Cartas finlandesas - Ángel Ganivet - E-Book

Cartas finlandesas E-Book

Angel Ganivet

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Beschreibung

Un fino análisis de la sociedad y las costumbres finlandesas desde la irónica mirada de Ángel Ganivet, realizado durante su estancia en dicho país en calidad de cónsul y contado a sus conocidos en forma de epístolas.-

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Ángel Ganivet

Cartas finlandesas

 

Saga

Cartas finlandesas

 

Copyright © 1898, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726551433

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

- I -

Después de celebrar como merece el cosmopolitismo de los granadinos, el corresponsal declara sus propósitos

Varios amigos míos granadinos, miembros de la tan ilustre como desconocida Cofradíadel Avellano, me han escrito pidiéndome noticias de estos apartados países, en la creencia de que las tales noticias, aparte de los atractivos con que yo pudiera engalanarlas, tendrían de fijo uno muy esencial, el de ser frescas; porque la imaginación meridional, reforzada por el desconocimiento, no ya meridional, sino universal, que de este rincón del mundo se tiene, concibe a su antojo cuadros boreales, en que figuran los hombres enterrados debajo de la nieve y saliendo de vez en cuando para respirar al aire libre y fumar un cigarro en agradable conversación con los renos, los osos y las focas.

No soy yo hombre capaz de negarme a satisfacer los deseos de mis amigos, singularmente cuando lo que me piden es razonable y poco trabajoso; así es que me decidí a escribir varias cartas, hablando a cada uno de los peticionarios de lo que más pudiera interesarle y gustarle, y abrazando en conjunto desde la constitución geológica, etnográfica y política, artes, cocina o indumentaria, hasta los procedimientos que se emplean para encender el fuego y hacer las camas. Pero después, pensándolo mejor, caí en la cuenta de que no era justo reservar en beneficio de unos pocos un trabajo que, malo o bueno, había de contener tantas noticias nuevas y curiosas, y formé el propósito de callarme hasta el día 1.º de octubre, que es el de la apertura de los centros docentes, y ese día abrir mi cátedra como el más pintado, y explicar un curso libre por medio de cartas dirigidas en particular a mis amigos, y en general a todo el que quisiera matricularse en la administración de El Defensor de Granada. Ese día es el de hoy, y lo que pensé va a convertirse en hecho visible y palpable.

El procedimiento es un tanto revolucionario; pero los usos no nacieron todos a la vez: el mundo es una Universidad donde hay cátedras y bancos de sobra, y lo que falta son maestros y discípulos: yo no soy maestro, lo reconozco; pero en caso de apuro puedo ejercer de suplente, auxiliar o supernumerario, no tan mal como muchos que he conocido en mi vida estudiantil, dicho sea sin ofensa de nadie. Y por lo que hace a mis discípulos, lo serán muy a gusto, aunque por culpa mía con escaso provecho, todos los granadinos de buena casta, los cuales son por naturaleza cosmopolitas y muy aficionados a conocer países extranjeros. He notado que, en los años juveniles, a todos nosotros se nos mete en el cuerpo, juntamente con los primeros sobresaltos eróticos, una pasión violenta por conocer nuevas gentes y nuevos climas, sin duda para sacudir el yugo del amor y de las prosaicas complicaciones que acarrea. Y si muchos, casi todos, se mueren sin haber logrado más que dar una escapadita a Málaga para ver lo que es el mar, recaiga toda la culpa sobre el mal servicio de ferrocarriles y sobre la «crisis por que atraviesan las tres fuerzas vivas del país: la agricultura, la industria y el comercio».

Hallábame yo un día paseándome por el Grao de Valencia, y se me ocurrió entrar en cierto burdel a mano derecha yendo hacia el puerto, para saborear la legítima paella valenciana, que a la puerta estaba anunciada en un cartelillo tan sucio como falto de ortografía; y una vez dentro de aquel tugurio o cuadra, y en posesión de mi apetecido plato de paella, de exquisita paella, vi que en el centro del comedor, entre las mesas, comenzaba a perorar un hombre joven y simpático, que de frente parecía un tribuno y de perfil un banderillero, a causa de lo largo de sus brazos y de lo desmedrado de su chaqueta; y lo que me llenó de admiración fue oírle hablar de Granada, de la grandeza mayestática de nuestra Sierra, de la hermosura de nuestra Vega y de la umbrosidad apacible de los bosques de la Alhambra. Todos los comensales, que eran muchos, estaban suspensos y como colgados de la palabra del orador, y entre los platos y las bocas, las cucharas hacían varias estaciones. Yo no quise interrumpir tan bella disertación, por no cortar los vuelos a mi paisano (más que paisano, puesto que luego declaró ser nativo del Campo del Príncipe y, por tanto, greñudo auténtico), quien, dicho sea entre paréntesis, se despachaba a su gusto, es decir, que entre cada dos verdades metía un embuste como una piedra de molino; pero pensaba que, si las manos del disertante no denunciaran su oficio de sombrerero, cualquiera le tomaría por un bardo popular, famélico y errabundo, inspirado por la musa granadina, ingrata doncella que se hace amar a fuerza de desdenes.

