La crisis de la autoridad - Natalia Velilla - E-Book

La crisis de la autoridad E-Book

Natalia Velilla

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¿Qué es la autoridad? ¿Está realmente en crisis? ¿Es la desobediencia a la autoridad formal un instrumento de cambio? ¿Es posible asumir otros tipos de autoridad distinta a la tradicional? En pleno siglo XXI, la autoridad tradicional ha sido desplazada por otras formas de poder y liderazgo basadas en la popularidad, la influencia en redes sociales, el descrédito de las instituciones y el control de la información en manos de gigantes tecnológicos. El actual desprestigio de los poderes públicos se debe en gran medida al desgaste del propio sistema democrático, pero también a la irrupción de partidos antisistema que han encontrado en el ataque sistemático a las instituciones una forma de hacer política que da réditos electorales. Un juego peligroso al que también se suman los partidos tradicionales, contribuyendo así al asfixiante clima social. A su vez, este cuestionamiento conduce a la devaluación de otras formas no políticas de autoridad, como las que rigen el vínculo educativo entre padres e hijos, o entre maestros y alumnos, o el vínculo entre el rigor de la ciencia y la conjura online del disparate. Tras el éxito de Así funciona la Justicia, la magistrada Natalia Velilla analiza con rigor y claridad la relación que hoy mantiene nuestra sociedad con la autoridad y nos invita a revertir las dinámicas que amenazan la estabilidad democrática. Porque la alternativa a la democracia ya la conocemos y no es una opción. La crítica ha dicho... «Así funciona la Justicia constituye un discurso estimulante, instructivo y enriquecedor para cualquier persona. Con este segundo libro, Velilla demuestra que tiene un potente discurso intelectual». Javier Gomá

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LA CRISIS DE LA AUTORIDAD

 

© del texto: Natalia Velilla Antolín, 2023

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: septiembre de 2023

ISBN: 978-84-19558-36-7

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Compaginem Llibres, S. L.

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

SUMARIO

Punto de partida

1. Los conceptos de autoridad

2. La autoridad formal y la autoridad material

3. La celebritas sustituye a la auctoritas

4. La potestas concentrada

5. La justicia popular y la vuelta a la justicia privada

6. La autoridad tradicional como aprendizaje

7. Los ataques a la autoridad

8. Autoridad y crisis sanitaria

9. Los Estados digitales como sustitutos de los Estados políticos

10. La manipulación social y el populismo

Una conclusión

Agradecimientos

 

 

A Enrique, Victoria y Nicolás los escuderos y la luz.

PUNTO DE PARTIDA

We don’t need no educationWe don’t need no thought controlNo dark sarcasm in the classroomTeacher, leave them kids aloneHey, teacher, leave them kids aloneAll in all, it’s just another brick in the wallAll in all, you’re just another brick in the wall.

The Wall, PINK FLOYD

Cuando comenzó la crisis sanitaria de la covid-19, entre muchas otras medidas relacionadas con los aforos y con la distancia de seguridad, se acordó dispensar a abogados, procuradores y demás operadores jurídicos del uso de la toga en los juicios. La toga es un elemento ritual, simbólico, rodeado de romanticismo. La toga representa el acto de juzgar y lo identifica de forma inequívoca: una prenda antigua, de color negro, normalmente de lana, seda o poliéster, cuya forma y color hemos heredado del antiguo Consejo de Castilla y que es igual para todos los que se sientan en estrados. Lo único que diferencia al juez del resto de intervinientes es el escudo en el pecho y, en su caso, las puñetas, esos encajes blancos que se cosen en las bocamangas y que también pueden llevar otros operadores, como los fiscales. En todo lo demás, las togas son iguales.

El uso de la toga es obligatorio por disposición de la Ley Orgánica del Poder Judicial, con el fin de guardar uniformidad. Salvo los profesionales que disponen de una propia —jueces, fiscales y algunos abogados—, la mayoría acude antes de cada juicio a la denominada «sala de togas», donde el colegio de abogados de la localidad dispone de una colección de ellas para su préstamo. Cualquier abogado en ejercicio puede tomar prestada una de ellas para entrar en sala, previa presentación de su carnet profesional. El desconocimiento acerca de la forma en la que se propagaba el virus —luego se supo que el contagio por contacto era prácticamente imposible— llevó a extremar las precauciones y a evitar compartir togas ante la posibilidad de que pudiera transmitirse el patógeno a través de la ropa.

