del preciado marfil. Este proyecto fue realizado con mayor éxito del que esperábamos y del que conviniera a nuestros intereses; porque los mercaderes árabes, alarmados por la rapidez con que en su propia casa se les despojaba de un filón tan rico y tan hábilmente explotado por ellos, se confabularon con las autoridades indígenas, dispuestas siempre a venderse por unas cuantas botellas de alcohol, y me obligaron a cerrar la tienda, temeroso de que promovieran una algarada, a favor de la cual, según mis noticias, trataban de despojarme y asesinarme. Un comerciante hindi, asociado a nuestra empresa, fue el encargado de transportar las existencias del bazar a Bagamoyo, y yo me quedé en Tabora para el arreglo de la liquidación.

Decidido a no perder el tiempo, aproveché esta coyuntura para hacer excursiones por los países comarcanos. Visité toda la parte oriental del Tanganyica, asolada a la sazón por las correrías del feroz sultán Mirambo, el �Napoleón africano�, y al Norte gran parte del distrito de Usocuma, hasta la vecindad de los cuncos, tribus que tienen fama de guerreras y de refractarias al trato con los blancos. Cerca de estos lugares están Anranda, desde donde se ve el Victoria Nyanza, y las misiones del Usambiro, una católica y otra protestante, dedicadas ambas, en competencia, a cristianizar a los indígenas, los cuales, según tuve ocasión de saber, son tan perversos que, después de obtener cuanto pueden de una misión, se hacen feligreses de la otra, y luego que explotan a las dos se quedan con sus viejas supersticiones, y aun en éstas creen a medias. En Anranda me encontré inesperadamente con una caravana árabe, dirigida por un antiguo conocido mío, Uledi-Hamed, hijo de un árabe y de una negra, y hombre muy práctico en el país. Según me dijo, se dirigía al Alberto Nyanza, atravesando el Uzindya, el Yhanguiro, el Caragüé y el Uganda, para regresar de seguida con cargamento de marfil. Yo me incorporé con mucho gusto a la caravana, pues deseaba conocer estos países y me parecía muy arriesgado y costoso viajar solo, con mis cuatro ascaris por toda defensa, y mis seis pagazis o porteadores. Emprendimos, pues, todos juntos la marcha, costeando el lago Victoria, y a las veinte jornadas entramos en el Ancori, país dependiente del Uganda, donde se acordó hacer un alto de varios días, que yo aproveché para hacer una ascensión al monte Ruámpara y una breve excursión al territorio de Ruanda, donde se interrumpió bruscamente mi viaje.

Largamente podría escribir con sólo evocar las impresiones de mis viajes, especialmente del último, realizado en compañía de Uledi; pero mis relatos carecerían de un mérito esencialísimo, la originalidad, estando como están estos territorios trillados por los viajeros europeos y descritos por los numerosos émulos de Livingstone. Más interés tendrían acaso mis conversaciones con Uledi y sus juicios sobre la sociedad europea, fundados algunos de ellos en noticias retrasadas en más de medio siglo. Uledi creía que las sociedades cristianas estaban en su último período y que muy en breve la dominación de Mahoma sería universal. De España tenía ideas muy vagas, recordando sólo con gran precisión los últimos tiempos de la dominación árabe en Granada. A su juicio, no se haría esperar una guerra invasora de Marruecos contra nuestra patria, y el fin de esta guerra sería la reconquista de la ciudad de Boabdil, por la que suspiran todavía todos los buenos creyentes. Esta opinión, bien que aventurada, la hago constar aquí como aviso útil al Gobierno español, para que refuerce convenientemente las guarniciones andaluzas y viva apercibido contra cualquier descabellado intento.

De regreso del Ruámpara a nuestro campamento oí hablar a todo el mundo de unas tribus, habitantes del cercano distrito de Ruanda, y entré en deseos de visitar este país. Acampábamos en las márgenes del río Mpororo, que puede ser considerado como frontera natural del Ruanda, y según el testimonio de Uledi, a las doce horas de camino se encontraban las primeras tribus; de suerte que en los dos últimos días de descanso era posible ir y volver y aun explorar gran parte de la comarca deshabitada que está entre el río y las primeras ciudades ruandas; pero todos me aconsejaban que no me empeñase en tan peligrosa aventura y que recordase el proverbio árabe que dice: �Es más fácil entrar en el Ruanda que salir de él.� �En diversas ocasiones-decían-han intentado los árabes penetrar en este país, acaso el único que no reconoce su poder, extendido desde hace un siglo por todo el centro de África. Ninguna de las expediciones invasoras ha regresado, ni ha dado la más pequeña señal de vida, creyéndose que todas han perecido a manos de los feroces ruandas. El número de éstos se eleva a una cifra de muchos millares; son antropófagos, y ordinariamente viven de la caza. Por su carácter y por su oficio, todos son excelentes guerreros y pueden formar ejércitos formidables. Pero lo más peligroso es su táctica militar, la astucia con que acechan al enemigo, con que le dejan internarse en el país y penetrar en los bosques, donde le aprisionan con lazos hábilmente preparados, le torturan, le matan y le devoran.�

Acostumbrado a no dar crédito a las palabras de los árabes, mentirosos y exagerados por la fuerza de la costumbre y por la exuberancia de su imaginación, no me dejé convencer por el relato de Uledi, y menos aún por las terroríficas invenciones que corrían por el campamento, y al día siguiente hice una llamada a las gentes de la caravana para ver quiénes querían acompañarme voluntariamente en mi breve exploración y recibir una buena recompensa: cinco días de paga ordinaria los ascaris, y dos los pagazis. Diez de los primeros y cuatro de los segundos aceptaron la propuesta bajo condición de regresar dentro del plazo de dos días al campamento de Mpororo, y sin pérdida de tiempo nos pusimos en camino los quince expedicionarios. Yo iba delante, acompañado por cinco ascaris; en el centro marchaban los pagazis con los fardos de provisiones, y otros cinco ascaris cerraban la retaguardia. Tomé la dirección Sudoeste, dejando el río a la izquierda y poniendo de trecho en trecho señales que nos facilitaran el regreso. Todo el territorio que recorrimos en la primera jornada era llano y descubierto, de vegetación pobre y sin huellas de ser viviente. Para pernoctar elegimos un paraje sombreado por algunos grupos de árboles y cubierto de hierba agostada, próximo a unas llanuras pantanosas, que en tiempo de lluvias deben formar un gran lago. Conforme descendíamos en la misma dirección, los árboles menudeaban más, hasta convertirse en floresta cerrada, al través de la cual anduvimos cerca de dos horas. En el extremo de ella había un lago cuya superficie estaba casi cubierta por espesas algas. El ruido de nuestros pasos espantó a un antílope que tranquilamente se bañaba y que penetró huyendo en el bosque, no sin que dos de mis ascaris dispararan contra él. Al mismo tiempo de sonar las detonaciones vimos arrojarse al agua varios hipopótamos que dormían a la orilla, ocultos a nuestra vista por el ramaje; uno de ellos estaba cerca de mí, pero su inmovilidad y su color terroso le daban la apariencia de un montón de tierra y me impidieron distinguirlo. Di orden a los ascaris de no repetir los imprudentes disparos, que podrían comprometernos, y proseguí la marcha siguiendo el curso de un arroyo o riachuelo que fluía al Sur del lago, y que, a mi juicio, debía conducir a algún río, no indicado en las cartas, en cuyos bordes se encontrarían probablemente las moradas de los famosos ruandas, a los que pensaba presentarme en son de paz y amistad, ya que la escasez de nuestras fuerzas y el valor legendario de los indígenas no me permitía acudir a los medios violentos. Para acelerar la marcha dispuse que en la misma embocadura del riachuelo, oculto entre los árboles, permanecieran los cuatro pagazis con sus fardos, y seis ascaris, esperando nuestra vuelta, y yo continué con los cuatro ascaris que me inspiraban más confianza, a paso forzado y en dirección primero de la desembocadura del río, y después de un gran macizo de árboles que un poco más a la derecha corre a lo largo de Norte a Sur. De repente, una banda de salvajes, escondidos en el bosque, apareció a nuestra vista y vino corriendo hacia nosotros; yo me detuve y volví la cabeza para ordenar a mis fieles ascaris que se detuvieran también; pero apenas si me dio tiempo para verles huir como gamos, a lo lejos, en busca de sus compañeros. Entre tanto yo me vi rodeado por los salvajes, que, viéndome solo e inerme, me golpearon con sus lanzas, me arrojaron contra el suelo y me aprisionaron sin que yo intentara hacer la más pequeña resistencia.

Capítulo II

Mis comienzos en el reino de Maya.-Curioso relato de mi prisión por los ruandas y de mi evasión.

 

Lo primero que me llamó la atención cuando me repuse del vahído de estupor que el brusco ataque de los salvajes me había producido, fue no verme lanceado en medio del campo y notar que aquellos hombres que delante de mis turbados ojos estaban, no eran salvajes, sino guerreros uniformemente vestidos y armados; pues se les conocía a primera vista esa rigorosa táctica en los movimientos y esa severa marcialidad en la apostura que caracterizan al soldado de profesión. El aire particular que imprime a los hombres la comunidad de oficio sobrenada por encima del espíritu nacional y aun del espíritu de raza, y es seguro que si en estas latitudes hubiera barberos y diplomáticos, serían tan charlatanes y reservados, respectivamente, como nuestros diplomáticos y nuestros barberos.

Esta impresión comenzó a tranquilizarme, porque siempre he temido más al hombre que obra por impulso natural, con los medios que en sí mismo tiene, que al que ejecuta una consigna y se prepara con armas de combate. Nunca son tan crueles las invenciones humanas como las creaciones de la naturaleza; cayendo en poder de hombres desnudos y sin otro armamento que sus uñas y dientes, me hubiera considerado de hecho muerto entre sus garras y digerido por sus estómagos; en poder de hombres vestidos y armados había lugar para la esperanza, o cuando menos para confiar en que la muerte vendría un poco más tarde, después de algún respiro y con arreglo a ciertas formalidades, que en los trances supremos producen alguna resignación.

Otra sorpresa no menos agradable fue oírles expresar sus primeras palabras en uno de los varios dialectos de la lengua bantú, del cual tenía yo algunos conocimientos, adquiridos en el comercio con las tribus uahumas, que lo hablan. �Serían acaso estos guerreros del grupo huma, esto es, hombres del Norte, dominadores de la raza propiamente indígena, y por lo tanto, como originarios de la India (según se cree), hermanos míos de raza? Éste era un punto capital, del que acaso estaba pendiente mi existencia; mas por el momento me congratulaba de que, en caso de muerte, serían mis propios hermanos los autores de ella, y de que podría morir hablando con mis semejantes. Quien no ha estado a dos pasos de la muerte no comprende el valor que tienen estos matices del morir, al parecer pequeños, pero quizás más diferentes entre sí que lo son la muerte y la vida.