Y en verdad, aunque el progreso de los tiempos haya transformado los laúdes en planchas u otros instrumentos de trabajo y las estrofas rítmicas en prosa hinchada e hiperbólica, yo creo que el espíritu popular no ha cambiado; que en él se conserva perenne el sentimiento de la belleza natural, renovador y purificador del arte. El pobre cantor del Grao de Valencia no es solo: en muchas ciudades y pueblos de España, donde yo menos podía imaginármelo, he encontrado granadinos, casi todos del gremio de sombreros, que sea por la crisis por que suele pasar, sea por lo «socorrido» del oficio, es el que da más aliento a la emigración; algunos establecidos decentemente; los más en míseros portales con un mostrador, un escaparate y dos sillas, todo de lance, amén de los moldes, planchas y sombrereras. En estos humildes centros, que a veces son terribles focos políticos, está depositada la representación del pueblo granadino en las «cortes extranjeras». ¿Y quién sabe todavía si nuestros sombrereros no se decidirán a aprender idiomas y a derramarse por todo el mundo, con gran provecho para nuestra fama?

Parecería más lógico que Granada, ciudad morisca, estuviese representada por vendedores de babuchas, que no que lo esté principalmente por artífices de una prenda que los moros jamás usaron ni quieren, con excelente acuerdo, usar, no obstante el empeño con que los paladines de la civilización pretenden adornarlos, no ya con sombreros, sino hasta con camisas almidonadas, corbatas y guantes. Pero las cosas son así: no seamos exigentes y conformémonos con que haya en España quien sea vocero de nuestro renombre y quien demuestre prácticamente que somos un pueblo amante de la expansión, de ver mundo, de sacudirnos el polvo, sin olvidar la tierra nativa, por más malos tratos que en ella hayamos recibido.

Para que nadie tenga nada que agradecerme, diré que yo vivo en este país a costa de España, y que aunque no haya ningún artículo de reglamento que me obligue a escribir a mis paisanos, no hay tampoco ninguno que me lo prohíba; de suerte que soy libre para pensar como pienso que estoy obligado, y, con el sueldo que me pagan, pagado. -Otro uso nuevo, dirán mis discípulos. -No tan nuevo, contestaré yo, puesto que los célebres agentes políticos que las repúblicas italianas enviaban al extranjero, los tan decantados venecianos y florentinos, no eran más que corresponsales de periódico, habilísimos gacetilleros, injertados en políticos sutiles, que escribían sobre todas las cosas con la mayor libertad y desenfado, y nos dejaron cuadros admirables de los países en que habitaban, mientras que los diplomáticos que se consideraban «seres superiores» escribían despachos apelmazados y hueros, útiles sólo, en general, para que los roan los ratones en los archivos. Nada hay más hermoso en el mundo que la llaneza y la naturalidad, y en gran error viven los que se rodean de misterios, que el tiempo se encarga de aclarar y de presentar ante nuestros ojos como envoltura de ridículas vulgaridades. Las ideas que los hombres tenemos deben ser como piedras, y los cargos que ejercemos como cántaros: ocurra lo que ocurra, debe romperse el cántaro. Cargos hay muchos e ideas pocas; respetemos la pureza de nuestras ideas y no la alteremos en beneficio de los fugaces intereses de nuestro medro personal, exagerado o mal comprendido.

No me gusta imitar a nadie; mas, si lo pretendiera, vemos que no faltan modelos, y de los mejores, y, a mucho apurar la materia, yo podría ser tan florentino como el mismísimo Maquiavelo, porque no nací en ningún villorrio, sino en una gran ciudad, que, por tener entre sus nombres históricos el de Florentia, da derecho a sus hijos a que usen el sobrenombre de florentinos, aunque sean más romos que un colchón.

A fuer de hombre honrado, he de declarar que el deseo de ser útil a mis conciudadanos no me ha forzado hasta el punto de obligarme a hacer cosas distintas de las que hubiera hecho en cualquiera ocasión; no se crea que escribo entre promontorios de libros y papeles: el único libro que tengo a mano es el de Adressbok o Guía de la ciudad. No trato de hacer un estudio científico: voy sencillamente a exponer las «ideas que se le ocurren a un español que por casualidad habita en Finlandia». Hablo de lo que veo y lo que oigo, o de lo que «semiveo» y «semioigo»: porque en cuanto al oír, como me hablan en varias lenguas, es posible que entienda muchas cosas al revés, y en cuanto al ver, como tengo la desgracia de distraerme con frecuencia, no veo las cosas por todos sus aspectos, y a veces no las veo por ninguno, porque imito a los gatos del tío Marcos, famosos gatos granadinos de quienes cuenta la tradición que cerraban los ojos por no ver los ratones.