La medida se acogió con alivio al principio, ya que nadie quería asumir riesgos. A medida que fue pasando el tiempo, el posicionamiento ante el uso o no de la toga fue dispar. Para algunos operadores jurídicos su uso era un elemento imprescindible para «igualarse» al juez y al fiscal, al situar a todas las figuras en estrados, a la misma altura y con ropa semejante. Otros consideraban que, así como el hábito no hace al monje, la toga no convierte al abogado en alguien digno o indigno, ni mucho menos en comparación con el juez, sino que son su pericia, conocimientos y dotes de oratoria los que le otorgan esa consideración. Finalmente, había quienes entendían que la toga simbolizaba el acto de la justicia y, como en una representación teatral, los ciudadanos podían identificar con ella a los «actores» y saber quiénes ejercían la autoridad en los estrados.

Yo soy de esta última opinión. Un juicio no deja de ser una representación gráfica de la justicia y la toga es parte imprescindible de su estética. Las formalidades, los ritos, los turnos, los plazos y los trámites son todos predeterminados y constituyen el cauce por el que discurre la virtud de la justicia, como un acueducto traslada el agua de un lado al otro. Sin proceso, no hay justicia; sin justicia, no hay proceso. Un todo unido de forma indefectible, forma y fondo.

Pues bien, durante el período de tiempo en que se dejó de llevar la toga en los juicios, pude observar una relajación generalizada de las formas, hasta el punto de que muchos de los intervinientes en juicio utilizaban un lenguaje más informal, hasta coloquial, y más de una vez tuve que llamar al orden con más insistencia que en tiempos pasados. La vuelta a la normalidad judicial y al uso de las togas ha reconducido la situación, como si la capa negra produjera cierta influencia psicológica en todos los presentes.

Esta observación llevó a preguntarme si las personas, en cuanto tenemos oportunidad de relajar las formas y poner en suspenso ciertas tradiciones formales, somos más permeables a discutir la autoridad misma. Si la ausencia de una capa negra rebaja el tono del debate y convierte el juicio en algo menos solemne y en ocasiones puede obligar al juez a recordar la autoridad de la justicia y su propia autoridad, ¿cómo no van a cuestionarse otras manifestaciones de autoridad cuando se atacan de forma más directa y consciente? ¿Está la autoridad en crisis en nuestra sociedad, entendiendo crisis como proceso de cambio? ¿Asumimos otros tipos de autoridad distinta a la tradicional? ¿Es malo cuestionar la autoridad tradicional?

La autoridad está en crisis; en realidad, siempre lo ha estado.

Partimos de un escenario en el que hay cierta tendencia a denostar a la clase política y a no respetar las instituciones públicas. En la vida privada, se cuestiona o niega el poder de los padres, de los profesores, de los facultativos, la policía y el ejército son vistos con recelo, y se ha dejado de confiar en el Poder Judicial como garante de nuestros derechos; en su lugar, se busca resolver los problemas sociales mediante la exhibición pública de las masas, se recurre a la justicia del pueblo y se acude a entidades privadas que sustituyen a las autoridades tradicionales de forma más rápida y eficaz, pero sin garantías legales. La digitalización de nuestras vidas, por su parte, ha convertido a las grandes corporaciones digitales en fuentes de poder difuso no sometidas al control de los Estados.

Las autoridades tradicionales, por otro lado, tratan de mantener su hegemonía de forma poco colaborativa, tratan de concentrar el poder para ganar eficacia y no perder el tiempo en cuestionamientos ni debates estériles. En contraposición, otros modelos de liderazgo han tomado el espacio público e imponen una nueva forma de dirigir a la sociedad basada en la celebridad y la popularidad.

El actual abandono del concepto de autoridad tradicional puede ser producto del desgaste de la democracia y del hartazgo ante la corrupción y las crisis económicas. Algunas nuevas fuerzas políticas se han nutrido de ese descontento y han ofrecido a los ciudadanos una alternativa política que implica no solo el rechazo de esos abusos de poder, sino también una revisión completa del sistema, como si dijéramos extirpando el tumor, pero también el tejido sano.

Nos encontramos, así pues, sumidos en la revisión de todo tipo de autoridad, y no deja de ser llamativo que, cuando ya creíamos haber conquistado todos los derechos y asentado nuestra democracia, nos demos cuenta de su debilidad y de los peligros que periódicamente la amenazan.

Hannah Arendt, en su obra Crisis de educación (1958), reflexionó sobre todo esto. Para ella, el hecho de que el cuestionamiento moderno de las formas de autoridad política haya conducido a cuestionar las formas no políticas de autoridad, como las que rigen el vínculo educativo entre padres e hijos o maestros y alumnos, ya nos da una idea de la gravedad y profundidad de la crisis. Arendt entendía que el concepto de autoridad no era unívoco: habría que diferenciar entre el significado de la palabra como tal y el que le hemos dado en Occidente como expresión política, para concluir que es esta última acepción la que está sin duda en crisis, mientras que el primer significado, el de «autoridad» como capacidad de someter a los demás, sigue existiendo, si bien ha cambiado de manos. La autora parte de la premisa de que la autoridad supone una jerarquía, admitida como legítima tanto por el que manda como por el que obedece.