Varios acompasados toques de cuerno dieron la señal de llamada al jefe, y en tanto que éste acudía, intenté entablar conversación con mis aprehensores, comenzando por declararles que yo era un nyavingui, término por el que las tribus africanas designan a los negros procedentes del Norte, y en sentido especial también a los europeos o uazongos. Mi propósito era evitar que equivocadamente me tomaran por árabe, pues suponía que, después de sus tentativas de invasión en el país de Ruanda, los árabes serían objeto de un odio profundo y justificado. A pesar de la proverbial ligereza de lengua de los africanos, hube de convencerme de que éstos estaban libres, por mi desgracia, de ese defecto, o de que cumplían una consigna rigurosa, al ver que mis palabras, aunque comprendidas, no eran contestadas.

Aprovechando este momento de espera, pude examinar a mi sabor aquellos curiosos tipos, tan diferentes de todos los que hasta entonces había observado desde la costa de Zanguebar hasta el lago Victoria. Eran de alta y bien formada talla; de color negro claro, muy distinto del de los negros de pura raza; las facciones semejantes a las del indio, de expresión altiva y perezosa; la cabeza pequeña, muy poblada de cabello fuerte y rizado, y el rostro imberbe. Su atavío consistía en dos pedazos de piel atados a la cintura, dejando ver los muslos; un casquete de huesos labrados y entrelazados les cubría la parte superior de la cabeza, y varios caprichosos objetos, como dientes, placas de marfil y pedazos de hierro, taladraban sus orejas; los pies completamente desnudos. Su armamento se componía de una gran lanza de hierro que sostienen con la mano derecha, y de una especie de carcaj de tela muy fuerte, suspendido del hombro izquierdo. Estos guerreros disparan las flechas sin necesidad de arco.

Puse muy especial cuidado en verles los dientes, porque hay tribus que acostumbran a limárselos, y estas tribus acostumbran también a comerse a sus víctimas; pero mi examen fue tranquilizador. En este punto me hallaba cuando apareció, saliendo del bosque, el jefe de aquella tropa, seguido de numerosa comitiva. Su aspecto era imponente: alto y musculoso como un atleta, duro y torpe de mirada, medía la tierra a largos y reposados pasos, como un héroe teatral, llevando por única y suficiente arma un enorme sable de hierro, cuyo peso no bajaría de treinta libras. Su vestimenta era análoga a la de los soldados, diferenciándose en que el casquete era mucho mayor, adornado con plumas; en que los brazos y piernas llevaban anillos de hierro, y sobre todo en que la piel delantera, muy bien entrelazada con una cuerda de miombo, era más larga y se abría por delante de un modo inconveniente. En ciertas tribus la jefatura se concede atendiendo a los atributos viriles, signo indudable de fortaleza, y en tales casos el jefe ha de introducir en el vestido ciertas modificaciones, que equivalen a la presentación del real nombramiento en los países monárquico-civilizados.

Dos hombres se destacaron del grupo en que yo estaba y se adelantaron al encuentro de Quizigué (que así llamaban a aquel guerrerazo), cruzando con él respetuosamente algunas palabras, sin duda para ponerle al corriente de la situación. Quizigué se me encaró con la mayor brusquedad posible, y comenzó por insultarme. Según él, yo no era nyavingui, sino árabe, a juzgar por mi rostro y por mi traje. -Los hombres blancos-dijo-caminan solos, como jefes, nunca al servicio de las caravanas árabes, y tú ibas en la de un feroz enemigo nuestro. Pero de todas suertes, tú has penetrado en el reino de Maya, y este crimen será fatal para ti.

-�Cómo-exclamé yo:-éste es el reino de Maya! Yo creía haber penetrado en el territorio de Ruanda; jamás fue mi intento faltar a vuestra ley.-Mas a esto repuso Quizigué que los pueblos vecinos llaman Ruanda al país de Maya, pero que el nombre de Ruanda es el propio de los guerreros mayas. -No intentes defenderte-concluyó, volviéndome desdeñosamente las espaldas. Se internó en el bosque, y tras él siguieron los soldados, llevándome por delante y sin dejar de amenazarme con sus lanzas.

A poco de penetrar en el bosque pude ver por entre los claros, que detrás de él se levantaban numerosas cabañas. Ya más cerca, vi que todas ellas formaban una sola, unida y prolongada indefinidamente a derecha e izquierda, alta como de diez palmos, con grandes aberturas cuadradas a modo de puertas, y encima de ellas agujeros redondos por todo balconaje. De trecho en trecho pendían, desde el alero del tejado de pizarra hasta el suelo, largas sartas de objetos, que al principio tomé por sartas de frutas, recordando haber visto mil veces en las blancas casitas de mi tierra andaluza las ristras de pimientos y tomates puestos al seque; pero después vi que eran ristras de cabezas humanas, todas ya perfectamente momificadas.

El largo cobertizo empezó a arrojar por sus numerosas puertas soldados, que conforme salían se iban colocando en doble fila a poca distancia de la pared. Quizigué fue cogido en hombros por dos de sus acompañantes, y les dirigió una arenga, de la que yo entendí bien poca cosa. Sus primeras palabras fueron saludadas con un sordo rugido, señal de salutación entusiasta, y sus últimas con un Quinya Quizigué, signo de aprobación. Me pareció que el fondo de su discurso se encaminaba a explicar que quería castigarme, porque yo era un espía enemigo, infractor de la ley sagrada; pero intrigábame muy particularmente la enumeración que hizo de todas las partes de mi cuerpo, pues no comprendiendo la ilación de su discurso, no sabía si aquel ensayo descriptivo se enderezaba a llenar una simple formalidad de procedimiento, o si a encomiar cada una de las partes de mi querido organismo, con fines siniestramente culinarios.