No es esto decir que no lea libros: leo muchos, así como revistas y periódicos y cuantos papeles caen en mis manos, pero no tomo nunca notas; y en cuanto leo un libro, estoy deseando darlo. Algunas personas me han preguntado: -¿Cómo, si cree usted que este libro es tan bueno, me lo da y se queda sin él? -Porque lo he leído -contesto yo-, y ya no me hace falta. -Pero ¿y si desea después consultarlo para recordar algún detalle que se le olvidó? -Lo que se olvida se debe olvidar -afirmo yo, con un fatalismo estético que a las personas tímidas las descorazona-. Y esto no es una «salida»: es un axioma, algo indiscutible, permanente e inmutable. Si de las ideas de un libro las unas se me quedan y las otras se me van, es porque las unas son concordantes con mi espíritu y las otras no, o porque, según mi modo de ver, las unas son más importantes que las otras. Si por un esfuerzo de la voluntad mantengo todas las ideas con el mismo relieve ante mis ojos, cometo un atentado contra mi inteligencia. Un hombre que pretendiera mover un objeto pesado por medio de la meditación, en vez de acudir al empleo de la fuerza, sería desde luego tenido por grandísimo loco, y, en cambio, se admira a quien pretende crear obras de la inteligencia apoyándose sobre la voluntad, y se acepta como verdad inconcusa que un hombre de genio debe llevar tras de sí tres o cuatro mozos de cuerda.

Las obras humanas han de ser creadas humanamente por procedimientos humanos. Cambian las ideas porque cambian las cosas y los hombres, pero la naturaleza del enlace del hombre con las cosas no cambia. Un sabio puede componer un muñeco perfectísimo que parezca un niño de verdad, y que, por medio de una corriente eléctrica y de un aparatito fonográfico, gesticule y hable como un gracioso orador; pero, si quiere ser padre efectivo, no tiene más remedio que resignarse y hacer lo que hace el más rústico ganapán. El que quiera hacer algo humano no tiene que andarse en quebraderos de cabeza: que diga lo que piensa como lo piensa, y esté seguro de que, por muy malo que sea lo que haga, no será peor que lo que haría violentándose. Yo no soy escultor; pero si cojo el cincel y esculpo en una piedra una figura a mi capricho, saldré más airoso que si comprase varios fragmentos de estatua y a fuerza de paciencia llegara a formar con ellos una estatua de artificio.

Puesto que voy a hablar de cosas de Finlandia, nada más natural que decir que este Gran Ducado tiene tal extensión y tantos habitantes, y que su capital, Helsingfors, es población de tantos miles de almas. No sería difícil hacerlo así, porque he tenido necesidad de buscar esas cifras y aun las conservo en la memoria; pero no haya temor: no las escribiré. No quiero inaugurar mis explicaciones llenando la cabeza de mis alumnos de cifras inútiles. Yo he preguntado aquí a personas de diferentes categorías sociales, y ninguna las conocía con exactitud: así, pues, no he de ser más papista que el Papa; si las gentes que aquí viven y que de aquí son no quieren molestarse en retener en la memoria esos datos, no veo la necesidad que tengan de conocerlos mis compatricios, que viven a tan larga distancia. Baste saber que este país es grande, mayor que Italia y menor que España; pero muy poco poblado. En el Sur, o sea en la verdadera Finlandia, viven con holgura unos dos millones y medio de individuos, y en el Norte, en la Laponia, habitan los lapones, que no pasan de seis mil. En cuanto a Helsingfors, es capital moderna, que ha crecido como la espuma, y tiene, según unos, de sesenta a setenta mil habitantes, y, según otros, de setenta a ochenta mil, indicando esta vaguedad que se confía en ir subiendo y en llegar a la cifra a que hoy no se llega. Para resolver la duda, he llamado a mi staerdeska, una vieja muy lista y experimentada, y le he preguntado: «A su juicio de usted, ¿cuántos habitantes tiene Helsingfors?». Y mi criada, después de sacar los labios hacia afuera en forma de trompa, sin duda para concentrar la atención, me ha dicho: « Jag tror omkring sjuttiotusen». Lo cual, vertido al cristiano, quiere decir: «Me parece que setenta mil, poco más o menos». Sospecho que esta buena mujer me va a prestar grandes servicios, aparte de los que me presta limpiándome la casa. Desde ahora mismo la nombro pasante de mi escuela.