Una explicación a todo este cuestionamiento de la autoridad cabe encontrarla en la paradójica e inestable situación en la que se encuentra el hombre, a caballo entre el rechazo a la autoridad y la adicción a ella. Erich Fromm, en su icónica obra El miedo a la libertad (1941), ya hacía hincapié en el hecho de que las personas, conforme la sociedad evolucionaba de un modelo medieval a otro renacentista, sentían en sus carnes la inseguridad de haber perdido el ala protectora del rey absoluto. En la Edad Media, la religión aglutinaba las prerrogativas y facultades del Estado, privaba a los individuos de libertad, pero les proporcionaba seguridad, algo que empezaría a cambiar con la irrupción del humanismo renacentista: la libertad conlleva inseguridad, la libertad está unida a la vulnerabilidad.

El Renacimiento fue la cultura de una clase rica y poderosa, colocada sobre la cresta de una ola levantada por la tormenta de nuevas fuerzas económicas. Las masas que no participaban del poder y la riqueza del grupo gobernante perdieron la seguridad que les otorgaba su estado anterior y se volvieron un conjunto informe —objeto de lisonjas o de amenazas— pero siempre víctimas de las manipulaciones y la explotación de los detentadores del poder.

Así, todo ejercicio de libertad acarrea pérdida de seguridad e independencia del grupo, y, por ello, para sentirnos cómodos en sociedad, necesitamos una razonable coerción de nuestro libre albedrío. Somos adictos a la autoridad, pero, a la vez, críticos con esta.

¿Cómo se explica esta paradoja?

Para analizar la situación actual partamos de la base de que la autoridad a la que decidimos someternos no concuerda necesariamente con lo que la tradición ha considerado como tal. La autoridad tradicional ha dejado de ser respetada, se la cuestiona y hasta puede llegar a ser desobedecida y ninguneada. Hemos asumido que sea otro tipo de autoridad la que dirija nuestro comportamiento social.

En esta obra propongo un conjunto de conceptos, una taxonomía, para hablar de la autoridad y del poder: la potestas concentrada, la auctoritas desprestigiada y la celebritas como nueva forma de autoridad. Analizaremos qué relación mantenemos hoy con cada uno de estos conceptos, cómo han ido evolucionando y por qué la crisis de autoridad de nuestro tiempo nos acerca peligrosamente al totalitarismo y debilita nuestro sistema democrático.

Las razones de la crisis de autoridad hay que buscarlas en tres ámbitos principales: en el cambio de modelo social, en la irrupción de las nuevas tecnologías y en la búsqueda intencionada del desprestigio de los agentes de autoridad como forma de cambiar el sistema.

Esta obra pretende analizar, con rigor y claridad, la relación que mantiene nuestra actual sociedad con la autoridad, distinguiendo «autoridad», como poder legítimo de hecho o de derecho al servicio del bien común, del «autoritarismo» o aplicación patológica e ilegítima de la autoridad.

1

LOS CONCEPTOS DE AUTORIDAD

«Sospecho que la crisis del mundo actual es en primer término política, y que la famosa “decadencia de Occidente” consiste sobre todo en la declinación de la trinidad romana religión, tradición y autoridad».

HANNAH ARENDT

¿Autoridad o autoritarismo?

Como decíamos, la autoridad, ahora y siempre, está en crisis. Se cuestiona a los padres, a los dirigentes políticos, a los profesores, a los médicos, a los policías y a los militares. Se ha perdido el respeto al superior porque la autoridad tiene «mala prensa» y se considera razonable oponerse a ella. Las razones de la crisis hay que buscarlas en el cambio de modelo social, en las nuevas tecnologías y en la búsqueda intencionada del desprestigio de los agentes de autoridad como forma de cambiar el sistema. Ahora bien, que la autoridad esté en crisis no significa que no haya un sometimiento a ella, si bien no de la misma forma en la que se hacía en el pasado; por un lado, se han sustituido unas autoridades por otras, y, por otro, las autoridades tradicionales son ejercidas de forma distinta, en algún caso de forma decadente.

Hay que preguntarse en primer lugar si la convivencia es posible sin la existencia de una autoridad legítima. Únicamente mediante la aceptación de un líder jerárquicamente superior por parte de los gobernados, con sometimiento a su mandato bajo amenaza de sanción, es posible mantener el orden y garantizar los derechos de todos.