Aquellas palabras retumbantes, que, realzadas por un órgano prosódico de potencia extraordinaria, sonaban a hueco en mi aturdida cabeza, terminaron, y Quizigué descendió de su sitial y dirigiose hacia mí. Le seguían los hombres de su escolta y los caudillos de segundo orden, que se distinguen de los soldados rasos en que llevan en el casquete varias plumas engarzadas, cada una de las cuales representa una cabeza humana a cargo del portador. Entre los mayas, el sistema de ascenso en el ejército se reduce al principio de que si el soldado sirve para destruir al enemigo, el mejor es el que más enemigos mata. De una a cuatro plumas, jefe de escuadra; de cinco a ocho, centurión; y pasando de ocho se puede optar al generalato mediante elección real, que se inspira en los motivos ya explicados. Mientras me inspeccionaban los jefes, los soldados penetraron en los cuarteles o se internaron en el bosque para ocupar sus puestos de guardia.

Uno de los que habían servido de trono a Quizigué fue encargado de mi custodia, y me condujo a una tienda próxima a otra en que los jefes se reunieron para deliberar. Ardía yo en deseos de saber lo que todo aquello significaba, teniendo por averiguado que estos hombres no eran una tribu independiente, puesto que la organización militar pura exige que detrás de un grupo de valientes desocupados haya una nación trabajadora que los sostenga. En toda el África oriental no había yo observado, en punto a milicia permanente, otro ejemplar que el de los rugas-rugas, bandidos, incendiarios y secuestradores, que como soldados mercenarios suelen servir a los innumerables muanangos o reyezuelos, empeñados continua y recíprocamente en destrozarse. Pero estos mayas no tenían nada que ver con los rugas-rugas; su severa organización dejaba entrever un pueblo muy distinto de todos los visitados por mí en el continente negro. Motivo más de tristeza, pues en caso de muerte no era sólo mi vida lo que perdía, sino mis esperanzas de penetrar en una región no visitada aún por los exploradores, y conocer un pueblo que por estos primeros indicios parecía reservar a un hombre blanco legítimas sorpresas.

No se mostró mi guardián excesivamente reservado, y se dignaba contestar a alguna de mis preguntas, aunque extrañando por sus gestos mi deseo de saber en medio de mi angustiosa situación. �Cómo explicar a un hombre de tan pocos alcances que existe en el mundo un espíritu universal que piensa en nosotros, y que acaso las ideas que se forjaban en mi mente en aquellas tristes horas se reproducirían en alguna cabeza de sabio europeo y no quedarían perdidas para la ciencia?

De las contestaciones de mi custodio pude colegir que en el interior del país, defendido por estos destacamentos militares, habitaba un enjambre de tribus, cuyo centro político era la gran ciudad de Maya, cerca de la gruta de Bau-Mau (el padre y la madre, o la pareja primitiva), donde tuvo lugar el parto de la tierra. Hay muchos reyes; pero el rey de todos es Quiganza, cuyas mujeres pasan del quene-icomi (cuarentena). Aunque es el más esforzado de los hombres, no puede vencer a Rubango (calentura), espíritu poderoso, fuente de todos los males.

Éstas y otras mil interesantes noticias iba yo recogiendo ávidamente de labios de mi interlocutor, y hubiérase prolongado mucho más la conferencia, a no interrumpirla una palabra inoportuna. Aunque temeroso de mi suerte, una secreta esperanza me hacía aguardar resignado la resolución final, porque Quizigué, bajo su rudo aspecto, me había parecido una naturaleza sentimental poco propensa a las escenas de carnicería. Bien que el hombre desee en el fondo la muerte de casi todos sus semejantes, rara vez su cobardía le permite poner por obra sus propósitos; ya le asalta el temor de que la víctima se rebele y se convierta en verdugo, ya le horroriza la idea de que el fantasma de la muerte se le fije demasiado en el cerebro y le moleste con representaciones desagradables. Por esto, cuando la sociedad ha tenido necesidad de matar, ha instituido tribunales compuestos con numerosos elementos auxiliares. Reunidos varios hombres la situación es distinta, porque los instintos naturales se refuerzan, la cobardía disminuye con el contacto recíproco, y el fenómeno de la representación fantasmagórica no se presenta o se presenta en fracciones pequeñas e incompletas, por lo mismo que se disgrega entre gran número de partícipes.

Júzguese, pues, mi pavor cuando mi vigilante manifestó de una manera incidental que ya estaría próxima la hora de la votación en que me iba la cabeza. Contra lo que yo había creído, no era a Quizigué a quien correspondía resolver de plano en mi causa. En Maya han penetrado muchas ideas de progreso, y no basta ya el juicio de un hombre para entender de las cuestiones que afectan a la salud pública. Sin sospecharlo, estaba, en el centro de África, sometido a un Consejo de guerra que, después de amplia discusión y maduras deliberaciones, decidiría de mi suerte por mayoría de votos. Ante este nuevo aspecto de las cosas, mis esperanzas volaron y me vi perdido sin remedio. Sin saber lo que me hacía, en un ciego arranque cogí una flecha del carcaj del infeliz centinela y le atravesé la garganta, sin darle tiempo siquiera para gritar. Después me lancé por una estrecha claraboya abierta en la pared trasera de mi prisión, y viendo, al caer, delante de mí un espesísimo bosque, penetré en él velozmente y seguí corriendo horas y horas sin dirección fija, hasta que empezaron a entorpecer mi vista las primeras sombras de la noche.