- II -

Vistazo general a los más importantes grupos étnicos de europa, y en particular al grupo escandinavo, y más en particular todavía al pequeño núcleo finlandés

Cuando yo vivía en Madrid, concurría asiduamente al Ateneo. La noticia de seguro no le interesa a nadie; pero a mí sí, porque conviene saber que yo nací refractario a la asociación, y que ni en Granada ni fuera de Granada he formado parte de ninguna sociedad. En Madrid llegué a inscribirme en algunas y a pagar las cuotas, pero a nada más; a la Academia de Jurisprudencia fui dos o tres veces, y me retiré por incompatibilidad de humores con la parva de ministros en agraz que por allí pululaba. El único hombre de talento a quien oí discurrir entre tantos abogados era y es -cosas de España- un médico, el doctor Jaime Vera, que luego se pasó «sin armas ni bagajes» a las filas del socialismo. Así, pues, el ser yo concurrente asiduo del Ateneo, aunque no llegara a leer el Reglamento ni a intervenir en votaciones ni discusiones, revela que el Ateneo es la única sociedad de España que encaja en mis gustos, declaración previa que me autoriza para decir, sin que nadie piense que soy enemigo de tan famosa institución, que lo bueno que allí hay es el espíritu amplio, tolerante, familiar y protector que supieron crear con su presencia y adhesión desinteresada algunos hombres superiores, que ya se murieron o tardarán poco en morirse. En cuanto a la juventud que entra de refresco, «peor es meneallo».

Un ateneísta joven, pues, profundo conocedor de la política europea, explicaba un día ante numerosos circunstantes boquiabiertos el mecanismo de la política continental, mediante un sistema curioso; por lo visto, andaba escaso de nutrición, pues todo lo arreglaba con «pan». Panamericanismo, panlatinismo, pangermanismo, paneslavismo y panescandinavismo. Según él -y lo peor es que aquel día formó un plantel de hombres de Estado-, los hombres se habían decidido ya a formar núcleos superiores a las nacionalidades: «cada oveja con su pareja»; ya que no podamos ser todos hermanos, unámonos por lo menos en grupos similares y sepamos a qué atenernos. Yo estaba que un sudor se me iba y otro se me venía, porque pensaba en mis adentros: «Si a este hombre, o lo que sea, se le ocurre catarme la sangre, de seguro que me incorpora a la cabila de Mazuza».

Todos sabemos, porque nos llega más de cerca, lo que es el panlatinismo: es una idea generosa que viene a los postres de los banquetes, al ruido de los taponazos que lanza el vino espumoso, cuando los hombres, bien comidos y bien bebidos, se sienten hermanos de todos sus semejantes, aunque sean de raza negra, y aun de los monos antropomorfos. Pues bien; como el panlatinismo es todo lo demás. No existen naciones de raza única, ni hay para qué atender a tan ridículos exclusivismos. Si se habla de pueblos latinos, ¿qué hacemos con Bélgica donde hay flamencos que son del grupo germánico, y valones que son latinos, con iguales títulos que los «galos»; qué con Suiza, donde hay alemanes, franceses e italianos; qué con los flamencos franceses, tan apegados a su lengua tradicional como los belgas, y qué con los vascos, que ni siquiera pertenecen al tipo general con el que Haeckel formó su homomediterraneus?

Así también, para llegar al pangermanismo habría que deshacer media Europa. Alemania tendrá que prescindir de sus provincias polacas y de los franceses de Lorena, y Austria se descoyuntaría en grupos alemán, húngaro, polaco, latino, eslavo, servio y hasta turco, y alguno de estos grupos, el húngaro, tendría que comunicarse por un túnel subterráneo con los finlandeses, que son sus hermanos de raza. Pues, oyendo hablar de paneslavismo al disertante de mi cuento, se ponía la carne de gallina. Veía uno venir a los rusos, no ya por las Ventas de Alcorcón: por la misma calle del Prado, y entrar al galope por las puertas del Ateneo, como aquellos temibles cosacos a quienes el calenturiento Espronceda decía: «La sangrienta ración de carne cruda, bajo la silla, sentiréis hervir». Y he visto soldados rusos, y creo que lo que desean, como todos los de Europa, es concluir sus años de servicio para marcharse a sus casas a vivir en paz con sus familias, o a casarse con sus novias y contribuir en la medida de sus fuerzas a la propagación de nuestra especie.

Cuando se habla de los escandinavos, se cree comúnmente que desean formar también un núcleo político superior en que quedaran comprendidas Suecia y Noruega, Dinamarca y Finlandia; y al leer que Rusia ha adoptado medidas enérgicas para «rusificar» a los finlandeses, se piensa que todos los escandinavos entrarán en efervescencia y montarán en cólera contra las medidas de opresión. Nada más lejos de la realidad: los dinamarqueses, noruegos y suecos, que vistos desde lejos parecen hermanos, de cerca son menos que primos; hasta las lenguas que hablan, que parecen poco diferentes y que de hecho difieren poco al leerlas, son muy distintas al pronunciarlas.