Thomas Hobbes, en su Leviatán (1651), ya analizaba la naturaleza del hombre como ser social, necesitado de un Estado (una autoridad, en definitiva) que lo dirija. Partía de la premisa de que el ser humano era malo por naturaleza, por lo que sin la existencia de un poder superior que lo administre y coarte su libertad no podría obtener la seguridad y la paz imprescindibles para la vida en comunidad. Por ello, a fin de garantizar la seguridad y acabar con la «guerra de todos contra todos», movido por las pasiones naturales de cada individuo, surgía el Estado como suma de las libertades individuales que llegan a un acuerdo, renunciando a ciertos derechos por el bien común. El ser humano, por tanto, cede parte de su libertad en aras de obtener mayor seguridad.

Desarrollando esta idea, Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social o principios de derecho político (1792), partiendo de la idea de que el hombre es un ser libre, establece la posibilidad de una reconciliación entre la naturaleza y la cultura a través de un contrato social basado en la enajenación de todas las voluntades, de forma que cada uno recupera finalmente lo entregado: si cada individuo se da a todos, no se da a nadie y no hay ningún miembro de la colectividad con mayores derechos que los demás. A través de esa voluntad general distinta a la suma de las voluntades individuales de todos y más justa que estas, que mira por el interés general, nace la legítima autoridad del Estado, a la que se someten todos los integrantes del gran contrato social.

La premisa de la que debemos partir, por tanto, es la de que por autoridad hay que entender poder legítimo y democrático sometido al imperio de la ley. Sería tramposo asimilar el concepto de autoridad al de un líder totalitario o dictatorial.

Conviene recordar que el anarquismo ha desechado tradicionalmente cualquier expresión de autoridad formal, al fijar el objetivo principal de esta ideología en la abolición tanto del Estado como de toda forma de gobierno, jerarquía y control de la sociedad y sustituirlo por el orden justo y natural al que tiende el ser humano por naturaleza, realizando un reparto equitativo de los bienes, sin dirigentes ni superiores. Esta ideología —con matices— considera que el denominado «pacto social» ha pervertido el orden natural de la sociedad.1 Aunque es difícil saber cuál es el seguimiento del anarquismo en Europa, el desapego de los ciudadanos a las instituciones, desgastadas en muchas ocasiones por la corrupción, permite idealizar algunas premisas anarquistas de oposición al poder y, en consecuencia, conduce a una cierta desafección por el actual sistema democrático.

La izquierda y la derecha ideológicas se relacionan con el poder y con la autoridad de forma muy diferente. La izquierda más extrema tiende a despreciar la «autoridad» y a restarle legitimidad, asimilándola de forma imprecisa al «autoritarismo», de tal forma que cualquier expresión de jerarquía militar, policial o patronal, lejos de ser concebida como una útil forma de organización social sometida al control del Estado y al imperio de la ley, es vista como un modo de opresión y de triunfo de las élites económicas y sociales sobre la clase obrera oprimida. Se niega, así, legitimidad a cualquier autoridad. Estos sectores asumen el poder como algo natural y dado únicamente a ellos, sin considerarse autoridad —al menos formalmente—, pero ejerciendo el mando. La derecha extrema, por el contrario, siente admiración por el líder fuerte y por la autoridad militar y coercitiva. Consideran la estructura jerárquica como la única forma de mantener la seguridad y el orden contra los enemigos del Estado, justificando el uso de la violencia y minimizando el control legal y judicial de determinadas actuaciones públicas con el fin de lograr más eficacia. Sin embargo, tanto la izquierda como la derecha moderadas, con matices y coqueteos con los extremos ideológicos, aceptan la autoridad legítima resultante de las urnas y del régimen legal establecido.

En nuestro país, asistimos en los últimos años a la búsqueda deliberada del cuestionamiento de la autoridad por parte de las nuevas opciones políticas de izquierda. Con una estrategia a largo plazo, persistente y transversal, se ha ido introduciendo en el debate público un rechazo a la clase política, a los jueces y a los agentes de la autoridad, pertenecientes todos ellos a una supuesta casta perniciosa para los ciudadanos. Se han radicalizado posturas usualmente defendidas por la izquierda buscando un nuevo orden que surja no de la mejora de lo existente, sino de la sustitución de las estructuras tradicionales por otras impuestas por estas opciones políticas y que sean afines a ellas. Un discurso cada vez más polarizado, el señalamiento del discrepante, la demonización de la prensa y la identificación de la voluntad y los intereses del pueblo y de la gente con sus propios postulados han contribuido al descrédito de todo lo que no sea la opción política proponente.