Forzado me era buscar un árbol donde acogerme hasta que llegase el nuevo día; en los árboles sólo corría el riesgo de que me molestaran los innumerables monos que en ellos habitan; pero en tierra era casi seguro que las bestias salvajes diesen cuenta de mi persona. Después de varios tanteos me decidí por un hermoso baobab, aislado en uno de los claros del bosque. El tronco tenía varias hendeduras que facilitaban el ascenso, y las ramas bajas se cruzaban formando un descansadero seguro, ya que no fuese muy cómodo, en el que pasé aquella larga noche, desvelado por la inquietud y trastornado por un olorcillo desagradable que no sabía a qué atribuir, hasta que la rosada aurora me permitió ver que el tronco hueco del baobab estaba lleno de cadáveres. Esto me tranquilizó un tanto, porque el olor de la carne en putrefacción era indicio seguro de la existencia de una ciudad, y yo estaba resuelto a seguir adelante, ya que tampoco me era permitido retroceder.

En los pueblos africanos se emplean varias clases de sepultura, y una de ellas consiste en arrojar en lo hueco de los árboles los despojos humanos que no son dignos de inhumación. Ésta se reserva para los reyezuelos, a los que, no sólo se les sepulta en la tierra, sino que sobre sus sepulturas se suele hacer un sacrificio de mujeres, que se consideran afortunadas acompañando a su rey al reino de las sombras. Fuera de estos dos sistemas, hay otro que consiste en arrojar los cadáveres a las hienas, para aplacar a estos insaciables carnívoros e impedir que destrocen los rebaños; por último, el más elemental es practicado por las tribus extremadamente pobres, obligadas por la miseria a comerse sus propios muertos. La antropofagia ha sido mal explicada por algunos exploradores, que sólo han visto la exterioridad de las cosas y de los acontecimientos; se ha llegado a afirmar y a creer que los antropófagos forman las tribus más salvajes y crueles, cuando la observación, libre de miedo y de otras bajas pasiones, descubre todo lo contrario. Las tribus antropófagas son las más débiles y cobardes, ordinariamente agrícolas y poco aficionadas a los alimentos azoados; son las que menos molestan a las fieras, a las que temen y aun veneran, y son las que más sufren las depredaciones de otras tribus batalladoras, que a veces les arrebatan las mujeres, obligándoles a ofrecer el vergonzoso espectáculo de la distribución por turnos de una hembra que los vencedores les dejaron como limosna, y a veces les arrasan los campos, forzándoles a devorarse unos a otros.

Ciertamente que, una vez adquirida la costumbre, a la que el hombre es muy dado, este pobre salvaje sigue comiendo carne humana, aunque le sobre el alimento vegetal, como el soldado, una vez que fue al campo de batalla y se enardeció con sus triunfos, se acostumbra en cierto modo a matar a sus semejantes, y desea continuar matándolos, después que la guerra terminó; pero de esto no se desprende que sea más retrasado que los otros, ni tampoco más cruel. El rasgo terrorífico que señalan muchos viajeros de limarse los dientes para devorar con más facilidad y prontitud, revela a las claras que su naturaleza es buena, puesto que si fuese mala los tendría afilados ya y no tendría necesidad de afilárselos.

Dispuesto a afrontar con audacia los peligros en que me hallaba envuelto, descendí del baobab hospitalario y tomé una senda que me condujo a los bordes de un riachuelo, cuyo curso se dirige al Occidente. Siguiendo la ribera, a los pocos pasos vi un magnífico hipopótamo reposando con la serenidad del justo sobre las cuatro columnas que le sirven de patas, y me causó agradable extrañeza notar que sobre los anchos lomos llevaba unas a manera de alforjas de fibra vegetal, y alrededor del cuello una especie de collera muy holgada, que, sujeta por la parte superior al centro de las alforjas, hacía las veces de brida y pretal.

Varias veces se me había ocurrido la idea de que el hipopótamo podría ser domesticado como en otros tiempos lo fue el elefante africano y hoy lo está el indio. Al parecer, mi idea estaba ya realizada por tribus que sólo en este rasgo demostraban, si no bastara la organización de su ejército, una superioridad considerable sobre todas las que viven desde la costa a la región de los lagos.

Conocedor de la nobleza de carácter de los hipopótamos, me acerqué sin desconfianza al enjaezado paquidermo, que volvió pesadamente la cabeza, sin intentar desenclavarse de su sitio. Yo monté sobre él, y sin necesidad de espoleo previo, me vi convertido en el más original caballero andante que se haya visto en el mundo. Al poco tiempo la senda se metía en el río, y mi conductor se metió también sin vacilar, y, siguiendo el curso de las aguas, nadaba con tal serenidad que parecía estar en tierra y no moverse del suelo.

Capítulo III

Ancu-Myera.-Boceto de una ciudad centroafricana.-De cómo una falsa apariencia me elevó desde la humilde situación de condenado a muerte a los altos honores del pontificado.