Y la pronunciación no es grano de anís, pues con ella se llega a destruir la unidad lingüística, como por la influencia del territorio y de los cruces se llega a destruir la unidad de las razas. Los dos Estados escandinavos unidos actualmente, Suecia y Noruega, no dan ningún espectáculo que permita pensar en la decantada fraternidad, pues hoy con un pretexto, mañana con otro, viven en perpetua discordia, poco más o menos como viviríamos en nuestra Península españoles y portugueses si llegáramos a constituir la unidad ibérica. En España hay pocas personas que sepan que hay cónsules y para qué sirven; razón sobrada para creer que se puede gozar de perfecta salud sin averiguarlo: entre Suecia y Noruega la cuestión consular, esto es, la de conceder o negar a Noruega la facultad de tener cónsules propios, ha estado a punto de ocasionar una ruptura. Cuando se sacan las cosas de quicio y se busca ocasión de disgustarse, no hay duda: los sentimientos de fraternidad andan por lo menos resfriados.

He llegado de un modo gradual a la determinación del grupo etnográfico en que «aparentemente» figura Finlandia, porque todo el mundo sabe que la raza finlandesa o carelia es en absoluto distinta de la escandinava; pero todo el mundo cree que esa raza está como anulada o metamorfoseada por la influencia civilizadora de Suecia. Las apariencias favorecen esta opinión, puesto que al primer contacto con este país se nota que la lengua, legislación, cultura y gran parte de la población son suecas.

Finlandia no es una casa de la que se pueda decir: aquí vive don Fulano de Tal; es una casa de pisos; viven muchos en ella: en el principal viven los rusos, que, aunque son muy pocos, son los amos; en el segundo y tercero, los suecos o los finlandeses sometidos a la cultura sueca y olvidados de su lengua y costumbres nativas; en los sótanos y buhardillas, es decir, en el interior del país, viven los verdaderos, los legítimos finlandeses. Nótanse, pues, en el país curiosas superposiciones: los finlandeses fueron privados del litoral, cuyos puertos se convirtieron en ciudades suecas, hoy poco cambiadas aún, y luego en estas ciudades los suecos fueron sometidos a la autoridad rusa.

Además, como la posesión de Finlandia dio origen a varias guerras entre Rusia y Suecia, antes de la conquista total formaba ya parte de Rusia una parte de Finlandia, el distrito de Wiborg, en el cual la influencia rusa es muy visible; hay muchos adeptos de la religión cismática griega; se habla más el ruso, y fuman bastantes mujeres. El detalle de fumar es característico, pues la finlandesa no fuma por regla general: cuando alguna señora o señorita finlandesa me ha ofrecido un pitillo, y poniéndose otro en los labios ha comenzado a echar humo, he pensado que por allí andaba la mano de Rusia, y así era la verdad: o había por medio noviazgo o parentesco con rusos, o largas residencias en Rusia, o algo por el estilo. Por el contrario, la parte occidental de Finlandia, que está más inmediata a Suecia, es casi sueca: hay puertos, como Abo o Hangoe, donde casi todo se recibe por vía de Suecia, empezando por los periódicos, que vienen de Estocolmo, y que son leídos con más interés que los del país. Hay, pues, una serie de gradaciones imperceptibles producidas por el distinto modo de combinarse las tres razas dominadoras o dominadas del país: la rusa, la sueca y la finlandesa.

Pero, pasado el primer momento de confusión, comienza a distinguirse, y al cabo se distingue con claridad, que aquí lo esencial es lo finlandés de raza, la gente del interior, franlandet. Para hacer visible la idea, y salvando la diferencia de tiempo y cultura, diré que suecos y finlandeses están en la misma relación que estaban en España los colonizadores fenicios y griegos, dueños del litoral, y los iberos, celtas y celtíberos del interior. Entonces también la vida exterior de España parecía ser fenicia o griega para los que desde fuera miraban, y, sin embargo, fenicios y griegos pasaron, y quedó la raza indígena como base para constituir el tipo hispanorromano. Siempre que la amalgama no sea completa, que se deje en estado puro un fuerte núcleo de raza indígena, esta concluye por anular a todas las razas extrañas o mixtas que pretendan dominarla, porque tiene de su parte el amor al territorio, la compenetración con el alma del país, la tenacidad y la fe, que sólo pueden tener los hombres que asientan los pies muy firmes sobre «su terruño»; así la raza pura finlandesa: su evolución es lenta y retrasada, pero es vigorosa e intensa, y en su día dará frutos abundantes.