Como en un espejo, las nuevas opciones políticas de extrema derecha también apoyan su discurso en el principio de autoridad por contraposición virulenta a los postulados de la nueva izquierda. Al igual que esta, han tomado ideas tradicionalmente de la derecha, pero de forma más radical, que, en relación con la autoridad, se traducen en la defensa acérrima del ejército, la policía y todo tipo de autoridad coercitiva como única manera viable de mantener la ley y el orden. Esta posición alienta el rechazo del oponente político y en una espiral de retroalimentación la autoridad se denosta o se exacerba desde uno y otro extremo.

Aunque cuestionar la autoridad no sea ninguna novedad, la reciente adulteración del concepto ha permitido abonar un campo contrario al sometimiento a esta, sea de la índole que sea, con ciertos flirteos con el anarquismo, alimentado también por una iconografía y una cultura populares opuestas al orden y a la sumisión al líder legítimo. Se idolatra al revolucionario, al guerrillero y al subversivo, romantizando su lucha, ocultando sus oscuridades y obviando, en muchas ocasiones, su talante totalitario. El antisistema como ejemplo que seguir frente al poder democrático, que se reputa ilegítimo.

En las últimas décadas se ha deslizado en la literatura juvenil, la televisión y el cine la idea de que el sistema democrático está caduco, languidece y rueda hacia estructuras de gobierno semiautoritarias donde es necesaria la rebelión individual. Si bien este tipo de planteamientos pudieran servir para fomentar el espíritu crítico y permitir mirar la realidad con ojos atentos ante excesos y desviaciones de poder, en la práctica pueden nutrir el desencanto y el abandono de la defensa de una democracia que se considera enferma.

En Los juegos del hambre (2018), trilogía escrita por Suzanne Collins y trasladada al cine mediante la saga protagonizada por Jennifer Lawrence, se narra la historia de un país imaginario denominado Panem, dividido en doce distritos gobernados desde el Capitolio —en clara referencia al poder legislativo de Estados Unidos—. Como castigo por una revuelta popular fallida, cada distrito se ve obligado a seleccionar a un chico y una chica de entre 12 y 18 años y ofrecerlos como tributo para que compitan unos contra otros a muerte, hasta que quede un solo superviviente:

Tomar niños de nuestros distritos y forzarles a matarse los unos a los otros es la manera del Capitolio de recordarnos que estamos a su merced y la poca oportunidad que tenemos de sobrevivir ante otra rebelión.

Una autoridad tiránica y cruel en un mundo imaginario pero cercano al nuestro donde hay tecnología, vehículos a motor y espectáculos de masas televisados. ¿Un mundo que podría ser el nuestro cuando las élites políticas alcancen el poder absoluto y nos controlen?

Algo semejante —pero para mí más brillante desde el punto de vista narrativo— sucede en la novela El cuento de la criada (2017), de Margaret Atwood, transformada en serie de éxito por HBO Max y protagonizada por Elisabeth Moss y Joseph Fiennes. Lo perturbador de esta historia es que se desarrolla en un factible futuro distópico cercano en el tiempo, donde la tasa de natalidad cae en picado y da lugar a que un Gobierno teocrático, totalitario y fundamentalista religioso funde la denominada República de Gilead en una parte del actual territorio de Estados Unidos, en el límite con Canadá. En esta sociedad, dominada por el miedo, la opresión y la división social en castas, las mujeres son subyugadas, sin derecho prácticamente a nada, vendidas como propiedades a familias infértiles, donde el esposo una vez al mes las viola ritualmente hasta obtener un embarazo. Esta asfixiante sociedad es controlada por Los ojos, una policía secreta que vigila al pueblo en busca de signos de rebelión.

Hay más de un tipo de libertad… Libertad para y libertad de. En los tiempos de la anarquía, había libertad para. Ahora nos dan libertad de. No la menospreciéis.

¿Puede protegernos de las élites la democracia? ¿Es seguro un país donde se elige a las autoridades por elección popular cuando subyace un deseo de opresión del fuerte hacia el débil, del patriarcado frente a las mujeres, de la moral religiosa frente a los valores democráticos? No obstante, en la historia de El cuento de la criada se arroja la visión de que el Estado, tal y como estaba concebido anteriormente —e incluso Canadá en el presente—, es el ideal de organización al que desea huir la protagonista, lo cual supone un refuerzo del sistema democrático.