 

Después de una hora de feliz navegación, que aproveché para meter honda mano en las bien provistas alforjas, el hipopótamo, dueño absoluto de sus movimientos y de los míos, se desvió del centra de la corriente, arribando a una pequeña ensenada, donde tocamos fondo. Ni entonces, ni durante el viaje, aparecieron rastros de ser humano, y yo me preguntaba si no había sido imprudencia abandonarme al capricho de un animal cuyas intenciones desconocía. Pero hay momentos difíciles en la vida del hombre, en los cuales éste se ve forzado a abdicar su soberanía y a obedecer sumisamente al primer animal que se atraviesa en su camino. Hube, pues, de resignarme, y los hechos posteriores demostraron que el mejor partido fue el de la resignación.

Abandonando el fondeadero, ascendimos el hipopótamo y yo por una larga y suave pendiente hasta entrar en un camino llano que la cortaba y que, sin apariencias de obra de mano, me pareció casi tan ancho y cómodo como las carreteras de España. Sin vacilar tomó el hipopótamo la derecha, siguiendo el curso del río, y esta seguridad en la dirección me hizo creer que su instinto, como el de nuestros animales domésticos, le llevaría a la casa de su dueño, ante el que intentaba yo por adelantado justificarme con todos aquellos gestos y razonamientos que fuesen propios para demostrar mi honradez y para granjearme su protección.

Apenas entramos en el nuevo camino, y al volver de un recodo que éste forma para dirigirse hacía el Sur, apareció al descubierto un hermoso bosque, cuyo verde intenso, como fondo de un gran cuadro, hacía resaltar una multitud de pajicientas cabañas, colocadas en primer término y semejantes desde lejos a un rebaño paciendo desparramado.

Los habitantes de estas chozas salieron a mi encuentro en actitud que yo creí hostil, pues lanzaban fuertes gritos y eran hombres solos. En África, como en Europa, la mujer no toma parte en los combates, y por esto la ausencia de las mujeres me dio mala espina y me pareció indicio de disposiciones belicosas. Bien que mis enemigos no llevasen ningún género de armas, tampoco para habérselas conmigo las necesitaban.

Antes que yo intentase, aunque lo pensaba, detenerme y esperar, varios hombres se destacaron de la turba y vinieron hacia mí; a los pocos pasos uno de ellos, separándose de los demás, que se detuvieron, se acercó hasta tocar la cabeza del hipopótamo e hizo una reverencia, a la que yo me apresuré a contestar. Después se fueron adelantando gradualmente los rezagados y me abrumaron con sus reverencias, cada vez más rastreras y acompañadas siempre de los gritos que me habían asustado. Entre ellos sólo percibí clara la palabra � quizizi!, fórmula de saludo matinal.

Aunque en diversas ocasiones y distintos países había podido observar que los pueblos otorgan sus favores y hacen objeto de sus entusiasmos al último que llega por ser el que menos conocen, no dejó de producirme extrañeza aquel desbordamiento de simpatías súbitas. Alegrándome por el momento, no dejé de ponerme en guardia, temeroso de que las cañas se volviesen lanzas. Es aventurado cimentar algo sobre la voluntad de un hombre; pero cimentar sobre la voluntad de una multitud es una locura: la voluntad de un hombre es como el sol, que tiene sus días y sus noches; la de un pueblo es como el relámpago, que dura apenas un segundo.

Más todavía se aumentaron mis dudas cuando pude distinguir entre el ruido de las aclamaciones, además de la palabra quizizi, otras dos, igana iguru, que iban a mí dirigidas. �Habría tal vez en la religión de aquel pueblo la creencia en la venida de un �hombre de lo alto�? O dada la abundancia de símbolos en uso entre los africanos, el nombre Igana Iguru �designaría a un hombre de carne y hueso con el cual me confundían? Y �cómo era posible esta confusión?

Pero fuese como fuese, yo estaba decidido a ir hasta el fin, tanto más cuanto que el azar se ponía de mi parte. Precedido y acompañado de los indígenas, que no bajarían de mil, entré triunfalmente en la ciudad, que, según supe después, lleva el nombre de Ancu-Myera, por su situación �entre el bosque y el río�, y está habitada por pescadores mayas, que sostienen por la vía fluvial un activo comercio con los pueblos del interior, con los que cambian los productos de la pesca por frutas, granos y artículos industriales.

El que hacía de jefe, y luego resultó ser rey y llamarse Ucucu, me condujo al centro de la ciudad, donde se alza, completamente aislado, su palacio, una cabaña o tembé de gran extensión, adornado con innumerables aberturas cuadradas y redondas, y defendido por una verja de toscos barrotes de hierro. El techo, tanto del palacio como de las restantes cabañas, es de caballete, denotando cierta influencia europea, pues las tribus, separadas de toda influencia exterior, construyen sus cabañas circulares y de techos cónicos, sin ninguna empalizada defensiva.

Montado siempre sobre el sesudo y tranquilo paquidermo me detuvieron a la puerta misma del tembé, dando frente a un cadalso, alrededor del cual se agrupaban ansiosos los súbditos de Ucucu, de todo sexo y edad. Tanto hombres como mujeres iban vestidos de una amplia túnica flotante, sujeta por debajo de los sobacos y larga hasta las rodillas. Las piernas y brazos completamente desnudos, y la cabeza cubierta por ancho cobertizo en pirámide, formado con cuatro hojas anchas y picudas de cierta especie de palmera. Algunos pequeñuelos estaban completamente desnudos, y en cambio ciertas personas de distinción llevaban, además de las prendas descritas, algunos adornos raros, injertados en la túnica de una manera caprichosa, amén de los brazaletes y collares.