A poco de llegar yo aquí, pregunté a un conocido si no había literatura propiamente finlandesa; algo típico, engendrado por el territorio más bien que por los habitantes; algo que no fuera sólo artículo de comercio, sino como una Biblia poética del país.

Entonces tuve la primera noticia de la existencia del Kalevala o epopeya de los carelios, de los «hijos de Kaleva» o legítimos finlandeses. Y ahora que acabo de leer el formidable poema popular, que tiene nada menos que 50 runor o cantos y 22.300 versos, y comparo este monumento con las producciones literarias que figuran en los escaparates de las librerías, como en los de las tiendas de comercio las botellas de vino, cajas de frutas y prendas de vestir, esto es, como artículos de venta, me afirmo más en mi idea de que aquí lo que existe con existencia real, y pudiera decirse sustancial, es lo finlandés. Los habitantes del país que no son extranjeros se creen todos finlandeses: tanto los que hablan sólo sueco, como los que hablan sólo finlandés, como los que hablan los dos idiomas; realmente el idioma no es bastante para destruir las cualidades de la raza; pero no es sólo el idioma lo que diferencia: es la compensación total de la vida, que con el idioma ha sido aceptada. No hay sólo dos lenguas: hay dos vidas diferentes: la una, la de los finlandeses «asuecados», si me es lícito inventar tan fea palabra; y la otra, la de los finlandeses tradicionales. Los primeros ocupan lugar preeminente en la sociedad; los segundos ya dije que vivían en los sótanos y buhardillas, puesto que o están en el interior del país o forman «las clases bajas» en las ciudades, bien que en estos últimos tiempos se note una tendencia social muy marcada a levantar el espíritu finlandés y a hablar en el idioma patrio. Comparando estas vidas, digo yo, pues, que los que están en lo firme son los que hasta aquí figuran debajo, los cuales están destinados a quedarse encima como amos y señores absolutos de la situación. La autoridad rusa es conveniente; la lengua sueca podrá quedar como medio supletorio de comunicación intelectual; pero el espíritu del país sólo puede llegar a su máxima altura recogiéndose sobre sí mismo y «pensando en su natural idioma», fijado ya y ennoblecido por creaciones de tan subido valor como el Kalevala, según podrá verse más adelante cuando explique el asunto y dé idea de las bellezas de este poema épico, y en cierto sentido étnico.

- III-

Donde se aplican al Gran Ducado de Finlandia las diversas teorías inventadas acerca de la constitución de las nacionalidades, y se demuestra que todas esas teorías son completamente inútiles

Los disturbios y guerras que perturban la paz interior de las naciones y ponen en armas a las unas contra las otras nacen casi siempre de la cuestión tan debatida de las nacionalidades, porque no ha habido medio de organizar las naciones de tal suerte que cada una comprenda sólo una nacionalidad, es decir, un núcleo perfectamente caracterizado por rasgos propios: raza, lengua, religión, tradiciones y costumbres. Cada nación tiene el problema planteado dentro de casa, y si sus fronteras no están muy bien marcadas, en las fronteras, y si tiene colonias, en las colonias, las cuales, en sus relaciones con la metrópoli, se inspiran en ideas y sentimientos poco diferentes de los que rigen la acción de las nacionalidades en la lucha contra el poder unificador que se empeña en anularlas. Júzguese, pues, si sería útil tener reglas fijas para arreglar pacíficamente estas cuestiones, y si hay que estar agradecidos a los hombres generosos que se calientan los cascos en idear teorías enderezadas hacia tan humanitarios fines.

Yo he estudiado muchas de esas teorías, por no decir todas, y no contento con analizar los argumentos con que sus autores las sostienen, he hecho una aplicación práctica de ellas -práctica sólo en hipótesis- para resolver la gravísima cuestión de la nacionalidad finlandesa; he supuesto que las naciones habían cerrado y hasta tapiado sus cuarteles; que había llegado la hora de pensar y de hablar sin temor, y que cada nacionalidad podía adoptar la postura que le pareciese más cómoda. Veamos lo que en esa situación paradisíaca podría hacerse en bien del país en que habito, aplicando una a una las diversas teorías inventadas, defendidas y recomendadas por los doctores del derecho internacional.