Hay decenas de series y películas donde se cuestiona la democracia por derivación hacia algo peor, como Gattaca (1997) —distopía de un totalitarismo genético con reminiscencias de Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932)—, La valla (2020) —serie española sobre un futuro imaginario donde Madrid está dividida en dos partes por una valla que separa al Gobierno totalitario y a las clases privilegiadas del resto de la población—, o la conocidísima Matrix (1999) —en un futuro dominado por las máquinas, nuestra vida es ficticia, «inventada» por la inteligencia artificial, y somos, en realidad, humanos sometidos a la tecnología para alimentarla con nuestra energía—.

La autoridad, un concepto tan antiguo como el hombre

La idea o concepto de autoridad ha sufrido una gran contaminación semántica, en parte favorecida por su polisemia y en parte por su manipulación política. La Real Academia Española (RAE) identifica seis acepciones de «autoridad»:

1.   Poder que gobiernao ejerce el mando, de hecho o de derecho.

2.   Potestad, facultad, legitimidad.

3.   Prestigio y crédito que se reconocen a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia.

4.   Persona que ejerce o posee cualquier clase de autoridad.

5.   Solemnidad, aparato.

6.   Texto, expresión o conjunto de expresiones de un libro o escrito, que se citan o alegan en apoyo de lo que se dice.

Curiosamente, ninguna de las definiciones tiene una connotación negativa directa, al basarse todas ellas en el concepto jurídico de autoridad como facultad de mando o de liderazgo concedida de hecho o por derecho.

La autoridad existe desde que el hombre es hombre y ha estado presente en todo constructo humano, ya sea político, religioso, literario o artístico. Las sociedades parten del reconocimiento de la superioridad del líder para su supervivencia, independientemente de la época y del sistema político con el que se gobiernan. Las religiones no dejan de ser actos voluntarios de sometimiento a una autoridad divina a la que adorar, con potestad para dar y quitar la vida y para castigar en el «más allá» a quienes se aparten del camino marcado. Los grupos humanos celulares también operan bajo la dirección de una autoridad: las familias, bajo la dirección de los progenitores; los empleados y obreros, por el empresario; los equipos deportivos, por las decisiones de los entrenadores y capitanes, y los alumnos, por sus profesores. La policía, el ejército o la judicatura no dejan de ser expresiones de autoridad necesarias para mantener el orden social.

También en el arte y en la literatura la autoridad ha tenido un papel natural, bien de acompañamiento, bien como elemento central del discurso. La mitología se basa en la jerarquía de dioses y deidades, por lo general reconociendo a uno de ellos como el más poderoso. Hasta los cuentos infantiles narran historias de reyes de países lejanos, príncipes y princesas cuyos caprichosos designios son impuestos al pueblo. La Reina de Corazones en Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, o el Mago de Oz, por poner un par ejemplos, incorporan este concepto como parte del relato.

Una interesante aproximación al principio de autoridad la encontramos en El Principito, obra publicada en 1943 por Antoine de Saint-Exupéry, y que constituye un poético viaje de la infancia hacia la interpretación del mundo de los adultos, pero visto con ojos de niño. En uno de sus capítulos, titulado «El Principito y el rey», el autor explica de forma indirecta y en pocas palabras en qué consiste la autoridad. El protagonista llega a un planeta en el que hay un único habitante, un rey sentado en su trono, lujosamente vestido con una capa y con una corona sobre su cabeza. Al ver llegar al Principito, se autoproclama su rey y comienza a darle órdenes absurdas que el visitante le discute, cambiándolas en función de las respuestas del niño. El rey acaba reconociendo que únicamente se puede ordenar a los súbditos aquello que pueden dar, y que la obediencia que le deben es consecuencia de que da órdenes razonables. En la historia, con razonamiento infantil, el Principito concluye que aquel rey se cuidaba de ser una autoridad respetada y por ello no toleraba la desobediencia, ya que era un monarca absoluto, pero, «como era muy bueno, impartía órdenes razonables».

En este relato, Saint-Exupéry define la autoridad dando un gran rodeo. La enseñanza más importante que da es que no hay autoridad sin sociedad. ¿De qué sirve ser rey de un planeta sin habitantes? La dimensión social de la autoridad queda perfectamente explicada en el pasaje. Además, se demuestra que no sirve de nada dar órdenes sin sentido, y que el gobierno autoritario es inútil si los mandatos no pueden cumplirse. Únicamente con el empleo de la fuerza puede lograrse la obediencia hasta el límite de la posibilidad humana.

La autoridad es, pues, una creación del hombre social para ordenar la vida en comunidad e impedir el caos.

«Gente que manda y gente que es mandada»

Nuestro posicionamiento ante la autoridad dependerá en buena medida del lugar que ocupemos respecto de ella, si somos líderes o si somos gobernados.