El tipo general de los hombres es el huma, o sea el mismo de los guerreros, aunque de talla más mediana y de facciones más adulteradas por las operaciones quirúrgicas a que se someten para embellecerse; el de las mujeres es bastante agraciado, pero las afea mucho el excesivo desarrollo de los pechos, que se procura estirar hasta que llegan a las ingles. La razón de esta moda es sumamente práctica, pues las mayas amamantan a sus hijos sin abandonar sus faenas ordinarias. Siéntanse en el suelo o en taburete muy bajo, y cruzando las piernas en forma de tijera, colocan en el hueco a sus crías, que sin ningún esfuerzo ni molestia se encuentran en posesión constante de los pechos maternales.

Esperaba lleno de ansiedad el desenlace de aquel espectáculo, que no comprendía, cuando un grupo de hombres armados de lanzas cortas y de machetes apareció conduciendo prisioneros a un hombre joven y de buen parecer y a un asno de poca talla y de pelo claro como de cebra, de la que acaso procediera alguno de sus ascendientes. Ambos prisioneros subieron al cadalso, que se levantaba muy poco del suelo, y a seguida Ucucu habló para someter a mi arbitrio aquel juicio, nuevo en los fastos judiciales de Ancu-Myera. Sucesivamente hablaron dos hombres del séquito del rey para defender al hombre y al asno, que impasibles presenciaban aquella ceremonia forense.

Según pude colegir, el crimen consistía en la profanación del tembé, donde se hacen las ofrendas al funesto espíritu Rubango, única sombra de divinidad en quien creen todos los mayas. Realizado el crimen, había surgido una duda grave acerca de quién fuese el responsable, si el asno, autor material del hecho, o su dueño, culpable por negligencia. Por esta razón el conflicto había sido reservado al Igana Iguru, el gran juez y gran sacerdote.

No es nuevo el caso de que un juez se entere de un proceso merced a lo que oye decir a los contendientes, pero sí era para mí nuevo, original, inaudito, todo aquello que presenciaba. En un pueblo que yo tenía por semisalvaje descubría de improviso la existencia de un poder judicial grande, sabio y ambulante para mayor comodidad de los súbditos; descubría la existencia de principios jurídicos admirables, que constituyen el anhelo de los más adelantados penalistas de Europa, como son la igualdad de todos los seres creados ante la ley y el jurado popular, conforme a los sanos principios de la más pura democracia.

Oídos los discursos, vi que todas las miradas estaban pendientes de mi boca, y me hice cargo de que había llegado el momento de juzgar. La decisión era fácil, porque se veía a las claras que la opinión general estaba con el último de los abogados, con el abogado del asno, y aun no faltó quien gritara: �� Afuiri Muigo!�, lo que equivalía a pedir la muerte. Así, pues, mis primeras frases en Ancu-Myera, frases que me pesarían como losa de plomo si no hubiera descargado la responsabilidad de ellas sobre los indígenas, fueron para condenar a Muigo, que así se llamaba el desventurado reo humano. -�Afuiri Muigo!-dije en tono solemne; y un inmenso clamor salió de todas aquellas bocazas africanas, en el que se mezclaba la satisfacción, el odio, y sobre todo la admiración por mi sabiduría. Sin más preámbulos los sayones cortaron la cabeza a Muigo y se llevaron el asno, que lanzaba rebuznos no sé si de alegría o de dolor.

Según costumbre nacional, los acontecimientos extraordinarios, sean tristes o alegres, se celebran con regocijos públicos. El acontecimiento del día era mi presencia en la ciudad, y para festejarla se habían suspendido desde el amanecer todas las faenas de la pesca y dado suelta a los siervos. Previa invitación de Ucucu, descendí del hipopótamo como magistrado que deja su tribunal, y penetré en la morada regia.

Estaba ésta construida a la manera de las cortijadas de mi tierra: dentro de la verja de hierro se levanta, hasta una altura de doce palmos, una galería cuadrangular, donde tienen sus habitaciones el rey, sus hijos y sus siervos. En el espacio cerrado por estas galerías, cuya cabida no bajará de dos fanegas de marco real, hay numerosos tembés y templetes rústicos, diseminados sin regularidad, donde se contiene cuanto es necesario para la comodidad, recreo e higiene del señor. En las habitaciones de éste resplandecía un gran aseo, y se respiraba esa atmósfera de sencillez y tosquedad reveladora de una gran pureza de costumbres.

Después de refrigerarnos con algunas libaciones de fresco vino de banano, a una indicación mía, Ucucu me llevó al interior del palacio para mostrarme sus riquezas. Entretanto, sus acompañantes, casi todos funcionarios públicos, quedaron conversando sobre asuntos de gobierno. Nuestra primera visita fue a un kiosco, donde pude ver más de un centenar de loros de varias pintas, todos muy vivarachos y charlatanes. Una de las aficiones, acaso la principal, de los mayas, es la cría de loros, a los que maestros muy hábiles que hay para el caso, instruyen en diversas gracias, chistes y aun largos discursos. Ucucu me mostró particularmente algunos de aquellos oradores, que, según él, se expresaban con tanta facilidad que pudieran ser tenidos por personas de juicio y ser escuchados como oráculos. A esto asentí yo, pero indicándole que no siempre la sabiduría acompaña a la fácil elocución; aun entre los hombres, que son los seres más sabios de la tierra, suele encontrarse alguno que no es tan sabio como los demás, y que se distingue porque habla más que los otros. Pues así como con el estómago ligero se anda con más agilidad, con la cabeza vacía la boca se abre y las palabras escapan velozmente.