Se trata de ventilar si hemos de ser suecos o rusos; y me incluyo, como se ve, entre los finlandeses, no porque piense abandonar la nacionalidad española, sino porque en un sentido general yo me considero indígena de todos los territorios que piso; y si llegara el caso de que estas gentes abandonasen a Rusia para hacerse suecos, yo me haría también sueco. Y el primer punto de apoyo que encontramos, la primera teoría, es la que se funda en la situación geográfica. Echamos una ojeada sobre el mapa de Europa, y vemos a la derecha el Coloso delNorte, como llaman a Rusia los estadistas aficionados a poner motes, y a la izquierda, allá en lo alto, la península escandinava, a la que ciertos geógrafos, que deben de ser parientes de los citados estadistas, comparan con un león abalanzándose sobre las naciones que están debajo, y entre el coloso y el león está metida Finlandia sin saber a qué carta quedarse. Porque como quiera que la Escandinavia no es una península bien definida; como no tiene un istmo que la separe del continente, ni siquiera una muralla natural como los Pirineos, sus límites son arbitrarios: pueden ser los que son, quedando excluida Finlandia; pueden ser tres líneas que corten los tres istmos formados entre el golfo de Finlandia y el Ladoga, entre el Ladoga y el Onega y entre este y el mar Blanco, y pueden ser otros intermedios que partan a Finlandia por la mitad, como quien dice por el eje. La geografía, pues, triste es confesarlo, no sirve en este caso para nada.

La segunda teoría se va a fijar en la raza; y, sin necesidad de averiguaciones, se sabe que la raza finlandesa no tiene conexión especial ni con la eslava ni con la escandinava. Como derivada de esta teoría, la que se funda en el idioma no será tampoco aplicable, puesto que, si el sueco está muy extendido y es la lengua corriente en el litoral, es al fin lengua importada como el ruso, que hoy se estudia forzosamente en las escuelas, y llegará a ser otra lengua «de relación». Enfrente de una y otra está la lengua nacional, la indígena, absolutamente distinta de todas las de Europa, excepto la magiar, que, aunque adulterada bajo la dominación turca, conserva aún, según me asegura quien las ha comparado, todo el aire de familia. Y en cuanto a la teoría histórica, su suerte no será mucho mejor, porque, si la dominación sueca pudo crear intereses históricos, la rusa lleva ya cerca de un siglo y también los ha creado. El renacimiento de la literatura finlandesa, la constitución política de Finlandia, la formación del partido nacionalista o finlandés, son obra de la dominación rusa, la cual, no pudiendo aspirar a una asimilación rápida de este país a la metrópoli, se mantiene neutral entre las dos fuerzas constitutivas, la nacional y la sueca, y permite así que la primera se haga dueña de la situación.

No es cosa de apurar todas las teorías, porque sería el cuento de nunca acabar. Dése por averiguado que si las fundamentales no dan juego, con las secundarias no avanzaríamos una línea en el peliagudo problema que estudiamos. No obstante, queda una solución que no sólo es fundamental, sino que es en nuestro tiempo la que está más en boga, el referéndum. Póngase a votación el asunto, y decida la mayoría absoluta o relativa; y no habrá más que hablar. ¿Quién mejor que los interesados para saber si han de ir hacia la derecha o hacia la izquierda, hacia el coloso o hacia el león?

No quiero ahora discutir la bondad del sistema, y lo acepto como si fuera lógico y sensato; y concedo además que la votación se haga con limpieza, para lo cual no estaría de más que hicieran venir con alguna anticipación varios profesores españoles que instruyesen a los funcionarios encargados de dirigirla. Se pensará seguramente que las fuerzas opuestas lucharían con encarnizamiento para adherirse a esta o aquella de las dos naciones que tienen intereses creados en el país: si así fuera, no habría motivo sino para alegrarse. Lo peor es que esas fuerzas se unirían por el momento y que es probable que saliera de las urnas la independencia nacional. No hay pueblo, por muy incapaz que sea de gobernarse, que no aspire a ser amo de su casa, y con más razón querrían ser amos de la suya los finlandeses, que son gobernantes habilísimos, como quizá no haya otros en Europa.

Pero estos gobernantes no pueden cambiar la naturaleza de su país. Finlandia tiene muy poca población: es un país pobre. Faltan medios naturales de vida, y no es fácil crearlos artificialmente por la industria, como en Bélgica o Suiza, por la gran distancia a que se encuentran los centros de consumo. Las naciones situadas en el centro de Europa tienen a su favor algo que es decisivo en la lucha económica: la rapidez y baratura de los transportes. Así, pues, Finlandia se encuentra en el mismo caso que si España tuviese sólo tres o cuatro millones de habitantes. ¿Cómo va a hacer frente con sus solas fuerzas al sostenimiento de ejército y marina de guerra para proteger su extenso litoral y defender su marina mercante, representación en el extranjero y demás organismos que exige la vida independiente de una nación? Y luego, la misma extensión del territorio es causa de que los dos grupos antagónicos que constituyen la nacionalidad no puedan fundirse por el contacto, como ocurre en Suiza o Bélgica (para hablar sólo de naciones pequeñas y neutrales), y sería ocasionada a mantener en el país una división irreducible y peligrosa, una vez que faltara el poder moderador que ahora conserva el equilibrio. En suma, la vida de Finlandia independiente no sería tan ordenada ni tan próspera como lo es hoy, regida autonómicamente e incorporada a Rusia para cuanto atañe a su vida exterior. La solución lógica es la actual, a la que se llegó por medio de la guerra y de la que no se puede salir con auxilio de ninguna teoría. Por esta vez, y no será la última, las armas han valido más que las letras.