Las dinámicas sociales podrían explicarse con la afirmación de que la mayoría opta por hacer aquello que deciden unos pocos, sin importar el tipo de grupo de que se trate. El grado de sumisión y adherencia al líder dependerá del carácter del subordinado y de sus circunstancias personales, pero no por ello deja de haber sometidos y cabecillas. Tendemos a identificar «autoridad» con «poder político», pero este es solo una de las expresiones de un concepto mucho más amplio.

En sentido inverso, la autoridad puede ser ejercida por todos, cada uno dentro de su limitado círculo de influencia. Si bien los distintos gobernantes son quienes deciden el destino de su pueblo, también existen otras estructuras de poder inferiores y distintos grados de autoridad. Solo hay que fijarse en las jerarquías militares, eclesiásticas o empresariales, donde hay mandos absolutos, mandos intermedios y jefes, acotándose ambos extremos entre la autoridad suprema y quien carece de subordinados.

En la familia existe una jerarquía natural entre los padres y los hijos e, incluso, entre los abuelos y el resto de quienes integran el grupo familiar. En la antigua Roma, la figura del paterfamilias era reconocida como una autoridad absoluta dentro del hogar sobre todos los miembros de la familia, los sirvientes y los esclavos. Su poder radicaba en la responsabilidad de educar a la siguiente generación de ciudadanos romanos, los que gobernarían la República en el futuro. También se acuñó el concepto de autoridad en las sociedades primitivas, aquellas en las que —en palabras de Pierre Clastres—2 no existe el Estado, es decir, aquellas que no poseen un órgano de poder político separado. Para este antropólogo francés, si bien el líder primitivo carecía de poder político, de forma natural ejercía la representación del conjunto de la tribu, que le confería la encomienda de hablar en su nombre para trazar alianzas para defenderse del enemigo. El jefe contaba con la confianza del grupo por el prestigio que poseía para el conjunto. Su opinión era tenida más en cuenta que la del resto de integrantes del clan, pero nunca imponía su criterio, puesto que la voluntad había de ser la de todos.

No hay sociedad que no posea una autoridad de referencia. Sin ella, la duplicidad de funciones, la ineficiencia, la desorganización, la imposición de la fuerza bruta y el caos llevarían a la autodestrucción del conjunto.

El concepto autoridad está asociado al de liderazgo, aunque no son necesariamente equivalentes. El liderazgo siempre conlleva una autoridad, que puede materializarse en un poder político o jurídico o en un poder moral. Normalmente resulta de las habilidades sociales del líder, que producen un efecto seductor en los demás y consigue la adhesión voluntaria de quienes aceptan esa «autoridad» natural. El liderazgo es la capacidad de influir en los demás para que den lo mejor de sí mismos. Por tanto, la «autoridad» como tal no necesariamente la ostentan personas con liderazgo.

Nadie puede negar la capacidad de liderazgo que demostró la reina Isabel II de Inglaterra. Durante setenta años fue jefa de Estado en el Reino Unido, estableció lazos sólidos con los países de la Commonwealth y logró una aceptación sin precedentes entre sus súbditos. Además de ser una incontestable autoridad jurídica —una de las mujeres más poderosas de la historia—, ejerció un liderazgo brillante basado en el equilibrio entre la adaptabilidad a los cambios sociales, la tradición identificadora de lo británico y el trabajo en equipo. Desde su neutralidad política, fue capaz de entenderse con quince primeros ministros de diferentes adscripciones ideológicas y batallar con duras crisis políticas y económicas, de las que salió airosa. La consultora internacional Brand Finance ha cifrado el valor de la marca Isabel II en 40.600 millones de euros, según la plataforma Statista. No en balde la Casa Real británica se autodenomina The Firm, una empresa con un valor de marca solo superado por las Big Five.

Pero también existe la autoridad sin liderazgo, como sucedió con José Luis Rodríguez Zapatero, segundo presidente socialista de la democracia. De acuerdo con los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), partía en 2004 con un 6,6 de nota según valoración de los españoles, y en 2011 cayó hasta un 3,3, el presidente con mayor descenso de popularidad de los habidos hasta el momento en la España democrática. Mejor valorado, pero con un más que cuestionable liderazgo, fue su sucesor, Mariano Rajoy, quien se ausentó a mitad de la sesión parlamentaria del 31 de mayo de 2018 en la moción de censura que el PSOE presentó contra él y apareció solo al final de la sesión del día siguiente, obviando su legítima jefatura, en un momento histórico para España, en el que se proponía a otro candidato.