Desde el kiosco de los loros fuimos al harén, que Ucucu no tuvo reparo en enseñarme. El harén es una copia reducida del palacio, aunque sin ventanas ni claraboyas al exterior. Las diversas habitaciones toman sus luces de un patio anchísimo, plantado de árboles de sombra y separado de las habitaciones por galerías descubiertas, semejantes a los cenadores andaluces. Cada mujer tiene su habitación de día, en la que vive con sus hijos hasta que éstos cumplen los cuatro años y pasan a poder del padre, que los confía a ciertos pedagogos o siervos, que saben relatar de coro la historia del reino, única ciencia que se considera necesaria, porque sirve para entusiasmar a la plebe y para olvidar las miserias del presente con el recuerdo de las grandezas del pasado.

El último año, los habitantes de Ancu-Myera fueron apaleados y lanceados por un grupo de guerreros que, no teniendo enemigos exteriores que combatir, debían librar batalla con los habitantes del interior para no perder el ardor bélico. Tal fue la desesperación de los de Ancu-Myera ante su vergonzosa derrota, que muchos querían abandonar la ciudad, y lo hubieran realizado sin una arenga enérgica de Ucucu, gran conocedor de la Historia, en que les recordó la del valiente Usana, el rey Sol, que, de simple pescador, llegó a ser rey de todos los reyes mayas, a reunir grandes riquezas y a dejar un recuerdo imperecedero. Con esto el pueblo recobró su animación habitual, llegando, por último, a olvidar el agravio cuando se comprendió que sus causas habían sido la profanación de la casa de Rubango y el deseo de venganza de éste. Así se explica el furor popular contra Muigo, la patriótica indignación que yo torpemente había juzgado en los primeros momentos como salvaje brutalidad.

Después de pasar un largo y tortuoso corredor llegamos al patio del harén, en donde había dos docenas de mujeres que cantaban con voz cadenciosa y dormilona una canción en que se repetía con frecuencia el nombre de Ucucu. Cada día se recita una canción diferente para ensalzar las últimas hazañas del señor, y la de este día era como sigue:

Felicidad a Ucucu, al valiente muanango.

Con el canto del gallo (ucucu) fue Ucucu al Unzu.

En la mano llevaba el inchumo (especie de lanza),

Pero la pesca de Ucucu no fue el anzú (pez):

Ha matado al terrible angüé (leopardo).

El principal deber de una muntu, de la mujer en general, es cantar las alabanzas de un hombre del esposo, del padre o del hijo, según las circunstancias. La honestidad de la mujer exige que ésta, ya sea con sinceridad, ya con hipocresía (si es que tan bajo sentimiento cabe en el corazón de estas mujeres), tenga siempre en sus labios el nombre de aquel que la mantiene.

Sin ser psicólogos, los mayas conocen la virtud extraordinaria de la repetición de una palabra, y saben que la mujer ama y respeta por la fuerza de la costumbre. Para ellos, las pruebas de amor que a nosotros nos satisfacen y nos enloquecen serían motivo de irrisión, pues entenderían que la mujer que libremente ama, libremente deja de amar. Como a los animales domésticos se les impone la obligación del trabajo, a la mujer se le impone la del amor, cuyas formas exteriores son el servicio del esposo y la cría de los hijos. La mujer holgazana es vendida como sierva para los trabajos agrícolas; la estéril es devuelta a su antigua familia, mediante la devolución de la mitad del precio dotal. Pero si la mujer es hermosa (y para el gusto del país las hay hermosísimas) se la dispensa la holgazanería y la esterilidad, y entra a formar parte de los harenes ricos, que se honran teniendo algunas mujeres de lujo.

Al mismo tiempo que las mujeres de Ucucu entonaban su canción, inventada bien de mañana por uno de los siervos pedagogos, se entretenían en sus quehaceres; sólo tres dormitaban tendidas sobre pieles de leopardo; las demás estaban sentadas y tejían con fibras vegetales una pleita, de la que se forma después la tela para las túnicas, o amamantaban a sus pequeñuelos, o lavoteaban en una pocilga varias prendas de vestir. En medio del patio, unos cuantos negrillos se entretenían jugando con la arena, completamente desnudos. Algunas de las mujeres estaban también desnudas, y a nuestra llegada entraron a engalanarse, no por pudor, sino por deferencia a Ucucu. El pudor no existe, quizás porque la piel, sin ser negra, es excesivamente morena y carece de matices para reflejarlo. De esta observación he deducido yo que acaso lo que llamamos pudor sea, más que una cualidad espiritual, una propiedad del cutis, una caprichosa irritabilidad del tejido pigmentario.

Una de las mujeres que, tumbadas sobre pieles, holgaban, especie de matrona de carnes abundantísimas, después de obtener la venia de Ucucu, me dirigió la palabra para pedirme noticias de la corte de Maya, donde había nacido y pasado su juventud. Yo procuré salir del paso con respuestas ambiguas que no descubrieran mi superchería y que me proporcionasen alguna luz sobre mi verdadera situación. Esto ofrecía serias dificultades, porque Niezi, o Estrella (que así se llamaba la matrona), se expresaba en un lenguaje rápido y confuso, muy diferente del que hasta entonces había yo oído.