Si algún federal ilustrado lee esto que acabo de escribir, pensará: «Este es de los míos: sin querer o queriendo, este buen señor ha llegado a donde llegó en su libro de Lasnacionalidades mi «ilustre jefe» don Francisco, quien, después de echar abajo las teorías, estableció como regla general para la organización de las nacionalidades el sistema federativo. Finlandia no es miembro de una federación; pero en el fondo, si disfruta de su autonomía y está supeditada a Rusia sólo en aquellos asuntos que son superiores al interés regional o que afectan a todo el imperio, el resultado práctico viene a ser el mismo que en el régimen federal».

Sin embargo, nada hay más opuesto a mis deducciones que la teoría federativa del Sr. Pi y Margall. Este reputado escritor está en lo firme cuando destruye los sistemas caprichosos, arbitrarios, de gabinete, los cuales hemos visto que carecen de valor en el caso de Finlandia -y quizá en los otros también-, pero cae en el error de fundar él otro sistema. Porque en política «todo sistema es falso»; la realidad es demasiado grande y bella para que se deje aprisionar en un molde salido de la estrechez de un cerebro. Lo profundo en política es conocer el espíritu de cada nación y desembarazarle el camino para que avance con mayor seguridad; es trabajar como servidores y no empeñarse en ejercer de «amos de la situación». Yo veo que en todo el mundo las nacionalidades fuertes luchan por asimilarse las débiles: Inglaterra en Irlanda; Rusia en Polonia o Finlandia; los austríacos contra los húngaros, y los húngaros contra los rumanos, etc. Y en vez de protestar sin reflexión, pienso: es posible que esa tendencia al predominio sea algo tan natural como el amor del hombre a la mujer; quizá este amor no sea más que una condición de existencia de las especies -quizá sea verdadera la idea de Schopenhauer de que en los más puros arrebatos de amor hay siempre en lontananza un bebé que se ríe de los amantes-; quizá, por último, las luchas entre el espíritu de unas o otras nacionalidades sean una condición de la existencia de ese espíritu, y en el término de las luchas que nos espantan haya un nuevo y más brillante florecimiento espiritual.

Para mí, la federación no debe ser una organización estática, sino dinámica; no propia de un cementerio, sino hecha para que podamos vivir y movernos; no inmutable, sino transitoria y encaminada hacia la «unidad». Ciertamente que yo no voy a justificar los medios violentos empleados para imponerse: para que no haya violencia es para lo que yo acepto la federación. ¿Qué culpa tiene la sociedad de que haya individuos vanos y pretenciosos que pretendan forzar la máquina para conseguir la unificación en breve plazo y llevarse la gloria y los honores? Las ideas tienen la vida larga y necesitan del concurso de muchas generaciones; pero lo largo de la obra no importa: lo esencial es que exista la acción del fuerte sobre el débil (y a veces el fuerte es el que parece débil, y el dominador queda dominado). Si las varias nacionalidades que coexisten en una nación viven en perfecto equilibrio, sin mirarse las unas a las otras, o la máquina social está parada y es inútil, o está parándose y la disolución se aproxima. La acción debe encaminarse, pues, a la unidad, y una vez allí, unificadas todas las energías, habrá llegado el momento de realizar otras funciones más elevadas, reflexivas pudiera decirse, a las que no puede atenderse mientras la nación no esté unificada, mientras hay que consagrar a la unificación los esfuerzos que más tarde podrán ser dirigidos a establecer un régimen social más justo y benéfico. Mi federación va a la unidad, mientras que la federación sistemática y permanente no va a ninguna parte, puesto que, si las nacionalidades llegaran a fundirse contra la voluntad de los partidarios de la federación, habría que separarlas a cañonazos para que la confederación no desapareciera. Y no se piense que esto es exagerado, pues unida está ya Francia y casi lo está España, y hay quien pretende volver a la Edad Media para andar el camino dos veces.

En Madrid tenía yo un amigo cuyo solo defecto era la manía de adornarse con etiquetas y rótulos de los más llamativos y chillones: librepensador federal sinalagmático, propagandista revolucionario, ex emigrado por delitos políticos y qué sé yo qué más; y aparte de esto, excelente persona, y por añadidura, cargado de familia. Alguna vez, en broma, le dije yo: «¿Sabe usted lo que pienso cuando le veo venir de lejos? Pues pienso que no es usted un hombre, sino un quiosco de anuncios que ha echado a andar». Este amigo trataba siempre de convencerme de la bondad del federalismo; y le ocurrió que vino por lana y salió trasquilado, como se va a ver.