La diferencia entre autoridad y liderazgo se ahonda por la tendencia a poner en puestos de responsabilidad a personas sin habilidades para liderar, como instrumento utilizado por quienes ostentan el poder para asegurarse la lealtad de sus colaboradores, los cuales, conscientes de estar ahí por designación personal, muestran acatamiento y hasta servilismo con sus benefactores. Esta práctica no es más que una suerte de clientelismo que, lamentablemente, se extiende a empresas privadas, Administraciones y órganos constitucionales.

En resumen, no hay liderazgo sin autoridad, pero sí puede haber autoridad sin liderazgo, y la confluencia de ambas características hace funcionar mejor la relación de subordinación entre dominantes y dominados.

La autoridad en crisis

La crisis de Occidente a la que se han referido tantos pensadores tiene mucho que ver con la forma en la que se percibe la autoridad. Estamos acostumbrados a escuchar que la autoridad está en crisis, como conclusión simplificada de la ausencia de rumbo de la sociedad o de la pérdida de referentes, descrédito de la autoridad que suele asociarse con la crisis del mundo moderno.

Estamos asistiendo al desprestigio de la policía, de la judicatura y del ejército, que, aun reconociendo su autoridad jurídica, parecen percibirse como ajenos. La paternidad/maternidad ya no se explica como el sometimiento de los hijos a los progenitores, sino como una relación de mandato representativo o portavocía de los intereses de aquellos, partiendo de un plano de igualdad. Los profesores y maestros también asisten al cuestionamiento constante de su poder por parte tanto de los alumnos como de sus padres. Las agresiones físicas o verbales a médicos batieron un récord histórico en 2022 con un 38 % más que el año anterior.3 Como síntoma de esto último y de la pérdida de autoridad de las figuras referentes, conviene recordar que hasta no hace mucho profesores y sanitarios no eran considerados «autoridad» a efectos penales, y que en 2015, a raíz de las crecientes agresiones sufridas por estos colectivos, se incluyó a los funcionarios públicos como víctimas del delito de atentado a la autoridad (equiparándoles a policías o jueces, por ejemplo) para dotarles de mayor protección.

La sensación de que la autoridad tradicional se ha degradado o que ha dejado de tener el valor que poseía antaño se repite en todas las épocas y entre todos los grupos humanos. Sin embargo, es cierto que su pérdida de peso específico ha sido especialmente analizada en las últimas décadas del siglo xx y en lo que llevamos del xxi, precisamente por la consolidación de los modernos Estados democráticos de derecho, en los que se ha afianzado el sometimiento de todos al imperio de la ley y la posibilidad de revisar jurídicamente todo ejercicio de autoridad. Hay razones para considerar que la sociedad la percibe como algo muy distinto a como lo hacía antes.

Es una opinión mayoritaria que la democracia es la mejor forma de gobierno pese a las imperfecciones propias de toda construcción humana. De hecho, está en nuestra naturaleza sobrevivir, aunque para ello haya que imponer la fuerza frente al más débil y anteponiendo los privilegios de nuestro propio grupo a los del resto («los otros»), por lo que la asunción de un sistema democrático en el que se tenga en cuenta a las minorías más vulnerables y se respeten los derechos humanos no deja de sustentarse en un equilibrio inestable que requiere todos los días de reafirmación y defensa, como ha quedado demostrado recientemente con la crisis pandémica, donde muchos derechos conquistados se vieron debilitados.

El principio de autoridad está íntimamente relacionado con la ley y el derecho, entendido este último como conjunto de normas que rigen el grupo. El derecho reconoce y legitima a la autoridad y es esta, a su vez, la que «crea» el derecho. La sociedad se da leyes a través de sus representantes en el Poder Legislativo (que también son autoridad) y se establecen consecuencias jurídicas por su incumplimiento. La autoridad, por tanto, posee un instrumento de coerción legítimo para hacerse respetar, bajo la amenaza de una sanción cierta y pública. El sometimiento al líder ya no se basa en la costumbre o en los usos, como sucedía en los pueblos primitivos, sino en el ordenamiento jurídico.

Ahora bien, la forma en la que nos relacionamos con la jerarquía y la autoridad es fluctuante. En realidad, hemos cambiado unas autoridades por otras, pero seguimos deseando ser liderados. La autoridad está en crisis, pero entendamos «crisis» como cambio, no como devaluación del concepto.

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1 Godwin, William, Enquiry Concerning Political Justice and its influence in moral and happiness, Luke White, 1793.

Proudhon, Pierre-Joseph, El principio federativo, Alfonso Durán, 1872.

2 Clastres, Pierre, La sociedad contra el Estado, La Llevir-Virus, 2010.

3 Información ofrecida por el Organización Médica Colegial en nota de prensa del 9 de marzo de 2023.